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                <title type="short">TioEmpleado</title>
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                </title>
                <author>
                    <name type="full">Meza, Ramón</name>
                    <name type="short">MezaR</name>
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                    <idno type="bibacme">A272</idno>
                </author>
                <principal xml:id="uhk">Ulrike Henny-Krahmer</principal>
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                    <p>This work is in the public domain. It is provided here with the <ref
                            target="https://creativecommons.org/publicdomain/mark/1.0/deed.de"
                            >Public Domain Mark Declaration</ref> and can be re-used without
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                <date>2020</date>
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                <bibl type="digital-source" xml:id="DS"> Meza, Ramón. "Mi tío el empleado." <seg
                        rend="italic">EnCaribe. Enciclopedia de Historia y Cultura del Caribe</seg>,
                        <date when="2016">2016</date>, <ref
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                    Accessed 22 February 2017. </bibl>
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                <bibl type="edition-first" n="458" xml:id="E1" corresp="#E962"> Meza, Ramón. <seg
                        rend="italic">Mi tío el empleado. Novela.</seg> Barcelona: Imp. de Luis
                    Tasso, <date when="1887">1887</date>. <ref
                        target="https://catalog.hathitrust.org/Record/100536837"
                        >https://catalog.hathitrust.org/Record/100536837</ref>. 2 vol., 231 p., 227
                    p.</bibl>
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            <p>The source PDF file was processed with OCR. The software used was ABBYY Finereader 12
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                author, and gaps.</p>
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        <profileDesc>
            <abstract source="#Molina_2001">
                <p>
                    <quote>
                        <p>La caricatura de una época, en la que se combina lo hiperbólico, lo
                            grotesco, lo satírico y lo abominable, es lo que expresa <seg
                                rend="italic">Mi tío el empleado</seg> (1887), de Ramón Meza. La
                            novela es la narración burlesca, satírico-realista de la función y
                            suerte de los españoles que llegan a La Habana en busca de fortuna. En
                            ella se cuenta, según José Martí, La historia del poblano don Vicente
                            Cuevas, que llegó a Cuba en un bergantín, de España, sin más seso,
                            ciencia ni bienes que una carta en que el señor marqués de Casa Vetusta
                            lo recomendaba a un empleado ladrón, y con las mañas de éste y las
                            suyas, amparadas desde Madrid por los que participaban de sus frutos,
                            paró el Don Cuevas de las calzas floreadas y las mandíbulas robustas en
                            el señor conde Coveo, 'a quien despidieron con estrépito de trombones y
                            lujo de estandartes y banderines los buenos patriotas de La Habana',
                            cuando se retiraba de la ínsula, del brazo de la rica cubana Clotilde.
                            Esta es la vergonzosa historia, dicha con sobrio ingenio, cuidado estilo
                            y varonil amargura. (1975)</p>
                    </quote>
                    <bibl>Molina, Sintia. <seg rend="italic">El naturalismo en la novela
                            cubana.</seg> Lanham, Maryland: University Press of America, 2001, p.
                        51.</bibl>
                </p>
            </abstract>
            <abstract source="#Cultura-Cubana_2014">
                <p>
                    <quote>
                        <p>El personaje protagónico, Vicente Cuevas, es un emigrante que busca hacer
                            fortuna en la Isla, similar al anclaje inicial de Don Aniceto, las
                            sensaciones de este al recorrer la Isla son descritas de modo
                            impresionista, enfatizando como en un acercamiento de cámara elementos
                            secundarios y detalles que cobran cuerpo simbólico. El aturdimiento, a
                            veces anonado, del personaje, se traduce en una hilaridad contagiosa que
                            desconcierta.</p>
                        <p>En la segunda parte de la novela Vicente Cuevas reaparece como el Conde
                            Coveo, su nueva posición le permite ser recibido de otra manera en las
                            mismas locaciones, ya transmutado en su propia percepción y la de los
                            demás; sin embargo no puede conjurar el vacío, la abulia y la soledad.
                            El realismo de Meza, su propia hilaridad pantagruélica, resulta hiriente
                            en tanto espejo de la sociedad, con lo que implica la división en
                            clases.</p>
                        <p>La imposibilidad espiritual del amor se expresa en la frivolidad de las
                            relaciones del Conde Coveo con Clotilde, ya en una atmósfera artificiosa
                            donde nada es real sino remedo o reminiscencia de lo que alguna vez
                            tuviera esencia, como su antiguo amor por Aurora, que parece redivivo
                            pero el personaje es prisionero voluntario de la falacia del lujo y la
                            ostentación. Ambas obras recrean, a partir de un amplio espectro de
                            recursos narrativos, el arribismo y su sinsentido.</p>
                    </quote>
                    <bibl> "3.2.7.1 'Don Aniceto el tendero' y 'Mi tío el empleado', de Ramón Meza
                        (1861 – 1911)." <seg rend="italic">Cultura Cubana</seg>, <date
                            when="2014-09-17">17 September 2014</date>, <ref
                            target="http://web.archive.org/web/20200408091957/http://culturacubana.org/3-2-7-1-don-aniceto-el-tendero-y-mi-tio-el-empleado-de-ramon-meza-1861-1911/"
                            >http://web.archive.org/web/20200408091957/http://culturacubana.org/3-2-7-1-don-aniceto-el-tendero-y-mi-tio-el-empleado-de-ramon-meza-1861-1911/</ref>.
                    </bibl>
                </p>
            </abstract>
            <abstract source="#Rafael_2009">
                <p>
                    <quote>Vicente Cuevas (el protagonista) y su sobrino (el narrador) llegan a La
                        Habana buscando bohíos y aborígenes semidesnudos y encuentran una ciudad en
                        carnaval donde los convierten en objeto de burla y antecedente del
                        esperpento valleinclaniano, caricatura reiterada a lo largo del libro, en
                        que la narración adquiere tintes expresionistas y grotescos para mostrar una
                        realidad deformada pese a su apariencia de normalidad. Cuevas no tiene
                        formación intelectual, en cambio por haber nacido en la Península tiene
                        derechos sobre los criollos y es así que logra un puesto en la corrupta
                        administración de la Colonia, que resulta el comienzo de su carrera de
                        arribista en ascenso. Gracias a la falta de escrúpulos que caracteriza al
                        personaje y a su afán por enriquecerse, en la segunda parte de la obra
                        Vicente Cuevas es ya Conde Coveo. </quote>
                    <bibl> Rafael, Luis: "Ramón Meza y su novela <seg rend="italic">Mi tío el
                            empleado.</seg>" <seg rend="italic">Rinconete</seg>, <date
                            when="2009-11-02">2 November 2009</date>, <ref
                            target="https://web.archive.org/web/20200408080921/https://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/noviembre_09/02112009_02.htm"
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                    </bibl>
                </p>
            </abstract>
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                    <term type="author.country.death">Cuba</term>
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                        costumbrista</term>
                    <term type="text.genre.subgenre.litHist" resp="#Galvez_1990">novela del período
                        realista</term>
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                        satírica</term>
                    <term type="text.genre.subgenre.litHist" resp="#Molina_2001">narración burlesca,
                        satírico-realista</term>
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                        naturalista</term>
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                        realista</term>
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            </textClass>
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            <change when="2016-03-31" who="#uhk">Initial TEI version.</change>
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    </teiHeader>
    <text>
        <front>
            <div source="#E1" n="1887">
                <div type="titlepage">
                    <ab>Mi tío el empleado</ab>
                    <ab>Novela</ab>
                    <ab>por</ab>
                    <ab>Ramón Meza</ab>
                    <ab>Tomo primero</ab>
                    <ab>Barcelona</ab>
                    <ab>Imprenta de Luís Tasso Serra</ab>
                    <ab>1887</ab>
                </div>
                <div type="titlepage">
                    <ab>Mi tío el empleado</ab>
                    <ab>Novela</ab>
                    <ab>por</ab>
                    <ab>Ramón Meza</ab>
                    <ab>Tomo segundo</ab>
                    <ab>Barcelona</ab>
                    <ab>Imprenta de Luís Tasso Serra</ab>
                    <ab>1887</ab>
                </div>
            </div>
        </front>
        <body>
            <div type="part">
                <head>
                    <seg rend="italic">Cómo llegó a Cuba mi tío</seg>
                </head>
                <quote>
                    <p>(Joaquín). <said>—No tengo más remedio que irme a La Habana.</said></p>
                    <p>(Isidora). <said>—¡A La Habana! —Sí, con un gran destino. Los españoles
                            tenemos esa ventaja sobre los habitantes de las demás naciones. ¿Qué
                            país tiene una Jauja tal, una isla de Cuba para remediar los desastres
                            de sus hijos?</said></p>
                </quote>
                <p>Pérez Galdós.</p>
                <p><seg rend="italic">La desheredada.</seg> Parte II, Cap. IV, p. 320.</p>
                <quote>
                    <p>Nuestra riquísima España requiere acequias a millares y ningún empleado;
                        tenemos infinitos empleados y casi ninguna acequia; el resultado es tan
                        obvio como palpable. En una palabra, aquí se necesitan sumos ahorros y mucho
                        descargo de pechas a los desventurados labradores. Esto lo alcanza un niño
                        de la escuela y luego nos vienen con sistemas recónditos de hacienda. <seg
                            rend="italic" xml:lang="la">¡Risum teneatis amici!</seg>
                    </p>
                </quote>
                <p>José Mor de Puentes.</p>
                <p><seg rend="italic">Influjo de la revolución francesa en España,</seg> página 5,
                    tomo VI de la <seg rend="italic">Revolución francesa</seg>, por Thiers.</p>
                <div type="chapter">
                    <head>I.</head>
                    <head>De arribada</head>
                    <p>En los primeros días del mes de enero, uno de esos días hermosos,
                        espléndidos, después de un largo tiempo de lenta navegación llegó a vista
                        del puerto de La Habana el bergantín <seg rend="italic">Tolosa</seg>.
                        Henchidas sus blancas lonas e impelido por fresco viento del nordeste,
                        parecía que iba a estrellarse el buque contra los negros riscos de la costa;
                        mas cambiando bruscamente de rumbo, dirigió la proa hacia el punto medio de
                        la estrecha boca del puerto. El cielo azul sin que manchase su pura
                        trasparencia la más tenue nubecilla; el mar azul también y con sus aguas tan
                        diáfanas que a trechos permitían ver las manchas oscuras de los escollos; el
                        sol, en medio del cielo derramando raudales de luz por todas partes; la
                        ciudad de La Habana, con sus casas de variados colores, con sus vidriadas
                        almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros
                        arrecifes ceñida por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos
                        por el sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles con sus vetustos
                        tejados y empinadas azoteas, con los grandes murallones de piedra gris de
                        sus fuertes asentados sobre dura roca cubierta de verdor: ¡ah!, todo esto se
                        presentaba a la contemplación de dos viajeros, que venían a bordo del
                        bergantín con cierto maravilloso atractivo de que no les era posible
                        sustraerse.</p>
                    <p>Y no se debe de extrañar que tan honda impresión les causara: no habían visto
                        sino vetustas casas de muy pobre arquitectura, y nunca, más allá de las diez
                        o doce reunidas que constituían el villorrio. Debieron haberlas visto en
                        Cádiz, pero su viaje por esta ciudad fue de noche, rápido, pues que lo
                        hicieron en diligencia, cuyos pocos mullidos asientos y espaldares
                        aprovecharon para reponerse, con algunas cabezadas de sueño, del cansancio y
                        la fatiga producidos por otro viaje de muchos días, de muchas leguas, a pie
                        firme, y a cuestas con el equipaje. Aquella misma noche, se trasladaron a
                        bordo del bergantín que debía conducirlos a América, y desde él, sólo vieron
                        las fosforescencias de las agitadas olas de la bahía de Cádiz y las luces de
                        la ciudad que en lontananza brillaban, como puntillos luminosos, entre la
                        sombra profunda. Al amanecer levó anglas el bergantín, y cuando despertaron
                        sólo lograron ver ya, como densa y azulosa bruma cuyo color se confundía con
                        el de las lejanas y bajas nubes, las costas de España.</p>
                    <p>El mayor de los dos viajeros aparentaba tener unos treinta años; su crecida
                        barba; su rostro pálido por los padecimientos de la navegación en aquel
                        pequeño buque de vela, en el cual, además, escaseaba a menudo el alimento;
                        su calzado y sus ropas de burdo género y raídos; sus ojos rodeados de un
                        ribete rojo por causa de una fuerte irritación del párpado y los lagrimales,
                        y más que todo, un desgarbo general en su persona, dábanle aspecto de un
                        hombre de temperamento enfermizo. Sin embargo, sus anchas espaldas, redondos
                        hombros y recias mandíbulas acusaban robusta complexión y convencían de que,
                        regularmente alimentado aquel hombre llegaría a ser, con el tiempo.... un
                        hombre gordo.</p>
                    <p>El menor era un muchacho de doce o quince años, y por cierto que no asentaría
                        su planta en la ribera de la gran Antilla en mejores condiciones que su
                        compañero.</p>
                    <p>Había entre los dos mucha semejanza; y a aumentarla contribuía, en no poca
                        parte, que usasen ambos, sombreros de castor alisados a contrapelo, de
                        tiesas y angostas alas y de copas tan perfectamente esféricas que parecían
                        medias balas de cañón; chaquetas cortas de color de siena y bordeadas por el
                        cuello, solapas y mangas, con terciopelo; pantalones, con grandes adornos de
                        color distinto, que pudieran creerse enormes remiendos, si no fueran
                        simétricos y como cortados por un mismo molde; un elástico les sostenía los
                        sombreros por el lado derecho, y por el lado izquierdo, de estos colgaban,
                        atadas a dos cordoncillos de seda, un par de bellotas.</p>
                    <p>Quien mirase fijamente a estos dos viajeros podría tomarlos por hermanos;
                        pero mejor informado, puedo asegurar al lector que aquellos dos viajeros no
                        eran otros que mi tío y yo.</p>
                    <p><said>—Oye, sobrino, ¿has visto si está en el mundo la carta de recomendación
                            del primo?</said></p>
                    <p>Así me dijo mi tío, suspendiendo un instante la admiración que le producía la
                        vista de La Habana, bañada toda por la luz del sol, al recordar que nos
                        acercábamos ya al término de nuestro viaje.</p>
                    <p>Me dirigí al camarote, abrí el baúl y me palpitó con fuerza el corazón: la
                        carta no estaba donde la había visto el día el día anterior; y todos los
                        demás días. Volví al derecho y al revés medias, bolsillos, mangas, y la
                        carta de recomendación no aparecía.</p>
                    <p>Alarmado mi tío con mi tardanza se presentó en las puertas del camarote, y la
                        revolución en que vio las ropas, y el apuro con que yo las registraba, le
                        hicieron comprender la fatal nueva antes de que yo pudiera desplegar mis
                        labios.</p>
                    <p>Jamás he vuelto a ver hombre alguno tan desesperado. Lo primero que hizo fue
                        pegar un puntapié que rayó la tapa del mundo, como llamaba él al baúl.
                        Después tiró al suelo el sombrero, lo pateó, se dio de puñadas en el
                        estómago y vociferaba que yo era peor que un ladrón, pues que le había
                        arrebatado su porvenir a un hombre honrado; que entrar en La Habana sin la
                        carta de recomendación, era dar lugar a que nos confundieran con tanta gente
                        vulgar que entraba en ella todos los días. ¡Bonito papel harían nada menos
                        que los Cuevas, los recomendados por el ilustre madrileño señor marqués de
                        Casa-Vetusta, sin poder acreditar que lo eran!</p>
                    <p>Los golpes y gritos subieron a punto que los oyeron el capitán y algunos
                        marineros y acudieron todos precipitadamente al camarote a inquirir qué
                        motivaba semejante alboroto.</p>
                    <p><said>—Pero hombre</said> —preguntó incómodo el capitán—, <said>¿qué le pasa
                            a usted?</said></p>
                    <p><said>—¡Nada! que este rapaz</said> —contestó mi tío señalándome— <said>es
                            peor que un bandido, me ha robado mi fortuna, señor capitán, toda mi
                            fortuna.</said></p>
                    <p>El capitán, que todo lo podría creer menos que mi tío tuviese fortuna que
                        pudiera robársele, le preguntó, en más suave tono, qué le había hecho
                        yo.</p>
                    <p><said>—¡Pues nada!, me ha extraviado la carta de recomendación del ilustre
                            marqués de Casa-Vetusta, que me daba el mejor destino de
                        Cuba.</said></p>
                    <p><said>—No se ofusque usted tanto, señor</said> —continuó el capitán—,
                            <said>busque, registre, en el barco debe de estar. ¿Se ha registrado
                            usted los bolsillos?</said></p>
                    <p>Llevóse mi tío las manos al bolsillo y sacó un papel doblado. ¡Era la carta
                        de recomendación!</p>
                    <p>Esto lo hizo pasar tan rápidamente, y con tan cómico gesto, de su profunda
                        desesperación a la mayor alegría, que los presentes no pudieron tener la
                        risa.</p>
                    <p>Lejos de incomodarse mi tío por el motivo de aquella algazara, les hizo coro
                        con tan vehementes carcajadas que se le saltaban las lágrimas de puro
                        gozo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>II.</head>
                    <head>En busca de los reyes</head>
                    <p>A la una y media ancló nuestro barco en medio de la bahía y un bote nos
                        condujo a una casilleja de madera situada en un extremo del muelle. Al
                        entrar en ella se nos presentaron dos hombres, vestidos de dril azul, de
                        grandes barbas, que llevaban en el sombrero una luciente plancha de cobre y
                        empuñaban unos retacos. Les saludamos llenos de un respeto muy próximo al
                        terror. Y ellos, sin atender nuestras ceremonias, nos quitaron el baúl, le
                        cortaron las amarras, abrieron la tapa, metieron la mano dentro y lo
                        revolvieron todo de arriba abajo, de un lado a otro, estrujaron nuestras
                        ropas y vaciaron cuanto tenían las cajas que traíamos en él. Concluida esta
                        operación nos registraron los bolsillos y el sombrero; y luego con un gesto
                        imperativo, nos dijeron que nos largáramos de allí porque les estorbábamos
                        ya. ¡Arre!</p>
                    <p>Durante el registro temblábamos como azogados. Y así que concluyó y nos
                        apartamos de aquella malhadada casilleja, acercóseme mi tío con mucho
                        misterio y díjome al oído:</p>
                    <p><said>—Sobrino, si algo hubiéramos tenido en el mundo, esos bandidos nos lo
                            hubieran llevado.</said></p>
                    <p>Por el momento pensé lo mismo; pero andando el tiempo he llegado a saber que
                        aquellos buenos hombres eran los que nos suponían bandidos a nosotros, o
                        contrabandistas, que es lo mismo, y nos registraban el baúl para ver si
                        encontraban alguna prueba de su sospecha.</p>
                    <p>Baúl a cuestas íbamos alejándonos de la casilleja, y un hombre, vestido de
                        camiseta de lana, calzones de mahón, y gorra gris terciada, púsose a mirar
                        fijamente a mi tío, le echó los brazos al cuello y exclamó:</p>
                    <p><said>—Demongo, Vicente, ¿así te olvidas de los paisanos?</said></p>
                    <p>No contrarió poco a mi tío aquella confianza hecha en medio de la calle por
                        un hombre de tan fea y vulgar estatura a otro que iba a ocupar el mejor
                        destino de Cuba; pero disimulando su mal humor, contestó aquellos expresivos
                        saludos.</p>
                    <p>El hombre de la camiseta se encaró conmigo.</p>
                    <p><said>—¡María santísima!</said> —dijo—, <said>¿y éste es el chico? ¡Pronto ha
                            crecido el rapaz! ¿No te acuerdas de Domingo Tejeiro?</said></p>
                    <p>¡Pues no habría de acordarme! Apenas pronunció este nombre le abracé con
                        efusión.</p>
                    <p>Era Domingo, sí, aquel Domingo, que aunque de más edad que yo, había sido mi
                        compañero de travesuras en el pueblo. Jamás cogí nidos de pájaros, ni hurté
                        uvas, peras, albérchigos o castañas que dejase de prestarme su eficaz
                        cooperación. Cierta vez que nos disparó el tío Lorenzo un escopetazo con sal
                        por las piernas guardamos camas, de resultas de las heridas, muchos días; y
                        nuestras relaciones de amistad quedaron interrumpidas, porque la familia de
                        Domingo aseguraba que yo le había pervertido el muchacho, y mi familia
                        procuraba convencerme de que el picaro muchacho Domingo me había pervertido
                        a mí.</p>
                    <p><said>—¿Y adonde van ustedes ahora?</said></p>
                    <p>Yo creo que esta pregunta azoró más a mi tío que lo que nos había azorado, a
                        Domingo y a mí, el escopetazo del tío Lorenzo.</p>
                    <p><said>—Ahora... ahora...</said> —balbuceó.</p>
                    <p><said>—Si ustedes quieren, comerán hoy conmigo, y luego alquilaremos un
                            cuarto en el León Nacional.</said></p>
                    <p>El orgullo de mi tío se resistió por segunda vez.</p>
                    <p><said>—Gracias, Domingo, venimos recomendado? a un primo nuestro muy rico. El
                            excelentísimo e ilustradísimo señor don Genaro de los Dées.</said></p>
                    <p><said>—Ilustrísimo dirás, Vicente. ¿Y dónde vive ese primo?</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, ¿y no lo sabes tú que hace tanto tiempo que estás en La
                            Habana?</said></p>
                    <p><said>—Por Dios que es la primera vez que oigo tal nombre, pero si no lo han
                            tratado ustedes nunca, debían comer hoy conmigo y seguir mis consejos.
                            Si no traen dinero yo puedo prestarles...</said></p>
                    <p><said>—Gracias Domingo</said>—interrumpió mi tío—, <said>traigo metida en el
                            forro de la levita una letra por valor de cien reales de
                        vellón.</said></p>
                    <p><said>—¡Demongo!, ¿tan rico llegas? Pues no traje yo, por juntos, cinco
                            cuartos a Cuba.</said></p>
                    <p>Sin embargo, bastante perplejo estaba mi tío acerca del partido que debía
                        tomar.</p>
                    <p>¿Adónde dirigirse por aquellas calles tan largas, entre tanta casa alta y sin
                        conocer a nadie? ¿Habríamos de recorrer toda la ciudad, baúl a cuestas,
                        hasta que diéramos con el ilustrísimo señor don Genaro? Y mientras tanto,
                        ¿dónde comeríamos? ¿Habríamos de dormir en los quicios de las puertas?</p>
                    <p><said>—Ea, Domingo</said> —exclamó mi tío dándose aire de perdonavidas—,
                            <said>comeremos hoy contigo y ya nos dirás dónde podremos encontrar una
                            habitación.</said></p>
                    <p><said>—Pues claro está, ¡demongo! Ya buscaréis al primo. Ustedes acaban de
                            llegar y no entienden esto: yo soy aquí perro viejo</said> —contestó
                        Domingo.</p>
                    <p>Luego, metiéndose ambas manos en los hondos bolsillos y caminando con
                        movimiento de péndulo, echó a andar, diciéndonos que le siguiéramos.</p>
                    <p>Anduvimos bajo el largo cobertizo de zinc del muelle donde había una
                        profusión de sacos, barriles, cajas de todos tamaños, enormes ruedas
                        dentadas de hierro, grandes pailas y masas de metal, almireces, tubos de
                        barro, tinajones, flejes, rieles, duelas, cántaras, jarras, todo en grupos,
                        o bien separados, o ya en hileras, o en montones más altos que un hombre;
                        pero sin confusión, sin desorden, pues de trecho en trecho había hombres que
                        a manera de pastor de ovejas, no dejaban que se les descarriara un solo
                        objeto.</p>
                    <p>Y por los espacios o callejuelas que se dejaban libres para el paso, entre
                        balumba tanta, cruzaban hombres cubiertos de sudor, gritando, corriendo y
                        dándonos empellones que hacían rabiar a mi tío. ¡Si supieran aquellos
                        estúpidos quién era aquel con quién se codeaban, ya lo respetarían más!</p>
                    <p>Ibamos a salir de una callejuela formada con sacos de harina y cajas de
                        fideos, colocadas en tan alto montón que se alzaban algunos palmos sobre
                        nuestras cabezas, cuando mi tío retrocedió lleno de estupor.</p>
                    <p>Por delante de él había cruzado vociferando: ¡con licencia!, ¡con licencia!,
                        un centauro, un sátiro... qué sé yo lo que le pareció aquel extraño ser.</p>
                    <p><said>—¿Qué es eso, Domingo?</said> —preguntó temeroso.</p>
                    <p><said>—¿Eso...? Un negro.</said></p>
                    <p><said>—¡Ah...! ¡Bah...!, un negro</said> —balbuceó cobrando ánimo.</p>
                    <p>Efectivamente: ante nosotros había pasado un robusto africano, un hércules de
                        ébano, cuyas sudorosas espaldas, llenas de desarrollados músculos, brillaban
                        con la luz del sol como si estuvieran barnizadas.</p>
                    <p>En un extremo del muelle había un hombre que, retaco en mano, recibía a
                        estocadas las pacas de heno, las cuales merced a una alta polea venían
                        saltando por el aire desde el fondo de una gran lancha al muelle. Domingo
                        nos enteró de que tal operación tenía por objeto investigar si las pacas
                        traían contrabando en el vientre.</p>
                    <p>Anduvimos algo más.</p>
                    <p><said>—¡Hola! Llegamos. He aquí mi casa</said> —díjonos Domingo señalando un
                        bote—, <said>ese es el mío, avisen si quieren que les lleve a dar un paseo
                            por el puerto.</said></p>
                    <p><said>—¿Y por qué estando aquí hace tiempo no eres más que botero,
                            Domingo?</said> —preguntó cándidamente mi tío.</p>
                    <p><said>—¿Y qué demongo querías?, ¿qué me hiciese un conde, no? Pero otra vez
                            no me llames botero, sino patrón. ¡Vaya, lee el nombre de mi bote!
                            ¿Sabes leer, Vicente?</said></p>
                    <p>Mi tío se mordió los labios. Y para convencer al indiscreto patrón de que
                        sabía leer, mascullando algo las sílabas leyó:</p>
                    <p>
                        <said><seg rend="italic">—El terror de todos los piratas.</seg></said>
                    </p>
                    <p><said>—¡Y qué largo es, Domingo!</said> —objeté yo.</p>
                    <p><said>—Así está bonito, ¿no ves que coge de una banda a otra toda la
                            popa?</said></p>
                    <p>Al lado del bote de Domingo estaban atados más de treinta, y mi tío, para dar
                        mejor muestra de su ciencia, siguió leyendo, aunque con trabajo, el nombre
                        de los demás botes: <seg rend="italic">La derrota de los cien mil gabachos.
                            El vencedor de ambos mundos. Velero del puerto de Madrid, Don Pelayo en
                            las sierras de Covadonga. ¡Abajo los carlistas! ¡Arriba Isabel II!, y
                            otros mil más por el estilo.</seg></p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">Por algunos puntos del muelle nos era casi imposible
                            transitar: y mucho más, llevando a cuestas el mundo. Carretillas,
                            barriles, palancas, grandes vigas de madera, cabrestantes, tablones
                            enormes, hombres cargados con sacos, todo se movía a un tiempo, en todas
                            direcciones; aquello era una actividad febril, un torbellino que nos
                            causaba vértigos, un espectáculo nuevo, desconocido y que parecía el más
                            cruel derrumbe de todas las acariciadas imaginaciones de mi tío. ¡Él,
                            que creyó encontrar bosques de palmeras, de árboles con frutas tan
                            bellas que semejasen globulillos de cristal de mil colores! Él, que
                            creyó encontrar indios con taparrabos de plumas pintorreadas, carcaj
                            lleno de flechas untadas con venenoso jugo, terciado a la espalda, y
                            narices y orejas taladradas por macizas argollas de oro que podrían
                            arrancarse tan sólo con darles un fuerte tirón!</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">Domingo, más práctico que nosotros, agachándose,
                            empinábase, andaba hacia un lado, hacia otro, escurriéndose con agilidad
                            de culebra por entre aquellos obstáculos. Sujetos a su camisa de lana,
                            con una mano, y llevando con la otra cogido el mundo por sus dos
                            agarraderas, atravesamos, con no poco peligro, aquella parte del muelle
                            donde afluía toda la actividad comercial.</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <said><seg rend="italic">—Ya hemos pasado lo más malo, que es el frente de
                                la aduana</seg></said>
                        <seg rend="italic">—nos advirtió Domingo.</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">Mi tío y yo respiramos.</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">Aunque había también tráfico en lo demás del muelle, no
                            era tanto como en el trecho que acabábamos de dejar.</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">Admirábamos la interminable hilera de buques atados con
                            gruesas cadenas a grandes argollas del muelle, aquel bosque de mástiles,
                            jarcias, vergas, aquella línea de proas que parecían lanzas de un
                            ejército de gigantes que amenazaban paladinamente la ciudad.</seg>
                    </p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">No cesábamos de preguntar a Domingo cuanto nos
                            ocurría.</seg>
                    </p>
                    <p><said>—<seg rend="italic">Y esos hombres, ¿de dónde son?</seg></said></p>
                    <p><said>—<seg rend="italic">¿Cuáles?, ¿aquellos tan colorados como la camisa
                                que visten?</seg></said></p>
                    <p>
                        <seg rend="italic">—Sí.</seg>
                    </p>
                    <p><said>—<seg rend="italic">Ah, son americanos.</seg></said></p>
                    <p>
                        <said><seg rend="italic">—¿Y aquellos otros morenos, rechonchos, que en su
                                sombrero tienen cuatro o cinco abolladuras y que ciñen ancha faja de
                                colores?</seg></said>
                    </p>
                    <p><said>—Son mexicanos.</said></p>
                    <p><said>—¿Y aquellos otros, Domingo, tan robustos, tan altos, que usan gorra de
                            piel de oso y ropa de grueso género?</said></p>
                    <p><said>—Son rusos.</said></p>
                    <p><said>—Y los de anchos pantalones azules, gorra egipcia, que están sentados
                            sobre sus dos piernas, en torno de aquel horcón, y venden estampillas y
                            rosarios, ¿son judíos, Domingo?</said></p>
                    <p><said>—Te equivocas: los judíos no venden tales pequeñeces; son cristianos,
                            son servios.</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, y aquellos que vienen allí, ¿son los enfermos de fiebre
                            amarilla?</said></p>
                    <p><said>—¡Quia, hombre!, esos son chinos.</said></p>
                    <p><said>—¡Pues vive Dios!</said> —gritó mi tío entusiasmado y arrojando al aire
                        el sombrero <said>—¡esto es una verdadera Babilonia, sobrino!</said></p>
                    <p>Salimos del muelle por una puertecilla de hierro y seguimos nuestro camino
                        por algunas calles estrechas y poco limpias, en donde algunos hombres, que
                        no se hallaban en mejor estado que las calles, en lo que toca a limpieza,
                        descargaban tasajo de unos carros mientras que otros los volvían a cargar de
                        azúcar.</p>
                    <p>Desde a bordo del bergantín nos pareció La Habana más hermosa, más bella,
                        aunque desde allí se había desvanecido ya nuestra ilusión de hallar bosques
                        de palmeras y ver danzar, cerca de las orillas, las tribus de indios
                        cargados de plumas y de oro. Los grandes almacenes que ahora veíamos con el
                        suelo grasiento, pringoso, con las paredes sucias, húmedas, llenas de negras
                        telarañas, con sacos y cajas apiladas hasta el trecho, del cual pendían
                        cuerdas de henequén, jamones, cubos, ganchos en apiñada confusión; esos
                        almacenes hondos, oscuros, iluminados allá en el fondo por una débil
                        claridad azulosa que parecía luz crepuscular a mediodía, nos llenaba de
                        tristeza profunda.</p>
                    <p>Llegamos a un bonito parquecillo en el centro del cual alzábase una estatua
                        de mármol blanco rodeada de jardines repletos de plantas de pintorreadas
                        hojas y coposos árboles alineados tras los largos asientos de piedra; que
                        también circuían aquel parque, en los cuales dormían, a pierna suelta,
                        muchos desarrapados.</p>
                    <p><said>—Esta es la Plaza de Armas</said> —nos advirtió Domingo—. <said>Allí en
                            ese palacio, reside la primera autoridad de la isla de Cuba.</said></p>
                    <p>Mi tío se descubrió.</p>
                    <p><said>—¡Pero, demongo, si no te ven ahora!, ¡si te vieran, vaya!</said>
                        —exclamó Domingo.</p>
                    <p>Mi tío, amoscado, disimuló diciendo que se había quitado el sombrero porque
                        le ardía con el calor toda la cabeza.</p>
                    <p>Nos detuvimos ante una casa de pobre apariencia que tenía colgado en sus
                        balcones un gran rótulo con letras encarnadas que decía: León Nacional.</p>
                    <p>Mi tío subió con objeto de alquilar una habitación digna de quien iba a
                        ocupar, dentro de poco, el mejor destino de la Isla; pero desde que empezó a
                        ver el León Nacional por dentro, con aquellas galerías tan oscuras y
                        estrechas, aquellas escaleras medio desvencijadas, e inspeccionó algunas de
                        sus buhardas mal aireadas, comenzó a encolerizarse contra la gran bestia de
                        Domingo.</p>
                    <p>¿Qué diablos se habría figurado? ¿Creería, por ventura, que todos eran
                        iguales?, ¿no significaba nada la recomendación del señor marqués de
                        Casa-Vetusta?, ¿nada que fuera primo de Genaro de los Dées, hombre de rango
                        y de dinero?, ¿nada que iba a desempeñar el mejor destino de Cuba?</p>
                    <p>Le oímos bajar bufando contra todos los bribones que querían burlarse de él.
                        Domingo se quedó estupefacto. Y yo punto menos.</p>
                    <p><said>—¿Pues quién te crees tú que soy yo, Domingo? ¡Ya no estamos en la
                            aldea! Vengo recomendado por el señor marqués de Casa-Vetusta y soy
                            primo de Genaro de los Dées. ¿Crees que esta mala casa corresponde al
                            que viene a ocupar el mejor destino de la Isla?</said> — exclamó mi
                        tío.</p>
                    <p>Y por este tenor prosiguió desatinando y alborotando largo rato.</p>
                    <p>Dos o tres jóvenes que llegaron, y que me parecieron estudiantes, pues venían
                        con muchos libros bajo el brazo, se detuvieron a observar a mi tío riendo
                        burlescamente de sus cómicas ínfulas que contribuían a ridiculizar más aún
                        su jerga ininteligible y su traje de labriego con aquellos peregrinos y
                        simétricos remiendos.</p>
                    <p>Después se hablaron al oído los estudiantes y echaron a correr escaleras
                        arriba.</p>
                    <p>De seguida bajaron acompañados de otras personas, algunas a medio vestir, por
                        lo que comprendí que eran huéspedes de la casa, y todos se agruparon en lo
                        alto de la escalera situándose de modo de poder ver bien los toros, desde
                        lejos.</p>
                    <p>Seguramente que algo tramaban los mal intencionados contra nosotros, pues
                        cuchicheaban, nos miraban, disputaban y disimulaban las grandes ganas de
                        reír que tenían.</p>
                    <p>Un capellán de ejército, un tal Pérez, joven de buen humor y que andando el
                        tiempo llegó a ser canónigo, bajó dándoselas de hombre serio y autorizado,
                        se erigió juez de la atroz disputa entablada entre mi tío y Domingo.</p>
                    <p><said>—¿Qué hay?</said> —preguntó a éste.</p>
                    <p><said>—Demongo, señor cura</said> —dijo Domingo quitándose la gorra—,
                            <said>que me hallé este mi paisano junto al muelle sin tener a dónde ir,
                            y me lo traje aquí, es verdad, para que no anduviera por ahí sin tener
                            casa, y por esto, es verdad, me ha armado camorra.</said></p>
                    <p><said>—Muy bien</said> —aprobó el capellán—, <said>y usted, ¿qué dice?
                        </said> —prosiguió encarándose con mi tío.</p>
                    <p><said>—Yo</said> —contestó éste imitando en lo de descubrirse respetuosamente
                        a Domingo—, <said>que todo es verdad como mi padre, señor cura, pero no riño
                            a Domingo por eso, sino porque yo vengo recomendado por el señor marqués
                            de Casa-Vetusta, el hombre más rico y más grande de Madrid, como usted
                            debe saber, sí, señor, y yo no soy un tonto, veo que esta casa no me
                            corresponde.</said></p>
                    <p><said>—Ah, buen hombre</said> —repuso el capellán—, <said>aquí está usted
                            bien; aquí nos tiene usted a todos nosotros: no estará en mala compañía.
                            ¡Ea, llamen ustedes a González!</said> —advirtió a los de arriba—,
                            <said>díganle que le tenemos un par de huéspedes más. ¡Vaya, arriba con
                            ese baúl, muchachos!</said> —nos ordenó.</p>
                    <p>Y mi tío, viendo aquel señor que mandaba allí con tanta autoridad, no se
                        atrevió a protestar, y aunque sumamente descontento, se avino a tomar una de
                        las habitaciones que le indicó González el posadero o dueño de aquel mal
                        hotel.</p>
                    <p>Cuando subimos, todos los de la casa iban tras de nosotros cuchicheando y
                        riendo. Mi tío llegó a envanecerse al notar con cuánta admiración se le
                        observaba; pero yo bien claro comprendí que era de burla.</p>
                    <p><said>—¡Vaya!, descansar un rato</said> —dijo el capellán estrechándonos
                        afectuosamente la mano y dándonos fuertes palmadas en la espalda. Por la
                        tarde nos convidaron a comer; se improvisó una larga mesa con dos tablas
                        colocadas sobre dos cajones.</p>
                    <p>Los comensales se mostraban muy amables y atentos. Hicieron hablar a mi tío
                        hasta por los codos, ponderándole los efectos que iba a producir su
                        presencia en La Habana con aquella eficaz carta de recomendación y su
                        parentesco con don Genaro de los Dées. Y a la vez que a hablar, le obligaban
                        a brindar y a beber.</p>
                    <p>Al terminar la comida, entre mi tío y sus anfitriones mediaba una amistad
                        cordialísima.</p>
                    <p>Yo hube de indicarle disimuladamente que no se fiase de aquellos improvisados
                        amigos; pero se molestó tanto, que a no haber gente delante, creo que me
                        hubiera pegado.</p>
                    <p>No sé de qué mañas diabólicas se valieron aquellos hombres para conquistar a
                        mi tío para que se fuera con ellos aquella noche, pues iban a buscar un gran
                        tesoro.</p>
                    <p>Por mucho esfuerzo que hice no pude entender dónde querían llevarse a mi tío
                        ni de qué más trataron.</p>
                    <p>Bajé, y encontrándome con Domingo, que nos esperaba en la puerta, púseme a
                        hablar con él.</p>
                    <p><said>—Manuel, sabes que tu tío Vicente trae la cabeza llena de viento.
                            ¡Demongo, pues no se cree un duque lo menos!, ¿viste qué alboroto armó?,
                            ¡si no viene aquel señor cura, como hay Dios, que riño a puñadas con él!
                            Desde que me han crecido las barbas no gasto bromas con
                        nadie.</said></p>
                    <p>Disculpé a mi tío del mejor modo y acepté la invitación que me hizo Domingo
                        de dar un paseo.</p>
                    <p><said>—¿Quieres que llame a mi tío?</said> —le pregunté.</p>
                    <p><said>—No hombre; déjalo allá arriba, ya que quiere hacerse caballero. Otro
                            día ¡e llevaremos.</said></p>
                    <p>Ya las calles iban entenebreciéndose y comenzaban a encenderse los faroles
                        del alumbrado.</p>
                    <p>No pasó mucho rato, ni nos habíamos apartado largo trecho del León Nacional,
                        cuando, por la misma calle que caminábamos, oímos silbidos, gritos,
                        carcajadas, fotutazos (campanillazos) y golpeteo de latas. Yo me asusté,
                        pero Domingo comenzó a reír de buena gana. Una turba de desarrapados
                        pilluelos de todos tamaños y colores era la que armaba aquel alboroto que
                        hacía asomar a puertas, ventanas y balcones a los vecinos, colmándolos de
                        regocijo.</p>
                    <p>En el centro iba un hombre con una escalera, un farol y una campanilla.
                        Vestía una vieja casaca con dos grandes discos de cartón, a guisa de enormes
                        botones, en la espalda, y llevaba en la cabeza un gran sombrero de copa, que
                        a fuerza de manotadas le habían embutido hasta el cogote.</p>
                    <p>La alegría de aquella turba rayaba en frenesí; y el golpear de latas y sonar
                        de fotutos era ensordecedor; al pasar la turba por nuestro lado, casi nos
                        arrolló; y como otros muchos que se agregaban, también nos agregamos Domingo
                        y yo, a la cola del grupo, fuera de lo más recio del tropel.</p>
                    <p>Iban y volvían sin concierto ni orden, ya por la misma calle, ya por otras;
                        unas veces despacio, otras corriendo; y en ocasiones hacían detener al que
                        llevaba la escalera y le mandaban subir por ella para que registrase los
                        balcones o cualquier otro hueco capaz de dar paso a los tres santos reyes
                        magos, Melchor, Gaspar y Baltasar, que con motivo de ser aquel día víspera
                        de su fiesta, venían cargados de cadenas, monedas, y coronas de oro macizo y
                        serones de perla y zafiros, para obsequiar a los que salieran a
                        recibirlos.</p>
                    <p>Por eso el hombre de la escalera, a pesar de su cansancio y fatiga, no la
                        soltaba y obedecía al punto la orden de trepar dondequiera que la turba que
                        le rodeaba sospechase que podían estar ocultos los señores reyes.</p>
                    <p>Y cada vez que el hombre llegaba a lo alto de la escalera, el repicar de
                        latas, los silbidos, los gritos y las carcajadas, redoblaban con verdadero
                        furor.</p>
                    <p><said>—¡A las murallas!, ¡a las murallas!</said> —vociferaban hasta
                        enronquecer corriendo y estimulando al infeliz de la escala que les siguiese
                        en su carrera desatada.</p>
                    <p>Por fin, llegaron a la ancha plazuela del Monserrate, donde ya lo estrecho de
                        la calle no les estorbaba, y se desparramaron por el terreno en confusión y
                        tumulto, asordándolo todo con los golpes de lata y el vocerío.</p>
                    <p>Pasaron los parques. En uno de ellos el dios Neptuno, con una mano en la
                        cintura, apoyaba la otra en su tridente, teniendo sumisos a su espalda como
                        reales perros dos hermosos delfines, parecía contemplar con irónica sonrisa,
                        desde su alto pedestal de mármol que las lejanas luces de los demás parques
                        clareaban, aquel desfile de la pillería y aquel cándido que marchaba tan
                        engañado a la cabeza de todos los alborotadores.</p>
                    <p>Las murallas, aquellos grandes muros de piedra almenados, alzábanse macizos,
                        sombríos a uno y otro lado todo lo que alcanzaba la vista, bordeando el
                        ancho abismo formado por los fosos. A éstos bajó la alborotada comitiva,
                        cuya diversión aumentaba porque el de la escalera daba bufidos de cansancio,
                        suplicándoles a menudo que se detuvieran porque ya no podía dar un paso
                        más.</p>
                    <p><said>—¡Detenerse!, ¿quién lo dijo?, ¡adelante, muchachos!, ¡por aquí!, ¡por
                            allí!, ¡por allá!, ¡arriba el de la escalera, que ahora sí que vienen
                            los reyes!</said></p>
                    <p>Algunos habían recogido entre las basuras de los fosos pedazos de madera que
                        encendidos semejaban antorchas, las cuales, con su inquieta luz, casi
                        apagada por el mucho humo que arrojaban, imprimían infernal nota a la
                        algazara frenética de la pillería que seguía avanzando a golpes de lata,
                        cuyo eco repercutía en el macizo muro de piedra de las altas murallas y se
                        iba amortiguando en los hondos, sombríos y solitarios fosos.</p>
                    <p>Agrupándose todos en un ángulo saliente de la muralla, arrimaron allí al de
                        la escalera y le hicieron trepar por ella. Cuando llegó a lo alto, jadeante
                        y haciendo ya supremos esfuerzos el pobre, arrodillóse ante el farol que
                        llevaba y dando sonoros campanillazos echó luego a correr como un desatinado
                        por el alto muro, mientras que los de abajo seguían animándole a buscar los
                        reyes que venían por allí, que los habían visto seguidos de muchos camellos,
                        príncipes, criados y esclavos todos cargadísimos de oro.</p>
                    <p>Y el infeliz loco o cándido jadeaba en la cima de la muralla registrando con
                        el farol los huecos de las almenas y dando campanillazos a toda fuerza que
                        ¡os de abajo secundaban con el repiqueteo de las cajas de lata.</p>
                    <p>Al llegar al borde de un derribo, hecho en el muro para dar paso a una de las
                        principales calles de la ciudad, el de arriba, por consejo de la turba
                        desarrapada que no le perdía de vista, retrocedió hasta el punto por donde
                        había subido para poder seguir luego, registrando el siguiente pedazo de la
                        muralla; pero no encontró ya la escala en el punto donde antes la había
                        colocado. ¡Qué había de encontrarla!</p>
                    <p>Aquí sí que la diversión llegó a su colmo: unos se arremolinaron en torno del
                        saliente ángulo de la muralla, riendo a carcajadas y burlándose
                        despiadadamente del sandio que hasta entonces les había creído de buena fe;
                        otros, hacían cabriolas de acróbatas a la luz de las improvisadas antorchas;
                        otros tiraban aburridos las latas con que habían estado alborotando y
                        aseguraban al encaramado en el alto muro que se estuviera allí hasta
                        medianoche, que ya vería a los tres reyes magos.</p>
                    <p>Pero demasiado había comprendido ya aquél toda la burla y rogaba que
                        volvieran a colocarle la escala para poder bajar.</p>
                    <p>Una gran bola de amasado fango acertó a derribar el sombrero de copa, que a
                        fuerza de manos todos le habían hundido hasta el pescuezo al hombre de la
                        muralla. Y a la luz del farolillo que llevaba en la mano pudimos reconocerle
                        Domingo y yo...</p>
                    <p>¡Era mi tío!</p>
                    <p>Entonces comprendimos por qué con tanta asiduidad habían seguido confundidos,
                        a la cola del grupo de pilluelos, los estudiantes y otros huéspedes del León
                        Nacional y por qué cuchicheaban y reían mientras la disputa de Domingo y mi
                        tío.</p>
                    <p>Al reconocer a éste, repuesto ya de la natural sorpresa, se precipitó Domingo
                        hacia la turba de pillos, y luchando con ellos casi a brazo partido, pudo
                        arrancarles la escalera y auxiliar a mi tío que bajara del alto muro entre
                        una copiosa lluvia de pelotas de fango.</p>
                    <p>Echamos a andar a pasos precipitados y por largo trecho siguió la turba
                        rabiosa protestando contra Domingo, que les había arrebatado su diversión,
                        con gritos y silbidos que no dejamos de oír hasta que traspusimos buena
                        distancia.</p>
                    <p>La chaquetilla de mi tío, única que traía, se salvó de ser enlodada gracias a
                        la ridicula casaca que le habían puesto.</p>
                    <p>Mas fue necesario llevarlo, sin sombrero, hasta el León Nacional para que
                        cambiase las demás piezas del traje que quedaron hechas una miseria.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>III.</head>
                    <head>Por la ciudad y en el teatro</head>
                    <p>Luego que se aseó y vistió mi tío, nos invitó Domingo a pasear por la
                        ciudad.</p>
                    <p>Las vidrieras de los establecimientos repletos de mil objetos de fantasía, de
                        género, de cristales; los mismos establecimientos en donde largas filas de
                        luces producían vivísima claridad que se reflejaba en los suelos de blanco y
                        pulido mármol y en los filos dorados de los armatostes y mostradores, eran
                        admirados detenidamente por nosotros.</p>
                    <p>Domingo, a guisa de improvisado cicerone, iba haciéndonos notar aquellas
                        bellezas. Mudos nosotros de admiración nos volvíamos todo ojos para que nada
                        nos quedase por ver.</p>
                    <p><said>—Esa es una platería</said> —díjonos Domingo señalando uno de los
                        establecimientos.</p>
                    <p>Volvimos la cara y nuestra admisión creció al ver brillar, en largas hileras,
                        cucharas de plata que parecían contener cada una en su concavidad lucecillas
                        de gas: las jarras y vasos de oro y plata de elegante forma y hábilmente
                        cincelados, los espejos que multiplicaban hasta lo infinito aquellos
                        objetos; ¡as lucientes tapas de los relojes colocados en estuches de
                        terciopelo; los zafiros, esmeraldas, rubíes, diamantes, ópalos y amatistas
                        de las sortijas, collares y brazaletes que lanzaban destellos de fúlgida luz
                        azul, verde, roja, nacarada como las que lanzan las gotas de lluvia o de
                        rocío adheridas a los tallos de las yerbas y atravesadas por un rayito de
                        sol.</p>
                    <p><said>—Dime, Domingo</said> —preguntó en voz muy baja mi tío—, <said>¿y esto
                            no se lo roban?</said></p>
                    <p><said>—¡Qué han de robar, hombre!</said> —contestó en voz alta Domingo.</p>
                    <p>El dueño de la tienda que lo oyó nos miró a todos y soltó una sonora
                        carcajada.</p>
                    <p>Mi tío se puso pálido y sus puños se crisparon nerviosamente.</p>
                    <p>¡Ya estaba harto de risas! La de aquel mercader le pareció más estridente, de
                        más extraño timbre, que era repercutida por cada joya y que hacía vibrar
                        cada vidriera y cada lámina de plata; parecióle oír que en el fondo de
                        aquellos elegantes y lucientes vasos de delgado metal castañeaban los
                        dientes del platero.</p>
                    <p><said>«¿Por qué se había reído aquel hombre?»</said>, también pensaba yo... Y
                        con esta preocupación comencé a reparar que cuantos pasaban por nuestro lado
                        se sonreían.</p>
                    <p>Ya no podíamos atender lo que nos decía Domingo: caminábamos
                        abochornados.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿qué es eso?, ¿estáis tristes?, ¿no os gusta todo esto?, ¿os
                            acordáis del pueblo...?, ¡qué demongo, hombres!, ya volveréis allá
                            cargados de dinero como unos asnos. ¡Ánimo, ahora!</said></p>
                    <p>Hízonos entrar en un café y pidió ron de Jamaica, que según decía, era mejor
                        bebida que el jerez y la champagne. Con tantas celebraciones que hizo no nos
                        fue posible dejar de tragar el maldito ron a pesar de que nos desollaba la
                        garganta.</p>
                    <p>Salimos muy animados del café.</p>
                    <p>Caminamos largo trecho por el borde de los fosos, donde se consoló un tanto
                        mi tío, viendo que también otros estaban entretenidos en buscar, al son de
                        las latas y silbidos de los traviesos pilletes, los tres reyes magos.</p>
                    <p>A lo lejos, más allá del oscuro terreno por donde transitábamos, por encima
                        de la cuadrada y negra silueta de algunas casas de madera, brotaba de la
                        tierra una claridad tenue que iba desvaneciéndose en el profundo azul del
                        cielo. Bajo aquella especie de vaporosa nube que semejaba brillante polvillo
                        de oro esparcido por la atmósfera, estaban los parques. Al doblar de las
                        casas de madera, puestas allí como grandes pantallas para producirnos mejor
                        efecto, quedó un momento turbada nuestra vista cor; el reflejo de mil luces.
                        Habíamos llegado a los parques. Los coches cruzaban en todas las direcciones
                        trazando con la luz de sus faroles, que a través de las hojas parecían
                        apagarse y encenderse, líneas y círculos de fuego; la música de la retreta
                        que poblaba el espacio de acordes armoniosos y dulces melodías; los
                        paseantes que ora en grupo apiñados, ora solitarios iban y venían por las
                        torcidas callejuelas orilladas de arbustos, todo esto se presentó a nuestra
                        vista con cierto encanto desconocido, inexplicable. El parque con sus
                        ruidos, movimientos, luces, fuentes cristalinas, verde césped, alegres
                        flores, nos pareció entonces una especie de soñado edén. Atravesamos
                        aturdidos aquel paseo. Vimos el Louvre lleno de personas que hablaban,
                        gesticulaban y reían, agrupadas en torno de las varias mesas de blanco
                        mármol, por entre las cuales se movían ágiles dependientes, llevando
                        botellas y copas, que contenían bebidas de todos los colores del iris.</p>
                    <p>Domingo nos hizo detener delante de un gran lienzo pintorreado con algo que
                        tenía visos de representar una plaza ocupada por curiosa y apiñada
                        muchedumbre en medio de la cual se alzaba un patíbulo, cuyas escaleras
                        subían, haciendo asombrosos equilibrios para no caerse, un fraile con un
                        crucifijo y rosario colosales y un hombre de feroz semblante, exageradas
                        patillas y cargado de cadenas; tras de estos seguía una especie de oso que
                        llevaba en la mano descomunal hacha de acero resplandeciente y que por otros
                        adminículos y su catadura espantable no podía ser otro que el verdugo. Al
                        pie del lienzo, con grandes letras rojas, se leía: <writing type="document"
                            >«Hoy <seg rend="italic">Diego Corriente</seg>»</writing>. Domingo se
                        registró los bolsillos, contó algunas monedas de plata, las puso en el borde
                        de una ventanilla, especie de respiradero de una gran jaula iluminada por
                        dentro, y donde estaba encerrado un hombre, el cual recogió las monedas y
                        dio en cambio tres tarjeticas rosadas que entregamos al entrar en el
                        teatro.</p>
                    <p>Subimos por varias escalerillas: aquella ascensión nos produjo incómodos
                        escalofríos en el estómago y nos erizó el pelo. Nos asomamos al borde del
                        débil antepecho que rodeaba aquel gran hoyo y nos parecieron enanos los
                        hombres que veíamos sentados allá abajo, en otros círculos, rodeados de
                        barandillas, y en largas hileras de sillones.</p>
                    <p><said>—¿Y esto no se caerá?</said> —preguntó mi tío a Domingo.</p>
                    <p><said>—¡Demongo, está más seguro...!</said> —respondió éste pisando con
                        fuerza y andando desembarazadamente como para demostrarnos que él estaba
                        habituado a caminar por aquellas alturas.</p>
                    <p>Todas las personas que se hallaban cerca de nosotros se echaron a reír
                        despiadadamente, así que oyeron la pregunta de mi tío.</p>
                    <p>Éste se puso pálido de ira. ¡Maldita risa que por todas partes le
                        perseguía!</p>
                    <p>Habíamos ¡segado algo temprano; pero las localidades fueron llenándose en
                        breve tiempo.</p>
                    <p>El público se impacientaba: silbaba y aplaudía para que levantasen el
                        telón.</p>
                    <p><said>—¡Falta el presidente, no ha llegado todavía!</said> —nos hizo notar
                        Domingo.</p>
                    <p>A nosotros nos gustó sobremanera aquella facultad que se tomaban todos de
                        silbar y aplaudir como en una corrida de toros y comenzamos a meter tanto
                        ruido, con nuestros silbidos y palmadas, que un guardia nos hubo de
                        amonestar para que calláramos.</p>
                    <p>Esto fue motivo de nuevas risas y burlas de los que estaban sentados a
                        nuestro alrededor.</p>
                    <p>Mi tío volvió a incomodarse.</p>
                    <p>Domingo, que se hallaba muy gustoso con la diversión que nos había
                        proporcionado, nos preguntó por qué habíamos enmudecido de repente, y como
                        le dijésemos que el guardia nos lo había advertido, exclamó:</p>
                    <p><said>—¡Bah!, no le hagáis caso a ése.</said></p>
                    <p>Y volvimos a meter ruido.</p>
                    <p><said>—¡Diablo de presidente, cuánto tarda...!, ¿estará durmiendo...?,
                            ¿estará comiendo...?</said> —se preguntaban los que estaban sentados a
                        nuestro lado.</p>
                    <p><said>—¡Eh, ya está allí!</said> —exclamó Domingo señalando un palco del
                        segundo piso que tenía adornada su barandilla con una cortina de damasco
                        rojo y un gran escudo nacional de madera dorada.</p>
                    <p>La puerta de este palco se abrió y dio paso a un hombrecillo pequeño, grueso,
                        algo calvo y con un bigotillo perfectamente dividido en dos partes. Vestía
                        con elegancia. Llevaba un enorme brillante en el dedo meñique y una hermosa
                        leontina de oro, que al reflejar las luces del gas sobre el paño negro del
                        chaleco, parecía despedir llamas.</p>
                    <p>Un aplauso más nutrido y prolongado que los anteriores acogió la llegada del
                        señor presidente.</p>
                    <p><said>—Le hacen burla por lo mucho que ha tardado</said> —murmuró
                        Domingo.</p>
                    <p>El señor presidente, moviendo su cabecilla, tan esférica que podría servir de
                        remate a un bolo. saludaba a diestro y siniestro.</p>
                    <p>Yo no sé qué comezón le entró en la lengua a mi tío o qué mal diablo le
                        tentó, lo cierto de! caso fue que se le escapó un agudo silbido que hizo
                        reír todo el teatro.</p>
                    <p>Haciendo gestos de cólera y lanzando amenazadoras miradas, el presidente alzó
                        la cabeza y clavó su vista en el lugar en que nos hallábamos sentados.</p>
                    <p>Mi tío, hecho casi un ovillo, pugnaba por ocultarse tras de Domingo.</p>
                    <p>El oficioso guardia encaminóse a nuestro sitio, y después de mil aspavientos,
                        nos agarró por un brazo. Gracias a la oportuna intercesión de Domingo y
                        otras personas, no nos echó fuera del teatro. Quedamos abochornados,
                        humillados; y a pesar de que ya el telón se había alzado, no osábamos
                        levantar la vista por el borde del antepecho, ni siquiera atender la
                        representación.</p>
                    <p>Sólo nos enteramos de los últimos actos de <seg rend="italic">Diego
                            Corrientes.</seg></p>
                    <p>Durante todo este tiempo estuvo mi tío crujiendo los dientes y crispando los
                        puños.</p>
                    <p><said>—¡Oh, si hubiera podido aplastar todo el teatro de una gran puñada, lo
                            hubiera hecho sin vacilar!</said></p>
                    <p>Y cuando se fijaba en el sillón del presidente dábanle deseos de llorar:
                        estaba profundamente arrepentido de haber silbado a aquel noble señor.</p>
                    <p>Cuando concluyó la función apagáronse de momento la mitad de las luces; las
                        demás quedaron a media llave. Una especie de turbia atmósfera envolvía a los
                        espectadores. Mi tío entonces miró en torno suyo; y convencido de que nadie
                        lo observaba, se acercó al antepecho de la cazuela y echando medio cuerpo
                        hacia afuera, mostró los puños a aquel público que se había reído de él, que
                        al retirarse, le volvía tranquila y despreciativamente la espalda, y murmuró
                        con rabia:</p>
                    <p><said>—¡Ya, ya veremos; juro que seré algo!</said></p>
                    <p>Después, orgulloso y satisfecho con este brutal desahogo se unió a Domingo y
                        a mí que ya bajábamos por la escalera.</p>
                    <p>En todo el camino no pronunció palabra alguna: iba con la cabeza baja. Así
                        llegamos al León Nacional.</p>
                    <p>Cuando se acostó, su imaginación fuertemente impresionada hacíale verse a sí
                        mismo dando vueltas en vertiginosas espirales que abarcaban grande espacio y
                        se remontaban hasta perderse en lo alto, rodeado de humeantes antorchas de
                        pihuelos desarrapados que le encendían con sus agudos libidos y tremendos
                        golpes de lata. Y como dotados de mágica potencia, volaban también, el negro
                        del muelle y los hombres del retaco; el bote de Domingo y el bergantín <seg
                            rend="italic">Tolosa</seg>; las cucharas, las jarras de plata cincelada,
                        los espejos, las luces del Louvre y las vidrieras de los establecimientos, a
                        través de las cuales veía, horriblemente agrandados, como el teclado de un
                        órgano, los dientes del platero. Entraban también en la general y exótica
                        danza los hondos fosos en cuyas oscuras concavidades creía ver lucir, a
                        manera de deslumbradoras chispillas de fuego azules, verdes, amarillas y
                        rojas, los topacios, esmeraldas, amatistas y rubíes. De repente cesaba
                        aquella fantástica y aturdidora balumba y creía mi tío verse sentado entre
                        el círculo de luces de la gran araña de cristal del teatro atendiendo desde
                        allí la representación, pero con orden invertido; es decir, el público,
                        representaba en el escenario, y los cómicos, ocupaban el sitio del público;
                        el presidente hacía el papel de <seg rend="italic">Diego Corrientes,</seg>
                        mientras que éste, alisándose las grandes patillas con ambas manos, apoyados
                        sus codos en el mosquete de ancha boca, ocupaba el sillón presidencial.</p>
                    <p>Al amanecer, a favor de la débil claridad que llenaba el cuarto, pude ver a
                        mi tío mordiéndose los puños, golpeando la almohada con furor, y oí también
                        que murmuraba:</p>
                    <p><said>—¡Oh, juro que seré algo!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>IV.</head>
                    <head>Don Genaro es hombre que promete</head>
                    <p>Días después de este borrascoso de nuestra llegada, una mañana, poco antes de
                        las diez nos encaminamos a la oficina del excelentísimo señor don
                        Genaro.</p>
                    <p>Estuvimos sentados en la antesala del despacho largo tiempo. Don Genaro no
                        había llegado aún, a pesar de haber sonado, buen rato hacía, la hora de
                        reglamento. Al fin llegó como a la una y por poco se cae mi tío del asiento,
                        del susto que se llevó al verlo. A punto estuvo también de dar al diablo su
                        carta de recomendación y su destino, al reconocer en don Genaro el mismo
                        hombrecillo grueso, calvo, elegantemente vestido que había presidido la
                        representación de <seg rend="italic">Diego Corrientes</seg> y que él había
                        silbado. Mas don Genaro, interpretando por impaciencia aquellos gestos que
                        lo eran de temor, se encaró con mi tío y le dijo:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, señor mío, no se apure tanto; hay otros antes que
                        usted.</said></p>
                    <p>Con esto le tranquilizó por completo.</p>
                    <p>Seguimos guardando antesala.</p>
                    <p>Después de cambiar su levita de paño negro por otra de ligero y blanco dril,
                        de ponerse una cachucha de pajilla con visera de ámbar, de sacudir con su
                        pañuelo la mesa y de abrir uno o dos armarios, preguntó don Genaro a un
                        señor de alguna edad de qué negocios venía a tratar.</p>
                    <p>Hablóle al anciano algunas palabras al oído.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, sí, ya sé</said> —dijo alegremente don Genaro—, <said>venga
                            usted acá.</said></p>
                    <p>Y sonriendo le hizo entrar, tras él, en un gabinete reservado al que servía
                        de puerta una cortinilla de damasco rojo dividida en dos partes iguales.</p>
                    <p>La luz del sol que caía de lleno sobre un extenso y cuadrado patio, grandes
                        nubes blancas que parecían orladas de luciente plata, la pesada atmósfera
                        del salón y un aire tibio que penetraba a bocanadas por una gran persiana de
                        madera y vidrios de colores, primero, proporcionaron a mi tío plástico sopor
                        y somnolencia, y luego, le sumieron en sueño profundo.</p>
                    <p><said>—¡Ea!, a dormir a la calle</said> —le advirtió bruscamente, dándole un
                        par de fuertes manotadas en el hombro, el ujier que guardaba el despacho de
                        don Genaro—, <said>¡babiecas estos que no saben guardar el respeto debido a
                            la autoridad!</said></p>
                    <p>Llegó, después de más de dos horas de espera, nuestro turno para hablarle al
                        señor don Genaro.</p>
                    <p>Pusímonos de pie delante de la mesa de despacho y mi tío comenzó a decir de
                        esta suerte:</p>
                    <p><said>—Excelentísimo e ilustrísimo señor: venimos recomendados a usted para
                            que nos busque, es verdad, por ahí, un buen destinillo, que lo
                            agradeceremos mucho, como hay Dios. El señor marqués de Casa-Vetusta nos
                            ha dado esta carta..., esta carta... para enterarle de cómo somos
                            parientes suyos, de verdad, y responder que somos hombres
                            honrados...</said></p>
                    <p>Pero mi tío no daba con la carta de recomendación que dijo a don Genaro que
                        llevaba. Registrándose los bolsillos, cambiaba de colores, corríanle gruesas
                        gotas de sudor por la frente y la cara, ¡diablo de carta tan bien cuidada y
                        que nunca aparecía cuando debía aparecer!</p>
                    <p><said>—No se apure usted tanto, señor, tenga calma</said> —dijo don Genaro
                        compadecido de las torturas que sufría mi tío—. <said>Vea si es ese papel
                            que está debajo del asiento que ocupaba.</said></p>
                    <p>Con efecto; debajo del asiento había un pape! doblado: era la carta de
                        recomendación.</p>
                    <p>Mi tío la recogió y la presentó a don Genaro.</p>
                    <p>Pasó éste su vista por los renglones de la carta. A la mitad de la lectura
                        tornóse su semblante más placentero; y señalándonos dos sillas, nos brindó
                        asiento a su lado.</p>
                    <p><said>—¡Oh! Sí, desde luego</said> —exclamó al acabar de leer la carta—,
                            <said>en cuanto esté vacante algún destino cuenten ustedes que serán
                            colocados. Tendré mucho gusto en complacer al señor marqués: cuanto soy
                            y tengo a él lo debo. Y esta carta, ¿se la entregó a ustedes
                            personalmente el marqués?</said></p>
                    <p><said>—Sí, excelentísimo señor.</said></p>
                    <p><said>—Llámenme simplemente don Genaro: supriman los tratamientos mientras
                            estemos solos. Ahora bien: cuando haya delante alguna persona,
                            entonces... no lo supriman ustedes..., no por mí, sino por el carácter
                            de mi posición... Mi cargo, mi... Ya saben ustedes ¿eh...?</said></p>
                    <p><said>—Oh, sí, señor...</said></p>
                    <p>El ujier interrumpió nuestra conversación con don Genaro indicando a éste,
                        por señas, que una persona que le aguardaba deseaba hablarle. —Ustedes me
                        dispensarán, señores, tengo tantas ocupaciones a que atender que a veces
                        deseo dividirme en diez pedazos.</p>
                    <p>Apenas concluyó de decir esto, salió don Genaro; y mi tío, pegándose un
                        fuerte golpe en la quijada, exclamó:</p>
                    <p><said>—¡Cuando pienso que hace poco que me he dormido como un puerco delante
                            de este buen señor!</said></p>
                    <p>Don Genaro volvió; como nos reiterara su promesa de buscarnos un buen
                        destino, entendimos que debíamos de retirarnos y así lo hicimos. Al
                        atravesar la antesala, el ujier, que había reprendido tan duramente a mi
                        tío, al notar la amabilidad con que nos había tratado su jefe, quiso
                        congratularse con nosotros. Nos detuvo sonriendo y comenzó a hablarnos del
                        pueblo y a aconsejarnos con mucha gravedad.</p>
                    <p>Yo me senté cerca de la puerta del despacho y con asombro oí decir claramente
                        a don Genaro:</p>
                    <p><said>—¡Vaya con la ocurrencia del marqués!, ¿si creerá que no hay sino
                            decir: ahí te van esos dos, colócalos? ¡Y qué dos!, ¿por ventura andan
                            aquí los destinos como guijarros? ¿Por qué antes de que vinieran no les
                            buscó él uno, sabiendo que es más fácil conseguirlos desde allá, que
                            estando aquí? Pues no, señor, ha tenido la ocurrencia de endosarme ese
                            par de monigotes porque son mis parientes. ¡Maldita parentela la que
                            tengo, que no hace sino gimotear y pedir! Después abandonó su mesa de
                            despacho y se colocó de modo que pude verle retratado en los vidrios de
                            un magnífico estante lleno de expedientes y libros.</said></p>
                    <p>Tomó una silla, apoyó el respaldo de ésta en la pared, metiéndose la mano en
                        los bolsillos y clavó la vista en el techo.</p>
                    <p>De cuando en cuando se escapaban algunas palabras.</p>
                    <p><said>—¿En dónde encontraré dinero?</said> —repetía.</p>
                    <p>De pronto diose una gran palmada en la frente, comenzó a gesticular, de tal
                        modo que parecía que se le había vuelto el juicio, y señalando el suelo,
                        decía:</p>
                    <p><said>—Aquí, aquí está la mina.</said></p>
                    <p>Y prosiguió hablando solo como un insensato.</p>
                    <p><said>—¡Eh, plan hecho!, ese par de imbéciles serán los mineros! Bueno es que
                            lleguen a nuestro lado algunos mentecatos: el día que menos se piensa
                            son útiles.</said></p>
                    <p>No pude observar ni oír más: mi tío terminó su charla con el ujier y salimos
                        de las oficinas.</p>
                    <p>Cuando nos encaminábamos al León Nacional nos encontramos con Domingo al cual
                        ponderó mi tío, de tal suerte, la distinción con que nos había recibido don
                        Genaro y las promesas que nos había hecho, que asombrado el ingenuo botero
                        metióse ambas manos en sus hondos bolsillos, abrió desmesuradamente la boca
                        y los ojos, y exclamó:</p>
                    <p><said>—¡Qué suerte tienes, demongo!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>V.</head>
                    <head>La fortuna nos visita a pesar de la lluvia</head>
                    <p>Un paredón de una casa contigua, verdeado por la humedad, y que casi podía
                        tocarse con la mano desde la ventana por donde penetraba la claridad a
                        nuestra habitación imprimiéndole, aún a las doce del día, una luz de tinte
                        lívido, amarillento, triste; un patio muy angosto, de forma triangular, sin
                        losas, en cuyos rincones crecían entre muebles desvencijados y botellas
                        vacías rotas, enfangadas, los hongos, musgos y helechos y alguna que otra
                        trepadora con el tallo acuoso, las hojas verde claro, descoloridas,
                        cloróticas; un inmenso tejado de color rojizo oscuro, cruzado de noche por
                        hambrientos gatos cuyas negras y escuálidas siluetas se destacaban sobre el
                        fondo azul profundo del estrellado cielo; las paredes interiores de nuestra
                        habitación blanqueadas hasta el suelo por innúmeras capas de lechada; dos
                        catres, el baúl, una mesa de pino donde poníamos los instrumentos de afeite
                        y una bujía embutida por el cabo en la boca de una botella; tal era la
                        perspectiva interior y exterior de nuestro miserable tugurio.</p>
                    <p>Era una mañana: la llovizna caía lentamente y en finísimas gotas. A
                        intervalos una ráfaga de viento la hacía llegar hasta el interior de nuestra
                        habitación, pues la ventana sólo tenía por defensores, contra las
                        inclemencias del tiempo, unos pedazos de vidrio rotos y empolvados. Veíanse
                        flotar moléculas de agua casi impalpables que iban a posarse tranquilamente
                        en los muebles, en el suelo, en la pared, en el techo; dondequiera que se
                        pusiese la mano quedaba mojada. Ésta fue la triste mañana en que nos
                        levantamos sin tener un solo real de vellón.</p>
                    <p>Mi tío estaba sentado en el borde de su cama reflexionando acerca del modo de
                        salir de situación tan crítica. Y yo permanecía en mi lecho fingiendo dormir
                        para dejar a mi tío en libertad de tomar el partido que mejor le
                        acomodase.</p>
                    <p>Una vez llegó hasta mi cama y comenzó a moverla con fuerza; pero ya podía
                        haberle dado más impulso que el fuerte que le dio, que yo había resuelto no
                        moverme.</p>
                    <p><said>—¡Qué bestia tan feliz!</said> —dijo abandonando este sistema de
                        despertarme y escogiendo el de taconear con fuerza y dejar caer la tapa del
                        baúl.</p>
                    <p>A eso de las doce me sacudió mi tío por un brazo llamándome holgazán y
                        perezoso y asegurándome que venía de almorzar. Bien sabía yo que no había
                        almorzado, pero me guardé de contradecirle.</p>
                    <p>En ese momento se abrió la puerta del cuarto. Y a fe que nos sorprendió, pues
                        hacía tiempo que ninguna mano extraña la empujaba; tan sólo éramos nosotros
                        los tristes que por ella entrábamos y salíamos.</p>
                    <p>Reconocimos en el inesperado visitante el ujier de la oficina de don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Ea!, señores</said> —exclamó—, <said>traigo buenas noticias. Don
                            Genaro parece hoy muy contento y os manda buscar. Conque adiós: y hasta
                            luego.</said></p>
                    <p>La puerta volvió a cerrarse.</p>
                    <p>Mi tío corrió dos o tres veces de un lado a otro de la habitación buscando su
                        levita y su sombrero. Como si hubiera tenido inesperada revelación alzó con
                        ligero movimiento la cabeza. El júbilo brillaba en su mirada, diome tres o
                        cuatro palmadas en la espalda y exclamó:</p>
                    <p><said>—Sobrino, hoy empieza nuestra carrera..., vístete, acepíllate la ropa,
                            sacude tus zapatos...</said></p>
                    <p><said>—Pero, tío, ¿dónde hemos de ir bajo este aguacero...?</said></p>
                    <p><said>—Es verdad, llueve; y no podemos pagar coches. Pero hay que ir allá
                            aunque reventemos.</said></p>
                    <p>Salimos.</p>
                    <p>Cuando llegamos al despacho de don Genaro no estaba con él ninguna otra
                        persona; quizá porque llovía.</p>
                    <p><said>—Adelante, querido? primos</said> —exclamó don Genaro creyendo, sin
                        duda, que nos habíamos detenido por cortesía o respeto, cuando no era por
                        otra cosa que para escurrirnos algo las ropas empapadas de agua.</p>
                    <p><said>—Desde hoy podéis contar con el destino que os prometí</said> —dijo don
                        Genaro.</p>
                    <p>Mi tío estuvo tentado de arrojarse a los pies de su bienhechor.</p>
                    <p><said>—Pero...</said></p>
                    <p>Este <seg rend="italic">pero</seg> le contuvo y le hizo abrir tamaños
                        ojos.</p>
                    <p><said>—No disfrutaréis por ahora de sueldo alguno; no seréis más que
                            aspirantes, ¡eh!, así se empieza.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, cuán bondadoso es vuecencia...</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, Vicente</said> —interrumpió don Genaro—, <said>fuera cumplidos,
                            tutéame; seremos compañeros, a más de primos, ¿eh? Ya nos auxiliaremos
                            mutuamente.</said></p>
                    <p><said>—¿Y cuándo podremos empezar a trabajar?</said></p>
                    <p><said>—Hoy es jueves..., bien; pueden ustedes dejar pasar los días que restan
                            de esta semana y el lunes, poco antes de las diez, vénganse por aquí,
                            que yo influiré ahora a Juan, mi portero, para que os indique lo que
                            debéis hacer. ¿Saben ustedes leer y escribir?</said></p>
                    <p><said>—Sí, señor</said>—respondimos.</p>
                    <p><said>—Bien; es todo lo que se necesita. ¿Y estáis algo prácticos en la
                            lectura de la letra de pluma?</said></p>
                    <p><said>—¡Vamos!, lo que es en eso, no mucho que digamos, pero, no hay cuidado,
                            que si necesario fuese, ya me pondría en dos días más listo que un
                            pez</said> —contestó mi tío.</p>
                    <p><said>—Veamos</said> —argüyó don Genaro sacando de una de las gavetas de su
                        mesa un expediente... —, <said>sí, veamos, no sea cosa que... Hoy tengo poco
                            que hacer; estos muchachos convierten en días festivos los de lluvia.
                            Puedo dedicar algunas horas a atender a mis amigos, ¡esa es la ventaja!,
                            ¡vaya para los días en que trabajo como un burro!, ¿eh?</said></p>
                    <p>A mi tío le vinieron mil colores a la cara y estuvo demorando todo el tiempo
                        que le fue posible la lectura del expediente; por fin no tuvo más remedio
                        que leerlo, y francamente, lo hizo bastante mal. Después de mi tío, puedo
                        decirlo porque esto no debe envanecer ni privar de la fama de su modestia a
                        nadie, tomé yo el expediente y leí con tal corrección que hasta el mismo don
                        Genaro me envidió. Conviene advertir que, aunque invertí con Domingo algún
                        tiempo en cometer diabluras en mi pueblo, saqué de los estudios bastante
                        provecho a pesar de que teníamos por profesor a un tal don Mateo, o don
                        Alcornoque, que tanto vale lo uno como lo otro. El cura de mi pueblo,
                        reparando mis claras luces, solía decir a mis familiares:</p>
                    <p><said>—Lástima que este muchacho sea tan travieso, no tiene mala cabeza. Si
                            le mandáramos a América podría hacérsenos allá un virrey.</said></p>
                    <p>Pero la verdad es que si no aprendí más, la culpa no fue mía. ¡Dios me libró
                        en buena hora de haber tenido la tentación de exponer ciertas dudas y de
                        hacer ciertas preguntas al maestro de mi pueblo! Seguro estoy de que de
                        haber ocurrido semejante cosa, no contaría por sanas todas mis costillas.
                        Era el tal don Mateo, hombre rudo, intratable y vanidoso: castigábanos
                        caprichosamente. Si alguno de sus discípulos ponía un rabo de papel a una
                        mosca, como él llegara a enterarse de la travesura todos los de la escuela
                        éramos abofeteados de lo lindo sin distinción de justos ni de pecadores.
                        Aprendimos nuestras lecciones, no por afición al estudio, sino de puro
                        terror a la palmeta.</p>
                    <p><said>—¡La letra con sangre entra!</said> —repetía sin descanso.</p>
                    <p>Y mejor manejaba aquel trozo de madera que siempre mantenía enarbolado a
                        nuestra vista, que las pocas ideas que había logrado introducirse en el
                        cráneo. Con tal sistema de enseñanza todo ocurría muy en contra de los
                        deseos del buen maestro, pues nuestra sangre salía y las letras no nos
                        entraban.</p>
                    <p>La hora de ir a la escuela era para nosotros señal cierta de suplicio: así es
                        que al encaminarnos a ella acortábamos nuestros pasos figurándonos que de
                        esta suerte conseguiríamos también detener la marcha del tiempo.</p>
                    <p>El vapor comprimido en una gruesa caldera y que brota silbando por cualquiera
                        válvula que se abra, las aguas tranquilas de un estanque que saltan al caer
                        en ellas una gran piedra, nunca se movieron con tanta velocidad como nos
                        movíamos nosotros al salir de la escuela.</p>
                    <p>Por puertas, ventanas, rendijas, por cualquier hueco capaz de darnos paso,
                        nos escapábamos en cuanto sonaban en el reloj las cuatro, sin que nos
                        tomásemos el trabajo de aguardar más señales ni permiso del maestro, quien
                        quedaba las más de las veces con la palabra colgada de los labios.</p>
                    <p>No estará de más que advierta que eran las cuatro en la escuela antes que en
                        otro punto del pueblo, cuya extensión no pasaba más allá de dos yugadas, y
                        este milagro se debía a algunos muchachos que empujaban con los dedos e!
                        minutero y el horario al menor descuido del maestro. Pero, al fin, todo se
                        descubre en este mundo, y como se descubriera un día nuestra trampa, hubimos
                        de pagar con intereses y costos al maestro las horas que le habíamos
                        hurtado.</p>
                    <p>Por la menor falta poníanos a escribir pliegos y más pliegos: a menudo a
                        llenarlos de palotes y como no los trazásemos derechamente, decíanos:
                            <said>«Qué lástima no se conviertan en palotes verdaderos para rompernos
                            la cabeza a todos»</said>.</p>
                    <p>Si no nos aprendíamos de memoria las largas lecciones de catecismo que nos
                        señalaba, encajábanos bonitamente en la cabeza unas orejas de asno que había
                        hecho. Con frecuencia se enorgullecía de esta obra y nos explicaba que nadie
                        le ganaba en hacer orejas.</p>
                    <p>Otras veces, a más de aquel aparato, y para que la ilusión fuera completa,
                        nos exigía que imitásemos el rebuzno del burro. Y si no acertábamos a
                        imitarlo como él deseaba, nos daba de coces y gritaba: —Así no; así.</p>
                    <p>Y se ponía a rebuznar para enseñarnos.</p>
                    <p>El mejor discípulo de este buen maestro había sido mi tío. Muchas veces nos
                        lo citaba a todos para que tomásemos ejemplo de él.</p>
                    <p>Por estos motivos era la escuela nuestro mayor tormento. Y lo peor del caso
                        que no teníamos quién nos amparase del mal tratamiento que en ella se nos
                        daba, pues si acudíamos a nuestros padres, éstos nos decían que cuanta
                        corrección se nos hiciera bien empleada nos estaba por tunantes, que de la
                        misma manera habían aprendido ellos, sólo que en su época, eran más fuertes
                        aún los castigos, cuando no se les antojaba llevarnos cogidos del brazo al
                        colegio, por toda contestación, y recomendar nueva y especialmente al
                        maestro que nos diera mucho palo si quería sacar algo bueno de nosotros.</p>
                    <p>Repito que no tomé al estudio afición alguna y que lo que logré aprender fue
                        más bien por miedo a la palmeta que por amor a la sabiduría. Repugnábame por
                        extremo una cosa que había de ser adquirida a costa de dolores y
                        sufrimientos en una edad en que la naturaleza toda sonríe y el sol parece
                        que sólo alumbra horizontes rosados y de oro.</p>
                    <p>No sé lo que lograría aprender mi tío.</p>
                    <p>Lo que sé es que por las noches me asaltaban horrorosas pesadillas, en las
                        que mi impresionada imaginación me representaba la antipática figura del
                        maestro como una inmensa sombra de forma humana que todo lo cubría y que
                        llevando en la mano una palmeta colosal daba tremendo golpe a nuestro globo
                        haciéndolo estallar en mil pedazos; y entonces, el bello cuadro que la
                        naturaleza ofrecía a mis ojos tornábase en montón de informes ruinas, a
                        través de cuyas grietas y esparcidos escombros salían clamando pavorosas
                        voces:</p>
                    <p><said>—¡La letra, la letra con sangre entra!</said></p>
                    <p>Llegó un momento en que asociado de Domingo decidí dar fin a mis
                        padecimientos, y el tiempo que debía pasar en la escuela lo empleé en
                        divertirme a costa de los pacíficos y laboriosos vecinos de mi pueblo, cuyos
                        viñedos y demás frutales eran acribillados por las pedradas que les
                        tirábamos para tumbar los frutos; ya se sabe que estas correrías terminaron
                        por el escopetazo del tío Lorenzo.</p>
                    <p>Pero mi tío, que sin duda tenía instrucción sobrada, con la que le había dado
                        su buen maestro don Mateo, miraba con torvo ceño a cuantos mostraban deseos
                        de aprender y hasta se mofaba, con mala intención, de todos ellos.</p>
                    <p>Más de dos horas estuvimos hablando con don Genaro después de nuestro previo
                        examen. Y tanto nos prometió, y con tanta amabilidad hubo de tratarnos, que
                        se captó por completo nuestras simpatías.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VI.</head>
                    <head>En nuestro empleo</head>
                    <p>¡Ea, ya estamos desempeñando nuestro empleo!</p>
                    <p>Quizá desee alguno saber en qué oficina del estado se hallaba nuestro empleo,
                        pues... en cualquiera, en la misma en que trabajaba don Genaro.</p>
                    <p>Nuestra plaza de aspirantes no tenía anejo empleo alguno determinado. Por lo
                        pronto se nos puso a sacudir expedientes.</p>
                    <p>Cuando llegamos a las oficinas, aquel lunes por la mañana, el ujier, Juan, mi
                        portero, como le llamaba don Genaro, siguiendo en todo las instrucciones que
                        éste le había dado, nos condujo a un pequeño cuarto cuyas paredes no se
                        veían pues estaban cubiertas por pilas de expedientes tan altas que tocaban
                        el techo. Una vez allí nos dijo que debíamos sacudir aquella papelería y
                        volver a poner otra vez en su lugar con mucho tiento y cuidado, cuanto
                        legajo tocáramos. Nos dio un par de fósiles de plumeros, es decir unas cosas
                        que fueron plumeros en su tiempo. Después se marchó, y nos dejó más
                        pesarosos y acongojados que si nos hubiéramos caído en un profundo y oscuro
                        pozo.</p>
                    <p>Lo primero que hicimos en cuanto volvió las espaldas el portero, fue mirarnos
                        mutuamente la cara y bajar hasta el suelo el par de plumeros que ya habíamos
                        empuñado con brío para el ataque y derribo de aquella muralla de papel.</p>
                    <p>Estuvimos largo rato sin variar de posición: continuábamos mirándonos como
                        dos tontos.</p>
                    <p>Yo fui quien rompí si silencio.</p>
                    <p><said>—¡Y éste es el gran destino!</said></p>
                    <p>Mi tío, por toda contestación, echó mano a un expediente y dio el primer
                        plumerazo.</p>
                    <p>Imitando su ejemplo eché mano a otro por opuesto rumbo y comencé a trabajar
                        con ahínco. Los plumerazos de mi tío menudeaban tanto como los míos. Cada
                        vez que sacábamos algunas piezas y dejábamos abierto un hueco en las pilas
                        de expedientes, veíamos aparecer nuevas pilas detrás de las primeras y tras
                        de éstas, otras, y así sucesivamente. Mas no nos desanimábamos: en diez o
                        doce días nos prometíamos terminar nuestro trabajo, llegarnos a don Genaro y
                        decirle:</p>
                    <p><said>—No queda un grano de polvo entre los papeles.</said></p>
                    <p>Y él, que seguramente habría de quedar gustoso de nuestra actividad, nos
                        ascendería a otro empleo de más categoría y provecho.</p>
                    <p>Nubes de polvo llenaban el espacio de aquel departamento; columnas enteras de
                        expedientes rodaban por el suelo impulsadas por nuestros plumeros. Teníamos
                        entablada mi tío y yo una emulación sórdida, tenaz. A cada rato nos
                        deteníamos un cortísimo instante para reparar con disimulo el estado de
                        nuestro trabajo; y el más rezagado redoblaba sus esfuerzos y el afán de
                        ponerse al igual del más adelantado. Aquello era un combate mudo, una
                        silenciosa batalla. Ya estábamos imaginándonos, por lo menos, que éramos un
                        par de cíclopes derribando enormes muros.</p>
                    <p>Llegó un momento en que los golpes de los plumeros, el roce de los papeles,
                        el polvo, el ruido sordo semejante al de lejanos tiros de cañón que
                        producían los expedientes al chocar de plano unos con otros, los estornudos
                        que dábamos por causa de aquel polvo que nos entraba por las narices y que
                        nos era fuerza aspirar en nuestra plaza de aspirantes, formaba todo
                        indescriptible balumba.</p>
                    <p>En este momento apareció, de improviso, bajo el dintel de la puerta, un señor
                        de alguna edad.</p>
                    <p><said>—¿Qué es esto?, ¿qué demonios son estos que se han aparecido hoy aquí?,
                            ¿quién ha dispuesto que vengan a trastear mis papeles estos
                            hombres?</said></p>
                    <p>Y por este tenor prosiguió gritando y pateando de tal suerte que atrajo
                        muchas personas. Mi tío estaba aterrado; y yo, punto menos.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, oigan ustedes, zoquetes; digan de una vez quién os ha mandado
                            aquí.</said></p>
                    <p><said>—Pero, señor...</said> —respondió mi tío más muerto que vivo—.
                            <said>Don Genaro nos lo ha dicho.</said></p>
                    <p>La contestación de mi tío contrarió sobremanera al impaciente anciano.</p>
                    <p>Pero siguió gritando:</p>
                    <p><said>—¡Hola! Juan, llame usted a don Genaro, corra usted, vuele usted. Llegó
                            a poco don Genaro, y el nervioso señor tomó una actitud menos
                            soberbia.</said></p>
                    <p><said>—Excelentísimo señor</said> —dijo con el tono con que habla un
                        subalterno a su jefe—, <said>he llegado a trabajar a la hora de reglamento,
                            según acostumbro hacerlo todos los días, y no he podido comenzar mi
                            despacho. Vuecencia verá por qué. Todo esto lo han revuelto esos dos
                            hombres que dicen que están autorizados por vuecencia.</said></p>
                    <p>Don Genaro respondió que ciertamente nos había mandado allí, pero que
                        nosotros éramos muy estúpidos por no haber entendido lo que él de modo claro
                        nos ordenó; que se nos había dicho que limpiásemos aquello, pero no que nos
                        tomásemos la libertad de revolver tanto, y que, por consiguiente,
                        volviésemos a colocar los legajos del mismo modo como los habíamos
                        encontrado, y nos marchásemos con la música a otra parte, pues para empezar
                        no podíamos haberlo hecho peor.</p>
                    <p>Y después, estrechando fuertemente la mano del viejo y llamándole repetidas
                        veces honrado don Benigno y protestando que era su más querido empleado, se
                        retiró.</p>
                    <p>En cuanto don Genaro volvió las espaldas tornó el viejo, llamado don Benigno,
                        a abusar de su situación, esto es, a decirnos improperios, mientras
                        volvíamos a su sitio, rojos de bochorno y rabia, toda aquella maldita
                        papelería.</p>
                    <p>Mi tío casi se sintió tentado a coger a aquel hombre por el pescuezo y darle
                        tres o cuatro sacudidas para resarcirse, de algún modo, del mal trato que
                        venía sufriendo por todos, desde la víspera del día de los reyes magos en
                        que desembarcó.</p>
                    <p>Después de acomodar bien los expedientes nos salimos de las oficinas sin
                        despedirnos de nadie, Partíamos de allí con la convicción de haber molestado
                        mucho en el poco rato que estuvimos y además, con la de que, lejos de hacer
                        falta a persona alguna, habíamos estorbado mucho.</p>
                    <p>Ya estábamos algo apartados de la puerta de las oficinas cuando vimos llegar
                        corriendo hacia nosotros a Juan, el portero de don Genaro, quien nos obligó
                        a detenernos por orden de su jefe, cosa que nos asustó sobremanera, pues
                        sospechábamos que don Genaro nos llamaba para ajustarnos las cuentas.</p>
                    <p>Pero desde que entramos en el despacho del señor jefe y le vimos venir hacia
                        nosotros, sonriente y con los brazos abiertos en actitud de abrazarnos, se
                        nos disipó todo temor.</p>
                    <p><said>—¡Eh!</said> —dijo haciéndonos unos gestos muy significativos—,
                            <said>¿habéis tomado por lo serio la ocurrencia?</said></p>
                    <p><said>—Excelentísimo señor...</said> —comenzó a decir mi tío.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, Vicente</said> —interrumpió don Genaro—, <said>ya sabes que
                            somos primos, tutéame pues. Yo he sido quien he tenido la culpa de haber
                            hecho pasar a ustedes un mal rato: debí haberles preparado antes. Pero,
                            también ustedes armaron allá abajo una polvacera y un barullo de tres
                            mil diablos, así es que no tuve más remedio que reprenderlos delante de
                            don Benigno.</said></p>
                    <p>Mi tío y yo nos mirábamos asombrados y como para convencernos de que
                        realmente nos hallábamos despiertos.</p>
                    <p><said>—Sepan ustedes</said> —prosiguió don Genaro— <said>que yo comencé mi
                            carrera por donde mismo la van a comenzar ustedes. Es necesario trabajar
                            con constancia. Y sobre todo aprender a callar lo que se debe callar, y
                            decir tan sólo lo que se debe decir, ¿eh? De eso dependerá vuestra
                            suerte futura. Dichosos vosotros que os habéis encontrado en el camino
                            conmigo, que os guiaré, que tendré mucho interés en serviros; sí,
                            queridos, sí, en serviros...</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, gracias, gracias</said> —interrumpió muy emocionado mi tío.</p>
                    <p>Don Genaro añadió:</p>
                    <p><said>—Ese cuartito en donde habéis estado fue el primer escalón que subí
                            para llegar a la posición que hoy ocupo. Conque... ya lo sabéis. Pero es
                            necesario que os sometáis a cuanto yo os ordene, que no os apartéis un
                            ápice del camino que yo os trace, porque si hacéis lo contrario desde
                            luego os pronostico que no haréis fortuna y que os pesará.</said></p>
                    <p>Calló don Genaro un momento y luego prosiguió:</p>
                    <p><said>—Mañana volveréis a la misma hora que hoy al cuartito; sacudiréis otra
                            vez los expedientes; pero levantaréis más polvo y haréis más ruido y
                            confusión que hoy. Cuando llegue don Benigno chillará. Yo volveré a
                            reprenderos. Es lo único que debéis hacer por ahora, ¿eh? Me alegraba
                            infinito la idea de volver a hacer rabiar a don Benigno para vengarme de
                            los denuestos que nos había endilgado. Mi tío no cabía en sí de gozo al
                            pensar que se hallaba nuevamente bajo la protección y amparo de su
                            ilustre primo don Genaro de los Dées.</said></p>
                    <p>El día siguiente, a la misma hora, volvió a producirse en las oficinas la
                        misma escena, con la diferencia de que, alentados por las palabras de don
                        Genaro, y animado también por igual motivo don Benigno, el alboroto fue esta
                        vez mayor. Don Benigno gritó y pateó con redobladas fuerzas; y nosotros
                        derribamos doble número de expedientes y llenamos el cuarto con densas capas
                        de polvo.</p>
                    <p>Para completar la escena también bajó don Genaro; mas en lo que éste dijo sí
                        hubo variación, pues encarándose con don Benigno y espetándole cuatro o
                        cinco ¡eches!, que era su exclamación favorita, le manifestó que aunque nos
                        despidió el día anterior, llegó a compadecerse de nosotros luego que la
                        reflexión había sustituido a la cólera; que sería contra Dios dejar
                        abandonados un par de infelices como lo éramos nosotros, y, por último, le
                        recordó que todos estábamos en el mundo para servirnos los unos a los otros
                        y para protegernos y amarnos mucho, por lo cual debía dejarnos estar allí
                        mientras limpiásemos el polvo a los expedientes.</p>
                    <p><said>—Esos legajos</said> —añadió don Genaro—, <said>se están echando a
                            perder ahí; es necesario que se atienda a su conservación, ¿eh?, ya sabe
                            usted que es el archivo más importante de nuestras oficinas. Estos dos
                            señores están pagados de mi bolsillo para hacer este trabajo, ya que a
                            quien le corresponde hacerlo, no lo hace.</said></p>
                    <p>Don Benigno se puso rojo.</p>
                    <p><said>—Señor</said> —balbuceó—, <said>vuecencia sabe que nadie cumple aquí
                            sus deberes mejor que yo; pero no me alcanza el tiempo
                        para...</said></p>
                    <p><said>—Precisamente porque lo sé</said> —interrumpió don Genaro— <said>es por
                            lo que pago con mucho gusto esos dos hombres; de esa suerte queda usted
                            aliviado de trabajo. Y cuenta que esto lo digo porque ha dado usted
                            lugar a ello: era mi propósito que nadie, ni usted mismo, llegase a
                            saberlo.</said></p>
                    <p><said>—Oh, gracias, gracias, excelentísimo señor. Perdonad que mi torpeza no
                            me haya permitido comprender antes rosos delicados sentimientos</said>
                        —replicó don Benigno.</p>
                    <p>Don Genaro le estrechó la mano y sonriendo le dijo:</p>
                    <p><said>—A usted no le hace falta más que un poquito de paciencia, señor don
                            Benigno, pues es usted muy irritable; por lo demás goza usted, por su
                            honradez y formalidad, de la estimación de cuantos le conocen... y en
                            particular de la mía.</said></p>
                    <p>Con esto quedó don Benigno muy tranquilo un par de días, pero el tercero
                        volvió al temo de maldecir de la hora en que habíamos puesto los pies allí;
                        y qué sé yo qué otras cosas maldijo además de nuestros.</p>
                    <p>La verdad era que, con permiso de don Genaro, abusábamos de la paciencia de
                        aquel pobre viejo; lo cual mucho me ha pesado después. No tenía don Benigno
                        otro remedio que trabajar en el mismo cuarto en que sacudíamos los
                        expedientes; allí había una gran mesa en la cual se sentaba y escribía sin
                        descanso hasta la hora que se retiraba; y el ruido, el polvo y, más que
                        todo, nuestros malos propósitos, le traían asediado.</p>
                    <p>Este era nuestro principal y más eficaz empleo: revolverle la bilis a don
                        Benigno. Y a fe que lo desempeñábamos a las mil maravillas. Algunos nos
                        preguntaban con aspereza:</p>
                    <p><said>—¿Por qué os complacéis en hacer rabiar a ese pobre viejo?</said></p>
                    <p><said>—Señor</said> —contestábamos nosotros—, <said>no le hacemos rabiar; don
                            Genaro nos ha mandado aquí para que arreglemos esto. ¿No ve usted en qué
                            lamentable estado se encuentra todo? Don Benigno es el que tiene muy mal
                            genio, señor, créalo usted, muy mal genio.</said></p>
                    <p>Con esta contestación se retiraban convencidos de que ninguna culpa teníamos.
                        Rara vez no cambiaban de repente el aspecto severo del semblante y trataban
                        de hacernos olvidar la pregunta que nos habían hecho, al oír el nombre de
                        don Genaro. Más que convencedor argumento parecía este nombre un verdadero
                        talismán.</p>
                    <p>¿Don Genaro lo había mandado?, ¡pues punto en boca! Don Genaro era don
                        Genaro; y todos nosotros sus profetas.</p>
                    <p>Cuando nos encontrábamos con este excelentísimo señor, nos estrechaba
                        afectuosamente la mano y con cierta maligna sonrisilla:</p>
                    <p><said>—¿Qué tal sigue el viejo?</said> —nos preguntaba.</p>
                    <p><said>—Más rabioso que nunca</said> —contestaba mi tío.</p>
                    <p><said>—Pues nada, adelante, ¿eh?</said> —nos animaba el buen don Genaro.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VII.</head>
                    <head>Un empleado honrado</head>
                    <p>Era don Benigno como de setenta años de edad, de mediana estatura, de barba
                        completamente cana, muy delgado, muy pulcro: vestía siempre desde la corbata
                        a los zapatos de género blanco y esmeradamente planchado.</p>
                    <p>Pundonoroso, justiciero, honrado, incorruptible, jamás dio siquiera qué
                        murmurar durante el desempeño de su cargo. Esas especies de ráfagas de
                        desatado vendaval que barren cuanto hay en las oficinas del estado, a la
                        caída de cada ministerio, no habían logrado arrancarlo de su destino, como
                        no arrancan a las bien arraigadas palmeras los más furiosos huracanes. Tal
                        era, cosa bastante rara, el respeto y consideración a que se había hecho
                        acreedor por sus méritos.</p>
                    <p>Además, necesitábase mantener en las oficinas una persona laboriosa y
                        entendida para que encaminase a los novicios, los cuales llegaban sin atinar
                        con los más rudimentarios conocimientos del cargo que debían desempeñar. Y
                        nadie más apto para tales encomiendas que don Benigno, cuyas opiniones
                        políticas jamás se conocieron. Hablaba muy poco; lo que con frecuencia hacía
                        era vociferar y ponerse nervioso en cuanto se incomodaba</p>
                    <p>Todos los que tenían ocasión de ir a las oficinas miraban con curiosidad y
                        respeto aquel anciano de noble rostro que trabajaba afanosamente escribiendo
                        siempre sin descanso, y que no hacía otros movimientos que los
                        indispensables para cambiar los expe dientes, doblar el papel y mojar la
                        pluma. Parecía un muñeco de cera; sus acompasados gestos tenían no sé qué
                        sello de mecánicos.</p>
                    <p>Su único defecto era aquel irritable genio; pero la verdad era que el infeliz
                        pasaba, aislado en aquel cuartito repleto de papeles, cada rabieta que le
                        cosía los hígados. Por eso sus nervios habían adquirido un grado normal de
                        irritación: una mosca que le volase tres veces por delante, un borrón que
                        cayera en las páginas en que escribía y un papel grasiento por el uso, eran
                        cosas, cada una por sí sola, capaces de poner en honda conmoción todo el
                        sistema nervioso del honrado don Benigno.</p>
                    <p>Entonces se le rompía la cuerda al muñeco. Hacía gestos y contorsiones, que
                        si se describieran, parecerían inverosímiles, dada la disposición de los
                        huesos del esqueleto humano.</p>
                    <p>Treinta años de estar desempeñando un mismo empleo habíanle proporcionado
                        exacto conocimiento del lugar que ocupaba cada uno de los innumerables
                        expedientes de que estaba atestado el departamento de su cargo. Apenas se le
                        comunicaban órdenes para que facilitase datos, o bien se le pedían éstos de
                        palabra, con objeto de poner a prueba su habilidad, que sin mirar los libros
                        índices, que para su particular uso tenía, quitaba líneas enteras, grandes
                        montones de voluminosos legajos, y sin abrir el que entre ellos elegía, sin
                        fijarse a veces en los rótulos, al entregarlos decía con la completa
                        seguridad de un matemático que presenta la fácil resolución de un
                        problema:</p>
                    <p><said>—Ahí va; ese es: en tal página se encuentran los datos que se me
                            piden.</said></p>
                    <p>El pueblo o ciudad donde se habían promovido los asuntos; la época en que
                        cursaron; el nombre de las personas que en ellos habían intervenido, las
                        resoluciones que se les había dado, las leyes, reales órdenes, reglamentos,
                        decretos sobre la materia, todo era recordado de maravillosa manera por la
                        incomparable memoria de don Benigno. Toda su ambición, su gloria toda, sus
                        aspiraciones más caras, se hallaban reconcentradas en aquel cuarto cubierto
                        de legajos con los cuales tanto se había encariñado. Su mayor goce era que
                        se le celebrase su idoneidad para el cargo que desempeñaba.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, ¡amigo!</said> —decía fingiendo una modestia que de seguro no
                        podía tener, pues bien convencido se hallaba de que nadie le sustituiría con
                        ventaja—, <said>¿de qué me servirían entonces más de treinta años de
                            práctica?</said></p>
                    <p>Nunca se le había intentado ascender a cargo de más categoría: en primer
                        lugar, porque eran de mayor sueldo y de menos responsabilidad, ciencia y
                        trabajo; y en segundo lugar porque nadie se atrevía a sustituirlo en el
                        cargo que a la sazón desempeñaba.</p>
                    <p>Durante los treinta años de permanencia diaria en su departamento nada más
                        que dos veces había tolerado don Benigno que extrañas manos tocasen sus
                        papeles; y eso porque no dependía de su voluntad el impedirlo. Una vez fue
                        cuando don Genaro comenzó su rápida y brillante carrera, gracias a las
                        influencias de su padre. Y la otra, fue por la época de que trata esta
                        relación, cuando se nos hizo sentar plaza de aspirantes, es decir, que de
                        esta segunda vez éramos nosotros los profanadores de los tesoros confiados a
                        la honrada conciencia de don Benigno y en los cuales ya había puesto
                        codiciosas miradas don Genaro.</p>
                    <p>Ahora, sin mucho esfuerzo, podrá imaginarse cualquiera lo molesto que estaría
                        el bueno de don Benigno al ver sus expedientes rodando por los suelos y
                        maltratados por nuestros inservibles plumeros; y también al ver la mesa,
                        donde escribía, cubierta de una capa de finísimo polvo que estampaba la
                        figura de cualquier cuerpo que sobre ella se posase; incluso los codos y el
                        extremo de los dedos del pulcro empleado.</p>
                    <p>Una vez se permitió indicar don Genaro a don Benigno, que con objeto de que
                        no le causáramos molestia con la limpieza de los expedientes en las horas
                        del trabajo, nos permitiera entrar en el departamento mientras él estuviera
                        ausente de allí, a lo cual se opuso con tenacidad el anciano, diciendo, con
                        una energía que nunca creimos verle desplegar delante de don Genaro, que eso
                        no lo consentiría él nunca mientras fuera empleado.</p>
                    <p>Al otro día de este incidente corrían, como igualmente válidas por las
                        oficinas, dos versiones distintas: una decía que don Benigno había sido
                        destituido; y otra, que voluntariamente había presentado su dimisión. Esto
                        nunca quedó del todo claro.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VIII.</head>
                    <head>Salto elevado y apuros por el aire</head>
                    <p>Estupefacción general causó en las oficinas ver saltar, de improviso, a mi
                        tío, de simple sacudidor de expedientes, nada menos que al empleo que
                        ocupaba don Benigno, tan pronto como éste hizo dimisión de su destino.</p>
                    <p><said>«¿Qué sabrá ese mequetrefe?, ¿habránse visto pretensiones semejantes?,
                            ¡y le han puesto de sustituto del empleado modelo, del más
                            instruido!»</said></p>
                    <p>Así se expresaban los más caritativos compañeros de mi tío.</p>
                    <p>Algunas personas pasaban por la puerta de la oficina, que hasta entonces
                        había estado a cargo de don Benigno, alargaban un tanto la cabeza,
                        registraban con la vista lo interior, y se retiraban confusos. Otras
                        llegaban hasta la mitad del departamento, titubeando como si hubieran
                        equivocado el camino, miraban con perplejidad a su alrededor y se salían de
                        allí balbuceando excusas.</p>
                    <p>Y mi tío, ¡quien le viera!, tan orondo, con su rostro rebosante de
                        satisfacción. Juan, el ujier de don Genaro, le había saludado aquella mañana
                        con mucho respeto: le había llamado <seg rend="italic">don</seg>, y le
                        trataba de <seg rend="italic">usía</seg>. Su semblante mejoró mucho en pocas
                        horas; aquellos ojillos tristes velados como por opaca nube, aquel aire
                        amanerado, encogido como si le apretasen mucho las ropas iban desapareciendo
                        rápidamente; chispeaba su mirada, y arqueaba los brazos moviéndolos al
                        compás con donaire.</p>
                    <p>Iba y venía de una esquina a otra de la habitación, siguiendo la línea
                        diagonal de ella, con precisión matemática; tosía con fuerza; sacaba al azar
                        un expediente del archivo, hojeábalo con presteza, mascullaba palabras,
                        hacía muecas, sonreía, metíase la mano entre el cuello de la camisa, daba
                        patadas de impaciencia y volvía a su sitio fingiendo no encontrar en los
                        legajos lo que buscaba.</p>
                    <p>Luego tomaba un pedazo de papel, trazaba muchos números, los Sumaba, los
                        restaba sin preocuparse, ni poco ni mucho, de la exactitud del resultado.
                        Acabado el pliego tomaba un cuadernillo entero, llenaba página tras página
                        de <seg rend="italic">don Vicente Cuevas, don Vicente Cuevas,</seg>
                        echábales alrededor rúbrica tras rúbrica y garabateándolo todo, de extremo a
                        extremo, comenzaba igual tarea con otro cuadernillo.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, bien veo que se trabaja</said> —dijo Don Genaro entrando de
                        rondón en el despacho.</p>
                    <p>Mi tío, sorprendido en su ocupación, que mucho distaba por cierto de ser todo
                        lo útil que había supuesto su protector, trató de ocultar disimuladamente
                        los borroneados pliegos.</p>
                    <p><said>—Tenemos mucho que hablar y más que hacer, amigo Vicente</said> —
                        prosiguió don Genaro tomando una silla y sentándose cerca de mi tío—,
                            <said>hemos dado el primer paso con menos dificultades de las que yo
                            imaginaba: es buen augurio. Ahora es preciso que te enteres, querido
                            primo, de cuáles son los expedientes terminados y cuáles no lo están.
                            Haz una lista de unos y de otros. Aquí tienes el abecedario de que
                            deberás servirte al escribir los títulos y señas de los
                        legajos.</said></p>
                    <p>Y así diciendo sacaba don Genaro del bolsillo un pedazo de papel, lleno de
                        extraños signos y lo entregó a mi tío.</p>
                    <p>Este recorrió con mirada angustiosa aquellos trazos, y a medida que su examen
                        avanzaba poníase taciturno.</p>
                    <p>Don Genaro, adivinando lo que le preocupaba, objetó:</p>
                    <p><said>—Bien sé que no podrás aprenderlo en dos o tres días, pero sí en una
                            semana, y entra en mi plan que no pase el término de ahí,
                        ¿eh?</said></p>
                    <p>Estuvo tentado mi tío de decir a don Genaro que tal aprendizaje era superior
                        a sus fuerzas y que por consiguiente renunciaba a su empleo, ¡aquel empleo
                        tan apetecido!</p>
                    <p><said>—No hay que desanimarse, Vicente, te pronostico que llegarás a ser
                            algo; pero también te digo que si empiezas a creer que la cosa más
                            insignificante es un gran obstáculo, te perderás sin remedio. He notado
                            que hacías gestos de desaliento mientras mirabas el papel que te he
                            entregado; si no te es posible recordar los signos de memoria en una
                            semana, ¡vaya!, te concedo dos, ¿eh? Pero lo esencial es que lo
                            aprendas. Ciertas cosas que escribas no deben entenderlas más que tú y
                            yo.</said></p>
                    <p>Don Genaro quedo un momento con la vista fija en el techo.</p>
                    <p>Mi tío no apartaba la suya del pliego que tenía entre las manos; y a medida
                        que examinaba el contenido iba convenciéndose de que tardaría mucho más
                        tiempo en su maldito aprendizaje, que todo el que pudiera concederle su
                        digno jefe.</p>
                    <p>Bruscamente se levantó don Genaro y exclamó:</p>
                    <p><said>—No me gusta descubrir a nadie mis proyectos con anticipación; lo
                            preciso por ahora es el índice de los legajos. Conque manos a la obra,
                            Vicente, ¿eh?</said></p>
                    <p>Y sin decir más se retiró.</p>
                    <p>Todo el afán que tenía mi tío en emborronar papel y fingir que escribía mucho
                        y muy de prisa, antes de la visita de su protector, se había trocado en una
                        quietud extrema.</p>
                    <p>Ni apartaba la mirada del pliego de garabatos que se le había entregado, ni
                        hacía el más mínimo movimiento; parecía extinguida, por un instante, la vida
                        de aquel cuerpo; hasta sus ojos habían perdido el brillo con que poco antes
                        les animara el júbilo.</p>
                    <p><said>—Si don Genaro me permitiera traer aquí a mi sobrino, compartiríamos el
                            trabajo.</said></p>
                    <p>Eran cerca de las dos.</p>
                    <p>Mi tío se hallaba tan abstraído que no notó que Juan, el portero de don
                        Genaro, con honores de ujier de toda confianza, había entrado con una pila
                        de expedientes que dejó encima de la mesa.</p>
                    <p>Así que vio mi tío el enorme bulto de papeles tan cerca de él, sorprendióse,
                        y después que pasó un buen rato se atrevió a hojearlos. En la última página
                        de cada uno vio que se hallaban escritas invariablemente estas palabras:
                            <writing type="document">«Pase a informe del oficial primero
                            de...»</writing></p>
                    <p><said>«¡Ese es mi actual empleo!</said> —pensó enorgulleciéndose de ver su
                        título reproducido en tantas hojas de pape: cosido como grandes libros—.
                            <said>¡Empiezo a ser nombrado ya. Esto va a la carrera!»</said></p>
                    <p>Y por este tema prosiguió levantando mil castillos en el aire y a
                        considerarse el hombre más afortunado del mundo.</p>
                    <p>En tan grato entretenimiento vino a interrumpirle un escribientillo, que sin
                        ceremonias púsosele frente por frente de su ancha mesa del despacho, y le
                        dijo:</p>
                    <p><said>—De parte del oficial cuarto de la vigésima sección vengo a pedir los
                            expedientes que estén ya a la rúbrica.</said></p>
                    <p>Mi tío oyó la voz del intruso mandadero como el canto de millares de
                        chicharras. La palidez mortal cubrió su rostro.</p>
                    <p>El escribientillo, que seguramente no debía de ser muy bien intencionado,
                        notando los apuros que pasaba mi tío, creyó oportuno apurarle más.</p>
                    <p><said>—Y me ha advertido que se los lleve cuanto antes, porque ya hoy no
                            queda mucho tiempo.</said></p>
                    <p><said>—Bueno</said> —balbuceó mi tío—, <said>¿y qué tengo que
                        hacer?</said></p>
                    <p>El tono con que pronunció el pobre estas palabras, habría conmovido las
                        peñas; pero el tunante escribientillo debía ser más duro que ellas, pues
                        lejos de dar la menor señal de compasión, continuó en su tonillo
                        sarcástico:</p>
                    <p><said>—¡Hombre, señor jefe, hablando con el debido respeto, creo que eso debe
                            saberlo usted mejor que yo!</said></p>
                    <p><said>—Pero...</said> —atinó a replicar mi tío sin atinar a qué medios acudir
                        para salir de aquel atolladero.</p>
                    <p>El escribiente parecía gozar con las torturas que sufría el novicio jefe.
                        —Bien, diré que todavía no están despachados —repuso con la misma flema;
                        giró sobre sus talones y ya se salía del despacho, cuando mi tío le tiró de
                        la levita.</p>
                    <p><said>—Joven, no sea usted tan violento, no me pierda usted, espérese un
                            poco</said> —suplicó con voz temblorosa y casi apagada.</p>
                    <p><said>—¿Y qué quiere usted que yo le haga? Ya estará creyéndose mi jefe que
                            esta demora mía será porque me he ido a tomar refrescos al café. Es la
                            primera vez que sucede en esta oficina semejante cosa. No puedo
                            detenerme más.</said></p>
                    <p><said>—¿Y usted no me lo podría arreglar, aunque no fuera más que para
                            enseñarme? Mire usted, con una vez que me lo enseñase ya lo sabría yo
                            para siempre</said> —rogaba mi tío.</p>
                    <p>El chancero escribiente tornóse más afable.</p>
                    <p><said>—Sí, señor</said> —repuso—, <said>es trabajo bien penoso, pero
                            podríamos arreglarnos; precisamente la oficina más recargada de trabajo
                            es ésta. Aquí hay ocupación para cinco o seis hombres, créalo usted; yo
                            no sé cómo usted se ha atrevido a aceptar este cargo. Por lo pronto le
                            advierto que el que venga aquí está expuesto a reventar el mejor día.
                            Únicamente don Benigno, que tenía tanta práctica, podía sobrellevar tan
                            pesada carga. Y ya sabe usted, al fin... dimitió.</said></p>
                    <p>Oyóse en esto la tronadora voz de Juan el portero, que llamaba al escribiente
                        quinto de la oficina de...</p>
                    <p><said>—Adiós, que me llaman</said> —exclamó marchándose precipitadamente el
                        joven que hablaba con mi tío.</p>
                    <p>Éste quedó presa de la mayor angustia, hojeó con rapidez todos los
                        expedientes que tenía sobre la mesa: los volvía y revolvía a todos lados,
                        queriendo embeberse ansiosamente todo su contenido y con precipitación tal,
                        que no atinaba a coordinar las ideas.</p>
                    <p>En esta tranquilidad le halló el escribientillo, tras el cual, también se
                        llegaba al despacho de mi tío, el señor oficial que antes mandó a buscar los
                        expedientes que estuvieran a la rúbrica.</p>
                    <p>La turbación de mi tío aumentó.</p>
                    <p><said>—Mandé buscar los expedientes despachados y se me ha enterado de que no
                            están aún.</said></p>
                    <p><said>—Sí que lo están</said> —contestó con voz apenas perceptible mi tío—,
                            <said>éstos son.</said></p>
                    <p>Y presentó al oficial cinco o seis legajos.</p>
                    <p><said>—Bien sabía yo</said> —regañaba éste mientras pasaba la vista por las
                        páginas— <said> que don Genaro no podía poner aquí a nadie que no estuviese
                            al cabo de estas tareas... Pero, ¡no veo aquí el informe de esta
                            oficina!</said></p>
                    <p>Cierto que no estaba. Mi tío había alimentado, por un instante, la ilusión de
                        que aquellos dos hombres que le estrechaban sin compasión entendían tanto
                        del asunto como él mismo o poco menos, y tuvo la osadía de ponerles en sus
                        manos los expedientes tales y como los dejó Juan sobre la mesa.</p>
                    <p><said>—Oh, no, aquí no hay nada y ya es muy tarde, diremos a don Genaro lo
                            que pasa para que no suponga que la falta depende de nosotros y nos eche
                            una reprimenda como él sabe echarlas</said> —argüyó el oficial al
                        terminar su examen.</p>
                    <p>Y se puso a silbar una cancioncilla.</p>
                    <p>La turbación de mi tío llegó a su colmo: pedía de todo corazón a la tierra
                        que se abriera y le tragara y para apoyar su petición apretaba con las
                        pantorrillas los travesaños de su asiento hasta lastimárselos.</p>
                    <p><said>—¿Y cómo arreglar esto?</said> —murmuró.</p>
                    <p>El escribientillo y su jefe cambiaron una mirada de inteligencia.</p>
                    <p><said>—Nosotros podemos encargarnos de atender este despacho mientras usted
                            aprenda lo que debe hacer</said> —contestó el primero—, <said>mas es
                            necesario</said> —añadió sonriendo y frotándose las manos—, <said>que
                            nos pongamos de acuerdo sobre la retribución que merece nuestra tarea
                            excesiva, sin duda alguna. ¡Oh, no tiene usted idea de lo que le costará
                            ponerse al corriente de los asuntos de esta oficina! ¡Lástima que haya
                            dimitido don Benigno, el perjuicio es para todos!</said></p>
                    <p>Mi tío no se atrevía a decidir.</p>
                    <p><said>—Bien, nosotros nos vamos ahora a concluir nuestro trabajo: usted
                            pensará lo que debe hacer; éstas no son cosas que se resuelven de
                            momento.</said></p>
                    <p>Ambos se marcharon dejando a mi tío más perplejo que antes y maldiciendo de
                        la hora en que le vino a las mientes ocupar un destino, cuyo desempeño
                        comenzaba a costarle ya tantos malos ratos.</p>
                    <p><said>«¿Quién le aconsejaría la conducta que debía seguir?, ¿qué se haría?
                            Don Genaro no le dio otras instrucciones que las relativas a la
                            formación del índice de los expedientes: ¿creería inoportuno enseñarle
                            los deberes de su nuevo cargo?, ¿los sabía él por ventura?, ¿había
                            tenido ocasión de saberlo?»</said>, pensaba el atribulado novicio.
                        Engolfado en estas cavilaciones se hallaba, cuando Juan el portero entró a
                        advertirle que ya era hora de que su usía se retirase, si gustaba.</p>
                    <p>Mi tío, aturdido completamente, tomó el sombrero y salió de las oficinas sin
                        tener conciencia de lo que por él estaba pasando.</p>
                    <p>Lo que más le preocupaba era que don Genaro fuese a destituirle, por su
                        notoria incapacidad, del tan codiciado empleo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>IX.</head>
                    <head>Momentos de crisis</head>
                    <p>¡Infundados temores los de mi tío! Don Genaro sabía muy bien, que mucho
                        tiempo transcurriría antes de que pudiera cumplir las obligaciones del cargo
                        que le había confiado.</p>
                    <p>Seguramente que en todo deseaba servir a mi tío su digno protector, pues a
                        ello le compelían, tanto el parentesco que mediaba, como las consideraciones
                        y favores que había recibido del señor marqués de Casa-Vetusta; por eso se
                        encargó de proporcionar a mi tío un par de escribientillos, cuyo sueldo vino
                        a formarse con el del otro empleado tan inteligente y honrado como don
                        Benigno; y que, también como éste, hizo inesperada dimisión de su empleo por
                        estos días, con asombro general de todos.</p>
                    <p>A fuerza de ver trabajar, de leer lo que escribían y oír lo que hablaban,
                        aquellos infelices muchachos sobre los cuales recayó toda la carga del
                        despacho, comenzó mi tío a entender algo. Pero ni daba plumada, ni abría
                        expedientes. Se iba habituando a permanecer horas enteras sin hacer nada,
                        mano sobre mano.</p>
                    <p>Y luego, al llegar al León Nacional, dejábase caer pesadamente en una silla y
                        exclamaba:</p>
                    <p><said>—¡Cuánto he trabajado hoy!, ¡estoy medio muerto!</said></p>
                    <p><said>—Adelante, tío</said> —replicábale yo, que por disposición de don
                        Genaro no iba a las oficinas, sino que, también por orden suya, permanecía
                        en casa aguardando la vacante de un destino regular.</p>
                    <p>Pero notaba que iban transcurridos ya dos meses y que mi tío no daba señales
                        de disfrutar sueldo alguno; sus ropas íbanse cubriendo de zurcidos que con
                        paciencia singular hacía él mismo; su sombrero de media bala de cañón había
                        perdido su esférica forma a fuerza de las abolladuras; y sus zapatos le
                        obligaban a andar con los talones para que no se quedasen fuera del pie,
                        todo sin que tuviera por conveniente renovónos y adquirir otro traje y otro
                        calzado más adecuado a la posición que había logrado ocupar tan de
                        improviso. Por delicadeza no me atreví a indicarle nada respecto de este
                        asunto a pesar de las exclamaciones que me hacían algunos amigos.</p>
                    <p><said>—Di a tu tío que luzca su dinero, que no sea miserable; enhorabuena que
                            anduviera mal vestido mientras no pasaba de la categoría de empleado
                            meritorio gratuito y honorífico; pero que ande hoy en esa figura, es
                            ridículo. Manuel, desengáñate, es ridículo.</said></p>
                    <p>Tantas fueron las bromas por el estilo que al fin me decidí a indicarle
                        algo.</p>
                    <p><said>—De eso mismo pensaba hablarte hace algunos días, sobrino, mas me daba
                            pena.</said></p>
                    <p><said>—¿Pena de qué, tío?</said></p>
                    <p><said>—Hablemos claro, sobrino, no debo ocultarle lo que pasa.</said></p>
                    <p>El tono con que pronunció estas palabras me alarmó sobremanera. Ni
                        remotamente pude figurarme dónde habría de ir a parar con tal preámbulo.</p>
                    <p><said>—Sí, sobrino</said> —continuó—, <said>ya no sé qué pensar de nuestro
                            primo don Genaro. Ya ha pasado tiempo desde que estoy en el empleo y no
                            veo una peseta. Ya me sé el abecedario que me entregó más bien que mi
                            padre; escribo con él mejor que con mi letra natural y don Genaro no
                            habla nada de paga.</said></p>
                    <p><said>—Pues, reclámela usted, tío.</said></p>
                    <p><said>—Ya la he reclamado.</said></p>
                    <p><said>—¿Y qué dice?</said></p>
                    <p><said>—Dice que divide mi sueldo entre los dos escribientes que me ha puesto,
                            que es justo que ellos lo ganen pues están haciendo todo el
                            trabajo.</said></p>
                    <p>Y luego, dando repetidas vueltas y haciendo mil contorsiones para examinar su
                        traje, murmuraba:</p>
                    <p><said>—¿Verdad que ya mi traje está muy bien usado?</said></p>
                    <p><said>—¿Y por qué no le indica usted algo a don Genaro? Él os podría
                            prestar...</said></p>
                    <p><said>—Pero, muchacho, ¿estás loco? ¡Dios me libre! El día que le pedí para
                            un par de zapatos, ¿no me llamó botarate, y me dijo que como me diera
                            por andar figurín me tiraría del asiento de don Benigno en que con tanto
                            compromiso suyo me había colocado? ¡Bah!, sobrino; tú no conoces bien a
                            don Genaro: es buen hombre, pero como le toques sus intereses es capaz
                            de andar a coces y cabezadas. ¡Cuando yo te digo!</said></p>
                    <p>Al buen Domingo fue a quien acudimos en aquel crítico momento y legramos que
                        nos prestara una corta cantidad.</p>
                    <p>También González, el dueño del León Nacional, nos traía muy acongojados. Todo
                        el día se pasaba regañando, en voz alta, que como paisanos suyos que éramos
                        no quería estrecharnos; pero que él era un pobre y se perjudicaba teniendo y
                        manteniendo de balde huéspedes en su casa. Ya le íbamos cargando más de la
                        cuenta y las cosas no podían seguir de la misma manera.</p>
                    <p><said>—Comprendo, sí, señor, comprendo</said> —decía sacudiendo su cabeza
                        crespa y desgreñada—, <said>que ustedes son protegidos de don Genaro, pronto
                            tendrán con esto buena fortuna, y entonces serán ustedes muy ingratos si
                            no se acuerdan de mí; pero está muy mal que vivan ustedes en mi casa,
                            ahora, sin pagarme, y comiendo como comen, es verdad. Ustedes deben ir
                            junto a don Genaro y decirle sin temor, es verdad, que la letra de los
                            cien reales de vellón que se trajo don Vicente en el forro de la levita,
                            está más que cobrada y gastada. Yo les acompañaré a ustedes donde el
                            señor don Genaro, es verdad, y les apoyaré; ya verán ustedes si él
                            afloja la mosca; y arreglando nuestras cuentas, quedamos en paz. ¡Pues
                            no había de aflojarla! Ea, vamos allá, ¿cuánto aventuran ustedes a que
                            paga? Yo bien lo sé. Él es un hombre soltero: come en casas de familia
                            para no pagar fonda, es verdad; duerme con un amigo suyo en un palacio y
                            no le cuesta nada. Ya debe tener un dineral. ¡Ah!, ¿y sus negocios? Lo
                            que es él maneja, maneja, es verdad.</said></p>
                    <p>Pero ni por ésas. En vano animaba el buen González, por la cuenta que le
                        tenía, a mi tío. Éste era capaz de dejarse degollar antes que seguir los
                        consejos del posadero.</p>
                    <p>Le tenía un miedo cerval a don Genaro. Había oído afirmar que era muy
                        quisquilloso, y que en cuanto se irritaba creía ofendida su autoridad, y
                        mandaba a cualquiera a la cárcel, si no le ocurría peor pensamiento.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>X.</head>
                    <head>Va sabiendo don Vicente</head>
                    <p>Mas el goce que proporcionaba a mi tío la posesión de su empleo compensaba
                        todos estos disgustos.</p>
                    <p>En cuanto se sentaba en su despacho, que le parecía un trono, muy cómodo
                        desde que por ministros responsables le pusieron aquel par de
                        escribientillos, se disipaban sus tristezas. ¡No le habían engañado sus
                        esperanzas; su destino era el mejor de la Isla!</p>
                    <p>Aquel nuevo traje que merced al préstamo de Domingo pudo adquirir le traía
                        enorgullecido. Caminaba con paso más firme, alzaba más la cabeza, ahuecaba
                        la voz y mandaba, como un general a sus rancheros, aquel par de infelices
                        escribientillos que con la mirada baja, cayéndoseles a pedazos las ropas y
                        todo ellos de clorosis y miseria, se excusaban humildemente y sufrían sin
                        osar quejarse.</p>
                    <p>Hasta el mismo Domingo no podía menos que mirar con aire respetuoso a mi tío
                        y decir a cada paso, grandemente admirado:</p>
                    <p><said>—¡Qué suerte tienes, demongo!</said></p>
                    <p>Al dirigirse una mañana a su despacho con Genaro, dos o tres días después que
                        estrenó su traje mi tío, se encontró con éste en la escalera, le miró con
                        extrañeza, varias veces, de arriba a abajo y frunciendo el entrecejo, se
                        alejó murmurando:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¡malo!, aquí hay aigo. Ah, no puede uno fiarse de estos
                            escribientes: no sé cómo se les emplea aquí. ¡Pillos, tunantes! Ya le
                            habrán abierto los ojos a ese bobalicón. Entonces..., peor para él.
                            ¡País de pillos!</said></p>
                    <p>Y al entrar en su despacho se sentó en una silla, clavó la vista en el techo
                        y murmuró:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, aquí abajo se maneja.</said></p>
                    <p>El despacho de don Genaro estaba situado en el piso superior o principal del
                        edificio y venía a quedar precisamente sobre el de mi tío. Así es que cuando
                        señalando el suelo don Genaro, aquel día en que por primera vez hablamos con
                        él, aseguró que allí abajo estaba la mina, se refería al despacho de mi tío
                        que entonces, según se recordará, lo desempeñaba el honrado don Benigno.</p>
                    <p>Extrañó mucho mi tío aquellos gestos que vio hacer a don Genaro y las pocas
                        palabras que le oyó murmurar; por más que se hilvanaba los sesos para
                        encontrarle significación sólo conseguía aumentar dudas sobre dudas.</p>
                    <p><said>«¿Y en esta tierra no es costumbre cambiarse de traje cuando el que se
                            usa está inservible?»</said>, se preguntaba.</p>
                    <p>A poco rato bajó don Genaro, entró en el despacho y llamando a mi tío aparte
                        le habló de cosas indiferentes, mientras, con disimulo, le examinaba de
                        arriba abajo, admirando cada vez más la buena calidad del traje que
                        vestía.</p>
                    <p>Empezó a interrogarlo hábilmente, para obtener la plena confirmación de sus
                        sospechas.</p>
                    <p>Pero mi tío, que a pesar de toda su vanidad era un inocentón, le contestaba
                        con tanta ingenuidad que desconcertaba por completo a don Genaro.</p>
                    <p>Por fin díjole éste, mirándole de hito en hito para que no se le escapara el
                        efecto que pudieran producirle sus palabras:</p>
                    <p><said>—Vicente, voy a quitarle los escribientillos auxiliares. Ya debes de
                            estar muy al corriente de los asuntos de esa oficina. Es preciso que
                            empieces a trabajar por tu cuenta, ¿eh?, esto es lo que nos conviene a
                            los dos.</said></p>
                    <p>A mi tío no le causó mucho efecto esta noticia.</p>
                    <p><said>—Cuando vuecencia guste</said> —fue lo único que contestó inclinándose
                        respetuosamente.</p>
                    <p>La verdad era que ya mi tío había aprendido algo. Él mismo se admiraba de sus
                        adelantos. Antes, abría un expediente y al ver tanto sello, rúbrica, nota y
                        tanta letra y garrapatos distintos, le parecía una especie de rompecabezas
                        que a pesar de toda su santa paciencia nunca acertaría a descifrar. Ahora,
                        que había visto trabajar a los escribientes y les había pedido algunas
                        explicaciones, comprendía que todo era claro, sencillo, y se los leía unos
                        tras otros regocijado de sus propias capacidad e inteligencia.</p>
                    <p>Se entusiasmaba tanto y era tanto su afán de dar a conocer su ciencia, que a
                        veces las emprendía con los mismos que le habían enseñado espetándoles una
                        explicación tan detallada y animosa del asunto de que trataban los legajos,
                        que aburridos aquéllos de locuacidad tan inútil e importuna, pretextaban
                        cualquiera diligencia urgente fuera del despacho para que, viéndose el otro
                        sin oyentes, callara de una vez.</p>
                    <p>Con frecuencia se salía tras los fugitivos, expediente en mano, y alzando la
                        voz todo lo más que podía para que también se admiraran de su ciencia
                        cuantos tuvieran ocasión de observarle, seguía impertérrito su charla.</p>
                    <p>Y cuando no tenía nadie que le oyese hablar, hablaba solo; bastábale el
                        encanto de oírse a sí mismo.</p>
                    <p>Poco podía importarle, pues, que don Genaro le quitase aquel par de
                        escribientillos.</p>
                    <p>Además, el hábito de sentarse ante aquella mesa de despacho le había hecho ir
                        perdiendo el temor y el desaliento, que sintió los primeros días, al
                        contemplarse subido, de golpe y porrazo, a tan alto lugar, frente a lo
                        desconocido.</p>
                    <p><said>—Ya no necesitas tu par de mentores</said> —prosiguió diciendo don
                        Genaro—, <said>quiero que quedes aquí solo, es decir, yo te guiaré, ¿eh? Y
                            además es época de que comiences a tener esto. ¿Lo ves?</said></p>
                    <p>Y mientras así hablaba sacó del bolsillo de su chaleco un montón de monedas
                        de oro nuevas y relucientes, y gozaba con el retintín que producían al
                        precipitarse unas sobre otras.</p>
                    <p>Mi tío no apartaba la vista del montón de monedas.</p>
                    <p><said>—¿Qué miras?</said> —le preguntó entre mohíno y vanidoso don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Que son bellas</said> —contestó entusiasmado mi tío—, <said>y tan
                            bellas, vive mi padre, que me las comería!</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, quita allá, ponderador, quisiera verlo.</said></p>
                    <p><said>—Pues véalo, excelentísimo señor.</said></p>
                    <p>Y más pronto que lo dijo echó mi tío mano a una moneda, la llevó a la boca, y
                        se la engulló en un santiamén, dejando a don Genaro tan estupefacto que todo
                        se le volvía mirarle la boca y contar las monedas que le quedaban en la</p>
                    <p>Entraron en el despacho dos personas.</p>
                    <p>Y como don Genaro seguía creyendo imposible que aquel hombre se hubiese
                        tragado la moneda, se echó a reír y murmuró:</p>
                    <p><said>—¡Bah! si querrás engañarme como a los muchachos.</said></p>
                    <p>Lo cual dio ánimo a mi tío para arrebatarle dos monedas más y engullírselas
                        también.</p>
                    <p>Ya de esta vez no le gustó nada a don Genaro la broma, y la hubiera
                        emprendido a cachetadas con mi tío si no temiera que los recién llegados
                        pusieran en duda su decantada bondad.</p>
                    <p>Por el contrario, a mi tío le gustaron mucho aquellos ricos bocados; y como a
                        las claras se le conocía en el rostro que se le había abierto el apetito,
                        don Genaro se echó otra vez en el bolsillo, por precaución, las monedas que
                        había sacado, y disimulando cuanto pudo su mal humor, advirtió:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, no sigas que tengo que irme ya.</said></p>
                    <p>Y con efecto salió del despacho.</p>
                    <p>Este suceso dio que reír y que hablar a todos en las oficinas; y hasta hubo
                        alguno que se atrevió a escribir en las paredes quintillas, décimas y
                        sonetos dedicados a las precoces tragaderas del primo de don Genaro, con lo
                        cual hubo de entrar éste en danza, y así que lo supo, estuvo rabiando varios
                        días sin que lograra saber cuál de sus ingratos subordinados fuera el
                        autor.</p>
                    <p>Pero otra cosa le preocupaba más; y era que no atinaba de dónde diablos podía
                        haber sacado dinero mi tío para comprarse aquel traje. No pasó otro día sin
                        que volviera a la oficina de mi tío, llamara a éste nuevamente aparte, le
                        pusiera ambas manos sobre los hombros y sacudiéndole, le dijera en tono
                        jovial:</p>
                    <p><said>—Te has hecho un excelente traje, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—Gracias, está a la disposición de vuecencia.</said></p>
                    <p><said>—¡Vaya!, te repito que me tutees o me incomodaré. Conozco el corte de
                            tu traje: es de un buen sastre</said> —decía don Genaro a mi tío
                        pasándole la mano por el brazo, la espalda, y sacudiéndole con disimulo los
                        bolsillos.</p>
                    <p>Mi tío gozaba como un tonto con aquellas celebraciones.</p>
                    <p><said>—¿Y te costó muy caro, primo?</said></p>
                    <p><said>—Bastante.</said></p>
                    <p><said>—Ya te tengo, picarillo</said> —repuso don Genaro haciendo un guiño
                        malicioso.</p>
                    <p><said>—No os comprendo</said> —contestó mi tío sintiéndose algo inquieto.</p>
                    <p>Se le acercó don Genaro y en voz baja le dijo al oído:</p>
                    <p><said>—Vamos, ¿eh?, ¿no ha habido ninguna manganilla entre ustedes
                            tres?</said></p>
                    <p><said>—No comprendo.</said></p>
                    <p><said>—¡Ya!</said></p>
                    <p>Y era verdad que mi tío no comprendía, por lo cual le hizo don Genaro unos
                        gestos tan significativos, moviendo los dedos unos tras otros, que
                        sonrojándose, exclamó:</p>
                    <p><said>—Oh, no, os juro que no, excelentísimo señor.</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¡bien...!, ya sé..., ¿eh?, te lo decía... porque tú eres
                            inexperto y podían haberte comprometido esos dos tunantes...,
                            ¡pillos...!</said></p>
                    <p><said>—Podéis vivir tranquilo por ese lado.</said></p>
                    <p><said>—¡Acabemos!</said> —interrumpió impacientándose don Genaro y cambiando
                        bruscamente de tono—, <said>¿de dónde has sacado dinero para comprarte este
                            traje, cuando hace pocos días me dijiste que te prestara algo para un
                            par de zapatos?</said> —preguntó.</p>
                    <p><said>—Señor, he tenido que pedirlo prestado a Domingo el botero; por lo
                            demás, crea vuecencia que no tenemos ni mi sobrino ni yo, un solo real
                            de vellón para pagar la casa. Don González, el dueño del León Nacional,
                            está que trina con nosotros.</said></p>
                    <p>Esta vez fueron las orejas de don Genaro las que se enrojecieron, y mirando
                        el techo balbuceó:</p>
                    <p><said>—No; te lo decía porque aquí nadie puede descuidarse; a los novicios
                            suelen enredarlos y comprometerlos a cada paso. ¡Estos escribientes son
                            cada peine!, ¡pillos!, ¡holgazanes! Y luego la culpa y la mala fama la
                            cargan los pobres jefes. No te descuides. Y sobre todo no te apartes de
                            mis consejos. Cuando te digan algo sospechoso, ven y consúltalo conmigo,
                            no sea que te pierdan en provecho suyo. ¡En este país hay cada pillo,
                            primo! ¿eh...?</said></p>
                    <p>No pasaron muchos días sin que fueran declarados cesantes los infelices
                        escribientes supernumerarios y mi tío respiró con satisfacción al
                        encontrarse solo, holgado, en aquel importante despacho.</p>
                    <p>A la misma hora aparecíase, todos los días, el ujier Juan impertérrito, firme
                        como un mecanismo ambulante, cargado de una pila de abultados expedientes
                        que dejaba sobre la mesa de despacho.</p>
                    <p>Este Juan era una de las figuras más interesantes de las oficinas. Iba y
                        venía de un lado para otro como una sombra. Servía de intermediario entre
                        don Genaro y si público y entre una oficina y otra. Él guiaba a manera de
                        cicerone, informaba, y hasta se metía a dar consejos a los peticionarios
                        Conocía a todos los amigos de don Genaro y a éstos era a los únicos que
                        concedía libre entrada fuera de las horas de audiencia; a todos los demás
                        los sometía a turno riguroso colocándoles en un largo banco de madera y
                        mandándolos luego, como pudiera mandar un dómine a sus alumnos a la pizarra
                        o al mapa, a la oficina donde deseaban ir.</p>
                    <p>Dábase no poca importancia; y a fe que no le faltaba razón. No era un ujier
                        vulgar; tenía, nada menos, que honores de jefe de portería. Sus subordinados
                        llegaban a una docena: cuatro hombres y ocho gatos. Como sabio capitán había
                        distribuido sus fuerzas convenientemente: dedicó dos hombres para que
                        estuviesen inmediatos a él, al piso de arriba; y otros dos, los mandó a los
                        pisos bajos. Y los gatos destinados a evitar a todos los porteros de los
                        pisos altos y bajos el cuidado de matar los ratones, formaban una especie de
                        milicia indisciplinada que andaban de uno en otro piso recorriendo veloces
                        todas las escaleras. Alguna vez eran compelidos a guardar orden a fuerza de
                        garrotazos y de recibir sobre su espinazo el primer trastajo que tuviese al
                        alcance de su mano el portero que los viera.</p>
                    <p>Por lo demás disfrutaban hombres y gatos de pingüe sueldo o salario. En todo
                        previsor, el digno ujier, o jefe de portería, cobraba, no sin trabajo, hay
                        que hacerle esta justicia, la cantidad votada en cortes para pagar la tropa
                        a sus órdenes. ¡Pero bien se había guardado él de cometer la torpeza de
                        gastar en alimentos de gatos! Buenos argumentos alegaba para hacerlo así.
                        Manteniendo con el estómago repleto aquellos picaros animales había notado
                        que se volvían perezosos y holgazanes, mientras que con el riguroso ayuno no
                        tenían más remedio que buscarse el sustento como Dios manda.</p>
                    <p><said>—Desde que adopté este sistema</said> —solía decir el buen jefe de
                        portería—, <said> no he visto en las oficinas ¿pueden ustedes creerlo?, ni
                            una araña, señores, ni una araña.</said></p>
                    <p>Y después que dejaba Juan la pila de expedientes en la mesa del despacho de
                        mi tío volvía tranquilamente las espaldas y se marchaba sin decir palabra a
                        dejar otras pilas de legajos en otras oficinas. En algunas le llamaban el
                            <seg rend="italic">hermano terrible,</seg> la ponían otros motes y se le
                        burlaban en sus barbas; pero él tenía una paciencia y una calma que se las
                        envidiaría el más santo.</p>
                    <p>Pero tanto trabajo como había en aquellas pilas de legajos era agobiador para
                        mi tío. Yo le había indicado varias veces, por estos días, a don Genaro, la
                        conveniencia de tenerme a su lado, puesto que yo no hacía nada, a fin de que
                        fuera practicando algo.</p>
                    <p>Don Genaro hubo de acceder a que yo fuera a la oficina; pero dijo que tan
                        sólo se me admitiría en calidad de aspirante, pues para marcarme sueldo era
                        preciso informar al señor ministro de ultramar, y que ya él tenía pensado
                        sobre esto algo que, cuando lo supiéramos, habríamos de quedar sumamente
                        complacidos y gustosos.</p>
                    <p>Entré, pues, a ser el escribiente de mi tío.</p>
                    <p>Apenas ocupé mi puesto, que mi tío arrojándome un voluminoso y viejo legajo
                        que sacó de un cajón, donde le tenía separado de todos los demás,
                        exclamó:</p>
                    <p><said>—¡Ea!, a trabajar, cuanto antes mejor, ¡toma, despacha eso!</said></p>
                    <p>Yo lo abrí al azar y me quedé mirando a mi tío.</p>
                    <p>Éste hojeaba los expedientes, leía, escribía y rubricaba con toda serenidad
                        propia del que sabe lo que hace.</p>
                    <p><said>—¿Qué miras?</said> —preguntó al cabo de un rato—, <said>¿ya está
                            despachado eso?</said></p>
                    <p>Yo me sonreí y creí que se chanceaba.</p>
                    <p>Después prosiguió su tarea sin hacerme caso.</p>
                    <p><said>—Tío...</said> —me atreví a decirle.</p>
                    <p><said>—¿Qué se ofrece?</said></p>
                    <p><said>—Indíqueme lo que debo hacer, porque como no estoy enterado de estos
                            asuntos, no sé ni empezar.</said></p>
                    <p>Continuó escribiendo sin fijarse en lo que yo le decía.</p>
                    <p>Pasó corto rato.</p>
                    <p><said>—¿Ya está eso?</said> —volvió a preguntar.</p>
                    <p><said>—¡Si no sé lo que debo hacer! Usted no me lo ha dicho: déme siquiera
                            una sencilla explicación.</said></p>
                    <p>Me explicó confusa y precipitadamente lo que debía escribir y siguió
                        imperturbable su tarea.</p>
                    <p>Tomé el partido de apuntar lo que le entendí más claro y me quedé luego con
                        la pluma en la mano largo rato.</p>
                    <p>Por fin le leí las pocas líneas que había logrado escribir y le supliqué que
                        continuara dictándome.</p>
                    <p><said>—Sobrino</said> —me respondió sonriendo—, <said>ahora estoy tan ocupado
                            que si me interrumpes me harás perder la ilación de las
                        ideas.</said></p>
                    <p>Aquello era para desesperar al hombre más paciente. No osaba moverme por no
                        interrumpirle, pero pensaba muy mal de su conducta. A las cuatro de la
                        tarde, hora de retirarnos, no había logrado yo dar una sola plumada más.</p>
                    <p>Y viendo a mi tío que se disponía a marcharse, le dije:</p>
                    <p><said>—Tío, no he concluido aún.</said></p>
                    <p>Esto lo contrarió mucho, y haciendo un gesto brusco, contestó:</p>
                    <p><said>—Pues quédate ahí hasta que lo concluyas; mañana a primera hora debe
                            estar eso despachado. ¡Qué diferente es esto de la ciencia que se
                            aprende en los libros!</said> —exclamó en tono de triunfo—. <said>Yo me
                            río de todos esos que andan por ahí dándoselas de sabios; ¡que vengan
                            aquí!, ¡aquí, sí! No sabrán dar tres palotadas si no se las enseña
                            alguno de los que ellos tachan de ignorantes. ¡Y eso que por aquí no nos
                            pasamos todo el día con el libro pegado a las narices; y con todo,
                            echamos cada párrafo tan castizo, ¡córcholis!, que serán siempre la
                            envidia y rabia de todos ellos!</said></p>
                    <p>En este punto de la conversación nos hallábamos cuando entró don Genaro en la
                        oficina trayendo bajo el brazo un rollo de papeles.</p>
                    <p><said>—Vicente</said> —dijo—, <said>vengo a advertirle una faltita, ¡eh!,
                            para que en lo sucesivo cuides de enmendarla.</said></p>
                    <p>A mi tío se le enrojecieron las orejas.</p>
                    <p>Don Genaro hojeó los papeles, y así que encontró lo que buscaba, indicó:</p>
                    <p><said>—Mira, aquí está.</said></p>
                    <p>Mi tío se acercó y paseó la vista por todas y cada una de las líneas escritas
                        en aquel pliego.</p>
                    <p><said>—No la veo</said> —observó.</p>
                    <p><said>—Es garrafal, ¿eh?, si hubiese sido como otras pequeñitas, que también
                            suelen escapársete, no diría nada; pero ya con ésta van cuatro veces que
                            lo noto. La primera vez creí que era una distracción y me contenté con
                            enmendarla, mas ya el jefe de... se ha figurado que es una burla. Hoy se
                            molestó mucho, creyó que era intencional y trabajo me costó convencerlo
                            de lo contrario, diciéndole que eras muy nuevo aún para ser
                            malintencionado.</said></p>
                    <p>Mi tío cambiaba de colores.</p>
                    <p>Y el maldito don Genaro, que por cierto no escribía más claro ni mejor,
                        gozaba con verle en tales apuros mientras le daba aquella lección.</p>
                    <p><said>—Mira, aquí está</said> —dijo tocando con el extremo del índice, en dos
                        o tres puntos una página del expediente—. <said>Has escrito <seg
                                rend="italic">Bueycencia</seg>. Lo de b por v pase: lo del nombre
                            completo en vez de la abreviatura pase también; pero sábete que lo que
                            no puede pasar es lo de <seg rend="italic">buey</seg>, podía haberte
                            costado muy caro, Vicente, muy caro.</said></p>
                    <p>Y enseguida se esmeró don Genaro en explicar a mi tío cómo se escribía
                        aquella palabra. Luego salió del despacho. Y tras él se marchaba mi tío
                        cuando insistí en preguntarle:</p>
                    <p><said>—¿Qué hago con este espediente?</said></p>
                    <p><said>—¡Todavía!</said> —exclamó dando una fuerte patada en el suelo.</p>
                    <p><said>—Pero, tío, si usted que sabe no me lo enseña, ¿cómo quiere que yo lo
                            sepa?</said></p>
                    <p><said>—¡Pues nada!, trabaja como he trabajado yo. Aprende: consulta el libro
                            aquel que tengo en el mundo. No he de decírtelo todo; es menester que
                            también pongas algo de tu parte. Haz un borrador primero y enséñamelo;
                            ya hablaremos. Acostúmbrate a pensar mucho antes de hacer cualquier
                            cosa.</said></p>
                    <p>Mi tío podía haberme ahorrado el trabajo de llevarme el expediente, de pensar
                        y de consultar el libro que tenía en el mundo, o en el baúl. Con sólo una
                        sencilla explicación, me hubiera puesto yo al corriente del asunto sin
                        perder tanto tiempo; pero conformándome con su voluntad escribí en un
                        borrador cuanto creí oportuno sobre el negocio que me había confiado y lo
                        guardé. No invertí pocas horas en registrar tanto papel y leer o descifrar
                        tantos mal trazados caracteres, tantas faltas de ortografía, en aquellos
                        borroneados pliegos y en coordinar después las ideas que vagaban en mi
                        mente, a causa del poco estímulo que despertaba en mí semejante tarea.</p>
                    <p>Varias veces intenté, en la tarde y noche de aquel día, leer a mi tío lo que
                        había escrito, pero éste se hacía el desentendido y concluyó por decirme, de
                        muy mal modo, que le importunaba ya demasiado y que de los asuntos de la
                        oficina no se ocupaba más que en la oficina.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XI.</head>
                    <head>Indudablemente ¡sabe mucho!</head>
                    <p>El día siguiente, en cuanto entramos en el despacho, me preguntó mi tío:</p>
                    <p><said>—¿Qué tal, ya está listo el expediente que te entregué ayer?</said></p>
                    <p><said>—No, señor, aquí está el informe, si usted lo desea leer...</said></p>
                    <p><said>—Bien,</said> —contestó mi tío—, <said>espera un rato: vuelve a
                            repasarlo mientras tanto, no sea que te hayas equivocado.</said></p>
                    <p>Volví a examinarlo, y como quedé completamente satisfecho de mi trabajo,
                        cerré el expediente y me crucé de brazos para esperar la hora en que mi tío
                        tuviera por conveniente oír la lectura de mis apuntes.</p>
                    <p><said>—¿Qué miras?</said> —preguntó un momento después.</p>
                    <p><said>—Nada, tío: aguardo.</said></p>
                    <p><said>—¿Qué aguardas?</said></p>
                    <p><said>—Que usted se disponga a escucharme.</said></p>
                    <p><said>—Vaya, empieza ya</said> —exclamó arrojando bruscamente la pluma dentro
                        de un vaso de cristal lleno de perdigones,</p>
                    <p>Leí y al concluir advirtióme:</p>
                    <p><said>—Te expresas tan confusamente que maldito si he podido entenderte.
                            Semejante salida me dejó desconcertado por completo.</said></p>
                    <p><said>—Vamos, trae eso acá; eso está mal.</said></p>
                    <p>Registró el expediente que me había dado a despachar y cada vez que pasaba
                        una página hacía gestos como si en ellas encontrase clara comprobación del
                        severo juicio que le había merecido mi trabajo.</p>
                    <p><said>—Lo dicho, has errado de medio a medio, vuelve a repasarlo con más
                            detenimiento.</said></p>
                    <p>Cuando así le oí decir no pude contenerme ya por más tiempo y le repliqué
                        desabridamente.</p>
                    <p>Él habló mucho y dijo muchas buenas cosas que no venían a cuento. Acorralado
                        por las razones que en mi defensa exponía, tuvo que apelar al recurso de
                        abusar de su posición respecto de mí, con objeto de hacerme callar.</p>
                    <p><said>—Has llegado aquí ayer, ¿y ya te atreves a discutir conmigo que tengo
                            más tiempo de práctica y más edad que tú?, ¿tendrás la necia presunción
                            de querer enseñarme porque has tenido dos o tres libros en la
                            mano?</said></p>
                    <p><said>—Pero, tío...</said></p>
                    <p><said>—No hay peros que valgan: haz lo que te digo y calla.</said></p>
                    <p>Y enseguida tomó la pluma y se puso a escribir sin preocuparse del efecto que
                        me causaba con su injusta aspereza.</p>
                    <p>¡Vuelta otra vez a manosear el malhadado legajo!</p>
                    <p>En este momento entró en la oficina un joven que por lo mugriento de sus
                        puños y cuello, su raído traje, lo crecido del pelo y de las uñas, lo pálido
                        y demacrado del rostro, conocíasele a la legua que pertenecía a la categoría
                        de los aspirantes, de los escribientes de oficiales quintos o de los
                        supernumerarios.</p>
                    <p>Mi tío preguntó al recién llegado qué deseaba.</p>
                    <p><said>—¡El expediente...!</said> —contestó.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, sobrino, ¿ya está eso?</said></p>
                    <p><said>—¿No me ha dicho usted que lo examinase nuevamente?</said></p>
                    <p><said>—Diablo!, ¿y será posible que no hayas terminado aún una cosa tan breve
                            y tan sencilla?</said></p>
                    <p>Aquel modo de proceder de mi tío me sorprendió tan desagradablemente que no
                        atiné contestarle.</p>
                    <p><said>—¿Ya lo veis?, ¡no tiene excusa!</said> —dijo mi tío al escribiente—;
                            <said>desde ayer he encargado a este muchacho que tuviese listo ese
                            trabajo y es tan holgazán o tan torpe que no ha cumplido.</said></p>
                    <p><said>—¿Y en un momento no se podría...?</said> —argüyó el escribiente.</p>
                    <p><said>—No, hijo, estoy sumamente atareado hoy</said> —le replicó mi tío—,
                            <said>haz el favor de llamar al oficial de tu mesa para que le dicte a
                            este imbécil lo que debe poner.</said></p>
                    <p>El escribiente, obedeciendo salió y a poco volvió acompañado de un señor algo
                        calvo, grueso y muy canoso: era el oficial.</p>
                    <p><said>—Vamos, muchacho</said> —dijome éste alegremente—, <said>¿te has
                            atascado?</said></p>
                    <p>Y se echó a reír.</p>
                    <p>Mi tío escribía con una rapidez extraordinaria y ni siquiera levantaba la
                        vista del pape!, ¡tan atareado estaba!</p>
                    <p>El obeso oficial sacó de su bolsillo un gran anteojo y echando una ojeada a
                        ¡a ultima página del expediente me advirtió que escribiera lo que él me
                        fuese dictando.</p>
                    <p>Al pronunciar el oficial la primera palabra dejó de escribir mi tío y observé
                        que, con todo disimulo, puso su par de orejas en condiciones de que no
                        perdieran nada de lo que el oficial dijese. Por esto sospeché que tampoco
                        estaba él muy enterado de lo que debía hacerse. Y quedé completamente
                        convencido cuando al concluir de dictar el buen viejo noté qué poca
                        diferencia había entre sus palabras y las de mi borrador.</p>
                    <p>De propósito le enseñé mi trabajo al empleado.</p>
                    <p><said>—¿Y por qué no pusiste eso ahí, muchacho? Es casi lo mismo que acabo de
                            dictarte.</said></p>
                    <p>A mi tío se le enrojecieron las orejas.</p>
                    <p><said>—Mi tío me ha dicho que no estaba bien</said> —contesté.</p>
                    <p><said>—Oh, pues está perfectamente</said> —aseguró el oficial.</p>
                    <p><said>—Estaba tan ocupado...</said> —excusóse mi tío—, <said>que no pude
                            fijarme... mas, me alegro que mi sobrino haya aprovechado las
                            instrucciones que le he dado.</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, ¿es sobrino vuestro este muchacho?, ¿pues entonces también será
                            pariente de don Genaro?</said> —preguntó el oficial.</p>
                    <p>Y sin aguardar contestación, me dio unas cuantas palmaditas en la cabeza,
                        otras tantas en la espalda, me acarició la barba, y añadió:</p>
                    <p><said>—Pues mira, chiquitín, agárrate a los faldones de la levita de don
                            Genaro y no te separes de él; ya yo tengo experiencia y puedo darte
                            consejos. ¿Algún día te acordarás de este pobre viejo que te acaba de
                            sacar de un apuro? ¿No serás ingrato con él, verdad?</said></p>
                    <p><said>—Oh, sí, me acordaré de usted</said> —le repliqué, riendo de buena gana
                        de su ocurrencia.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XII.</head>
                    <head>Un informe importantísimo</head>
                    <p>Poco después que hubieron salido el señor oficial y su escribiente, entró don
                        Genaro.</p>
                    <p>Mi tío se puso de pie respetuosamente; y yo le imité.</p>
                    <p><said>—¡Eh!</said> —exclamó don Genaro reparándome—, <said>¿ya tenemos por
                            aquí este buen pollo?, ¡bien, hombre, bien! Sentaos, sentaos, mis
                            queridos primos: aquí estamos solos y como en familia.</said></p>
                    <p>Nunca había visto tan amable a don Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Hombre, Vicente!</said> —dijo haciendo unos gestos de profundo
                        desagrado—, <said> ¿sabes que estás muy mal aquí? Este cuarto tan oscuro,
                            tan lleno de papeles... Es preciso que lo reformemos todo poco a poco,
                            ¡eh! Por ahora lo que conviene es que se comunique fácilmente esta
                            oficina con la mía. ¿Cómo lo haremos? ¡Ah! ¡Ya caigo!, pondremos por
                            aquella esquina una escalerilla de espiral. Qué tal, ¿no os parece
                            bien?</said></p>
                    <p>Mi tío gozaba con el honor que le dispensaba su buen primo aproximándolo aún
                        más a él.</p>
                    <p>Don Genaro prosiguió:</p>
                    <p><said>—Los asuntos de este despacho están íntimamente relacionados con los
                            del mío. Hace mucho tiempo que debiera haberse practicado esto; pero yo
                            le tenía aversión a aquel ogro de don Benigno, ¿eh?, por eso cada vez
                            que lo intentaba me arrepentía. Ahora es diferente, están ustedes aquí,
                            mis buenos parientes, que me ayudarán mucho. Así facilitaremos nuestro
                            trabajo.</said></p>
                    <p><said>—¿Y cuándo comenzará esa obra?</said> —preguntó mi tío,</p>
                    <p><said>—¡Eh!, desde mañana; pero yo no soy hombre que me duermo para estas
                            cosas</said> —dijo don Genaro moviendo con ligereza los brazos como para
                        acreditar su actividad—. <said>¿Qué digo desde mañana? Ahora mismo. Mira,
                            muchacho</said> —añadió dirigiéndose a mí—, <said>tráete acá sin pérdida
                            de tiempo ese carpintero que vive aquí a la vuelta.</said></p>
                    <p>Yo, que también quería dármelas de activo, como si me hubiera pegado la
                        enfermedad don Genaro llegué casi sin aliento a la carpintería y me traje al
                        obrero, a galope tendido.</p>
                    <p><said>—Una vez que llegamos a la oficina, don Genaro explicó la obra que
                            intentaba emprender al carpintero; y éste, después de tomar sus medidas
                            y echar sus cálculos, púsose las manos en la cintura, movió la cabeza y
                            silbó una canción; todo para darnos a entender que le ocurría una
                            dificultad grave.</said></p>
                    <p><said>—¿Qué hay?</said> —le preguntó don Genaro.</p>
                    <p><said>—Que el techo es un poco viejo ya y al abrir el hueco para afirmar la
                            escalera puede venirse abajo.</said></p>
                    <p><said>—¿Hay que tumbar el techo?, ¡eso es lo de menos! Échelo usted abajo y
                            no repare precio, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—No, no tanto; se le puede reforzar de este lado y de este otro</said>
                        — decía el artesano señalando el techo.</p>
                    <p><said>—Corriente, tráigase mañana el presupuesto que ya nos
                            arreglaremos</said> —contestó don Genaro.</p>
                    <p><said>—No lo necesito; puedo calcularlo al momento.</said></p>
                    <p>Don Genaro se llevó a un rincón al carpintero y no pude oír lo que siguieron
                        hablando; pero sí veía los gestos que hacía el digno jefe para convencer al
                        operario.</p>
                    <p><said>—No, no, señor</said> —oí exclamar una vez al carpintero—, <said>yo no
                            soy hombre de ésos.</said></p>
                    <p><said>—¿Y qué teme usted?</said> —replicaba dulcemente don Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Yo? a nada, ni a nadie, gracias a Dios, porque he sido siempre un
                            hombre honrado; pero no quiero entrar en enredos con la justicia, no hay
                            cosa a que tenga yo más temor que a la justicia, francamente.</said></p>
                    <p>Don Genaro fingió reír y en tono zalamero prosiguió:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿cree usted que fuera yo a comprometerme también?</said></p>
                    <p>Volvieron luego a continuar ambos la conversación en voz baja. El obrero,
                        después de algunas vacilaciones, aceptó y se retiró con el semblante tan
                        descompuesto que no podía adivinarse si iba contento o triste el
                        infeliz.</p>
                    <p><said>—Qué babieca ése</said> —nos dijo don Genaro, señalándonos hacia la
                        puerta que acababa de trasponer el obrero—, <said>¡qué poco entiende el
                            pobre de lo que es la vida!, ¿eh?</said></p>
                    <p>Yo me hallaba algo inquieto y creo que no lo estaba menos mi tío.</p>
                    <p><said>—Ahora les toca a ustedes</said> —añadió don Genaro—; <said>desde
                            mañana comenzarán a redactar un informe al ministerio de ultramar,
                            haciendo ver, en el exordio o introducción, lo conveniente que es la
                            rápida y segura comunicación entre las diversas dependencias del estado,
                            y mucho más cuando éstas guardan entre sí estrecha relación por la
                            índole de sus asuntos. Por este tema diréis cuanto se os ocurra, pero
                            con todo estilo galano, florido y castizo; esto da mucho realce a los
                            informes. Enseguida continuaréis detallando los motivos por qué creéis
                            necesario que esta oficina y la mía deben de comunicarse. Eso sí, debéis
                            poner cuidado de explicar cómo se hallan situados ambos departamentos,
                            no sea cosa se vayan allá a suponer que se trata de construir algún
                            puente, calzada, vía férrea, túnel, acueducto o cualquiera otra clase de
                            obra por el estilo y nombren ingenieros inspectores, que entonces sí que
                            nos embromamos, Vicente, nos embromamos, ¿eh? Y concluiréis aconsejando
                            respetuosamente que, en vuestro concepto, el medio de comunicación más
                            adecuado es una escalerilla, de una docena de escalones, a lo sumo, cuya
                            colocación está presupuestada..., ya, ya me encargaré yo de comprobarlo.
                            ¿Estáis enterados?</said></p>
                    <p>¡Pues vaya que sí lo estábamos! Eso no tenía que preguntarlo el bueno de don
                        Genaro. Mi tío, por su parte estaba, ¡bendito sea Dios!, tan contento, tan
                        contento de que a una obra suya se le dispensara el honor del viaje a través
                        del Atlántico por cuenta del estado, ¡y luego que siguiera empaquetada
                        viajando en ferrocarril hasta Madrid!, que no podía estarlo más.</p>
                    <p>Don Genaro prosiguió:</p>
                    <p><said>—Tan luego como esté redactado ese informe me lo enseñaréis para
                            corregirlo y marcaros los trámites que deberá seguir.</said></p>
                    <p>No bien se hubo marchado del despacho don Genaro, que puso mi tío manos a la
                        obra de redactar el informa acerca del trascendental asunto de la colocación
                        de la escalerilla.</p>
                    <p><said>—¡Ea!, sobrino</said> —exclamó arrojándome un montón de expedientes—,
                            <said> encárgate tú de eso, que voy a principiar el informe.</said></p>
                    <p><said>—Tío</said> —replíquele con objeto de desviar aquel aluvión de papeles
                        que me venía encima—, <said>tiene usted tiempo; el correo no sale hasta el
                            quince y hoy estamos a dos.</said></p>
                    <p><said>—¡Por vida de Cristo!, ¿si creerá este zopenco que redactar un informe
                            de esta naturaleza e importancia nada menos que para el ministerio de
                            ultramar, donde hay cada literatazo, es como robarle bellotas y castañas
                            al tío Lorenzo?</said></p>
                    <p>No tuve pues otro remedio que resignarme a despachar todos aquellos
                        mamotretos, sin más lección ni práctica que la que había podido adquirir en
                        pocas horas, mientras mi tío acometía la empresa de escribir el informe.</p>
                    <p>Por cierto que pasaba el pobre apuros indecibles a pesar de sus entusiastas
                        esfuerzos. No hacía otra cosa que tapar rabiosamente con rayas de tinta,
                        palabra por palabra, cuantas iba escribiendo. Ya se llevaba rayados muchos
                        pliegos y en vano se buscaría en ellos una sola palabra sin su
                        correspondiente tacha. Miraba la punta de la pluma, la cambiaba con
                        frecuencia, se mordía las uñas, echaba tinta y más tinta al tintero, se
                        paseaba, bufaba... Y cuando sonaron las cuatro estaba sofocadísimo. Sólo
                        había conseguido escribir dos o tres renglones, los cuales me leyó, y no
                        quedando satisfecho, después de esta lectura, estrujó con cólera el pliego,
                        lo arrojó al suelo, y lo pateó. Estaba sumamente contrariado.</p>
                    <p>Y su mal humor se acrecentó cuando le dije que ya había adquirido tal
                        facilidad en despachar los asuntos, con la simple lección que me dio el
                        oficial, que ya tenía listos todos los de aquel día y gran parte de los del
                        día siguiente.</p>
                    <p>Al llegar a nuestra buhardilla del León Nacional colocó mi tío la mesa de
                        modo que recibiera por completo los pocos reflejos de aquella lívida
                        claridad que penetraba por la desvencijada ventana; tomó luego un par de
                        plumas, papel y tinta; sentóse cómodamente y de nuevo comenzó a escribir el
                        informe.</p>
                    <p>No bien se hubo marchado del despacho don Genaro, que puso mi tío manos a la
                        obra de redactar el informe acerca del trascendental asunto de la colocación
                        de la escalerilla.</p>
                    <p><said>—¡Ea!, sobrino</said> —exclamó arrojándome un montón de expedientes—,
                            <said>encárgate tú de eso, que voy a principiar el informe.</said></p>
                    <p><said>—Tío</said> —replíquele con objeto de desviar aquel aluvión de papeles
                        que me venía encima—, <said>tiene usted tiempo; el correo no sale hasta el
                            quince y hoy estamos a dos.</said></p>
                    <p><said>—¡Por vida de Cristo!, ¿si creerá este zopenco que redactar un informe
                            de esta naturaleza e importancia nada menos que para el ministerio de
                            ultramar, donde hay cada literatazo, es como robarle bellotas y castañas
                            al tío Lorenzo?</said></p>
                    <p>No tuve pues otro remedio que resignarme a despachar todos aquellos
                        mamotretos, sin más lección ni práctica que la que había podido adquirir en
                        pocas horas, mientras mi tío acometía la empresa de escribir el informe.</p>
                    <p>Por cierto que pasaba el pobre apuros indecibles a pesar de sus entusiastas
                        esfuerzos. No hacía otra cosa que tapar rabiosamente con rayas de tinta,
                        palabra por palabra, cuantas iba escribiendo. Ya se llevaba rayados muchos
                        pliegos y en vano se buscaría en ellos una sola palabra sin su
                        correspondiente tacha. Miraba la punta de la pluma, la cambiaba con
                        frecuencia, se mordía las uñas, echaba tinta y más tinta al tintero, se
                        paseaba, bufaba... Y cuando sonaron las cuatro estaba sofocadísimo. Sólo
                        había conseguido escribir dos o tres renglones, los cuales me leyó, y no
                        quedando satisfecho, después de esta lectura, estrujó con cólera el pliego,
                        lo arrojó al suelo, y lo pateó. Estaba sumamente contrariado.</p>
                    <p>Y su mal humor se acrecentó cuando le dije que ya había adquirido tal
                        facilidad en despachar los asuntos, con la simple lección que me dio el
                        oficial, que ya tenía listos todos los de aquel día y gran parte de los del
                        día siguiente.</p>
                    <p>Al llegar a nuestra buhardilla del León Nacional colocó mi tío la mesa de
                        modo que recibiera por completo los pocos reflejos de aquella lívida
                        claridad que penetraba por la desvencijada ventana; tomó luego un par de
                        plumas, papel y tinta; sentóse cómodamente y de nuevo comenzó a escribir el
                        informe.</p>
                    <p>Aquella tarde estuvo muy preocupado, comió a la carrera y después de
                        comprarse un par de excelentes bujías se encerró en la buhardilla. Cuando de
                        vuelta de paseo volví a ella para acostarme, encontróme a mi tío pluma en
                        mano. No puedo decir si se pasó en claro toda la noche, pero sí sé que
                        estuvo, sin duda, hasta que una tras otra se le consumieron las bujías que
                        había comprado; pues apenas dejaban asomar sus carbonizados pabilos por el
                        gollete de las botellas que les servían de candeleros.</p>
                    <p>Por fin, al cabo de unos seis o siete días, y con mi humilde ayuda, quedó el
                        informe a gusto de mi tío. Empeñóse en escribirlo en limpio de su puño y
                        letra, cuidando de no cometer faltas de ortografía de la trascendencia de la
                        que días pasados le indicó don Genaro, al cual presentó el trabajo, luego de
                        concluido.</p>
                    <p>Leyólo don Genaro con suma atención, haciendo como que marcaba algunos
                        acentos y variaba letras; pero todo con la pluma completamente seca, porque
                        como no estaba muy fuerte él mismo en cuestiones de ortografía, se guardaba
                        mucho de enmendarle la plana a nadie de modo que luego pudieran enmendársela
                        a él.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIII.</head>
                    <head>Tramitación del excelente informe</head>
                    <p><said>—¡Que el diablo cargue conmigo si sé lo que me ha pasado,
                            sobrino!</said> —exclamó un día mi tío al entrar en el despacho.</p>
                    <p>Había ido a llevar el informe y volvía sofocadísimo. Se había perdido en
                        aquel laberinto de oficinas. Ya le era de todo punto imposible atinar el
                        número y el orden de los negociados, a que había llevado el informe. Primero
                        al señor subinspector, luego al señor inspector que se enteró minuciosamente
                        del sistema de comunicación de la oficina de don Genaro y la nuestra, luego,
                        volvió atrás y un señor le cortó una punta al informe, más allá otro le hizo
                        un agujero, después lo cosieron con otros papeles, lo enrollaron, lo
                        copiaron, lo asentaron en cuatro o seis registros... en una palabra, fueron
                        tales los trámites y lugares en que anduvo mi tío a cuestas con su informe,
                        que se mareó y no atinó con la puerta de salida. Andaba por las oficinas
                        como un pájaro aturdido. Cuando creía salir a un corredor hallábase con un
                        pequeño cuarto sin salida y tenía que volver pie atrás saludando muy
                        amoscado y balbuceando excusas. Algunos empleados de buen humor le gritaban
                        para desorientarlo: ¡por aquí!, ¡por allí!, ¡a la derecha!, ¡a la
                        izquierda!, y tras esto burlas, risas y chanzonetas que aumentaban la
                        turbación de mi tío. Y mientras más vueltas y revueltas daba, más crecía la
                        chacota de los otros. Por fin, sin saber cómo, dio de manos a boca con
                        nuestra oficina, donde llegó pronunciando aquellas palabras.</p>
                    <p><said>—¿Y qué le ha pasado a usted, tío?</said> —le pregunté.</p>
                    <p><said>—No me digas nada, sobrino</said> —replico, secándose el sudor que en
                        abundancia le corría por el rostro—, <said>otro día que haya otro informe de
                            esos que nos ha prometido don Genaro, vienes tú conmigo y diremos a
                            Juan, que sabe andar por todos estos rincones, que nos acompañe. Yo me
                            eché a reír de buena gana.</said></p>
                    <p><said>—¿Te ríes?, ¿pues cuánto aventuramos a que si vamos los dos solos por
                            esas oficinas de Dios nos perdemos, sobrino, nos perdemos sin remedio?
                            ¿No has visto el mapa que tiene colgado don Genaro en su
                            despacho?</said></p>
                    <p><said>—No he reparado.</said></p>
                    <p><said>—Pues, sí, hombre, en ese mapa están dibujadas todas las oficinas, sus
                            nombres, y el camino que hay para llegar a ellas. Es que también don
                            Genaro tiene miedo de que no encuentren el camino los jefes que le
                            llegan recomendados y se pongan a andar por ahí tan azorados como
                            yo.</said></p>
                    <p>Al fin, tramitando informes hubimos de conocer prácticamente el camino de los
                        diferentes negociados y nos fuimos familiarizando, a la vez, con nuestros
                        compañeros de trabajo.</p>
                    <p>Nuestra situación se iba normalizando. Las obligaciones del destino las
                        llenábamos cumplidamente: aquel trabajo de don Benigno tan abrumador y
                        difícil despachábalo mi tío en un dos por tres. Cobraba sueldo; trabajaba
                        poco y estaba muy contento. El cuchitril del León Nacional iba variando por
                        su parte interior: el mundo había desaparecido y lo sustituía un buen
                        escaparate de caoba; ya las bujías no se encajaban en botellas vacías, sino
                        en plateados candeleros. No comíamos reunidos con los demás huéspedes sino
                        en una fonda de las más afamadas. González, el dueño del León Nacional, se
                        quitaba la gorra cada vez que nos veía pasar. Y a Domingo le daba mucha pena
                        recordar que se había atrevido a abrazar a mi tío en mitad de la calle.</p>
                    <p>Don Vicente Cuevas, como ya le llamaban todos, iba despojándose de la timidez
                        y encogimiento que en principio había tenido. La visita diaria de las
                        oficinas y el frecuente trato con los compañeros contribuían a darle
                        confianza en sí mismo y desenvoltura para con el prójimo.</p>
                    <p>Ya no era para nosotros un suplicio atravesar los múltiples salones de las
                        oficinas en donde divisábamos antes tanta cara irónica y extraña. El hábito
                        de vernos todos los días los nuevos a los viejos y los viejos a los nuevos,
                        estableció primero cierta indiferencia, y luego completa intimidad.</p>
                    <p>Nos divertíamos sobremanera con las ocurrencias de cuatro o cinco chistosos,
                        que siempre los hay donde se reúne alguna gente, así es que, en ocasiones,
                        aguardábamos con suma impaciencia la hora de ir a nuestro despacho. Pero mi
                        tío también la aguardaba porque le gustaba ver halagada su vanidad. Sabíase
                        ya que era primo de don Genaro, que ambos mantenían estrechas e íntimas
                        relaciones, las cuales, con el tiempo, debían ser de importancia suma, y
                        esto bastó para que se creara en derredor suyo una turba de adulones que
                        peleaban por complacerle y no escatimaban ocasión de alabarle. Habían
                        conocido su lado flaco que era, ¡cosa rara!, el de creerse un gran literato
                        y un purista de primer orden, por lo cual se le llamaba a menudo para que
                        decidiese las polémicas acaloradas que entre ellos se suscitaban acerca del
                        modo de escribir una frase o una palabra.</p>
                    <p>Nada obstaba que mi tío no supiese escribir cuatro renglones sin cometer ocho
                        faltas de ortografía, porque tenía la astucia de fingir una modestia que
                        ocultaba su incapacidad. Por esto, cuando se le nombraba juez en tal clase
                        de discusiones, protestaba que no era ninguna autoridad en la materia y que
                        por consiguiente debía recurrirse a quien únicamente estaba llamado a
                        decidir toda la cuestión.</p>
                    <p>Y diciendo así, sacaba un pequeño diccionario, que siempre llevaba metido en
                        los faldones de la levita, buscaba la palabra, y aunque diese con otra de
                        pronunciación parecida y ortografía distinta, la señalaba:</p>
                    <p><said>—¡Hela ahí!</said> —exclamaba con aire triunfal y convencido.</p>
                    <p>No dejaban de pulular por allí otros que también se las daban de literatos
                        consumados. Sobre todo había tres que no acataban la autoridad de mi tío ni
                        la del asendereado diccionario, lo cual motivaba muchas veces, que se
                        dividiera la opinión del auditorio en dos bandos. Unos tenían por ídolo o
                        santón a mi tío; otros, a aquellas tres arrinconadas notabilidades. Las
                        disputas eran sañudas e interminables.</p>
                    <p>Mi tío citaba, viniera o no a cuento, al Arcipreste de Hita, Raimundo Lulio,
                        Feijoo, Hurtado de Mendoza, Jorge Pitillas, Malón de Chaide, el padre
                        Sigüenza, y ellos por su parte, le apostaban ciento contra uno a que él no
                        sabría lo que eran yambos, pirriquios, espondeos y estrambotes, con todo lo
                        cual conseguían dejarse bizcos mutuamente y contar por turno vergonzosas
                        palinodias.</p>
                    <p>El bando literario de los tres era más numeroso que el de mi tío, lo cual
                        tenía una explicación muy lógica. Mi tío se contentaba con sus teorías,
                        mientras que ellos hacían versos, historias y hasta sainetes y comedias cuyo
                        argumento era siempre alguna ocurrencia sucedida en las oficinas. Obras
                        todas que eran pulidas, limadas o refundidas a gusto de cada uno de los tres
                        maestros, los cuales, con este motivo, armaban cada pelotera que terminaba
                        por dejarlos peleados hasta negarse el habla y el saludo durante cinco o
                        seis días.</p>
                    <p>Pero mi tío logró derrotar definitivamente a sus contrarios una vez que éstos
                        se rebelaron contra la autoridad del diccionario. Fue con motivo de un
                        sainete que dividió el más aventajado de aquellos tres maestrazos, en <seg
                            rend="italic">dos aptos</seg>. Y mi tío, metiendo arrebatadamente la
                        mano en los faldones de la levita, sacó el pequeño diccionario y les probó
                        que no eran <seg rend="italic">aptos</seg> sino <seg rend="italic"
                            >actos</seg> los que dividían todos los sainetes habidos y por
                        haber.</p>
                    <p>Obtuvo tanto fruto con esta victoria y se elevó tanto en concepto de todos, y
                        a la par se hizo su sabiduría tan notoria, que a cada momento se citaban
                        frases dichas por él, aunque no fuesen suyas, y se les añadía
                        invariablemente la muletilla de: <said>«Según dice don Vicente
                            Cuevas»</said>.</p>
                    <p>Mas otra cosa contribuyó a extender la fama de mi tío, y eran las
                        celebraciones de don Genaro cada vez que leía un informe. Precisa advertir
                        que mi tío se pasaba la vida informando al ministro de ultramar las reformas
                        que por aquí se creían indispensables para el mejoramiento de las atenciones
                        propias del cargo que desempeñaba: todo bajo la dirección de don Genaro.</p>
                    <p>Por lo pronto, sabíamos ya casi de cierto que nuestra oficina iba a variar
                        por completo de aspecto. Los desvencijados armatostes de madera, donde se
                        hallaban mal colocados los expedientes, iban a ser sustituidos por elegantes
                        armarios. La mesa manchada y vieja y las sillas cojas y hundidas, serían
                        relevadas por otras más modernas y de mayor número. Pensábase establecer dos
                        dependencias, con sus correspondientes haberes, al frente de las cuales
                        quedaríamos un cuñado de don Genaro y yo.</p>
                    <p>Don Genaro se entusiasmaba con su magnífico plan.</p>
                    <p><said>—Ya verán ustedes</said> —nos decía—, <said>esto tendrá un aspecto más
                            decente, ¿eh?, desocuparemos un departamento que hay al fondo de éste,
                            abriremos cierta puertecilla oculta, de que tengo noticias exactas, y
                            tendremos dos piezas, una para Vicente y la otra para su sobrino Manuel
                            Cuevas y un cuñado mío, ¿qué os parece?</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, ¡muy bien, excelente!</said> —replicaba mi tío.</p>
                    <p><said>—Después, la escalerilla del espiral abreviará la distancia entre esta
                            oficina y la mía. De este lado pondremos los bancos en que se deben
                            sentar los que lleguen a esperar su turno, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—¿Y vendrá mucha gente?</said> —preguntaba con candidez fingida mi
                        tío.</p>
                    <p><said>—Pues claro está</said> —respondía don Genaro—, <said>hoy no vienen
                            porque la verdad, el aspecto de esto, lejos de atraer, ahuyenta: además,
                            todo se halla durmiendo ahí, es preciso mayor movimiento, mayor
                            actividad. ¡Ya verán ustedes en cuanto el señor ministro apruebe mi
                            plan! ¡Es asunto de dos semanas variarlo todo por completo!</said></p>
                    <p><said>—¿Y lo aprobará el señor ministro?</said></p>
                    <p><said>—Indudablemente; además de estar bien redactados los informes y llevar
                            grande acopio de razones y argumentos, tengo en Madrid personas cuya
                            influencia jamás ha defraudado mis esperanzas.</said></p>
                    <p>Después prosiguió don Genaro su conversación, dándole tales giros y rodeos,
                        que aunque claramente no le entendíamos, quedamos un tanto alarmados.</p>
                    <p>Cuando salió de nuestro despacho, hubo de decirme mi tío moviendo a un lado y
                        otro la cabeza en señal de desaliento y duda:</p>
                    <p><said>—Quiera Dios, sobrino, que este hombre no nos esté metiendo en enredos
                            que nos cuesten muy caro cualquier día.</said></p>
                    <p><said>—Hace tiempo que pienso lo mismo</said> —le repliqué.</p>
                    <p><said>—Sencillamente una cosa: no admitáis ni un solo centavo más de lo que
                            os pueda corresponder por sueldo.</said></p>
                    <p><said>—Él llama a eso buscas; y dice que aquí son esas cosas muy
                            corrientes.</said></p>
                    <p><said>—No le hace. Puede ser que don Genaro nos esté tendiendo un lazo para
                            probar nuestra honradez.</said></p>
                    <p><said>—No se me había ocurrido eso; es verdad que tampoco puede ser. Algunos
                            días después entró don Genaro en la oficina, diciéndonos que por cartas
                            particulares se le avisaba que el primer informe vendría por el próximo
                            correo. Y le extrañó sobremanera que no diésemos muestras del mayor
                            contento al recibir su noticia.</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!</said> —exclamó—, <said>¿parece que os importa poco?</said></p>
                    <p>Mi tío y yo cambiamos una mirada.</p>
                    <p>Don Genaro lo notó y quedó muy contrariado.</p>
                    <p><said>—¿Y a qué vienen esas mímicas?</said> —preguntó.</p>
                    <p><said>—... Yo le decía a mi sobrino...</said> —balbuceó mi tío—, <said>que me
                            parecía mejor se devolviera lo que sobrase del costo de la obra..., que
                            no deseo comprometerme... Si eso se averigua...</said></p>
                    <p><said>—¡Comprometerte...! ¡averiguar...!, ¿esas tenemos? Pues mira, primo, te
                            creía un poco más listo, mas ahora comprendo que era favorecerte
                            demasiado</said> —interrumpió don Genaro haciendo despreciativos gestos
                        mientras hablaba.</p>
                    <p>Mi tío no sabía qué contestar; don Genaro notó su indecisión.</p>
                    <p><said>—Con esos escrúpulos, desde ahora te digo que poco o ningún provecho
                            sacarás... y sobre todo que estorbas, estorbas ...</said></p>
                    <p>Reinó profundo silencio.</p>
                    <p>Don Genaro se paseaba, haciendo gestos de contenida cólera, de un lado a otro
                        del despacho.</p>
                    <p>Por fin, variando la expresión de su semblante y fingiendo buen humor, se
                        llegó riendo al lado de mi tío, y poniéndole ambas manos en los hombros y
                        los ojos muy cerca del rostro, como si intentase fascinarle, le dijo:</p>
                    <p><said>—Mira primo, es preciso dejar la vergüenza en Cádiz.</said></p>
                    <p>Mi tío se estremeció.</p>
                    <p><said>—No hay más: eso, o te marchas; porque te repito que estorbas</said> —
                        exclamó don Genaro volviendo a tomar su altanero tono.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, no perdamos tiempo, ¿aceptas?, sí o no, sin
                        condiciones.</said></p>
                    <p>Me sentí impulsado a contestar por mi tío:</p>
                    <p><said>—No; jamás.</said></p>
                    <p>Pero él asintió inclinando ligeramente la cabeza.</p>
                    <p>Don Genaro le sacudió por un brazo y en tono jovial le aseguró:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, Vicente, eres todo un hombre; te vuelvo a decir que harás
                            fortuna.</said></p>
                    <p>Éste fue el verdadero instante en que quedamos definitivamente admitidos en
                        la oficina y bajo la poderosa protección del excelentísimo e ilustradísimo
                        señor don Genaro de los Dées.</p>
                    <p>Ya podíamos navegar a la buena de Dios sin estorbar allí a nadie. Desde
                        entonces fueron amigos inseparables don Genaro y mi tío, dentro de la
                        oficina y en toda reunión donde no había personajes de alta categoría, que
                        entonces, al codearse con los aristócratas de título y de dinero, parecía
                        perder don Genaro la memoria y la vista, pues no recordaba que existía mi
                        tío, y aunque le viera no lo saludaba.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIV.</head>
                    <head>Mi tío huelga y yo trabajo</head>
                    <p><said>—Dos y dos son cinco y cinco doce y tres diecisiete...</said></p>
                    <p>Así sumaba mi tío con los dedos los gastos de la colocación de la
                        escalerilla, que facilitaba la comunicación entre nuestra oficina y la de
                        don Genaro.</p>
                    <p>Tardó no poco aquel dichoso informe hecho con motivo de la tal obra; pero al
                        fin volvió de Madrid grueso, flamante y crecido como si el viaje le hubiera
                        sido saludable. Los doce pliegos de que constaba se habían aumentado hasta
                        cincuenta, por lo menos, y era de verse lo contento que estaba mi tío al
                        considerar cuántos pares de ojos habría recorrido aquellos renglones de
                        letras trazadas de su mismísimo puño. No quedó menos satisfecho de su obra
                        don Genaro luego que vio la escalerilla colocada como él quiso.</p>
                    <p><said>—Ya tenemos dado el primer paso, ¿eh?; en los correos sucesivos irán
                            llegando los demás informes con la concesión de cuanto en ellos se pide.
                            En el primer correo habrá de llegar uno importantísimo</said> — decía
                        don Genaro casi desollándose las manos al frotárselas de gusto. En tanto yo
                        observaba con pesar ¡a notable variación que iba presentando el carácter de
                        mi tío. Desde que don Genaro le explicó los medios de que se valdrían para
                        no comprometerse en ningún caso, se tranquilizó por completo y sólo pensó en
                        complacer a su avisado protector. Esto nada podía costarle y no obedecerle
                        sería perder mucho. Diose por completo a la holganza. Ya no se ocupaba
                        siquiera ni de mirar los expedientes; todo el despacho me lo confiaba, y él,
                        durante las horas de oficina, se entregaba a la lectura de las novelas de
                        Paul de Kock, en su sentir, el primer escritor del mundo.</p>
                    <p><said>—No hay dos Paul de Kock</said> —decía—, <said>no hay escritor más
                            sublime, ¡cuidado que es difícil ser chistoso!</said></p>
                    <p>Y a menudo se desternillaba de risa con los obscenos pasajes de su autor
                        favorito.</p>
                    <p>Tomóse más altanero, más presuntuoso: incomodábase conmigo a la menor
                        objeción que le hiciera. Ya no me trataba como pariente copartícipe de su
                        destino, sino como un dependiente suyo. Me comisionaba asuntos de índole
                        distinta a los de la oficina, pretextando que con esto aprendería mucho y me
                        iría avispando.</p>
                    <p>Si por no hacer el papel de tonto, de ignorante, o lo que es peor, si por no
                        comprometerse, rehusaba encargarme de cualquier negocio: —¡Pues estamos
                        frescos!, ¿y qué piensas, tonto?, ¿crees por ventura que así adelantarás
                        algo? —exclamaba.</p>
                    <p>A veces me mandaba que indagase ciertas cosas que él se guardaba muy bien de
                        preguntar.</p>
                    <p><said>—Pero, tío, ¡vea usted que puede comprometerme!</said> —le
                        advertía.</p>
                    <p><said>—¡No, hombre!</said> —replicaba él en tono zalamero—, <said>como eres
                            casi un niño, hará gracia tu pregunta, mientras que si la hago yo, con
                            estas barbas tan grandes, podría pillarme una paliza.</said></p>
                    <p>Otras veces me comisionaba para que buscase en los archivos públicos algunos
                        datos que no podían facilitarse a nadie impunemente; de suerte que en no
                        pocas ocasiones, se quedaban registrándome de arriba abajo con la vista los
                        archiveros y, moviendo alarmados la cabeza, me contestaban:</p>
                    <p><said>—¿Está usted loco?, ¿quiere usted que nos echen a los dos a
                            presidio?</said></p>
                    <p>Con frecuencia me exigía que me estuviese esperando en el punto que a él se
                        le antojase a cualquiera persona hasta tanto que ésta llegara para
                        entregarle o pedirle algún documento que nadie, ni aun yo mismo podía
                        examinar. Unos días tenía que aguardar poco, otros me los pasaba enteros
                        aguardando para volver al mismo punto, y a la misma espera, el día
                        siguiente.</p>
                    <p>Bastantes malos ratos pasé. Los peores me los hizo pasar un señor marqués que
                        vivía en una casa muy grande y al cual tenía a menudo que ver no sé por qué
                        dase de negociaciones que había hecho con don Genaro y mi tío sobre bienes
                        embargados, abasto de un batallón y títulos de la deuda de! estado. Casi
                        nunca lo encontraba en casa. Y cuando tenía la buena fortuna de hallarlo
                        siempre estaba comiendo, almorzando, bañándose o afeitándose, el bendito
                        señor. Además de esto tenía un portero gruñón y desatento, como es de
                        rigor.</p>
                    <p><said>—¿Está en casa el señor marqués?</said> —le preguntaba yo.</p>
                    <p><said>—¿Tengo acaso ojos que ven por entre paredes?</said> —respondía.</p>
                    <p><said>—Podré aguardar aquí a que salga o entre el señor marqués.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, lo que es eso, sí, señor; y también puede cansarse
                        usted.</said></p>
                    <p><said>—¿Por qué?</said></p>
                    <p><said>—Porque supongo que no traerá usted el catre para dormir</said> —me
                        replicaba con sorna.</p>
                    <p><said>—Es verdad; pero usted tendrá la bondad de proporcionarme un asiento
                            hasta tanto que...</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, ¿yo?, tararin, tan tin, tarirara...</said></p>
                    <p>Y se ponía a silbar la muñeira.</p>
                    <p><said>—Aquí no hay más silla que esta en que estoy sentado y ésa, ¿sabe
                            usted?, no se la doy a Dios que venga a pedírmela.</said></p>
                    <p><said>—Pero...</said></p>
                    <p><said>—Ah, pero usted podrá paseare por la calle que es del rey, y por el
                            patio, y por el zaguán; eso sí, se limpia usted el calzado en aquella
                            alfombrilla para no enfangar nada, ¿sabe usted?</said></p>
                    <p>De este modo tenía que estar luchando siempre para lograr ver, al cabo de
                        algunos días, al señor marqués.</p>
                    <p>Y a pesar de cuanto me afanaba por complacer a mi tío, no me daba éste ni una
                        sola peseta. Su modelo en todo era don Genaro y le imitaba a maravilla. Me
                        decía que con la barriga llena, ropa, zapatos, ser sobrino de él y primo del
                        ilustrísimo don Genaro, ya me podía dar con un canto en el pecho; que no
                        tuviera ambiciones y me quedara en el lugar que me correspondía, que él
                        siempre velaría por mí. Si alguno de los negocios en que yo había trabajado
                        llegaba a producir algo para todos, a la menor objeción que hiciera el
                        interesado sobre el precio, era la parte que me correspondía la que al punto
                        se sacrificaba; y tras de la mía, la de mi tío. Don Genaro no sacrificaba la
                        suya por nada, ni por nadie.</p>
                    <p>Así estaba dirigida la tarea: para mi el trabajo más expuesto y rudo, para mi
                        tío la satisfacción y la holganza y para don Genaro las ganancias todas.
                        ¡País de pillos!</p>
                    <p><said>—Dos y dos son cinco y cinco doce...</said></p>
                    <p>De sumar cuentas de gastos por este nuevo sistema era de lo único que tenía
                        que ocuparse mi tío. Y don Genaro sin más averiguaciones cargaba con todo el
                        resultado.</p>
                    <p>Después quien andaba recogiendo de oficina en oficina rúbricas, firmas,
                        medias firmas, intervenciones, vistobuenos, timbres, sellos, notas,
                        presentaciones, copias, certificados y todos los demás requisitos, era
                        yo.</p>
                    <p>Un empleado muy grueso era el primero a quien tenía que dirigirme para que
                        timbrase los pliegos y rectificase las sumas de los informes y nóminas. En
                        esto consistía toda la ciencia de su cargo. ¡Y cuánto trabajo le costaba al
                        pobre! Siempre le encontraba sentado en un sillón de mimbres, frente a una
                        ventanilla por la cual penetraba deliciosa frescura, en chanclos, con el
                        chaleco desabotonado, sin levita y con uno o dos pañuelos atados alrededor
                        del cuello.</p>
                    <p><said>—Hágame el obsequio de llegarse hasta aquí</said> —me decía al notar
                        que le traía algún informe.</p>
                    <p>Yo se lo entregaba.</p>
                    <p>Y él, pasando sus ojos enrojecidos de sueño por las columnas llenas de
                        números, murmuraba:</p>
                    <p><said>—Hum, hum, hum.</said></p>
                    <p>Quejábase como si le causase dolores reumáticos el moverse, extendía la mano
                        y cogía el timbre o me mandaba a mí que timbrase el informe.</p>
                    <p>Cuando me retiraba oía crujir tras de mí el sillón de mimbres: era el
                        empleado que había vuelto a recobrar su cómoda posición agobiado por los
                        esfuerzos supremos que le había costado el incorporarse.</p>
                    <p>En las demás oficinas me acontecían escenas parecidas. Unas veces estaban
                        tertuliando los encargados de ellas y para no interrumpir su conversación me
                        dejaban plantado horas enteras; otras, era necesario irlos a buscar al
                        extremo opuesto; otras, no habían ido aquel día a la oficina y sus
                        compañeros se encargaban de excusarles y hacerme volver al día siguiente,
                        para que los jefes no notaran su ausencia; otros, en fin, no iban casi nunca
                        al despacho y éstos eran los que menos me demoraban, pues me enseñaron lo
                        que tenía que hacer, los cajones en que guardaban los timbres, sellos y
                        demás adminículos para que yo mismo les sustituyera.</p>
                    <p>Mi tío y don Genaro, muy contento? con la buena marcha de sus negocios,
                        aguardaban con impaciencia la llegada del siguiente correo que traería la
                        resolución de dos o tres informes más, concediendo el ensanche y
                        mejoramiento de nuestra oficina.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, qué bien quedará todo esto, sobrino</said> —decía mi tío—;
                            <said>si mantuvieras los ojos cerrados mientras se ejecutan las mejoras
                            y luego que estuvieran ya concluidas los abrieras, te parecería que te
                            has mudado de un muladar a una sala de encantado palacio. Esa inmensa
                            papelería irá al otro cuarto, en donde se pondrán dos mesas; una para ti
                            y otra para el cuñado de don Genaro. Aquí, alrededor de este despacho se
                            colocarán bancos, el suelo será de madera cubierto con un hule que imite
                            mosaico. En estos dos lados se colocarán dos pequeños armarios de caoba
                            con vidrios. En ese lienzo de pared colocaremos mapas y cuadros. Ya nos
                            encargaremos de adornarlo todo decentemente más adelante. ¡Ya
                            verás!</said></p>
                    <p>Horas enteras se pasaba mi tío hablando sobre el mismo asunto.</p>
                    <p>Todas las personas de su amistad sabían ya cómo había de quedar arreglada,
                        hasta en sus menores detalles, la nueva oficina.</p>
                    <p>A mí me tenía aburrido con sus explicaciones, y si yo hubiese tenido el poder
                        de empujar el correo, lo habría hecho con el objeto de que llegara más
                        pronto y me dejase mi tío en paz.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XV.</head>
                    <head>¡El correo! ¡Trasiego! ¡Filipinas!</head>
                    <p>Eran las seis de la tarde.</p>
                    <p>Un estruendoso cañonazo hizo vibrar los pedacillos de vidrio empolvado de la
                        ventana de nuestra buhardilla.</p>
                    <p><said>—¡El correo!</said> —gritó mi tío, quitándose el sombrero y arrojándolo
                        al aire—; <said>ya están ahí las resoluciones de los informes, pronto
                            daremos comienzo a las obras que hermosearán nuestra oficina: ¡oh,
                            sobrino, venga un abrazo!...</said></p>
                    <p>Mi tío me estrechó entre sus brazos, lo cual me indicó que se hallaba en el
                        colmo de la alegría, pues no recordaba ocasión alguna en que también me
                        hubiera abrazado.</p>
                    <p>Temí que la comida de aquella tarde le produjese alguna enfermedad, porque la
                        engullía con una precipitación inverosímil, y luego, cada tres bocados, se
                        levantaba del asiento e iba a palmotearles las espaldas a los que comían en
                        las mesas cercanas participándoles con entusiastas frases las buenas
                        noticias que traía el correo.</p>
                    <p>Por la calle caminaba a pasos acelerados, como si con su actividad lograse
                        pasar más rápidamente las horas.</p>
                    <p>Durmió mal. Y como encendía a menudo la bujía, para consultar las horas que
                        transcurrirían antes de la entrada en las oficinas, tampoco me dejaba
                        conciliar el sueño, por lo cual estuve renegando de informes, oficinas y
                        coreos hasta que amaneció y salté presuroso de la cama.</p>
                    <p>Por fin llegó la ansiada hora, y cuando nos dirigíamos a nuestro despacho,
                        vimos a don Genaro que atravesaba, corriendo y gesticulando como un loco,
                        una bocacalle.</p>
                    <p><said>—Allá va don Genaro muy contento. ¡Míralo cómo corre, sobrino, se
                            conoce que él está también alegre con la llegada de este
                        correo!</said></p>
                    <p>Al entrar en las oficinas nos alarmó el inusitado murmullo que se oía por
                        todas partes.</p>
                    <p><said>—¿Qué pasará?</said></p>
                    <p><said>—Pues mira: si no lo sabes, sube a ver qué es eso y entérame. Yo
                            aguardo aquí</said> —díjome mi tío deteniéndose en mitad de la escalera.
                        Subí y al mirar hacia uno de aquellos largos salones quedé asombrado con la
                        confusión y desorden que reinaban en todo él.</p>
                    <p>Algunos empleados estrujaban con rabia un periódico; otros lo pisoteaban
                        coléricos; más allá corría de mano en mano el impreso; en otros puntos se lo
                        disputaban con avidez, leíanlo con impaciencia febril y luego que se
                        enteraban de las noticias que traía, pocos eran los que volvían
                        tranquilamente a su asiento; los más, pateando y echando espumarajos por la
                        boca, poníanse a maldecir contra todo lo existente. —¿Qué ocurre? —pregunté
                        alarmado.</p>
                    <p><said>—¡Trasiego!</said> —me contestó un oficial que atravesaba, bramando y
                        como disparado, aquellos vastos salones en que parecía haberse armado un
                        gran motín.</p>
                    <p>La verdad es que yo me hallaba un tanto medroso.</p>
                    <p>Pensé que lo más oportuno era avisar a mi tío; y contagiado por la general
                        impaciencia, me llegué hasta la mitad de la escalera y le dije sin saber qué
                        decía:</p>
                    <p><said>—¡Trasiego!</said></p>
                    <p>Seguramente que entendió mi tío que aquello sería algo así como trueno, rayo
                        o terremoto, porque encasquetándose presurosamente el sombrero, se lanzó
                        corriendo escaleras abajo.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, no te apures</said> —exclamó don Genaro, que acababa de entrar,
                        conteniéndole.</p>
                    <p>Mi tío se hallaba verdaderamente espantado.</p>
                    <p>Y yo punto menos.</p>
                    <p><said>—Te coge el trasiego, primo</said> —le anunció don Genaro <said>—Te
                            mandan a Filipinas.</said></p>
                    <p><said>—¡Filipinas! ¡Filipinas!</said> —balbuceó aterrado mi tío.</p>
                    <p><said>—Otro viene a ocupar tu empleo.</said></p>
                    <p><said>—¡Ya veremos si me lo dejo quitar!</said> —repuso mi tío
                        envalentonándose. </p>
                    <p><said>—Cuidado, Vicente, en estas cosas hay que proceder con mucha
                            calma.</said></p>
                    <p><said>—¿Y que debo hacer?</said></p>
                    <p><said>—¡En eso estoy pensando!</said></p>
                    <p>Reinó un momento de silencio.</p>
                    <p><said>—¡Cabal!</said> —gritó don Genaro golpeándose la frente—; <said>ven,
                            primo, sí,</said></p>
                    <p>Y arrastró a mi tío al despacho.</p>
                    <p>Una vez allí continuó:</p>
                    <p><said>—Es preciso que hagas un informe magnífico, sublime; procura ante todo
                            que sea algo extenso; será ésta, prueba evidente de tu ingenio y
                            facundia. Comenzarás exponiendo tus respetos al señor ministro. Le
                            felicitarás por cualquier motivo; luego le hablarás sobre lo beneficioso
                            que indudablemente sería la estabilidad de las cosas de este mundo. ¡Ah,
                            pero contra todos los riesgos del destino está la paternal y cariñosa
                            solicitud de los bondadosos gobernantes! Esta última frase la escribirás
                            tal y como te la he dictado; hará buen efecto. En fin, seguirás
                            exponiendo lo que creas más oportuno y al concluir tu informe,
                            reiterarás el respeto y acatamiento a sus superiores jerárquicos y le
                            pedirás, prometiéndole que quedará grabada en tu ánimo la gratitud
                            eterna y profundamente, que te dejen donde estás y no te envíen a
                            Filipinas, ¿eh?</said></p>
                    <p>Antes de que don Genaro concluyese de instruirle ya había acometido, pluma en
                        ristre, mi tío, el encabezamiento de esta nueva obra confiada a su
                        talento.</p>
                    <p>Pero cuando su hábil instructor salió del despacho, suspendiendo su tarea me
                        dijo:</p>
                    <p><said>—Tengo tal incoordinación de ideas, sobrino, que me es imposible dar
                            plumada. Redacta tú el informe y recuerda que de su éxito depende la
                            conservación de nuestro destino.</said></p>
                    <p><said>—¿Cuántos pliegos desea usted que se escriban?</said></p>
                    <p>Ésta era la preferente pregunta que en casos tales dirigía siempre a mi
                        tío.</p>
                    <p><said>—Con quince o veinte creo que tendremos bastante.</said></p>
                    <p>Cuatro días después estaba concluido e¡ informe a gusto de mi tío.</p>
                    <p><said>—Muy bien</said> —dijo don Genaro al leerlo—, <said>creo que las
                            poderosas influencias con que cuento no producirían mejor efecto que
                            este informe. Ya le daré yo algunos toques para quitarle algunas
                            incorrecciones y para que quede hecho un modelo de dicción castiza...
                            —¿Y crees tú que me manden a Filipinas, primo?</said> —preguntó mi
                        tío.</p>
                    <p><said>—Por ahora, no; tenemos la ventaja de que aún no ha desembarcado el que
                            viene a sustituirte, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—¿Y cómo lo sabes?</said></p>
                    <p><said>—¡Toma!, porque no se ha presentado. Esto hubiera sido un obstáculo
                            insuperable. Afortunadamente creo que tu sustituto pidió desde Filipinas
                            el empleo que desempeñas, y siendo largo el viaje de allá acá, espero
                            tenerlo arreglado todo antes de que llegue. ¡País de pillos!</said></p>
                    <p><said>—¿Y si llega el pobrecito y se encuentra cesante?</said> —añadió
                        fingiendo compasión mi tío, cuando lo que deseaba era que así sucediese.</p>
                    <p><said>—¿Y qué le hemos de hacer?</said> —dijo don Genaro aparentando
                        interesarse mucho por aquel pobrecillo que vendría tan satisfecho a tomar
                        posesión de su destino y se encontraría con que no estaba abandonado.</p>
                    <p>¿Sería posible que lo mandaran a Filipinas?</p>
                    <p>Esta preocupación traía inquieto, disgustado, nervioso a mi tío. Por la
                        noche, presa de terribles ensueños se despertaba vociferando:</p>
                    <p><said>—¡Trasiego! ¡Trasiego!</said></p>
                    <p>O bien se arrojaba del lecho y huía gritando:</p>
                    <p><said>—¡Filipinas! ¡Filipinas!</said></p>
                    <p>Temí que aquellos arrebatos nerviosos concluyeran por quitarle el juicio.</p>
                    <p>En el despacho no se hallaba menos desasosegado: en ocasiones no podía estar
                        sentado ni un solo instante; se ponía bruscamente de pie y se paseaba de uno
                        y otro lado de la pared de la habitación. Otras veces, se estaba horas
                        enteras puestas las manos con los dedos entrelazados sobre la cabeza,
                        mirando fijamente el techo y balbuceando palabras incoherentes.</p>
                    <p><said>—¡Cuidado, don Vicente Cuevas</said> —le advertían algunos compañeros—,
                            <said>no vaya usted a enfermársenos! ¡Descuide usted, hombre! Don Genaro
                            hace aquí lo que quiere.</said></p>
                    <p>Y él compungido, les repetía:</p>
                    <p><said>—Pero... ¿y será posible que me envíen a Filipinas?</said></p>
                    <p>Por fortuna su desazón duró poco. Gracias a las influencias con que contaba
                        don Genaro en Madrid y la actividad que desplegó para la resolución del
                        informe, éste llegó oportunamente.</p>
                    <p>Mes y medio después del día en que resonó el grito de ¡trasiego! sembrando el
                        desorden donde quiera que se oía y haciendo pasar febrilmente de mano en
                        mano aquel gran papel impreso con menuda y apretada letra, que no era otro
                        que la <seg rend="italic">Gaceta Oficial</seg>, llegó por el mismo conducto
                        por que antes vino la otra infausta, la grata noticia de que se dejaba sin
                        efecto el traslado decretado a Filipinas.</p>
                    <p>Desde que vi a mi tío recorrer alegremente las oficinas enseñando la <seg
                            rend="italic">Gaceta</seg> a todo el mundo y dando acá y acullá
                        espaldarazos y apretones da manos a sus compañeros de relegación, comprendí
                        que ya no navegaría por las aguas del Pacífico.</p>
                    <p><said>—Sobrino...</said> —comenzó a decirme enseñándome el periódico.</p>
                    <p>Pero no di lugar a que lo leyera.</p>
                    <p><said>—Ya sé que no irá usted a Filipinas, tío</said> —le respondí.</p>
                    <p>También don Genaro, asomándose por el hueco de la escalerilla de espiral y
                        poniéndose las manos en la boca a guisa de bocina, grito:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ya no vas a Filipinas.</said></p>
                    <p>Apenas concluyó esta frase don Genaro, que Juan el portero, o sea, el digno
                        jefe de portería, se presentó en el dintel de la puerta del despacho, y
                        haciendo las más grotescas contorsiones, para mostrar su contento, dijo:</p>
                    <p><said>—Ea, señorito don Vicente, ya sabemos que no se nos marcha usted a las
                                <seg rend="italic">Felipinas</seg>.</said></p>
                    <p><said>—Así es, buen Juan</said> —contestó mi tío.</p>
                    <p>Y de seguido le leyó dos o tres veces los dos o tres renglones en que
                        constaba la última resolución del ministerio.</p>
                    <p><said>—¡Y que no queda duda!</said> —repuso Juan riendo y moviendo la cabeza
                        de un lado a otro como lo hace una oveja para sonar su collar de
                        cascabeles.</p>
                    <p>La amenaza de aquel destierro a las apartadas islas de Oceanía había alejado
                        del lado de mi tío aquel corro de admiradores que antes le rodeaba. Mas así
                        que se supo que don Vicente Cuevas ya no iría tan lejos, se nos entró por
                        las puertas del despacho el corro entero a felicitarnos.</p>
                    <p><said>—¡Oh! mis buenos amigos</said> —exclamaba mi tío estrechando una por
                        una todas las manos.</p>
                    <p>Y leyó la <seg rend="italic">Gaceta</seg> repetidas veces.</p>
                    <p><said>—Sí, sí, ya sabemos que no se nos irá usted a Filipinas</said> —dijeron
                        algo aburridos y se retiraron.</p>
                    <p><said>—De esto no le quede a usted duda alguna, tío</said> —añadía yo.</p>
                    <p><said>—Así es, así es</said> —contestaba mi tío riendo nerviosamente.</p>
                    <p>Y después de hacer dos o tres pares de cabriolas para convencerse de que no
                        soñaba, se sentó, abrió la gaveta y sacó varios libros.</p>
                    <p><said>—¡Ah!</said> —dijo—, <said>he tenido preso dentro de este cajón a mi
                            pobre Paul de Kock. Mira, sobrino</said> —añadió mostrándome una página
                        amarillenta y empolvada—, <said>aquí quedé en aquella maldita hora en que
                            tanto me asustaste con tus gritos de: ¡Trasiego!</said></p>
                    <p>Y se echó a reír a carcajadas.</p>
                    <p>Todo había vuelto a su estado normal, mi tío continuó ya tranquilo en la
                        posesión de su empleo; pero el suceso que acabo de referir llenó su alma de
                        una invencible inquietud.</p>
                    <p>Cuando el estampido del cañón hacía vibrar los pedazos de vidrio sujetos en
                        el marco de la ventana de nuestro cuchitril, la ansiedad se marcaba en el
                        rostro de mi tío; y la verdad es, que también yo participaba de su
                        zozobra.</p>
                    <p>Antes de haber estado a punto de ir a dar al otro lado del globo, cada vez
                        que oía mi tío el anunciador cañonazo, asomaba la cabeza por la puerta del
                        cuarto y gritaba, imitando con la voz el agudo sonido del clarín:</p>
                    <p><said>—¡El correo!</said></p>
                    <p>Pero después de la referida ocurrencia, que tantos días de vacilación y de
                        angustia le hizo pasar, cada vez que el estruendo del bronce anunciaba la
                        llegada del buque, poníase muy serio, palpitábale el corazón y con voz, que
                        por lo hueca y grave recordaba el sonido de un oficleido rajado, clamaba
                        temeroso:</p>
                    <p><said>—¡El correo!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVI.</head>
                    <head>Bella mañana y bellísima joven</head>
                    <p>Una mañana, muy temprano, se paseaban don Genaro y mi tío, cogidos
                        afectuosamente del brazo, por la alameda de Paula.</p>
                    <p>El sol próximo a aparecer tras las verdes colinas del otro lado del puerto,
                        teñía de escarlata y sobredoraba los bordes de grandes y pesadas nubes
                        grises acumuladas hacia aquel lado; la neblina hacía ver a distancia los
                        objetos como envueltos en ligero velo de gasa, cuya inmovilidad y opalino
                        color contrastaba con el inquieto y negro humo que arrojaban las chimeneas
                        de los vapores, en cuya ancha boca se retorcía en espirales infinitas e iba
                        a desvanecerse a lo lejos manchando a trechos el puro color azulado y róseo
                        del cielo en donde aún lanzaba tímidos fulgores alguna estrella. Las
                        calderas de las máquinas que mugían; las poleas que chirriaban; los
                        marineros que al compás de monótonas canciones embreaban los cables e izaban
                        las lonas para que la primera brisa de la mañana secase el húmedo hálito que
                        la noche había depositado en ellas; las hojas de los laureles del paseo,
                        frescas, lustrosas, llenas de góticas de rocío; los gorriones piteando sin
                        cesar ocultos entre las ramas; este espectáculo animado y bello absorbía por
                        completo la atención de los dos paseantes.</p>
                    <p>Así caminaron largo rato de extremo a extremo de la alameda, sin cambiar una
                        sola palabra.</p>
                    <p>De improviso, se detuvo don Genaro, soltó el brazo de mi tío, encaróse con
                        él, y le dijo:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, Vicente, deberías casarte.</said></p>
                    <p>Mi tío miró aturdido en derredor suyo.</p>
                    <p>Un punto del disco del sol lanzaba un haz de rayos; cada uno de los cuales
                        parada destinado a iluminar las esferillas doradas que en el extremo de sus
                        mástiles tenían los buques anclados en mitad del puerto, la brisa comenzaba
                        a mover la superficie tranquila del agua, a rizar las velas y a disipar la
                        neblina; las ruedas de los vapores trazaban ancha línea blanca sobre las
                        ondas; las ramas de los laureles agitadas por el aire y el continuo aleteo
                        de los pájaros hacían resbalar de hoja en hoja las gotas de rocío; bandadas
                        de palomas caseras, cuyo plumaje inundaba la luz, cruzaban con veloz vuelo
                        el espacio. En día tan risueño asomaba, por todas partes, la vida, la
                        belleza, y tanto predisponía esto el ánimo al contento, al bienestar y la
                        ternura, que mi tío sintió placer inefable cuando oyó a su compañero
                        hablarle de amor.</p>
                    <p><said>—¿Eh, no contestas?</said> —preguntó don Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Y con quién me he de casar?</said> —interrogó a su vez mi tío.</p>
                    <p><said>—Eso es lo de menos; mujeres sobran.</said></p>
                    <p>Ambos quedaron silenciosos.</p>
                    <p>Don Genaro volvió a decir:</p>
                    <p><said>—Vicente, es preciso que te cases.</said></p>
                    <p>Mi tío sintió palpitar su corazón; quizá pensó en Luisa, aquella linda
                        aldeana, a quien, en otra mañana tan risueña como la de aquel día, había
                        jurado amor eterno bajo el roble secular que con sus grandes ramas sombreaba
                        la cristalina y pura fuente donde acostumbraban llenar sus cántaros de agua
                        las jóvenes de nuestro pueblo.</p>
                    <p>Don Genaro insistió:</p>
                    <p><said>—Cásate con una muchacha que sea bonita y rica.</said></p>
                    <p><said>—¡Bonita y rica!</said> —suspiró mi tío.</p>
                    <p><said>—¡Eh, claro está!, tú tienes poco sueldo, apenas te alcanza para
                            satisfacer tus propias necesidades; piensa que la mujer gasta doble que
                            el hombre; piensa que puedes tener numerosa sucesión y dime, después que
                            hayas pensado todo esto, si va descaminado mi consejo.</said></p>
                    <p><said>—Cierto.</said></p>
                    <p><said>—Certísimo.</said></p>
                    <p><said>—¿Y conoce usted alguna muchacha...?</said></p>
                    <p><said>—Precisamente iba a decírtelo. Conozco una de quince abriles, tiene
                            unos ojos negros, grandes ¿eh?, que lanzan miradas de fuego; sus
                            cabellos son negros, sedosos; tiene un talle así; es instruida,
                            bellísima e hija de un millonario.</said></p>
                    <p>Mi tío quedó deslumbrado.</p>
                    <p><said>—¿Y dónde podré verla?</said> —interrogó.</p>
                    <p><said>—Si me esperas esta noche en el Louvre podré enseñártela.</said></p>
                    <p>Poco rato después se separaron nuestros dos paseantes.</p>
                    <p>El resto de aquel día estuvo mi tío aguardando con impaciencia que llegara la
                        hora de la cita.</p>
                    <p>¡Ah, pobre Luisa, fresca y bellísima zagala de nuestra aldea, ahora comprendo
                        por qué, cuando mi tío te declaró su pasión y te juró enriquecerse en
                        América para obtener más dignamente tu mano, rodaron aquellas dos lágrimas
                        por tus sonrosadas mejillas y cayeron en la superficie del agua cristalina
                        de la fuente, que quizás se estremeció de placer al recibirlas!</p>
                    <p>Pasadas las horas de aquel día, que pareció a mi tío más largo que otro
                        alguno, se encaminó al lugar de la cita, al Louvre, donde debía encontrarse
                        con su digno protector.</p>
                    <p>No se hizo esperar mucho tiempo don Genaro, y así que llegó, dijo:</p>
                    <p><said>—¡Vamos, veo que te interesa la polla a pesar de que no la has visto!,
                            ¿eh?</said></p>
                    <p>Mi tío se puso rojo, y para disimular su turbación comenzó a hablar de cosas
                        indiferentes.</p>
                    <p>Un instante después se detuvo en la acera del parque una magnífica
                        carretela:</p>
                    <p><said>—Ahí están</said> —exclamó don Genaro señalando el coche que acababa de
                        llegar.</p>
                    <p>Y arrastró a mi tío por un brazo.</p>
                    <p>Llegóse don Genaro a la carretela y saludó afectuosamente a un anciano de
                        aspecto venerable y una linda joven. Era, el primero, don Fulgencio; y la
                        segunda, su bella hija Aurora.</p>
                    <p>Sin más ceremonias presentó luego a su primo don Vicente Cuevas, al padre y a
                        la hija.</p>
                    <p>Turbóse tanto mi tío con esta presentación, que apenas atinó a balbucear
                        algunos cumplidos que fueron acogidos con bastante frialdad.</p>
                    <p>Don Genaro, cuya posición le permitía frecuentar los círculos del buen tono,
                        creía que con esa locuacidad tonta y abrumadora que tal prestigio da a los
                        atolondrados figurines de salón, se le tendría por el prototipo de la
                        galantería, así es que cuando quería dárselas de elegante espetaba
                        cuatrocientas boberías por minuto y seguía sin parar como un organillo,
                        hasta que aburridos los oyentes con aquella empalagosa catarata de palabras,
                        le decían:</p>
                    <p><said>—Pues, sí, señor..., nos retiramos ya, quede usted con Dios.</said></p>
                    <p>Don Fulgencio, que había ido aquella noche a la retreta para oír un trozo de
                        ópera que le encantaba, daba a todos los diablos la importuna verbosidad de
                        don Genaro.</p>
                    <p>Mi tío hacía el papel de centinela al lado de Aurora.</p>
                    <p>Y don Genaro, desde la opuesta portezuela del carruaje, le animaba
                        disimuladamente a que dijera algo a la joven; pero él, que no atinaba a
                        pronunciar palabra, contentábase con dirigir alguna que otra mirada a
                        hurtadillas al antebrazo y redondos hombros de la bella Aurora.</p>
                    <p>Nada había exagerado don Genaro cuando, paseándose con mi tío por la alameda
                        de Paula, le hablaba de la joven: era realmente hermosa, hermosísima.</p>
                    <p>Don Fulgencio, aburrido con la sempiterna charla de don Genaro, ordenó al
                        cochero que partiera. Y al alejarse el coche creyó mi tío que de los ojos de
                        la bella joven partían regueros de luz deslumbradora e inefable.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿estás lelo, Vicente?, ¿no ves ese otro coche que puede
                            atropellarte?</said> —le advirtió don Genaro arrastrándolo por un brazo
                        para apartarle del peligro que corría.</p>
                    <p>Mi tío suspiró.</p>
                    <p><said>—No te ha mirado la chica con malos ojos</said> —le aseguró don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¿De veras?, ¿y en qué lo ha conocido usted?</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, te repito que no me trates de usted: ¿no somos
                        primos?</said></p>
                    <p><said>—Perdona... estaba distraído.</said></p>
                    <p><said>—No; no te ha mirado mal la chica</said> —repitió don Genaro—, <said>ya
                            soy viejo, Vicente, y tengo experiencia en estas cosas.</said></p>
                    <p>Mi tío radiaba de júbilo.</p>
                    <p><said>—Lo que debes hacer ahora</said> —prosiguió don Genaro— <said>es
                            escribirle.</said></p>
                    <p><said>—¿Y quién le entregará mi carta?</said></p>
                    <p><said>—Esto, ¿eh?</said> —indicó don Genaro uniendo el extremo de los dedos
                        índice y pulgar y moviéndolos con rapidez.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, ya</said> —murmuró el tío, entendiendo aquella expresiva
                        mímica—, <said>pues, si sólo es dinero lo que se necesita, puedes darlo todo
                            por hecho.</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, bien decía yo que pronto harías fortuna. Eso sí; te aconsejo que
                            si te casas procures poner casa aparte, independiente. Don Fulgencio se
                            opondrá: querrá que vivas con él; pero le dirás que de ninguna manera.
                            Así es mejor; porque te advierto que don Fulgencio, así tan viejo y tar¡
                            serio como lo ves, es el hombre más amigo de burlas que he conocido. Es
                            sarcástico por temperamento. Y cuando se encoleriza, un energúmeno. Si
                            logras casarte con la bella Aurora tendrás cuatro o cinco mil pesos
                            mensuales de seguro. ¿Qué es esto para don Fulgencio? Una bicoca. ¿Y qué
                            harás tú con semejante dineral? Yo en tu lugar lo primero que haría
                            sería buscarme un buen cocinero: porque, primo, desengañémonos, la salud
                            y la felicidad no se obtienen sin el estómago repleto. Yo podría
                            pasármelas sin dinero; pero nunca sin comer bien. ¡Eso sí, bribonzuelo,
                            no vayas a olvidarte de mí, tú sabes que yo estoy siempre dispuesto a
                            aconsejarte desinteresadamente, basta que seas mi primo!,
                        ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—¡Olvidarte!, ¡cuando pienso que estás de broma esta noche!</said></p>
                    <p><said>—Con dinero y una buena hembra te harás poderoso, Vicente, poderoso;
                            envidia me das cuando pienso mucho en esto. Señalarás un día de cada
                            semana para recibir la visita de tus amigos. Ya me encargaré yo de
                            presentar en tu casa a todos nuestros jefes. Te presentaré al magistrado
                            A..., íntimo amigo mío; al juez de H..., el joven más chistoso y listo
                            que pisa la tierra; si le oyeras contar las ocurrencias que le pasan y
                            hacer juegos de manos, reirías como un tonto; al marqués de F..., hombre
                            eminente, un sabio, pero de estos tan alborotosos, que andan echando
                            discursos por todas partes para envanecerse, él no; es tan modesto que
                            el mundo ignora lo que sabe; al canónigo R..., un santo varón; en fin,
                            tu casa llegará a ser el punto de reunión de lo más aristocrático y
                            notable que encierra La Habana. Por este tenor fue pintando don Genaro
                            un porvenir tan halagüeño y venturoso a mi tío, que poco faltó para que
                            éste se tuviera por un hombre predestinado.</said></p>
                    <p>Al entrar aquella noche en la buhardilla me estrechó con fuerza las
                        manos.</p>
                    <p><said>—¡Me caso!</said> —gritó.</p>
                    <p><said>—¿Cómo?</said></p>
                    <p><said>—Lo que oyes; me caso irremediablemente.</said></p>
                    <p><said>—¿Y no se puede saber con quién?</said></p>
                    <p><said>—Es muy natural tu deseo, eres de ¡a familia y tiene que interesarte.
                            Mi futura esposa es una real hembra: bonita y de mucho dinero:
                            millonaria, sobrino, millonaria.</said></p>
                    <p><said>—¿Y, cuándo se casa usted, tío?</said></p>
                    <p><said>—¡Toma!, mientras más pronto mejor. Mañana le escribiré una carta; tú
                            me ayudarás a escribirla. Procuraremos hacer una declaración de amor
                            irresistible.</said></p>
                    <p>Comprendí que a pesar de la entereza y seguridad con que afirmaba mi tío que
                        se casaba todavía le quedaba por dar el primer paso, y me acosté
                        asegurándole que a la mañana siguiente nos esmeraríamos mucho en la
                        redacción de la amorosa misiva.</p>
                    <p>Con efecto; a las diez de la mañana siguiente, después de rasgar media resma
                        de papel, logré escribir una carta a gusto de mi tío. Guardósela, loco de
                        contento y dándome miles de gracias.</p>
                    <p>En cuanto llegó a la oficina subió a enseñársela a don Genaro, quien la halló
                        excelente:</p>
                    <p><said>—Actividad, querido primo, las cosas que pueden hacerse en un día no
                            deben dejarse para el siguiente, ¿eh?</said></p>
                    <p>Cuando Domingo llegó a enterarse de estos sucesos saltó su exclamación
                        imprescindible:</p>
                    <p><said>—¡Ah! ¡y qué suerte tiene el demongo!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVII.</head>
                    <head>Pesetas y amor</head>
                    <p><said>—He tenido que soltar un doblón</said> —bufaba mi tío al día
                        siguiente—; <said>el demonio del negrito no quiso hacerse cargo de llevar la
                            carta por menos dinero.</said></p>
                    <p>Asediaba a la bella Aurora. Todo el día se lo pasaba rondando los alrededores
                        de la casa de la joven. Don Genaro le había indicado el primer elemento con
                        que debía contar para la conquista, y él, derrochaba un dineral. Se había
                        abonado a la ópera para asestar los anteojos, descaradamente, a la joven; en
                        todos los entreactos visitaba el palco. Los domingos iba a oír misa en las
                        iglesias donde acostumbraba oírla Aurora. En los paseos, bien a caballo o en
                        un ligero tilburi, seguía el coche de la joven.</p>
                    <p>A veces murmuraba don Fulgencio:</p>
                    <p><said>—¡Habráse visto mentecato!</said></p>
                    <p>Y Aurora añadía:</p>
                    <p><said>—¡Vaya un hombre pesado!</said></p>
                    <p>Como es de suponer, por estos días faltaba mi tío con frecuencia a la
                        oficina: yo hacía sus veces.</p>
                    <p>Eran escenas dignas de apuntarse las que le ocurrían en la calle con el
                        desarrapado galopín de cocina de casa de Aurora: su mensajero amoroso.
                        Ningún otro criado de la casa había querido comprometerse.</p>
                    <p>Mi tío, vestido con alguna exageración a la última moda, algo empolvado el
                        rostro, muy perfumado, con un pañuelo de seda azul ricamente marcado, puesta
                        la punta fuera del bolsillo del gabán para lucirlo; y el galopín, cubierto
                        de andrajos, untado de mugre, descalzo, hablando los dos amistosa y
                        cordialmente, ofrecían el más risible contraste.</p>
                    <p>Cuando alguno bromeaba a mi tío sobre esto, contestaba:</p>
                    <p><said>—¿Y qué se creen ustedes, que los pajecillos y demás mensajeros
                            amorosos de la antigüedad habían de estar siempre tan vestidos de limpio
                            como lo pintan en los cuadros y en las páginas de los libros?</said></p>
                    <p>El negrito, que era un pillete por demás travieso, hacía rabiar de lo lindo a
                        mi tío, mas éste lo soportaba todo con una paciencia benedictina, esperando
                        sin embargo el día en que pudiera cobrarse de todas aquellas rabietas a
                        pescozadas y puntapiés.</p>
                    <p>Mientras tanto sufría, lo tomaba por las buenas: todo por no pelear con el
                        galopín. Logró tranquilizarlo un tanto prometiéndole que cuando se casase
                        con Aurora le haría su paje y lo acompañaría a todas partes, montado en un
                        pescante de su carruaje, vistiendo una librea verde, galoneada de oro, una
                        hermosa chalina y un par de botas nuevas y de charol.</p>
                    <p>Una tarde que se retiraba mi tío algo pesaroso por no haber tenido noticias
                        de la bella Aurora, llegósele corriendo a todo correr el negrito y
                        enseñándole una carta le dijo:</p>
                    <p><said>—Niño Vicente, hace días que no me da nada; la librea me la dará luego,
                            pero ahora suélteme ahí algunos reales que necesito. Traigo una carta de
                            la niña Aurora.</said></p>
                    <p><said>—¿No me engañas?, ¡cuidado!</said></p>
                    <p><said>—Oh, no, no, señor, ¿cuánto apostamos? Si es de la niña Aurora ¿cuánto
                            me da?</said></p>
                    <p>La alegría que le produjo esta noticia excitó su generosidad.</p>
                    <p><said>—Un escudo</said> —contestó—; <said>pero enséñala antes.</said></p>
                    <p><said>—Aquí está</said> —repuso el negrito mostrando un sobre rosado.</p>
                    <p>Mi tío aspiró con fruición el perfume delicado que se desprendía de aquella
                        carta. ¡Era la primera que recibía después de tantas como había escrito! Las
                        letras iniciales del nombre y apellido de la joven estaban timbrados
                        elegantemente y al pie del plieguillo, que venía bajo el sobre, leyó mi tío
                        la clara y redonda letra que decía también el hermoso nombre de Aurora.</p>
                    <p>El negrito había ganado la apuesta y no se retiró sin cobrarla.</p>
                    <p>Hasta que llegó a nuestra habitación del León Nacional no quiso enterarse mi
                        tío del contenido de la carta para prolongar cierta pueril curiosidad que le
                        causaba sumo placer.</p>
                    <p>Pero cuando abrió la carta y la leyó los músculos de su rostro se
                        contrajeron, sus cejas se enarcaron, diose dos fuertes puñadas en las
                        quijadas y tuvo intenciones de desgarrar la carta.</p>
                    <p>Decíale en ella Aurora, que siendo muy joven aún y estando en época más
                        oportuna para estudiar y continuar su educación, le rogaba encarecidamente
                        que dejase de molestarla más.</p>
                    <p>Ambos codos apoyados en la mesa, sujeta con las dos manos la cabeza y cerca
                        los ojos de aquella inesperada carta, se pasó mi tío largo tiempo
                        descifrándola palabra por palabra, letra por letra.</p>
                    <p>El resultado de estos silenciosos comentarios y concienzudo estudio no pudo
                        ser más feliz. Mi tío entendió aquella carta a su modo y se dio otro par de
                        puñadas en las quijadas por no haberla entendido antes.</p>
                    <p>¡Torpe de él! ¡Si Aurora le correspondía claramente, sí señor! ¿Y cómo no?
                        ¿Era acaso él, primo de don Genaro, pariente del señor marqués de
                        Casa-Vetusta, de antepasados muy nobles, con un empleo excelente, un partido
                        despreciable?</p>
                    <p>La joven le decía que estaba para educarse, que era una niña, ¡modestia!
                        ¡Bah!, eso quería decir que cuando fuera de poca edad más le amaría, o que
                        bastaba que él la convenciera de que ya era una mujer para obtener la
                        declaración franca de su amor.</p>
                    <p>Sin embargo, leyó la carta a don Genaro, y aunque éste opinó que no había
                        motivos para regocijarse, como encontró a mi tío tan tenaz en su propósito
                        de entender las frases de Aurora completamente al revés, le dejó en paz,
                        aconsejándole que tuviera maña y prudencia, no fuese a perder un partido tan
                        excelente como lo era la hija de don Fulgencio.</p>
                    <p>El día siguiente me advirtió:</p>
                    <p><said>—Hoy no voy al despacho, sobrino.</said></p>
                    <p>¡Cosa extraña! Muchas veces había dejado de ir y no lo había advertido.
                        Seguramente que aquel día iba a acometer una empresa importante o
                        peligrosa.</p>
                    <p>Le vi sacar del escaparate sus mejores trajes, probárselos con mucha atención
                        y esmero. Halló uno a su gusto y sonrió satisfecho.</p>
                    <p>Luego se afeitó, empolvose la cara de tal suerte que parecía un gracioso de
                        pantomima, pues ni cejas ni bigotes se le veían; perfumóse, untó oloroso
                        aceite a su cabellera, y agua de goma a la punta del bigote.</p>
                    <p>Ya no se parecía en nada mi tío a aquel viajero fatigado de rostro demacrado,
                        pálido, ojeroso, de traje desgarbado y raído que venía a bordo del bergantín
                            <seg rend="italic">Tolosa</seg>. La vida de holgazán que llevaba y sus
                        vestidos de última moda, cortados por afamado sastre, le habían convertido
                        en otro hombre distinto. En verdad que era un joven buen mozo y de
                        irreprochable elegancia.</p>
                    <p>Cuando caminaba por la calle llevaba la cabeza erguida, creíase de más
                        estatura que cuantos le cruzaban por el lado, a quienes se contentaba con
                        mirar rara vez, por encima de sus hombros.</p>
                    <p>Iba dándose suma importancia y tenía un orgullo y una altivez que chocaban,
                        tanto más, cuanto que eran infundados. Gozaba con la contemplación de sí
                        mismo, y mientras más se miraba quedaba más deslumbrado y satisfecho.</p>
                    <p>Soplábale ya la fortuna y esto le mantenía con el semblante beatífico del
                        hombre que comienza a gozar sibaríticamente de bienestar. La vida que a la
                        sazón llevaba le era grata; pero sus esperanzas, fundadas en un bello
                        porvenir, le estremecían de gozo.</p>
                    <p>Por otra parte, su vanidad no era ofensiva, pues que movía a risa por lo
                        cómica, convirtiéndole en perenne objeto de diversión.</p>
                    <p>En el fondo continuaba mi tío siendo un buen hombre, un verdadero inocentón;
                        cualquiera lo engañaba. El más romo era capaz de empujarle al abismo
                        tocándole ciertas teclas que lo arrastraban a un entusiasmo de todo punto
                        quijotesco.</p>
                    <p>El día a que me refiero se redobló su vanidad y su altivez, a medida que iba
                        contemplando su rostro y las correctas curvas de su cuerpo, en el
                        espejo.</p>
                    <p>Cuando estuvo listo, tres o cuatro veces salió del cuarto y volvió a entrar
                        en él; una, para cambiar su bastón de caña de Indias por un fino junquillo
                        de puño de oro y cincelado con exquisito gusto; otra, para empapar de
                        esencia el pañuelo; y otras, en fin, para arreglarse definitivamente el
                        bigote, el lazo de la corbata, las solapas de la levita, el peinado, y
                        mirarse muchas veces, tomando varias posiciones y actitudes agradables y
                        seductoras, ante el espejo.</p>
                    <p>Bajó las escaleras con paso firme y seguro.</p>
                    <p>Atravesó la calle con marcial apostura silbando suavemente el <seg
                            rend="italic">Trágala</seg> y llegó a los umbrales de la casa de Aurora,
                        sereno y decidido a llevar a cabo, sin retroceder en un ápice, su resolución
                        suprema.</p>
                    <p>Iba a pedir por esposa a la hija del millonario don Fulgencio.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVIII.</head>
                    <head>Tape y destape de un agujero</head>
                    <p>Mientras tanto ocurrían sucesos en la oficina que no es posible
                        desatender.</p>
                    <p>Los informes inspirados por don Genaro y escritos por mi tío, llegaban unos
                        tras otros resueltos favorablemente:</p>
                    <p>¡Qué contentos estaban mi tío y su protector!</p>
                    <p><said>—¡Eh!</said> —decía éste—, <said>¡no hay más que tener buenas
                            influencias en Madrid! Apenas hace dos meses que los remitimos y ya
                            están de vuelta. De seguro que los asuntos despachados allá con
                            preferencia han sido los recomendados por mí.</said></p>
                    <p>Y no exageraba: juntos con nuestros informes recibíamos otros del antecesor
                        de don Benigno y eso que, según se recordará, hacía treinta años que éste
                        comenzó a desempeñar su empleo.</p>
                    <p>Resolvióse que se ensanchara nuestro despacho, conforme a los deseos e
                        indicaciones de don Genaro, añadiéndole una pieza o departamento contiguo,
                        cuya puerta de entrada se había ocultado tras un muro de vara y media de
                        espesor, forrado, todo él, de expedientes. Mi tío y yo recordábamos haber
                        viste aquella puertecilla, cerrada y con cuatro cordelillos y lacre sellado
                        sobre su rendija, cuando sacudimos los expedientes del despacho.</p>
                    <p>Era toda una historia. Juan ¡a contaba.</p>
                    <p>Hacía cuarenta y cinco años, lo menos, que existía tras de aquella misteriosa
                        puertecilla una oficina. Entonces no era Juan ujier de honor, ni jefe de
                        portería, sino simple aprendiz de ujier. Tocábale barrer y sacudir un lado
                        de las oficinas, mientras el otro lo barría y sacudía el padre de don
                        Genaro. Éste era entonces un chiquillo revoltoso, desaplicado; todo el día
                        se lo pasaba escondiéndose tras de los muros de expedientes, haciendo casas
                        y torres con ellos y persiguiendo sin tregua a los gatos. En una época, Juan
                        le llevaba a la escuela, situada en un gran convento donde le enseñaban unos
                        frailes muy gordos, los cuales, al ver tan babieca al muchacho le tomaron
                        afición, obtuvieron permiso de su padre para mandarlo a España, y al cabo de
                        algunos años volvió don Genaro, un hombre ya, protegido de los frailes, a
                        quienes después de Dios, de su padre y del marqués de Casa-Vetusta, todo lo
                        debía. Juan contaba esto con la mayor naturalidad del mundo.</p>
                    <p><said>—Don Rodríguez se llamaba el jefe de esa oficina y el oficial don
                            López. Tal me parece que los tengo presentes a los dos. No se trataban
                            con nadie; los demás compañeros los odiaban; pero como tenían quien los
                            protegiera, todo se les volvía adulación delante de ellos y por detrás
                            les deseaban el mayor mal posible. La oficina de ellos era siempre la
                            más concurrida. Los días de lluvia, que venían los calzados llenos de
                            lodo, tenía yo que baldearla hasta dos veces. ¡Uh!, qué trabajo me daba.
                            Era cosa de reventar a cualquiera. Ellos ganaban mucho; y nunca me
                            dieron una peseta. Todavía creo ver aquel par de mesas llenas de oro,
                            Dios mío, y el Rodríguez y el López metiendo gustosos los dedos entre
                            aquellos montones y haciéndolos sonar. Y no querían que nadie supiese
                            que se llevaba allí dinero. A mí me advirtieron que si alguno me
                            preguntaba sobre esto, dijera que no. Fortuna para ellos que no me
                            preguntaron. ¡A propósito soy yo que no sé morderme la lengua! Ese
                            cuarto se llenaba de gente, ¡bendito Dios! Y entre los que llegaban y
                            los empleados se armaban tales tragedias, que temía que cualquier día
                            ocurriera una desgracia. ¡Uf!, qué par de revoltosos aquellos. Maldito
                            de mi padre si sé qué enredos se traían ahí don Rodríguez y don López.
                            Un día dejaron de venir y esto me extrañó porque nunca faltaban.
                            Pregunté y supe que los habían prendido a los dos, ¡como usted oye!, ¡a
                            los dos! Algunos días después se llegaron aquí varios señores que en mi
                            vida he vuelto a ver más: registraron los papeles y se retiraron. Más
                            adelante volvieron otros señores, invirtieron buen rato en escribir, me
                            preguntaron a mí primero, luego a los demás porteros cosas que no
                            entendimos ni pudimos contestar, cerraron la puerta, pusiéronle esos
                            cuatro cordelitos, derritieron sobre ellos lacre, la sellaron y se
                            retiraron sin más ceremonia, por donde mismo habían venido. Por fin,
                            cerca de un año después, cuando casi habíamos olvidado todos la
                            ocurrencia, se llegó aquí, una tarde, en una hermosa carretela, un
                            caballero que debía ser, por lo menos, un conde o marqués porque los
                            cocheros traían galoneados los sombreros. Llamóme aparte aquel señor
                            caballero y me dijo que le condujese a esa oficina. ¡Bendito sea Dios!,
                            parece que lo que cuento pasó ayer y hace de esto cuarenta y siete años.
                            Cuando llegó ante la puertecilla de la oficina, ese señor se puso a
                            pensar y a preguntarme de qué modo la ocultaría. Diose algunas palmadas
                            en la frente, sonrió y llamó a sus lacayos. Entre ellos y yo, por
                            indicaciones del caballero fabricamos delante de esa puertecilla un
                            verdadero muro de expedientes, de modo que no se veía nada de ella.
                            Después que estuvo terminada esta faena, me dio el caballero una onza y
                            me dijo que si descubría aquel agujero que acababa de tapar, me mandaría
                            sacar los ojos y cortar la lengua. Aquel mismo día supe que se habían
                            escapado del presidio don Rodríguez y don López. ¡Uh!, ¡qué malos eran,
                            Dios mío! Yo no los vi escapar, pero personas de todo respeto me
                            contaron que habían hecho un cordón con sus sábanas, que habían limado
                            la reja y se habían deslizado hasta la calle. Dos o tres años después oí
                            decir que de España mandaban preguntar por los expedientes, cuentas, y
                            por esa oficina misma. Nadie supo nada: todos andaban haciéndose agua
                            los sesos, buscando aquella oficina que se había perdido. Se armó un
                            barullo atroz. Pero yo mudo como un muerto, ¡pasé más sustos! Por
                            fortuna, nada me preguntaron.</said></p>
                    <p>Muchas veces oí contar esta historia a Juan, siempre del propio modo, sin
                        variarla en un ápice: la tenía aprendida de memoria como una conseja.</p>
                    <p>En cuanto llegó aquel informe en que solicitaba don Genaro la anexión de un
                        cuarto o departamento contiguo a nuestra oficina, púsose manos a la obra sin
                        pérdida de tiempo.</p>
                    <p>Se derribó la muralla de papel que ocultaba la puertecilla, sin ceremonias se
                        quitaron cordelillos, lacre y sello, y de dos martillazos se abrió aquel
                        cuarto cerrado casi medio siglo hacía. Una bocanada de aire frío fuertemente
                        impregnado de olor de humedad nos azotó el rostro.</p>
                    <p>Entramos; Juan, que estaba presente y que nos contó por centésima vez la
                        historia que sabía acerca de aquella misteriosa oficina, logró encender a
                        duras penas un fósforo que con débilísima claridad iluminó el interior
                        húmedo y frío de aquel olvidado agujero.</p>
                    <p>Sobre la mesa veíanse marcadas las huellas de los insectos que parecían
                        sofocados en aquella capa de polvo fino, gris, y también cubrían como espeso
                        velo, lápices, tinteros, expedientes, carreteles, plumas en la misma
                        posición en que quedaron el día que se cerró la puerta de aquel
                        departamento.</p>
                    <p>Don Genaro cogió sobre una de las mesas un objeto de forma cilindrica lo
                        sacudió y pudimos ver que era una bujía. Juan encendió otro fósforo y lo
                        aplicó al empolvado pabilo que gimió y lanzó fuertes y repetidos chasquidos
                        como si se incomodase contra los que habían turbado su reposo de casi medio
                        siglo.</p>
                    <p>Por las paredes de aquella habitación corrían enormes arañas y lagartos
                        asustados con la azulosa y debilísima penumbra que esparcía la vela.</p>
                    <p>De los rincones y de las oscuras y mal acepilladas vigas de ácana, colgaban
                        grandes jirones de empolvada telaraña.</p>
                    <p>En un lienzo de pared el destructor y activo comején había formado una
                        especie de caprichosa malla.</p>
                    <p>Los montones de antiquísimos expedientes estaban completamente taladrados por
                        la polilla; y por algunas partes veíanse, esparcidos por los ratones,
                        pedacillos de sus escritos folios.</p>
                    <p>El techo estaba lleno de filtraciones y el suelo de irregularidades.</p>
                    <p>Aquel cuarto, perdido, olvidado, desde el cual no se oía ningún ruido de
                        afuera, situado en medio de un edificio en que bullía la actividad, tan
                        oscuro, tan húmedo, cuando en el exterior, a pocos pasos, era todo ruido,
                        movimiento, claridad, tenía aspecto de cueva de ladrones. Notó don Genaro
                        una pequeña ventanilla en la parte alta de la pared del cuarto, y cogiendo
                        el extremo de un cordel, cubierto de polvo, tiró con fuerza; y un haz de
                        rayos de luz blanca de sol penetró en la habitación. Y millones de átomos de
                        polvo y corpúsculos imperceptibles ascendieron por aquellas luminosas líneas
                        que alumbraron el cuarto, absorbiendo la azulosa y débil claridad de la
                        bujía.</p>
                    <p>Luego don Genaro ordenó a Juan que mandara barrer y sacudir aquel cuarto
                        perfectamente.</p>
                    <p><said>—¿Y esos papeles quedan ahí?</said> —preguntó Juan.</p>
                    <p><said>—No; nadie los ha reclamado en cincuenta años, ni saben siquiera dónde
                            existió esta oficina. Una vez se me preguntó desde allá si en los
                            frecuentes terremotos que sufría la Isla, se habría tragado la tierra
                            los expedientes, los empleados y toda la oficina, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—¿Y qué contestó vuecencia?</said> —se atrevió a interrogar Juan.</p>
                    <p><said>—Y tú, ¿qué hubieras contestado, Juan?</said></p>
                    <p><said>—¡Yo...!, yo, nada..., pero a mí me dijo que me cortaría la lengua y me
                            sacaría los ojos aquel señor de la carretela, y a más, me dio una onza,
                            conque no es justo...</said></p>
                    <p><said>—¡Ya!, pues a mí, desde luego que no me han dicho eso, pero he seguido
                            tu ejemplo, Juan</said> —aseguró don Genaro haciendo guiños muy
                        significativos.</p>
                    <p>Todos reímos para celebrarle el chiste.</p>
                    <p><said>—Bueno</said> —continuó don Genaro—, <said>esos papeles nos estorban,
                            Juan; lo más acertado es que los tires al basurero.</said></p>
                    <p><said>—¿Y si preguntan?</said></p>
                    <p><said>—En sabiéndolo hacer, ¿eh?, nadie se enterará. Esta noche tirarás un
                            ciento de ellos, mañana otros tantos, y así poco a poco, los irás
                            tirando todos.</said></p>
                    <p>Después que dio don Genaro estas últimas órdenes, salimos del desmantelado
                        aposento.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVIII.</head>
                    <head>Oficina de nueva creación</head>
                    <p>Meses después, aquella especie de oficina fósil quedó completamente
                        restaurada.</p>
                    <p>Las negras y colgantes telarañas, el polvo que como ceniciento y triste velo
                        cubría las paredes, las mesas y los objetos que sobre ellas se veían, todo
                        desapareció; ni vestigio de ello quedaba.</p>
                    <p>Las paredes se forraron de papel de color azul pardo matizado de flores y
                        guirnaldas de brillo metálico y tornasolado; las torcidas, nudosas y mal
                        acepilladas vigas, estaban ocultas tras un cielo raso con calados y molduras
                        de relieve; cubría el deteriorado suelo, una alfombra de hule que imitaba
                        menudo mosaico; la pesada puerta pintada de verde y que comunicaba ambas
                        oficinas, esto es, la restaurada y la antigua de don Benigno, que a la sazón
                        desempeñaba mi tío, había sido sustituida por otra más ligera dibujada con
                        vetas que semejaban las del roble.</p>
                    <p>Dos mesas de caoba con un tapete verde oscuro, cuyas bordadas puntas bajaban
                        hasta tocar el suelo, ocupaban los dos lados de la puerta. Dos grandes
                        armarios que tenían en sus capiteles con doradas letras el título de nuestra
                        oficina, guardaban las rectas hileras de blancos expedientes.</p>
                    <p>Por último, la vieja ventanilla se había agrandado; una cortina de damasco
                        azul que agitaba constantemente la brisa, servía para mitigar la intensidad
                        de los rayos solares.</p>
                    <p>Así había quedado primorosamente arreglado aquel nuevo departamento a cuyo
                        frente, por orden de don Genaro y para su provecho exclusivo, nos hallábamos
                        el cuñado de marras y yo. Para colocar a su pariente había solicitado don
                        Genaro la creación de aquel nuevo negociado.</p>
                    <p>También la oficina de mi tío había quedado trasformada por completo. Si la
                        hubiese visto ahora don Benigno hubiera quedado asombrado. ¿Dónde habrían
                        ido a parar aquellos sus queridos expedientes que con tanta asiduidad
                        estudiaba? Don Genaro que lo dispuso y Juan que cumplió sus órdenes, podían
                        darle cuenta de la mayor parte de ellos. Sí; de la mayor parte, pues no
                        todos fueron a dar al basurero. Don Genaro los escogió a bulto y formó con
                        ellos tres montones: los del primer montón, el más alto, fueron calificados
                        de inútiles; los del segundo de dudosos; y los del tercero fueron guardados
                        en los estantes, pues a juicio de don Genaro eran la mejor veta de la
                        mina.</p>
                    <p>Después que se terminó este penoso trabajo de varios días consecutivos, los
                        armarios, con sus líneas de expedientes, parecían dos grandes órganos.</p>
                    <p>Y cuando estuvieron concluidas estas reformas preliminares, ¡cuán gozosos se
                        hallaban don Genaro y mi tío!</p>
                    <p>Éste, particularmente, parecía que iba a perder el juicio. Traíase a mal
                        traer a todos sus amigos y conocidos obligándoles a que visitasen su
                        despacho y ofreciéndoles sus servicios. Todo el día se lo pasaba mirando el
                        techo, contemplando la pared, abriendo los armarios y volviéndolos a
                        cerrar.</p>
                    <p>¡Qué olor tan grato despedían tantas cosas nuevas! ¡El barniz, el hule, la
                        pintura, la resina de la madera, el húmedo papel recién pegado a la pared!
                        Todo esto lo aspiraba con deleite.</p>
                    <p>Lo único que contrastaba con el exquisito ornato de ambas habitaciones, eran
                        las tres sillas viejas, y casi desfondadas en que nos sentábamos el cuñado
                        de don Genaro, mi tío y yo.</p>
                    <p>Según aseguraba Juan, dos de ellas eran las mismas que habían usado el jefe
                        don Rodríguez y el oficial don López; y la tercera había servido de asiento
                        a don Benigno.</p>
                    <p>La culpa de que aún estuviéramos sirviéndonos de las tales antiguallas, la
                        tenía una maldita instancia que nos había sido denegada.</p>
                    <p>Pero bien mirado, no era la culpa de la instancia, sino que toda la tenían
                        don Genaro y mi tío que la redactaron mal. Sí, señor; ¿por qué se habían
                        propasado a solicitar cuatro sillas? ¡Vea usted! Así es, que como hubiese de
                        entender la sección correspondiente del ministerio, que siendo tres los
                        empleados no necesitaban cuatro sillas, fundada, además, en que la
                        naturaleza humana no varía tanto de país a país, no obstante las
                        exageraciones de los interesados descontentos, hasta el punto de que un solo
                        hombre pudiese sentarse en dos sillas a la vez; atendidos tales y cuales
                        decretos, reales órdenes, reglamentos y demás resoluciones oportunas, denegó
                        lo pedido en la instancia reservando a los solicitantes el derecho que
                        tuvieran a toda ulterior y definitiva resolución.</p>
                    <p>Por lo cual, no encontraron mi tío y don Genaro otro recurso que hacer una
                        nueva instancia en la cual se exponía que siendo tres, en efecto, los
                        empleados de las nuevas oficinas, no se necesitaban más que tres sillas; y
                        que en la anterior instancia había habido tan sólo un yerro de cálculo
                        motivado por la acumulación de negocios y múltiples atenciones en las horas
                        de despacho.</p>
                    <p>Correos después llegó la favorable resolución de lo cual no poco nos
                        holgamos, porque hasta entonces habíamos estado aguantando las burlas y
                        sonrisillas maliciosas de cuantos nos veían embutidos en aquellos grandes
                        butacones de cuero, desfondados ya del todo.</p>
                    <p>Don Genaro había acertado: apenas se concluyó el adorno de las oficinas y se
                        encargó mi tío de despertar el sueño de algunos expedientes, acudían
                        diariamente a nuestro despacho centenares de personas.</p>
                    <p>Los primeros días llegaban casi todos muy asustados, impacientes por
                        averiguar para qué se les citaba, bien por la <seg rend="italic"
                            >Gaceta</seg>, bien por oficios privados. Ya no oía de qué trataban, no
                        tan sólo por hallarme algo apartado y en la otra habitación, sino porque mi
                        tío, fiel imitador de don Genaro, había dado en la manía de tratar sus
                        asuntos con riguroso secreto. Obligaba a todos que se arrimasen mucho a la
                        mesa y le hablasen en voz baja. Tan sólo me era dado ver que unos y otros
                        sonreían, disputaban, movían arriba y abajo, y a un lado y otro la cabeza,
                        que había frecuentes manoseos de hombros, espaldarazos, estrechones de mano,
                        uniones de boca con oreja, de narices con narices, risotadas de alegría,
                        gestos de disimulada cólera, puñadas de impaciencia, y al fin, cuando se
                        despedían de mi tío, los que venían al despacho, éste les aseguraba:</p>
                    <p><said>—Sí, sí; corre todo de mi cuenta pierda usted cuidado: dentro de un par
                            de días es asunto concluido.</said></p>
                    <p>Más que oficina tenía aquello traza de confesionario, pues casi siempre se
                        estaban mi tío y los que llegaban murmurándose qué sé yo qué cosas al oído,
                        e interrumpiendo estas conversaciones tan sólo cuando mi tío subía la
                        escalerilla de espiral para consultar a don Genaro.</p>
                    <p>Días hubo en que los bancos, que por orden de don Genaro y previa la oportuna
                        instancia trasatlántica, se habían colocado cerca de la puerta del despacho,
                        estaban atestados de gente.</p>
                    <p>La puerta de la oficina semejaba una gran linterna mágica: por el estrecho
                        marco iban apareciendo y desapareciendo alternativamente individuos de todas
                        las variedades de la raza humana.</p>
                    <p>Entreteníame horas enteras mirando hacia aquel lugar. Ya aparecía un hombre
                        tan alto que para pasar tenía que inclinar la cabeza, ya era un enanillo que
                        apenas levantaba tres palmos del suelo. Tras de un señor muy robusto,
                        francote y grueso, venía otro pálido ojeroso y retraído. Después de una
                        señora guapa y prendida con tres mil alfileres, asomaba su demacrado rostro
                        y desgarradas ropas un infeliz asiático. Por aquella puertecilla, en fin,
                        pasaban y repasaban blancos, mestizos, negros, chinos, de ambos sexos, de
                        todas edades y de todas las variedades de la raza humana obtenidos por
                        complicados e indescifrables cruzamientos.</p>
                    <p>Yo no sé de qué artes y mañas se valía mi tío para hacer salir del despacho
                        echando pestes a los que entraban tranquilos, pacíficos, risueños y con
                        aquel sosiego que produce el convencimiento íntimo del que no debe ni teme
                        nada, ni tampoco sé de qué otros medios se servía para aplacar, satisfacer y
                        obtener que se retiraran complacidos, los que venían con mirada hosca,
                        bufando, en son de guerra, haciendo mil amenazadores gestos y muecas de
                        irritación y de impaciencia.</p>
                    <p>Algunas veces llegué a temer que allí pasara algo grave con los alborotos que
                        se armaban. El gran medio a que echaba mano mi tío para calmar y contener a
                        los que se propasaban, era decirles con mucho misterio que allá arriba
                        estaba don Genaro, que podía oírlos, incomodarse...</p>
                    <p>Pero ni por ésas.</p>
                    <p><said>—Vayan usted y don Genaro acá y allá</said> —vociferaban los más
                        valientes y tenaces—, <said>yo hago esto y ¡o otro con don Genaro, ¿me viene
                            usted sacando a don Genaro como si fuera a comerme?, que baje y le diré
                            lo que es él. Sigan ustedes embromándome y verán si acudo al capitán
                            general a quejarme de lo que pasa aquí. ¡Pues no faltaba más!</said></p>
                    <p>Mi tío callaba como un muerto; y don Genaro no bajaba a pesar de los mayores
                        alborotos y de todas las incitaciones e insultos; unas veces alzaba los
                        hombros y otras decía con la mayor frescura que no había oído nada. Y como
                        los periódicos aludiesen algo a los abusos que ocurrían y se toleraban en su
                        oficina, aseguraba que no los leía ni le importaba nada cuanto dijesen: ¡Él
                        había de marcharse pronto, conque así...! ¡Bah! ¡Buena música celestial la
                        de la prensa! ¡País de pillos!, ¿eh?, ¡de pillos!</p>
                    <p>Mas no se crea que esto ocurría diariamente, ocurría tan sólo cuando mi tío
                        tenía por conveniente asistir a la oficina, esto es, cuando no se lo impedía
                        la conquista de la bella hija del millonario don Fulgencio. Habíame
                        encargado que a cuantos preguntasen por él, durante sus repetidas ausencias,
                        les dijese que se hallaba desempeñando una comisión de servicio, o con
                        licencia, y que tuvieran la bondad de volver el día siguiente.</p>
                    <p>Pero el cuñado de don Genaro se entremetía a dar contestaciones tan
                        disparatadas, que ponían bizcos a los que las oían; todo con objeto de que
                        se le creyera a él más enterado que a mí de los asuntos de las oficinas.</p>
                    <p>Importábame muy poco esta intrusión de mi compañero de oficina, porque como
                        yo no estaba allí más que por obedecer a mi tío y don Genaro, y no me
                        proponía medrar, no tenía que afanarme por atraerme con oficiosidades, las
                        simpatías de los que tenían negocios por allí.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIX.</head>
                    <head>Percances amorosos</head>
                    <p>Alertado por la buena marcha que seguían los asuntos de las oficinas y el
                        prestigio y posición que en ellas había adquirido fue madurando mi tío el
                        proyecto de dar un golpe de mano maestro que hiciese subir algunos grados
                        más la consideración de don Genaro y la admiración de cuantos le
                        conocían.</p>
                    <p>Por eso fue que sin dar cuenta a nadie de sus propósitos, caminando con paso
                        firme se llegó aquel día a los umbrales de la casa de la bella Aurora,
                        cantando el <seg rend="italic">Trágalo</seg> para acopiar valor.</p>
                    <p>El portero que vio aquel señor joven y elegante, se llegó a él y le
                        ofreció:</p>
                    <p><said>—¿Desea usted que toque el timbre o subo a avisar a don Fulgencio? Tan
                            sencilla pregunta bastó para echar por tierra toda la serenidad de ánimo
                            de mi tío. No había pensado en esto.</said></p>
                    <p><said>—Pues..., toque usted el timbre</said> —contestó maquinalmente.</p>
                    <p>El portero estiró la mano hacia el cordón de !a campanilla e iba a tirar de
                        él con fuerza, cuando mi tío le contuvo.</p>
                    <p><said>—No, no haga usted ruido, será mejor que avise usted a don Fulgencio
                            que un primo del excelentísimo e ilustrísimo señor don Genaro de los
                            Dées desea hablarle.</said></p>
                    <p>El portero, así que oyó aquella retahila de títulos, se quitó la gorra y
                        tornóse más respetuoso aún.</p>
                    <p>Cuando el criado desapareció en un recodo de la escalera sintió mi tío que le
                        palpitaba el corazón con más actividad.</p>
                    <p>Arrimado al primer balaústre de la escalera admiraba el vestíbulo de la casa,
                        hermoso, aseado, elegante y a la vez sencillo. Sus paredes, blanqueadas con
                        cal, estaban cubiertas, hasta poco más de la altura de un hombre, de blancas
                        losas que servían de ancha cenefa, en la cual, como en un mal espejo, se
                        veía retratado mi tío con las piernas, brazos y rostro completamente
                        desfigurados.</p>
                    <p>Aquel maldito barniz vitreo de las losetas contribuía a arrebatarle el valer
                        que le daba la presunción de sus buenas formas y de su elegancia.</p>
                    <p>Y para no preocuparse mucho con esta idea púsose a tararear nuevamente el
                            <seg rend="italic">Trágala</seg> y a refrescarse el rostro con el
                        pañuelo.</p>
                    <p>El portero reapareció por la escalera e indicó a mi tío:</p>
                    <p><said>—Puede usted subir; ya avisé a don Fulgencio y dice que le espere un
                            momentico en la sala.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, si está ocupado volveré otro día, para mí es lo
                        mismo.</said></p>
                    <p>¡Cuánto hubiera dado mi tío porque don Fulgencio estuviera ocupado! Mas el
                        portero le quitó todo medio de excusarse, instándole, cortés y
                        respetuosamente, a que subiera.</p>
                    <p>A medida que subía mi tío las escaleras sentía que también le iba subiendo el
                        corazón: cuando llegó arriba creyó tenerlo en la garganta. Faltábale la
                        respiración.</p>
                    <p>Y para colmar su desaliento salió a recibirle la bella Aurora.</p>
                    <p>¡Qué ocasión para advertir a la joven el asunto de que venía a tratar con don
                        Fulgencio! Quiso hablar, quiso decirle un millar de frases y no pudo
                        articular una sola palabra, como si súbita parálisis le impidiera mover la
                        lengua.</p>
                    <p><said>—Pase usted adelante</said> —díjole graciosamente la joven afectando no
                        conocerle.</p>
                    <p>Volvió mi tío a verse acometido de irresistibles deseos de echar a correr
                        escaleras abajo.</p>
                    <p>Pero Aurora le desarmó, rogándole con sonrisa encantadora que tuviera la
                        bondad de sentarse hasta que saliese a recibirle su papá. Sentóse mi tío en
                        un ancho canapé situado en un extremo de la sala. Era ésta una hermosa
                        pieza: su suelo de blanco mármol muy pulido semejaba tranquila superficie de
                        un lago de ópalo en el cual se dibujaban, levemente, los pies dorados de los
                        sillones y sillas y también sus asientos y respaldos de damasco verde. Sobre
                        consolas de alabastro veteado y ornadas con grandes jarrones de porcelana,
                        coronados de sendos ramilletes y guirnaldas de flores de estambre, alzábanse
                        dos claros y valiosos espejos. Los rayos solares penetraban por coloreados
                        vidrios de caprichosos medios puntos y por varias persianas diafanizándolo
                        todo con su hermosa luz.</p>
                    <p>Cuatro guerreros de bronce, de tamaño poco menor que el natural de una
                        persona, y armados de todas sus armas, estaban colocados en las cuatro
                        esquinas y sostenían en el extremo de sus aceradas alabardas bombillos
                        labrados y de forma primorosa.</p>
                    <p>Una gran lámpara, cargada de poliedros y prismas de transparente cristal, se
                        alzaba en el centro reflejando y destellando, en sus facetas, la luz de los
                        rayos solares que pasaban a través de los medios puntos de vidrios
                        coloreados.</p>
                    <p>Sobre las puertas había cornisas de ébano de las cuales bajaban cortinas de
                        ligerísimo género abiertas en forma de pabellón y recogidas graciosamente
                        con grandes lazos de raso azul.</p>
                    <p>Bajo la lámpara del centro había una gran bola de cristal, en cuya superficie
                        se veía retratado mi tío con la cabeza y las manos enormemente abultadas y
                        con los carrillos tan redondos que si así los tuviera en realidad no habría
                        más que tocarlos para que estallaran. Todo aquel lujo que ante su vista
                        tenía mi tío no lo examinaba ciertamente con la fruición que siempre
                        producen en el ánimo los buenos objetos de la industria o del arte, sino que
                        sentía hacia todo ello cierto respeto rayano en la veneración.</p>
                    <p>Sentíase como encogido. ¡Y luego, aquella maldita bola roja colgada bajo la
                        lámpara que le desfiguraba tanto el rostro!</p>
                    <p>En un extremo de la sala, cerca de un piano cerrado, hablaban y reían dos
                        bellísimas jóvenes, con las cuales fue a reunirse Aurora, después que hizo
                        los cumplimientos de rigor a mi tío. Sostenían las jóvenes un vivo diálogo.
                        Y las miradas a hurtadillas, las sonrisas y cuchicheos eran tan
                        significativos, no obstante todo el disimulo que procuraban, que mi tío para
                        mayor tribulación hubo de entender que aquella conversación no podía
                        referirse más que a él.</p>
                    <p>Hundíase las carnes de las pantorrillas en el filo del asiento hasta sentir
                        fuerte dolor, quería reducirse, aplastarse, ya no sabía qué hacer ni dónde
                        meterse.</p>
                    <p>Abrióse una dorada mamparilla y por ella salió a la sala don Fulgencio
                        precedido de un perrillo muy fino de lana, que al reparar a mi tío comenzó a
                        ladrarle con fiereza.</p>
                    <p>Don Fulgencio saludó primero a las amigas de su hija, se estuvo hablando con
                        ellas jovialmente breve rato y se dirigió luego hacia el canapé en que se
                        hallaba sentado mi tío, fingiendo también no conocerle y disimulárselo el
                        desagrado que le causó verle en su casa. Hallábase mi tío en tan infeliz
                        disposición de ánimo que creía que cuanto le acontecía era precisamente todo
                        lo contrario de lo que había pensado.</p>
                    <p>Decididamente: había meditado muy poco este paso que se había atrevido a dar.
                        ¡Si hubiera podido inventar cualquier patraña, por ejemplo que...!</p>
                    <p>No; no podía inventar nada, ya no había lugar. Don Fulgencio, de pie delante
                        de él, le tendía la mano en señal de franca cordialidad.</p>
                    <p><said>—Usted dirá en qué puedo servirle.</said></p>
                    <p>Mi tío se había estudiado un pequeño discurso que poco más o menos comenzaba
                        así:</p>
                    <p><said>—El matrimonio, esa unión santa que garantiza la felicidad doméstica y
                            asegura la paz eterna de la familia, base de toda sociedad...</said></p>
                    <p>Y algo más que a él le pareció muy elocuente y oportuno; pero no tuvo valor
                        para decirlo.</p>
                    <p>Lo que dijo, en cambio, fue una verdadera improvisación:</p>
                    <p><said>—Yo, señor don Fulgencio, pertenezco a una familia muy buena que cuenta
                            con algunos títulos de nobleza. Los Cuevas nos hallamos entroncados con
                            la familia del marqués de Casa-Vetusta, una de las más antiguas y más
                            limpias de España, de ella no oirá usted decir lo que de otras. Yo soy
                            un hombre honrado, trabajador, no entro en negocios sucios que puedan
                            comprometerme y manchar mi reputación. El sueldo que tengo me alcanza
                            para vivir con toda comodidad; puede usted informarse por mi primo don
                            Genaro de los Dées.</said></p>
                    <p><said>—Y bien, hijo, no veo dónde irá usted a parar. No me gustan los rodeos;
                            hable usted con franqueza</said> —interrumpió sonriendo benévolamente
                        don Fulgencio.</p>
                    <p>Mi tío permaneció silencioso, sentía alivio de la congoja en que se hallaba
                        pellizcándose con fuerza la barba y oprimiéndose un pie con el otro.</p>
                    <p>Luego continuó:</p>
                    <p><said>—Yo he llevado relaciones amorosas con vuestra hija...</said></p>
                    <p><said>—¡Relaciones amorosas con mi hija!</said> —interrumpió verdaderamente
                        asombrado don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—Sí, señor</said> —repuso mi tío algo más animado—, <said>pido a usted
                            mil perdones, pero usted comprenderá que es cosa que tiene que suceder
                            entre los jóvenes. Yo la amo a ella, ella me ama a mí.</said></p>
                    <p>Don Fulgencio no atendía a las palabras de mi tío. Estaba pensativo. No
                        atinaba en que ocasión, en que puntos, de que medios se habría valido aquel
                        hombre para llevar relaciones con su hija sin que él llegase a saberlo, pues
                        sus constantes decretos habían sido siempre apartarla, aislarla, de todo
                        roce que pudiera estorbar su educación, distraerla de sus estudios y más que
                        todo cuidaba de que nadie pudiera robarle el objeto de su cariño
                        paternal.</p>
                    <p>Nada importaban a mi tío las cavilaciones de don Fulgencio, y continuó:</p>
                    <p><said>—Nadie ama ni amará a Aurorita como yo, señor don Fulgencio, eso lo
                            juro como hay Dios. Si nos casamos hemos de ser muy felices.</said></p>
                    <p><said>—Vamos poco a poco, señor mío</said> —interrumpió don Fulgencio
                        saliendo de su distracción—; <said>no creo que mi hija haya correspondido
                            ese amor, ni que haya mantenido esas relaciones sin consultarlo conmigo,
                            que desde que murió su madre soy más que padre, un verdadero compañero y
                            amigo suyo.</said></p>
                    <p>Don Fulgencio hablaba conmovido a su pesar.</p>
                    <p><said>—Es preciso antes de todo</said> —prosiguió— <said>que usted diga
                            también a mi hija lo que acaba de decirme a mí; se lo ruego.</said></p>
                    <p>Y alzando un poco más la voz llamó a Aurora, la cual, un tanto preocupada,
                        había dejado de hablar con sus amigas.</p>
                    <p>Mi tío se armó de valor.</p>
                    <p>Aurora se llegó al lado de su padre, y al notar su severo semblante, se creyó
                        culpable de una gran falta.</p>
                    <p>Hubo un instante de penoso silencio.</p>
                    <p>Las amigas de Aurora suspendieron su charla y miraban con marcada curiosidad
                        aquella escena que pasaba en el extremo opuesto de la sala.</p>
                    <p><said>—Y bien, caballero ¿no entera usted a mi hija del motivo por que ha
                            venido aquí?</said></p>
                    <p>Mi tío obedeció.</p>
                    <p><said>—Yo he llevado relaciones amorosas con esta señorita, yo la quiero y
                            ella me quiere también a mí. Yo soy un hombre honrado, trabajador y que
                            haré feliz a la que...</said></p>
                    <p><said>—¿Es cierto lo que dice este señor, Aurora?</said> —preguntó don
                        Fulgencio.</p>
                    <p>La joven no se movió: tenía los ojos bajos; los labios contraídos y los ojos
                        turbios ya por las lágrimas.</p>
                    <p><said>—Respóndeme, hija, ya que no lo he sabido antes, debo saberlo ahora.
                            ¿Oíste lo que ha dicho este señor?, ¿es cierto?</said></p>
                    <p>La joven estaba abochornada y sufría indecibles torturas. No tenía fuerzas ni
                        para afirmar ni para negar.</p>
                    <p>Don Fulgencio apoyó el codo en el brazo del sillón, la barba en la palma de
                        su mano y quedó mirando fija y severamente a su hija.</p>
                    <p>Aurora no pudo resistir más y prorrumpió en llanto y sollozos.</p>
                    <p>Don Fulgencio la estrechó dulcemente por el talle y la llevó hacia la dorada
                        mamparilla que a poco traspusieron los dos.</p>
                    <p>Mi tío volvió a quedar esperando en medio de aquella vasta sala. Sentíase ya
                        con más entereza de ánimo y hallábase enorgullecido de haber podido dar al
                        traste su maldita cortedad.</p>
                    <p>Celebrábase él mismo su osadía.</p>
                    <p>¡Qué golpe para don Genaro!, ¡cómo habrían de tenerlo por un chico listo sus
                        compañeros cuando se enterasen de este paso que daba!</p>
                    <p>Don Fulgencio reapareció por la mamparilla.</p>
                    <p>Mi tío sonreía satisfecho.</p>
                    <p>Pero don Fulgencio no volvió a su asiento de esta vez, sino que se acercó
                        mucho a mi tío, y poniéndole familiarmente la mano sobre los hombros, le
                        preguntó:</p>
                    <p><said>—¿Conque, señor mío, está usted enteramente convencido de lo que me ha
                            dicho?</said></p>
                    <p>Esta simple acción del padre de Aurora bastó para desorientar por completo el
                        rumbo que seguían las ideas de mi tío, el cual apenas se atrevió a alzar la
                        vista hasta el rostro de don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—¿No respondéis?</said> —interrogó éste.</p>
                    <p><said>—Sí, respondo</said> —contestó mi tío fingiendo serenidad—,
                            <said>vuestra hija me quiere y yo la quiero a ella como nadie podrá
                            quererla.</said></p>
                    <p><said>—Conque... tenemos que... ha correspondido a vuestro cariño</said> —
                        murmuró con sorna don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—Sí, señor.</said></p>
                    <p><said>—Vamos por partes, lo requiere así el asunto, éstas son cosas muy
                            graves</said> —repuso aquél sentándose frente a mi tío—, <said>¿y qué
                            edad tiene usted, hijo?</said></p>
                    <p><said>—Veinticinco.</said></p>
                    <p>Don Fulgencio observó los asomos de calvicie prematura que ya se marcaban
                        claramente sobre la frente de mi tío y le compadeció.</p>
                    <p>Verdad que la tal calvicie era prematura; pero no tanto que comenzase en la
                        edad indicada, pues mi tío tenía ya sus treinta y tres muy cumplidos.</p>
                    <p>Quedó don Fulgencio breve rato pensativo y dijo:</p>
                    <p><said>—Aurora tiene quines, le lleváis diez, no es poco: pero, ¡no importa!
                            Je, ¿y a qué familia pertenecéis? Todas estas preguntas son
                            indispensables como usted comprenderá...</said></p>
                    <p><said>—Pues yo pertenezco a una de las principales familias del pueblo de
                            C...; tiene varios títulos de nobleza; el marqués de Casa-Vetusta es
                            pariente mío.</said></p>
                    <p><said>—¿Y su apellido?</said></p>
                    <p><said>—Cuevas.</said></p>
                    <p><said>—Efectivamente, conozco muchas familias de Cuevas...</said></p>
                    <p>Las palabras de don Fulgencio, muy naturales y hasta benévolas contrastaban
                        con la sarcástica expresión de su semblante, de tal suerte que a ratos se
                        hallaba mi tío bastante indeciso sobre si debía contestar con acritud o
                        suavidad las preguntas que le hacía.</p>
                    <p>Las últimas palabras las dijo don Fulgencio con cierta sonrisilla
                        desesperante.</p>
                    <p>Mi tío rabiaba interiormente de lo lindo: ya no le valía apretar con fuerza
                        el bajorrelieve del asiento de la silla.</p>
                    <p><said>—¿Y no me habéis dicho también que erais primo de don Genaro?</said> —
                        preguntó don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—Sí, señor; el excelentísimo e ilustrísimo señor don Genaro de los
                            Dées, es primo mío. Me distingue sobremanera; bien es verdad que yo no
                            lo quiero a él menos.</said></p>
                    <p><said>—Supongo que usted cuenta con algunos medios..., ya sabe usted que con
                            sólo el cariño no pueden atenderse las necesidades de la
                        vida.</said></p>
                    <p><said>—Yo le diré a usted, señor don Fulgencio, yo soy un hombre honrado;
                            tengo un sueldo, que aunque es verdad que por ahora sólo me sirve para
                            pasar cómodamente la vida, el año que viene ganaré más porque me
                            ascenderán a un empleo mejor. Así me lo han asegurado don Genaro y el
                            señor marqués de Casa-Vetusta.</said></p>
                    <p><said>—Bien; tratemos del presente, joven, el porvenir es muy
                        dudoso.</said></p>
                    <p><said>—Al presente, señor don Fulgencio, yo puedo proporcionar a su hija
                            cuantas comodidades tiene en esta casa. Además, ella es rica y
                            tiene...</said></p>
                    <p><said>—Permítame, joven, no nos apresuremos; tratemos la cuestión por partes.
                            ¿Ha tenido usted en cuenta, al hacer sus cálculos los recursos de mi
                            hija?</said></p>
                    <p>Don Fulgencio recalcó esta palabra: cálculo.</p>
                    <p>Mi tío lo comprendió.</p>
                    <p><said>—No he hecho cálculos</said> —argüyó con valentía inusitada—; <said>he
                            atendido únicamente a mi cariño.</said></p>
                    <p>Don Fulgencio sonrió.</p>
                    <p>Vehementísimos fueron en este momento los deseos que tuvo mi tío de echar
                        mano a su sombrero y marcharse para evitar la mirada y los gestos burlones
                        de su interlocutor.</p>
                    <p>Pero nuevas preguntas de éste le volvieron más paciente y hasta le
                        proporcionaron levísima esperanza.</p>
                    <p><said>—Todavía no sé, a derechas, con qué bienes de fortuna cuenta usted para
                            contraer matrimonio con mi hija, qué oficio, qué carrera, de qué renta
                            dispone, en fin, ya sabe usted que a mí me gusta hablar
                        claro.</said></p>
                    <p><said>—Yo, repito, señor don Fulgencio, que soy empleado; gano buen sueldo;
                            poco me faltó para conseguir el título de bachiller; soy discípulo de
                            don Mateo, usted debe conocerlo, es muy renombrado y celebrado. Yo
                            espero además tener, dentro de poco, un buen destino: así me lo han
                            prometido personas muy influyentes en Madrid.</said></p>
                    <p><said>—Le diré, señor mío; entre nosotros un empleo no es cosa segura, a lo
                            mejor le dejan a usted cesante...</said></p>
                    <p><said>—Pero Aurora es rica; yo de mí no me ocupo, señor don Fulgencio;
                            trabajaré en cualquier oficio con gusto: lo que me importa es que ella
                            esté siempre mejor que una princesa.</said></p>
                    <p><said>—Mire usted, joven</said> —prosiguió don Fulgencio en su sarcástico
                        tonillo—, <said>no piense usted jamás en los bienes que al matrimonio puede
                            traer una mujer. Yo no me casé hasta que no tuve recursos propios, esto
                            es, un capital que asegurase el pan de mi familia. Hay otra cosa,
                            además, con la que debe contarse; y es con la voluntad de la mujer que
                            se pretende elegir por esposa. Esto es lo primero. Y usted, señor mío,
                            ha prescindido de una cosa tan esencial. Mi hija dice que la única carta
                            con que ha contestado las muchas que usted se ha atrevido a dirigirle,
                            fue para rogarle que desistiera de sus propósitos.</said></p>
                    <p>Ya no pudo sufrir mi tío por más tiempo la ironía de su interlocutor. Se puso
                        de pie; y se hubiera retirado, si comprendiéndolo a tiempo don Fulgencio, no
                        lo hubiera contenido:</p>
                    <p><said>—Un momento más, joven</said> —le dijo—, <said>acostumbro terminar mis
                            asuntos una vez empezados.</said></p>
                    <p>Y llegándose hasta la mamparilla llamó a su hija.</p>
                    <p>La bella Aurora, obedeciendo a su padre, se sentó en una silla frente a mi
                        tío.</p>
                    <p><said>—Repite delante de este caballero lo que acabas de decirme, hija mía.
                            Aurora, con los ojos bajos y en voz apenas perceptible,
                        balbuceó:</said></p>
                    <p><said>—Este caballero me ha escrito varias cartas..., pero yo no he
                            contestado ninguna..., la única fue el otro día..., y le decía en ella
                            que no estaba para corresponder su amor sino para educarme.</said></p>
                    <p>Mi tío se sintió entonces acometido del traidor deseo de insultar a don
                        Fulgencio, y a su hija, y armar allí un gran escándalo para salir más airoso
                        del atolladero en que se había metido. Pensaba en las bromas que le armarían
                        sus compañeros cuando supieran los apuros que estaba pasando en aquellos
                        momentos.</p>
                    <p><said>—Yo no debí ocuparme de una chiquilla, la culpa es mía</said> —dijo,
                        afectando dignidad con gesto teatral.</p>
                    <p>Don Fulgencio rió de buena gana.</p>
                    <p>Ya mi tío no pudo sufrir más, se levantó del asiento con tanta impaciencia y
                        con tan mal modo, que agotó todo el buen humor de don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—¡Hola!, ¿esas tenemos?, ¿y cree usted que cualquiera puede
                            introducirse en una casa a molestar con estas tonterías?, ¿en qué país
                            vivimos, amigo mío?</said></p>
                    <p><said>—Bien, quede esto así</said> —se atrevió a replicar mi tío.</p>
                    <p>Y poniéndose el sombrero con gesto insolente bajó la escalera.</p>
                    <p>Don Fulgencio le siguió, y lleno de cólera hablaba, esforzando por grados la
                        voz, de suerte, que a medida que se alejaba mi tío, llegaban hasta él
                        claramente las palabras.</p>
                    <p><said>—¿Pues qué se habrán creído estos pelagatos?, ¿qué porque tienen un
                            destinillo de tres al cuarto y se visten elegantemente y van al teatro,
                            ya pueden sonsacar nuestras hijas y hablarnos, presuntuosamente, a los
                            padres? ¡Pues no es mala ocurrencia la del mequetrefe!, ¡ni por la
                            imaginación me pasó que viniera a hablarme de semejante cosa cuando le
                            vi ahí, tan estirado, tan satisfecho!</said></p>
                    <p>Mi tío, al verse herido tan cruelmente en su amor propio, se detuvo en mitad
                        de la escalera y bramó rabiosamente:</p>
                    <p><said>—Yo no he venido a esta casa a dar malos ratos a nadie: he venido con
                            propósitos honrados.</said></p>
                    <p>Pero don Fulgencio había llegado ya a tal grado de exaltación que nada
                        oía.</p>
                    <p><said>—¿Cuándo os he conocido...?, ¿quién sois...?, ¿qué derecho tenéis para
                            venir a incomodarme...? Mi hija no ha correspondido ese cariño que usted
                            le brindaba..., lo juro..., idos..., marchaos..., no quiero veros más en
                            mi casa.</said></p>
                    <p>Y estas palabras fueran acompañadas por los ladridos del pequeño perrito de
                        lana, que al ver los gestos de cólera de don Fulgencio, comenzó a mostrar
                        también su odio contra el intruso.</p>
                    <p>Una vez bajó el animalillo hasta muy cerca de los escalones en que se hallaba
                        mi tío, y éste, con todo disimulo, procuró arrimarle un bastonazo, pero no
                        le alcanzó.</p>
                    <p>Cuando mi tío volvió a ver su imagen mal trazada en el barniz vitreo de las
                        losetas del zaguán sintió un pequeño escrúpulo o remordimiento.</p>
                    <p>Ojalá no hubiera pasado de allí, siquiera no retrataban las blancas losetas
                        tan grotescamente su figura como aquella maldita bola roja colgada bajo la
                        lámpara de la sala.</p>
                    <p>Dos o tres pasos más allá del umbral de la casa, al refrescar la brisa su
                        rostro sofocado, sonrió y púsose a cantar el <seg rend="italic"
                            >Trágala</seg> que tanto valor le había dado momentos antes.</p>
                    <p>Luego alzó los hombros, se echó a reír y pensó:</p>
                    <p><said>—Bien, quede esto así</said> —se atrevió a replicar mi tío.</p>
                    <p>Y poniéndose el sombrero con gesto insolente bajó la escalera.</p>
                    <p>Don Fulgencio le siguió, y lleno de cólera hablaba, esforzando por grados la
                        voz, de suerte, que a medida que se alejaba mi tío, llegaban hasta él
                        claramente las palabras.</p>
                    <p><said>—¿Pues qué se habrán creído estos pelagatos?, ¿qué porque tienen un
                            destinillo de tres al cuarto y se visten elegantemente y van al teatro,
                            ya pueden sonsacar nuestras hijas y hablarnos, presuntuosamente, a los
                            padres? ¡Pues no es mala ocurrencia la del mequetrefe!, ¡ni por la
                            imaginación me pasó que viniera a hablarme de semejante cosa cuando le
                            vi ahí, tan estirado, tan satisfecho!</said></p>
                    <p>Mi tío, al verse herido tan cruelmente en su amor propio, se detuvo en mitad
                        de la escalera y bramó rabiosamente:</p>
                    <p><said>—Yo no he venido a esta casa a dar malos ratos a nadie: he venido con
                            propósitos honrados.</said></p>
                    <p>Pero don Fulgencio había llegado ya a tal grado de exaltación que nada
                        oía.</p>
                    <p><said>—¿Cuándo os he conocido...?, ¿quién sois...?, ¿qué derecho tenéis para
                            venir a incomodarme...? Mi hija no ha correspondido ese cariño que usted
                            le brindaba... , lo juro..., idos..., marchaos..., no quiero veros más
                            en mi casa.</said></p>
                    <p>Y estas palabras fueron acompañadas por los ladridos del pequeño perrito de
                        lana, que al ver !os gestos de cólera de don Fulgencio, comenzó a mostrar
                        también su odio contra el intruso.</p>
                    <p>Una vez bajó el animalillo hasta muy cerca de los escalones en que se hallaba
                        mi tío, y éste, con todo disimulo, procuró arrimarle un bastonazo, pero no
                        le alcanzó.</p>
                    <p>Cuando mi tío volvió a ver su imagen mal trazada en el barniz vitreo de las
                        losetas del zaguán sintió un pequeño escrúpulo o remordimiento.</p>
                    <p>Ojalá no hubiera pasado de allí, siquiera no retrataban las blancas losetas
                        tan grotescamente su figura como aquella maldita bola roja colgada bajo la
                        lámpara de la sala.</p>
                    <p>Dos o tres pasos más allá del umbral de la casa, al refrescar la brisa su
                        rostro sofocado, sonrió y púsose a cantar el <seg rend="italic"
                            >Trágala</seg> que tanto valor le había dado momentos antes.</p>
                    <p>Luego alzó los hombros, se echó a reír y pensó:</p>
                    <p><said>—¡Tontería!, di más bien una barbaridad</said> —replicó mi tío
                        fingiendo reír para disipar la mala impresión que pudieran causar sus
                        palabras a don Genaro.</p>
                    <p><said>—Hablemos con seriedad, Vicente, éste es un asunto muy delicado y
                            debemos ir en él con mucho tiento. No andes con rodeos para decirme las
                            cosas, ya sabes que soy un hombre franco y que a nadie oculto mis
                            pensamientos, ¿eh?</said></p>
                    <p>Animado por estas palabras de su generoso protector, contó sin embozo mi tío
                        cuanto le había sucedido en casa de don Fulgencio. Estúvole escuchando don
                        Genaro con gran atención y aparentando indiferencia; pero como estaba
                        aquella tarde de muy mal humor, por causa de una mala noticia, necesitaba
                        desahogar su cólera; y haciendo gestos de impaciencia, la emprendió con mi
                        tío, diciéndole estas incoherentes frases:</p>
                    <p><said>—Te has hundido..., me has hundido..., es decir, no, te has hundido tú
                            sólo..., pues... a mí, ¿qué me importa que te cases o no? Has sido un
                            necio; no has querido seguir mis consejos..., ¿dónde hallarás otra
                            Aurora, otra más rica...?, ¿y qué dirá don Fulgencio...?, ¿le hablaste
                            de mí?, ¡por supuesto! Andas por ahí diciendo a boca llena que soy tu
                            primo. Habla..., contesta...</said></p>
                    <p><said>—Sí</said> —replicó mi tío—, <said>como me rogó !e dijese a qué familia
                            pertenecía, te nombré a ti, primo; por cierto que no sé si tendrás
                            alguna enemistad con don Fulgencio, pero al oír tu nombre noté su
                            disgusto...</said></p>
                    <p><said>—A fe que eres un tonto de remate, Vicente. Si don Fulgencio puso mal
                            gesto, no fue por mí sino por ti, pensaba que eres un babieca. Y estaría
                            admirado de la paciencia mía al tenerte a mi lado. Don Fulgencio y yo
                            somos dos buenos y antiguos amigos. Él me debe muchos favores: siempre
                            me he afanado en complacerle y servirle sin ningún interés, ¿eh? Ya iré
                            yo a hablar con él y aclarárselo todo. No deben perjudicarme a mí tus
                            sandeces.</said></p>
                    <p>Mi tío quedó atolondrado con aquella tempestad de desconcertadas frases que
                        se le vino encima.</p>
                    <p>Mientras tanto, don Genaro, fatigado con los violentos gestos que había hecho
                        para hablar, se paseaba de un lado a otro de la habitación moviendo a ratos
                        la cabeza.</p>
                    <p>Pero a poco se olvidó completamente de que estaba presente mi tío. Otro
                        asunto le interesaba mucho más, como lo daba a entender la mímica que
                        acompañaba sus monólogos mentales.</p>
                    <p>Cuando mi tío se despidió de él, con intención de dar tiempo a que pasase
                        aquella tormenta y quitarle el enojo el día siguiente en la oficina, don
                        Genaro ni le oyó ni reparó que se retiraba.</p>
                    <p>Seguía profundamente preocupado.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XX.</head>
                    <head>Desalojamiento general</head>
                    <p>Al entrar en las oficinas, el día siguiente, ya se llevaba estudiado mi tío
                        el modo de quitar el enfado a su querido protector; pero antes de llegar a
                        su despacho quedó asombrado: creyó que había errado el camino. Todo había
                        sufrido allí una profunda variación; parecía que todo lo habían barrido,
                        volteado, trastocado: nada ocupaba el lugar que el día anterior. Mesas,
                        sillas, hombres, hallábase todo revuelto confusamente: aquello semejaba un
                        enorme hormiguero en batalla. Por unas partes se trasteaba, se registraba;
                        por otras nada se hacía, pues no se encontraban las llaves de los
                        departamentos y armarios. Las vigas del techo, las losas del suelo, las
                        ventanas, los muebles, convencieron a mi tío de que las oficinas eran las
                        mismas; pero no atinaba qué de extraordinario ocurría en ellas que le
                        quitaban su normal aspecto.</p>
                    <p>Parecía que sobre las oficinas había descargado su tremendo estornudo un
                        gigante colosal esparciendo ¡o que en ellas había, con el aire lanzado por
                        sus narices.</p>
                    <p>También yo, que acompañaba a mi tío, me hallaba desconcertado por
                        completo.</p>
                    <p>Nos dirigimos a nuestro despacho y quedamos más desorientados aún. En el
                        lugar en que acostumbrábamos sentarnos había otras personas extrañas que nos
                        miraban burlescamente y que registraban hasta los últimos rincones de las
                        gavetas como para convencernos de que ya ellos eran los dueños y que
                        nosotros nada podíamos mandar allí.</p>
                    <p>Pero lo que nos afectó hondamente, fue el derribo de la escalerilla de
                        espiral que tantas cavilaciones costó a don Genaro y tantos informes a mi
                        tío. Cuatro o seis trabajadores las tenían emprendidas con ella, quién a
                        hachazos contra el espigón principal, quién amontonaba escalones
                        colocándolos en la cabeza, quién formaba entre sus brazos haces de
                        balaustres, todos iban destruyendo sacrilegamente aquella magna obra,
                        orgullo de don Genaro y de mi tío; y luego, aquellos trabajadores crueles se
                        salían del despacho cargados con los despojos de la escalera semejando un
                        cordón de grandes hormigas que acopiaban provisiones.</p>
                    <p>A mi tío se le aguaron un tanto los ojos. Y yo no atinaba con la causa de
                        aquel tenaz derribo.</p>
                    <p>Subimos al despacho de don Genaro y allí tuvimos nueva y más desagradable
                        sorpresa. El lugar de don Genaro lo ocupaba un señor más tieso aún, más
                        serio y más altanero que nuestro ilustre protector. No sabíamos qué hacer.
                        No encontramos en torno nuestro una cara amiga; todos eran desconocidos.</p>
                    <p>A mi tío se le ocurrió una buena idea.</p>
                    <p><said>—Bajemos a preguntar a Juan</said> —dijo.</p>
                    <p>Y con efecto, bajamos, entramos en el cuarto del antiguo portero y
                        encontramos a éste con igual semblante que un general vergonzosamente
                        derrotado el día anterior.</p>
                    <p>El pobre Juan hallábase amarrando varios baúles y líos de ropa y colocándolos
                        en un coche de plaza que había llamado. Primero colocó de través el catre;
                        luego los baúles y líos de modo de poder sentarse sobre el fuelle
                        completamente echado.</p>
                    <p>Cuando nos vio Juan, sus ojos se le arrasaron de lágrimas: echó los brazos al
                        cuello a mi tío y hasta que no dominó sus sollozos no pudo pronunciar estas
                        palabras:</p>
                    <p><said>—¡Nos echan, señor don Vicente, nos echan...!</said></p>
                    <p><said>—Pero, ¿qué pasa aquí, Juan?</said> —exclamó alarmado mi tío.</p>
                    <p><said>—Nada, señor..., que ha caído el ministerio.</said></p>
                    <p>En un rincón del zaguán había varios gatos, sentados sobre sus patas
                        traseras, que miraban fijamente a Juan con aquellos ojos verdeclaros como si
                        fueran de grueso vidrio iluminado por detrás.</p>
                    <p><said>—¡Y qué crisis tan fuerte:</said> —prosiguió el condolido Juan—,
                            <said>¡por mi madre que no he visto, en más de cincuenta años que llevo
                            aquí, un golpe de estado que más se haya sentido! A don Benigno y a mí
                            siempre nos habían respetado. Parecía que nos tenían olvidados y que por
                            eso no nos nombraban para nada en la <seg rend="italic">Gaceta</seg>.
                            ¡Quiero ver si el jefe de portería que venga después de mí trabajará
                            tanto como yo he trabajado; y si cuidará los papeles y los gatos como
                            los he cuidado yo: y va a hacer baldear todos los sábados por la noche
                            las oficinas como lo he hecho yo desde que aquí estoy sin faltar un solo
                            sábado. Así se lamentaba entre sollozo y sollozo el viejo Juan, y como
                            reparase en los gatos, que le veían sufrir y sin embargo permanecían
                            impasibles, echó mano a un cajón vacío y arrojándoselo, con rabia,
                            gritó:</said></p>
                    <p><said>—¡Estos malos bichos son los únicos que quedan!, ¿y qué me miran?,
                            ¿tengo por ventura monos en la cara...?, ¡zape, gatos...!, ¡ya sabréis
                            ahora lo que es morir de hambre!</said></p>
                    <p>Diéronse a correr despavoridos los pobres animales, y Juan renegaba de no
                        haberles roto el espinazo a todos ellos.</p>
                    <p>Cuando se calmó, le preguntó mi tío:</p>
                    <p><said>—Dime, Juan, ¿por qué están destruyendo nuestra escalerilla de
                            espiral?</said></p>
                    <p><said>—Porque, según he oído decir, que no estoy muy seguro de ello, este
                            ministerio desaprueba todo lo que hizo el anterior.</said></p>
                    <p>Entró don Genaro en estos momentos en la oficina, habló algunas palabras en
                        voz baja con Juan, el ex jefe de portería, siguió luego su camino, y al
                        pasar por nuestro lado, fingió no reparar en nosotros o no conocernos.</p>
                    <p>Mi tío, sin embargo, se humilló a saludarle y él contestó el saludo con una
                        sonrisa de desprecio y volviéndole la espalda.</p>
                    <p>Esto convenció a mi tío abrumándole de pesar, de que continuaba el enojo de
                        su protector.</p>
                    <p>La caída del ministerio, a pesar de ser una desgracia, por lo que oía decir,
                        pues él a derechas no entendía bien lo que significaba caer el ministerio,
                        era suceso menos trascendental y lamentable que la pérdida de la protección
                        y el amparo del ilustre don Genaro.</p>
                    <p>Llegamos tan desalentados al León Nacional que dábamos lástima a cuantos nos
                        miraban.</p>
                    <p>En cualquier otra ocasión me hubiera alegrado abandonar un empleo al cual más
                        aversión que apego tenía; pero a la sazón nos era sumamente perjudicial,
                        dados los escasísimos recursos que poseíamos.</p>
                    <p>Mi tío había derrochado sus sueldos y algo más en esencias, trajes, potes de
                        pomada, perfumes, paseos en coche, abonos a teatros, comidas en las mejores
                        fondas y banquetes a sus amigos y admiradores, pues se había afanado en
                        aparentar y sostener una posición no muy de acuerdo con la que en realidad
                        le correspondía. Sus negociaciones con don Genaro habían debido dar óptimos
                        frutos, a juzgar por lo que en las oficinas y de público se corría; pero lo
                        cierto era que don Genaro había cogido siempre, si no toda, la mejor y mayor
                        parte.</p>
                    <p><said>—Sobrino, y ahora ¿qué haremos?</said> —me preguntó mi tío.</p>
                    <p><said>—Pues..., trabajar.</said></p>
                    <p><said>—¿Dónde...?, ¿en qué...?</said></p>
                    <p>Esta pregunta me hizo enmudecer.</p>
                    <p>Mi tío continuó:</p>
                    <p><said>—Yo no sirvo más que para empleado, y dejarme cesante cuando menos lo
                            esperaba, despojarme de los únicos recursos de que me era dado disponer,
                            es una injusticia, una crueldad., ¡Ah, si yo lo hubiera
                            sabido...!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XXI.</head>
                    <head>Dos compadres que disputan</head>
                    <p>El resto de aquel día la pasó mi tío muy taciturno; y al anochecer, me dijo
                        que le acompañara a casa de don Genaro.</p>
                    <p>Cuando llegamos al hotel en que vivía nuestro protector, nos lo encontramos
                        sentado aún a la mesa, fumando olorosos tabacos en compañía de varios amigos
                        que se entretenían en ir vaciando, a pequeños sorbos, tazas de exquisito
                        café: habían concluido de comer y se contaban picarescas chascarrillos de
                        sobremesa.</p>
                    <p>Soltaban al final del cuentecillo sonoras carcajadas sin ocuparse si
                        molestaban o no a los que comían en otras mesas.</p>
                    <p>Don Genaro nos vio desde que entramos pero se metió ambas manos en el
                        bolsillo y volvió a otro lado la cabeza como si se hubiese disgustado de que
                        estuviéramos allí; por lo cual, subimos a aguardarle y nos sentamos en un
                        banquillo colocado cerca de la puerta de su cuarto. Quizá estando en aquel
                        lugar sin testigos, se tornaría menos olvidadizo de nosotros o más
                        cortés.</p>
                    <p><said>—¿Y a qué venimos, tío?</said> —pregunté algo temeroso de lo que
                        pudiera ocurrimos.</p>
                    <p><said>—¿A qué venimos?, ¡pues ya lo verás!</said> —me replicó con ademanes
                        nada tranquilizadores por cierto.</p>
                    <p>Un rato después pasó don Genaro por delante de nosotros y entró en su
                        cuarto.</p>
                    <p>Mi tío se entró tras él y le saludó. Don Genaro continuó haciéndose el
                        desentendido; pero como repitiera mi tío su saludo, no tuvo más remedio que
                        reparar en nosotros.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿qué es esto?, ¿qué significan estas comedias? </said>
                        —preguntó.</p>
                    <p><said>—Calma, primo, ya hablaremos</said> —respondió mi tío acentuando
                        irónicamente sus palabras.</p>
                    <p><said>—Les advierto que no estoy para bromas, ni para oír lamentos</said> —
                        añadió don Genaro.</p>
                    <p><said>—Ni venimos ni a una, ni a otra cosa</said> —replicó con resuelto
                        ademán mi tío.</p>
                    <p>Don Genaro estaba ya tan dominado por la cólera que no atinaba a exponer sus
                        ideas, hacía gestos de impaciencia con la cabeza y con las manos.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, pues no quiero sentarme, pues no quiero hablar ya con ustedes;
                            deseo que se retiren; ya me incomodan demasiado, ¡arre!, ¡país de
                            pillos!</said></p>
                    <p><said>—Sí; nos iremos, pero antes debemos arreglar cuentas respecto de
                            aquellos negocios que hicimos en la oficina.</said></p>
                    <p><said>—Nada tengo que arreglar, ¿eh? ningún negocio hemos tenido,
                        ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—¡Cómo!, ¿tan pronto se ha olvidado de aquellos informes?</said>
                        interrogó mi tío.</p>
                    <p><said>—¡Qué informes ni qué calabazas! ¡Eh!, por vida de..., ¿habéis venido a
                            agotar mi paciencia?, ¡pues no estoy acostumbrado...!</said></p>
                    <p><said>—Tengo personas que también pueden recordar...</said></p>
                    <p>Don Genaro clavó su vista en el rostro de mi tío, y escuchó estas palabras
                        con más atención que todas las demás.</p>
                    <p><said>—Sí; tengo personas que me servirían de testigos, en caso necesario;
                            arreglemos pues esto amistosamente.</said></p>
                    <p>Don Genaro estaba turbado.</p>
                    <p>Y yo no lo estaba menos al oír expresarse a mi tío en tales términos y al ver
                        la entereza con que hablaba.</p>
                    <p>Don Genaro daba vueltas por todo el cuarto para disimular su turbación.</p>
                    <p>Al fin murmuró:</p>
                    <p><said>—Bien, Vicente, bien, ven otro día porque ahora tengo que salir. La
                            culpa no la tienes tú, ¿eh?, sino yo que abrigué tanto tiempo un hombre
                            inconsecuente. ¡Cuentas a mí!</said></p>
                    <p><said>—Será lo que tú quieras; pero yo desearía terminar hoy este asunto de
                            cualquier modo para no volver a aburrirle con mis
                        reclamaciones.</said></p>
                    <p><said>—Con esa condición acepto</said> —replicó don Genaro sentándose y
                        señalándonos, a mi tío y a mí, un par de sillas.</p>
                    <p>Nos sentamos los tres frente a frente.</p>
                    <p><said>—Seré breve</said> —observó mi tío— <said>quiero la parte que me
                            corresponde de las buscas y negocios que hemos tenido. Nunca lo hubiera
                            reclamado; pero no tengo recursos y se me abandona.</said></p>
                    <p>Estas palabras parecieron anonadar a don Genaro, quien para disimular se
                        quedó mirando burlescamente a mi tío, y diciéndole de rato en rato:</p>
                    <p><said>—Sí, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—Sí, señor, bien lo sabe usted</said> —replicaba mi tío, que unas veces
                        tuteaba y otras trataba con respeto a don Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Y cuánto te debo?</said> —le preguntó éste.</p>
                    <p>Aquí no supo ya qué responder mi tío, pues aunque estaba enteramente
                        convencido de que don Genaro le debía, no sabía cuánto, ni qué.</p>
                    <p>Don Genaro comprendió esta vacilación, y como a hombre listo en amaños pocos
                        le ganaban, objetó:</p>
                    <p><said>—Cuando liquides tu crédito ven a cobrarme, mientras tanto yo no sé si
                            te debo o no te debo, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—Pero, ¿es posible que usted no haya pensado jamás en recompensar mis
                            sacrificios?</said></p>
                    <p><said>—¡Sacrificios...! Je... je..., no me hagas reír, Vicente</said>
                        —interrumpió don Genaro fingiendo buen humor.</p>
                    <p><said>—Sí; sacrificios han sido</said> —continuó mi tío; usted me ha
                        comprometido varias veces, seré tonto, pero no llegará mi imbecilidad a tal
                        extremo que no lo haya comprendido.</p>
                    <p><said>—¿Y no disfrutabas tú también de ello?</said> —preguntó don Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Y es usted quien me lo dice!</said></p>
                    <p><said>—¿Pues a quién debes todo cuanto eres y tienes?, ¿no te acogí yo cuando
                            llegaste a este país sin saber dónde meterte, necio?, ¿no me has
                            prometido que quedabas incondicionalmente bajo mi dirección, ingrato?,
                            ¿quién te ha proporcionado el destino en que has ganado hasta ahora un
                            buen sueldo... y algo más, tunante?, ¿eh? ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—Todo eso lo comprendo, yo lo agradezco; pero ahora quiero lo que me
                            corresponde y... conforme.</said></p>
                    <p><said>—¡Habráse visto mequetrefe más atrevido!</said> —rugió don Genaro dando
                        una patada en el suelo.</p>
                    <p>Mi tío le contestó pausadamente.</p>
                    <p><said>—Quiero lo que me pertenece; no hay que ensoberbecerse: mi
                            dinero.</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, concluyamos ya, Vicente</said> —exclamó don Genaro pálido de
                        ira—; <said>si algo te debo reclámalo por los tribunales de justicia. Ya
                            puedes marcharte.</said></p>
                    <p>Mi tío no se dignó moverse.</p>
                    <p><said>—¿Y qué agualdas?</said></p>
                    <p><said>—¡El dinero!</said> —dijo mi tío con acento que cegó de cólera a don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Te marchas?</said> —gritó levantando una silla y amenazando abrirle
                        con ella el cráneo a mi tío.</p>
                    <p>Éste continuó impávido, murmurando:</p>
                    <p><said>—Pega, hombre, pega..., atrévete...</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!</said> —prosiguió don Genaro volviendo a su lugar la silla—,
                            <said>terminemos la fiesta en paz; ten la bondad de salir de mi cuarto,
                            Vicente.</said></p>
                    <p>Mi tío se levantó entonces, se dirigió a la puerta y desde ella preguntó a
                        don Genaro:</p>
                    <p><said>—¿No hay modo de arreglar amistosamente este asunto?</said></p>
                    <p><said>—Nada tengo que arreglar: si algo debo, ya sabes el camino que debes
                            elegir, ¿eh?, los que están convencidos de sus derechos los ejercitan
                            ante los tribunales de justicia. ¡País de pillos!</said></p>
                    <p><said>—¡Pues bien; ya os pesará!</said></p>
                    <p><said>—¡Hombre, no te empeñes en hacerme reír!</said> —advirtió don Genaro
                        entreabriendo sus labios, por los cuales parecían salir, más bien que risa,
                        borbotones de bilis.</p>
                    <p><said>—Pues bien, hasta la vista, excelentísimo e ilustrísimo señor don
                            Genaro de los Dées.</said></p>
                    <p><said>—¡Vete noramala!</said></p>
                    <p><said>—Gracias.</said></p>
                    <p><said>—¡Ingrato!</said></p>
                    <p><said>—Infame.</said></p>
                    <p><said>—¡Estúpido!</said></p>
                    <p><said>—Canalla.</said></p>
                    <p>Con estos corteses cumplidos se despidieron aquella noche los dos antiguos
                        compadres.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XXII.</head>
                    <head>Don Genaro capitula</head>
                    <p>Al otro día amanecimos en la cárcel.</p>
                    <p>¿Por qué? Lo ignoramos. Los inesperados acontecimientos de la noche anterior
                        nos habían sumido en un marasmo profundo.</p>
                    <p>Nuestra mente impresionada nos presentaba todos los detalles del suceso con
                        una precisión rigurosa. Primero, nos despertaron, muy cerca ya de
                        medianoche, unos fuertes golpes dados con un bastón grueso en la puerta de
                        nuestro cuarto. Tres hombres invadieron nuestra buhardilla. Uno nos dijo que
                        era celador y que venía a conducirnos en clase de incomunicados a la cárcel
                        pública. Otro tenía en la mano un chuzo y una gran linterna cuya luz, al
                        darnos de lleno en el rostro, nos quitó la vista buen rato. Otro comenzó a
                        registrar el cuarto y a apurarnos para que nos vistiéramos muy de prisa.
                        Estábamos tan atolondrados que obedecimos sin proferir una sola palabra.
                        Bajamos luego y a favor de las vislumbres de la linterna que pasaban
                        esparciendo vagas sombras al través de los balaustres de la escalera, nos
                        pareció distinguir a don Genaro que trataba de esconderse en un oscuro
                        rincón. Sin embargo, nunca quedamos bien convencidos de haberle visto allí.
                        Nos metieron en un coche de plaza; oímos, por espacio de un cuarto de hora,
                        el monótono ruido que producían sus ruedas sobre el empedrado de las
                        solitarias y sombrías calles. El coche se detuvo en un gran edificio en el
                        cual nos hicieron entrar. Tras de nosotros giraron, chirriando sobre sus
                        goznes mohosos, cuatro grandes puertas de hierro. Atravesamos un gran patio
                        cuadrado: en uno de sus lados trazaban dos inmensos triángulos luminosos los
                        rayos de la luna. Cruzamos varios departamentos, cerrados con fuertes rejas,
                        detrás de las cuales aparecían a trechos semblantes demacrados y pálidos
                        cuyos ojos brillaban extrañamente a la luz del farol que en la mano llevaba
                        nuestro guía. Nos hicieron detener ante la puerta de una estrecha mazmorra,
                        la cual parecía arrojarnos al rostro bocanadas de un aire húmedo como el
                        vaho de un aljibe donde no han penetrado ni el sol ni el aire en mucho
                        tiempo.</p>
                    <p>Nos empujaron dentro de aquel calabozo, cerraron ruidosamente la pesada
                        puerta de hierro y se retiraron.</p>
                    <p>A medida que la luz se alejaba la sombra de las rejas, enormemente agrandada,
                        iba recorriendo como en continuada y fantástica procesión las paredes
                        interiores de nuestra fétida mazmorra, hasta que se confundieron unidas en
                        un extremo de la reja y desaparecieron por completo.</p>
                    <p>Todo quedó entonces silencioso y oscuro.</p>
                    <p>A tientas busqué una esquina y la encontré más pronto de lo que esperaba,
                        pues aquella prisión horrible era tan pequeña que apenas podían darse tres
                        pasos, en cualquiera dirección, sin tropezar con la reja o con las
                        paredes.</p>
                    <p>Me senté en el rincón y allí estuve muchas horas tiritando con aquel inmenso
                        frío producido por la humedad, sintiendo seca y amarga mi boca y que las
                        venas me latían con fuerza en las sienes.</p>
                    <p>Así permanecí sin lograr darme exacta cuenta de lo que por mí pasaba.</p>
                    <p>Serían como las siete de la mañana cuando comenzó a clarearse la prisión.</p>
                    <p>Cuando el sol penetró lentamente por una alta ventana, cruzando en todas
                        direcciones por barrotes de hierro pintados de negro y llenos de púas, y fue
                        a trazar en el suelo un gran cuadro de luz cuyos reflejos llenaron mi
                        prisión de una claridad de amarillento tinte, profundísima amargura inundó
                        mi alma. ¡Qué tristeza tan grande esparcía aquella luz! No parecía venir del
                        sol sino de moribundas llamas de gastados cirios.</p>
                    <p>De cuando en cuando interrumpía el silencio ruidos de cadenas, carcajadas,
                        amenazas, rumores de muchas voces que hablaban extraña jerga y emitían las
                        más atroces blasfemias.</p>
                    <p>Sería cerca de las nueve cuando oí resonar pasos como de algunos que
                        caminaran por larga y abovedada galería.</p>
                    <p>Los pasos se oían cada vez más cerca.</p>
                    <p>Un hombre se llegó a la reja de nuestra prisión: por su silueta le reconocí:
                        era don Genaro.</p>
                    <p>Púsose éste la mano sobre los ojos para evitar los reflejos del sol y se
                        estuvo buen espacio con el rostro pegado a los hierros esforzándose por
                        acostumbrar su vista a aquella oscuridad.</p>
                    <p>En cuanto conocí a don Genaro sentí un frío glacial que recorría todo mi
                        cuerpo.</p>
                    <p>Pensé que se vengaba de un modo infame.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿estáis ahí?</said> —preguntó.</p>
                    <p>No pudimos responder nada.</p>
                    <p><said>—¡Vaya, parece que no hay nadie!, ¡eh!, Vicente, ¿no estás ahí?,
                            ¡alza!, ¿y el cerrojo?</said></p>
                    <p>Una llave giró dentro de la cerradura y la puerta de nuestra estrecha prisión
                        se abrió.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¡no están tan mal!, ¡un poco solos, con alguna oscuridad!,
                            ¿verdad, amigos míos?</said> —dijo en tono de broma don Genaro entrando
                        en nuestro calabozo.</p>
                    <p>Mi tío y yo guardábamos una discreta reserva.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿qué es eso?, ¿estáis tristes? ¡No temáis nada, hombres! Bien se
                            conoce que son ustedes nuevos y que no saben de la misa la
                        media.</said></p>
                    <p>La jovialidad de don Genaro nos chocaba sobremanera: tanto por la situación
                        en que nos hallábamos, cuanto porque rara vez le habíamos visto tan decidor
                        y alegre.</p>
                    <p><said>—¿Todavía no ha venido aquí el juez?</said> —nos preguntó.</p>
                    <p>Mi tío y yo nos estremecimos.</p>
                    <p>¡El juez!, cómo ¿debía venir algún juez? ¿conque debíamos encontrarnos de
                        manos a boca con un representante de la justicia humana?, pensábamos
                        verdaderamente anonadados.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿os ha causado mal efecto mi noticia?</said> —interrumpió don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Debemos hablar con un juez?</said> —balbuceó mi tío.</p>
                    <p><said>—Sí, hombre, ¿y qué?, no temas nada; aquí estoy yo para favorecerte
                            siempre, aunque te hayas portado tan ingratamente conmigo. Pronunció don
                            Genaro estas palabras afectando tal sinceridad que mi tío sintió deseos
                            de arrojarse a sus plantas y pedirle perdón.</said></p>
                    <p>Y la verdad es que yo no pude menos que participar algo de aquellos
                        deseos.</p>
                    <p>Nos creíamos tan desgraciados, tan infelices y tan desamparados, que si un
                        niño de diez años nos hubiera prometido en aquellos momentos su débil
                        protección, la hubiéramos aceptado sin vacilar.</p>
                    <p><said>—Repito a ustedes que nada teman, todo esto no es más que pura fórmula,
                            ¿eh?</said> —dijo don Genaro procurando tranquilizarnos con gestos y
                        halagadores espaldarazos.</p>
                    <p>Después, guiñándonos significativamente un ojo:</p>
                    <p><said>—Yo lo arreglaré todo, ¿eh?, pero es preciso que no se aparten ustedes
                            un punto de mis instrucciones, pues de lo contrario están
                            perdidos.</said></p>
                    <p>Mi tío le prometió, cien veces, que no discreparía un ápice de cuanto tuviera
                        a bien advertirle el excelentísimo e ilustrísimo señor, que en tales apuros
                        se olvidaba de que era primo de don Genaro y se guardaba muy bien de
                        tutearle.</p>
                    <p>Don Genaro sacó su reloj y continuó:</p>
                    <p><said>—Dentro de pocos minutos vendrá aquí el señor juez a tomaros
                            declaraciones. Se os acusa de haber alterado cuentas, nóminas..., de qué
                            sé yo cuántas tonterías por el estilo..., fórmulas..., fórmulas. Otros
                            han hecho cosas peores y no se les ha molestado siquiera... Pero algunos
                            habían de caer, ¿eh?, y les tocó caer a ustedes. Es bien sencillo. ¿Eh?,
                            es bien sencillo.</said></p>
                    <p>Mi tío y yo estábamos poco menos que espantados a pesar de la aparente
                        tranquilidad e indiferencia con que hablaba don Genaro para quitarnos el
                        susto. Sus últimas palabras fueron un rayo para nosotros: ya por esto nos
                        había mordido alguna vez la conciencia, no obstante las seguridades que él
                        nos daba siempre, para destruir nuestros escrúpulos.</p>
                    <p><said>—Cuando el juez pregunte contestad siempre con suma discreción y no
                            compliquéis en este asunto a nadie, ¿eh?, ¿entendéis bien?,
                            absolutamente a nadie.</said></p>
                    <p><said>—Pero...</said> —balbuceó mi tío.</p>
                    <p>Don Genaro hizo un gesto de impaciencia.</p>
                    <p><said>—Vicente</said> —dijo con aspereza—, <said>no seas testarudo, porque
                            también vas a echarla a perder de esta vez. Hablemos más claro. Pero no
                            vayas a creerte que yo tema nada por este lado. Lo digo porque bueno es
                            preverlo todo. Si te preguntan si yo he participado de esas
                            negociaciones lo niegas rotunda y categóricamente, ¿sabes?,
                            ¿entiendes?</said></p>
                    <p>¿Cómo no había de saberlo y de entenderlo mi tío? Si don Genaro le hubiera
                        ordenado que se estrellara la cabeza contra las piedras, lo hubiera hecho
                        sin titubear.</p>
                    <p><said>—¿No te olvidarás de nada de lo que te he advertido, eh? Recuérdalo
                            porque te tiene mucha cuenta</said> —repitió don Genaro disponiéndose a
                        abrir la puerta de la prisión.</p>
                    <p>Mi tío reiteró sus promesas.</p>
                    <p><said>—Pues bien, ahora tengo que volver a encerraros otra vez en vuestra
                                <seg rend="italic">bartolina</seg>. Esto ha sido un favor especial
                            que solamente a mí me han concedido. Eso sí, porque a ti hay que
                            advertírtelo todo, Vicente, ni tú ni tu sobrino deben decir que han
                            hablado con persona alguna desde que los encerraron. Ya sabes
                            ¿eh?</said></p>
                    <p>Don Genaro salió: sus firmes pasos resonaron en el largo corredor, fueron
                        amortiguándose a lo lejos, y volvió a quedar todo en profundísimo
                        silencio.</p>
                    <p>Pasó bastante tiempo hasta que nuevamente oímos resonar fuertes pisadas de
                        hombres que se acercaban hablando en el tono con que lo hacen los que no
                        sufren ninguna tribulación.</p>
                    <p>Las puertas de nuestra prisión fueron abiertas y entraron tres hombres: uno
                        de ellos colocóse con aire respetuoso junto a la puerta y con una voz
                        gangosa, que estremeció todas las fibras de mi cuerpo, pregonó:</p>
                    <p><said>—¡El juzgado!</said></p>
                    <p>¡El juzgado!, ¡había llegado pues el momento tan temido!, ¡ya tenía ante mí
                        el representante de la ley y la justicia!</p>
                    <p>Me sucedió una cosa que con frecuencia ocurre, y fue que una vez en presencia
                        del juez se disipó todo mi temor. Sentí como si de improviso se me hubiera
                        librado de un peso abrumador.</p>
                    <p>¡Ah!, mi imaginación me había presentado un juez ideal, de elevada estatura,
                        de apostura digna y noble y de severo rostro.</p>
                    <p>Pero desde que vi al juez real y a sus acompañantes a pocos pasos de mí,
                        huyeron de mi mente aquellas imágenes que tanto habían acelerado las
                        palpitaciones de mi corazón.</p>
                    <p>Media hora bastó al señor juez para enterarse de cuanto quería saber de mi
                        tío y de mí. Nos careó. Nos aguijó para que disputásemos; pero no nos habló
                        palabra de don Genaro.</p>
                    <p>Despidióse luego con una amable sonrisa de nosotros y quedamos tan contentos
                        como lo quedan los muchachos cuando ven la muela, que tanto les había
                        atormentado, en el instrumento del dentista.</p>
                    <p><said>—Vamos, esto no es tan malo como lo habíamos pensado</said> —nos
                        dijimos.</p>
                    <p>A las doce nos condujeron a un aposento más grande, cómodo y ventilado, que
                        daba a un gran patio enlosado de mármol por algunas partes.</p>
                    <p>Allí, con un poco de asombro nuestro, hubimos de encontrarnos con algunos
                        compañeros.</p>
                    <p><said>—¿También ustedes por aquí?</said> —les preguntamos.</p>
                    <p><said>—¡Pues claro está!</said> —respondieron.</p>
                    <p><said>—¿Y por qué?</said></p>
                    <p><said>—¡Toma!</said> —exclamaron riendo a carcajadas—, <said>porque han caído
                            del poder los nuestros.</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XXIII.</head>
                    <head>Intermezzo</head>
                    <p>Trascurrieron muchos días.</p>
                    <p>Llevábamos, en tanto, una vida mejor que la que hasta entonces habíamos
                        llevado. Don Genaro atendía con solicitud a nuestra comodidad; él era quien
                        pagaba todos los gastos; y a fe que en esa ocasión se mostró espléndido.
                        Almorzábamos y comíamos opíparamente y casi siempre nos acompañaba el mismo
                        don Genaro. Era éste el alma de las reuniones y entretenimientos que nos
                        buscábamos para hacernos más llevaderas las amarguras de la prisión.
                        Portábase como padre amante dispuesto a satisfacer nuestros menores
                        caprichos. Mostraba por nosotros interés sumo, y nos trataba de tan amable y
                        fino modo, que el momento más penoso para nosotros era aquel en que se
                        disponía a retirarse, aunque siempre lo hacía con la promesa de volver
                        pasadas pocas horas.</p>
                    <p>Una mañana hubo una especie de insubordinación general contra él. Se comenzó
                        por murmurar y se concluyó conviniendo en que debíamos amenazarlo con que lo
                        contaríamos todo muy claro, si no nos sacaba pronto de allí.</p>
                    <p><said>—No debemos hacer eso</said> —se atrevió a decir uno de nuestros
                        compañeros contrarrestando valerosamente la opinión general.</p>
                    <p><said>—¿Y porqué?</said></p>
                    <p><said>—Se ha portado, al fin, muy decentemente con nosotros.</said></p>
                    <p><said>—¡Por él estamos aquí!</said> —gritaron unos.</p>
                    <p><said>—Sí, por él</said> —bramaron coléricos otros.</p>
                    <p>Aquello llegó a tomar todas las trazas de un motín, los puños cerrados se
                        alzaban ya sobre algunas cabezas.</p>
                    <p><said>—¡Señores!, ¿estáis locos?</said> —clamó inspirado mi tío—. <said>Si
                            cometemos la torpeza de pelearnos ved lo que nos espera.</said></p>
                    <p>Y al decir esto señalaba dos hombres, que fingían conversar, pero que nos
                        miraban de reojo teniendo firmemente empuñadas ya un par de clavas.</p>
                    <p>Con esto logró sosegar los ánimos.</p>
                    <p>Desde que nos vio aquella mañana don Genaro adivinó, con singular
                        perspicacia, que algo grave había ocurrido, pues la palidez de su rostro
                        denunciaba la inquietud de su ánimo, aunque se esforzaba vanamente en
                        disimularlo, fingiendo desusada alegría.</p>
                    <p><said>—Señores, traigo buenas nuevas</said> —dijo—, <said>no puede iros
                            mejor; dentro de poco quedará todo arreglado. He buscado buenas
                            influencias.</said></p>
                    <p>Han sido precisos también algunos sacrificios, ¿eh?, pero creo que cuanto por
                        vosotros se haga, hijos míos, es bien poco.</p>
                    <p>Nadie contestó: ni siquiera el más leve gesto de aprobación acogió estas
                        palabras, porque ya su repetición cotidiana les había quitado su buen
                        influjo.</p>
                    <p>Don Genaro, procurando sonreír, exclamó:</p>
                    <p><said>—Pero qué, ¿os ha ocurrido algún suceso desagradable? Confiádmelo a mí,
                            ¿eh?, ya sabéis que soy todo vuestro, ¿eh?</said></p>
                    <p><said>—Señor don Genaro</said> —se adelantó a decir en grave tono aquel que
                        por la mañana había provocado la rebelión—, <said>esto no puede continuar
                            así, nosotros sabemos que si nos condenan estamos bien condenados; pero
                            hay otros que debieran acompañarnos aquí y sin embargo se están muy
                            frescos.</said></p>
                    <p><said>—Niñadas, ¿eh?</said> —interrumpió don Genaro—, <said>parece mentira
                            que deseéis causar mal a otros porque no habéis podido evitar el que os
                            ha sobrevenido. ¿Por qué queréis que os acompañen aquí los que han
                            podido salvarse? ¿Esto es generosidad? Si ellos estuvieran aquí, y
                            vosotros libres, ¿os gustaría que desearen veros desgraciados?, ¿qué se
                            remediaría con eso?, ¿queréis que otros sufran el mal que padecéis? Y si
                            así ocurriese, ¿vuestra pena se aliviaría, eh?</said></p>
                    <p>A estas razones nadie replicó.</p>
                    <p>Pero don Genaro no se hallaba muy seguro del buen efecto que sobre su
                        auditorio pudieran haber causado sus palabras, y prosiguió sermoneando,
                        imprimiendo a su voz los más melifluos tonos.</p>
                    <p>Luego nos fue llamando disimuladamente a todos, unos tras otros, hacia un
                        ángulo solitario del patio, y allí procuró convencernos y aplacarnos, a
                        fuerzo de ruegos, promesas y de ponderar sus afanes, sacrificios y desvelos
                        por nosotros, ¡ingratos!, ¿eh?, ¡ingratos!</p>
                    <p>A mi tío y a mí después que a todos.</p>
                    <p><said>—¿Han visto ustedes</said> —exclamó fingiendo la más sincera
                        indignación— <said>cómo quieren perderse y perderme a mí esos insensatos,
                            ¿eh?, cuando quizá no pasen diez días sin que salgan de aquí?</said></p>
                    <p>Mi tío no pudo ocultar el júbilo que le causó esta noticia, pues aunque
                        dentro no estábamos tan mal, fuera, de seguro, habíamos de estar mejor tan
                        sólo con gozar de entera libertad.</p>
                    <p><said>—También ustedes saldrán de aquí, ¿eh?, yo mismo los vendré a buscar,
                            espero la ocasión oportuna y nada más. Traten ustedes, pues, de
                            convencer a esos ignorantes del gran perjuicio que puede acarrearles su
                            desobediencia.</said></p>
                    <p>Buen rato se pasó don Genaro hablándonos por este tenor; y nosotros le
                        prometimos, nuevamente, cumplir en todo sus deseos.</p>
                    <p>Puede decirse que el almuerzo de aquel día fue una fiesta de reconciliación.
                        Estábamos todos tan complacidos con las noticias que nos había traído don
                        Genaro y tan arrepentidos de nuestra conducta para con él, que cada cual se
                        esmeró en desagraviarle.</p>
                    <p>Don Genaro dijo chistes a borbotones y logró que por un momento olvidáramos
                        el gran disgusto de permanecer encerrados y hasta que nos creyéramos los
                        hombres más felices del mundo.</p>
                    <p>Todo aquel día se lo pasó a nuestro lado y mantuvo la animación que durante
                        el almuerzo había tenido sin que decayese un instante, hasta que llegó la
                        noche, hora en que se despidió de nosotros.</p>
                    <p>Nos dejó encantados en grado tal, tanta jovialidad, que si bien por la mañana
                        hubiéramos sido capaces de desearle y hasta de causarle los mayores males,
                        por la tarde le hubiéramos defendido contra todo el mundo, si osara
                        atacarle.</p>
                    <p>Este solo estribillo salía, por riguroso turno, de casi todos los labios:</p>
                    <p><said>—¡Oh!, qué bueno, qué buen hombre es don Genaro.</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XXIV.</head>
                    <head>Estampida final</head>
                    <p>Casi una semana después, una noche fría, húmeda, tempestuosa, nos acostamos
                        más temprano que de costumbre.</p>
                    <p>Los truenos fuertes y continuados repercutían pavorosamente dentro de las
                        bóvedas de la cárcel. El patio se iluminaba a intervalos y volvía a quedar
                        oscurísimo con la luz de los relámpagos que dibujaban, en todas direcciones,
                        y con vertiginosa rapidez, sobre el suelo y las paredes, los gruesos
                        barrotes de las rejas. Todo estaba impregnado de una humedad que daba
                        escalofríos. Aquel espectáculo de la tempestad, imponente siempre, visto
                        desde nuestra prisión, tenía no sé qué de horroroso y de tétrico. Metidos en
                        nuestras camas, arropados hasta los ojos, estábamos todos despiertos; pero
                        no osábamos hablar palabra. Parecía que la ronca y potente voz del trueno
                        obligaba a callar la débil nuestra. Teníamos todos una especie de temor
                        religioso que nos opacaba.</p>
                    <p>La lluvia caía copiosamente produciendo un ruido monótono que aumentaba
                        nuestra tristeza.</p>
                    <p>Un momento hubo en que parecieron cesar los relámpagos; pero de improviso,
                        uno más intenso nos deslumbró, y tras él un espantoso rayo, que parecía
                        haber caído sobre nuestras mismas cabezas, nos causó estremecimientos
                        nerviosos.</p>
                    <p>Cuando la luz de aquella estruendosa descarga iluminó la cuadrada ventana de
                        nuestra prisión, cerrada con barrotes de hierro cruzados, nos pareció ver
                        destacarse en ella la negra silueta de un hombre, que luego bailaba en
                        nuestra retina encandilada, como un sombrío diablillo entre llamaradas de
                        vasto incendio.</p>
                    <p>Antes de que pudiéramos salir del aturdimiento que nos causó aquel
                        incomparable ruido, oímos distintamente una voz que nos dijo:</p>
                    <p><said>—¡Arriba todos!, ¡silencio!</said></p>
                    <p>El timbre de aquella voz no nos era enteramente desconocido.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿no oís?, ¡arriba digo!, ¡vestios enseguida!, ¡no hay tiempo que
                            perder, ¡está todo arreglado!, ¡pero aprisa!</said></p>
                    <p>Estas breves palabras, dichas rápidamente y en voz baja, empezaron a
                        revelarnos algo que nos colmó de alegría.</p>
                    <p><said>—¿Eh?, ¡soy yo!</said> —repitió la voz.</p>
                    <p>No tuvo que decirnos más.</p>
                    <p>Ya lo comprendimos todo. Era don Genaro quien así nos hablaba. Abandonamos
                        presurosamente la cama y en pocos segundos estuvimos todos listos.</p>
                    <p><said>—Es preciso romper dos o tres barrotes de la ventana. Aquí traigo limas
                            y una mandarria.</said></p>
                    <p>¡Manos a la obra!</p>
                    <p>Diez minutos después quedó abierto en la ventana un hueco capaz de hacer
                        creer que por allí nos habíamos escapado.</p>
                    <p>Cuando salimos todos, volvió a cerrar tranquilamente las puertas don Genaro y
                        entregó un mazo de llaves a un hombre que le acompañaba y que se había
                        quedado fuera cuidando de advertirnos el menor movimiento que notase.</p>
                    <p>Don Genaro nos condujo, casi a tientas, por varios oscuros corredores y
                        departamentos; y nos hizo detener ante una puerta pequeña de madera.</p>
                    <p>Allí se despidió del desconocido que le acompañaba y oímos al instante el
                        ruido que producían monedas que pasaban de una mano a la otra.</p>
                    <p>La puerta que nos dio libre paso a la calle se cerró tras de nosotros. No
                        obstante lo desapacible del tiempo aspiramos con placer infinito el aire de
                        la calle después de estar aspirando, tantos meses, el infecto de la cárcel,
                        saturado de las miasmas del poquísimo aseo y de los del hospital que ocupaba
                        la parte alta del edificio.</p>
                    <p>Don Genaro nos aconsejó que siguiéramos silenciosamente a lo largo del muro,
                        así anduvimos poco trecho empapándonos con la fuerte lluvia y chapoteando
                        con los pies el fango.</p>
                    <p>Al llegar tras un montón de gruesos maderos apilados en un extremo del
                        descampado, don Genaro nos hizo detener a todos. Habló largo rato con
                        nuestros compañeros de prisión, y luego, cogiéndonos a mi tío y a mí per si
                        brazo, dijo:</p>
                    <p><said>—Éstos vienen conmigo, no puedo abandonarlos. Id vosotros con Dios,
                            ¡buen viaje!, ¿eh? Mucha cautela sobre todo.</said></p>
                    <p>Oímos ir perdiéndose poco a poco, a lo lejos, las pisadas de nuestros
                        compañeros que se alejaban caminando sobre los charcos de agua y fango.</p>
                    <p>Cuando cesó aquel ruido, don Genaro nos ordenó:</p>
                    <p><said>—Ahora sigan ustedes detrás de mí y a alguna distancia para evitar las
                            sospechas que pudiera despertar un grupo.</said></p>
                    <p>Pocos pasos anduvimos hasta llegar a los arrecifes de la costa, entre los
                        cuales, con sordos bramidos, se estrellaba el mar, dejando una larga línea
                        de claridad fosforescente.</p>
                    <p>Don Genaro se reunió con nosotros.</p>
                    <p>La fuerza de la lluvia y del viento iba cesando; y aunque no retumbaban ya
                        con tanto estrépito las detonaciones del rayo, aún continuaba la fugaz luz
                        del relámpago iluminándolo todo, en torno nuestro, con la plena claridad del
                        mediodía.</p>
                    <p>Bien penoso era el camino por donde transitábamos; los filos y las asperezas
                        de las rocas nos destrozaban el ya raído calzado que llevábamos.</p>
                    <p>Y así, empapados por la lluvia y por las salpicaduras del agua del mar,
                        bastante agitado, llegamos hasta el desarmado parapeto de los baños, cuyos
                        desnudos horcones e inclinados techos veíamos destacarse a veces con la luz
                        de los relámpagos sobre la superficie del mar, iluminando tan
                        deslumbradoramente, que semejaba inmenso receptáculo de fundido estaño.</p>
                    <p>Cada vez que los cielos se clareaban con las eléctricas fulguraciones, don
                        Genaro nos advertía en voz baja:</p>
                    <p><said>—¡Agachaos!</said></p>
                    <p>Y entonces casi nos acostábamos en las cavidades de las rocas, íbamos con el
                        corazón palpitante y con una angustia indecible.</p>
                    <p>A algunos pasos de los baños, don Genaro lanzó dos silbidos e inmediatamente,
                        como si los repitiese el eco, oímos dos silbidos del lado del mar.</p>
                    <p><said>—Es preciso que no habléis una sola palabra</said> —nos dijo al oído—;
                            <said>mucha prudencia ahora; si no, estamos perdidos.</said></p>
                    <p>Avanzamos más.</p>
                    <p><said>—¿Estamos listos?</said> —preguntó don Genaro.</p>
                    <p><said>—Sí</said> —contestó una voz—, <said>y ¡anden pronto,
                        demongo!</said></p>
                    <p><said>—Pero, ¿dónde diablo te has metido?, ¿dónde estás?</said> —interrogó
                        don Genaro.</p>
                    <p><said>—Aquí, por aquí</said> —repetía la voz del desconocido.</p>
                    <p>Nos dirigimos hacia donde se oía la voz.</p>
                    <p><said>—Ahora es preciso que os volváis unos fardos de ropa de contrabando
                        </said> —nos advirtió don Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Cómo?</said> —preguntamos alarmados.</p>
                    <p>Don Genaro no pudo darnos una explicación satisfactoria, porque el hombre que
                        había contestado los silbidos y las preguntas se hallaba ya muy cerca de
                        nosotros.</p>
                    <p><said>—¿Y los fardos?</said> —preguntó el desconocido.</p>
                    <p><said>—Aquí están</said> —respondió don Genaro.</p>
                    <p><said>—¿Quiere usted que se los ayude a cargar?</said></p>
                    <p><said>—No, pesan poco, yo solo puedo conducirlos lo mismo que los he traído
                            hasta aquí. Ve tú al bote y tenlo listo. ¿Cuántos pares de remos
                            trajiste?</said></p>
                    <p><said>—¡Cuatro!, como usted me dijo.</said></p>
                    <p>El hombre tomó un cabo de cuerda atado a los arrecifes y arrimó a la
                        orilla.</p>
                    <p><said>—Aquí está.</said></p>
                    <p><said>—¡Vales un imperio! ¿Y si te hubieran pillado?</said></p>
                    <p><said>—¡Nada!, hubiera dicho que estaba pescando tiburones.</said></p>
                    <p>Don Genaro nos apretó fuertemente por un brazo y esto bastó para que le
                        entendiéramos.</p>
                    <p>De un salto nos metimos tras él en la pequeña embarcación.</p>
                    <p>Ya en ella nos volvimos unos verdaderos fardos o líos de ropa, para lo cual,
                        más que nuestra voluntad de hacerlo nos sirvió la profunda oscuridad de
                        aquella noche tempestuosa. Nos acurrucamos en el fondo del bote y allí
                        permanecimos sin osar movernos ni hablar.</p>
                    <p><said>—¡Ya!</said> —gritó don Genaro; y el desconocido, que sería algún pobre
                        pescador y botero, saltó también al bote, se sentó en el banquillo de proa y
                        comenzó a remar presurosamente.</p>
                    <p>Los relámpagos que habían cesado un momento, como para favorecer también
                        nuestra fuga, volvieron a comenzar con mayor intensidad aún.</p>
                    <p><said>—¡María santísima!, ¡rayos malditos!, ¡desde que me han crecido las
                            barbas no he visto noche tan mala!</said> —murmuró el botero—, <said>¡si
                            cuando estemos frente del Morro sigue esto así, nos lleva el
                            demongo!</said></p>
                    <p><said>—Pues no te acerques mucho al Morro</said> —aconsejó don Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Claro, voy rodeando lo que puedo!</said></p>
                    <p>Pasaron pocos minutos de silencio, sólo se oía el acompasado caer de los
                        remos y el embate de las olas.</p>
                    <p>Sin peder dominar la curiosidad, que contribuía a aumentar el temor de un
                        peligro próximo, alzamos un poco la cabeza y pudimos ver la imponente mole
                        de la fortaleza, iluminada a ratos por los reflejos de su faro giratorio,
                        cuya luz atravesaba, como un ángulo agudo, prolongado y brillante, las
                        profundas sombras que todo lo envolvían.</p>
                    <p>Y al pie del peñón en que se asienta el fuerte se estrellaba bramando el mar,
                        levantando columnas de espuma altas, fosforescentes, blanquecinas, que
                        semejaban fantasmas danzando en la escarpada orilla.</p>
                    <p>El bote pasaba casi rozando los riscos bajo la aguda faja luminosa que en
                        medio de la tiniebla trazaba la luz del alto faro.</p>
                    <p>Fulguró largamente un relámpago que clareó por completo el mar.</p>
                    <p><said>—¡Alto!</said> —gritó amenazadoramente la voz de un centinela desde el
                        castillo.</p>
                    <p>El botero lanzó una atroz blasfemia y se puso a temblar poseído del mayor
                        espanto.</p>
                    <p><said>—¡Silencio!, ¿eh?</said> —ordenó con entereza don Genaro tapando al
                        mismo tiempo con su mano la boca del botero.</p>
                    <p>Éste pugnaba por quejarse.</p>
                    <p><said>—¿Y los demás remos?</said> —le preguntó rabiosamente don Genaro.</p>
                    <p><said>—Ahí están.</said></p>
                    <p><said>—Vengan todos.</said></p>
                    <p><said>—¿Y qué piensa usted hacer?</said></p>
                    <p><said>—Vengan todos...</said></p>
                    <p><said>—No somos más que dos.</said></p>
                    <p><said>—Calla y anda pronto, bárbaro</said> —clamó con imperio don Genaro. El
                        botero desató los remos.</p>
                    <p>Y dándonos don Genaro un par de puntapiés, ordenó:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¡arriba!, toma tú esos remos, Vicente, y dale los otros a tu
                            sobrino.</said></p>
                    <p><said>—¡Demongo!</said> —gritó el botero.</p>
                    <p><said>—¿Callarás, bestia?</said> —indicó don Genaro.</p>
                    <p>Y dirigiéndose a nosotros, preguntó:</p>
                    <p><said>—¿Saben ustedes remar?</said></p>
                    <p><said>—No</said> —le contestamos.</p>
                    <p>Esta vez fue don Genaro quien soltó un atroz juramento.</p>
                    <p><said>—Pues aprended, mirad cómo es, así, así; peligra nuestra cabeza; ved
                            como se rema, pronto ¿eh?, alejémonos de aquí.</said></p>
                    <p>Todo esto había sido dicho y ejecutado en menos tiempo del que se pued
                        emplear leyéndolo.</p>
                    <p>El centinela repitió tres veces su intimidación; y enseguida, varios disparos
                        de fusil acallaron por un instante el ruido de la lluvia, de los lejanos
                        truenos y el de las inquietas olas.</p>
                    <p>Y a la luz de otro relámpago pudimos ver un bote lleno de soldados, cuyos
                        fusiles y bayonetas destellaron siniestramente, que se acercaba a
                        nosotros.</p>
                    <p>Para fortuna nuestra no venían en él más que dos remeros; y además de no ser
                        tan pequeño y ligero como el nuestro, el peso de sus numerosos tripulantes
                        dificultaba su marcha.</p>
                    <p>Apenas se oía en nuestro bote más que el ruido de nuestra respiración
                        acelerada por el temor.</p>
                    <p>Los remos se hundían silenciosamente en el agua.</p>
                    <p>En la época en que ocurrió el suceso, que ahora narramos, con motivo de las
                        revueltas de los ánimos emigraban muchos clandestinamente atemorizados por
                        la suspicaz inquina política, ante la cual bastaba una interesada o parcial
                        sospecha para ser víctima de atroces desmanes. La vigilancia de las costas,
                        y en particular las del puerto de La Habana, era extremada. Los centinelas
                        de los fuertes que a su entrada existen tenían las más severas consignas. Y
                        se castigaba con tal exceso de severidad y tan puntualmente a los que
                        desobedecían las terminantes disposiciones que sobre el particular había,
                        que de muy poco o nada podía servirnos toda la influencia de don Genaro, si
                        lograban nuestros perseguidores apresar nuestro bote.</p>
                    <p>Pero nos llenamos de alborozo al ver que el que venía dándonos caza se
                        internaba en el mar en opuesta dirección a la que llevábamos nosotros.</p>
                    <p>De seguro que nuestra osadía les desorientó por completo.</p>
                    <p>Cuando el botero se creyó fuera de peligro comenzó a murmurar:</p>
                    <p><said>—Esto ha sido un engaño, usted me dijo que debía conducir dos
                            fardos...</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿y qué son?, además hubieran remado los dos fardos?</said> —
                        interrumpió en tono de broma don Genaro.</p>
                    <p><said>—Son dos hombres y por María santísima que desde que me han crecido las
                            barbas no gasto bromas con nadie. Si lo sé antes, no consiento en dar
                            este viaje por todo el dinero del mundo. Como nos hubieran pescado ésos,
                            no hubiéramos llegado vivos a tierra. ¡Y cómo están las cosas ahora,
                            demongo!</said></p>
                    <p>Ya el bote que había venido en persecución nuestra, a pesar de que le daba de
                        lleno la luz del faro, apenas se divisaba.</p>
                    <p>Don Genaro, que era el que más se afanaba por remar, se había puesto de pie
                        escudriñando con la vista un punto en medio de la oscuridad.</p>
                    <p>Y al botero dijo:</p>
                    <p><said>—¡Demongo!, está la noche como boca de lobo y no hay luz en la
                            goleta.</said></p>
                    <p><said>—¡Tonto! ¿Qué ha de haberla?, ¿son tan torpes como tú?</said> —contestó
                        don Genaro.</p>
                    <p>Aunque desde el principio me pareció que la voz del botero no me era
                        desconocida, ahora hubiera podido asegurar sin temor a equivocarme que era
                        Domingo en persona quien allí se hallaba.</p>
                    <p>¡Qué ocasión tan distinta ésta y aquélla en que por primera vez lo vimos y en
                        que tan gozoso nos echó los brazos al cuello!</p>
                    <p>Aquella vez se avergonzó mi tío al verse tratado con tanta llaneza, en mitad
                        del arroyo, por un hombre del pueblo, de aquel mismo pueblo en que iba a
                        ocupar tan gran destino.</p>
                    <p>Ahora, si Domingo nos hubiera conocido, probablemente le hubiera tocado
                        avergonzarse de nosotros.</p>
                    <p>También mirábamos hacia el punto en que mantenía fija su atención don
                        Genaro.</p>
                    <p><said>—¡Alto los remos!</said> —gritó éste—, <said>¡vira!, ¡más a la
                            izquierda!, ¡boga despacio!</said></p>
                    <p>Entonces pudimos ver una embarcación que destacaba débilmente su negra figura
                        sobre la superficie del mar.</p>
                    <p><said>—¡Hemos llegado!</said> —exclamó don Genaro.</p>
                    <p>Estas palabras, pronunciadas en no sé qué extraño tono de diabólica alegría,
                        nos causaron sumo terror.</p>
                    <p>¡Habíamos llegado!, ¿adonde?, ¿a qué?, ¿qué pretendía hacerse con nosotros?
                        Estas dudas nos asaltaban, y aunque sentíamos vivos deseos de desvanecerlas,
                        preguntando a don Genaro, la advertencia que éste nos había hecho mantuvo
                        nuestros labios plegados. No osábamos quejarnos.</p>
                    <p>El bote tocó con su proa al costado del buque y rebotó dos o tres veces.</p>
                    <p>Don Genaro dio otros silbidos que fueron contestados inmediatamente desde el
                        buque.</p>
                    <p>El botero, valiéndose de las manos, más que de los remos, fue conduciendo el
                        bote, casi rozando con el costado del otro barco, hasta el centro de éste en
                        donde ya tenía una escala de cables para la</p>
                    <p><said>—Seguidme</said> —nos ordenó don Genaro con el pie puesto ya sobre el
                        primer peldaño.</p>
                    <p>Le obedecimos sin chistar.</p>
                    <p><said>—Y tú</said> —prosiguió dirigiéndose al botero—, <said>espera y no
                            temas, que acompañándote yo nada puede sucederte.</said></p>
                    <p>Cuando estuvimos sobre la cubierta de la goleta conocimos por la voz a casi
                        todos los que hasta entonces habían sido compañeros de prisión y que ahora
                        lo eran de libertad, los cuales, como se recordará, momentos antes se habían
                        separado de nosotros.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, ¿ya están todos?</said> —preguntó don Genaro.</p>
                    <p><said>—Sí, todos</said> —le contestaron.</p>
                    <p><said>—Pues bien; ya traje los únicos que faltaban.</said></p>
                    <p>Y después de hablar con algunas de aquellas personas en voz baja, nos llevó a
                        la popa del buque y cerciorándose de que nadie podía escucharle, nos dijo
                        con doliente voz.</p>
                    <p><said>—Ya estáis fuera de todo peligro; ya podéis comprender el interés que
                            por vosotros me he tomado; acabo de haceros un servicio, primos míos,
                            con riesgo de mi reputación y hasta de mi pescuezo. Esta goleta os
                            conducirá a México; durante el trayecto sed discretos, y cuando allí
                            lleguéis echaos en brazos de la suerte; aquél es un país próspero y muy
                            rico, y vosotros sois trabajadores y constantes, pronto haréis fortuna.
                            Estoy seguro de esto; si no, bien cuidaría yo de alejaros de La Habana
                            sin ir también con vosotros. No volváis jamás aquí, a lo menos, mientras
                            no estéis enteramente seguros de que no habréis de ser molestados. Yo he
                            hecho por ustedes, hijos, lo que me ha sido posible, ¿eh?, pero la buena
                            estrella que nos comenzó a alumbrar ha durado poco. Si nosotros
                            hubiéramos sido como otros tantos hombres sin conciencia, bien
                            hubiéramos podido aprovecharnos. No ha sido culpa mía. Nadie puede
                            luchar contra la fortuna en empeñándose ésta por mostrársele adversa,
                            ¡eh!, id ya en paz, primos queridos; adiós; puede ser que nos volvamos a
                            encontrar algún día, ¿eh? ¡País de pillos!, ¿eh?</said></p>
                    <p>Terminó don Genaro estas palabras casi sollozando y nosotros, conmovidos,
                        sentimos correr lágrimas por nuestras mejillas.</p>
                    <p>Nuestro digno protector nos dio un afectuoso estrechón de manos y se
                        marchó.</p>
                    <p>Se soltaron las velas de la goleta; presto las infló el viento; y la quilla
                        del buque comenzó a trazar sobre las olas prolongada línea de blanca
                        espuma.</p>
                    <p>Los relámpagos que parecían cesar en momentos oportunos para favorecer
                        nuestra fuga, comenzaron a iluminarlo todo.</p>
                    <p>Y nosotros, que permanecimos aún de pie y como enclavados en el mismo punto a
                        que nos había conducido don Genaro, vimos iluminarse muchas veces con luz
                        esplendorosa la ciudad de La Habana; otra vez vimos destellar los cristales
                        de sus ventanas; las vidriadas almenas de sus azoteas; distinguimos las
                        torres empina das de sus iglesias; su riscosa costa; los grandes murallones
                        de sus fuertes; los techos de sus casas, húmedos con la lluvia, reflejaban
                        las curvas de los canalones de las tejas haciéndolos parecer tubos de
                        esmerilado metal; y vimos también la estrecha boca del puerto, que se
                        cerraba más y más tras de nosotros, a medida que nos alejábamos. ¡Ah!, un
                        relámpago prolongado e intensísimo fue el postrero: tal pareció que La
                        Habana se estremecía desde sus cimientos al recibir aquellos raudales de
                        luz.</p>
                    <p>Y luego quedó sumido todo en oscuridad profunda.</p>
                    <p>¡No la vimos más!</p>
                    <p>Oí que mi tío daba sendas puñadas sobre la gruesa banda del buque, luego dio
                        una fuerte patada que resonó mucho sobre la hueca cubierta y exclamó:</p>
                    <p><said>—¡Infame...!, ¡maldito don Genaro...!, ¡maldito seas...!</said></p>
                    <p>Y por extraña coincidencia era éste el mismo instante en que el bote, que
                        conducía a nuestro insigne protector, el excelentísimo e ilustrísimo don
                        Genaro de los Dées, tocaba los duros peñascos de la costa.</p>
                    <p>Y mientras entregaba el ilustre personaje puñados de monedas al botero,
                        repetía gozoso:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, salvado, toma, patrón; y además tema esto para que eches un
                            trago a mi salud. ¡Ya no le temo ni a los doce apóstoles del
                            Morro!</said></p>
                    <p><said>—¡Demongo...! María santísima.., ¿y los otros?</said></p>
                    <p><said>—¡Que se los lleve el diablo!, ¿qué importa?</said> —respondió don
                        Genaro alzando los hombros.</p>
                    <p><said>—Vaya... pues, salud.</said></p>
                    <p><said>—¡Eh!, gracias, adiós.</said></p>
                    <p>El botero abandonó nuevamente la orilla y se internó en el mar.</p>
                    <p>Y nuestro insigne señor, aliviado ya de aquellos dos fardos que sentía
                        gravitar sobre su pecho, respiró con satisfacción y desapareció muy pronto
                        entre las torcidas calles de la ciudad.</p>
                    <p>¡Era todo un buen hombre el activo don Genaro!</p>
                </div>
            </div>
            <div type="part">
                <head>
                    <seg rend="italic">Cómo salió de Cuba mi tío</seg>
                </head>
                <quote>
                    <p>Son tratables los aristócratas de nacimiento; pero, ¿quién sufre a los que un
                        tiempo se daban por muy honrados con que alguno les llamase de usted, luego
                        se aficionan a los postizos nobiliarios y adoptan nombres retumbantes como
                        si quisieran disfrazarse para no ser reconocidos por sus propios
                        parientes?</p>
                </quote>
                <p>Juan Martínez Villegas.</p>
                <p><seg rend="italic">Los espadachines.</seg> Tomo I, p. 28.</p>
                <quote>
                    <p>En España basta y sobra con pasarse veinte o treinta años pretendiendo ser
                        archipámpano de Sevilla para que al cabo le digan al más romo: ¡Séalo usted
                        y déjenos en paz aunque centenares de sapientísimos Guillermos de Loja se
                        queden burlados en sus legítimas esperanzas!</p>
                </quote>
                <p>Alarcón.</p>
                <p><seg rend="italic">La pródiga.</seg> Libro II, capítulo XII.</p>
                <div type="chapter">
                    <head>I.</head>
                    <head>Por la ciudad</head>
                    <p>Unos seis años después de los sucesos con que termina la primera parte de
                        esta narración, a las siete y media de una de esas noches serenas en que la
                        atmósfera que rodea a La Habana está incesantemente renovada por vientos del
                        nordeste que llegan a la ciudad refrescados por las aguas del océano,
                        impregnados de sus acres emanaciones, y esparcen por toda ella una
                        temperatura agradable, deliciosa; una de esas noches en que el cielo está
                        profundamente azul y sembrado de estrellas que lanzan sus vividos e
                        intermitentes fulgores sin que los empañe el más ligero celaje, bajaba por
                        la calle de la Muralla una gran carretela, la cual revelaba a las claras
                        haber salido muy poco antes del taller, pues sus brillantes charoles y el
                        barniz de los rayos de sus ruedas reflejaban como un espejo la luz que a
                        raudales se escapaba de lo interior de las tiendas y de sus hermosas
                        vidrieras iluminadas con profusión y ornadas con gusto y con primor.</p>
                    <p>Dos gallardos y briosos caballos canadienses de dorado pelo, terso y luciente
                        como el raso, tiraban de aquel coche que atraía las respetuosas miradas de
                        los paseantes.</p>
                    <p>Y no iban menos ufanos el cochero y el paje con sus sombreros de copa
                        rodeados de ancho galán dorado y con los petos de las verdes libreas
                        cubiertos de cordones de hilo de oro terminados en un par de barritas de
                        metal y unas macizas coronillas que chocaban a cada vaivén del coche,
                        dejando escapar sonoros golpecitos de timbre agudo.</p>
                    <p>Los demás coches se apartaban del centro de la calle y dejaban paso libre a
                        la carretela que avanzaba orgullosa haciendo crujir sus flexibles muelles, a
                        semejanza de esas rústicas señoronas, que hacen crujir de propósito las
                        ricas sedas de sus vestidos, cada vez que atraviesan salones de baile u otro
                        cualquier lugar en donde se reúne mucha gente.</p>
                    <p>Iba arrellanado con toda comodidad en la carretela, sosteniendo en sus manos
                        un bastón de caña de Indias, cuyo puño era una gran corona condal de
                        cinceladuras y esmaltes exquisitos, un hombre gordo, hermosote, bien
                        afeitado, vestido con toda corrección y elegancia de paño negro, respirando
                        la fresca atmósfera de la noche con esa tranquilidad y satisfacción que
                        proporciona el perenne bienestar.</p>
                    <p>El buen señor rebosaba de vida, de salud, de riqueza; todo lo miraba con
                        altivez. Y cuando algún conocido se preparaba a saludarlo volvía el rostro
                        al otro lado, con la mayor naturalidad del mundo, para esquivar todo
                        inoportuno gesto de cortesía.</p>
                    <p>Rodó largo trecho por la citada calle la carretela, hasta que el hombre
                        grueso alzó su rico bastón de caña de Indias y dando con él dos golpes en el
                        brazo al cochero le indicó que detuviese el flamante vehículo, frente a una
                        gran platería.</p>
                    <p>Dos dependientes acudieron presurosos; pero nuestro hombre, rechazándoles con
                        significativo gesto, descendió majestuosamente de su asiento y entró en el
                        establecimiento.</p>
                    <p>Cuando abandonó la carretela con toda pausa y gravedad el hombre grueso, el
                        paje, en una mano el sombrero y la otra mano apoyada en el pestillo de la
                        portezuela, aguardó ceremoniosamente y luego, para cerrar, la puertecilla,
                        la tiró con fuerza tal que inquietó los caballos, los cuales martillearon
                        largo rato el empedrado con sus ocho patas calzadas de hierro.</p>
                    <p><said>—Excelentísimo señor</said> —saludó con afable sonrisa el dueño de la
                        platería.</p>
                    <p>Pero el excelentísimo señor no se digno contestarle; sino que haciendo
                        oscilar como un péndulo el bastón que tenía entre las manos cruzadas sobre
                        los faldones de la casaca, entreteníase en recorrer con la vista todos los
                        estuches de prendas abiertos dentro de la vidriera del mostrador. Dos o tres
                        ocasiones los recorrió sin prestar atención alguna a las observaciones que
                        el platero y sus dependientes se empeñaban en hacerle. Unas veces pegaba el
                        rostro al grueso cristal de la vidriera; otras se apartaba largo trecho de
                        ella; otras ladeaba con trabajo sumo la cabeza, cerrando, ya el ojo derecho,
                        ya el izquierdo; otras, mirábase atentamente la blanca y bien planchada
                        pechera de su camisa y volvía a clavar su vista con más atención en alguna
                        prenda.</p>
                    <p>Por fin, había encontrado lo que buscaba, pues volviéndose con lentitud hacia
                        el lugar en que a su espalda, y a respetuosa distancia, se hallaba de pie el
                        platero, le ordenó:</p>
                    <p><said>—Saque usted ese estuche rojo.</said></p>
                    <p>El joyero hizo un gesto y uno de los dependientes sacó un estuche.</p>
                    <p>El hombre grueso puso muy mal ceño y preguntó algo incómodo:</p>
                    <p><said>—¿Eso es rojo?</said></p>
                    <p>Y el platero, más incómodo aún, repitió:</p>
                    <p><said>—¿Ése es el estuche rojo?, hombre, si no sé dónde tiene esta gente los
                            oídos y los ojos.</said></p>
                    <p>El dependiente, algo amoscado, sacó otro estuche en medio del cual llameaban
                        como gotas de congelado rocío tres hermosos y bien tallados diamantes.</p>
                    <p>El hombre grueso desabotonó su chaleco dejándose al descubierto el prominente
                        y redondeado abdomen; después alzó su blanca corbata sobre las almidonadas
                        puntas del ancho cuello de su camisa, y sacando del estuche los tres
                        brillantes fue colocándoselos uno por uno en la pechera.</p>
                    <p>En la mirada del platero se revelaba la especie de tierno y respetuoso
                        éxtasis de que se hallaba poseído.</p>
                    <p><said>—¿Cuánto valen estos pedruscos?</said></p>
                    <p><said>—Como son para mi excelentísimo señor, las pondré...</said> —contestó
                        el mercader, y bajando algo más la voz, y silbando entre dientes las
                        palabras añadió—: <said>muy baratas, unas treinta onzas.</said></p>
                    <p><said>—Je, je</said> —sonrió maliciosamente el rumboso comprador—,
                            <said>treinta onzas porque son para mí, ¿eh?, está bien, onzas más o
                            menos, es cosa en que nunca me fijo. ¿Y mi leontina?</said></p>
                    <p><said>—Ah, perdone, ¡qué olvido el mío!, son tan... Espere vuecencia,
                            enseguida vuelvo</said> —contestó el pistero, inclinándose con
                        respeto.</p>
                    <p>Y después de aplastar dos o tres cajas de cartón que había en el suelo entró
                        por una puertecilla a la trastienda y volvió trayendo en sus manos una
                        hermosísima leontina de oro que limpiaba cuidadosamente con una piel de
                        gamuza.</p>
                    <p>El rico comprador sacó del bolsillo un enorme reloj de oro incrustado de
                        rubíes y zafiros, lo enganchó al extremo de la leontina y luego lo colocó en
                        su estirado chaleco. Los brillantes y las pulidas piececillas de la leontina
                        despedían de sus facetas ricos destellos de luz.</p>
                    <p>El grueso señor atravesó pavoneándose toda la tienda y fue a contemplar el
                        efecto que hacían sus prendas en un gran espejo. Allí quedó retratada en
                        aquella luna magnífica, durante más de cinco minutos, las redondas y
                        abultadas formas del respetable hombre gordo.</p>
                    <p>Después, no volvió a hablar palabra; y sin despedirse de nadie subió a la
                        carretela, cuyos caballos, al afianzar, para emprender la marcha, sus
                        aceradas herraduras sobre el empedrado de granito, produjeron primero
                        chispas de fuego y luego acertaron a pisar también un charquillo de agua que
                        lanzó salpicaduras de lodo sobre el platero.</p>
                    <p><said>—¡Malditos caballos!, ¿lo han manchado a usted?</said> —preguntó el
                        hombre de la carretela.</p>
                    <p>Sacó el mercader, con toda calma, del bolsillo un pañuelo y pasándosele por
                        el rostro, contestó:</p>
                    <p><said>—No; nada; un poco de lodo; casi nada.</said></p>
                    <p>Siguió rodando el coche, y cuando cruzaba la vasta plazuela de las Ursulinas,
                        en el fondo de la cual había un ridículo arquito de mampostería que no sé
                        quién dio en llamarle Puerta del Sol, y había sido erigido para conmemorar
                        el sitio en que estuvieron las murallas que defendían la ciudad, quizás
                        asaltó algún importuno recuerdo al hombre gordo, pues dio, con impaciencia,
                        un bastonazo en la caja del coche y se mordió fuertemente los labios.</p>
                    <p>Después miró las estrellas, pensó que eran éstas testigos mudos y siguió
                        llenando gozoso y satisfecho sus pulmones con el aire fresco que libre
                        corría por la extensa plazoleta.</p>
                    <p>La carretela continuó por el lado derecho del parque de Isabel la Católica,
                        orillando los ya casi cegados fosos y fue a detenerse ante el pórtico del
                        teatro Tacón cuyos arcos y capiteles, llenos de luminarias, vestían sobre el
                        limpio suelo de la calle, raudales de claridad.</p>
                    <p>Y después de aplastar dos o tres cajas de cartón que había en el suelo entró
                        por una puertecilla a la trastienda y volvió trayendo en sus manos una
                        hermosísima leontina de oro que limpiaba cuidadosamente con una piel de
                        gamuza.</p>
                    <p>El rico comprador sacó del bolsillo un enorme reloj de oro incrustado de
                        rubíes y zafiros, lo enganchó al extremo de la leontina y luego lo colocó en
                        su estirado chaleco. Los brillantes y las pulidas piececillas de la leontina
                        despedían de sus facetas ricos destellos de luz.</p>
                    <p>El grueso señor atravesó pavoneándose toda la tienda y fue a contemplar el
                        efecto que hacían sus prendas en un gran espejo. Allí quedó retratada en
                        aquella luna magnífica, durante más de cinco minutos, las redondas y
                        abultadas formas del respetable hombre</p>
                    <p>Después, no volvió a hablar palabra; y sin despedirse de nadie subió a la
                        carretela, cuyos caballos, al afianzar, para emprender la marcha, sus
                        aceradas herraduras sobre el empedrado de granito, produjeron primero
                        chispas de fuego y luego acertaron a pisar también un charquillo de agua que
                        lanzó salpicaduras de lodo sobre el platero.</p>
                    <p><said>—¡Malditos caballos!, ¿lo han manchado a usted?</said> —preguntó el
                        hombre de la carretela.</p>
                    <p>Sacó el mercader, con toda calma, del bolsillo un pañuelo y pasándosele por
                        el rostro, contestó:</p>
                    <p><said>—No; nada; un poco de lodo; casi nada.</said></p>
                    <p>Siguió rodando el coche, y cuando cruzaba la vasta plazuela de las Ursulinas,
                        en el fondo de la cual había un ridículo arquito de mampostería que no sé
                        quién dio en llamarle Puerta del Sol, y había sido erigido para conmemorar
                        el sitio en que estuvieron las murallas que defendían la ciudad, quizás
                        asaltó algún importuno recuerdo al hombre gordo, pues dio, con impaciencia,
                        un bastonazo en la caja del coche y se mordió fuertemente los labios.</p>
                    <p>Después miró las estrellas, pensó que eran éstas testigos mudos y siguió
                        llenando gozoso y satisfecho sus pulmones con el aire fresco que libre
                        corría por la extensa plazoleta.</p>
                    <p>La carretela continuó por el lado derecho del parque de Isabel la Católica,
                        orillando los ya casi cegados fosos y fue a detenerse ante el pórtico del
                        teatro Tacón cuyos arcos y capiteles, llenos de luminarias, vestían sobre el
                        limpio suelo de la calle, raudales de claridad.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>II.</head>
                    <head>En el teatro</head>
                    <p>El pórtico del teatro de Tacón estaba lleno de militares y de personas
                        vestidas con fracs: algunas ostentaban en sus estiradas solapas botoncillos
                        rojos o diminutas crucecillas.</p>
                    <p>Andaban los militares muy cuidadosos de que no presentasen sus guantes
                        ninguna arruga y no cuidaban menos los hombres de frac de que sus chalecos,
                        olvidando su oficio de prensas, se recogiesen sobre los abultados abdómenes,
                        dejando al descubierto la camisa como blanca grieta en mitad del cuerpo. Por
                        eso veíanse manos que acudían presurosas a las puntas de los chalecos,
                        tiraban con fuerza de ellos, y los dejaban más estirados que el parche de
                        una tambora. Entre las personas reunidas bajo el pórtico sobresalía, por su
                        elevada estatura, un señor delgado, de tez apergaminada, de nariz aguileña,
                        ojos hundidos, que se abanicaba con el sombrero y acudía, ya a un grupo ya a
                        otro, para decidir en cuatro palabras, dichas con tono muy enfático, la
                        cuestión que se estuviese discutiendo. Después se marchaba pavoneándose y
                        dándose tal importancia, que parecía ser el jefe o pontífice de toda aquella
                        muchedumbre. Y lo más de notar era que todos acataban el parecer del hombre
                        alto, y ni siquiera trataban de discutir con él.</p>
                    <p>Llegábase aquel extraño ente con cierta sonrisa de protección a uno de los
                        grupillos en que con más calor se discutía, decía dos palabras, y callaban
                        todos como por ensalmo. Alejábase luego contento de haber sembrado allí un
                        granito de su sabiduría, y los grupos murmuraban.</p>
                    <p><said>—Es una notabilidad, una eminencia don Mateo: sin él no podría hacer
                            nada el conde</said> —advirtió uno.</p>
                    <p><said>—¡Hombre!, me ha ocurrido que ya tarda mucho el señor conde, ¿habrá
                            tenido algún percance</said> —preguntó otro.</p>
                    <p><said>—No; ta! vez mucho que hacer</said>—añadió un tercero.</p>
                    <p><said>—Es muy probable</said> —repuso el de más allá.</p>
                    <p><said>—Ahí está..., ahí está..., ya llegó el conde...!</said> —se oyó decir
                        entonces odas partes.</p>
                    <p>Hubo un movimiento general: los esparcidos grupillos se confundieron con el
                        gran grupo formado bajo el arco central del pórtico.</p>
                    <p>Fue éste el instante en que la carretela de aquel hombre gordo, que hemos
                        visto cruzar la calle de la Muralla, entrar en la platería, fijar sus ojos
                        en las estrellas y en el arquito que llamaban Puerta del Sol y seguir a lo
                        largo del parque de Isabel la Católica orillando los fosos, se detuvo ante
                        el pórtico del teatro.</p>
                    <p>El hombre alto, o sea, don Mateo, como le hemos oído llamar, gracias al
                        general respeto que se le tenía, pudo atravesar sin dificultad alguna el
                        apretado grupo, y se colocó en primera línea. Allí permaneció como
                        deslumbrado al ver bajar al hombre gordo de la carretela, cuyo barniz,
                        dorados, faroles, cocheros, arreos inundados por la luz de las luminarias,
                        despedían tanto brillo como si estuvieran inflamados.</p>
                    <p>Éste descendió de su carruaje como si descendiera de un trono, causando
                        general arrobamiento.</p>
                    <p>Un instante después no tenía manos para estrechar tantas como se le
                        presentaban, no tenía oídos suficientes para oír tantas felicitaciones, ni
                        ojos para ver tantos y tan repetidos saludos.</p>
                    <p>Se le hablaba con sumo respeto y él contestaba con medias palabras y unas
                        sonrisas que demostraban la satisfacción inmensa de que se hallaba
                        poseído.</p>
                    <p>Don Mateo, lejos de imitar a los demás, se acercó familiarmente al hombre
                        grueso de la carretela, que ya de cierto se sabe es todo un señor conde,
                        llevóse la mano al bolsillo del chaleco, sacó un enorme reloj de plata y
                        presentándoselo le dijo en voz que pudieran oír todos: —¡Has tardado mucho,
                        querido discípulo!</p>
                    <p><said>—Sí; tiene usted razón, entré en una platería a comprar estas baratijas
                            y allí me entretuve... pero no debían haber aguardado estos señores por
                            mí...</said></p>
                    <p><said>—Cómo, ¿no aguardarlo a usted, señor conde...?, ¿conque debe usted
                            presidir y...?</said></p>
                    <p><said>—Sí..., ya..., pero, ¿no estaba ahí mi secretario?</said></p>
                    <p><said>—¡Qué señor conde!, su secretario no vale lo que usted...</said></p>
                    <p>El conde se puso más erguido.</p>
                    <p>Y don Mateo, que a su lado iba, echó una mirada tan terrible al imprudente
                        que había pronunciado estas palabras, que el pobre hombre, comprendiendo que
                        había cometido grave inconveniencia, bajó los ojos al suelo, sintió como si
                        le echaran un lazo a la garganta, y se escurrió lo más pronto que pudo
                        desapareciendo entre los que le rodeaban.</p>
                    <p>Mientras tanto el conde, secretario y grupos, habían ido caminando hacia el
                        teatro y ya estaban en la misma entrada de la platea.</p>
                    <p>Todos quedaron un momento sin poder avanzar un solo paso; habían sido
                        agradablemente sorprendidos...</p>
                    <p>En la platea del teatro, alfombrada y levantada a la altura del escenario,
                        había dos largas y estrechas mesas, sobre las cuales, en riguroso orden,
                        estaban colocados en sus fuentes de orillas rojas apetitosos manjares y
                        grupos de botellas que semejaban grandes pedazos de ámbar y de rubíes
                        trasparentados por la radiante claridad que sobre ellos vertían innúmeras
                        bujías sostenidas por labrados y elegantes candelabros de plata.</p>
                    <p>Los grandes pargos acostados sobre verde-clara lechuga, llenos de fajas
                        amarillas hechas de salsa que humeaban y de fajas rojas hechas con tomates y
                        remolachas; los sonrosados salmones presos entre cordones de pepinos y
                        aceitunas; las carnes, cuyos caldos esparcían cierto olorcillo de mostaza y
                        pimienta que posándose tenazmente en el olfato exasperaba el estómago; las
                        perdices, pavos y guineas con sus redondas pechugas mojadas con jerez seco y
                        embutidas de trufas; las chuletas colocadas sobre exquisito amasado de
                        papas; los pastelillos que reflejaban la luz en sus azucaradas y doradas
                        tartas salpicadas de pasas de Corinto; las peras, los racimos de uvas verdes
                        y moradas; los melocotones, plátanos, piñas y naranjas colocadas
                        artísticamente en grandes jarras de vidrio deslustrado; !os ramilletes de
                        flores; las torrecillas góticas y las almenas de los castillos de panetela y
                        de crocante coronado de estatuillas blancas con banderitas multicolores;
                        aquella interminable hilera de copas, platos, cuchillos, cuyos bordes
                        brillaban con las luces; aquellas líneas de blancas servilletas dobladas
                        como flores, sombreros y abanicos y liadas con cintas amarillas y rojas en
                        el extremo de las cuales había una tarjeta con el nombre de cada convidado
                        escrito con caracteres góticos y dorados; los palcos del teatro iluminados,
                        encortinados, luciendo coronas, banderas, escudos y guirnaldas de llores y
                        ocupados por damas y caballeros que guardaban tanta compostura como si
                        estuvieran en el templo; y por último, la gran araña, hermosa, regia,
                        derramando de su triple hilera de luces raudales de claridad: ciertamente
                        que aquella noche ofrecía el teatro un espectáculo apetitoso,
                        encantador.</p>
                    <p>Pasada aquella instintiva detención, que en la entrada del patio había
                        sufrido la encasacada muchedumbre, comenzaron a invadir la platea y llegar
                        orillando siempre las profusamente iluminadas mesas, hasta el fondo del
                        escenario.</p>
                    <p>El conde, o bien el hombre gordo, detúvose, por indicación de don Mateo, que
                        iba dándose todos los humos de un maestro de ceremonias, en la cabecera de
                        la mesa. La tarjetita sujeta a las cintas que liaban la servilleta, bajo una
                        gran corona con dorados caracteres que al reflejar la luz de las bujías
                        parecían de fuego, decía: <writing type="document">«Excelentísimo señor
                            conde Coveo.»</writing></p>
                    <p>Y a su lado se leía en otra tarjetita:</p>
                    <p><writing type="document">—«Señor secretario del excelentísimo señor conde
                            Coveo.»</writing></p>
                    <p>Don Mateo tomó posesión de este sitio y calándose un par de enormes gafas de
                        carey, cuyos vidrios le aumentaron considerablemente sus pequeños y hundidos
                        ojos, levantó su cuello, con poco esfuerzo, más de una tercia por encima de
                        los que le rodeaban y con petulancia comenzó a pasear su vista por todo el
                        teatro. A cual dirigía un saludo, a cual una guiñada, al otro una sonrisa,
                        al de más allá un gesto que quería ser donairoso.</p>
                    <p>Su compañero el de la izquierda, o sea, el conde Coveo, según rezaba la
                        tarjeta, estaba sereno, grave, majestuoso, reposado, contemplando con
                        arrobadora fruición, desde su puesto de cabecera, aquella prolongada línea
                        de casacas barajadas con uniformes que se iban perdiendo allá en el fondo y
                        como diafanizándose entre la intensa luz dorada que portadas partes
                        resplandecía.</p>
                    <p>El conde rebosaba de satisfacción, de orgullo. ¡Él, presidiendo aquel gran
                        banquete que se celebraba.. no recordamos con qué motivo! ¡Él, a la cabeza
                        de todos aquellos banqueros, comerciantes en grande escala y no pocos de los
                        de al menudeo! ¡Él, en el puesto preferente, cuando allí estaban
                        representadas las corporaciones más importantes del país, la magistratura,
                        el ejército, el clero, la prensa...!</p>
                    <p>¡Ah!, alzó la vista, y a través de aquella especie de luminosa nube que
                        llenaba el espléndido teatro, creyó ver, allá, entre las penumbras del
                        último piso, su propia imagen colgada del antepecho de la cazuela,
                        gesticulando coléricamente y que crujiendo los dientes decía:</p>
                    <p><said>—¡Oh, juro, juro que seré algo!</said></p>
                    <p>Esta idea que cruzó veloz por su mente, pareció empañar un momento su mirada
                        y su rostro radiantes de júbilo.</p>
                    <p>Luego sonrió, murmuró algo ininteligible, y se sentó.</p>
                    <p>Todos le imitaron, y en este momento rompió a tocar un himno marcial una
                        orquesta situada en el palco del centro del segundo piso.</p>
                    <p>Y más de cincuenta sirvientes iban y venían repartiendo platos de sopa.</p>
                    <p>Algunos minutos después las fuentes sufrieron un ataque formidable. Don
                        Mateo, con la nariz casi dentro del plato, tragaba a grandes pedazos la
                        carne blanca como el marfil de un hermoso pargo que tenía delante. Y dos
                        palomitas estaban esperando resignadamente su turno, con sus patas juntas y
                        sus gordas pechugas en las orillas del plato.</p>
                    <p>El conde, por el contrario, estaba tieso, con el rostro a la mayor distancia
                        posible del plato: habíase colocado de suerte que el producto de su boca al
                        abdomen estuviese completamente perpendicular, y por él engullía, a docenas,
                        tostadas croquetas acompañadas invariablemente por un pedazo de pan, que
                        producía ruido como de sordo serrucho al ser mascado, y luego, sendos tragos
                        de excelente vino de Burdeos. Cuando concluía un plato le ponían otro
                        delante, empuñaba el cubierto, preparaba el vaso y el pan y engullía
                        vorazmente; pero con calma tan perfecta que cualquiera, al verlo, quedaría
                        convencido de que no probaba bocado. Parecía talmente que no mascaba ni
                        comía; y sin embargo botellas y platos le venían llenos y a poco quedaban
                        enteramente vacíos.</p>
                    <p>Daba gusto ver comer a aquellos dos hombres.</p>
                    <p>En el resto de la mesa se hacía otro tanto. Unos mordían las patitas de las
                        aves con el extremo de los dientes, poniendo en blanco los ojos a cada
                        bocado; otros chupábanse, espárrago tras espárrago, hasta dos docenas. A uno
                        se le movían espantosamente las sienes; a otros se les inflaban los
                        carrillos; no pocos se atoraban, y rojos como camarones, atenuaban el ruido
                        de la tos dentro de la servilleta hecha un tarugo. Unos pocos, demasiado
                        cortos de genio, o neófitos en materia de banquetes, se les iban los ojos
                        tras de las fuentes que apenas osaban tocar, y como los infelices temían
                        hasta moverse, cada vez que necesitaban hacerlo tumbaban alguna copa,
                        cuchara o servilleta y para más desgracia, al recogerlos, conseguían causar
                        mayor estrago.</p>
                    <p>Por todas partes, pues, se hacían grandes honores al banquete; unos
                        prácticamente, otros con la intención.</p>
                    <p>La música cesó.</p>
                    <p>Ya, a los que desde los palcos miraban, les atormentaba sobremanera aquella
                        otra música de cubiertos, único ruido que en todo el teatro se oía, y les
                        mortificaba mucho aquel apetitoso olor de que se hallaba saturado el
                        ambiente que se respiraba en lo interior del recinto.</p>
                    <p>A la hora de los postres desmayó un tanto aquel vertiginoso repiqueteo y
                        empezó a oírse el murmullo sordo de las conversaciones en voz baja, y se
                        desmoronaban uno tras otro los ramilletes, cestos de frutas, castillos e
                        iglesillas de crocantes.</p>
                    <p>El murmullo que había ido en aumento creció de pronto cuando sonó el primer
                        taponazo de una botella de champagne.</p>
                    <p>El conde Coveo, que había estado muy poco comunicativo durante toda la
                        comida, quedó más callado aún: conocíasele que alguna grave inquietud le
                        atormentaba.</p>
                    <p>Dos o tres veces cogió una copa en que bullía el champagne, quísose poner de
                        pie; pero sintió cierto friecillo desagradable en la palma de las manos, un
                        entorpecimiento indomable en la lengua, y volvió a caer desalentado en su
                        asiento.</p>
                    <p>Don Mateo conservaba su imperturbable tranquilidad. Estaba convencido de que
                        poseía un gran talento, por lo cual, irremediablemente tenía que
                        escuchársele siempre con admiración. Levantándose con pausa comenzó a mirar
                        a todos los convidados: éstos, después de algunos silbidos, consiguieron
                        hacerse callar unos a otros.</p>
                    <p>Reinaba en el teatro profundo silencio.</p>
                    <p><said>—¡Inexpugnables patriotas!</said> —gritó don Mateo.</p>
                    <p>Y todas las miradas quedaron clavadas en él.</p>
                    <p>El conde Coveo no pudo contener un movimiento de ira.</p>
                    <p>Era muy natural: el conde se había estado estudiando un gran discurso para
                        esta fiesta y no había contado con que otro pudiera hablar antes que él.</p>
                    <p><said>«¡Adiós de mi discurso!, ¡maldito terror! ¿por qué no me levanté, torpe
                            de mí, cuando por primera vez cogí la copa?»</said>, se vituperaba
                        mentalmente.</p>
                    <p>Mientras tanto don Mateo había sacado del faldón de su casaca un rollo de
                        papeles y calándose bien sus enormes espejuelos de carey, leyó con voz
                        gangosa un largo y soporífero discurso.</p>
                    <p>Cada vez que hacía una pausa para tomar un poco de aliento le aplaudían mucho
                        los pocos que le escuchaban. Y él daba las gracias a todo el mundo.</p>
                    <p>Por fin tornó asiento y entonces estalló un ruidoso y prolongado aplauso por
                        todos los lados y alturas del hermoso coliseo.</p>
                    <p>En el extremo opuesto de la mesa se levantó otro orador. Y el conde Coveo, al
                        notar cómo se descolgaban, casi expuestos a caer de cabeza, los que en los
                        palcos estaban, para oír al que hablaba, pegó una puñada de rabia sobre la
                        mesa.</p>
                    <p>Al orador, que a la sazón hablaba, sólo podían oírsele algunas exclamaciones.
                        Pero el sandio de don Mateo, como si todo lo oyera, hacía gestos de
                        aprobación tan expresivos que excitaban la hilaridad de los que le
                        observaban.</p>
                    <p>Un aplauso prolongado indicó que había terminado el segundo orador.</p>
                    <p>Entonces el conde Coveo, con un arranque febril púsose de pie empuñando
                        valientemente una copa en que bullía espumoso el champagne.</p>
                    <p><said>—Brindo, señores...</said> —gritó con tan estentórea voz que logró
                        dominar el ruido de las palmadas y contener por un instante la convulsión
                        que agitaba sus labios.</p>
                    <p><said>—Silencio, silencio</said> —se decían unos a otros con religioso
                        respeto los convidados —, <said>va a hablar el señor conde.</said></p>
                    <p>Pero el señor conde por más esfuerzos que estaba haciendo no lograba
                        articular una sola palabra. Apretaba la copa, que crujió una vez, se
                        pellizcaba el abdomen que con su peso parecía tirarle hacia el asiento y se
                        mordía los labios, que con sus temblores le incomodaban. ¡Qué situación tan
                        horrible! Sentía latir con fuerza la sangre en las sienes, su boca estaba
                        seca y áspera, algunos pelillos de su gran calva se le erizaban...</p>
                    <p>El auditorio esperaba. Algunos sentían profunda pena; otros procuraban no
                        soltar la carcajada.</p>
                    <p>El señor conde se dejó de toda debilidad y vacilación pueril, cerró los ojos
                        y soltó, con la rapidez de una catarata, el principio del discurso que tan
                        bien y tan sin tropiezo había pronunciado a solas.</p>
                    <p>A lo mejor, asustado él mismo de su propia locuacidad, abrió los ojos y ya no
                        pudo seguir más. Balbuceaba, tartamudeaba, sudaba y se ahogaba porque las
                        palabras como bolas de bronce le venían de la laringe y le apretaban la
                        garganta.</p>
                    <p><said>—Ánimo, querido discípulo</said> —le dijo en tono protector don Mateo
                        —; <said>el exordio ha sido elocuentísimo.</said></p>
                    <p>Y aplaudió.</p>
                    <p>Y los demás, imitándole, secundaron el aplauso.</p>
                    <p>El conde Coveo tuvo una idea feliz, una inspiración que le debía ayudar, sin
                        duda, a salir del atolladero en que se había metido.</p>
                    <p>Púsose de repente de pie sobre su silla, agito en alto la copa tan recio que
                        casi bañó a don Mateo, y como si quisiera desgarrarse la garganta dio media
                        docena de vivas, otros tantos mueras, y fue aclamado y aplaudido
                        estrepitosamente.</p>
                    <p><said>«¡Qué bien!, ¡qué bien!»</said>, se decía.</p>
                    <p>De todos lados del salón acudieron a felicitar al orador que sofocado se
                        limpiaba la calva y el cuello cubiertos de sudor.</p>
                    <p>Unos le abrazaban, otros le apretaban con fuerza la mano, otros, con el santo
                        propósito de causar envidia a los demás, le tocaban familiarmente la
                        espalda, los hombros y el codo y bromeaban con él; otros contemplaban
                        recelosos desde lejos a todos aquellos que se hallaban tan pegaditos al
                        grande hombre.</p>
                    <p><said>—¡Magnífico...!, ¡se ha lucido usted, señor conde...!, ¡amigo, lo
                            felicito!, ¡pues no sabía yo que poseía usted esta maravillosa facilidad
                            de palabra...!</said> —se oía decir y tornar a decir en redor del
                        conde.</p>
                    <p>Y él, rebosando de gozo, contestaba:</p>
                    <p><said>—Ah, sí; pero mi discurso era mucho mejor; lo que he dicho no es más
                            que un reflejo pálido de él, estuve luchando con una rebelde afección de
                            garganta que hace mucho tiempo padezco.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh, lo siento, señor conde, no lo sabía, es una verdadera
                            lástima!</said></p>
                    <p><said>—Sí, sí, una lástima</said> —proseguía el conde—; <said>porque al final
                            de mi discurso había unos trozos que iban a hacer temblar a todos esos
                            pillos...</said></p>
                    <p>Y por aquí se desató la lengua del conde y pronunció un discurso de anatemas
                        y amenazas, que motivó que algunos asustadizos se escurrieran
                        disimuladamente entre los grupos y no se tranquilizaran hasta que no se
                        vieron en las puertas del teatro y aspirando libremente el aire fresco de
                        aquella hermosa noche.</p>
                    <p><said>—Han hecho ustedes muy bien en marcharse, porque allí se va a armar hoy
                            la gorda.</said></p>
                    <p>La comida había terminado.</p>
                    <p>El humo de los tabacos y cigarrillos que fumaban los convidados teñía la
                        sofocante atmósfera del salón con tintes de ópalo.</p>
                    <p>Ya nadie quedaba en los palcos. Las guirnaldas y las flores de los ramilletes
                        estaban marchitas; las fuentes en desorden; las cortinas y el mantel muy
                        arrugados. Y unas botellas de ginebra, que figuraban cañones montados sobre
                        sus cureñas, completamente vacías.</p>
                    <p>Por fin el conde se decidió a retirarse y el último grupo salió tras él.</p>
                    <p>Y mientras la nueva y flamante carretela crujía sus muelles al recibir el
                        aumentado peso del cuerpo del señor conde Coveo, las luces del gas del
                        interior del teatro se apagaron y sólo quedaron alumbrando aquellas dos
                        largas mesas y los desordenados restos del festín, las ya casi gastadas
                        bujías de los candelabros.</p>
                    <p>En lo alto quedó oscurísimo el recinto: en el extremo de una de las mesas se
                        reunieron los restos que de la comida podían aprovecharse los numerosos
                        sirvientes y se sentaron en el mismo lugar que antes habían ocupado el
                        conde, don Mateo y los más cercanos a ellos. Uno tuvo la ocurrencia de
                        cortar en un papel unos grandes espejuelos y luego casi metió la nariz
                        dentro del plato. Otro, tomando una botella imitó con la boca un taponazo,
                        hizo que echaba su contenido en una copita, agarró ésta, tendió los brazos,
                        presentó exageradamente el abdomen, cerró los ojos y púsose a hablar, tan de
                        carrera, que ni él mismo se entendía: luego se calló, se golpeó con un pan
                        el abdomen y la nuca, se trepó sobre la mesa, dio unos vivas espantosos y
                        volvió la copa sobre el de los espejuelos de papel. Los demás se
                        desternillaban de risa y se apretaban los ¡jares para no reventar.</p>
                    <p>Un desarrapado mendigo, apoyado en un bastón de nudoso leño, entró también en
                        el salón. Las bujías prolongaban fantásticamente la sombra del pordiosero
                        que a ratos parecía andar sobre largos zancos. El mendigo se agachaba bajo
                        la mesa, recogía las migajas de pan y las sobras, y las iba echando en un
                        cubo de hojalata que llevaba colgado de la cintura. Después se salió
                        persignándose con un pedazo de pan y sin pronunciar palabra.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>III.</head>
                    <head>En su domicilio</head>
                    <p>Poco más de las doce del día siguiente serían cuando el conde Coveo, tendido
                        en una ancha cama elegantemente colgada, despertó, se restregó los ojos,
                        estiró los brazos y sonrió con aquella sonrisa del hombre repleto de
                        bienestar, henchido de goces, y que en torno suyo contempla esparcidas todas
                        las comodidades de la vida.</p>
                    <p>El sol bañaba por entero las persianas e inundaba el cuarto de viva claridad.
                        Había en aquella habitación, llena de muebles recién barnizados, olorosos y
                        relucientes, una tranquilidad, un vapor tibio renovado a veces por las
                        frescas bocanadas de la brisa, que como se debilitaran la fuerza y la
                        voluntad del señor conde, le mantenían perezoso en el lecho.</p>
                    <p>La ancha cara del soñoliento ligeramente sonrosada, su cuello robusto, sus
                        ojos abotagados y saltones por el profundo sueño de tantas horas, la pueril
                        sonrisa que vagaba por sus labios, causaban extraña impresión: aquella
                        pelona cabeza hundida en grandes y blandos almohadones y entre las
                        arrebujadas sábanas de batista, bordeadas de ricos encajes, semejaba la de
                        un monstruoso recién nacido.</p>
                    <p>Imitando con la laringe y a boca cerrada los gruñidos o rechinamientos que
                        producen los buques atados en hilera en el muelle al rozar ligeramente sus
                        cascos unos contra otros, logró el conde, con no poco trabajo, abandonar el
                        mullido lecho.</p>
                    <p>Y mientras se viste y asea digamos algo acerca de su suntuosa morada.</p>
                    <p>Era de elegante tachada con soportales de estilo jónico.</p>
                    <p>Desde que se trasponía el umbral, comprendíase que el dueño de ella
                        disfrutaba de holgadísima posición social y de no escasos recursos
                        pecuniarios.</p>
                    <p>En zaguán, adornado hasta dos metros de altura con relucientes losas blancas,
                        estaba la hermosa carretela que sacudía minuciosamente un negro joven, de
                        viva mirada y picaresco rostro; había también un ligero faetón, y más allá,
                        respirando salud y vida por todos los poros de su robusto cuerpo,
                        entreteníase en hacer cigarrillos de papel y cantar entre dientes un barbudo
                        portero.</p>
                    <p>En el vestíbulo, pintado todo de blanco, había un parador con dos grandes
                        jarrones de flores; sillas de Viena, colocadas en orden; un jarrero, donde
                        lucían jarras y vasos de finísimo y labrado cristal; un magnífico reloj cuyo
                        gran péndulo de acero y cobre se movía compasadamente entre una caja de
                        cristal; una mesa sobre la cual, aún doblados y sin una arruga, se veían
                        varios periódicos del día; y por fin, en el centro, un bello acuario que
                        merece detenida descripción. La sala, con su suelo cubierto por un hule, con
                        sus grandes muebles de esculpido palisandro, sus cuadros de azul que se
                        abrían en el centro de la puerta para dejar libre el paso, estaba bastante
                        triste aquella hora y como agobiada bajo el peso de tantos adornos propios
                        de otros climas.</p>
                    <p>Sólo penetraba, por entre el fino encaje de una cortina, estrecha línea de
                        sol, que iba a iluminar, medio por medio, una magnífica luna veneciana
                        apoyada en una consola, sobre la cual, entre dos jarrones de cincelado
                        alabastro y otros objetos de gran mérito, alzábase, en una especie de altar
                        o trono, un hermoso becerro de oro.</p>
                    <p>Pero de noche, cuando la gran lámpara ornada de movibles canelones de cristal
                        derramaba su luz que se multiplicaba en la luna de los espejos, en el barniz
                        de los muebles y en los adornos dorados y se coloreaba con todos los matices
                        del iris e iluminaba de lleno cuatro estatuas de estuco colocadas en las
                        esquinas, haciéndolas destacar marcadamente su silueta sobre la oscuridad
                        del rincón, entonces lucía la sala con todo su esplendor; y desde su alto y
                        marmóreo pedestal, lanzaba intensísimos reflejos, corno de fulgentes llamas,
                        el dorado becerrillo.</p>
                    <p>Por una mampara de vidrios deslustrados y adornados en su centro por amenos y
                        transparentes paisajes se penetraba en un gabinete de papel de fondo gris
                        ornado con guirnaldas de entrelazadas flores. Sobre los muebles del
                        gabinete, y en lamentable desorden, había mil valiosos objetos de arte.
                        Amontonados en un escaparate de vidrieras veíanse estuches de piel de Rusia,
                        boquillas de ámbar y marfil, magníficos álbumes de dorado corte y cubiertas
                        de terciopelo o de nácar con dibujos de relieve, relojes, sortijas,
                        bastones, figurillas de biscuit, de bronce, de marfil, de cobre, plata,
                        barro; mil chucherías, mil objetos graciosos y cuyo valor, sumado, ascendía
                        a un capitalino capaz de colmar la felicidad a cualquier infortunado.</p>
                    <p>Algunos de aquellos objetos habían sido comprados por el dueño de la casa;
                        pero los más eran regalos.</p>
                    <p>Cuando el conde concluyó de vestirse abrió una elegante mampara terminada en
                        adornos de madera calada y gritó:</p>
                    <p><said>—¡Víctor!</said></p>
                    <p>El portero interrumpió sus canciones a media voz, contuvo un instante su afán
                        de acomodar bien las picaduras de tabaco en un papelillo blanco, y
                        repitió:</p>
                    <p><said>—¡Víctor!</said></p>
                    <p>Entonces el negro que sacudía la carretela soltó el plumero y con presteza se
                        dirigió adonde le llamaba el conde.</p>
                    <p>Y así que llegó cerca de la mamparilla, sin tomarse el trabajo de hacer
                        ceremonias respetuosas, dijo:</p>
                    <p><said>—Mande su merced.</said></p>
                    <p><said>—¿Qué hora es?</said> —preguntó el conde.</p>
                    <p><said>—Las doce y cuarto.</said></p>
                    <p><said>—Maldito sueño..., afortunadamente hoy es día feriado...</said></p>
                    <p><said>—El señor me dispensará</said> —replicó Víctor—, <said>mañana sí lo es;
                            hoy no.</said></p>
                    <p><said>—Ah, pero es tarde para ir a la oficina y será mejor que lo ferie yo...
                            Corre tú allá y dile al secretario que me traiga los expedientes que
                            están por firmar, o que los mande, si no puede venir.</said></p>
                    <p><said>—Está muy bien</said> —dijo Víctor, y tomando su sombrero salió para
                        cumplir las órdenes del conde.</p>
                    <p>Dirigióse éste al vestíbulo, sentóse en un sillón tan cómodo que podría
                        servir de cama, tomó los periódicos de encima de la mesa, los desdobló y se
                        puso a leerlos.</p>
                    <p>¡Qué claridad tan suave penetraba por los altos medios puntos que cerraban
                        por un lado el vestíbulo! ¡Qué diáfano estaba todo y qué tranquilidad, qué
                        paz tan dulce se disfrutaba en él! Ni un polvillo, ni un pedacillo de papel
                        sobre el suelo: todo limpio, nuevo, luciente, exquisito; sólo venía a
                        interrumpir a ratos el silencio el piar de los gorriones que se posaban en
                        las ramas de una higuera sembrada en mitad del patio y que se elevaba entre
                        macetones de barro repletos de exóticas y raras plantas y flores.</p>
                    <p>Y el señor conde disfrutando de todo esto, arrellanado en su gran sillón,
                        vestido de dril blanco, esmeradamente afeitado, con los puños y cuellos de
                        la camisa brillantes a fuerza de cera y plancha, con su abdomen contenido
                        por el ancho chaleco, saboreaba, mientras leía, un exquisito tabaco, cuyo
                        azulado humo brotaba como de un incensario e iba desvaneciéndose en grandes
                        espirales opalinos y perfumándolo todo.</p>
                    <p>Y aquel acuario que había en el centro del vestíbulo era magnífico.</p>
                    <p>De figura octogonal, alzábase sobre elegantes columnillas de bronce cuyas
                        estrías y ornados capiteles lucían bruñidos, esmerilados, por unas partes, y
                        por otras, se oscurecían bajo una capa de verde-óxido, con el cual,
                        artificialmente, se había querido imitar ese aspecto característico que la
                        humedad y los siglos dan a las medallas, ánforas y estatuas griegas y
                        romanas tan preciadas por los coleccionadores de antigüedades.</p>
                    <p>A través de las paredes de muy grueso y claro vidrio del depósito veíase la
                        pequeña vegetación acuática, que ora en forma de enmarañadas madejas y de
                        plumeros, ora como delgados y rectos hilos o simétricas barbillas, movíase
                        acompasadamente en el fondo, siguiendo el lento vaivén del agua, que
                        renovaban y refrescaban los cristalinos chorrillos de ingenioso
                        surtidor.</p>
                    <p>Y al pie del acuario crecían en macetones de barro, loza y porcelana,
                        agrupados en artístico desorden, los pintados nelumbios; las cañuelas
                        ribeteadas en sus bordes por espinillas escarlatas y teñidas de listas
                        lucientes y blancas como marfil; los rizomas con sus pedúnculos gruesos,
                        acuosos y sus hojas brillantes y llenas de asperezas y de hoyuelos cual si
                        estuvieran hechas de láminas de abollado metal; los helechos con sus ramas
                        enrolladas en forma de espiral, brotando hojuelas de un punto céntrico y que
                        se elevaban y caían graciosamente arqueadas; los cactus, henchidos de
                        pegajosa savia y coronados de púas, retorcíanse como petrificadas y verde
                        oscuras sierpes; y alguna que otra trepadora de hojas menudas y pareadas que
                        ascendía en espiral por los tallos de otras plantas, por las columnillas,
                        por las aristas del octógono del cristal del acuario, e intrépidos rebasaban
                        los bordes de éste, sumergiendo a veces sus guías y dejándolas flotar otras
                        en la superficie del agua.</p>
                    <p>Los pececillos azules, rojos y grises enormemente agrandados por la limpísima
                        lente que formaban los vidrios y el líquido movían sin cesar sus
                        trasparentes colas y aletillas, su boca que engullía vorazmente
                        imperceptibles animálculos y sus grandes ojos negros y rodeados de una
                        especie de aureola de metálico brillo. Ligeros unas veces, pausados otras,
                        los pececillos se perseguían, ascendían, descendían y ponían a ratos su boca
                        en la superficie del agua, quedando en posición perpendicular al nivel y
                        como colgados de allí.</p>
                    <p>Las grandes vidrieras y esculpidos armarios repletos de vajilla de plata,
                        colocados en el vestíbulo, se reproducían de reducidísimo tamaño y con
                        reflejos tornasolados en los vidrios de la piscina, cuya vegetación
                        interior, con sus arcos, bosquecillos y las cavernas formadas de porosa
                        piedra, ramas de coral y torcidos y nacarados caracoles, se iluminaban
                        tomando bellísimo aspecto. Al través de las algas, del limo y los caracoles,
                        ascendían tambaleándose pequeñas burbujas de aire que se escapaban de la
                        boca de los peces, y al tocar la superficie, deteníanse un instante como
                        flotadoras perlas y luego estallaban desapareciendo en el seno de la
                        atmósfera.</p>
                    <p>Por las mañanas, cuando el sol penetraba a raudales por las altas persianas y
                        coloreadas vidrieras del vestíbulo, caían sus rayos sobre la piscina y las
                        plantas que lo rodeaban, entonces parecía gozar todo de doble vida y entre
                        haces de arcoiris y deslumbradores reflejos de luz iba a dibujarse diáfana
                        en el suelo de blanco mármol la sombra del acuario y también la silueta de
                        los pececillos que en todas direcciones, ora de frente, ora de perfil, en él
                        nadaban.</p>
                    <p>Con los cambiantes de luz esparcía aquel acuario en derredor suyo
                        inexplicable sello de fantástico; no parecía mueble propio para la morada de
                        un hombre, sino que hacía que se asemejase el vestíbulo a la antecámara de
                        alguna bella diosa marina, porque las plantas que lo ornaban se
                        trasparentaban figurando esmeraldas, el líquido que contenía tomaba brillo
                        de fundida plata y los pececillos echados en él, parecían cubiertos con una
                        coraza de púrpura y de oro.</p>
                    <p>Pero el señor conde no tenía entonces ánimo para reparar en nada de esto,
                        apenas había saltado de la cama, apenas había tomado en sus manos el
                        periódico, apenas había probado el aromoso tabaco y ya tenía en sus párpados
                        una pesadez que le obligaba a entornarlos: casi siempre se encontraba en esa
                        dulce somnolencia que produce la completa satisfacción de todas las
                        aspiraciones y los tibios soplos de la buena fortuna.</p>
                    <p>El portero interrumpió el sibarítico sopor del señor conde presentándole una
                        gran bandeja de plata llena de tarjetas, y diciéndole:</p>
                    <p><said>—Me alegraré de que el señor conde pase su día con toda felicidad y de
                            que aquí a un ciento de años le veamos todos tan gordo y tan
                            saludable.</said></p>
                    <p><said>—¿Cómo</said> —interrogó asombrado el conde—, <said>esto es para mí? Se
                            han equivocado, hoy no es mi santo.</said></p>
                    <p>Y para confirmarse más en esto abrió un periódico, leyó el santo del día, y
                        alzando desdeñosamente los hombros, prosiguió:</p>
                    <p><said>—Bien, déjala ahí sobre la mesa..., ¡es gracioso por cierto!</said></p>
                    <p>Cuando el portero volvió la espalda, el conde no pudo contener una sonrisa de
                        orgullo al ver en la bandeja aquel montón de papeletas, que equivalía a otro
                        montón de personas de su amistad.</p>
                    <p>Metió sus dedos entre los cartoncillos y su mirada se avivaba cada vez que
                        tropezaba con alguna cruz o coronilla grabada encima del nombre.</p>
                    <p>Al volver una de las tarjetillas notó que tenía escritos algunos renglones y
                        tomándola maquinalmente en sus manos, leyó:</p>
                    <said>
                        <p><writing type="letter">«Felicito cordialmente al excelentísimo e
                                ilustrísimo señor conde de Coveo por el admirable discurso que
                                pronunció ayer noche y deseándole otros triunfos semejantes queda a
                                sus órdenes su apasionado y leal amigo el marqués de
                            A...»</writing></p>
                    </said>
                    <p><said>—¡Cáspita!, es verdad: burro de mí que no había caído en
                        ello.</said></p>
                    <p>Así pensó en voz baja el conde y luego murmuró:</p>
                    <p><said>—¡Ah!, pero será preciso mandar allá otra vez la bandeja.</said></p>
                    <p>Con efecto; era preciso que continuase allá la bandeja porque el portero
                        volvía con las manos llenas de tarjetas.</p>
                    <p><said>—Ahí están dos personas que desean hablar con el señor conde</said> —
                        dijo el portero al entregarle las impresas cartulinas.</p>
                    <p><said>—¡Hombre!, ¡qué imprudencia!, no me dejan tiempo ni para enterarme de
                            las noticias que traen los periódicos. Vaya, diles que pasen
                            adelante.</said></p>
                    <p>El portero se alejó llevándose la bandeja.</p>
                    <p>Y luego entraron, con el mismo recogimiento que en un templo y arrimándose
                        uno a otro como para apuntalarse o comunicarse valor, un par de mozos,
                        mofletudos, coloradotes.</p>
                    <p>Traían una carta de recomendación que entregaron al conde después de hacerle
                        desairados saludos y muchas felicitaciones a media voz.</p>
                    <p>El conde leyó la carta y juego que concluyó de leerla preguntó a los recién
                        venidos:</p>
                    <p><said>—Conque, ¿también son ustedes sobrinos míos?</said></p>
                    <p><said>—Sí, señor; sí: padre de usted era primo de...</said></p>
                    <p><said>—Ya, ya; lo menos se me han presentado, desde seis meses acá, treinta
                            sobrinos; yo ignoraba que la familia fuese tan larga.</said></p>
                    <p>Los dos turbados mozos se preparaban a determinar con más detalles el vínculo
                        de parentesco que los unía al conde, pero éste, con cierto tonillo burlón,
                        les interrumpió:</p>
                    <p><said>—Bien debo de colocar también otros sobrinos que han llegado antes, así
                            es que ustedes tendrán que aguardar un poquito a fin de dejarme cumplir
                            lo que ya he prometido. Mientras tanto pierdan ustedes todo cuidado que
                            yo no les olvidaré.</said></p>
                    <p>Cariacontecidos se retiraron los dos jóvenes en tanto que el conde, arrojando
                        con furia una bocanada de humo, exclamaba:</p>
                    <p><said>—¡Diantre, no hay tíos como los de América; les llegan los sobrinos por
                            carretadas!</said></p>
                    <p>Algún rato después entró Víctor, el negro cochero, y advirtió al conde que ya
                        había enterado al señor secretario de la oficina de la orden que el conde le
                        había dado.</p>
                    <p><said>—Bien, hombre, bien; vales un imperio.</said></p>
                    <p>El ladino negro sonrió.</p>
                    <p><said>—Ahora</said> —prosiguió el conde—, <said>vete a sacar el
                            almuerzo.</said></p>
                    <p>Víctor se dirigió al comedor y a poco volvió para avisar al conde que ya
                        tenía servido el almuerzo.</p>
                    <p>Soltando presurosamente el periódico que hasta entonces había tenido ante sus
                        ojos, pero sin leerlo, el señor conde se dirigió al comedor.</p>
                    <p>Serían las dos: a esta hora acostumbraba almorzar el conde.</p>
                    <p>Era el comedor una vasta pieza, lujosamente amueblada e inundada a aquella
                        hora de tanta claridad que hacía lanzar vivos reflejos al blanco y rizado
                        mantel de la mesa repleta de fuentes de suculentos manjares ornados
                        artísticamente con yerbas, legumbres y sabrosas salsas. Colgados de las
                        paredes veíanse costosos cuadros de frutas pintados al óleo, y un par de
                        aparadores tras de cuyos grandes vidrios veíanse en ordenadas hileras las
                        copas, las fuentes, las vajillas de plata y de porcelana, todo de gran valor
                        y mérito.</p>
                    <p>El señor conde se sentó ante el único cubierto que había en aquella mesa;
                        dispuso convenientemente su abdomen, desdobló la rizada servilleta, sujetó
                        una de las puntas de ésta en el cuello de su camisa, para no mancharla, y
                        partiendo un pico de pan lo llevó a la boca triturándolo con sus
                        colmillos.</p>
                    <p>El portero se presentó en este momento, y más con saludos y respetuosos
                        gestos, que con palabras, dijo al señor conde que una persona solicitaba
                        hablar con él.</p>
                    <p><said>—¡Jesús, no me dejan tranquilidad ni aun para almorzar!, ¡hombre,
                            dígale usted que aguarde!</said></p>
                    <p><said>—Está muy bien, está muy bien</said> —murmuró el portero excusándose y
                        sintiendo sobremanera haber sido tan importuno.</p>
                    <p><said>—¡Víctor!</said> —llamó el conde.</p>
                    <p>El cochero se presentó.</p>
                    <p><said>—Pregunta a ese que me espera qué se le ofrece.</said></p>
                    <p>Víctor atravesó el patio, se llegó al vestíbulo, y luego, regresando al
                        comedor, contestó al conde:</p>
                    <p><said>—Es el que viene de la oficina.</said></p>
                    <p><said>—¡Acabáramos! ¡Cuándo me llegará a entender este portero tan torpe!,
                            ¡ya no sé de qué modo decirle las cosas!, ¡corre, hombre, corre, dile a
                            ese que viene de las oficinas que pase adelante!</said></p>
                    <p>Cumplió Víctor; y a poco rato regresó, acompañado de un infeliz escribiente,
                        al comedor.</p>
                    <p>El conde pareció un tanto contrariado.</p>
                    <p><said>—Ah, creí que era el mismo don Mateo.</said></p>
                    <p><said>—No, señor</said> —balbuceó el escribiente—, <said>le ha sido de todo
                            punto imposible venir y por eso me ha mandado a mí.</said></p>
                    <p><said>—Es lo mismo; tome asiento</said> —repuso el conde señalando una silla
                        al escribiente.</p>
                    <p>Éste, sumamente encogido y dando traspiés, fue a sentarse en la última silla
                        del comedor.</p>
                    <p>Una vez allí puso bajo el asiento el montón de legajos que doblados bajo el
                        brazo traía, apagó el tabaco que fumaba apretando el fuego contra la suela
                        del zapato y lo guardó cuidadosamente en el forro del sombrero.</p>
                    <p>Para el mísero escribiente estar en aquel vasto salón, tan limpio, delante de
                        aquel señor conde tan aseado, tan rozagante, tan grueso, era un verdadero
                        suplicio que aumentaba al ver sus ropas raídas, manchadas y sus zapatos
                        rotos y enfangados. Apenas osaba el pobre levantar la vista; sentíase
                        humillado, aherrojado; alguna vez se subía las solapas de la levita para
                        ocultar su cuello mugriento y con sus uñas largas y sucias se peinaba la
                        crecida barba y se empujaba hacia adentro los grasientos puños de su
                        desabotonada camisa.</p>
                    <p>Una vez tuvo ganas de escupir, y al notar las losas del suelo tan limpias y
                        relucientes, se tragó la saliva.</p>
                    <p>El conde engullía a la sazón atrozmente y en silencio.</p>
                    <p>El ruido que hacía al partirse el tostado pan, el agudo sonido que causaba e!
                        cuello de la botella al chocar con la copa y aquel apetitoso olor que venía
                        de la mesa, hacían sufrir al infeliz escribiente tormentos indecibles.</p>
                    <p>Estaba temiendo que los irresistibles instintos de su estómago quitándole por
                        el momento el juicio, robándole la calma que siempre había tenido, le
                        obligaran a arrebatar una fuente, llevarla a un rincón y engullírsela toda
                        de un bocado.</p>
                    <p>En esto le interrogó el conde jovialmente:</p>
                    <p><said>—¿Quiere usted acompañarme a almorzar?</said></p>
                    <p><said>—Gracias</said> —contestó el interpelado con desfallecida voz.</p>
                    <p>Y sonrió dejando ver, entre sus descoloridos labios, tres negros y separados
                        dientes.</p>
                    <p>Por todas partes respiraba miseria aquel infeliz.</p>
                    <p>Concluyó de almorzar el conde, y mientras esperaba el café, se limpiaba la
                        dentadura con una plumilla, y distraídamente hacía bailar en un platillo
                        unos cuantos confites rellenos de almíbar.</p>
                    <p><said>—¡Qué calor!</said> —exclamó.</p>
                    <p><said>—¡Oh, sí, señor, mucho calor—afirmó el escribiente.</said></p>
                    <p>Y el señor conde se limpiaba el sudor que le corría abundante por el rostro y
                        por la calva a causa de la activa labor que en su saludable y recio
                        organismo se operaba.</p>
                    <p><said>—Parece usted todo un buen chico</said> —dijo el conde al escribiente
                        envolviéndole en una mirada un tanto enternecida por los sendos tragos de
                        vino que había tomado.</p>
                    <p>El aludido sonrió tristemente.</p>
                    <p>El conde continuó:</p>
                    <p><said>—¿Cómo se llama usted?, tengo idea de haberle visto alguna vez; pero,
                            no recuerdo...</said></p>
                    <p><said>—Sí; el señor conde tiene razón. Yo he sido muy amigo de su sobrino, le
                            he prestado muchos libros y le animé a que estudiase; no tenía mala
                            cabeza. Entonces vivían ustedes en el León Nacional con aquel señor
                            capellán Pérez...</said></p>
                    <p>Al conde se le pusieron las orejas muy rojas: y apuradísimo estaba por variar
                        aquella conversación, cuando hirviente y aromoso, llegó a la mesa el
                        café.</p>
                    <p>Armóse de valor el escribiente al aspirar aquel apetitoso humillo, que de la
                        taza de fina y transparente porcelana manaba, y se prometió aceptar si el
                        señor conde le convidaba.</p>
                    <p>Mas éste, entretenido en ver retratadas como en oscuro espejo, en la
                        superficie de aquel sabroso y negro líquido, las vigas del techo, no
                        advirtió los deseos del visitante y ni siquiera le brindó un tabaco del mazo
                        de ellos que Víctor le presentó en una bandejilla de plata.</p>
                    <p>El conde ordenó al criado que quitase el mantel y le trajese tintero y
                        plumas.</p>
                    <p>Enseguida se puso a firmar unos tras otros los legajos que trajo el
                        escribiente.</p>
                    <p><said>—Ah</said> —dijo al echar la última firma y como si le hubiera
                        acometido un dolor—, <said>gracias a Dios que hemos terminado.</said></p>
                    <p>No había salido aún el escribiente con su montón de papeles rubricados ya,
                        cuando el portero, conteniendo a duras penas el pueril gozo que le
                        proporcionaba servir a un señor conde tan celebrado, tan rico, tan sabio y
                        tan solicitado a todas horas, asomóse a la puerta del comedor y anunció:</p>
                    <p><said>—Ha llegado ahí como una media docena de hombres bien vestidos que
                            preguntan por el señor.</said></p>
                    <p>El conde se hizo repetir el anuncio del portero, y alzando sus robustos
                        brazos como en señal de desesperación, contestó:</p>
                    <p><said>—¡Jesús, qué día; hoy no me han dejado tranquilo un momento! Los
                            hombres públicos, tan universalmente estimados como yo, tienen sobre
                            todos los demás hombres la desventaja de no poder reposar bien la
                            comida.</said></p>
                    <p><said>—Oh, eso es bueno, señor</said>—repetía el portero tratando de
                        consolarlo. <said>—¡Qué hombre!, somos unos verdaderos esclavos de la
                            sociedad; se nos solicita a todas horas. ¡Bah!, ¿qué hemos de hacer?, di
                            a esos señores que tomen asiento en la sala; ahora voy yo para
                            allá.</said></p>
                    <p>Gozoso con lo que había oído fue a cumplir la orden el portero, con toda
                        diligencia y premura.</p>
                    <p>Sentáronse los visitantes en la sala; y el conde, demorándose de propósito un
                        poco, se dirigió también a ella.</p>
                    <p>Avanzó el señor conde con paso lento, majestuoso y mesurado hasta el centro
                        del adornado y algo oscuro aposento; pusiéronse de pie los caballeros como
                        movidos por un solo resorte, saludaron correctamente, y uno de ellos,
                        destacándose del grupo, púsose a leer, en voz alta y con muy enfático tono,
                        un largo endecasílabo alusivo al discurso que el señor conde había
                        pronunciado en la noche anterior. Con la cabeza baja y fingiendo modestia,
                        cuando reventaba de vanidad, oía el conde aquella larga poesía.</p>
                    <p>Terminó el poeta y salieron del grupo otros dos caballeros que llevaban un
                        largo estuche de terciopelo purpúreo.</p>
                    <p>Uno de los dos, tan emocionado que casi tartamudeaba, le entregó al conde el
                        estuche que contenía un bastón de marfil con puño de amatistas y rubíes,
                        rogándole que lo aceptase como simple muestra de la adhesión que le tenían
                        sus innúmeros admiradores.</p>
                    <p>El bastón era magnífico y de gran valor; pero al señor conde no le llamó para
                        nada la atención esta ceremonia. Ya él estaba acostumbrado a que le
                        regalaran bastones.</p>
                    <p>De la mejor manera que pudo dio muchas gracias y con otros tantos vivas, que
                        fueron contestados inmediatamente por los elegantes, terminó la ceremonia
                        preliminar de la entrega del bastón.</p>
                    <p>Luego les convidó el conde a tomar chocolate.</p>
                    <p><said>—¡Chocolate...!, ¿a estas horas?</said>—preguntaron sorprendidos.</p>
                    <p><said>—Sí, señores, ¿por qué no?, a todas horas</said> —replicó jovialmente
                        el conde.</p>
                    <p>Y dejando a un lado toda seriedad, casi se embarraron rostros y manos con la
                        espesa, alimenticia y sabrosa bebida esmerándose en tanto, cada cual, en
                        decir los más chistes que supo o pudo.</p>
                    <p>El conde, que estaba muy contento, los celebraba con benévolas sonrisas y
                        violentos gestos de cabeza.</p>
                    <p>Unas dos horas después retiráronse los caballeros. Acompañándoles el señor
                        conde hasta la puerta de la calle y al atravesar el zaguán detúvose un
                        momento ante la bandeja de las tarjetas, llena otra vez, metió la mano entre
                        los satinados cartoncitos y volviéndose de un lado para otro,
                        reflexionaba:</p>
                    <p><said>—¡Lo que es hablar bien en público! El discurso de anoche me ha dado
                            una importancia que nunca pude soñar. Mi poca decisión y cortedad ha
                            sido la causa de que no tenga yo pronunciados, en esta fecha, seis pares
                            de discursos como ése. Ya presentía yo vagamente mis dotes oratorias.
                            ¡Eh, portero!</said>—añadio en voz alta.</p>
                    <p>El barbudo criado se presentó.</p>
                    <p><said>—Si viene a buscarme alguno, sea quien fuere, le advierte usted que no
                            estoy en casa, y que vuelva otro día.</said></p>
                    <p><said>—Está muy bien, muy bien</said> —contestó el portero.</p>
                    <p><said>—¡Víctor!</said> —gritó de nuevo el conde.</p>
                    <p>Y se presentó al punto el cochero.</p>
                    <p><said>—¿Has entibiado ya el agua del baño?</said></p>
                    <p><said>—Sí, señor.</said></p>
                    <p><said>—Pues bien; ya sabes que no recibo a nadie: quiero ver si logro bañarme
                            con tranquilidad.</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>IV.</head>
                    <head>Inexplicable hastío</head>
                    <p>Iba por la tarde. A la hora en que el sol tramonta la colina del castillo del
                        Príncipe iluminándolo de tal suerte que parece como si del seno de la roca
                        brotasen disparados enormes haces de luz que se desvanecen vagorosos en lo
                        alto, en medio de la celeste bóveda, cuidando de no extinguir el delicado
                        brillo de alguna estrella que furtivamente asoma por el opuesto lado del
                        horizonte ya un tanto sombrío y de más intenso color azul; hora en que los
                        pájaros ocultos en los coposos álamos del paseo de Carlos III, en su lucha
                        por defender la rama que escogen para pasar la noche, arman asordadora
                        algarabía; y los paseantes, aburridos ya de recorrer de un extremo a otro el
                        paseo, dejan vagar su mirada hastiada y soñolienta a la ventura y se
                        arrellanan cómodamente en el asiento de los coches.</p>
                    <p>El conde Covea paseaba también, en su flamante y barnizada carretela, muy
                        fatigado de mover a un lado y otro la cabeza y de quitarse el sombrero para
                        responder los saludos que por todas partes se le dirigían. Sentíase pesaroso
                        sin que conociera la causa de este pesar. Una vez miró el vacío asiento que
                        quedaba, en el coche, a su lado izquierdo, y balbuceó con desaliento:</p>
                    <p><said>—¡Me falta algo!</said></p>
                    <p>Alzó la vista: en lontananza las palmas, los cocoteros, los abetos y otros
                        árboles marcaban su negra silueta sobre un fondo de rojizo color formado por
                        la acumulación de grandes nubes teñidas por los postreros rayos del sol.</p>
                    <p><said>«¿Será el verdor de esos árboles lo que me falta?»</said>, pensaba.</p>
                    <p>La carretela dio vuelta en torno de la última pila. Y el paisaje varió. La
                        sombra envolvía ya como espesa bruma negra el lejano término del paseo: no
                        se distinguía apenas el Campo de Marte. A intervalos disipaban las tinieblas
                        relámpagos de luz que daban fantástica magnitud a los troncos y a las copas
                        de los árboles: eran los faroles del alumbrado que se encendían y que iban
                        formando poco a poco como un inmenso, ondulado y doble collar de fuego.</p>
                    <p><said>«¿Será la luz natural lo que me falta?»</said>, tornó a pensar el
                        caviloso y aburrido paseante.</p>
                    <p>Mas ninguna contestación obtuvieron sus repetidas preguntas. Llegó a su casa
                        con el ánimo embargado por tristeza profunda.</p>
                    <p>Cuando las pisadas de los caballos y el ruido sordo de las ruedas que
                        acababan de pasar sobre el inclinado tablón puesto delante de la acera para
                        facilitar la subida del coche, resonaron bajo el techo del zaguán y fueron
                        apagándose en el interior de la casa con ecos que parecían repercutir en
                        cada habitación, figurósele al conde que penetraba en alguna lóbrega cripta.
                        ¡Qué desierta, que fría, qué oscura le pareció su bien amueblada casa!</p>
                    <p>Entraba, salía y registraba una y otra habitación.</p>
                    <p><said>—¡Falta algo!</said> —balbuceaba sin descanso.</p>
                    <p>Mandó al portero que encendiera todas las luces; y a pesar de que la casa se
                        inundó de claridad y lucían aún más sus ricos muebles, cortinas y tapices,
                        el conde proseguía en su tenaz cavilación:</p>
                    <p><said>—¡Oh, sí; me falta algo!</said></p>
                    <p>Sentóse en la sala; probó distraerse repasando una por una las tarjetas de
                        felicitación que llenaban la bandeja y nada adelantó con esto; un secreto
                        hastío le incomodaba.</p>
                    <p>Púsose rápidamente de pie como si hubiera tomado una resolución suprema y
                        gritó:</p>
                    <p><said>—Víctor, pon el faetón mientras me visto; deseo tomar el fresco; aquí
                            me asfixio.</said></p>
                    <p>Un momento después, vestido de negro, con la gran leontina que había comprado
                        la noche anterior puesta en el chaleco y los grandes brillantes en la
                        pechera de la blanca, y bien planchada camisa, subía el conde al ligero y
                        elegante vehículo.</p>
                    <p><said>—Da una vuelta por el Prado y sigue luego la calle del Obispo</said> —
                        ordenó a su cochero al tomar asiento en el faetón.</p>
                    <p>Los caballos hicieron oír los acompañados golpes de sus herraduras sobre el
                        duro piso de la calle. Partió rápido el ligero carruaje; y el conde
                        respiraba con placer el aire fresco de la noche.</p>
                    <p>Iba de seguro muy preocupado, puesto que varias veces se enfrentó el faetón
                        con otros coches desde los cuales se dirigían saludos que el señor conde no
                        notaba.</p>
                    <p>Bajó el faetón, según lo había dispuesto el conde, por la calle del Obispo y
                        se detuvo ante una gran perfumería.</p>
                    <p>Entonces el conde, abandonando su cómodo asiento, descendió del ligero coche
                        con calma y pausa, entró en la tienda, se paseó por toda ella y se detuvo
                        ante las varias vidrieras; pero esto lo hizo con movimientos tan estudiados
                        que tal parecían decir:</p>
                    <p><said>—¡Eh!, señores, ved que el conde Coveo viene en un faetón; ved ahora
                            cómo abandona su asiento; ved cómo baja; sabed que va a escoger y a
                            comprar perfumes. Estáis enterados, ¿no es verdad? Pues, quedo
                            satisfecho.</said></p>
                    <p>Era de verse cinco minutos después, al señor conde sumamente preocupado por
                        no saber cuáles polvos, esencias y pomadas debía preferir entre los
                        innumerables que en pomitos de vidrio, estuches de cartón, de cartulina,
                        madera y potes de loza, se le presentaban. Y no era menos digno de atención
                        el semblante que dueño y dependientes ponían al discutir, con interés sumo,
                        delante del conde, cuál perfume debía serle más agradable y conveniente.</p>
                    <p>Al fin decidióse, el noble señor, a separar una docena de potes, cajas,
                        cepillos, motas y encargó mucho que se lo llevaran a su casa, el día
                        siguiente, a eso de las once, cosa de tenerlo ya allí cuando despertara.</p>
                    <p><said>—Vaya, sigue</said> —indicó el conde al cochero al volver a ocupar su
                        puesto en el faetón. Y éste prosiguió por la calle del Obispo y fue a
                        detenerse en la plaza de Armas.</p>
                    <p>El conde entró en un gran edificio cercano a la plaza y a poco volvió a
                        salir; no había encontrado a la persona que buscaba.</p>
                    <p><said>—¡Hombre, es extraño, siempre hemos charlado bastante a estas horas!
                            ¡Vaya, sigue!</said> —ordenó otra vez a su cochero.</p>
                    <p>Y el faetón tomó por la calle de O’Reilly.</p>
                    <p>Iba pensando el conde dónde pasaría ¡a noche cuando su vista se fijó en los
                        grandes cartelones pegados en la pared de Santo Domingo y que anunciaban las
                        funciones de teatro.</p>
                    <p>Las luces de las tiendas y sus vidrieras, repletas de mil bellos objetos de
                        industria, pasaban rápidamente por ambos lados del faetón dejando sólo
                        regueros luminosos en la retina del aristócrata. Ya para él era todo aquello
                        familiar, indiferente: no valía nada, las desdeñaba, había visto, en sus
                        imaginarios viajes por Londres, París y New York, cosas mucho mejores.</p>
                    <p>Cuando desembocó el coche por la vasta plazuela del Monserrate, el conde, con
                        el coronado puño de su bastón de caña de Indias, tocó el brazo del cochero y
                        le indicó:</p>
                    <p>Y un momento después se detuvo el ligero vehículo ante el ancho pórtico del
                        hermoso teatro.</p>
                    <p>Todo el mundo abrió libre paso al señor conde; y sus amigos le saludaban
                        desde respetuosa distancia.</p>
                    <p>Sólo los chiquillos vendedores de flores, dulces, abanicos y periódicos
                        osaron acercársele; pero los puso a raya describiendo en el aire un círculo
                        con el bastón.</p>
                    <p><said>—¡No quiero nada, pilletes!</said></p>
                    <p>Y por poco no la emprende también a bastonazos con los desarrapados e
                        infelices chicuelos.</p>
                    <p>El producto de la función de aquella noche se destinaba a una obra benéfica.
                        En el vestíbulo del teatro había, sobre una mesita cubierta con un paño
                        rojo, una bandeja llena de monedas de oro y plata, y en torno de ella
                        hallábanse sentadas damas pertenecientes a las principales familias de La
                        Habana.</p>
                    <p>Esto sorprendió al conde: ignoraba tal detalles, ¡si lo hubiera sabido! Pero
                        ya no había tiempo ni lugar para retroceder: las hermosas mujeres le miraban
                        sonriendo y él no tuvo más remedio que meter la mano en el bolsillo del
                        chaleco y sacar unas seis onzas de oro, las cuales hizo sonar, dejándolas
                        caer una a una en la bandeja.</p>
                    <p>Y no fue esto lo peor, sino que uno de los chiquillos, que antes había
                        alejado de sí el señor conde con sus gestos de cólera, se le presentó con
                        una cesta llena de flores. No le quedó más recurso que el de comprar un
                        ramillete para cada señora.</p>
                    <p>¡Oh, era muy elegante el conde Coveo! Lo cual no evitó que buena parte de la
                        función se la pasara inventando algún modo de alejar del pórtico de los
                        teatros a los impertinentes chiquillos vendedores de flores.</p>
                    <p>Pero antes estuvo hablando alegremente con las elegantes recolectoras, y
                        éstas, no poco vanidosas de que reparasen, cuantos entraban, la familiaridad
                        y ¡a llaneza con que trataban al elevado personaje.</p>
                    <p>Luego se dirigió el conde a las lunetas y desde allí, con la espalda vuelta
                        al escenario, comenzó a asestar los anteojos a todos los palcos y a repartir
                        sonrisas y saludos.</p>
                    <p>Por todas partes se le señalaba, se le miraba, se le dedicaban algunas
                        frases. ¡Quién no conocía al señor conde en La Habana!</p>
                    <p>Mientras estuvo entretenido en el teatro se disipó un tanto su tristeza; pero
                        luego que la función terminó y volvió a su faetón, y rodó éste por las
                        estrechas, sombrías y solitarias calles de la población entregada al sueño
                        hacía ya dos horas, volvió el hastío a apoderarse de él.</p>
                    <p><said>«¡Me falta algo!»</said>, pensaba con la garganta un tanto opresa por
                        la angustia.</p>
                    <p>Se acostó y a poco quedó como sumergido en un profundo pozo, oscuro, fresco,
                        hasta el cual no llegaba nada del mundo exterior y se perdía por completo la
                        noción del existir.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>V.</head>
                    <head>Pesquisas matrimoniales</head>
                    <p>Cuando despertó el señor conde, daba sonoros golpes, acompasadamente, el gran
                        reloj del comedor.</p>
                    <p>¡Siempre el mismo espectáculo: siempre la misma sensación! ¡Llena de luz de
                        sol la persiana; henchido de tibio vapor el aposento; el mismo silencio, la
                        misma calma y tranquilidad! Ni el más suave ruido se oía en toda la
                        casa.</p>
                    <p>El conde fijó su vista en los pliegues del fino lienzo de su mosquitero y
                        quedó pensativo un momento.</p>
                    <p>Sentía como si se le hubiera puesto una enorme y pesada carga sobre el
                        pecho.</p>
                    <p>Suspiró, y se sintió más aliviado.</p>
                    <p><said>«¡Oh!, sí; me casaré, me casaré. Eso es lo que me falta. Una mujer
                            hermosa cuya sonrisa vea yo al despertarme, cuyos ojos iluminen este
                            cuarto con más dulce claridad que la del sol, cuyo aliento perfume y
                            vuelva más sutil esta enervante y pesada atmósfera. ¡Oh!, sí; una mujer
                            bella que alegre con su presencia y con su argentina voz, como jilguero
                            en dorada jaula, esta desierta casa. ¡Ah!, sí, todo me falta, luz, aire,
                            alegría; de nada me sirve esto si al par que yo no lo goza un ser amado.
                            Un hermoso ángel cuyo rostro veo ya asomar por entre estos pliegues al
                            despertarme y cuya mirada rebose de amor profundo y casto...»</said></p>
                    <p>Estos risueños pensamientos acudían con suma vaguedad a la mente del conde;
                        mas de improviso quedaron interrumpidos por una traidora idea, que como nube
                        negra oscureció el sonrosado horizonte en que su fantasía se abismaba.</p>
                    <p>Su mirada quedó por un momento indecisa, vacilante; y luego, riendo con
                        malicia, saltó de la cama:</p>
                    <p><said>—¡Ah! sí, rica; eso es indispensable.</said></p>
                    <p>Víctor entró en este instante con un enorme tazón de chocolate, un cazo de
                        leche y algunos bizcochos.</p>
                    <p><said>—¡Eh!, Víctor</said> —dijo en tono jovial el conde—, <said>he pensado
                            que debo casarme, ¿te parece mala idea?</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, no, señor</said> —se apresuró a decir Víctor—, <said>me parece
                            muy buena idea.</said></p>
                    <p>Pero Víctor mentía; le parecía muy mala idea. Víctor ocupaba en aquella casa
                        el primer puesto después del conde. Éste no le daba mucho trabajo y le
                        pagaba muy bien el más pequeño encargo que le hiciera, generosidad
                        excepcional pues que con nadie la tenía el señor conde, lo cual enorgullecía
                        a Víctor; así es que cualquier cambio que hubiera de situación tan
                        favorable, necesariamente tenía que alarmarle.</p>
                    <p><said>«¡Casarse el señor conde!, es decir, vendría una señora a la casa; que
                            entre el señor conde y él se alzaría una nueva autoridad, ¿qué se harían
                            entonces de aquellas confidencias íntimas, qué de aquellas aventuras
                            galantes que tanto los entretenía, qué de aquellos largos diálogos sobre
                            alegres asuntos sostenidos con la mayor animación y donaire mientras se
                            aseaba y vestía el señor conde?, ¡no podría seguir distinguiéndole
                            tanto, no le regalaría tanto como ahora!»</said></p>
                    <p>Así pensaba Víctor mientras disponía sobre una redonda mesa de tres pies el
                        desayuno del conde.</p>
                    <p><said>—Bien</said> —le ordenó éste—; <said>acepilla mi ropa y tráeme la que
                            debo ponerme hoy.</said></p>
                    <p>Víctor se dirigió a un escaparate atestado de magníficos trajes y se dispuso
                        a quitarle el polvo con el cepillo.</p>
                    <p>Al cabo de algunos minutos volvió trayendo en la mano un traje enteramente
                        nuevo.</p>
                    <p><said>—Esta ropa está algo usada...</said> —dijo.</p>
                    <p>El conde detuvo en mitad del camino un tostado bizcocho empapado en chocolate
                        que llevaba a la boca, y palpando el vestido que le mostraba Víctor,
                        respondió:</p>
                    <p><said>—¡Si no me lo he puesto más de tres veces!</said></p>
                    <p><said>—Pero...</said></p>
                    <p>El conde soltó una carcajada.</p>
                    <p><said>—Je</said> —prosiguió—, <said>eres el negro más presumido de La Habana;
                            ¿qué hiciste del traje que te di antes de ayer?</said></p>
                    <p><said>—Ah, con ese fui al baile...</said></p>
                    <p><said>—Bien, hombre, bien; pues llévate ese otro.</said></p>
                    <p>El ladino Víctor, con la cara rebosante de alegría, dobló apresuradamente las
                        magníficas piezas de ropa y se las puso bajo el brazo.</p>
                    <p><said>—¡Pero no la eches a perder tan pronto!</said> —repitió el conde.</p>
                    <p><said>—No, señor, no; pierda su merced el cuidado.</said></p>
                    <p>Ambos continuaron luego su respectiva faena. Víctor acepillando trajes, y el
                        conde engullendo bizcochos y sorbiendo chocolate. Quedóse el conde un
                        instante con la vista muy fija en el borde de la taza; luego, haciendo un
                        brusco movimiento, exclamó:</p>
                    <p><said>—Víctor, ¿conoces alguna viuda rica?</said></p>
                    <p>Rascóse un momento Víctor la cabeza y contestó:</p>
                    <p><said>—¿Yo?, sí, señor; y su merced también la conoce.</said></p>
                    <p><said>—No recuerdo</said> —murmuró el conde.</p>
                    <p><said>—Doña Susana</said> —replicó el negro.</p>
                    <p>Y el conde rió, con esta salida de su cochero, hasta que se le saltaron las
                        lágrimas.</p>
                    <p>Teniendo con trabajo la risa pudo decir:</p>
                    <p><said>—No, hombre, no; es muy vieja, y sobre todo, muy fea; si no hubiera
                            otras..., ¡vaya!, ¡podría pasar...!, pero si las hay, hombre..., las
                            hay. Víctor se amoscó algo; pero luego quedó contento con la hilaridad
                            que había proporcionado su salida al conde.</said></p>
                    <p><said>—¿Preferiría su merced una muchacha joven y bonita?</said> —se arriesgó
                        a interrogar Víctor.</p>
                    <p><said>—Hombre, te diré; yo no me hago ilusiones; sé bien que no soy ningún
                            jovenzuelo. Para mí son preferibles las viudas, porque tienen cierta
                            conveniente experiencia. Deseo contraer matrimonio; pero no quiero que
                            me llene la casa de suegros, de cuñados, de primos.</said></p>
                    <p><said>—A mi señor el conde no se le escapa nada</said> —murmuró Víctor muy
                        engreído con esta confidencia tan íntima.</p>
                    <p>Tomó el conde el último sorbo de chocolate y tras él se engulló, sin resollar
                        una sola vez siquiera, el enorme vaso de leche.</p>
                    <p><said>—Buf—gruñó al sentirse satisfecho.</said></p>
                    <p>Y prosiguió:</p>
                    <p><said>—Ya sabes, desde hoy quedas encargado de darme noticias de toda viuda
                            hermosa y rica que te encuentres.</said></p>
                    <p><said>—Muy bien.</said></p>
                    <p><said>—Veremos si esta vez sales tan airoso como otras.</said></p>
                    <p><said>—Oh, déjelo su merced a mi cuidado; yo creo que el niño debe estar
                            convencido de que no hay quien pueda conmigo en estas cosas.</said></p>
                    <p><said>—Es verdad, vales un Perú, Víctor.</said></p>
                    <p>Hizo una guiñada el conde y ambos confidentes rieron con estrépito. Víctor se
                        retiró, llevándose la taza y el vaso en que había tomado su desayuno el
                        conde.</p>
                    <p>Éste siguió con la vista al criado, y cuando dejó de verle, por haber
                        traspuesto la puerta, hizo un gesto que quería decir:</p>
                    <p><said>—Es un lince este negro.</said></p>
                    <p>Quedó un momento deleitándose con un cigarrillo que fumaba, y de cuando en
                        cuando murmuraba:</p>
                    <p><said>—Me casaré..., algo me falta..., y es una mujer hermosa... Irá conmigo
                            al teatro; ocupará mi derecha en la carretela, en el faetón, en mi mesa.
                            Me haré más respetable... ¡Una mujer rica y hermosa!</said></p>
                    <p>Al llegar a este punto de su soliloquio pegó una fuerte puñada sobre la mesa
                        y suspiró:</p>
                    <p><said>—Ah, Aurora, bella Aurora..., pero no; eso pudo sucederle a aquel don
                            Vicente Cuevas, más no al excelentísimo señor conde Coveo, que ocupa
                            envidiable posición en esta sociedad.</said></p>
                    <p>Enseguida pasó a la sala, abrió el magnífico piano de Pleyel y púsose a
                        imitar, hundiendo tecla por tecla con un dedo, el aire de un rigodón que
                        debía bailar en palacio y en el cual tomarían parte importantes
                        personajes.</p>
                    <p>Salía la música bastante desfigurada; pero el conde que no tenía oído muy
                        fino, estaba encantado de su habilidad.</p>
                    <p>Y luego el ladino Víctor, que a la sazón hallábase frotando con una gamuza
                        los faroles dorados del coche, disputaba en voz alta con el portero:</p>
                    <p><said>—¡Vamos!, ¿no se lo digo a usted, don Perico?, el señor conde sabe
                            tocar muy bien el piano.</said></p>
                    <p><said>—¿Y a mí qué me vienes tú a decir con eso, negro?, también lo digo yo,
                            y con más ciencia que tú</said> —contestó el portero casi a gritos, pues
                        tampoco quería que dejase de oír su opinión el amo de la casa.</p>
                    <p><said>—Oiga usted, don Perico, eso lo hace el niño sin saber música, ¡Conque
                            figúrese usted si la supiera, eh!</said></p>
                    <p>El conde oía a sus criados sonriendo; pero, a pesar de todo, no le gustó
                        mucho que dijesen que él no sabía música.</p>
                    <p>Y proseguía imperturbable armando bulla en el piano con el pedacillo de
                        rigodón que había logrado recomponer a su modo.</p>
                    <p>Por la noche, cuando salió el conde, apenas distinguía Víctor un coche de
                        buena apariencia, procuraba arrimar a él, con todo disimulo, la carretela;
                        de modo que desde ésta podía examinar el conde, detenidamente, las personas
                        que lo ocupaban.</p>
                    <p>Cuando Víctor oía un bastonazo dado en la caja de la carretela emprendía la
                        macha sin ocuparse ya más que de acercarse a otro lujoso coche que volviera
                        a encontrarse por el camino.</p>
                    <p>Ese golpe era una señal convenida, equivalía a decir:</p>
                    <p><said>—No me place; adelante.</said></p>
                    <p>Y la flamante carretela proseguía su majestuosa carrera.</p>
                    <p>Mas por mucho que se afanó Víctor en arrimar el coche que manejaba a otros,
                        el conde seguía implacable dando fuertes bastonazos que denotaban su
                        desagrado e impaciencia.</p>
                    <p>Por fin volvieron a su casa amo y criado poco satisfechos el uno del
                        otro.</p>
                    <p>Además, el conde sentíase sumamente contrariado porque hacía ya mucho tiempo
                        que estaba acostumbrado a que todas las cosas saliesen a medida de su
                        deseo.</p>
                    <p>Y Víctor estaba humillado: era la primera vez que quedaba mal en esta clase
                        de asuntos.</p>
                    <p>Al cruzar el patio, conduciendo por el freno los caballos, que habían quitado
                        la carretela, le asaltó una idea que contribuyó a consolarle un tanto:</p>
                    <p>¡Era la primera vez que el conde le había encargado que le buscase una
                        mujer... para casarse!</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VI.</head>
                    <head>El despacho del excelentísimo señor conde Coveo</head>
                    <p>Aún conservaba el día siguiente el señor conde muy mal humor.</p>
                    <p>Al entrar en su oficina no se dignó contestar uno solo entre los muchos y muy
                        respetuosos saludos que le dirigían cuantos le encontraban. Con paso rápido,
                        como para evitar demoras importunas, se dirigió a su despacho, y una vez
                        allí soltó el paraguas que llevaba, el sombrero, la levita, púsose a
                        empujones una chaquetilla de género ligero, un sombrero de fino tejido,
                        abrió con estrépito una ventana y repicando una campanilla de plata,
                        gritó:</p>
                    <p><said>—¡Secretario!</said></p>
                    <p>No bien oyó aquella voz, y aquel metálico sonido un hombre alto y delgado,
                        que escribía en un aposento contiguo, casi de un salto traspuso la muy
                        regular distancia que desde una a otra habitación había y se presentó ante
                        su jefe.</p>
                    <p><said>—¿Ya está eso?</said> —le preguntó el conde.</p>
                    <p><said>—Hemos tropezado con una dificultad..</said> —contestó sonriendo
                        amablemente el secretario, que no era otro que don Mateo.</p>
                    <p><said>—Cómo, ¿también contrariedades por aquí? ¿O son pretextos de usted para
                            excusarse de no haberlo hecho?</said></p>
                    <p><said>—Pero...</said></p>
                    <p><said>—No; no me replique, ¿en que quedamos?, ¿esta o no esta?</said></p>
                    <p><said>—Pues no ha podido estar.</said></p>
                    <p>El conde dio una patada en el suelo, su grueso cuello se puso rojo, su mirada
                        algo entorpecida por el sueño y la regalada vida cobró súbita animación.</p>
                    <p><said>—Qué mal talante traes hoy, querido discípulo; pero es preciso que seas
                            justo, que antes de dejarte dominar por la cólera escuches las razones
                            de aquellos a quienes declaras culpados sin dignarte oírles</said> —
                        aconsejó el antiguo dómine.</p>
                    <p><said>—Sí; ya me viene usted con filosofías.</said></p>
                    <p><said>—¡Ah. hijo; si no me dejas concluir!</said> —exclamó don Mateo
                        impacientándose a su vez.</p>
                    <p>El conde bajó la cabeza y se puso a mover una de las agarraderas de la mesa
                        de su despacho como para distraerse mientras le caía la lluvia de consejos
                        que le iba soltando el ex maestro del pueblo natal del señor conde.</p>
                    <p>Después de un largo preámbulo en que creyó estar inspiradísimo don Mateo,
                        añadió:</p>
                    <p><said>—El artículo octavo del reglamento dice que no son atribuciones del
                            jefe de...</said></p>
                    <p>Al oír esto ya no pudo contenerse más el conde, saltó como si le hubiera
                        picado un mal bicho y pegando una fuerte puñada sobre la mesa, vociferó:</p>
                    <p><said>—Pero, ¿quién ha dicho eso, don Mateo?, ¿está usted loco?, ¡voto
                            a...!</said></p>
                    <p><said>—Señor conde..., el reglamento lo dice...</said> —balbuceó don Mateo
                        muy sorprendido de que sus consejos no surtiesen todo el efecto que él
                        esperaba.</p>
                    <p><said>—Traiga acá ese reglamento.</said></p>
                    <p>Salió don Mateo del despacho y a poco volvió hojeando un librillo de poco
                        volumen.</p>
                    <p>Detúvose en una de las páginas y la presentó al conde.</p>
                    <p>Colocóse éste el reglamento entre ambos codos, que tenía apoyados en la mesa,
                        y sosteniendo con las manos la cabeza, púsose a examinar atentísimamente el
                        librillo.</p>
                    <p>Así se estuvo un rato.</p>
                    <p>Notábase que su semblante se descomponía con la ira cada vez más: Por fin
                        dijo con ronca voz y fingiendo reír:</p>
                    <p><said>—Dígame, don Mateo, ¿no sabe usted que las leyes tienen
                            espíritu?</said></p>
                    <p>El bueno del secretario se quedó como quien ve visiones.</p>
                    <p><said>—Pues, sí, señor, que lo tienen sépalo usted; y muchas veces conviene
                            atender más al espíritu que a la expresión literal</said> —afirmó el
                        conde.</p>
                    <p>Mas a pesar de esto ni uno ni otro quedaron satisfechos con semejante
                        explicación y permanecieron silenciosos otra vez.</p>
                    <p>El conde seguía con el reglamento entre los codos, fija la vista en sus
                        páginas; y don Mateo de pie ante la mesa del despacho y con las manos
                        metidas en los bolsillos del chaleco.</p>
                    <p>Pasó un rato.</p>
                    <p>El conde se roía una tras otra todas las uñas como si esto le proporcionase
                        el modo de resolver la dificultad.</p>
                    <p>Don Mateo comenzó a sonreír como un bendito.</p>
                    <p><said>—Tenga usted el reglamento</said> —le ordenó el conde— <said>y lea ese
                            dichoso artículo, a ver si podemos llegar a entenderlo mejor.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, no hay que darle más vueltas, querido discípulo, es lo que yo
                            dije.</said></p>
                    <p><said>—Hombre, cállese usted y haga lo que le mando.</said></p>
                    <p>Don Mateo leyó:</p>
                    <p><said>—<writing type="document">«No son atribuciones del jefe
                                de...»</writing></said></p>
                    <p><said>—Basta</said> —interrumpió el conde—, <said>déme acá ese
                        libro.</said></p>
                    <p>Don Mateo obedeció, y tomando el conde una de las muchas plumas que había
                        esparcidas sobre la mesa, la mojó apresuradamente en tinta y trazó una raya
                        en las páginas del reglamento.</p>
                    <p>Luego, con ademán triunfante, lo alargó a don Mateo.</p>
                    <p><said>—Lea usted, ¿qué dice ahora?</said> —le interrogó.</p>
                    <p><said>—<writing type="document">«Son atribuciones del jefe
                            de...»</writing></said></p>
                    <p><said>—¿Qué tal?</said></p>
                    <p><said>—Que cada vez ratifico más la opinión que de ti formé desde que
                            asistías a mi escuela</said> —respondió don Mateo.</p>
                    <p>Pero le asaltó de momento una duda.</p>
                    <p><said>—¿Y los demás?</said> —dijo.</p>
                    <p><said>—¿Están ya repartidos?</said> —le preguntó el conde.</p>
                    <p><said>—Todavía.</said></p>
                    <p><said>—Es lo más fácil; bastará borrarles a todos ese dicho <seg
                                rend="italic">no</seg> que está de más. Una errata de
                            impresión.</said></p>
                    <p>Y guiñándose maliciosamente un ojo, jefe y secretario echáronse a reír como
                        un par de tunantes.</p>
                    <p>Don Mateo se retiraba cuando el conde le hizo señas para que se sentara
                        delante de la mesa de despacho.</p>
                    <p><said>—Tengo mucho que trabajar</said>—contestó el secretario.</p>
                    <p><said>—Bien, no importa.</said></p>
                    <p><said>—Además, ahí están aguardándote en la antesala cerca de doce
                            personas.</said></p>
                    <p><said>—Pues que aguanten o revienten.</said></p>
                    <p>Iba a hacerse rogar una vez más el astuto ex dómine; pero el conde le dijo
                        imperiosamente:</p>
                    <p><said>—¡Vaya, siéntese ahí, que le interesa!</said></p>
                    <p>Don Mateo se sentó sin replicar ya más.</p>
                    <p><said>—Sabrá usted..., y si no lo sabe, sépalo ahora, que me caso.</said></p>
                    <p>Echóse a reír don Mateo.</p>
                    <p><said>—No; no es broma, se lo digo con toda formalidad.</said></p>
                    <p>Entonces se puso serio el secretario: la verdad era que aquella noticia le
                        había causado tan buen efecto como al cochero Víctor. Tampoco podía
                        ocultársele al astuto don Mateo la influencia que en el ánimo de su querido
                        discípulo, tan dócil en ocasiones, ejercería una mujer, la cual,
                        necesariamente, habría de menoscabar un tanto su autoridad de mentor y
                        secretario del excelentísimo señor conde de Coveo.</p>
                    <p><said>—¿En qué piensa usted, don Mateo?</said></p>
                    <p><said>—¡Hombre...!, en nada..., me parece bien.</said></p>
                    <p><said>—Pero no sabe usted lo mejor.</said></p>
                    <p>Don Mateo palideció; figúrasele que el conde estaba ya casado y que se
                        chanceaba de él.</p>
                    <p><said>—¿Y qué es lo mejor?</said> —balbuceó.</p>
                    <p><said>—Que todavía no tengo novia.</said></p>
                    <p>No consoló mucho a don Mateo esta contestación; pues demasiado sabía que
                        queriéndose casar todo un señor conde Coveo, presto hallaría muy buenos
                        partidos, dada la alta posición que ocupaba y las riquezas que poseía.</p>
                    <p><said>—¡Dale!, está usted muy caviloso, don Mateo</said> —repitió el conde—;
                            <said> apostaría a que ya anda usted pensando qué novia me convendría
                            mejor.</said></p>
                    <p>Esto fue un rayo de luz para el bueno del secretario; en un instante
                        acudieron a su mente mil pensamientos que le hicieron enorgullecerse de su
                        agudeza y astucia; sus ojos brillaron como los de los gatos en la
                        oscuridad.</p>
                    <p><said>—Hermosa..., bellísima..., tiene... mucho dinero...</said> —dijo el muy
                        ladino fingiendo hablar distraídamente consigo mismo.</p>
                    <p><said>—¿Qué está usted diciendo, don Mateo? Ésa, ésa es la novia que me
                            conviene.</said></p>
                    <p><said>—Sí; pero...</said> —exclamó como sorprendido el secretario.</p>
                    <p><said>—¿Qué?</said></p>
                    <p><said>—Que quizá no le convengas tu a ella, querido.</said></p>
                    <p><said>—¿Y por qué?</said></p>
                    <p><said>—¡Cuando no le he convenido yo!</said></p>
                    <p><said>—Pero hombre, don Mateo</said> —replicó el conde soltando una sonora
                        carcajada—, <said>¿y eso lo dice usted de veras?</said></p>
                    <p><said>—¡Por supuesto!</said></p>
                    <p>Volvió a reír desesperadamente el conde y añadió:</p>
                    <p><said>—Ay, don Mateo, si ya está usted muy viejo y muy feo, déjese de
                            presunciones; no comprendo cómo puede usted decir, seriamente, que una
                            joven no me amará a mí porque no haya correspondido el amor de
                            usted.</said></p>
                    <p><said>—Bien, señor conde, veo que hoy no se puede tratar con usted; tengo que
                            hacer</said> —murmuró muy amoscado y disponiéndose a salir don
                        Mateo.</p>
                    <p>Midió el conde con la vista el alto y desgarbado cuerpo de su secretario, y
                        conteniéndose a duras penas las ganas de reír, le suplicó que no se
                        incomodara y volviera a su asiento.</p>
                    <p>Hízolo así don Mateo y de nuevo volvió a tutear al conde. Conviene que se
                        sepa que don Mateo se cuidaba mucho de tutear a su aristocrático jefe actual
                        y discípulo antiguo, cuando le veía fruncido el entrecejo.</p>
                    <p>El conde nunca tuteaba a don Mateo; pero no por eso dejaba de bromear con él
                        con mucha más familiaridad, tal vez, que si le tutease.</p>
                    <p><said>—Vamos a ver, don Mateo, cuénteme cómo ha sido todo eso; debe ser muy
                            interesante.</said></p>
                    <p><said>—Bien, querido discípulo; por hoy doblemos la hoja</said> —contestó don
                        Mateo.</p>
                    <p>Al traste daba don Mateo toda su astucia, vanidad y orgullo en cuanto se
                        hablaba de amoríos. Eran soberanamente ridículos los gestos que hacía con su
                        boca, medio desdentada, y sus ojos lacrimosos y arrugados, al explicar las
                        monadas y guiños que hacía para seducir a las muchachas.</p>
                    <p>Rejuvenecíasele el ánimo pero la piel quedaba siendo la misma; por eso el
                        contraste entre sus imaginarias conquistas y su aptitud real para llevarlas
                        a cabo, era tan grotesco.</p>
                    <p>Parecía un verdadero mono viejo royendo una dura nuez: se torcía, saltaba,
                        embutía la cabeza en los hombros, agitaba las manos y en ocasiones le
                        rodaban sobre la pechera de la camisa y el chaleco gotas de espesa baba.</p>
                    <p>Mas a la sazón hablaba a! conde con tanta naturalidad como si hablara consigo
                        mismo:</p>
                    <p><said>—Desde que llegué a este país</said> —le decía—, <said>he procurado
                            encontrar una muchacha que me conviniera. Es decir, bonita y de dinero:
                            haríamos un matrimonio muy feliz... Con la posición que ocupo, con mis
                            conocimientos, con mis relaciones y mi carácter, la mujer que conmigo se
                            casara haría un papel muy brillante en esta sociedad. En mí tendría un
                            esposo como será muy difícil de encontrar, esto es, hombre de juicio, de
                            experiencia, serio, respetado y sobre todo de talento sólido, cosa
                            escasa en esta tierra de mucha imaginación en cabezas huecas. Me parece
                            que no pienso mal.</said></p>
                    <p><said>—Es verdad</said> —afirmó sinceramente el conde.</p>
                    <p>Don Mateo continuó:</p>
                    <p><said>—Yo no me he casado..., ¡ahí tienes tú lo que son las cosas...!, he
                            desechado muchos buenos partidos; porque quiero vencer el orgullo de esa
                            coqueta e ingrata a quien persigo ahora. Me he conquistado muchos celos
                            entre las otras muchachas y no pocas envidias entre los hombres; pero
                            eso no importa. Es hermosa, bonita, instruida, recatada y poderosa; es,
                            en una palabra, la mujer propia para mí.</said></p>
                    <p>El conde estaba como sobre ascuas al oír la enumeración de las cualidades de
                        la beldad cuyo corazón deseaba rendir don Mateo.</p>
                    <p><said>—Sin embargo</said> —prosiguió éste—, <said>a mí no me importa ya mucho
                            esa chica, basta que me haya despreciado, ya le pesará algún día;
                            además, el tiempo que empleo en seguirla me parece que se lo robo a
                            otras y aun a mí mismo.</said></p>
                    <p><said>—¿Y cuál es su nombre?</said> —preguntó el conde.</p>
                    <p><said>—¡Qué, eso es lo menos!, mirad, ¿puedes creerlo?, nunca se me ha
                            ocurrido preguntárselo.</said></p>
                    <p><said>—Don Mateo</said> —insinuó el conde—, <said>¿no estará usted haciéndose
                            ilusiones?</said></p>
                    <p><said>—No entiendo, ¿ilusiones?, ¿de qué?</said></p>
                    <p><said>—De que esa muchacha se haya fijado en usted.</said></p>
                    <p>Volvióse a poner de pie don Mateo y de esta vez su resolución de marcharse
                        fue irrevocable.</p>
                    <p><said>—Cuando te da por bromear, querido discípulo, eres insoportable. ¡Vaya,
                            hasta luego!</said> —añadió al trasponer el umbral de la puerta que
                        comunicaba a los dos despachos.</p>
                    <p>El conde se alegró sobremanera que don Mateo se marchara tan pronto, pues le
                        ahogaban las ganas de reír.</p>
                    <p>Así es que cuando el enfatuado ex dómine volvió la espalda, estuvo riendo
                        mucho rato.</p>
                    <p>Después agitó la campanilla y se presentó un portero con honores de ujier,
                        sucesor del viejo Juan, que ya no estaba allí porque perdida toda esperanza
                        de recuperar el puesto de que había sido arrojado cuando aquella ruidosa y
                        trascendental caída del ministerio, se había ido a acabar sus días en paz a
                        la provincia de Orense.</p>
                    <p>El conde ordenó al ujier:</p>
                    <p><said>—Di a esos señores que pueden entrar.</said></p>
                    <p>El porrero se retiró para cumplir la orden y a poco entraron en el despacho
                        tres caballeros elegantemente vestidos de paño negro.</p>
                    <p><said>—¡Oh, señores!, ¿eran ustedes los que aguardaban?</said> —les preguntó
                        el conde y les pidió mil excusas; pero interiormente se alegraba de saber
                        que aquellos señores no se atrevían a llegarse a su despacho mientras él no
                        tuviera a bien consentírselo.</p>
                    <p><said>—Sí, sí, querido conde</said> —respondió secamente y algo contrariado
                        uno de ellos—, <said>éramos nosotros.</said></p>
                    <p><said>—Pues, señores, ya saben ustedes, para otra vez, que conmigo no deben
                            guardar cumplidos; tengan la bondad de sentarse.</said></p>
                    <p>Los caballeros se sentaron.</p>
                    <p><said>—Y tú, ¿qué tal, marqués?</said> —preguntó el conde apretando con tal
                        fuerza la rodilla a uno de los recién venidos, que éste hizo un gesto de
                        dolor.</p>
                    <p><said>—Ea, déjate de juegos ahora</said> —indicó el apretado marqués.</p>
                    <p><said>—Sí, estamos de prisa</said> —argüyeron los otros.</p>
                    <p><said>—Pues pueden empezar cuando gusten, señores; ya saben ustedes que
                            siempre estoy dispuesto a servirles</said> —contestó el conde soltando
                        la rodilla del marqués y tomando asiento en su silla de despacho.</p>
                    <p><said>—¿Qué tal marcha nuestro negocio?</said></p>
                    <p><said>—Perfectamente; yo no me descuido nunca. El presidente de la sociedad
                            del empréstito nos da cinco mil acciones y el banquero otras cinco
                            mil.</said></p>
                    <p><said>—Es poco</said> —interrumpió el marqués cruzando las piernas y
                        arrojando una bocanada de humo al fuego del aromoso tabaco que fumaba.</p>
                    <p><said>—¿Poco?</said> —preguntaron los otros.</p>
                    <p><said>—¡Poco!</said> —exclamó admirado el conde</p>
                    <p><said>—Claro está, dos mil quinientas acciones para cada uno no valen la
                            pena, je..., una miseria.</said></p>
                    <p><said>—Pues mira, marqués, yo desearía que tú te encargases del negocio,
                            porque a la verdad, yo...</said></p>
                    <p><said>—No, no te incomodes, mi ánimo no ha sido ofenderte y si he dicho
                            alguna palabra en este sentido la retiro, conde; tú sabes que entre tú y
                            yo no pueden haber diferencias de ningún género.</said></p>
                    <p><said>—Sí, preciso es que te dispense; tu viveza de genio te hace creer que
                            todas las cosas son muy fáciles de realizar.</said></p>
                    <p>Hubo un instante de penoso silencio: a pesar de toda la familiaridad y
                        llaneza que entre sí tenían aquellos hombres, recelaban unos de otros.</p>
                    <p><said>—Muy bien</said> —exclamó el conde dirigiéndose al marqués—, <said>¿ya
                            tienes arreglado tú lo de aquí?</said></p>
                    <p><said>—No te ocupes de lo de aquí, se ha convenido que eso es cuenta nuestra;
                            ocúpate de lo de allá.</said></p>
                    <p><said>—Lo de allá es lo de menos</said> —replicó el conde—; <said>figúrense
                            ustedes que allá don Genaro de los Dées, primo mío, persona de
                            influencia suma en Madrid y además allá está también el marqués de
                            Casa-Vetusta, cuya voluntad es acatada por todos.</said></p>
                    <p><said>—Pues..., ¡negocio hecho!</said> —gritó el marqués—. <said>Es una
                            empresa colosal, atrevida, casi inverosímil.</said></p>
                    <p><said>—Chist</said> —prorrumpieron a un tiempo los demás.</p>
                    <p><said>—¡La prensa...!</said> —proseguía el imprudente joven aristócrata.</p>
                    <p><said>—Chist, chist, chist</said> —clamaron alarmados ya los demás—, <said>la
                            prensa chillará lo que guste..., ¡con no hacerle caso...!</said></p>
                    <p>Hablaron luego de cosas indiferentes y se despidieron sonriendo
                        maliciosamente y estrechándose con fuerza repetidas veces las manos.</p>
                    <p>El conde los siguió con la vista, y cuando se alejaron a conveniente
                        distancia, llamó:</p>
                    <p><said>—¡Don Mateo!</said></p>
                    <p>Y éste se presentó casi al instante en la puerta del despacho.</p>
                    <p><said>—¿Viste a esos que salieron de aquí ahora? —le preguntó el conde.
                        </said> —Sí.</p>
                    <p><said>—Son los de aquel negocio de la gran empresa..., ¿te acuerdas? Siéntate
                            y atiende. ¡Qué gente, querido secretario, qué gente! ¿Puedes creer que
                            les ha parecido poca cosa las diez mil acciones que nos han prometido si
                            obtenemos la concesión?</said></p>
                    <p><said>—¡Oh, es una atrocidad pedir más!, ¡se resistiría el
                        banquero!</said></p>
                    <p>Don Mateo mostraba sumo interés por el banquero, porque éste, atendiendo a su
                        carácter de secretario, le había hecho también una buena promesa.</p>
                    <p><said>—Es claro</said> —observó el conde—, <said>como en último caso no
                            habrían de ser ellos los comprometidos, sino nosotros.</said></p>
                    <p>Don Mateo registró con la vista todo el despacho, y convencido de que no
                        había presentes más personas que el conde y él, exclamó con voz profunda y
                        temblorosa:</p>
                    <p><said>—¡Nosotros...!, ¡pero nosotros!, ¡querido... discípulo...!,
                            ¡nosotros!</said></p>
                    <p><said>—Indudablemente.</said></p>
                    <p><said>—No, querido discípulo, no; hazme le favor de no meterme a mí en esas
                            danzas.</said></p>
                    <p><said>—¿Qué quiere usted decir con eso, don Mateo?</said></p>
                    <p><said>—Nada..., quiero decir, señor conde, que usted no permitirá que yo me
                            perjudique.</said></p>
                    <p><said>—¡Quita allá!, eso nunca; ¿crees que si el tal asunto pudiera
                            ocasionarme algún perjuicio lo hubiera aceptado yo? Nunca, querido don
                            Mateo, nunca.</said></p>
                    <p>Serenóse con esto el atribulado secretario, y el conde, cambiando de
                        conversación, le dijo:</p>
                    <p><said>—Sabe usted que me ha interesado mucho el retrato que me ha hecho de
                            esa joven que rechaza vuestro corazón.</said></p>
                    <p><said>—¡Uy, en mala hora!, ¿vas a seguir la broma? Ya me pesa haberte hablado
                            de eso.</said></p>
                    <p><said>—No sea usted tan quisquilloso, amigo mío</said> —respondió el conde—,
                            <said>le juro a usted que le hablo con toda seriedad. ¿Podría usted
                            presentarme esa joven, don Mateo?</said></p>
                    <p><said>—Vamos por parte, querido discípulo</said> —contestó algo contrariado
                        don Mateo— <said>te convencerás de que no puede ser.</said></p>
                    <p><said>—Es extraño, no comprendo...</said></p>
                    <p><said>—Verás por qué</said> —prosiguió don Mateo—; <said>ya te dije antes que
                            a una persona de mis prendas no le había de ser difícil encontrar una
                            mujer con quien casarse, repito que se me han presentado magníficas
                            ocasiones, pero, ¿qué quieres? Los hombres somos así. El capricho de
                            vencer esa tenaz coqueta me ha impedido haber contraído un enlace
                            ventajoso. Casi estoy por abandonarla; a ella le pesará algún
                            día.</said></p>
                    <p><said>—Es lo mejor que puede usted hacer, don Mateo.</said></p>
                    <p><said>—Sí; y en ese caso no te vendría mal a ti.</said></p>
                    <p>El conde se alegraba sobremanera con el giro que había tomado la
                        conversación; hallábase como arrobado, abstraído, saboreando mil risueñas
                        fantasías.</p>
                    <p><said>—¿Y dónde halló usted ese tesoro, don Mateo?</said> —preguntó.</p>
                    <p><said>—En la calle.</said></p>
                    <p><said>—¿Cómo?</said></p>
                    <p><said>—Es muy sencillo</said> —contestó el ex dómine guiñando maliciosamente
                        un ojo lleno de lágrimas y comenzando a hacer sus gestos de mono viejo—.
                            <said> Después que salía de las oficinas</said> —continuó—, <said>me
                            bañaba, me vestía, me acicalaba en la barbería de la esquina, en fin, me
                            ponía bonito, ¿eh?, tomaba por la calle del Obispo, O’Reilly, los
                            parques, el Prado, San Rafael, Reina, es decir, por las calles
                            frecuentadas por los más lujosos trenes y por consiguiente las familias
                            más acomodadas de La Habana ¡Cuánta linda muchacha, querido discípulo,
                            qué ojos, qué caras, qué sonrisas, qué manecitas, qué gracia!, ¡oh! A
                            unas las miraba yo, cierto; a otras les sonreía, cierto también; pero no
                            es menos verdad que muchas más me miraban y me sonreían a mí.</said></p>
                    <p><said>—¡Hombre, don Mateo, no sabía yo que era usted tan buen
                        peine!</said></p>
                    <p><said>—¡Vaya</said> —exclamó el secretario muy entusiasmado y extremando su
                        mímica—, <said> cuando era más muchacho, era un tigre, no había mujer que no
                            se prendase de mí!</said></p>
                    <p>Aquí el conde no pudo contenerse ya más y disparó tal risada que turbó
                        completamente a don Mateo.</p>
                    <p>Para atenuar el mal efecto de su risa:</p>
                    <p><said>—No me he reído de usted, don Mateo</said> —excusóse el conde—,
                            <said>sino de la liviandad de las muchachas y de la gracia con que sabe
                            contar usted estas cosas.</said></p>
                    <p>Satisfecho el secretario con esta explicación, prosiguió:</p>
                    <p><said>—Ya tengo algunos años..., estoy un poco estropeado; pero, antes,
                            créelo, querido, materialmente se me metían las mujeres por los ojos; yo
                            les comprendía el juego y me apartaba de sus redes. Por fin, un día vi
                            pasar por la calle del Prado a esa ingrata, y parece que como no estaba
                            ya acostumbrado al desdén de las mujeres, aquí me tienes que ya por ella
                            soy un hombre al agua. Otros días la seguí; y de ese modo pude averiguar
                            quién es y dónde vive.</said></p>
                    <p><said>—¿Y continúa viviendo la misma casa?</said></p>
                    <p><said>—Sí; una casa magnífica, espléndida; debe ser por dentro un palacio.
                            ¿Don Mateo</said> —dijo el conde con estudiada zalamería—, <said>ya que
                            usted desecha tan buen partido, ¿por qué no me lo deja a mí?</said></p>
                    <p><said>—Te advierto</said> —contestó el fatuo don Mateo dándose mucha
                        importancia— <said> que es muy orgullosa y esquiva.</said></p>
                    <p><said>—Como usted me la presente...</said></p>
                    <p>Aquí le volvieron los apuros a don Mateo.</p>
                    <p><said>—Si te digo</said> —contestó precipitadamente— <said>que estamos medio
                            peleados, y he resuelto no hablar más con ella.</said></p>
                    <p><said>—¿Es posible, don Mateo, que ni para bien de su discípulo quebrante
                            usted tan severa resolución?</said></p>
                    <p><said>—¿Qué he de hacer? Soy franco; te ruego que no me pongas en un
                            compromiso que me desagrada.</said></p>
                    <p><said>—Bien, entonces me la enseñará usted esta noche, ¿verdad?</said></p>
                    <p><said>—Oh, sí, lo que es eso no tengo ningún inconveniente, ya comprenderás
                            que no son los celos el obstáculo. Siempre me considero tu cariñoso
                            preceptor. Te la enseñaré y me alegraría que fueses más afortunado que
                            yo.</said></p>
                    <p>Interrumpió tan amena y grata conversación la llegada del ujier que anunció
                        al conde que varios señores aguardaban impacientes que les concediera
                        audiencia.</p>
                    <p>Don Mateo se retiró.</p>
                    <p>Y el conde, arrugando el entrecejo, dijo imperiosamente al ujier:</p>
                    <p><said>—¡Que entren por su turno!</said></p>
                    <p>Y con efecto, entró un señor de alguna edad, cuya presencia dejó estupefacto
                        al conde. A haber un gran cajón en su mesa de despacho se hubiera escondido
                        en él. El visitante era don Fulgencio, padre de la bella Aurora.</p>
                    <p>Afortunadamente hízose don Fulgencio el desentendido o en realidad no conoció
                        al conde. ¡Qué había de conocerlo!</p>
                    <p>Comprendiéndolo así el conde se serenó, brindó asiento al visitante y
                        variando lo más que pudo el tono de la voz, le preguntó, con toda cortesía,
                        en qué podía servirle.</p>
                    <p><said>—Vengo a molestar a vuecencia, excelentísimo señor, porque hace tiempo
                            que tengo aquí un expediente, y la verdad sea dicha sin prejuicio de
                            nadie, que ya me tienen aburrida la paciencia con tantas incomprensibles
                            demoras.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh!, hace usted muy bien, yo recibo las quejas de todo el mundo como
                            es mi deber y hago todo lo posible por remediar los abusos: es mi
                            obligación, señor. Usted me indicará cuál es el número del
                            expediente.</said></p>
                    <p><said>—Cien mil ochocientos cuatro.</said></p>
                    <p><said>—¡A ver!, ¡secretario, tráigame usted al instante el expediente cien
                            mil ochocientos cuatro!</said> —gritó el conde haciendo muchos
                        aspavientos. Pasaron algunos minutos muy penosos para el activo jefe, que
                        sentía sobre él como si fueran de fuego las miradas de su postulante.</p>
                    <p>Por fin llegó el secretario y le presentó un legajo.</p>
                    <p><said>—¿Es éste?</said> —preguntó el conde a don Fulgencio.</p>
                    <p><said>—Sí, señor.</said></p>
                    <p><said>—Secretario, vuele usted con este expediente a la mesa del oficial
                            García, y le dice usted de mi parte que sea más activo en el
                            cumplimiento de los deberes de su cargo... que si no, ¡vive Dios...! lo
                            trasiego...</said></p>
                    <p>Y acompañó sus palabras con dos puñadas sobre la mesa.</p>
                    <p>Don Fulgencio se despidió mostrándose muy complacido.</p>
                    <p>Y apenas había vuelto éste la espalda, que exclamó el conde:</p>
                    <p><said>—Don Mateo, cuidado como vaya usted a ninguna parte, ni hable con el
                            oficia! García; tire usted ese expediente en un rincón, ¡que se embrome
                            el muy bribón de don Fulgencio, que bien me embromó a mí un
                        día!</said></p>
                    <p>Entraron luego en el despacho hasta seis personas que dijeron ser
                        comerciantes.</p>
                    <p>El conde hizo señas a don Mateo para que saliese y cerró cuidadosamente la
                        puerta.</p>
                    <p>Lo que se trató allí nadie más que los que quedaron encerrados pueden dar
                        razón. Lo cierto del caso es que cuando el conde abrió la puerta y se
                        despidió de sus visitantes, notábanse en su rostro y en el nervioso temblor
                        de sus labios, señales ciertas de haber tenido una violenta y acalorada
                        disputa.</p>
                    <p><said>—Según veo, no hay modo de entendernos; comenzaremos a obrar por
                            nuestra cuenta; usted no transige, ¡qué hemos de hacer!</said> —
                        murmuraron los comerciantes al despedirse del conde.</p>
                    <p><said>—Sí</said> —les contestó éste agitado—; <said>ustedes pueden hacer lo
                            que gusten, ¡ya eso es demasiado!, ¡eso es abusar!, hablando
                            claro.</said></p>
                    <p>Y mientras bajaban las escaleras los mercaderes, seguíalos el conde, con la
                        vista, y haciendo gestos de ira, desde la ventana del despacho. Detuviéronse
                        al pie de la escalera los importunos visitadores del conde y se pusieron a
                        deliberar en voz baja. El conde se mordía los puños para calmar su
                        agitación.</p>
                    <p>Del grupo de los que deliberaban se destacó uno y volvió a subir la escalera
                        dándose aires de parlamentario.</p>
                    <p>El conde, que todo lo observaba con avidez, abandonó de un salto la ventana,
                        tomó un periódico y púsose a hacer que leía con toda calma; pero se hallaba
                        muy lejos de tenerla; el corazón le palpitaba con fuerza.</p>
                    <p>Cuando apareció bajo el dintel de la puerta el comisionado, levantóse
                        cortésmente el conde y como si buscase un bastón o un sombrero púsose a
                        registrar con minuciosidad los muebles:</p>
                    <p><said>—Qué ¿ha olvidado usted por aquí algo? —preguntó con asombro. —No,
                            señor</said> —repuso el otro—, <said>vengo sólo a añadir pocas palabras
                            a lo que ya hemos hablado.</said></p>
                    <p><said>—Bien, tome usted asiento.</said></p>
                    <p>Después se hablaron en voz baja; movieron uno y otro varias veces la cabeza;
                        agitaron las manos; sonrieron y al despedirse diéronse afectuosos
                        espaldarazos.</p>
                    <p><said>—Son ustedes unos maulas</said> —decía riendo el conde.</p>
                    <p><said>—Y usted demasiado exigente, señor conde, dispénseme que se lo
                            diga</said> —repuso el mercader.</p>
                    <p>Cuando éste se reunió a los que le aguardaban, al pie de la escalera, gritó
                        el conde:</p>
                    <p><said>—¡Secretario!</said></p>
                    <p>Éste se presentó al instante.</p>
                    <p><said>—¡Ay, don Mateo</said> —clamó el conde sujetándose con ambas manos la
                        cabeza—, <said> qué gente, ya no puede ser uno honrado!</said></p>
                    <p>Don Mateo no desplegó sus labios: dio media vuelta y salió repitiendo a media
                        voz:</p>
                    <p><said>—¡No; no puede ser uno honrado!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VII.</head>
                    <head>En busca de una novia</head>
                    <p>Acariciando las más halagadoras ideas, caminaban por la calle de O’Reilly,
                        aquella noche, cogidos del brazo, como dos íntimos compañeros de una misma
                        edad, don Mateo y el conde.</p>
                    <p>Iban los dos elegantemente vestidos, huecos, estirados, orgullosos de ir el
                        uno al lado del otro y muy creídos de que levantaban, lo menos, tres codos a
                        cuantos pasaban por su lado.</p>
                    <p>Cada vez que oían sonar en el empedrado las acompasadas y fuertes pisadas de
                        los caballos americanos, muy distintas de las desordenadas y débiles de los
                        caballos de coche de plaza, volvían presurosamente los dos paseantes la
                        cabeza, deteníanse sonriendo en la acera y examinaban las personas que
                        ocupaban los carruajes. Figurábase el conde que en todos habría de venir la
                        hermosa joven anunciada por don Mateo.</p>
                    <p>Pero éste contestaba implacablemente, en cuanto se alejaban un poco los
                        coches:</p>
                    <p><said>—No; no va en ése.</said></p>
                    <p>Acabábasele ya la paciencia al señor conde y crujía los dientes y maldecía en
                        voz baja; tres veces por lo menos habían recorrido de arriba abajo la
                        dichosa calle.</p>
                    <p>Cansados al fin, sobre todo e! señor conde, que no podía avenirse con la
                        menor contrariedad, tomaron por los parques. Y entre los grupos de
                        paseantes, don Mateo distinguió con tal sorpresa que casi no daba crédito a
                        sus ojos, la. hermosa joven que les había hecho medir tres veces de arriba
                        abajo la calle de O’Reilly.</p>
                    <p>Detúvose don Mateo, en el centro del parquecillo, tras de la estatua de
                        Neptuno alzada sobre alto pedestal de mármol, al pie del cual, en el vacío y
                        empolvado estanque que le rodeaba, retozaban varios chicuelos</p>
                    <p><said>—Querido discípulo...</said> —murmuró don Mateo, señalando a la
                        joven.</p>
                    <p><said>—Sí, ya, no es mal bocado</said> —interrumpió de pésimo modo el conde—,
                            <said>pero la que buscamos no aparece.</said></p>
                    <p><said>—¿Cómo no? Si te digo que es esa que ves.</said></p>
                    <p>Creyendo el conde que don Mateo se chanceaba, quedósele mirando muy
                        molesto.</p>
                    <p><said>—Pues entonces, querido discípulo, no sé si he logrado
                            entenderte.</said></p>
                    <p><said>—Menos le entiendo yo a usted, don Mateo.</said></p>
                    <p>Y los dos quedaron un instante sin saber qué decirse y muy descontento el uno
                        del otro.</p>
                    <p>Don Mateo fue quien primero habló:</p>
                    <p><said>—Lo que hemos logrado con nuestra disputa</said> —dijo— <said>es que se
                            nos perdiera de vista la joven. Ya no sabemos qué dirección habrá
                            tomado.</said></p>
                    <p><said>—¿Y qué nos importa esa joven?</said></p>
                    <p><said>—¡Nada!, hemos venido expresamente a buscarla, ¿y no nos importa nada?
                            ¡Hombre, tienes cosas capaces de hacer dudar de tu talento a quien no te
                            conozca de niño como yo!</said> —regañó don Mateo alzando los
                        hombros.</p>
                    <p><said>—Pero, ¿no se chancea usted?, ¿esa es la joven?</said></p>
                    <p><said>—Es ella, ¡habría de confundirla yo con otra! Esa es, sí; es ella: sus
                            hermosos ojos, su bien contorneado brazo, su flexible cintura; su boca
                            arqueada siempre por una sonrisa desdeñosa; aun se ve marcada ahí en la
                            arena la huella de sus diminutos pies.</said></p>
                    <p>Por estas palabras, y por los gestos con que los acompañó don Mateo, a
                        despecho de su circunspección y gravedad, se convenció el conde de que la
                        hermosa paseante era la joven que buscaban.</p>
                    <p>Pero, ¿no le había dicho que era rica, que debía hallarla sentada en lujoso
                        coche?</p>
                    <p><said>—¿En qué piensas?</said> —interrogó don Mateo.</p>
                    <p>El conde salió de su abstracción.</p>
                    <p><said>—¿Y el coche?</said></p>
                    <p>Sonrió tan maliciosamente el ex dómine, que el conde se turbó muy a su
                        pesar.</p>
                    <p>En este punto de su conversación estaban, cuando por entre un grupo de
                        arbustos reapareció la bella paseadora apoyada en el brazo de un caballero
                        anciano que debía ser su padre. Por lo menos así lo afirmó don Mateo.</p>
                    <p>La luz de los faroles repartidos alrededor de la estatua dieron de lleno en
                        e! rostro de la joven: verdaderamente era una mujer bellísima.</p>
                    <p>El conde se echó a un lado y le brindó galantemente el paso; y por más que se
                        obstinó en llamar la atención de la joven, no logró que ésta le dirigiera la
                        más leve mirada.</p>
                    <p>Los chicuelos, tan pequeños que apenas rebasaban sus cabezas por el borde del
                        seco estanque, seguían retozando dentro de él en tanto que las criadas que
                        los cuidaban, convencidas de que no habrían de salirse los niños de aquel
                        lugar mientras ellas no los sacaran, descansaban charlando muy gustosas. Don
                        Mateo permanecía inmóvil en su puesto. El conde seguía con ávida mirada los
                        graciosos movimientos que hacía el cuerpo de la joven que se alejaba. Y
                        Neptuno, apoyado en su tridente, con el manto echado al descuido sobre un
                        hombro, los delfines sumisos a su espalda, puesta la mano izquierda en la
                        cintura, parecía muy complacido al observar las diversas escenas que estaban
                        transcurriendo en torno de su marmóreo pedestal.</p>
                    <p>Sin apartarse de la fuente volvieron a ver don Mateo y su acompañante, hacia
                        el extremo de una de las cuatro callejuelas principales en que se dividía el
                        parquecillo, a la hermosa joven.</p>
                    <p>Esta vez se destacaba el esbelto perfil de su cuerpo escultural sobre el
                        fondo oscuro que a lo lejos formaba el sombrío césped de un pedazo de tierra
                        yermo, ocupado en otro tiempo por los fosos, y un lienzo de derruido
                        murallón.</p>
                    <p>Hallábase el conde verdaderamente arrobado al contemplar aquella tan
                        peregrina belleza. Palpitábale el corazón, sentíase sofocado, casi próximo a
                        ahogarse, y mirando con profunda admiración a su maestro, sacudióle por un
                        brazo y exclamó:</p>
                    <p><said>—Don Mateo..., es usted un gran hombre</said></p>
                    <p><said>—Sí; pero no aprietes tanto</said> —replicó don Mateo incómodo al
                        sentir dolorido su brazo.</p>
                    <p><said>—¿Y qué nos hacemos aquí de pie como dos tontos?, sigamos tras ellos
                        </said> —propuso el conde.</p>
                    <p>Y sin esperar la aprobación de su buen secretario, se encaminó tras de la
                        joven y del caballero que la acompañaba.</p>
                    <p>De buena gana hubiera renunciado don Mateo al papel que le hacía representar
                        el conde cada vez que la joven, en sus paseos por el parquecillo, pasaba
                        frente de sus dos improvisados conquistadores.</p>
                    <p>El conde hacía expresivas señas a don Mateo; fingía que le hablaba al oído
                        sin decirse por cierto palabra alguna, sonreía, se pasaba el extremo de los
                        dedos pulgar e índice por el bigote, jugaba con el enorme dije de su
                        leontina, tomaba actitudes seductoras y posiciones a cual más garbosas. Y a
                        su lado don Mateo, tieso como un mástil, dábase a todos los diablos,
                        interiormente, por servir de estafermo a las piruetas del conde.</p>
                    <p>Por supuesto que, a pesar de todo su mal humor, el discreto secretario se
                        guardaba muy bien de darlo a entender; por el contrario, sonreía, movía la
                        cabeza, y también fingía hablar mucho con el conde.</p>
                    <p>Un observador colocado a pocos pasos de ellos hubiera jurado que se estaban
                        diciendo:</p>
                    <p><said>«¡Qué guapa!, ¡qué hermosa!, ¡no hay rival para ella!, ¡si me
                            amara!»</said>, y otras cosas por este mismo estilo.</p>
                    <p>No obstante tan expresiva pantomima no lograron llamar la atención de la
                        joven.</p>
                    <p>El conde no sabía si alegrarse o incomodarse con tan fría o desdeñosa
                        actitud.</p>
                    <p><said>«Bueno es que la mujer no haga caso del primero que la celebre; es sin
                            duda inapreciable cualidad; pero me costará mucho trabajo lograr que me
                            corresponda, y esto no entra en mis cálculos»</said>, pensaba. También
                        preocupaban a don Mateo otros pensamientos.</p>
                    <p><said>«De no casarse conmigo</said> —se decía— <said>esa hermosa y rica
                            joven, ninguna esposa mejor que ella podía hallar mi querido discípulo.
                            Mas, me satisface que no le haga caso puesto que no lo ha hecho de mí
                            antes. ¡Ya aprenderá el muy fatuo a no burlarse!»</said></p>
                    <p>Por algún espacio quedaron entretenidos con estas y otras cavilaciones ambos
                        compañeros, sin que dejasen de proseguir su paseo cerca de la joven ni de
                        descuidar la expresiva mímica para llamarle la atención cada vez que era
                        llegada la oportunidad.</p>
                    <p>Y tan insistentes fueron, que al fin, a quien lograron llamar la atención fue
                        al caballero que acompañaba a la joven. Repetidas veces volvió el rostro y
                        examinó de arriba abajo aquellos dos hombres que tan tenazmente les seguían.
                        Si quedó satisfecho o temeroso con este examen no se sabe; lo cierto fue que
                        continuó su paseo sin volver otra vez el rostro hacia los importunos, que
                        más animosos se le acercaron casi hasta dos pasos.</p>
                    <p><said>—Nos echa cada mirada el viejo</said> —observó el conde.</p>
                    <p><said>—Es una ventaja</said> —replicó don Mateo.</p>
                    <p><said>—¡Ventaja!, ¿porqué?</said></p>
                    <p><said>—Porque se habrá convencido de que somos dos caballeros formales, de
                            posición respetable y no un par de esos lechuguinos muy elegantes, sí,
                            muy sabios: pero sin tres reales en el bolsillo.</said></p>
                    <p>Este interesado elogio de don Mateo fue muy grato para el conde, el cual,
                        deseando prolongara la conversación por el mismo tema, preguntó:</p>
                    <p><said>—¿Y en qué se funda usted para decir eso?</said></p>
                    <p><said>—¡Jem!, en que nuestra presencia, nuestros modales, nuestras palabras y
                            sobre todo esa formalidad y circunspección, ese sello de superioridad
                            que sólo se adquiere con el hábito de ocupar un puesto de tanta
                            categoría como el que ocupamos en sociedad, contribuye mucho a que no se
                            nos confunda con los tipos vulgares.</said></p>
                    <p>Llegaban mientras tanto la joven y el caballero que la acompañaba, por décima
                        vez, al extremo del parque; pero no volvieron ya sobre sus pasos, sino que
                        se detuvieron en la acera e hicieron como si llamaran a alguno.</p>
                    <p>A poco se acercó un gran carruaje.</p>
                    <p>El conde se volvió todo ojos, porque aunque había creído a don Mateo cuando
                        éste le aseguró que la joven tenía coche y era rica, deseaba convencerse por
                        sí mismo de lo primero. Ya procuraría enterarse luego de lo segundo.</p>
                    <p><said>—¡Hermosos animales...!, cocheros..., paje, lujosa carretela</said> —
                        murmuró el conde examinándolo todo detenidamente.</p>
                    <p><said>—¿Qué tal?</said> —preguntó don Mateo—, <said>¿será buen partido la
                            chica?</said></p>
                    <p>El conde recordó que tenía en su compañero un rival:</p>
                    <p><said>—Y, ¿usted piensa todavía en ella, don Mateo?</said> —preguntó.</p>
                    <p>No pensaba el ex dómine en tal cosa; pero la maldita vanidad le hizo
                        responder de un modo tan ambiguo, que el conde no supo a qué atenerse.</p>
                    <p>Cuando partió el coche en que iba la joven parecióle al conde que delante de
                        él se había formado un gran vacío.</p>
                    <p>A lo lejos continuaba muy oscuro el césped del terreno yermo y el ruinoso
                        lienzo de muralla. Las criados sacaban ya del estanque, como si los sacaran
                        de un baño para secarlos, a los chicuelos retozones; y cargando a unos y
                        llevando a otros cogidos de la mano, se alejaron.</p>
                    <p>Y el dios Neptuno, de blanco mármol, recibiendo de lleno la luz de los
                        faroles que lo rodeaban, apoyado en su tridente, un tanto doblada una
                        rodilla, y con la mano en la cintura, continuaba mirando con sus ojos sin
                        pupilas al insigne conde y a su excelente secretario.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>VIII.</head>
                    <head>Estrategias amorosas</head>
                    <p>Cuando despertó el siguiente día el señor conde y dirigió sus miradas a las
                        persianas, a pesar de que también en los días anteriores daba allí el sol de
                        la misma manera, a pesar de que en lo interior del cuarto nada había
                        variado, parecíale todo claro, más agradable, más diáfano, más bello.
                        Figurábasele que la naturaleza contribuía a aumentar su felicidad. ¡Había
                        hallado ya lo que tan angustiosamente buscaba! Aquella mujer cuya silueta
                        vio destacarse sobre el oscuro follaje de los arbustos del parquecillo,
                        aquella mujer que había visto subir al elegante carruaje y sentarse en él
                        con majestad propia de una reina, presentábasela su fantasía en aquel
                        instante, allí, a su lado, brindándole con castas sonrisas y voluptuosas
                        miradas tentadores placeres. Pero cuadro tan risueño tenía una sombra; más
                        allá, en segundo término, medio ocultos por la bruma de la distancia, veía
                        el conde a la bella Aurora desdeñándole, y a don Fulgencio, con aquella
                        sarcástica sonrisa, que le era proverbial, burlándose implacablemente de
                        él.</p>
                    <p>¿Por qué?, ¿qué relación tenía una cosa con otra?</p>
                    <p>Dos horas después entraba el conde en su despacho y ordenó al ujier que no
                        dejase entrar a nadie, pues estaba sumamente ocupado.</p>
                    <p>Era muy justo que se le dejase solo, iba a decidir de su vida futura y
                        necesitaba estar tranquilo para reflexionar acerca de tan trascendental
                        asunto.</p>
                    <p>Al tomar posesión e! conde del empleo que desempeñaba, procuró y consiguió
                        rodearse de personas a las cuales, por los favores que les había dispensado
                        y les seguía dispensando, pudiera exigirles una obediencia ciega, o por lo
                        menos, la pasiva fidelidad de un siervo.</p>
                    <p>Dos antiguos conocidos, Domingo el botero y González, el dueño del León
                        Nacional, que eran hombres agradecidos, ocupaban importantísimo lugar en la
                        privanza del conde y por esto disfrutaban de muy bien retribuidos
                        destinos.</p>
                    <p>A Domingo llamábale el conde su lebrel. Y en verdad que le cuadraba el
                        calificativo. ¿Cómo había alcanzado tan alto título? Fácil es explicarlo. Un
                        día entráronle deseos, al honrado botero, de tentar la fortuna; y sin
                        encomendarse ni a Dios ni al diablo, se llegó al despacho del conde, y
                        previas las ceremonias que creyó oportunas, le pidió, con pocas esperanzas
                        de conseguirlo, un empleo. ¡Cuál no sería la sorpresa del buen Domingo al
                        saber de boca del conde que ya con ese mismo objeto hacía tiempo que lo
                        andaba buscando! Primero creyóse burlado el pobre hombre, y luego se postró
                        de rodillas ante el conde jurándole fidelidad incondicional, inmediatamente
                        vendió su bote, cambió su camiseta de lona listada por una levita que casi
                        quería estallarse por las costuras, su gorra de paño gris por un sombrero
                        que parecía estar siempre aprendiendo a hacer equilibrios sobre la cabeza y
                        sus alpargatas por un par de botas charoladas, todo lo cual daba al novel
                        empleado el aspecto más extravagante del mundo.</p>
                    <p>Agradecido cordialmente, Domingo creía deber de fidelidad, por su parte,
                        contar al conde cuanta noticia referente a él llegaba a su conocimiento. Y
                        con la mayor naturalidad le repetía, palabra por palabra, tanto los elogios
                        como las censuras. En su poca o ninguna malicia creía el ex botero, que
                        cuanto se dijese contra el conde no pasaba de ser infundada inventiva o
                        desahogos de envidia. Enfurecíase a menudo, disputada con todos a todo
                        pulmón y luego corría a contar la disputa, sin pérdida de tiempo, al señor
                        conde con un lujo de detalles asombroso y con un acaloramiento rayano en la
                        furia. Otro que Domingo ya hubiera recibido del conde un par de bofetadas;
                        pero no podía dudarse de la buena fe del sencillo botero. En todo caso,
                        bastaba una sola ojeada a aquel semblante curtido por el sol, francote,
                        abierto y leal para desvanecer toda sospecha.</p>
                    <p>Cierto era que cuando se pasaban muchos días sin que oyera Domingo alguna de
                        las que calificaba de infames calumnias, inventaba él una y enseguida iba a
                        soplársela a su protector, ya para no perder la costumbre, ya también con el
                        buen propósito de que no pareciera que menguaba su agradecimiento hacia el
                        señor conde ni se menoscabase la distinción que éste le brindaba. ¡Y cosa
                        extraña!, estas invenciones de Domingo eran las que envalentonaban más al
                        digno jefe para quejarse de sus enemigos.</p>
                    <p><said>—¡Pillos, tunantes...!, ¡algún día...!</said> —amenazaba furioso.</p>
                    <p>En cuanto a González, el dueño de aquella mala posada o casa de huéspedes,
                        habitada, durante tanto tiempo, por don Vicente Cuevas y su sobrino,
                        conviene apuntar que también se presentó un día al señor conde y, haciendo
                        valer ciertas antiguas promesas y servicios, consiguió, aunque con algún
                        trabajo y a fuerza de reiteradas protestas de adhesión incondicional, un
                        buen empleo. Y así como el conde había dado en la ocurrencia de llamar a
                        Domingo su lebrel, a este antiguo conocido llamábale, por antonomasia, su
                        león. Ciertamente que era un verdadero león: acostumbrado a mandar, como un
                        despótico reyezuelo, a sus dependientes y hasta a sus huéspedes cuando era
                        dueño del León Nacional, no tenía la humildad, paciencia y resignación de
                        Domingo. Delante de él guardábase todo el mundo de decir cosa alguna que
                        menoscabase la buena fama del conde, porque enseguida se arremangaba la
                        camisa, apretaba los puños y poníase al punto en disposición de defender a
                        puñada limpia la reputación de su protector.</p>
                    <p>Con el lebrel de Domingo, el león del ex posadero y con el zorro de don
                        Mateo, como solía decir con dudoso chiste el señor conde Coveo, ningún
                        temor, ni menos espanto podían infundirle sus pillos enemigos, a los cuales
                        siempre se figuraba en acecho, esperando la oportunidad de arrebatarle el
                        disfrute de sus rapiñas.</p>
                    <p>Cuando tenía el conde que emprender alguna arrojada empresa o bien algún
                        importante asunto, pensaba en esos tres hombres. Excepto don Mateo, que
                        venía a ser como las dos manos del señor conde, aunque independientes alguna
                        vez de su voluntad, a los otros dos dominábalos sin esfuerzo alguno; eran
                        instrumentos ciegos de su capricho, cuya obediencia sabía despertar el conde
                        con muchos aspavientos y señalados gritos que excitaban el exagerado
                        patriotismo de aquellos hombres.</p>
                    <p>Por entonces, como se sabe ya, trataba el conde de realizar algo muy
                        trascendental para su vida: imposible le era, pues, prescindir de la eficaz
                        y poderosa ayuda de sus leales servidores.</p>
                    <p>Y así fue: luego que llegó a su despacho, aquel día, y dio orden de que no
                        entrase nadie, para que le dejaran tranquilo, llamó de seguida a don Mateo,
                        y entre conmovido y grave, le advirtió:</p>
                    <p><said>—Ya sabe usted que lo que pretendo es una cosa por demás justa, y sobre
                            todo, moral. La idea de que falta en mi hogar un ángel que lo llene con
                            sus sonrisas y amor, de alegría y de ventura: la idea de vivir solo,
                            aislado, es hoy para mí insoportable, don Mateo, y ha muchos días que me
                            angustia y me entristece. ¡Morir sin que unos cariñosos dedos de rosa
                            cierren nuestros párpados, bajar al sepulcro sin que sobre él caiga una
                            amorosa lágrima, es terrible, sí, muy terrible, don Mateo.</said></p>
                    <p>Estaba admirado el ex profesor con las buenas predicaciones de su
                        discípulo.</p>
                    <p><said>—Sí, querido don Mateo, penetro su pensamiento de usted y sé que
                            aprobáis mi resolución de casarme. Usted ha contribuido mucho a
                            decidirme señalándome el bello ángel que debe ayudarme a sobrellevar mi
                            existencia, la cual empieza ya a acibararse con el hastío.</said></p>
                    <p>El conde se hallaba trasfigurado, no tanto por el esfuerzo que hacía para
                        convencer a don Mateo, como por las actitudes que tomaba para dar muestra de
                        sus condiciones oratorias, que creía relevantes a fuerza de oírlo decir a
                        los demás.</p>
                    <p>Mucho rato se estuvo aguardando la contestación de don Mateo; pero éste
                        permanecía inmóvil como una estatua, con las manos en los bolsillos y la
                        vista fija en el suelo.</p>
                    <p><said>—Don Mateo</said> —exclamó el conde un tanto impaciente—, <said>bien
                            sabe usted que soy un hombre activo y que cuando emprendo una cosa no la
                            dejo de la mano. ¿Está usted dispuesto a ayudarme?</said></p>
                    <p><said>—Oh, siempre, querido discípulo, ordena lo que gustes.</said></p>
                    <p><said>—¡Bravo, don Mateo!</said> —replicó el conde estrechando afectuosamente
                        la mano de su antiguo profesor—; <said>pues bien, por ahora, necesito saber
                            dónde vive la joven que vimos anoche en el parquecito.</said></p>
                    <p>Don Mateo indicó las señas que se le pedían.</p>
                    <p>El conde las apuntó y dijo:</p>
                    <p><said>—Con eso me basta.</said></p>
                    <p>Luego saludó a su secretario y éste se retiró.</p>
                    <p>De seguida llamó y dio orden al portero que acudió al llamamiento que avivase
                        a Domingo.</p>
                    <p>Y a poco entró éste en el despacho con un par de plumas puestas tras las
                        orejas.</p>
                    <p>Tener de este modo las plumas, es decir, en las orejas, era antigua y
                        constante manía del ex botero; hacíalo de propósito para proporcionarse la
                        pueril satisfacción de mostrar a todos que desempeñaba un empleo en que
                        escribía mucho.</p>
                    <p>Mas lo cierto del caso era que Domingo no escribía nada; apenas lograba
                        trazar doce renglones seguidos que sentía un dolor terrible en el brazo:</p>
                    <p><said>—¡María santísima</said> —renegaba—, <said>no era menester tanta fuerza
                            para mover los remos!, ¡cómo pesan estos demongos!</said></p>
                    <p>E incómodo tiraba al suelo los cabos de pluma.</p>
                    <p>Cuando llegó Domingo al despacho del conde, éste le indicó las señas de la
                        casa, dadas por don Mateo poco antes, y luego le encargó:</p>
                    <p><said>—Averiguarás quién vive en ella, Domingo, si son personas ricas y
                            además cómo se llama la hija del dueño de la casa. ¿Estás?</said></p>
                    <p>Domingo cumplía gozoso estos encargos del conde; para él, tan franco e
                        inocentón que no despertaba las sospechas de nadie, era cosa tan fácil que
                        se asombraba mucho cuando el conde le celebraba y le daba nuevas muestras de
                        estimación, por esta clase de servicios tan poco penosos y tan
                        hacederos.</p>
                    <p>No tuvo que aguardar mucho el activo enamorado las noticias que deseaba
                        adquirir.</p>
                    <p>Aquella misma noche hizo detener Domingo la carretela del conde en mitad de
                        la calle; y allí, en presencia de los transeúntes, hablaban familiarmente
                        jefe y subordinado gozando ambos mucho de los que viesen en tan sabrosa
                        plática. Domingo exageraba los gestos y alzaba la voz más que de costumbre;
                        y el conde ponía cara de plácida benevolencia que le hacía aparecer como el
                        hombre más bondadoso del mundo.</p>
                    <p>Francamente, el ex botero desempeñó a maravilla el asunto que se le había
                        confiado.</p>
                    <p>Supo cuanto le convino saber por el portero de la casa, paisano suyo, con el
                        cual trabó grande y estrecha amistad y enseguida se convidaron mutuamente a
                        tomar un par de copas de plus en el café vecino.</p>
                    <p>Se trataron mano a mano, hablaron con la misma confianza e interés que dos
                        compañeros que no se tratan desde algunos años y a quienes el exceso de
                        emoción cariñosa desata la lengua y descubre secretos y cuenta chismes,
                        valioso archivo en que se nutre de datos la elocuencia de los hombres
                        ignorantes y rústicos.</p>
                    <p>Mas dicho sea en honra y prez de Domingo, si no hubiera tenido que llevar
                        noticias al conde, todo lo hubiera olvidado, o por lo menos, reservado, al
                        salir de la taberna.</p>
                    <p>Había averiguado que la joven de la casa tenía por nombre Clotilde, que hacía
                        algunos años que su padre don Diego Armández había muerto; que aquel
                        caballero anciano que la acompañaba se nombraba don Tiburcio y era
                        simplemente un mayordomo de la madre de Clotilde, cuya señora padecía de una
                        enfermedad aguda que la retenía constantemente en casa; que era riquísima y
                        que los Armández eran una de las familias más antiguas y bien relacionadas
                        de La Habana.</p>
                    <p>Cuando concluyó Domingo de enterar de todo esto al conde, volvió a emprender
                        su marcha majestuosa y reposada la cómoda carretela. El conde iba más
                        satisfecho que de costumbre.</p>
                    <p>La fortuna continuaba dispensándole su capricho, su atención. ¡Oh!, ¡bastante
                        tiempo había mantenido las espaldas vueltas hacia él! No en balde presentía
                        él algo de lo que le estaba ocurriendo a la sazón, cuando paseaba por todos
                        aquellos lugares y se encontraba al satisfecho de don Genaro, dándose tono
                        con todo el mundo. Muchas veces se había contemplado, sí, no le quedaba
                        duda, sentado en ese mismo coche, arrastrado por los mismos caballos,
                        llamando la atención de los transeúntes, que respetuosamente le miraban;
                        muchas veces se había contemplado comiendo en una mesa de magnífica fonda,
                        con la punta de la servilleta sujeta al cuello de la camisa, frente por
                        frente de la calle, como tantos otros que entonces le causaban rabia y
                        envidia. Dentro de poco ocuparía Clotilde aquel puesto vacío que quedaba a
                        su derecha en la carretela; ya se contemplaba al lado de la bella joven
                        vestida elegantemente, llena de perfumes y cargada de prendas. Sus
                        aspiraciones, sus ideales de ventura se iban cumpliendo con exactitud
                        matemática.</p>
                    <p>¡Era ya algo!</p>
                    <p>El camino por donde debía marchar en lo adelante imaginábase verlo abierto
                        ante él más ancho, más llano, más fácil y más risueño que antes.</p>
                    <p>Sin embargo, por el momento, había una ligera nubecilla que sombreaba el
                        camino y que quizá encubría algún obstáculo.</p>
                    <p>Mucho le había contrariado saber que !a madre de Clotilde tenía un mayordomo
                        que acompañaba a la bella joven prodigándole paternales consejos, de cuyo
                        desinterés se permitía dudar mucho el conde; ésta era la nubecilla.</p>
                    <p>Pero se le ocurrió una idea felicísima:</p>
                    <p><said>«¡Enamorar al mayordomo antes que a Clotilde!»</said>, pensó repetidas
                        veces.</p>
                    <p>E inmediatamente comenzó a poner en ejecución esta idea: era el único modo de
                        extinguir la dudosa sombra de la nubecilla, y entonces vería todo el camino
                        despejado y libre de obstáculos.</p>
                    <p>Ordenó a Víctor que siguiese por las calles que acostumbraba a recorrer el
                        coche de Clotilde.</p>
                    <p>Y con efecto: apenas habría transcurrido media hora que la flamante carretela
                        del conde logró encontrar el coche de Clotilde.</p>
                    <p>Éste fue el punto y hora en que consideró el conde abierta la campaña; hasta
                        entonces no había habido más que preliminares. Era campaña de nueva especie,
                        sorda, casi imperceptible y de coche a coche.</p>
                    <p>No era el conde hombre que perdía el tiempo y del todo inexperto en la
                        estrategia que convenía a esta clase de guerra.</p>
                    <p>Dirigió insistentes miradas a la joven: y Víctor, por su parte, se esmeró en
                        que mantuvieran buen trecho, casi rozando, ambos coches.</p>
                    <p>Estas miradas y estos repetidos encuentros no pudieron menos que llamar la
                        atención de Clotilde, un tanto conocedora ya de las tretas de que se valían,
                        para hacerse notar, sus numerosos pretendientes.</p>
                    <p>De carácter altivo, convencida de su hermosura, muy halagada siempre
                        Clotilde, sentía cierta vanidosilla y disculpable satisfacción al exhibir su
                        belleza radiante y la esplendidez y elegancia de sus trajes. En ninguno de
                        sus admiradores había fijado particularmente la atención, y le complacía
                        sobremanera que la celebraran; mas apenas terminaban estas celebraciones
                        olvidaba a quienes se habían tomado la molestia de hacérselas; recordaba las
                        frases, las palabras, pero rarísima vez la persona que las había
                        pronunciado.</p>
                    <p>A todas las diversiones asistía; en todos los bailes bailaba y jamás se le
                        veía prodigar más atenciones a unos que a otros. Se ocupaba de ella misma;
                        poco le importaban los demás. Como mujer de peregrina belleza hallábase
                        convencida de que todos debían rendirle tributo de admiración sin esfuerzo
                        alguno por su parte.</p>
                    <p>Pero el mayordomo que la acompañaba era hombre invulnerable; se hacía
                        respetar y aun temer con el maldito sistema que había adoptado de no hablar
                        con nadie; y cuando se te obligaba a ello no pasaban sus contestaciones de
                        dos o tres palabras pronunciadas con suma rapidez.</p>
                    <p>Algo de esto llegó a vislumbrar el conde, y como no era esta dificultad
                        insuperable para él, que raras veces cejaba en sus propósitos, ya se estaba
                        estudiando el modo de curar la inconveniente mudez de don Tiburcio.</p>
                    <p>Como estaba de campaña, todos los días abandonaba el conde el lecho más
                        temprano que de costumbre y salía en su ligero faetón a rondar la casa de
                        Clotilde. Muchas ocasiones se encontraba con don Tiburcio, y por más que se
                        afanaba en llamarle la atención no lo lograba.</p>
                    <p>Sin embargo, por este lado ya se llevaba ganado mucho terreno, pues don
                        Tiburcio tenía clavado en la retina la estampa del conde, de aquel caballero
                        gordo, hermosote, risueño, elegante, amable y que apacentaba ser de holgada
                        posición dado el lujo que se permitía desplegar.</p>
                    <p>Al fin hubo de darse cuenta don Tiburcio de que por todas partes le veía e
                        involuntariamente le entraron estas o parecidas cavilaciones: <said>«¿Quién
                            será ese señor? me parece que le encuentro por todas partes: todo el
                            mundo le distingue; se le saluda con respeto.»</said></p>
                    <p>Estos pensamientos zumbaban como abejorros dentro del cráneo del callado
                        mayordomo.</p>
                    <p>Una noche que fue al teatro vio a aquel hombre gordo, hermosote y elegante
                        recostado cómodamente en la baranda de un palco, desde el cual asestaba sus
                        anteojos en todas direcciones y confesaba sin cesar, con saludos de cabeza,
                        los afectuosísimos que con sombreros, pañuelos y manos se le hacían por
                        todas partes.</p>
                    <p>Don Tiburcio, casi maquinalmente, preguntó a Clotilde:</p>
                    <p><said>—¿Sabes quién es ese señor? Por dondequiera me lo encuentro. Clotilde
                            examinó con sus anteojos al caballero del palco y murmuró:</said></p>
                    <p><said>—También recuerdo haberle visto alguna vez; pero de momento no sé decir
                            dónde ni a qué hora.</said></p>
                    <p>Entró un caballero en el palco, cuando se hallaban en este punto de la
                        conversación don Tiburcio y Clotilde, y ésta, a quien ya había tentado el
                        demonio de la curiosidad, aprovechó la ocasión para salir de dudas. </p>
                    <p><said>—¿Conoce usted a aquel señor grueso, sentado en aquel palco que ahora
                            dirige sus anteojos hacia la tertulia y sonríe?</said></p>
                    <p>Estas indicaciones eran ciertas: el señor grueso hallábase a la sazón con los
                        anteojos enclavados en la tertulia y riendo picarescamente.</p>
                    <p>El interrogado caballero se contentó con sonreír y no dijo palabra.</p>
                    <p><said>—Cómo, ¿tampoco le conoce usted?</said> —insistió Clotilde.</p>
                    <p><said>—Dígame, Clotilde, ¿está usted hoy de muy buen humor?</said> —preguntó
                        a su vez del caballero.</p>
                    <p><said>—No entiendo.</said></p>
                    <p><said>—Sí; hoy está usted de bromas.</said></p>
                    <p><said>—¿Por qué dice usted eso?</said></p>
                    <p><said>—¡Ah!, pero, ¿es de veras que no conoce usted a aquel señor?</said></p>
                    <p><said>—Palabra de honor.</said></p>
                    <p><said>—¿Y don Tiburcio tampoco?</said></p>
                    <p>El aludido mayordomo movió la cabeza en señal de negación.</p>
                    <p><said>—¡Pero toda La Habana lo conoce!</said></p>
                    <p><said>—Pues le repito a usted que yo no tengo ese gusto</said> —replicó
                        Clotilde un tanto picada.</p>
                    <p><said>—Ese señor es el conde Coveo</said> —contestó al fin el caballero
                        bajando algo la voz.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, ése es el conde Coveo</said> —exclamaron a un tiempo Clotilde y
                        don Tiburcio fijando de nuevo la vista en el aludido señor grueso y
                        examinándolo de arriba abajo con los anteojos, como un objeto curioso.</p>
                    <p>El mayordomo sintió no haber sabido más antes el nombre de aquel señor.
                        Recordó, con pena, que dos o tres veces le había dirigido la palabra el
                        señor conde Coveo y que él le había contestado con el mismo laconismo que a
                        todos los demás: esto llegó a mortificarle. Cuando concluyó la función, por
                        casualidad, vinieron a encontrarse codo con codo, en el pórtico del teatro,
                        mientras aguardaban la llegada de sus respectivos carruajes, el conde y don
                        Tiburcio.</p>
                    <p>A Clotilde hubo de caérsele al suelo el abanico y el señor conde, con una
                        ligereza de movimiento casi inverosímil en él, lo recogió del suelo y lo
                        volvió a las manos de la hermosa joven dirigiéndole de paso una sonrisa y
                        una frase de la más refinada galantería.</p>
                    <p>Esto acabó por llenar a don Tiburcio de confusión tal que no atinaba qué
                        hacer ni qué decir. Y más contribuía a embarazar su ánimo el estar, en aquel
                        momento, tan cerca del conde que sus levitas rozaban; y aun cada vez que
                        había algún movimiento entre los que se hallaban en el pórtico, para dejar
                        libre paso a las señoras que se dirigían a los coches, irremediablemente
                        tenía que oprimir don Tiburcio la abultada panza del señor conde. Hallábase
                        con tales motivos el infeliz mayordomo en una de las más críticas
                        situaciones de su vida: hacía esfuerzos el mísero por balbucear siquiera
                        alguna trivial excusa y sus labios rebeldes no querían o no atinaban
                        articular una sola palabra. Tascando el freno, con las bocas llenas de
                        espuma, medio encabritados y haciendo sonar las cadenillas de los arreos, se
                        detuvieron ante el arca central del pórtico los caballos del conde. Saludó
                        éste cortésmente a Clotilde y a don Tiburcio; y subió de seguida a su
                        coche.</p>
                    <p>Pero ni la joven ni el mayordomo contestaron el saludo, pues no comprendieron
                        bien si se dirigía a ellos.</p>
                    <p>Tras el coche del conde llegó el de Clotilde, al cual subió al momento la
                        joven seguida de don Tiburcio.</p>
                    <p>Al ocupar los asientos del carruaje quedaron Clotilde y don Tiburcio con el
                        rostro casi vuelto hacia el pórtico; y entonces se convencieron de que el
                        saludo del conde únicamente podía haberse dirigido a ellos. La gran verja de
                        la entrada del teatro se hallaba cerrada, y a través de sus barrotes apenas
                        se distinguía ya el vestíbulo, cuyas luces se habían apagado casi por
                        completo.</p>
                    <p><said>—No hemos contestado al saludo del señor conde Coveo, ¿qué dirá?</said>
                        —murmuró don Tiburcio.</p>
                    <p>Y Clotilde nada replicó; pero alzó ligeramente los hombros e hizo un gracioso
                        mohín de desdén con el labio inferior.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>IX.</head>
                    <head>Otra vez la fortuna bajo un copioso aguacero</head>
                    <p>Desde esta ocasión no encontraba don Tiburcio al conde que no le hiciera el
                        más respetuoso saludo, aunque lo encontrase, como solía suceder, hasta tres
                        y cuatro veces por día.</p>
                    <p>Don Tiburcio era hombre honrado a carta cabal. Antiguo sirviente del padre de
                        Clotilde, cobróle éste, por sus dotes de inteligencia, lealtad y pericia,
                        grande afecto y llevó a confiarle todos sus asuntos sin que nunca le diese
                        el más leve motivo de queja. Por el contrario, a menudo complacíase
                        encomiando públicamente el desinterés de don Tiburcio, al cual llegó a
                        elevar al rango de mayordomo de la casa.</p>
                    <p>A la muerte del padre de Clotilde continuó don Tiburcio desempeñando su cargo
                        y disponiendo de los bienes y asuntos de doña Luisa y Clotilde como si
                        fueran propios.</p>
                    <p>Mientras no postraron en cama a doña Luisa los achaques, había sido siempre,
                        como es natural, la que acompañaba a todas partes a su hija; pero cuando sus
                        males la obligaron a permanecer meses enteros sin salir de casa, esmerábase
                        en proporcionar a su hija toda suerte de distracciones a fin de disipar un
                        tanto la tristeza que necesariamente había de causarle verla tan falta de
                        salud. Y fue don Tiburcio, aquel honrado mayordomo que tan bien se había
                        portado antes y después de la muerte de su esposo, quien quedó encargado de
                        la delicada misión de acompañar a Clotilde a bailes, paseos y teatros.
                        Acostumbrada la bella joven a ver a don Tiburcio al lado suyo, desde su más
                        tierna infancia, guardábale el mismo respeto y consideración que a un
                        miembro de la familia.</p>
                    <p>Y en verdad que el honrado mayordomo merecía las atenciones que le prodigaba
                        doña Luisa; jamás se envaneció de ello; cuando creía conveniente dar un
                        consejo o una opinión en asuntos de interés o puramente domésticos, hacíalo
                        tan sólo por servir y no por hacer valer sus influencias.</p>
                    <p>Era en una palabra don Tiburcio un hombre, aunque rudo en su lenguaje y en
                        sus maneras, inteligente, fiel y que profesaba verdadero cariño y profundo
                        agradecimiento a quienes le habían protegido.</p>
                    <p>La hacienda de sus señores la defendía hasta con tenacidad; pero de su
                        excesivo celo nacía un defecto: desconfiaba de todo el mundo. Y como notase
                        que alguno trataba de captarse la voluntad de doña Luisa o las simpatías de
                        Clotilde, metíase una mano en el bolsillo, rascábase la barba con la otra, y
                        murmuraba:</p>
                    <p><said>—¡Jum; éste viene a buscar el pico!</said></p>
                    <p>Y se declaraba enemigo del intruso, poniéndole tan mal ceño, que el otro, por
                        poca penetración que tuviera, entendíalo de seguida muy a las claras.</p>
                    <p>Por eso era odiado don Tiburcio hasta de los más cercanos parientes de doña
                        Luisa, a la cual, por otra parte, no podía dársele queja alguna contra la
                        conducta de su mayordomo, porque se incomodaba y las creía originadas por
                        los celos o la envidia.</p>
                    <p>Ahora quizá se comprenderá toda la sutil perspicacia del señor conde Coveo,
                        cuando por primera parte de su plan, puso el enamorar a don Tiburcio antes
                        que a Clotilde, y a fe que lo llevaba a cabo con actividad. Por aquellos
                        días encaminó sus esfuerzos a lograr la amistad del celoso mayordomo.</p>
                    <p>De propósito le salía al paso, como queda dicho, tres y cuatro veces por día,
                        sonreíale, saludábale y don Tiburcio correspondía gozoso a tanta y tan fina
                        cortesía. Sin haberse hablado aún, eran ya dos buenos amigos aquellos dos
                        hombres.</p>
                    <p>Don Tiburcio estaba contento y no cesaba de ponderar a doña Luisa y a
                        Clotilde la amabilidad del conde Coveo, a quien todo el mundo nombraba
                        muchas veces para celebrarle y no pocos para vituperarle. Casi sentía pena
                        el bueno del mayordomo, como si la culpa fuera de él, de no haber conocido
                        más antes un hombre de importancia tal y que tanto le distinguía.</p>
                    <p>Sólo faltaba al conde dirigir la palabra a don Tiburcio para ver realizada
                        por compisto la primera y más esencial parte del plan que se había
                        trazado.</p>
                    <p>Esta ocasión se la proporcionó la casualidad con ventajas, por cierto, que él
                        ni siquiera había soñado.</p>
                    <p>Una noche, deseosa la bella Clotilde de dar al cuerpo saludable ejercicio,
                        aconsejada además por su médico, se bajó de su coche, acompañada de don
                        Tiburcio, al parquecillo de Neptuno, que entonces se hallaba cerca del de
                        Isabel II. Y despidieron al cochero, con el objeto de retirarse luego, a
                        pie, hasta su casa.</p>
                    <p>El conde Coveo, que también solía pasearse por aquel parquecillo, en donde
                        conoció por primera vez a Clotilde, se hallaba también allí, aquella noche,
                        paseándose del brazo de don Mateo.</p>
                    <p>Nada digno de contarse ocurrió, como no fuera el afectuoso e indispensable
                        saludo entre don Tiburcio y el conde y alguna mirada y gesto intencionados
                        que éste dirigía a la bella Clotilde, tan impasible y esquiva como de
                        ordinario.</p>
                    <p><said>—Mucho llevas adelantado, querido discípulo</said> —argumentó don
                        Mateo—; <said>has logrado atraerte la atención del padre de esa ingrata.
                            Trabajo costó al conde tener la risa al oír aquella salida del
                            presuntuoso ex dómine, y le contestó:</said></p>
                    <p><said>—Sí, he adelantado mucho más de lo que puede usted imaginarse... ¡Ah,
                            don Mateo, cuando enamoraba usted esa bella joven se le olvidó tratar de
                            lo más importante!</said></p>
                    <p><said>—No entiendo</said> —replicó algo turbado don Mateo.</p>
                    <p><said>—Quiero decir</said> —repuso el conde— <said>que no le demostró usted
                            mucho cariño por la familia cuando ni siquiera trató de
                            conocerla.</said></p>
                    <p><said>—Menos te entiendo ahora, querido discípulo.</said></p>
                    <p><said>—¿No me ha dicho usted que ese señor que acompaña a la joven era su
                            padre?</said></p>
                    <p><said>—Sí que lo es.</said></p>
                    <p><said>—Pues está usted mal enterado: no es su padre, don Mateo.</said></p>
                    <p><said>—Cómo, ¿se chancea usted, señor conde?</said> —murmuró don Mateo, no
                        teniendo argumento alguno que oponer.</p>
                    <p><said>—No; hablo con toda formalidad, no es su padre.</said></p>
                    <p><said>—¿Y entonces?</said></p>
                    <p><said>—Es un mayordomo a quien ha estimado siempre mucho la familia de los
                            Armández.</said></p>
                    <p>Don Mateo se metió el dedo índice en la boca y lo mordió con fuerza: pensaba
                        que el conde le había desmentido con razón y que si él hubiera sabido antes
                        que el que acompañaba la joven no era más que un simple mayordomo, no se
                        hubiera mostrado tan tímido.</p>
                    <p>En este punto de la conversación se hallaban cuando empezó a caer, sin que
                        dejaran de lucir casi todas las estrellas, uno de esos improvisados y
                        traidores aguaceros de verano que parecen pesada broma de las nubes.</p>
                    <p>La gente abandonó los asientos, emprendió desatada carrera y a poco quedó
                        desierto aquel lugar en que tan tranquilamente se hallaban tomando el
                        fresco.</p>
                    <p>Cesaron los acordes de la banda militar que tocaba, al pie de la estatua del
                        vecino parque; los coches eran ocupados y hasta disputados por los más
                        cercanos a ellos y los ocupaban los más listos, o los más inconsiderados.
                        Refugiábase la mayor parte del público en los cafés, portales y
                        establecimientos de los alrededores de los parques.</p>
                    <p>No fueron los últimos en echar a correr don Tiburcio y Clotilde.</p>
                    <p>El primero regañaba entre dientes:</p>
                    <p><said>—¡Qué maldad, suceder esto la única noche en que se nos ocurrió mandar
                            a casa el carruaje!</said></p>
                    <p>Para Clotilde era una diversión.</p>
                    <p>No habrían corrido ambos veinte pasos cuando el conde les detuvo
                        cortésmente:</p>
                    <p><said>—¡Señorita, caballero, no puedo permitir que se mojen ustedes; ahí está
                            mi coche, entrad en él!</said></p>
                    <p>Don Tiburcio, que a más de no poder contener a veces sus modales de hombre
                        rudo, iba a la sazón malhumorado con aquella traidora lluvia y con la
                        maldita ocurrencia de haber mandado retirar el coche, poniendo muy mal gesto
                        gritó:</p>
                    <p><said>—¡Hombre, échese usted a un lado y déjenos correr!</said></p>
                    <p>Don Mateo había auxiliado al conde ordenando a Víctor que arrimase el
                        coche.</p>
                    <p>Y así lo hizo el ladino criado. El coche del conde vino a impedir la carrera
                        de don Tiburcio y Clotilde, colocándole en mitad de la calle y a un paso de
                        ellos.</p>
                    <p><said>—Suban, suban</said> —repetían el conde y don Mateo empujando tan
                        atinadamente a don Tiburcio que éste se encontró a poco, contra su voluntad
                        y enteramente aturdido, dentro del coche: Clotilde subió tras él.</p>
                    <p>El coche se puso en marcha.</p>
                    <p><said>—Oh, no, de ningún modo</said> —gritó don Tiburcio sacando medio cuerpo
                        por las portezuelas de! carruaje—, <said>suban ustedes también,
                            señores.</said></p>
                    <p>De esta vez fue don Tiburcio quien tuvo que apearse del coche e introducir en
                        él, a fuerza de empellones, al conde y a don Mateo, los cuales se habían
                        quedado en mitad de la calle resistiendo a pie firme el aguacero.</p>
                    <p>Todo esto ocurrió rápida, casi simultáneamente, en muchísimo menos tiempo del
                        que hemos invertido en relatarlo.</p>
                    <p>Después que, sin saber cómo, se encontraron todos dentro del coche y libres
                        del agua que abundantemente caía, hubo risas y bromas, mientras que cada
                        cual se sacudía, de la mejor manera, las ropas empapadas.</p>
                    <p><said>—¡Hombre, si esto parece increíble!</said> —murmuraba el buen don
                        Tiburcio—, <said>¡vean ustedes, caer hoy un aguacero, el único día que hemos
                            ordenado al cochero que se retirase!, ¡ni que estuviera hecho a
                            propósito!</said></p>
                    <p>El conde exageraba la cantidad de agua que le había caído, excitando así la
                        hilaridad de Clotilde.</p>
                    <p>Don Mateo se pasaba y repasaba un gran pañuelo blanco con cuartos rojos por
                        el cuello de la camisa, y refería lo que les había sucedido:</p>
                    <p><said>—Estábamos</said> —decía— <said>bajo aquellos árboles de la esquina, de
                            pronto vimos que ustedes y todos los del otro extremo del parquecillo
                            echaban a correr; nos pusimos de pie; dimos algunos pasos, y entonces
                            fue cuando comprendimos la causa, que no es otra que la misma que me ha
                            echado a perder mi sombrero de copa, ¡córcholis! ¡y que es nuevo!
                            Todavía lo debo. Se lo devolveré, porque no me sirve, al
                            sombrerero.</said></p>
                    <p>Esta ocurrencia de don Mateo produjo una explosión de risas tan grande, que
                        quitó las ganas de reír a todos y ya no hubo más hilaridad a pesar de que
                        menudeaban los chistes.</p>
                    <p>Luego se permaneció un momento en silencio.</p>
                    <p>Sólo se oía el redoblar de las gotas de lluvia sobre el tapacete de la
                        carretela.</p>
                    <p>El conde había quedado frente por frente de Clotilde que, vestida con un
                        lujoso traje de seda azul muy pálido, destacaba su bien formado busto sobre
                        el sombrío forro de paño verde del interior de la carretela.</p>
                    <p>A intervalos penetraban, por algunos resquicios del cerrado carruaje, fugaces
                        resplandores de las luces de los establecimientos o de los faroles del
                        alumbrado público; y aquella claridad iluminaba, por un momento, los rostros
                        de ¡os que iban dentro del coche. Entonces podía ver perfectamente el conde
                        la bella cara de la joven, sentada frente de él, sus brazos bien
                        contorneados, su blonda cabellera dividida en dos trenzas que rodeaban su
                        blanco cuello seguían las curvas de su palpitante seno y caían sobre sus
                        muslos.</p>
                    <p>Clotilde sentía un placer vago e indefinible al tener sentado tan cerca, en
                        el mismo carruaje, aquel que tantas veces le había llamado la atención,
                        aquel hombre de quien por todas partes oía hablar, aquel hombre en fin,
                        saludado, agasajado, adulado por pocos y temido por todos.</p>
                    <p>Mas aunque el conde se hallase muy a su gusto de aquella suerte, no dejaba de
                        comprender que la situación de los otros era embarazosa, por lo cual,
                        aprovechando un trecho, en que no había establecimientos ni faroles que
                        proyectasen su luz en lo interior del coche, dio un codazo a don Mateo, y
                        casi pegándole los labios al oído, le dijo:</p>
                    <p><said>—Hable usted algo.</said></p>
                    <p>Comprendió don Mateo, y al punto comenzó a decir mil sandeces con voz
                        campanuda, lo cual no obsta para que don Tiburcio le oyese como a un oráculo
                        a quien, por respeto, no se atrevía a contestar y mucho menos a
                        contradecir.</p>
                    <p>El conde, en tanto, no apartaba sus ojos de Clotilde. La bella joven aparecía
                        y desaparecía ante él como mágica visión merced a las fugaces claridades que
                        iluminaban lo interior del coche.</p>
                    <p>Le angustiaba la idea de que dentro de pocos minutos llegarían al término de
                        su viaje, por más que el tunante de Víctor hiciera andar los caballos lo más
                        despacio posible.</p>
                    <p><said>«¡Cuándo volverán a hallarse en situación tan favorable! ¡Y no poder
                            aprovecharla! había sido todo tan imprevisto, tan casual. ¡Oh, si
                            hubiera pensado en que ésta podía haberle ocurrido, otra cosa sería...!
                            ¡Tan cerca de ella!, ¡recibir a intervalos el fresco que se escapaba de
                            su abanico agitado con inimitable gracia!, ¡oír el crujido de las sedas
                            de su traje!, ¡rozar casualmente sus encajes!, ¡quizá tropezar con el
                            extremo de aquel piececillo cuya menuda huella había visto marcado
                            tantas veces en el suelo arenoso del parque!»</said>, así pensaba el
                        conde aspirando con deleite el suavísimo perfume que exhalaba en torno suyo
                        la bella Clotilde.</p>
                    <p>Por fin se detuvo el coche. La portezuela del lado en que iba sentado el
                        conde quedó frente a la entrada de la casa de Clotilde.</p>
                    <p>El conde echó pie a tierra y tendió galantemente la mano a la joven. Ésta
                        saltó ágil del coche al suuelo y apenas apoyó su blanca, fina y suave mano
                        en la que tendía el conde.</p>
                    <p>En el vestíbulo de la casa hubo muchos cumplidos.</p>
                    <p>Don Tiburcio y Clotilde no querían dejar marchar a los que tan cortésmente
                        les habían acompañado sin que se detuvieran siquiera un instante.</p>
                    <p><said>—Os lo agradecemos mucho</said> —asegurábale embarazosamente el ex
                        dómine a don Tiburcio—; <said>pero con nuestras ropas mojadas estamos hechos
                            una miseria. Otro día tendremos el gusto de visitarlos. No; no será esta
                            vez la única que podamos gozar de tan amable compañía. Por su parte el
                            señor conde, prodigando sonrisas y saludos, decía a Clotilde:</said></p>
                    <p><said>—Imposible, señorita, será otro día, otro día; yo he conocido mucho a
                            vuestro padre, era muy amigo mío, siempre recuerdo con placer los buenos
                            ratos que hemos pasado juntos: era hombre muy bueno, muy instruido, una
                            gran cabeza. Conozco también a vuestra madre, quizá ella, por el tiempo
                            transcurrido, no me recuerde a mí; sin embargo, no dejéis de ponerme a
                            sus pies y de darle mil expresiones de aprecio y respeto en nombre de su
                            antiguo amigo el conde Coveo.</said></p>
                    <p>Y se retiraron todos sumamente complacidos unos de otros.</p>
                    <p>El conde y don Mateo iban comunicándose sus mutuas impresiones mientras la
                        carretela los conducía a sus respectivas casas.</p>
                    <p>Don Mateo se sentía un tanto humillado ante las ventajas obtenidas, en tan
                        corto tiempo, por su antiguo discípulo. ¡Y él, que había estado alimentando,
                        tanto tiempo hacía, la ilusión de efectuar, con la hermosa Clotilde, el más
                        venturoso enlace!</p>
                    <p>¡Indudablemente era el conde un niño mimado de la fortuna!, ¡qué suerte tenía
                        el maldito! <said>«¡Ah..., pero puedo decir con orgullo que fue discípulo
                            mío!»</said></p>
                    <p>Esta última idea consoló un tanto al pesaroso secretario.</p>
                    <p>Al conde le ocurrían pensamientos más risueños:</p>
                    <p><said>«¡Aquí, a mi lado, se hallaba hace poco Clotilde!, aún conservan estos
                            paños el tibio y perfumado hálito que de ella emanaba! ¡Oh, qué feliz
                            llegaré a ser! ¡Lástima de no haber aprovechado mejor la ocasión; pude
                            hablarle, ¡torpe de mí!, pude mostrarme más galante, más atento, más
                            cortés! ¡En vez de haber hecho que hablara don Mateo, debí hablar yo!
                            ¿Qué habrá pensado?, ¿qué soy algún tonto? Cuando los reflejos de las
                            luces penetraban rápidos por esta rendija e iluminaban su rostro y su
                            talle, creía yo tener delante una vaga aparición celeste que entre
                            sueños había conocido ya. Creíame a veces víctima de engañadora ilusión
                            y cerraba los ojos y volvía a abrirlos. Sus aretes de zafiros lanzaban
                            azules destellos; sus pulseras de oro, intensos reflejos; su collar de
                            brillantes, relámpagos deslumbradores. ¡Qué rica debe ser!, ¡qué
                            valiosas prendas!»</said></p>
                    <p>Y mientras de tan distinto modo pensaban los que iban en la carretela, allá
                        se estaban don Tiburcio y Clotilde casi sofocados celebrándoles mucho.</p>
                    <p>El mayordomo, que casi aislado de todo trato social, por su carácter arisco,
                        hacía mucho tiempo ya que no había encontrado persona que le tratase con tan
                        afectuosa consideración, sentía acudir a sus ojos lágrimas de ternura y
                        alegría; y como tanta emoción embargaba su ánimo, tenía que suspender un
                        rato sus celebraciones, y para disimular, atribuía estas obligadas
                        interrupciones al cansancio que le había producido la subida de la
                        escalera.</p>
                    <p>Clotilde decía a su madre:</p>
                    <p><said>—El conde Coveo me ha asegurado que te conoce mucho, mamá.</said></p>
                    <p>Y aunque la buena señora por más que recordaba no caía en quién pudiera ser
                        aquel señor conde, contagiada del entusiasmo de su hija y de su mayordomo,
                        contestó:</p>
                    <p><said>—Oh, sí, le conozco mucho; creo que hemos bailado juntos un rigodón en
                            palacio.</said></p>
                    <p>Además, le pareció de muy mal tono a la buena señora no conocer aquel célebre
                        personaje cuyo nombre andaba en boca de todos a todas horas.</p>
                    <p>Cuando entró el conde en su casa sintióse como lleno de más vida, de más
                        salud, y aun llegó a creerse más grueso y de más estatura. Miraba a todas
                        partes con singular complacencia: su casa, que tan vacía, tan sola, se le
                        había figurado días antes, estaba toda llena con la imagen de Clotilde. En
                        la sala destellaban las luces sobre el lomo de pulido metal del gracioso
                        becerrillo de oro.</p>
                    <p>Al pasar por el cuarto gabinete quedóse un instante el conde frente a una
                        luna veneciana contemplándose muy ufano de sí mismo.</p>
                    <p>Tomó actitudes seductoras, sonrió y dijo:</p>
                    <p><said>—¡Ya es mía!, ¡eso era lo que me faltaba!, ¡cierto!, ¡sí!</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>X.</head>
                    <head>Introito</head>
                    <p>Por todas partes se murmuraba ya al notar la asiduidad con que hablaban el
                        conde Coveo y la bella hija de doña Luisa.</p>
                    <p>El conde había obtenido, al fin, que Clotilde acogiese sus atenciones y
                        obsequios con más distinción que los demás. Y sobre todos los pretendientes
                        de la rica joven tenía una gran ventaja; y era la de que don Tiburcio jamás
                        le escatimase palabra alguna ni le frunciese el entrecejo.</p>
                    <p>Más aún: don Tiburcio concedía el brazo de Clotilde al señor conde a la
                        salida de los bailes, teatros, y no pocas veces en el parquecillo, en el
                        centro del cual parecía seguir observándolo todo, desde su alto pedestal de
                        mármol, el dios Neptuno, apoyada cómodamente una mano en su triple garfio y
                        la otra puesta en la cintura. El buen mayordomo, con el sombrero echado
                        hacia atrás, las manos cruzadas sobre el faldón de la levita y ésta
                        desabotonada por completo, los seguía, como un bendito, a algunos pasos
                        detrás, hablando gravemente con don Mateo, el cual se había convertido en su
                        inseparable compañero.</p>
                    <p>Así pasaban todos: primero, los dos enamorados; y luego, los dos graves
                        señores atrayendo las miradas de los paseantes y levantando, por dondequiera
                        que pasaban, los murmullos de admiración de unos y las sonrisas burlonas de
                        otros.</p>
                    <p><said>—Es preciso que cumpla vuecencia la palabra que tiene empeñada, señor
                            conde</said> —dijo una noche don Tiburcio a la salida del teatro y en
                        voz alta, de modo que pudieran enterarse los extraños que le rodeaban.</p>
                    <p><said>—¡A ver, querido don Tiburcio!</said> —contestó el conde—, <said>¿qué
                            palabra es esa que empeñé a ustedes?</said></p>
                    <p><said>—¿No recuerda usted que nos ha prometido visitarnos un día?</said></p>
                    <p><said>—¡Hombre, tiene razón</said> —replicó el conde sonriendo bondadosamente
                        y dándose una palmada en la frente como para castigarla de su olvido—,
                            <said>estoy siempre tan ocupado, tengo tantas cosas a qué atender; y
                            luego también mi secretario tiene una memoria tan feliz...! Perdonen
                            ustedes, dentro de muy pocos días iré.</said></p>
                    <p>Muy pronto cumplió, por cierto, esta palabra el señor conde. Dos o tres días
                        después se detuvo la flamante carretela, con sus lacayos de galoneados
                        sombreros, y peto lleno de cordones de hilo de oro, ante la puerta de la
                        casa de Clotilde.</p>
                    <p>El conde Coveo, vestido de frac, guantes blancos de fina cabritilla, camisa
                        de pechera de bordados exquisitos donde lucían tres hermosos brillantes,
                        bajó del coche y seguido de don Mateo subió majestuosamente las escaleras de
                        la casa. Quien le viese de aquella suerte marchando ante su secretario, que
                        tras él venía, con semblante entre respetuoso y compungido, podría tenerlo
                        muy bien por algún embajador extranjero.</p>
                    <p>Hasta don Tiburcio, acostumbrado a verle, sintió imponente respeto cuando oyó
                        el timbre y asomándose a la escalera para recibir al que llegase vio que era
                        el señor conde de Coveo, vestido de toda etiqueta y con una cruz enorme
                        colgada en su pecho.</p>
                    <p>Clotilde, vestida con una larga túnica de blanco nipe, con el cabello
                        sencillamente atado con una cinta de terciopelo rojo, estaba más hermosa aún
                        que con sus trajes lujosos y repletos de joyas.</p>
                    <p>El conde había anunciado su visita; por eso doña Luisa, que ardía en vivo
                        deseo de conocerle, dispuso que la llevaran en su poltrona de ruedas a otro
                        cuarto en donde pudiera recibir también ella la visita del celebrado
                        aristócrata.</p>
                    <p>Su cariño de madre le había hecho concebir ideas que apenas se fijaron en su
                        mente la hicieron sonreír como si entreviera un porvenir demasiado
                        halagüeño.</p>
                    <p>Ella, que también gustaba de las diversiones mundanas, y que si no se hallaba
                        en la buena sociedad, creía encontrarse fuera de uno de los elementos
                        indispensables de su existencia, siempre buscaba noticias que la enterasen
                        de ese mundo en que tantos recuerdos y tantos momentos de placer y dicha
                        había dejado como sepultados ya.</p>
                    <p>Además de cuanto sobre este punto le habían dicho su hija y don Tiburcio,
                        sabía doña Luisa, por otras personas, cuán importante lugar ocupaba en la
                        dorada sociedad el conde Coveo; ya en su imaginación se le había presentado
                        joven, elegante, cortés, flechado siempre por las miradas seductoras de las
                        mujeres y las celosas de los hombres. Mas su ilusión quedó en parte
                        eclipsada ante el efecto que le produjo ver entrar por el umbral de la
                        puerta de su aposento aquel hombre grueso, mofletudo, pesadote, calvo, de
                        prominente abdomen, y luego, para completar el cuadro, aquel otro que le
                        seguía, alto, delgado y más tieso que una vara.</p>
                    <p>Luego miró a su hija y sonrió orgullosa de verla sentada a su lado, tan bella
                        y a la vez tan indiferente como de ordinario.</p>
                    <p>El conde hizo una profunda reverencia a la madre y a la hija, y por
                        invitación de ésta tomó asiento en un ancho sillón. Don Tiburcio presentó a
                        doña Luisa a su distinguido y buen amigo don Mateo, secretario permanente
                        del excelentísimo señor conde Coveo. Y enseguida sentáronse ambos uno al
                        lado del otro.</p>
                    <p>Ciertamente que nunca había tenido doña Luisa ocasión de ver al conde; pero
                        por un extraño fenómeno de la memoria, que con frecuencia ocurre,
                        persuadióse al punto de que lo había encontrado por todas partes. Y era que
                        la figura del señor conde Coveo tenía tan pronunciados rasgos, que vista una
                        vez, hería de tal modo la retina, que quedaba profundamente grabada en ella
                        y no se olvidaba jamás. Sus formas vastas y rudas pugnaban tenazmente con la
                        finura que se esmeraba tener, sus músculos recios, parecían puestos en
                        tormento horrible bajo el elegante frac; de todo lo cual resultaba un
                        conjunto demasiado grotesco para la vista perspicaz de la antigua y asidua
                        concurrente a los salones, en donde se reunía lo más escogido de la sociedad
                        habanera.</p>
                    <p>Mas estos pensamientos de doña Luisa hubieron de durar lo que un relámpago;
                        luego, por una reacción favorable, al contemplar desde su poltrona de
                        enferma aquel hombre grueso, mofletudo, calvo, rebosante de salud, al verlo
                        tan arrellanado frente de ella en aquel ancho sillón con la dejadez propia
                        del hombre repleto de satisfacciones, se enterneció, simpatizó con él;
                        pronto se desvaneció aquella primera impresión y dejó de chocarle la
                        chabacana figura del señor conde Coveo.</p>
                    <p>En tanto, ni doña Luisa ni su hija osaban hablar.</p>
                    <p>Don Mateo, sin ocuparse de su compañero, sostenía una animada discusión,
                        sobre la zafra de aquel año, con don Tiburcio.</p>
                    <p>Esta situación iba siendo algo embarazosa para el conde.</p>
                    <p>La luz de una hermosa lámpara le daba de lleno y casi estaba amoscado con
                        aquellos fúlgidos relumbrones que lanzaban los botones de brillantes desde
                        la pechera de su camisa y los que lanza la gran cruz que lucía sobre su
                        apretada casaca. Y para mayor embarazo había notado fija sobre él la mirada
                        de doña Luisa como si le examinase con insistencia.</p>
                    <p><said>—¡Uf, qué calor!</said> —dijo, por decir algo, el pobre, pasándose al
                        mismo tiempo el pañuelo por la calva brillante de sudor y de grasa.</p>
                    <p><said>—Oh, sí</said> —contestó la madre de Clotilde—, <said>pero usted nos
                            dispensará que no abramos las ventajas porque me haría mucho
                        mal.</said></p>
                    <p>El conde balbuceó mil explicaciones y excusas:</p>
                    <p><said>—¡Oh, no lo había dicho por eso..., ya no tenía calor..., al contrario,
                            una frescura deliciosa...!</said></p>
                    <p>Pero, a pesar de eso, comprendió que había empezado muy desacertadamente y su
                        turbación aumentó.</p>
                    <p>Y al observar que don Mateo charlaba a más y mejor, sin preocuparse de si le
                        hacía o no falta su auxilio, se encolerizó sobremanera, y sin poderse
                        contener dio una puñada en el brazo del sillón.</p>
                    <p>Esto bastó para que don Mateo entendiese y tratase al punto de enmendar su
                        falta, comenzando una conversación sobre lo primero que le ocurrió.</p>
                    <p><said>—Señora, su semblante de usted me es muy conocido</said> —dijo,
                        dirigiéndose a doña Luisa.</p>
                    <p><said>—En eso pensaba yo también en ese momento</said> —arguyó el conde
                        apresurándose por no dejar pasar la ocasión de hablar de algo.</p>
                    <p><said>—No es extraño</said> —les contestó doña Luisa—, <said>pocas serán las
                            personas de la buena sociedad con quienes no haya tenido yo las más
                            estrechas relaciones; pero, por esto mismo, como son tantas, y ha pasado
                            tanto tiempo, me he olvidado hasta del nombre de algunas.</said></p>
                    <p><said>—Eso es lo que pasa, sí, señora; a mí me ocurre lo mismo: son tantos
                            los que me conocen y me saludan, que muchas veces no sé quién me
                            estrecha la mano ni quién me obliga a quitarme el sombrero para
                            corresponder los saludos. ¿Quién sabe cuántas veces nos habremos
                            encontrado, hablado, y quizá hasta habremos bailado, nosotros dos, mi
                            señora, y sin embargo no lo recordamos?</said></p>
                    <p><said>—Ciertamente, así puede ser; no es la primera vez que esto me ocurre;
                            casi me hallo segura de que yo recuerdo haberlo visto a usted en otras
                            ocasiones; pero no sé cuándo ni dónde; ¡cómo usted está en todas
                            partes!</said></p>
                    <p><said>—Así es, señora; y, ¡vea usted!, a veces se me antoja a mí mismo pensar
                            cómo es que yo puedo estar en todas partes. ¡Y luego atender a tantas
                            ocupaciones que tengo!</said></p>
                    <p>Sobre este tema continuó largo rato la conversación, y además tratáronse
                        otros asuntos, que por baladíes, no importa apuntar.</p>
                    <p>Doña Luisa quedó convencida por completo de que ella había hablado y conocido
                        al conde desde mucho antes. Y a la sazón iba simpatizando con él: parecíale
                        hombre de rudo aspecto, pero sencillote y de buen corazón. A legua
                        conocíasele que no había tenido roce con la buena sociedad; pero tampoco
                        obstaba esto para apreciarle. Tal fue la opinión que llegó a formarse doña
                        Luisa del pretendiente de su hija.</p>
                    <p>Y cuando se despidió el conde de doña Luisa, aquella noche, estrecháronse
                        ambos afectuosamente la mano como dos antiguos conocidos.</p>
                    <p>Don Tiburcio, por otra parte, estaba como inspirado, se empinaba, movía
                        ágilmente las manos, daba espaldarazos a don Mateo y a cada paso éste le
                        decía un chiste de muy dudosa gracia, pero que desternillaba de risa al
                        honrado excéntrico mayordomo.</p>
                    <p>Hasta la misma Clotilde, tan indiferente al principio, tornóse más expansiva
                        y atenta.</p>
                    <p>Y al abandonar el conde y su secretario aquel aposento, después de aquellos
                        momentos de distracción que habían proporcionado, y volvió a cavilar la
                        enferma sobre su triste estado, creyó que aquellos dos hombres, tan
                        saludables y tan satisfechos, dejaban tras sí una especie de vacío que
                        comprimía fuertemente el pecho y contristaba el ánimo.</p>
                    <p><said>—Es necesario que vuelvan</said> —observó don Tiburcio—; <said>han
                            entretenido mucho a la enferma, ¡son tan decidores y tan
                        amables!</said></p>
                    <p>Al llegar los dos visitantes ante la portezuela de su gran coche, que el
                        paje, chistera en mano, mantenía abierta, apretó el conde fuertemente la
                        mano de su compañero, y acercándosele al oído le advirtió:</p>
                    <p><said>—¡Acabamos de dar un gran paso, amigo don Mateo, un gran
                        paso!</said></p>
                    <p>El otro, al tomar asiento en la carretela, contestó al conde sonriendo con
                        malicia y haciendo un gesto de aprobación.</p>
                    <p>La carretela partió.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XI.</head>
                    <head>La cosa marcha</head>
                    <p>Pasadas tres o cuatro noches volvió a detenerse el lujoso carruaje del conde
                        Coveo a la puerta de la casa de los Armández. Y desde esta vez ya no pasó
                        noche sin que volviera a detenerse en el mismo punto. Rara, muy rara
                        ocasión, bajó solo del carruaje el señor conde: acompañábale casi siempre su
                        adicto secretario.</p>
                    <p>Clotilde estaba contenta pero..., no mucho, que ella por nada se
                        extremaba.</p>
                    <p>¡Tenía el conde una manera de celebrarla tan distinta de los demás!, ¡verdad
                        que a veces era indiscreto, pero, a un personaje tan encumbrado, bien podía
                        disimulársele algo!</p>
                    <p>Don Tiburcio no podía ya pasarlas sin don Mateo. Lo tenía experimentado. La
                        noche que por hábil cálculo dejaba de acompañar el secretario a su jefe,
                        pasábasela toda el buen mayordomo de muy mal humor, con el entrecejo
                        fruncido y preguntando como un tonto:</p>
                    <p><said>—Hombre, señor conde, ¿por qué no traje usted a don Mateo?</said></p>
                    <p>Doña Luisa miraba con beatífica satisfacción los galanteos del conde hacia su
                        hija. Ya concebía, ella también, vagos planes para más adelante.</p>
                    <p>Antes, eran Clotilde y don Tiburcio quienes hablaban a doña Luisa del conde,
                        de aquel hombre tan celebrado y que por todas partes se encontraban; ahora,
                        era doña Luisa quien hacía notar con más seguridad y más directamente, pues
                        podía observarlas de cerca, las buenas prendas del aristócrata.</p>
                    <p>Don Tiburcio, a veces, escuchaba estas observaciones con una tristeza que en
                        vano procuraba desechar, en ocasiones llegó a sentir muchas ganas de armar
                        una tragedia para enemistar aquellos dos seres a quienes tanto amaba con
                        aquel par de intrusos que le robaban parte de sus afectos más caros.</p>
                    <p>Y atormentado por estas ideas entablaba con frecuencia, distraídamente,
                        monólogos en voz bastante perceptible:</p>
                    <p><said>—Estoy loco..., ¡pensar así del excelentísimo señor conde Coveo!
                            ¡Egoísta de mí! ¡Soy malo, perverso!, ¿qué me han hecho esos hombres?,
                            ¿y don Mateo, sobre todo, mi buen amigo don Mateo? Esto me hace ver cuán
                            extraviados van mis pensamientos. Don Mateo, que siempre se ha mostrado
                            tan fino, tan amable..., ¡soy malo!, ¡perverso!, ¡pensar así de tan
                            buenos amigos...!</said></p>
                    <p>Y enmendaba sus malos pensamientos el pobre don Tiburcio, mostrándose más
                        amable a medida que le asaltaban peores ideas.</p>
                    <p>Don Mateo estaba por aquellos días en sus glorias. Bendecía mil veces la
                        renuncia amorosa que de Clotilde había hecho en favor del conde, puesto que,
                        de esta suerte, se había proporcionado mayor influencia sobre su antiguo
                        discípulo y mayor consideración y respeto por parte de las gentes. El que lo
                        viese tan estirado en la carretela moviendo apenas la cabeza para hablar a
                        su antiguo discípulo y aun a veces hablándole con la cara completamente
                        vuelta al otro lado, y el que viese al conde escuchar con semblante medio
                        compungido y con profunda atención los consejos de don Mateo, hubiera podido
                        equivocarse fácilmente y trocar los papeles: es decir, pensaría que era don
                        Mateo el jefe y el conde su secretario.</p>
                    <p>Llovían felicitaciones y enhorabuenas por todas partes.</p>
                    <p><said>—Conque ¿pronto efectuará el señor conde su enlace con la bella hija de
                            los Armández?</said> —preguntaban a menudo al conde sus amigos, y él
                        contestaba fingiéndose turbado, como si le hubieran sorprendido un secreto
                        que cuidaba mucho de no revelar.</p>
                    <p>Al antiguo maestro del conde también se le felicitaba y él, dándose más
                        importancia y ahuecando la voz, más que de costumbre, respondía:</p>
                    <p><said>—Sí, así se lo tengo aconsejado. Un hombre de su posición en estado
                            célibe, hace muy mal papel en sociedad. Eso por una parte; y por otra,
                            que yo abrigo verdadero cariño paternal, tanto por el conde, como por
                            Clotilde. Figúrense ustedes, los he visto a los dos desde que apenas
                            alzaban dos cuartas del suelo, los conozco mejor de lo que ellos mismos
                            se conocen: estoy segurísimo de que ambos serán muy felices; a eso se
                            dirigen siempre mis consejos y mis esfuerzos en este asunto: hacer la
                            felicidad de dos seres. ¡Es tan buena Clotilde; y el conde, es tan
                            bueno!</said></p>
                    <p>Y como estas palabras de don Mateo llegaran una vez, bien por casualidad, o
                        bien de propósito, a oídos de doña Luisa, procuró ésta estrechar su amistad
                        con aquel hombre, que tanta influencia tenía sobre el señor conde,
                        prodigándole más sonrisas, y brindándole más franqueza.</p>
                    <p>Y aunque esta influencia era completamente ficticia, pues sólo provenía de
                        calculada astucia del conde, y no de ninguna superior cualidad de don Mateo,
                        hacía éste su papel, sin comprenderlo, a las mil maravillas. En todo se
                        mostraba solícito y previsor, hasta en las cosas más triviales. Si el conde
                        deseaba ir hacia la derecha, don Mateo le arrastraba hacia la izquierda,
                        porque era mejor; si decía el conde que era tarde, don Mateo le explicaba
                        que era temprano; y así en todo lo demás. De suerte que todos tenían ocasión
                        de notar, a cada paso, el ascendiente que sobre el conde iba tomando su
                        secretario. A veces renegaba aquél de las impertinencias de éste y hasta
                        sentía vehementes deseos de contenerlas, haciéndole algún gran desaire en
                        público; mas nunca se le presentaba ocasión de recurrir a tal extremo,
                        porque don Mateo, comprendiendo instintivamente estas desfavorables señales,
                        contenía sus solicitudes y consejos, quedando así, de admirable modo,
                        restablecida la armonía entre aquel par de zorros, sin que los extraños
                        pudieran notar estos habilidosos equilibrios que tenían que hacer el digno
                        jefe y su solícito secretario para evitar la definitiva ruptura de sus
                        íntimas relaciones.</p>
                    <p>Una noche, en que ya doña Luisa había logrado hacerse muy amiga de don Mateo,
                        el cual, por su parte, se dejaba querer y correspondía aquel cariño de la
                        madre de Clotilde con una amabilidad ilimitada, estuvieron hablando largo
                        rato de matrimonios e inventando algunos bien extravagantes entre sus amigos
                        y conocí dos para reír del contraste que producían estas fantaseadas
                        uniones, y, como si le hubiera ocurrido de momento, dijo doña Luisa:</p>
                    <p><said>—Dígame, don Mateo, hablando ahora con formalidad, ¿qué opina usted?,
                            ¿harían buen matrimonio el conde y mi hija?</said></p>
                    <p>Don Mateo echó una significativa mirada al otro extremo de la sala donde se
                        hallaba el conde contemplando a la bella Clotilde mientras ésta tocaba, con
                        muy poco gusto por cierto, en el piano, una de las más delicadas melodías de
                        Bellini.</p>
                    <p><said>—Eh, señora</said> —exclamó luego fingiendo alguna aspereza—, <said>no,
                            no llevemos la broma hasta ese extremo.</said></p>
                    <p><said>—¡Si no es broma!</said></p>
                    <p><said>—Bah, señera, está usted hoy de muy buen humor.</said></p>
                    <p>Doña Luisa insistió tanto por saber la opinión de don Mateo como por
                        convencerle de que no hablaba en tono de broma.</p>
                    <p>Don Mateo no sabía qué hacerse, porque el conde, que seguramente había
                        sospechado que hablaban de él, le miraba fijamente. Y aquella mirada traía
                        al ex dómine muy inquieto en su asiento. Remordíale la conciencia de haberse
                        reído y bromeado mucho aquella noche con la dueña de la casa; y temía que el
                        conde se lo hubiera tenido a mal.</p>
                    <p>Y era lo peor que doña Luisa no le dejaba en paz.</p>
                    <p><said>—Señora</said> —dijo muy sofocado—, <said>eso merece que lo pensemos
                            mucho.</said></p>
                    <p><said>—Pero, criatura, qué tiene usted que pensar.</said></p>
                    <p>¡Como, llamarle criatura a él, a don Mateo, al secretario del excelentísimo
                        señor conde Coveo, y en sus mismísimas barbas! ¡Ya aquello iba pasando de
                        castaño oscuro! Sentía haber bromeado tanto con doña Luisa. Y el conde no le
                        quitaba la vista de encima. Su situación era insoportable. Más de una vez
                        estuvo tentado de fingir una indisposición momentánea, tomar su sombrero y
                        marcharse. Concluyó Clotilde de tocar el piano; y don Tiburcio, que había
                        estado paseándose de un lado a otro del vestíbulo lleno de ojeriza contra
                        aquellos dos hombres que tan paulatinamente le iban alejando del seno de la
                        familia Armández, que había llegado a ser para él como su familia propia, se
                        fue derecho al conde y a la joven, y sin poder explicarse la causa de aquel
                        arrebato, les dijo con una sonrisilla profundamente sarcástica:</p>
                    <p><said>—Parecen ustedes dos tortolitos.</said></p>
                    <p>La joven, al ver aquel inesperado arranque del mayordomo, siempre tan
                        comedido y respetuoso, creyó que se le había vuelto el juicio.</p>
                    <p>Y el conde no quedó menos estupefacto.</p>
                    <p>Comprendiendo al instante el pobre don Tiburcio el mal efecto que habían
                        producido sus palabras, para atenuarlo, prosiguió fingiendo buen humor y
                        encaminándose con paso ligero adonde estaban doña Luisa y don Mateo, se
                        encaró con ellos y les dijo:</p>
                    <p><said>—Je, je; ¿no les parece a ustedes que el conde y Clotilde debían
                            casarse?</said></p>
                    <p>Por fortuna, aunque doña Luisa no supo si alegrarse o incomodarse con la
                        salida del buen mayordomo, optó por lo segundo.</p>
                    <p>Al cabo resultó que, sin embargo de haber mostrado unos desagrado y otros
                        extrañeza con las inoportunas bromas de don Tiburcio, a todos agradó
                        sobremanera que se hubiese tratado del asunto.</p>
                    <p>Don Mateo era el menos contento, porque dudaba qué efecto habría producido en
                        el ánimo de su jefe; pero fue quien habló más, y en voz más alta en cuanto
                        vio que el conde, con exquisito tacto y disimulo, proseguía la broma
                        iniciada por don Tiburcio.</p>
                    <p>Clotilde, pensando que algún día debía casarse, y que le era enteramente
                        igual que fuese con el conde o con cualquier otro, quizá debía preferir al
                        conde puesto que, al fin, había llegado a tratarle con más deferencia que a
                        los demás.</p>
                    <p>Por otro lado, doña Luisa pensaba que con nadie mejor podía casarse su hija
                        que con el conde, que era persona de envidiable posición, y unía, a sus
                        intachables prendas de carácter, una gran fortuna y un título
                        respetable.</p>
                    <p>Don Tiburcio había entendido ya que Clotilde no había de permanecer siempre
                        soltera, que el día menos pensado le habrían de entrar, como a todas las
                        jóvenes de su edad, deseos de casarse, y que si iba a ser esposa de algún
                        zote o pelagatos, valía más que lo fuese del señor conde Coveo, persona muy
                        digna, muy rica y que por consiguiente no podía venir atraído por el olor
                        del pico.</p>
                    <p>Hubo frases muy cordiales con motivo de las bromas: nunca fue la conversación
                        más agradable ni más animada que aquella noche: el contento rebosaba en las
                        palabras y en las miradas de todos.</p>
                    <p>A la hora de despedirse formaron todos un grupo tan compacto, tan estrecho, y
                        avanzaban tan unidos todos hacia la escalera, que parecía que les costaba un
                        esfuerzo supremo separarse.</p>
                    <p><said>—Hasta mañana, conde, cuidado con faltar</said>—encargó Clotilde.</p>
                    <p><said>—Ni usted tampoco falte, don Mateo</said> —añadió el mayordomo,
                        estrechando con tal esfuerzo la mano del secretario, que le hizo sentir un
                        cosquilleo desagradable.</p>
                    <p>Luego se cruzaron entre todos muchas frases que excitaban la hilaridad y no
                        pocas despedidas.</p>
                    <p>Doña Luisa volvió a su cuarto recordando las frases del conde que más la
                        había hecho reír, y mientras arrastraba penosamente los pies para andar,
                        decía:</p>
                    <p><said>—¡Ah!, este conde tan alegre me ha sacado de mis casillas; ¡cuánto
                            tiempo hace que por mi enfermedad no he llegado hasta la
                            escalera!</said></p>
                    <p>En tanto, don Mateo y el conde se miraban uno a otro, dentro ya de la
                        carretela, y dándose mutuas palmaditas en los hombros se decían:</p>
                    <p><said>—Maestro querido...</said></p>
                    <p><said>—¡Querido discípulo...!</said></p>
                    <p><said>—Es ya cuestión resuelta.</said></p>
                    <p><said>—¡Oh, sí resuelta: te felicito.</said></p>
                    <p>Y reían nerviosamente.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XII.</head>
                    <head>Un coburgo más</head>
                    <p>¿Qué pasaba una noche, cerca de un mes después, en la elegante morada de los
                        Armández?</p>
                    <p>Aquella casa tan tranquila, tan muda, tan cerrada desde muchos meses antes
                        como para significar su duelo por la falta de salud de su sueña, hallábase
                        la noche a que nos referimos brillante, espléndida, abiertas de par en par
                        todas las ventanas altas de la fachada, por las cuales brotaban raudales de
                        luz que iban a iluminar el frente de las vecinas casas y los sombríos techos
                        de grandes y oscuras tejas de barro cocido.</p>
                    <p>En el balcón que a gran altura recorría toda la fachada de extremo a otro con
                        su baranda y balaustres iluminados a trechos vivamente por la luz que
                        brotaba de los cuadros huecos de las ventanas, había grupos de elegantes
                        mujeres que lucían sus mórbidos cuellos y hombros merced al gran escote de
                        sus trajes de terciopelo, raso y seda de colores varios, y también había
                        grupos de caballeros vestidos de toda etiqueta, y con no menos propiedad que
                        las damas, para la ceremonia a que debían asistir en breve.</p>
                    <p>Ante la puerta de la casa deteníanse sin cesar lujosos carruajes que ya
                        tenían formadas larga fila y entorpecían el libre tránsito de la calle.</p>
                    <p>A lo lejos, iluminado el empedrado como una gran aureola con la luz de sus
                        elevados faroles, ensordeciéndolo todo con el fuerte trotar de sus hermosos
                        caballos canadienses, llamando la atención de los transeúntes con aquel par
                        de lacayos llenos de dorados cordones, sentados en el alto pescante,
                        rígidos, casi inmóviles, majestuosos como un rey en su trono, avanzando,
                        cual pesada mole, venía una hermosa carretela.</p>
                    <p><said>—¡Es él...!, ¡ahí viene...! ¡ya está aquí...!</said> —exclamaron los
                        que estaban en el balcón. Y estas exclamaciones atrajeron hacia aquel lugar
                        mas personas, que se apoyaban un instante en la baranda, registraban
                        febrilmente con la vista un lado y otro de la calle, y repetían
                        contentas:</p>
                    <p><said>—¡Sí, es él...!, ¡ya viene...!, es él!</said></p>
                    <p>Abriéndose paso penosamente por entre los demás coches se detuvo frente a la
                        concurrida casa de los Armández la lujosa carretela.</p>
                    <p>Y bajaron de ella dos caballeros.</p>
                    <p>Entonces quedó el balcón desierto; todos lo abandonaron y se dirigieron al
                        vestíbulo, no pocos bajaron hasta la primera meseta o descanso de la
                        escalera; y así, estacionados aguardaban, como en correcta formación, que
                        subieran los dos personajes que habían entrado.</p>
                    <p>Por fin llegaron: eran el conde y don Mateo.</p>
                    <p>El primero asomó su semblante ancho, de rasgos vulgares, sonrosado y que a
                        pesar de las ligeras sombras que acusaban la reciente labor de la navaja
                        contra los ásperos pelos de la barba, seguían teniendo estrecha semejanza
                        con el de un gran niño llorón.</p>
                    <p>Don Mateo venía más altivo, más orgulloso; su mirada era más despreciativa
                        que de costumbre.</p>
                    <p>Al poner el conde el pie en el primer descanso de la escalera, un anciano
                        nervioso, de pequeño cuerpo, alzando sus brazos temblorosos, los dejó caer
                        sobre el cuello y los hombros del conde, repitiendo con voz medio ahogada
                        por la emoción:</p>
                    <p><said>—Deja, deja que te abrace: he venido tan sólo por tener el
                            gusto.</said></p>
                    <p>Y el conde, entre amoscado y agradecido, pagó su abrazo al expresivo anciano
                        con otro tan cordial que casi lo dejó suspendido un momento en el aire.</p>
                    <p>Esto motivó que los demás quisieran ser no menos afectuosos. Nadie quiso
                        quedarse atrás en mostrarse cariñoso con el señor conde, de suerte que éste
                        casi fue subido, de abrazo en abrazo, hasta el último peldaño de la
                        escalera. Allí le aguardaban, en compacto grupo, todos los demás. Menudeaban
                        entonces los fuertes estrechones de manos: hubo quien, no contentándose con
                        uno, dio hasta media docena de abrazos.</p>
                    <p><said>—¡Te felicito...!, ¡sea enhorabuena...!, ¡amigo, que sea para eterna
                            dicha...!, ¡anda, que en todo has de ser afortunado...!, ¡te llevas la
                            más real hembra de La Habana...!, ¡oh, sí; y también la más buena...!,
                            ¡y la más rica...!</said></p>
                    <p>A estas y otras frases, por el estilo, contestaba el conde con maliciosas
                        sonrisas, severos saludos y guiñados intencionadísimos, según la persona a
                        quien se dirigía.</p>
                    <p>Pero ya estaba sofocado, jadeante; se tenía que estirar a cada paso el cuello
                        y los puños de la camisa para quitarles las arrugas de los abrazos, se
                        pasaba el pañuelo por lo alto del cráneo para evitar que el sudor de la
                        calva le rodase por la frente. ¡Si lo dejarían quieto!</p>
                    <p>Don Mateo, tras el conde, inseparable, inconmovible, estrechando también
                        manos que ávidamente se le tendían, arrojándose en brazos que no se abrían
                        para él sino para su idolatrado compañero, contestando frases que tampoco se
                        le dirigían, defendía mejor su corbata y su cuello gracias a su elevada
                        estatura.</p>
                    <p>Calmada un tanto la efusión de los hombres, pudo abrirse paso entre ellos el
                        conde, y entonces comenzó una segunda serie de felicitaciones por parte de
                        las señoras relegadas a segundo término tras el grupo de hombres sin más
                        razón que la de la debilidad de su sexo: ¡También ellas hubieran querido
                        recibir primeramente al conde; pero los hombres, más fuertes, tomaron la
                        mejor posición!</p>
                    <p>Hubo entonces para el feliz aristócrata graciosas frases y mohines, suaves
                        abanicazos, y no pocos tirones por la manga de la levita, y él lo recibía
                        todo con esa complacencia propia del niño mimado a quien se ha satisfecho
                        comprándole un costoso juguete.</p>
                    <p>Entre aquel hermoso coro femenil, que había logrado dejar a sus espaldas al
                        desatento grupo de los hombres, avanzó el conde hasta la sala.</p>
                    <p>La puerta de un gabinete se abrió. Y todos quedaron como sorprendidos por una
                        repentina y sobrenatural aparición.</p>
                    <p>Clotilde, radiante de belleza, de juventud, de hermosura, con el rostro
                        velado por finísima gasa blanca que no lograba mitigar el brillo de sus
                        grandes ojos negros, ni ocultar el sonrosado color de sus mejillas
                        encendidas por la emoción, coronada de azahares cargados de brillantes que
                        imitaban gotas de rocío, vestida con un túnico de raso bordeado de
                        riquísimos encajes y salpicado de perlas, en verdad que parecía una
                        aparición impalpable, pronta a desvanecerse como esas inmaculadas nubecillas
                        que la brisa deslíe en el espacio azul.</p>
                    <p>El conde, que estaba ya acostumbrado a aprovechar las buenas ocasiones para
                        hacer alguna extravagancia, que luego era comentada por todos y elogiada por
                        la prensa como un rasgo original de su carácter, se adelantó a sus
                        compañeros, se llegó ante Clotilde, e hincando una rodilla en tierra tomó
                        con trágico gesto una de las manos de la joven e imprimió en ella un sonoro
                        beso.</p>
                    <p>Aquella escena inesperada para todos, conmovió algunas almas bonachonas,
                        entusiasmó a otras y causó burlonas risillas en los más; pero estos últimos
                        se guardaron muy bien de mostrar de modo más claro su ironía y secundaron el
                        murmullo de aprobación que se levantó por todos lados de la sala.</p>
                    <p>El único que, ahuecando mucho la voz y con sonsonete de dómine, manifestó con
                        franqueza su opinión en voz alta, fue don Mateo.</p>
                    <p><said>—Es una debilidad</said> —regañaba—, <said>vea usted cómo la pasión
                            turba el buen juicio: no está bien que un hombre como el señor conde
                            quebrante las severas reglas de la etiqueta. También los impulsos del
                            corazón deben contenerse dentro de los límites de la
                        convivencia.</said></p>
                    <p><said>—Oh, don Mateo</said> —le replicó una señora que ya pasaba de los
                        cincuenta, pero que la pintura del rostro, su grueso y sus redondos hombros,
                        brazos y esbelto cuello, daban aún buen aspecto—, <said>es usted muy severo.
                            ¡Si no le ha sido posible contenerse!</said></p>
                    <p><said>—Eso es precisamente lo que yo reprendo, señora</said> —arguyó don
                        Mateo con más dulce entonación de voz—, <said>los hombres de la posición del
                            señor conde deben dominarse. Hay siempre mil ojos puestos sobre él y mil
                            bocas dispuestas a reírse de él.</said></p>
                    <p><said>—Oh, don Mateo, usted exagera, en eso demuestra el conde ser muy
                            sencillo y tener muy buen corazón, en eso se ve que no es de estos
                            hombres orgullosos y que ama de veras a Clotilde.</said></p>
                    <p><said>—Lo que es acerca de eso yo respondo</said> —dijo don Mateo con una
                        sonrisa de suma amabilidad.</p>
                    <p><said>—Ya ve usted, don Mateo</said> —continuó la señora—, <said>y por ahí
                            malas lenguas andan diciendo que el conde se casa con Clotilde por su
                            dinero.</said></p>
                    <p><said>—¡Je!, no lo extraño, esos tunantes no creen que hagamos nada que no
                            sea por interés.</said></p>
                    <p>Eran cerca de las doce: los más curiosos vecinos aún se mantenían firmes en
                        sus balcones contentándose con ser espectadores de aquella boda, ya que, por
                        su categoría, no podían ser acompañantes, a pesar de que la antigua familia
                        de los Armández era amiga de casi todas aquellas otras familias que ocupaban
                        las casas vecinas.</p>
                    <p>De un balcón a otro se sostenía este diálogo:</p>
                    <p><said>—¿Tampoco los convidaron a ustedes?</said></p>
                    <p><said>—Ni falta nos hace.</said></p>
                    <p><said>—¡Como entra en la casa un conde!</said></p>
                    <p><said>—Claro está.</said></p>
                    <p><said>—Estoy segura de que doña Luisa y Clotilde no han sido las que
                            convidaron: son muy buenas; ellas se hubieran acordado de sus
                            amigas.</said></p>
                    <p>En este momento Clotilde entraba en un lujoso coche y tras ella fueron
                        ocupando también los suyos los demás convidados.</p>
                    <p>Cuando el conde volvió a sentarse en los mullidos cojines de su cómoda
                        carretela, procuraba darse exacta cuenta de lo que en aquellos momentos le
                        ocurría. Estaba aturdido; zumbaban en sus oídos mil extraños ruidos y la
                        sangre le golpeaba las sienes. ¿Soñaba o estaba despierto? ¡Apenas hacía
                        seis meses que había llegado de</p>
                    <p>México, sin más bienes que la pobre ropa que vestía, a ocupar el destino
                        vacante por ausencia de don Genaro! ¡Apenas hacía dos meses que había
                        pensado casarse! Una noche vio, en el parquecito de Neptuno, una mujer
                        hermosa, rica, la mujer que buscaba. Otra noche paseábase también por el
                        parquecito; estaba el cielo hermoso, sereno; de pronto cayó un aguacero;
                        Clotilde y don Tiburcio corrieron a refugiarse bajo los soportales cercanos;
                        él les brindó su coche; ellos aceptaron. Algunas noches después fue por
                        primera vez a casa de Clotilde. Continuó diariamente sus visitas. Los amigos
                        le bromeaban mucho por esto. Un día, acompañado de don Mateo, pidió a doña
                        Luisa la mano de Clotilde. Y ahora se veía dentro de su carretela delante de
                        la cual iba la de Clotilde; y ésta con su corona de azahares, su rostro
                        velado, su lujoso vestido blanco lleno de brillantes y perlas que él le
                        había regalado. Y tras de la carretela seguían más coches, muchos coches,
                        dentro de los cuales venían los personajes más distinguidos de La Habana
                        acompañándolo a él, a la catedral, a casarse, es decir, a adquirir una mujer
                        tal como la había soñado aquel día que el sol caldeaba las ventanas de su
                        habitación, enrarecía con su calor la atmósfera del aposento y entibiaba su
                        lecho quitándole la voluntad y energía necesarias para saltar de él.</p>
                    <p><said>—Pero, señor, ¿era el mismo Vicente?, ¡qué Vicente!, ¿estaba loco?
                            Todos los sucesos habían pasado tan rápida y atropelladamente que al
                            meditar sobre ellos sentía los mareos y desvanecimientos del
                            vértigo.</said></p>
                    <p>Pronto desembocaron los coches, que bajaban por la calle de San Ignacio, en
                        la ancha y solitaria plazuela de la catedral, cuyas torres, de oscura
                        piedra, dibujaban su sombría silueta sobre el profundo azul del estrellado
                        cielo.</p>
                    <p>Y en un momento quedaron despejadas las sombras de la vasta plaza con la luz
                        de los faroles de los coches, que no obligados ya, por la estrechez de la
                        calle, a seguir unos tras otros en larga fila, se esparcieron por todas
                        partes disputándose llegar primeramente a la escalinata del templo.</p>
                    <p>El conde Coveo, que iba tan embebido en sus cavilaciones, levantó
                        maquinalmente la cortinilla que tapaba el postigo de detrás del coche para
                        mirar en qué lugar se hallaban:</p>
                    <p><said>—¡Hemos llegado!</said> —exclamó tocando rudamente con el codo a su
                        compañero de viaje.</p>
                    <p>Al lado de la sombría fachada de la iglesia, en el fondo de un pequeño patio,
                        se percibía la claridad de dos cirios de un altar de la capilla oculto tras
                        el cancel, el cual semejaba una gran pantalla, por cuyos cuadrados bordes
                        pasaban haces de rayos luminosos, que se prolongaban sobre el pavimento
                        inundándolo de reflejos amarillentos, lívidos e inquietos.</p>
                    <p>La carretela se había detenido. El conde continuaba mirando hacia afuera. Los
                        altos faroles de la carretela iban a dibujar, sobre la pared de una casa,
                        las columnas y arcos de su portal.</p>
                    <p>Ya iba a recostarse otra vez el señor conde en el mullido rincón de su
                        carruaje, cuando vio, entre la sombra de las columnas y bajo la gran curva
                        del arco del iluminado portal, la agrandada silueta de un hombre andrajoso,
                        apoyado en un largo y nudoso bastón. Aquella negra silueta, cuyos contornos
                        se destacaban distintamente sobre la clara pared y que hería la retina, como
                        candentes alambres de platino, se fue agrandando poco a poco.</p>
                    <p>El bastón se volvió enorme; la mano que lo sostenía inmensa; y la cabeza del
                        mendigo, mal cubierta con un despedazado sombrero, casi llegó a cubrir todo
                        el hueco del arco.</p>
                    <p>Entonces vio el conde cerca de sí la descarnada mano que producía aquella
                        gran sombra y que se le tendía humildemente implorando una limosna.</p>
                    <p>Esta pobre mano amarillenta y fláccida que tan cerca de él veía, y aquella
                        otra negra y monstruosa que se dibujaba allá, le causaron muy mala
                        impresión.</p>
                    <p><said>—Perdone, hermano</said> —contestó de muy mal modo don Mateo, y entre
                        dientes añadió—: <said>¡vaya una plaga, hasta en estas horas nos vienen con
                            sus impertinencias!</said></p>
                    <p>Mas el conde, que pudo verle el semblante, aquel semblante enfermizo,
                        desfigurado por una mal cortada barba blanca, cuando el mendigo se volvió, y
                        le saludó con una mirada respetuosa y llena de melancolía, se
                        estremeció.</p>
                    <p>El feliz aristócrata, al contemplar aquellos harapos desde su lujosa
                        carretela. sintió en su pecho violento escozor, como si los brillantes que
                        adornaban su camisa se hubieran fundido y le quemaran la carne. Más de una
                        vez sintió vehemente deseo de arrancárselos y ponerlos en el hueco de
                        aquella mano empolvada y mugrienta. Si lo hubiera hecho así, habría acallado
                        aquel remordimiento extraño y repentino de su conciencia. ¡Nunca le había
                        conmovido tanto la imagen de la miseria!</p>
                    <p>El mendigo acababa de tenderse en el suelo, en el rincón de las columnas, con
                        la cabeza recostada en sus dos brazos que le servían de almohada.</p>
                    <p>Tal ocurrencia disgustó profundamente al conde. Había visto aquel semblante
                        alguna vez; pero no recordaba cuándo ni dónde. No era aprensión suya: no le
                        quedaba duda; aquella cara tan triste y humilde, tan desfigurada por la
                        miseria, que con su frío hálito todo lo marchita, no le era enteramente
                        desconocida.</p>
                    <p>Mientras pensaba esto el conde, la carretela había llegado ya, no sin alguna
                        dificultad al avanzar por entre los demás coches, a la entrada de la
                        capilla. Bajó el conde del carruaje, dio el brazo a Clotilde, y cruzaron por
                        entre las dos hileras, casi rectas, que habían formado los convidados.
                        Caminaban gozosos, con la cabeza erguida, orgulloso el uno del otro y
                        complacidos de ver la distinguida concurrencia ordenada, respetuosa,
                        seria.</p>
                    <p><said>—¡Bendito sea Dios, qué bien van así; pocos matrimonios habrán tan
                            parejos!</said> —dijo la gruesa señora de más de cincuenta años, de modo
                        que el conde, que a la sazón pasaba frente a ella, lo oyese claramente.</p>
                    <p><said>—Oh, sí; sí, señora: tiene usted razón; me he alegrado que Clotilde
                            haya elegido por esposo al señor conde, es un hombre muy bueno</said> —
                        le contestó don Tiburcio que, olvidado de todos, se había refugiado en un
                        rincón.</p>
                    <p>Traspusieron los novios e! umbral de la capilla y detrás de ellos, a
                        respetuosa distancia, entró el grupo de convidados, entre el cual elevaba su
                        alta estatura, semejando un estandarte, don Mateo, mucho más grave, serio y
                        hueco que de ordinario. Y tenía razón para estarlo; iba a servir de padrino
                        al conde, en la ceremonia nupcial, representando al marqués de Casa-Vetusta,
                        residente en Madrid. ¡De cuánto prestigio se iba revistiendo la personalidad
                        del ex dómine, completamente ignorada y oscura cinco o seis meses antes!</p>
                    <p>Don Tiburcio, casi a la cola, con la cabeza baja, se entretenía en tocar el
                        tambor en el ala de su sombrero, no sabiendo si debía entristecerse o
                        alegrarse con aquel acontecimiento que presenciaba.</p>
                    <p>Y tras de don Tiburcio, aprovechando la escasa claridad del farol del
                        alumbrado público, venía un periodista tomando detallada nota de todo en una
                        ancha libreta.</p>
                    <p>Cuando los novios y los convidados entraron en la capilla, comenzaron a tocar
                        varios violines acompañados por los armoniosos y dulces acordes de una
                        serafina, un bello himno religioso. Era una deferencia que había querido
                        tener el cura con el señor conde, cuya alta posición y títulos también
                        ejercían allí alguna influencia. Y el señor conde pagó esta distinción
                        arrojando trece águilas americanas, que brillaron mucho y sonaron más, sobre
                        la plateada bandejilla, en la ceremonia de las arras.</p>
                    <p>¡Qué mirada tan llena de júbilo avivó los redondos ojillos del sacristán! ¡Y
                        qué inflado estaba don Mateo cuando le pusieron la mano sobre el hombro del
                        conde, su ahijado! ¡Y Clotilde, con cuánta soltura y donaire no ejecutaba
                        cuanto movimiento requería la ceremonia!</p>
                    <p>El conde continuaba presa de aquel aturdimiento semejante al que se sufre
                        después de haber recibido un fuerte almohadazo en la cabeza. Aquel olor a
                        incienso, a cera, a humo de pabilo; aquellas hileras de luces simétricas que
                        vertían tanta claridad; Clotilde, a su lado, ligada a él por una gran cadena
                        de oro y un paño blanco de seda; don Mateo, tieso, grave, con su pechera tan
                        blanca reflejando como una gran cartulina la luz que recibía de las velas.
                        El murmurar del sacerdote en voz grave. Aquella concurrencia silenciosa,
                        recogida, con la vista fija en Clotilde y en él. Aquel incómodo agrecillo
                        húmedo y frío de la medianoche que penetraba a veces por el estrecho hueco
                        de la puerta y el cancel. La campanilla de agudísimo timbre que agitaba el
                        monaguillo. Todo esto le parecía extraño, fantástico, un sueño hermoso que
                        le causaba en su estómago una debilidad muy grande y en su cabeza un
                        aturdimiento insufrible. Y aumentaba tan penosas sensaciones,
                        estremeciéndole a su pesar, el recuerdo de la negra y enorme sombra de
                        aquella mano que había visto dibujada en la plazuela sobre la pared del
                        fondo del soportal; figurábasele volver a ver aquella mano oscureciendo como
                        una gran nube el altar, el sacerdote, a don Mateo, a Clotilde, a la
                        concurrencia. Un sudor frío rodaba por sus sienes y muñecas; un hormigueo
                        agudo le subía de las rodillas adormecidas por su prolongada postración.</p>
                    <p>Cinco minutos más que durase la ceremonia y el grueso cuerpo del conde
                        hubiera rodado por el suelo.</p>
                    <p><said>—Te la doy por esposa, no por esclava</said> —dijo al fin el
                        sacerdote.</p>
                    <p>Afortunadamente concluyó con esto la ceremonia; la música volvió a llenar de
                        graves acordes el recinto; el conde, echando mano a don Mateo por un brazo,
                        logró ponerse de pie. ¡Qué calor!, ¡que estropeo! No hubiera sentido más
                        desfallecimiento el día siguiente de una borrachera o de una gran
                        paliza.</p>
                    <p>Más tenía que sufrir el pobre conde: aún no habían salido de la capilla y
                        llovieron sobre él los espaldarazos, los estrechones de mano, las
                        felicitaciones a cual más extravagante y exagerada. Y él iba y venía de aquí
                        para allá empujado, atraído como una pelota.</p>
                    <p>Hasta el carruaje le acompañó aquella lluvia de demostraciones afectuosas y
                        entusiastas. ¡Ah!, con qué descanso, placer y satis facción cayó en los
                        mullidos cojines de su hermosa carretela; sentía dolor en el espinazo, como
                        si se hubiera partido: nunca le había pesado tanto el abdomen.</p>
                    <p>Clotilde iba a su lado, ¡pero qué había él de atenderla con la tierna
                        solicitud del caso si el infeliz no podía con su alma!</p>
                    <p>Entre tanta balumba, ruido y movimiento le repercutía de extraño modo en el
                        oído la grave voz del sacerdote:</p>
                    <p><said>—Te la doy por esposa...</said></p>
                    <p>Y Clotilde, mientras tanto, por extraña coincidencia creía oír también:</p>
                    <p><said>—No por esclava..., no por esclava.</said></p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIII.</head>
                    <head>Luna de miel</head>
                    <p>De vuelta de la iglesia detúvose otra vez, ante la casa de los Armández, la
                        larga hilera de lujosos coches.</p>
                    <p>El conde, de brazo con Clotilde, seguidos ambos del grupo de hermosas señoras
                        y elegantes caballeros, subieron la ancha escalera de la casa. Doña Luisa,
                        que los esperaba en el vestíbulo sentada en una gran silla poltrona
                        contemplaba con gozo y orgullo aquella avalancha de personas distinguidas
                        que había traído a su casa el matrimonio de su hija y que charlando, riendo,
                        bromeando, unas veces unidos, otras separados, ascendían todos con vivo
                        movimiento.</p>
                    <p>El conde venía emocionado, sus labios estaban agitados por un temblor
                        nervioso, balbuceaba palabras ininteligibles a la hermosísima Clotilde, cuya
                        mirada chispeaba bajo el velo de gasa que le caía en graciosos pliegues
                        desde la magnífica y rica corona de azahares, le ocultaba el rostro y
                        avivaba el color de sus mejillas con la sofocación.</p>
                    <p>Y don Mateo cuidando, con la misma solicitud que un cariñoso hijo, a la
                        gruesa señora que había simpatizado con él, le iba comunicando, en voz baja,
                        sus impresiones.</p>
                    <p>¡Oh, aquella noche era una de ¡as que nunca se borraría de la memoria del
                        bueno de don Mateo! ¡Cuántos triunfos y qué seguidos!, ¡ir con el conde en
                        su hermosa carretela; subir luego a su lado la ancha y magnífica escalera de
                        mármol bañada por la luz de los quinqués; presentarse a la distinguida
                        concurrencia que les acogió con felicitaciones a destajo y recios
                        espaldarazos; después ver salir a Clotilde, aquella mujer que él, nadie más
                        que él había elegido para su antiguo y querido discípulo; luego, en la
                        iglesia, elevado como en un trono sobre las gradas del altar, puesta su mano
                        en el hombro del conde; apadrinándole en representación de uno de los
                        principales personajes en Madrid; verse objeto de la admiración y cariño de
                        todos...! ¡Vamos, adelantaba rápidamente! A seguir de esta manera pronto
                        llegaría a una altura que jamás pudo soñar desde la miserable choza de su
                        pueblo en que desempeñaba su penoso cargo de maestro de escuela.</p>
                    <p>Y mientras así pensaba don Mateo, allá arriba doña Luisa abrazaba derramando
                        lágrimas de ternura a Clotilde y al conde.</p>
                    <p><said>—Hijos míos, vosotros seréis el consuelo de mi vejez; tu porvenir no me
                            importa, tienes ya un esposo digno de ti y que nos ama, que nos
                            ama...</said></p>
                    <p><said>—Calma, calma, señora</said> —aconsejaba don Tiburcio—; <said>usted
                            está algo delicada y no le conviene experimentar vivas
                        emociones.</said></p>
                    <p>Mas no era posible que se atendiese la voz del mayordomo; era demasiada la
                        alegría contenida en todos los pechos. Las mujeres se arrojaron sobre
                        Clotilde, a la cual estrechaban casi hasta ahogarla mirando mientras tanto
                        de reojo al conde. Y de los hombres, ¡no se diga nada!, pues que por no ser
                        menos expresivos arremetieron contra el conde, que quedó sepultado con
                        peligro de asfixiarse entre los fracs y bajo una lluvia de brazos que se
                        alzaban sobre él muy abiertos y ávidos de abrazarlo.</p>
                    <p>Gritos, risas, alguna furtiva lágrima, muchas exclamaciones. Eran, en fin,
                        tantas las demostraciones de alegría; tan vehementes, que llegaron a chocar
                        a don Tiburcio, el cual murmuraba entre dientes:</p>
                    <p><said>—Eso es fingido..., ¡bah!, hombre, fingido...</said></p>
                    <p>Aprovechando el general regocijo, dos jóvenes, con media boca tapada con un
                        pañuelo y otra media muy torcida, iban escurriéndose entre las mujeres y
                        diciéndoles con disimulo:</p>
                    <p><said>—Improvisemos un bailecito..., un bailecito...</said></p>
                    <p>La idea fue acogida con entusiasmo; a poco una muchacha se posesionó del
                        piano.</p>
                    <p><said>—Un rigodón..., un vals..., una danza..., una polka</said> —se le pedía
                        de todos lados de la sala llena ya de gente.</p>
                    <p>Y comenzó el baile con una mazurca que puso en movimiento a la alegre
                        concurrencia.</p>
                    <p><said>—Esto no me parece serio, esto no es propio de un acto en que han
                            tomado parte personas de una posición tan distinguida</said> —regañaba
                        don Mateo paseando su larga estatura entre el grupo de caballeros de más
                        juicio, peso y edad.</p>
                    <p>Don Tiburcio andaba por los rincones dado al diablo. Todo su mal humor y
                        aspereza contenidos largo tiempo le habían vuelto aquella noche.</p>
                    <p><said>—¡Hsbráse visto...!, ¿qué pasa en esta casa...?, ¿no está aún doña
                            Luisa muy enferma...?, ¿y entonces...?</said></p>
                    <p>Con efecto, doña Luisa, con su cara lívida, embutida en su butaca, casi
                        desvanecida con aquel movimiento y balumba que no estaba habituada a
                        presenciar, desde tanto tiempo hacía, aturdida con la bulla que salía de la
                        enorme caja del piano, con los ojos encandilados por el reflejo de tantas
                        luces y los relumbrones de la seda y de las joyas, hacíase fresco con el
                        abanico y sonreía con fingida amabilidad, pues se hallaba sufriendo un
                        malestar indecible que aliviaba oliendo un pañuelo empapado en
                        aguardiente.</p>
                    <p>Y el conde, henchido de felicidad, zalamero, galante, recibiendo sobre su
                        limpia calva los reflejos de las luces, parecía un pavo en torno de Clotilde
                        que acogía sus extraños cumplidos preguntándole con fingido asombro:</p>
                    <p><said>—Pero, conde..., ¿te has vuelto loco?</said></p>
                    <p><said>—Sí, chiquilla; loco de amor, de pasión; eres la más bella condesa que
                            se ha visto jamás; si no fuera porque nos están viendo te tiraba un
                            mordisco en esas mejillas tan frescas como unos melocotones y me las
                            comería en un tris.</said></p>
                    <p><said>«¡Pero, señor</said>—pensaba don Tiburcio, que continuaba muy irritado
                        sin saber a punto fijo por qué—, <said>este hombre no piensa más que en
                            comer!»</said></p>
                    <p>El piano cesó de tocar la mazurca. Algunos bailadores se dirigieron en tropel
                        hacia el conde y Clotilde.</p>
                    <p><said>—Ahora os toca a vosotros</said> —les decían alegremente.</p>
                    <p><said>—Oh, pues no</said> —respondió el conde riendo mucho y disponiéndose a
                        bailar con su esposa. El conde se hallaba en una de esas situaciones en que,
                        sueltas riendas del contento y de la generosidad, se está en aptitud de
                        hacer cualquier cosa con tal de no contradecir ni desairar a nadie.</p>
                    <p>Mas no pudo ser: Clotilde alegó que estaba muy fatigada; y el conde dejó
                        satisfechos a todos con sus amables excusas.</p>
                    <p>Prosiguió el baile. Y cuando se habían bailado dos o tres piezas, púsose de
                        pie en medio de la sala don Mateo, y con aquel desenfado propio del que
                        quiere dar a entender en una reunión que es de casa, hizo que se acercase la
                        concurrencia en torno suyo para comunicarle su importante secreto; y luego
                        que logró atraer a su lado a todos, les dijo con tono y aspavientos
                        gracejos:</p>
                    <p><said>—Chist; doña Luisa y don Tiburcio están muy atareados en el comedor
                            preparándonos una gran mesa con vinos, sorbetes, dulces y algo más
                            sólido Chist; se lo digo a todos ustedes para que no lo sepa
                            nadie.</said></p>
                    <p>El conde se echó a reír como un mentecato con esta ocurrencia de don Mateo;
                        levantóse del asiento, se acercó a su antiguo maestro, y con gesto de actor
                        trágico, lo señaló gritando:</p>
                    <p><said>—¡Viva don Mateo!, ¡es un gran hombre!</said></p>
                    <p>Todos contestaron; y subió de tal punto la alegría, que contagiando a los que
                        hasta entonces habían estado más serios, les hizo comenzar una serie de
                        piruetas a cual más ridículas.</p>
                    <p>Se improvisó un rigodón y después se dirigieron todos al comedor.</p>
                    <p>Éste ofrecía un brillante golpe de vista. La mesa con el blanco mantel, con
                        las servilletas curiosamente rizadas, con la vajilla de la familia de los
                        Armández, alhaja tradicional de grande precio y que no se sacaba a relucir
                        más que en ocasiones tan solemnes como la presente, con fuentes llenas de
                        apetitosos manjares, incitaban a satisfacer las exigencias del estómago,
                        sumamente débil ya en aquellas altas horas de la noche.</p>
                    <p>Todas las señoras fueron ocupando presurosamente sus puestos y los caballeros
                        quedaron en pie tras de ellas sirviéndolas con extremada solicitud, a pesar
                        de que muchos lacayos negros, vestidos de frac, guantes, corbata blanca y
                        camisa de pechera exquisitamente planchada y bordada, atendían también el
                        servicio de la mesa.</p>
                    <p>El conde estaba, aquella noche, chistosísimo: había coleccionado y guardado
                        den su memoria muchos chascarrillos de los que últimamente habían publicado
                        los periódicos, que, ¡fortuna para él!, por falta de hábito, no habían leído
                        la mayor parte de los presentes y podía dárselos como inventados por él o
                        bien como regalo de algún autor español o francés, con quien había trabado
                        estrecha amistad en sus viajes, sus grandes viajes..., imaginarios, por
                        supuesto, como no fueran los de Cádiz a La Habana y de La Habana a
                        México.</p>
                    <p><said>—¡Y cuidado quien no riese!, porque se le acercaba y le repetía dos o
                            tres veces el chascarrillo o la anecdotilla hasta que, de puro
                            embromado, reía el otro como un bendito para quitarse de encima al
                            conde.</said></p>
                    <p>¡Y cuidado quien diese a sospechar que aquellos cuentos habían sido
                        publicados en los periódicos algunos días antes! Don Mateo, que en
                        cuestiones científicas y literarias no podía contener sus resabios de
                        antiguo dómine, indicaba con una erudición pasmosa, por lo disparatada, de
                        qué autor griego o romano debía de haber salido cada uno de los cuentecillos
                        del conde. Pero llegó a entusiasmarse tanto, a medida que comía y bebía, y
                        estuvo tan inconveniente en sus disputas, que irritado el conde le largó con
                        disimulo tan fuerte patada por debajo de la mesa, que el pobre ex dómine
                        quedó sin aliento y curado de volver a determinar la procedencia u origen de
                        los chistes de su querido discípulo. Clotilde reía a más no poder de las
                        gracias de su esposo; y doña Luisa y otras señoras le rogaban por Dios que
                        no continuase haciéndolas reír que les haría daño la cena: ¡por Dios, señor
                        conde, no siga usted! A lo cual accedió al fin el amable conde; pero no
                        porque atendiese las súplicas de su auditorio, sino porque se le había
                        agotado el filón de sus aprendidos chistes.</p>
                    <p>Su buen humor en aquella noche parecía inagotable; tuvo una feliz ocurrencia;
                        desafió a todos a desmenuzar con los dientes los huesos de las
                        aceitunas.</p>
                    <p>Esta ocurrencia produjo gran hilaridad y mayor la produjo luego verse unos a
                        otros afanados inútilmente en triturar los duros y pelados huesos de las
                        aceitunas, lo cual conseguía el conde con la mayor facilidad. Metíase las
                        pequeñas frutillas en la boca, les roía la carne y a poco, con admiración de
                        los presentes, arrojaba en el plato el hueso casi convertido en serrín.</p>
                    <p><said>—¡Qué buen diente..., buen diente!</said> —observaban todos.</p>
                    <p>Y otros, entre ellos el periodista que tomaba notas, sonreíanse
                        maliciosamente, y repetían:</p>
                    <p><said>—Oh, sí, qué buen diente.</said></p>
                    <p>Llegaba la hora de los postres, apenas si quedó quien dejase de brindar por
                        la felicidad de los cónyuges.</p>
                    <p>Vueltos a la sala los convidados, comenzó de nuevo el baile.</p>
                    <p>Algunas horas de estar reunidos, de verse en la iglesia, en la mesa, y en
                        aquella misma sala, daban derecho a los concurrentes a tratarse con mayor
                        familiaridad y confianza: casi todos se entregaron unos en brazos de otros a
                        disfrutar los placeres del baile.</p>
                    <p>Hasta el conde y Clotilde, motivando bromas generales, bailaron dos o tres
                        piezas.</p>
                    <p>Eran cerca de las cinco de la mañana; el teclear de los tocadores, ya
                        fatigados, era más lento, los pasos de los que bailaban eran más torpes; y
                        los rostros languidecían. Por las ventanas del balcón penetraban a ratos
                        frías y húmedas bocanadas, que obligaban a las mujeres a agruparse en los
                        rincones y arroparse con sus mantas de lana y seda. Los hombres se ataban
                        los pañuelos alrededor del cuello, a modo de bufanda, y se alzaban las
                        solapas de la levita para evitar también el contacto de aquella corriente de
                        aire frío, en sus ropas muy sudadas.</p>
                    <p>Por entre las abiertas ventanas veíanse los tejados más oscuros por el
                        constante rocío de la noche y cuyos contornos aparecían, acá y acullá,
                        desvanecidos por la espesa y azulosa neblina, que como inmenso velo, los
                        cubría. A lo lejos veíase la esbelta cupulilla de la iglesia de las
                        Ursulinas destacando su sombría silueta sobre las franjas grises y rosadas
                        que formaban en el cielo las prolongadas y bajas nubes y los primeros
                        levísimos albores del nuevo día.</p>
                    <p>Todos sufrían esa melancolía propia de aquellas horas en que la indecisa
                        claridad que todo lo llena parece marcar con sello triste el término de
                        febriles y pasajeras diversiones de la noche y el principio de las
                        cotidianas y penosas obligaciones del trabajo.</p>
                    <p>Muchos debían salir de allí para encaminarse a la oficina, al bufete, al
                        escritorio. Y con amargura miraban palidecer las luces de las bujías
                        mientras oían también cesar el piano. ¡Todo tan brillante, tan animado, tan
                        bullicioso algunas horas antes; tan lleno de dulces miradas, de
                        palpitaciones de gozo, de emociones agradables, de sonrisas, de lindas
                        bocas; y ahora parecía que aquel frío húmedo de la mañana iba apagando el
                        fuego de las miradas, iba helando las sonrisas, y que al palidecer la luz
                        tornábanse cadavéricos los semblantes!</p>
                    <p>Doña Luisa sentía vehementes deseos de llorar y sólo la contenían las
                        conveniencias sociales.</p>
                    <p>Don Tiburcio, con una mano metida entre el chaleco y la pechera de la camisa,
                        paseábase bajo los arcos del comedor contemplando el desorden de las sillas,
                        las arrugas del mantel de la mesa del festín, los montones de cubiertos, las
                        fuentes, y sentía repugnancia invencible al ver mendrugos de pan, frutas
                        medio mordidas y la grasa cuajada y fría despidiendo un olor acre que dañaba
                        el estómago.</p>
                    <p>Don Mateo, apoyado de codos en una barandilla que caía hacia el patio,
                        pensaba que aquella noche había transcurrido demasiado pronto, que sus
                        triunfos habían sido muy rápidos y de muy corta duración. Hubiera querido
                        gozar más. ¡Ojalá hubiera podido prolongar las horas de aquella noche pasada
                        ya, para no volver jamás! ¡Si por lo menos le fuera dado grabar
                        profundamente en la memoria de los distinguidos personajes cuanto había
                        ocurrido de modo que fuese imposible que olvidasen el más ligero
                        detalle!</p>
                    <p>Sólo el conde y Clotilde estaban gozosos; a veces sus miradas se cruzaban y
                        una sonrisa nerviosa temblaba en sus labios.</p>
                    <p>Llegó ¡a hora de despedirse. Los recién casados abrazaron estrechamente a
                        doña Luisa, que no pudo contener algunas lágrimas, y seguidos de los
                        convidados bajaron al zaguán. Allí fue la definitiva despedida, allí
                        volvieron a repetirse, aunque más lánguidamente, como si una atmósfera
                        pesada y enervante los envolviese a todos, los estrechones de manos, los
                        espaldarazos y las felicitaciones de la noche anterior.</p>
                    <p>El conde y Clotilde subieron a la carretela, y ésta emprendió la marcha.
                        Víctor la llevaba al galope.</p>
                    <p>Y media hora después se hallaban los esposos, sentados muy unidos, con el
                        corazón palpitante de dicha y la mirada henchida de amor, en uno de los más
                        cómodos vagones de ferrocarril de Villanueva. Era ésta una deferencia que la
                        empresa había querido tener con los distinguidos esposos, los cuales iban a
                        pasar su luna de miel en una elegante finca situada a algunas leguas de La
                        Habana.</p>
                    <p>¡Hermosa mañana! el cielo, de purísimo azul en lo alto, hallábase iluminado
                        por el lado de la salida del sol con los rojizos resplandores que el astro
                        lanzaba de lleno sobre la gran masa de nubes acumuladas hacia aquel punto
                        del horizonte limitado por suaves curvas de verde cordillera de colinas. La
                        locomotora, lanzando por su ancha chimenea borbotones de negro humo,
                        avanzaba rápida por entre los cultivados y fértiles campos, cuyas yerbas y
                        árboles lucían de hermosísimo verde lavados por el copioso rocío y
                        refrescados constantemente por ríos y arroyuelos varios de tortuoso curso y
                        de orillas ornadas de juncos, bambúes y palmeras que se balanceaban
                        lentamente con los primeros soplos de la brisa.</p>
                    <p>El conde y su compañera complacíanse en comunicarse las agradables
                        impresiones que en su ánimo producían aquellos paisajes, los cuales se iban
                        sucediendo, como vistas de inmenso estereoscopio, a medida que seguía su
                        marcha veloz el tren.</p>
                    <p>El aire que penetraba por las ventanillas agitaba la cabellera de Clotilde y
                        le quitaba a veces la mantilla que se había echado graciosamente sobre los
                        hombros; entonces el conde extremaba sus solicitudes, cogía con ¡a punta de
                        sus dedos el abrigo, volvía a colocarlo sobre los hombros y cuello de su
                        compañera. Y al sentir entre sus dedos e! contacto de aquellos finísimos
                        cabellos poblados y muy negros; inundábase su alma de un placer desconocido,
                        nuevo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIV.</head>
                    <head>Se trabaja activamente en las oficinas</head>
                    <p><said>—¿Y los títulos de la deuda?, ¿se avino don Manuel?</said></p>
                    <p><said>—Costó trabajo, mas se logró al fin.</said></p>
                    <p><said>—¿Y la colecta para la estatua de Colón?</said></p>
                    <p><said>—Han ingresado mil trescientos pesos en caja.</said></p>
                    <p><said>—¿Y la gratificación del periodista?</said></p>
                    <p><said>—Se conformó con la mitad..., ¡no decía yo!</said></p>
                    <p><said>—¿Y el pagaré de los garbanzos?</said></p>
                    <p><said>—Ya convencí al coronel de que no era cuenta nuestra si estaban o no
                            llenos de bicho; la tropa los ha comido... y no ha reclamado.</said></p>
                    <p><said>—¿Y lo del expediente sobre aquella multa?</said></p>
                    <p><said>—Quedó redondeado ya: nuestra parte, como denunciadores, vendrá a ser
                            unos diez mil y pico de duros.</said></p>
                    <p>Estas preguntas hacía, unos quince días después, vuelto ya del campo y
                        sentado cómodamente ante su gran mesa de despacho, el excelentísimo señor
                        conde Coveo a su, fidelísimo secretario don Mateo, el cual contestaba
                        satisfactoriamente, pues su jefe sonreía contento.</p>
                    <p>Y tras esas preguntas vinieron otras tantas que no pudo contestar el
                        secretario con igual acierto, a juzgar por la actitud y semblante de su
                        jefe, que unas veces fruncía mucho el entrecejo y otras balbuceaba
                        incoherentes palabras y daba fuertes puñadas sobre la mesa. Concluido el
                        interrogatorio quedó el conde muy pensativo. ¡Venir después de tantos días
                        de holganza a aquella oficina cuyos asuntos maldito lo que le importaban si
                        no producían mucho y pronto! Comenzaba a sentirse otra vez hastiado. Todo lo
                        tenía, riquezas, honores, influencias, una mujer hermosísima; y sin embargo
                        no estaba satisfecho.</p>
                    <p>La antesala del despacho estaba llena de gente que solicitaba audiencia;
                        pero, como primer día, pretextando tener mucho que hacer, había dado órdenes
                        para que no se dejase entrar a nadie.</p>
                    <p>Una vez se dirigió a la mamparilla que separaba su despacho de la antesala y
                        tuvo deseos de abrirla con objeto de ver si lograba disipar su mal humor
                        oyendo a tanto pretendiente; mas enseguida se apartó de allí; pensó que lo
                        probable sería que le aburriese tanta charla. Sentóse en un sillón muy
                        cómodo y estuvo gesticulando a medida que hablaba mentalmente.</p>
                    <p>Y animándose algo más, comenzó a decir en voz alta:</p>
                    <p><said>—¡Eso es todo, sí...!, los muy bribones de don Genaro y el marqués de
                            Casa-Vetusta se están allá, en Madrid, muy tranquilos gozándose su
                            dinero, codeándose con los hombres más importantes de la gobernación, en
                            banquetes y reuniones, dándose mucho tono, tomando cómodamente su parte
                            de ganancias, y mientras tanto yo me estoy aquí comprometiendo y
                            trabajando como un burro para enriquecerlos a ellos y darles recursos y
                            prestigio..., esto no puede durar así..., vamos muy mal..., muy
                            mal...</said></p>
                    <p>Quedó un instante mudo; luego se levantó bruscamente, abrió los brazos, los
                        alzó con rabia, suspiró y repitió dos o tres veces:</p>
                    <p><said>—¡Maldita tierra..., ganas tengo de salir de ella para no volver
                            jamás..., jamás...</said></p>
                    <p>Agitó con fuerza la campanilla con distintas combinaciones de toques y a
                        medida que éstos concluían, iban apareciendo, como si brotasen de la tierra,
                        don Mateo, el ujier, Domingo y González, el antiguo dueño del León
                        Nacional.</p>
                    <p>Todos significaron el inmenso placer que tenían de volver a ver entre ellos a
                        su querido jefe.</p>
                    <p>El conde les agradeció sus cumplidos, les rogó que se acercaran a su lado y
                        comenzó a decirles:</p>
                    <p><said>—Siempre me habéis sido fieles, queridos compañeros, y aunque, como es
                            natural hemos reñido a veces, esto, lejos de debilitar, ha contribuido a
                            aumentar nuestro cariño. Desde hoy pienso imprimir gran actividad a mis
                            negocios; quiero concluir pronto; ya estoy viejo..., cansado, he sufrido
                            muchos disgustos...</said></p>
                    <p><said>—Oh, eso no, querido discípulo</said> —interrumpió don Mateo.</p>
                    <p>Y el conde, fingiendo una triste sonrisa, continuó:</p>
                    <p><said>—Sí, señores, sí, estoy viejo y sobre todo muy disgustado: quiero
                            reunir mis últimas fuerzas para poder retirarme pronto a descansar, a
                            pasar tranquilamente el resto de mis días, lejos de esta tierra donde
                            hay tanta gente ingrata y quisquillosa.</said></p>
                    <p>Domingo, el ujier y el ex posadero se sentían muy conmovidos; casi tenían
                        ganas de llorar. Aquel extraño modo de hablar del conde les parecía una
                        oración fúnebre cantada sobre la tumba de la buena fortuna de que venían
                        disfrutando buen tiempo hacía.</p>
                    <p><said>—Pero necesito que me ayudéis</said> —añadió el conde—, <said>necesito
                            también comunicaros actividad; dad desde ahora mismo rápido curso a los
                            buenos asuntos y no os ocupéis de los malos. Todos vosotros me sois
                            necesarios, por eso os hablo así: no os pesará.</said></p>
                    <p>El ujier oyó la última parte de este discurso con una fruición inefable:
                            <said>«¡También él era necesario al conde, vaya pues, mucho me
                            alegro!»</said> pensaba.</p>
                    <p>A una señal se retiraron Domingo, el ujier, y González, el ex posadero. El
                        conde se sentó en su despacho, hizo sentar a su secretario frente de él, y
                        le dictó varias cartas para don Genaro, el marqués de Casa-Vetusta y otras
                        personas residentes en Madrid, recomendándoles rapidez en la terminación de
                        los negocios.</p>
                    <p>Parecía que el conde había sido acometido por una alta fiebre de actividad.
                        Estaba violento, agitado; registraba con premura los papeles, cajones,
                        armarios y los rincones del despacho; subía, bajaba las escaleras; salía de
                        una oficina, entraba en otra; hablaba aquí, gesticulaba allá, sonreía, a
                        veces pateaba con impaciencia, daba órdenes, celebraba, regañaba; y en menos
                        de una hora, como si hubiera esparcido un fluido magnético por todas partes,
                        puso en conmoción las oficinas. Todo el mundo trabajaba; las plumas no
                        cesaban de rasguñar pliegos y más pliegos de papel y de ir dismi nuyendo el
                        nivel de la tinta de los tinteros. Se escribía de una manera espantosa.</p>
                    <p><said>—¡Ya ha habido bastante huelga! ¡quince días!, ¡bien que habrá andado
                            todo por aquí, si no hubiera tenido compensación con la dote de Clotilde
                            habría quedado habilitado!</said> —murmuró el conde al entrar en su
                        despacho.</p>
                    <p>En la antesala había sordo rumor de voces y se distinguía entre todas una de
                        agudo timbre, incómoda y maldiciente contra aquella espera de tantas horas
                        sin que el señor jefe tuviese a bien darles audiencia.</p>
                    <p><said>—Eh, qué insolencia</said> —exclamó irritado el conde al oír el
                        clamoreo.</p>
                    <p>Y dando una manotada en el timbre lo hizo sonar con fuerza.</p>
                    <p>El ujier entró</p>
                    <p><said>—¡A ver, vaya usted inmediatamente a decir a ese señor que si no puede
                            aguardar, que se retire, que aquí mando yo y que se ande con cuidado...!
                            ¡Habráse visto picaros!, ¿estará aquí uno para hacer lo que a ellos se
                            les antoje?, ¡pues no faltaba más!</said></p>
                    <p>Y el ujier, más prudente que su jefe, rogó a los descontentos que esperaran
                        un poco más porque su excelencia se hallaba muy ocupado sacando unas cuentas
                        que tenía que entregar enseguida.</p>
                    <p><said>—Su excelencia no es como otros, ¿eh?</said> —aseguraba el oficioso
                        ujier—, <said> que no entregan las cuentas; él quiere siempre las cosas
                            claras y el chocolate espeso.</said></p>
                    <p>Mas aquel día no fue posible al señor conde dar audiencia. Realmente estaba
                        muy ocupado. Era un afán incesante de remover legajos, buscar papeles,
                        registrar cajones, abrir armarios como si quisiera recuperar, en pocas
                        horas, el tiempo perdido durante su luna de miel.</p>
                    <p>Sudaba, se mordía los labios y las uñas; leía con avidez suma cuanto papel
                        caía en sus manos, otros los despedazaba y los arrojaba a un rincón y los
                        más volvíalos presto a los armarios.</p>
                    <p>Don Mateo creyó que aquel día iba a gastarse las piernas. A cada momento le
                        llamaba su jefe, le hacía gestos, le daba terminantes órdenes y el pobre
                        secretario tenía que salir disparado escaleras arriba o escaleras abajo a
                        hacer cumplimentar la voluntad del conde. Inaugurábase en las oficinas un
                        período de actividad inusitada; no era costumbre por allí trabajar de
                        aquella suerte. Algunos tomaban esta variación como síntomas de próximo
                        cambio de ministerio; y los más, acusaban a su jefe de que los haría
                        reventar en provecho suyo exclusivamente.</p>
                    <p>Pero también él trabajaba con constancia y asiduidad; habíase tornado un
                        empleado modelo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XV.</head>
                    <head>El festín de Baltasar</head>
                    <p>Más que comidas eran diarios festines los que se celebraban en la antigua
                        casa de los Armández.</p>
                    <p>Todo lo habían trastornado, entre el conde, Clotilde y don Mateo, en aquella
                        casa antes tan tranquila. Ahora, su dueña, doña Luisa, encerrada en un
                        rincón de su cuarto regañaba sordamente contra aquel lujo y aquella algazara
                        exterior costeada, casi a la fuerza, por ella ¡que no la podía
                        disfrutar!</p>
                    <p>Don Tiburcio era el único que no había alterado en nada su carácter; aquel
                        entusiasmo que había tenido por el señor conde, un tanto frío y despegado
                        para con él, desde la noche de la boda, había cesado ya, puesto que también
                        cesó el amable trato y la distinción con que el señor conde y su secretario
                        supieron atraerle y hasta sacarle de sus casillas.</p>
                    <p>Ya nadie se ocupaba de él; ni él tampoco se ocupaba de nadie: había vuelto a
                        su antiguo mutismo y reserva. Guardaba un resentimiento amargo y profundo a
                        Clotilde, a quien había amado como una hija y que ya ni siquiera se dignaba
                        hablarle. Todo su afecto se había reconcentrado en doña Luisa. Y al verla
                        irse consumiendo de día en día, presenciando las brillantes fiestas que en
                        su casa se celebraban y oyendo el rumor de los festines diarios sin exhalar,
                        la pobre, por delicadeza, una queja, sentíase el mayordomo poseído de santa
                        indignación y con bríos para tomar unas disciplinas y arrojar, como arrojó
                        Jesús a los mercaderes del templo, a todos aquellos señorones que iban a
                        engordar adulando al conde y a costa de aquella infeliz señora arrinconada,
                        enferma, a quien ni siquiera de vista conocían.</p>
                    <p>La casa estaba trastornada y el dinero que se iba gastando en estos lujos
                        traía muy atribulado al fiel mayordomo. El cocinero sólo, contrataos en
                        París por el señor conde, que había logrado convencer a doña Luisa que lo
                        primero y más esencial en esta vida, para conservar la salud, era comer
                        bien, disfrutaba de un sueldo que envidiaban algunos infelices oficiales
                        quintos que se rompían los pulmones escribiendo de la mañana a la noche,
                        enmendando faltas de ortografía y poniendo en mejor forma los borradores que
                        les entregaban sus jefes.</p>
                    <p>Desde las dos de la tarde todo era movimiento, ruido y cumplir órdenes del
                        severo y sabio jefe de la amplia cocina de la casa de los Armández. Sobre
                        las largas mesas de mármol veíanse las viandas hermosas, escogidas y
                        agrupadas en riguroso orden. Allá, bajo una llave plateada, que llenaba un
                        gran lebrillo de barro vidriado con su potente chorro de agua cristalina y
                        fresca, veíanse colear, atados por las agallas, racimos de cabrillas, pargos
                        y otros peces de codiciada carne. Las tapas de las cacerolas y marmitas
                        puestas en rectas hileras retemblaban con el vapor oloroso y excitante de
                        las salsas cargadas de especias. Los galopines retorcían el pescuezo y
                        desplumaban sin compasión codornices, guineas y palomas; luego les abrían la
                        blanca y gorda pechuga, les embutían en ellas las patas y las zambullían en
                        una gran cacerola donde hervía el agua a borbotones.</p>
                    <p>Y el cocinero parisiense, con su abdomen muy abultado y cubierto por largo y
                        limpio delantal, provisto de una cucharilla de plata y de un tridente,
                        destapaba cazuelas, probaba salsas, volvíalas a probar, quedábase pensativo
                        un gran rato con las manos apoyadas en su grasienta barba, y al fin,
                        aprobaba o desaprobaba regañando o celebrando a sus subordinados que le
                        escuchaban y obedecían como a un oráculo.</p>
                    <p>En el fondo de la cocina, en una alacena abierta de par en par lucían,
                        alumbrados por los oblicuos rayos del sol, que en haces rojizos y dorados
                        penetraban por una alta ventanilla, mil aparatos e instrumentos de rarísima
                        forma, destinados todos a desmenuzar viandas, a preparar las carnes, a
                        cortar las masas, a moldear las pastas y a otras mil cosas más que
                        constituían la secreta ciencia de satisfacer el paladar y abultar el
                        estómago con completo olvido de las apoplejías fulminantes y otras
                        zarandajas por el estilo.</p>
                    <p>A eso de las siete de la noche iban saliendo de aquella cocina, por su turno,
                        y sin que ocurriese el más leve desorden ni la menor alteración, grandes
                        fuentes adornadas con perfecta simetría y con arreglo a las más severas
                        reglas del arte culinario. Luego eran puestas en un torno ascendente y
                        seguidas con avidez, en su majestuosa subida, por las miradas del jefe de
                        cocina, cocineros y galopines. En el piso alto recibíanlas los sirvientes y,
                        con el mismo cuidado que pudiera hacerlo una nodriza con un recién nacido,
                        los trasladaban al comedor donde estaba la gran mesa de veinte o más
                        cubiertos. El conde era partidario del servicio de comida a la rusa, porque
                        así comía con más despacio y calma; pero en esto había muchos que le
                        contradijesen, por ejemplo, el señor canónigo Pérez, convidado perpetuo, el
                        cual opinaba que nada más hermoso y saludable que una mesa completa de
                        manjares, que así lucían mucho más y hasta parecía introducirse la comida
                        por los ojos; también opinaban como el señor canónigo, el magistrado T...,
                        el señor coronel A... y el periodista H..., otros concurrentes por extremo
                        puntuales. ¡No en balde decía luego el señor conde con altivez y en muy alta
                        voz, que de sus festines participaban la iglesia, la milicia, la justicia y
                        la prensa!</p>
                    <p>En la mesa, se sentaba Clotilde frente a su esposo y al lado del señor
                        canónigo, el cual la miraba tan paternalmente y con tanta ternura, en cuanto
                        llegaba la hora de los postres, que casi sentía rodar por sus mejillas rojas
                        y mofletudas grandes y ardientes lágrimas.</p>
                    <p>Los demás convidados se sentaban a su gusto y pasaban la comida charlando y
                        dándose tono unos con otros; ora contando sus viajes, sus aventuras, sus
                        servicios; ora recitando trozos de versos y prosa de autores célebres,
                        malamente aprendidos por la mañana con el buen propósito de dejar bizco, por
                        lo menos, al compañero que le tocase al lado.</p>
                    <p>Era una perpetua emulación: todos querían deslumbrarse mutuamente; y al fin
                        consiguieron estrechar tanto su amistad o extremar tanto sus odios, que la
                        mesa se convertía, algunos días, en una verdadera Babel donde, a cada paso,
                        se promovían disgustos y cuestiones apenas contenidos por el respeto debido
                        a la casa y al excelentísimo señor conde Coveo.</p>
                    <p>El canónigo y el magistrado, de cuyo superior talento, después del señor
                        conde, nadie se atrevía a dudar, sonreían con la placidez y gusto del
                        maestro que ve defender con tesón a sus discípulos, y como las han
                        aprendido, las lecciones que tantos malos ratos les ha costado
                        enseñarles.</p>
                    <p>Con ellos nadie se atrevía a discutir, ni menos a refutar la resolución
                        definitiva que daban a las cuestiones, porque se les elegía árbitros
                        supremos. Eso sí, consultando ellos, primero, al señor conde, el cual, sin
                        decir palabra, sonreía unas veces, arrugaba otras el entrecejo, y cuando
                        más, balbuceaba:</p>
                    <p><said>—Oh, sí, me adhiero a lo que opina usted, señor canónigo; estoy de
                            acuerdo con usted, señor magistrado; me gusta su opinión, señor
                            periodista...</said></p>
                    <p>Don Mateo, despechado porque ya no se contaba con él, a pesar de haber sido
                        el antiguo maestro del señor conde, de aquella eminencia que no abría la
                        boca más que para decir disparates y que sin embargo sus opiniones eran
                        acatadas por todos, era el único que se atrevía a protestar interponiendo su
                        veto a las resoluciones del canónigo o del señor magistrado. Pero salía
                        malparado, porque éste le contestaba siempre con desabrimiento: <said>—¡Bah,
                            bah, bah!</said></p>
                    <p>El canónigo, por su parte, con aquella cara ancha rebosante de salud, y por
                        cuyos poros parecía que iba a saltársele la sangre, miraba de arriba abajo
                        la alta y escuálida estampa del ex dómine y con gesto de compasión y de
                        cólera a un tiempo, le decía:</p>
                    <p><said>—¡Cállese, hermano, usted no entiende de eso!</said></p>
                    <p>Y de seguida le soltaba en latín un largo párrafo del evangelio de San Lucas
                        o San Marcos que maldita la relación que tenía con el asunto, pero que
                        lograba convencer a don Mateo, el cual humillado confesaba: <said>—Oh, lo
                            que es citándome autores latinos no digo que no; reconozco que es su
                            reverencia muy versado en eso, señor canónigo.</said></p>
                    <p>Entonces el canónigo se levantaba, daba dos o tres manotazos en los hombros
                        de don Mateo, sonreía beatíficamente, y entre la expectación general de los
                        comensales se gozaba de sus triunfos sobre el ex dómine, repitiendo.</p>
                    <p><said>—¡Qué tal!, ¿capitula, eh?, ¿ya ustedes lo ven?</said></p>
                    <p>Era un sainete que se repetía casi diariamente.</p>
                    <p>Clotilde solía aburrirse; pero sentía halagaos su vanidad al ocupar un puesto
                        entre tantos hombres sabios cuyos nombres veía estampados siempre con elogio
                        en los periódicos adictos al gobierno, y con bromas y censuras en los de
                        oposición.</p>
                    <p>Una tarde el periodista y el coronel tuvieron la humorada de pedir que se
                        convidaran algunas señoras; de esa suerte serían menos monótonas y más
                        agradables aquellas íntimas reuniones,</p>
                    <p><said>—¿Cómo se entiende?</said></p>
                    <p><said>—¡Eso no es serio, eso no está en armonía con las cuestiones que aquí
                            discutimos!</said></p>
                    <p><said>—¡Mujeres entre nosotros!</said></p>
                    <p><said>—¡Disparate!</said></p>
                    <p>Murmuraron el canónigo y el magistrado henchidos de santa indignación.</p>
                    <p>Los proponentes insistieron deseando quitar escrúpulos a aquellos gruesos
                        señores, y por cierto que no pocos habían acogido con júbilo la proposición.
                        Pero nada lograron.</p>
                    <p>Don Tiburcio, triste y casi olvidado, no se sentaba ya en la mesa, cansado de
                        recibir desaires, sino que comía fuera y luego volvía a acompañar a doña
                        Luisa y a enterarla de sus asuntos, esto es, los del azúcar, base de su
                        principal riqueza, que por cierto iban muy mal. La pobre señora temía morir
                        sola, cualquier día, a la hora de comer o de almorzar, porque ocupados
                        Clotilde y el conde en atender a los convidados, la abandonaban durante dos
                        o tres horas. Clotilde se hubiera llegado al cuarto con frecuencia; pero ya
                        su señor esposo le había advertido, con desabrimiento, que eso era faltar a
                        la etiqueta. Después de comer paseábanse algunos convidados fumando
                        magníficos tabacos, que pródigamente repartía un rico tabaquero, comensal
                        también del conde, por los anchos corredores de la casa. Y otros, pocos,
                        entre ellos el magistrado, el canónigo, el coronel, el tabaquero y el
                        periodista, se sentaban en grandes sillones ante las anchas ventanas que
                        caían al balcón.</p>
                    <p>A lo lejos, alzábase sombría, entre una aureola de <seg rend="italic"
                            >nimbus</seg>, con sus contornos iluminados fuertemente por el astro de
                        la noche, la cupulilla de la iglesia de las Ursulinas. Contemplaban la luna
                        aquellos señores, con ese sentimiento de melancolía que se apodera del ser
                        más insensible ante aquel sublime espectáculo de la naturaleza, melancolía
                        muy aumentada en ellos por esa profunda ternura que suelen sentir los
                        glotones después de una abundante comida rociada, a menudo, con grandes
                        tragos de exquisitos y diferentes vinos.</p>
                    <p>Así dejaban trascurrir largas horas reunidos ante aquella ventaja, por la que
                        entraba tanto fresco, gozando como unos benditos en ir viendo cómo la luna
                        disminuía de tamaño al ascender poco a poco, mudos, soñolientos, sin
                        comunicarse sus ideas, como hombres que no necesitan hablar palabra para que
                        se reconozca su sabiduría, pues ya tienen dada harta prueba de ello.</p>
                    <p>En ocasiones tras del grupo de señores comenzaba a tocar Clotilde una música
                        triste, dulce, poco ruidosa, que gustaba con predilección a doña Luisa. Y el
                        canónigo, más tierno que los demás, bien fuera por efecto de su repleto
                        estómago o conmovido ánimo, se llevaba el pañuelo a los ojos para secarse
                        las lágrimas.</p>
                    <p>A eso de las diez y media, hora en que ya se habían retirado casi todos,
                        organizábanse partidas de barajas y tresillo; y hasta muy pasada la
                        medianoche oía desde su cuarto la enferma doña Luisa, muy nerviosa y sin
                        poder conciliar tranquilo sueño, el ruido seco de las piececilias de marfil,
                        el murmullo de las conversaciones en voz baja, las risas ahogadas, las
                        exclamaciones de los jugadores y la voz del señor canónigo, voz gruesa, de
                        bajo profundo, que resonaba en el silencio de la noche y la quietud que
                        reinaba como graves notas de un órgano de la iglesia.</p>
                    <p>Cerca de la madrugada se despedían dándose palmadas en los hombros unos a
                        otros, recomendándose mutuamente no faltar la siguiente noche.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVI.</head>
                    <head>Afanes del señor conde</head>
                    <p>Por estos días crecía más y más la actividad en las oficinas.</p>
                    <p>El conde continuaba con su fiebre de trabajo. Había suprimido las horas de
                        audiencia: no quería ya sentarse en aquel butacón a oír, paciente o
                        impacientemente, como todo un arzobispo, las quejas o pretensiones del
                        público. Faltábale tiempo para echar firmas y medias firmas y poner al
                        margen o al pie de los pliegos escritos notitas que sólo entendían don
                        Mateo, Domingo, González y él.</p>
                    <p>Si alguno venía a hablarle, al verle tan atareado, hablaba poco, o no hablaba
                        nada, por temor de interrumpirle, y se marchaba convencido de que el señor
                        conde trabajaba.</p>
                    <p>Los subalternos, incluso don Mateo, estaban dándose a todos los diablos. A su
                        excelencia, el señor conde, le llamaban en voz baja majadero, exigente,
                        inconsiderado, le sacaban décimas burlescas, le caricaturaban con creyón por
                        las paredes y le hacían cosas peores que éstas.</p>
                    <p>Pero él no cejaba; se había propuesto ser activo, trabajar mucho para ganar
                        más y a fe que lo iba consiguiendo.</p>
                    <p>Todos los días salía de su oficina con la cara rebosante de júbilo; verdad
                        que había sudado mucho trabajando; pero jamás vio nadie mejor retribuidos
                        sus afanes. ¡Así bien podía sudar!</p>
                    <p><said>—Esta semana ha sido buena</said> —decía el señor conde a su secretario
                        los sábados, días en que su contento le permitía dar un par de horas de
                        audiencia.</p>
                    <p>Don Mateo rabiaba cada vez que el conde le decía esto; porque para él iban
                        siendo las semanas cada vez peores, ¡como que el conde le echaba la carga
                        más penosa y se concentraba él a anotar y echar rúbrica tras rúbrica!</p>
                    <p>El pobre ex dómine se iba doblando como un arco: estaba convencido de que,
                        como no le parase al conde aquella fiebre de actividad, que tan de súbito le
                        había acometido, iba a fallecer el mejor día sobre su misma mesa de
                        despacho.</p>
                    <p>Y allá abajo, en las oficinas del entresuelo, también Domingo el ex botero y
                        González, el ex posadero, se pasaban el tiempo rompiendo cada cinco minutos
                        un par de plumas y rasgando pliegos tras pliegos por querer escribir ambos
                        de prisa: el primero apoyaba la pluma a modo de remo y el segundo a guisa de
                        trinchante. ¡Sin embargo, sus garabatos solían leerse con facilidad!</p>
                    <p>El faetón del conde le esperaba todos los días en las puertas de las
                        oficinas. Y a las tres, hora en que cerraba su despacho, lo llevaba a los
                        baños de mar, pues, por entonces, corrían los meses de verano. Después se
                        iba a comer a casa de doña Luisa, donde le aguardaba, sentada en un cómodo
                        sillón frente a la escalera, su bella esposa. Y también sentados, haciendo
                        la corte a la joven, se estaban allí, hasta que él llegaba, los demás amigos
                        convidados a su mesa: el señor canónigo en primer término; luego el coronel,
                        el tabaquero; el magistrado y el periodista.</p>
                    <p>Esta vida, dados el carácter del conde y de Clotilde, tenía para ellas
                        grandes atractivos: eran esposos y no lo eran; sin que esto quiera decir que
                        faltasen en modo alguno a la fe conyugal. A Clotilde le era indiferente
                        todo, como no fuera su hermosura y elegancia, de nada más se cuidaba. Estaba
                        contenta y satisfecha: todos la celebraban; mirábase ella sonriente en el
                        espejo, se convencía de que tenían razón, y se henchía de gozo. El conde le
                        regalaba vestidos, encajes, abanicos y joyas que costaban un dineral. Alguna
                        noche, en que se hallaba algo más aliviada de sus padecimientos doña Luisa,
                        salían ambos esposos en la cómoda carretela blasonada a recorrer las
                        tiendas, las casas de las modistas, las quincallerías y platerías; comprando
                        y encargando en todas partes lo más caro y lo mejor, que con una generosidad
                        inagotable, pagaba, de contado, el señor conde, sin que se le viera
                        desplegar sus labios, una sola vez para regatear. Después iban al teatro, a
                        Tacón, a la ópera. El conde sentía placer inefable cada vez que su gran
                        carretela se detenía en el pórtico de aquel teatro, el cual le recordaba uno
                        de sus mayores triunfos oratorios. Sólo le causaba extraña impresión un
                        mendigo, siempre de pie, arrimado a una columna, con los dedos de la mano
                        unidos, y dispuestos siempre a recoger la limosna que entre ellos se
                        depositase. ¿Por qué no ¡o quitaban de allí?, ¿por qué le causaba tan mal
                        efecto? Aquel mendigo era como una sombra negra que apenas lograba disipar
                        el brillo de los altos faroles de su coche; pero sus dos hermosos caballos;
                        sus dos lacayos sentados en alto pescante sobre los abrigos que lucían tres
                        hileras de pulidos botones dorados; su esposa sentada de medio lado,
                        erguida, para que resaltase mejor su busto escultural; las dos nutridas
                        filas de personas por entre las cuales pasaba saludando y levantando
                        murmullos de admiración; las herraduras de los inquietos corceles repicando
                        sobre el granito del empedrado; el subir aquellas escaleras de mármol en
                        cuyo primer tramo se veía, en un limpio espejo, su grueso cuerpo unido al
                        esbelto de Clotilde; el abrir el palco y entrar en él a media función
                        llamando la atención de todo el mundo, lograban, al cabo, quitarle aquel mal
                        efecto que sin que pudiera explicarse la causa le producía en su ánimo, la
                        presencia de aquel mendigo anciano.</p>
                    <p>En su palco sólo se ocupaba de sí mismo, orgulloso de ser el blanco de las
                        generales miradas.</p>
                    <p>Y como fuese temporada de ópera francesa era de verse al conde con la cara
                        vuelta al escenario y la mano puesta tras de la oreja para recoger los
                        sonidos, riéndose a carcajadas, aunque no viniese a cuento, para dar a
                        entender que se hallaba muy familiarizado con el idioma.</p>
                    <p>En los entreactos era invadido el palco por los amigos del conde y los
                        admiradores de Clotilde, quienes, para decir la menor palabra a la bella
                        condesa, ensayaban gestos que cualquiera, viéndolos desde lejos, podía tomar
                        por asiduos galanteos.</p>
                    <p>Algunos la galanteaban de veras; pero Clotilde, aunque hacía más graciosos
                        mimos para realzar con ellos sus naturales gracias, una vez que volvían las
                        espaldas sus galanteadores no se ocupaba más de ellos como no fuese para
                        pensar que eran harto empalagosos.</p>
                    <p>Tales eran las ocupaciones del conde, por esta época. Se hallaba contento.
                        Sólo tenía una tenaz y secreta preocupación, a juzgar por algunas
                        involuntarias exclamaciones de fastidio.</p>
                    <p>Su ambición no se hallaba coimada. Teníalo ocupado un gran proyecto, a cuya
                        breve realización tenía consagradas todas sus facultades.</p>
                    <p>De noche, cuando regresaba del teatro, o a la madrugada, cuando concluía de
                        jugar el tresillo, encerrábase en su cuarto, descolgaba de la pared un gran
                        cuadro de marco dorado, poníalo sobre una mesa, graduaba la luz de una
                        lámpara y con los codos apoyados en la tabla, miraba atentamente la lámina
                        del cuadro: era el plano de un palacio de irreprochable arquitectura. De
                        esta suerte pasábase horas y horas golpeándose a ratos la cabeza y sacando
                        cálculos con los dedos.</p>
                    <p>Un general, la víspera de dar una batalla en que se decidiese la suerte de
                        todo su ejército, no estaba con más atención ni estudiaba sus planes con más
                        minuciosidad, como el conde estudiaba el dibujo del cuadro.</p>
                    <p>A veces se entusiasmaba tanto que parecía un lunático:</p>
                    <p><said>—Su magna fachada...; sus habitaciones interiores tapizadas y adornadas
                            con estatuas de bronce..., sí, de bronce, magnífico metal; sus
                            escaleras; luego los balcones... Allá, abajo, el jardín rodeado de
                            frescos arroyuelos...! Será encantador..., nada sabrá Clotilde. La
                            llevaré allá, ¡qué remedio!, la pasearé por todas partes; y luego,
                            cuando esté más entusiasmada le diré, es tuyo: ¡oh, un cuento de hadas!,
                            ¡bien pensaba yo que llegaría a ser algo!</said></p>
                    <p>Con estas frases dichas en voz alta y con animación creciente terminaba, en
                        ocasiones, el examen del conde, que sonriendo volvía a colgar el cuadro y se
                        acostaba en su lecho con la vista fija en aquel querido plano que brillaba
                        en su imaginación como si sus líneas estuvieran trazadas con un lápiz de
                        fuego, hasta que el sueño iba poco a poco cerrando sus párpados.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVII.</head>
                    <head>El muerto al hoyo</head>
                    <p><said>—¡Y qué suerte tiene el demongo...!</said> —exclamó una mañana el ex
                        botero Domingo después de romper la décima pluma sobre el pliego en que
                        copiaba una página de voluminoso expediente.</p>
                    <p>Después de reír largo rato, su compañero González, con esta ocurrencia, no
                        menos irónico contestó:</p>
                    <p><said>—Cómo, ¿te burlas, Tejeiro? Pero bien mirado, una vieja como aquella ha
                            hecho bien en morirse; el conde me decía a mí algunas veces que ya lo
                            tenía aburrido.</said></p>
                    <p>De esta vez rieron mucho los dos a un tiempo.</p>
                    <p><said>—Lo mejor que hizo fue vender el ingenio, pocos días antes de morir, en
                            un millón quinientos mil pesos.</said></p>
                    <p><said>—¡Un millón quinientos mil pesos!</said></p>
                    <p><said>—Limpios de polvo y paja, y que ahora heredarán los condes.</said></p>
                    <p>Domingo quedó mirando a su compañero con las pupilas dilatadas como si
                        quisiera poder abarcar con ellas toda la magnitud de aquella enorme
                        cifra.</p>
                    <p><said>—¡Demongo, y qué suerte tiene!</said> —repitió tres veces.</p>
                    <p>Por la tarde, a las cuadro y media, hallábase muy lloroso y compungido el
                        conde en la habitación de doña Luisa. Pero la señora viuda de Armández no
                        estaba allí; el cuarto estaba vacío. Dos o tres sillas eran su único
                        mueblaje. Y el sol, que marcaba con líneas luminosas en el suelo los huecos
                        de la persiana del balcón, parecía entristecerlo todo con sus pálidos
                        reflejos.</p>
                    <p>Doña Luisa estaba tendida sobre un magnífico túmulo en mitad de la sala.</p>
                    <p>En los corredores colgados y alfombrados de luto, se hallaban ya llenas de
                        gente las dos largas hileras de sillas.</p>
                    <p>Por las puertas de la habitación en donde se hallaba el conde entraban sus
                        amigos de confianza. El coronel, el tabaquero, el magistrado, el canónigo,
                        el periodista y demás asistentes a su mesa; todos vestidos de luto, andando
                        sobre la punta de los pies, para no hacer ruido, silbando mucho las eses al
                        hablar y dando, con sus semblantes llenos de la más cómica gravedad,
                        repetidos estrechones de mano al conde:</p>
                    <p><said>—Resignación</said> —dijo el coronel.</p>
                    <p><said>—Mi más sincero y sentido pésame</said> —el periodista.</p>
                    <p><said>—Ese es el fallo inapelable de la providencia</said> —el
                        magistrado.</p>
                    <p><said>—Era una santa</said> —murmuró don Mateo.</p>
                    <p><said><seg rend="italic" xml:lang="la">—Memento homo</seg> que polvo eres y
                            te convertirás en polvo</said> —rezó en latín y castellano el
                        canónigo.</p>
                    <p><said>—Los duelos con pan son menos</said> —añadió el tabaquero dando un par
                        de manotazos en los hombros del conde.</p>
                    <p>Éste bajaba la vista, ladeaba un poco la cabeza y tendía su mano al que
                        llegaba.</p>
                    <p>Otros de los que entraban nada decían: estrechaban fuertemente la mano que
                        les tendía el conde y se salían sin haber podido articular palabra. ¡Tanto
                        les embargaba la emoción!</p>
                    <p>Un instante después fue bajado en hombros de cuatro principales señorones el
                        cadáver de doña Luisa y colocado en un carro fúnebre tirado por tres parejas
                        de empenachados caballos, guiados por lacayos de casaca roja, grandes
                        chalecos y botas y tricornios, todo lo cual emprendió ordenadamente la
                        marcha hacia el cementerio.</p>
                    <p>Seguían el carro fúnebre innúmeros carruajes y todos ocupados por personas
                        escogidas, muy escogidas, como hacía notar don Mateo, que iba a la cabeza
                        del lujoso séquito acompañado por el señor canónigo.</p>
                    <p><said>—¡Hombre!, parece mentira</said> —reflexionaba éste— <said>que se nos
                            haya muerto doña Luisa, así como quien dice entre las manos. Estaba
                            enferma; pero no tanto que hiciera temer tan pronto este triste
                            desenlace.</said></p>
                    <p><said>—Efectivamente</said> —contentaba convencido don Mateo.</p>
                    <p><said>—¿Y qué cree que haga ahora el señor conde?, ¿mudará de casa o se
                            quedará en ésta?</said></p>
                    <p><said>—Yo..., francamente no sé...</said></p>
                    <p><said>—Pues yo lo sentiría, ¿que quiere usted?, ya le tengo carino a la casa.
                            ¿Verdad que hemos pasado por ahí muy buenos ratos juntos, don
                            Mateo?</said> —preguntó el canónigo pasando su gruesa mano por la
                        puntiaguda rodilla del antiguo dómine.</p>
                    <p><said>—Mejor los ha pasado don Tiburcio.</said></p>
                    <p>Y esta salida de don Matero dio que reír a ambos largo rato.</p>
                    <p>Pero por mucho que hablaran y rieran de don Tiburcio no podía éste oírles,
                        pues venía en uno de los últimos coches, sin compañero alguno y llorando de
                        veras.</p>
                    <p>Tantos años en aquella casa, al lado de aquellos señores a quienes debía todo
                        lo poco que en el mundo poseía, habían hecho nacer en su noble alma un
                        reconocimiento sincero y un cariño sin límite hacia ellos.</p>
                    <p>¿Qué sería en lo adelante?, ¡cuán solo debía encontrarse ya en aquella
                        casa!</p>
                    <p>Así iba pensando don Tiburcio.</p>
                    <p>A las siete, muy satisfecho por haber estrechado, al despedir el duelo en
                        representación del conde, una por una, la mano de todos aquellos títulos,
                        nobles, militares de alta graduación, magistrados, periodistas,
                        eclesiásticos y muchas personas más, todas distinguidísimas, llegaron el
                        canónigo y don Mateo a la casa de los Armández.</p>
                    <p><said>—Ya está cumplido el santo mandamiento</said> —dijo, con tono
                        sacramental, el canónigo al señor conde.</p>
                    <p>Y don Mateo añadió:</p>
                    <p><said>—Debes tener el triste consuelo, querido discípulo, de saber que ni un
                            solo amigo ha faltado y que el entierro de tu suegra ha sido uno de los
                            mejores que se han hecho en La Habana: todos tus amigos, con rarísimas
                            excepciones, han honrado el entierro con su asistencia.</said></p>
                    <p>Tras ellos subió don Tiburcio, triste, solo: apenas se fijó nadie en él.
                        Todos se dirigieron al comedor, y no estará de más decir, que con gran
                        satisfacción del señor canónigo, pues él no era responsa ble de aquel gran
                        apetito que siempre tenía, ni menos del extraordinario que, por la tardanza
                        y el viaje, sentía aquella tarde.</p>
                    <p>Fue silenciosa la comida: asistieron algunas señoras, las cuales sólo se
                        permitían cuchichear un poco.</p>
                    <p>Don Tiburcio, sentado en un extremo de la mesa, casi aislado, no osaba
                        levantar la cabeza, manteníala echada sobre el plato y apenas probaba
                        bocado.</p>
                    <p>Poco después de concluida la comida se dirigieron todos a la sala donde se
                        había colocado un estrado propio para una gran recepción. No tardaron en
                        llegar numerosas personas vestidas del más riguroso luto.</p>
                    <p>Los caballeros colocábanse del lado del conde y las señoras al lado de
                        Clotilde: esta separación de sexo convenía a la gravedad del acto.</p>
                    <p>Así permanecieron todos en aquella reunión silenciosa en que apenas se cían
                        los phst, phst, phst, de las palabras en voz baja y el ruido de las varillas
                        de los abanicos con que se hacían fresco las señoras.</p>
                    <p>La amarillenta claridad de la gran araña, con sus bombillas a media luz y con
                        sus prismas y brazos ocultos bajo un forro de paño negro, derramaba por la
                        vasta pieza una claridad lívida.</p>
                    <p>Don Tiburcio, solo, sentado en el último rincón, no se atrevía a articular la
                        menor palabra. Sentía una angustia infinita, parecía que con la ausencia de
                        doña Luisa se había formado para él un vacío en aquella casa que jamás
                        lograría colmar y que siempre le mantendría en una posición peligrosa y
                        falsa.</p>
                    <p>Él fue el último que se levantó de su asiento: y al tender la mano al señor
                        conde y a don Mateo, para despedirse, notó que se la estrechaban de muy mala
                        gana.</p>
                    <p>Apenas se apartó les oyó decir:</p>
                    <p><said>—Y éste, ¿qué vendrá a buscar aquí?</said></p>
                    <p>El pobre mayordomo notó entonces más claramente el abismo que ante él se
                        abría: se tambaleó; vio ondular la escalera; a sus pies tenía una gran
                        mancha roja; en sus oídos zumbaron mil ruidos extraños. No creía lo que
                        había oído: parecíale una ilusión suya. Volvió la cara maquinalmente como
                        para convencerse de aquella penosa realidad, y al ver la sonrisa sarcástica
                        que vagaba en los labios de don Mateo sintió vehementes ganas de golpearle
                        el rostro con los puños.</p>
                    <p>Pero no pudo saciar su venganza: el golpe que había recibido parecía
                        impedirle dar un paso hacia atrás y empujarlo hacia la calle.</p>
                    <p><said>—¡Es verdad</said> —balbuceó así que llegó a ella—, <said>qué tendré
                            que venir a buscar ya aquí!</said></p>
                    <p>Y rompió a llorar como un chiquillo.</p>
                    <p>Una semana después pasó a ser, la antigua casa de los Armández, la espléndida
                        morada de los excelentísimos señores condes de Coveo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XVIII.</head>
                    <head>Los preparativos finales</head>
                    <p>Por las oficinas la actividad iba creciendo: la fiebre de trabajo había
                        llegado a su colmo.</p>
                    <p>No se oía más que rasgar de plumas sobre el papel, el repasar unas tras otras
                        con rapidez las hojas de los abultadísimos expedientes a los cuales se les
                        dirigían miradas de odio y sórdidos juramentos.</p>
                    <p>En su despacho, sentado ante la gran mesa repleta de papeles, volúmenes y
                        legajos, también el conde movía con presteza la pluma.</p>
                    <p>Y como si fuese ésta la que por medio de corrientes de conocido fluido
                        manejase las otras, cada día que paraba, descansaban las demás, y el día que
                        bailaba ágilmente sobre el papel, emprendían todas las otras desaforado
                        cancán.</p>
                    <p>Las escaleras se llenaban de gentes que subían, bajaban, preguntaban,
                        gesticulaban, rechinaban los dientes o contenían los latidos de su
                        corazón.</p>
                    <p><said>—¡Hola!, ¿usted por aquí?</said></p>
                    <p><said>—Sí, señor; no sé para qué me querrán; no sé para qué..., hace años que
                            tenía por aquí un asunto... pero creí que ya lo habrían
                            arreglado...</said> —Lo mismo me pasa a mí..., parece que se está
                        revolviendo el fondo; el mío también es asunto viejo, figúrese usted...</p>
                    <p><said>—¿Y cree usted que nos pase algo desagradable?</said></p>
                    <p><said>—No sé; vengo a saber... pero es lo más seguro...</said></p>
                    <p>Estos y otros diálogos semejantes se entablaban en las antesalas y pasillos a
                        cada momento.</p>
                    <p>Todos esperaban pacientes su turno, no sin algún temorcillo. ¿Para qué se les
                        citaba con tanta premura?</p>
                    <p>Pero nada debían de temer los que entraban en el despacho del conde, porque
                        éste les sonreía; les ordenaba que se sentasen a su lado; solía darles
                        alguna que otra palmadita en el brazo; sacaba de las gavetas de su mesa un
                        apolillado legajo; lo leía muy serio; luego, paliaba tanta seriedad con una
                        voz dulcísima que recordaba el suave soplo de una flauta.</p>
                    <p>No podían resistirse aquellas suaves insinuaciones, aquellos guiños y amables
                        gestos, y sobre todo aquel carácter alegre, aquella risa, aquellos chistes
                        que por fuerza hacían reír con la risa nerviosa que suele llegar después de
                        un gran temor.</p>
                    <p>Algunos venían dispuestos a pelear de cualquier modo; pero salían ruborizados
                        de sus malos propósitos. Pelear, ¡qué disparate!, ¡no era posible pelear con
                        un hombre tan saleroso!</p>
                    <p>A otros, por haber estado allí otras veces, no les hacían tanto efecto las
                        zalamerías del señor conde. Entonces revestíase éste de toda la
                        circunspección propia de su autoridad y rango.</p>
                    <p><said>—¡Ejem!</said> —tosía—, <said>¡a ver, señor secretario!</said></p>
                    <p>Y entraba presurosamente don Mateo en el despacho.</p>
                    <p><said>—Vamos a ver qué hay de cierto en la queja de este señor.</said></p>
                    <p>Aquí el señor trataba de explicar el caso por su propia voz al improvisado
                        juez; pero el conde con repetidos:</p>
                    <p><said>—Permítame usted..., permítame usted</said> —hacía tales
                        rectificaciones que desfiguraba por completo la cuestión.</p>
                    <p><said>—No hay motivos de queja</said> —declaraba sentenciosamente don Mateo
                        sosteniéndose la mandíbula inferior con una mano, alzando mucho las cejas y
                        mirando fijamente al quejoso.</p>
                    <p><said>—Bien</said> —proponía el señor conde—, <said>por ahora estoy muy
                            ocupado, entiéndase usted con mi secretario y vean el mejor modo de
                            arreglar eso sin que quede nadie perjudicado.</said></p>
                    <p>El hombre se salía entonces más esperanzado tras de don Mateo, para dejar
                        paso a otras personas que entraban en el despacho, siempre por riguroso
                        turno.</p>
                    <p>Mas no acudían tantos al despacho del señor conde porque éste hubiese vuelto
                        a señalar todos los días horas de audiencia, no; venían citados con
                        apremios, recargos, multas y mil conminaciones.</p>
                    <p>Y allá afuera, en la antesala, el ujier con su uniforme de paño azul bien
                        acepillado, sus zapatos que parecían de ébano barnizado, con su camisa
                        limpia, iba conteniendo a los precipitados, avivando a los morosos y
                        haciéndoles entrar ordenadamente como un rebaño, en el despacho del señor
                        conde Coveo.</p>
                    <p>Domingo tenía todos los días mil disgustos con el encargado del reparto de
                        material por el gasto de plumas y de papel; pero por otra parte los
                        compensaba con el placer de llevar al conde mil noticias que adquiría a cada
                        hora del día.</p>
                    <p><said>«!Qué demongo habrá picado la lengua de la gente que habla ahora tanto
                            y tanto del señor conde!»</said>, pensaba el sencillo ex botero.</p>
                    <p>Y González, el león, como por antonomasia le nombraba el conde, tenía
                        tragedias a cada paso. Él no preguntaba como Domingo: en cuanto oía una
                        calumnia contra su jefe y protector se arremangaba la camisa, cerraba los
                        puños y se hallaba dispuesto a pelear con el mundo entero. Le tenía un
                        terror supersticioso a la prensa, que hablaba muy mal del señor conde y no
                        podía ni se atrevía a pelear con ella. ¡Si fuera un hombre aunque tuviera la
                        estatura de un gigante! Pero aquellas máquinas enormes que iban estampando
                        los pliegos de papel a cada golpe, le horrorizaban; aquellos fuertes
                        martillazos que oía en las imprentas le ahuyentaban. Por más que le habían
                        enseñado algún periodista él no quería creerlo: los periodistas debían ser
                        completamente distintos a los demás hombres; él, por su parte, no había
                        visto ninguno.</p>
                    <p>Por todas partes, pues, fluía, refluía, hallaba eco aquel afán de escribir y
                        trabajar que había invadido al señor conde.</p>
                    <p>Y la gente que entraba, que salía, que se espaciaba por escaleras, galerías,
                        pasillos, formando larga procesión en torno de las mesas de los despachos,
                        discurría por todas las oficinas como una multitud de azogados.</p>
                    <p><said>—Pero, ¿qué ocurre?</said></p>
                    <p><said>—¿Qué pasa?</said></p>
                    <p>Se preguntaban unos a otros sin poder darse una contestación
                        satisfactoria.</p>
                    <p>Los infelices oficiales quintos solían interrumpir su tarea para
                        proporcionarse algún descanso, yendo a tomar agua, a buscar papeles, a
                        consultar libros; tenían ya como partido el espinazo y encandilada la
                        vista.</p>
                    <p><said>—¿Han concluido ustedes?</said></p>
                    <p><said>—No, señor.</said></p>
                    <p><said>—Pues a su puesto.... holgazanes</said> —bramaban los jefes echándoles
                        miradas amenazadoras y golpeando las carpetas con los puños.</p>
                    <p><said>—¿Habráse visto pillería igual...?, quieren tener dinero para andar
                            siempre muy elegantes; pero sin trabajar...</said></p>
                    <p>Los infelices oficiales quintos y escribientes inclinaban su desgreñada
                        cabeza sobre el papel y continuaban llenando pliego tras pliego. Estaban
                        rendidos de fatiga y de trabajo.</p>
                    <p>No era en las oficinas donde únicamente desplegaba actividad el señor
                        conde.</p>
                    <p>Apenas se detenía un momento en su casa, comía con precipitación y salía a
                        visitar varias personas importantes. Con el tabaquero y el periodista tenía
                        largas conferencias.</p>
                    <p>Por el camino consultaba los apuntes de una abultada cartera que apenas le
                        cabía en los bolsillos de su ancho gabán. En unas partes le acogían con los
                        brazos abiertos; en otras le despedían con adusto ceño y malas maneras.</p>
                    <p>Pero él nada notaba: ningún obstáculo le detenía: proseguía su faena;
                        faltábale el tiempo. Las malditas manecillas del reloj andaban más de prisa
                        aquellos días.</p>
                    <p>El portero de la casa hallábase aturdido con tantos encargos.</p>
                    <p><said>—Si viene fulano, que no estoy... Si viene el señor marqués, que me
                            espere... Al americano que trae el paraguas y el perro, que no puedo
                            esperarlo más, que pague los derechos de la harina que mandó a Santander
                            o que reviente... Al de los espejuelos verdes, que no puede ser y que si
                            sigue fastidiándome podría ir a dar a la cárcel...</said></p>
                    <p><said>—Bien, bien, ya sé, señor...</said></p>
                    <p>Contestaba el portero por de pronto y luego hacía a maravilla su papel. Hasta
                        Clotilde, que no se ocupaba más que de sus joyas y de sus trajes de moda y
                        en los que debía vestir su marido para que no se presentase ridículo en
                        ninguna parte, notó cuán preocupado le traían los negocios.</p>
                    <p><said>—No te afanes tanto, hijo</said> —hubo de advertirle cariñosamente una
                        noche.</p>
                    <p>Y él, rodeando con su brazo el talle de su linda compañera y besándole las
                        mejillas, replicó:</p>
                    <p><said>—Clotilde..., ya verás..., verás..</said></p>
                    <p>Parecía un loco. En ocasiones paseábase por los anchos corredores de la casa
                        haciendo cálculos con los dedos y sonriendo.</p>
                    <p>Una mañana llamó presurosamente a Clotilde, descolgó aquel gran cuadro que
                        tantas veces había consultado antes de acostarse, y le preguntó:</p>
                    <p><said>—¿Ves eso?</said></p>
                    <p><said>—¡Una gran casa!</said></p>
                    <p><said>—¿Casa? Palacio, palacio, esposa mía, y ya está construido</said>
                        —replicó él haciendo los más entusiastas gestos.</p>
                    <p><said>—¿Y bien?</said></p>
                    <p><said>—Nada; no debes saber más por ahora, esposa mía.</said></p>
                    <p>Luego, armándose de todo el valor necesario para ejecutar una acción heroica,
                        estrelló el cuadro contra el suelo y murmuró:</p>
                    <p><said>—En breve lo verás ese palacio, no en el papel, sino sólido y hermoso
                            sobre el suelo.</said></p>
                    <p>Aquella vez Clotilde temió: el juicio del conde peligraba.</p>
                    <p>Y no quedó menos perplejo don Mateo, el día siguiente, cuando, al llegar el
                        conde a su despacho, le llamó, le puso con familiaridad ambas manos sobre
                        los hombros, le sacudió dos o tres veces y le advirtió alegremente:</p>
                    <p><said>—Quiero que todo quede concluido hoy: ya he decidido no volverme a
                            ocupar de estos negocios.</said></p>
                    <p>Afligióse mucho el antiguo dómine. Decididamente, el conde iba a perder el
                        juicio: desde algún tiempo venía notando en él gran variación.</p>
                    <p>El día que pronunció el conde aquellas palabras fue día memorable en las
                        oficinas; porque como si consultara un índice invisible, iba pidiendo, con
                        exactitud admirable, uno por uno los más importantes negocios y
                        resolviéndolos de manera que dejaba bizcos o boquiabiertos a los que en
                        ellos intervenían. Nadie descansó en las largas horas que duró el despacho.
                        Eran estrechas las escaleras para dar paso a los que acudían y salían de las
                        oficinas.</p>
                    <p><said>—¿Qué ocurre?</said></p>
                    <p><said>—¿Qué pasa?</said></p>
                    <p>Continuaban preguntándose unos a otros sin que nadie pudiera contestar.</p>
                    <p>Domingo y González no estaban aquel día en las oficinas; estaban en casa del
                        señor conde: el primero, en mangas de camisa, trepando en una escalera
                        portátil, iba descolgando los espejos, los cuadros, los cortinajes; y
                        González, armado cíe un martillo y clavos, iba envasando, con puñados de
                        paja y papeles cortados, los objetos de cristal, de loza, las estatuas, los
                        jarrones de porcelana. La casa quedaba poco a poco con las paredes desnudas.
                        Los muebles, agrupados en el centro de las habitaciones, eran tasados y
                        vendidos en el acto a comerciantes que acudían presurosos a realizar un buen
                        negocio. Clotilde, que había dado tregua forzosa a la contemplación de sí
                        misma, obligada a ocuparse de los sucesos extraordinarios que estaban
                        ocurriendo en la casa, estaba alarmada:</p>
                    <p><said>—Pero, señor, ¿en qué piensa el conde?, ¿qué significa esto?</said></p>
                    <p>Domingo y el ex posadero todo lo más que hacían era interrumpir su tarea para
                        contestar:</p>
                    <p><said>—¿Y qué quiere usted, señora? El conde nos ha mandado para que vendamos
                            todos los muebles que hay en casa.</said></p>
                    <p>El becerrillo de oro, objeto recomendado especialmente por el conde, fue
                        colocado dentro de su urna de cristal, en una caja bien dispuesta para que
                        no sufriese deterioro.</p>
                    <p>En pocas horas todo quedó desmantelado en la antigua casa de los
                        Armández..</p>
                    <p>Cuando Domingo y González, sudorosos, fatigados, llenos de polvo la ropa y el
                        rostro, se sentaron sobre las cajas de los envases a descansar, llegó el
                        conde y quedó agradablemente sorprendido:</p>
                    <p><said>—Sois unos chicos listos</said> —exclamó mirando a los dos
                        trajinadores.</p>
                    <p><said>—¿Y qué tal la venta?</said> —añadió el conde.</p>
                    <p><said>—¡Buena!</said> —exclamó Domingo presentando dos saquillos repletos de
                        monedas de oro y plata.</p>
                    <p><said>—Bien; tomad uno para vosotros y dadme a mí otro; lo merecéis, me
                            habéis ayudado mucho. Estoy muy contento con vosotros.</said></p>
                    <p>Domingo abrió desmesuradamente los ojos.</p>
                    <p><said>—Sí</said> —afirmó el conde acariciando la áspera barba del ex botero—,
                            <said>sois buenos muchachos, merecéis más.</said></p>
                    <p>La comida de aquella tarde fue muy poco animada. Sentados uno frente a otro,
                        don Mateo, el canónigo, el magistrado, el tabaquero, el coronel, el
                        periodista y pocos convidados más apenas cambiaban algunas frases de simple
                        cortesía.</p>
                    <p>La noticia que les había dado el conde, la cual explicaba también toda su
                        actividad, afán y movimiento en estos últimos días, los traía sobremanera
                        desconcertados y envidiosos.</p>
                    <p>El canónigo estaba despechado: miraba tristemente aquella gran mesa, las
                        fuentes, los manjares, aquellas paredes sin cuadros y ya tan blancas que
                        parecían cubiertas de inmenso sudario.</p>
                    <p>Sólo en dos cuartos interiores, donde acostumbraban a dormir los condes,
                        habían quedado muy pocos muebles.</p>
                    <p>Y en medio de la sala asomaba su cabecilla, metida dentro de su urna y sobre
                        el cajón donde estaba envasado, el becerrillo de oro. La luz del comedor, lo
                        iluminaba y tal parecía que uno de sus ojos despedía, hacia la mesa, miradas
                        llameantes.</p>
                    <p>Clotilde extrañaba que los convidados, tan decidores y animados de costumbre,
                        estuvieran aquella tarde con las cabezas bajas, casi pegadas las narices a
                        los platos, y tan silenciosos que sólo se les oía mascar, engullir y roer
                        los huesos de las chuletas.</p>
                    <p>El conde, que tampoco podía explicarse aquella frialdad de sus amigos, estaba
                        algo turbado:</p>
                    <p>Cómo, ¿no se alegraban sus compañeros de que él lograse al fin lo que tanto
                        tiempo había estado deseando?, ¿sería que estaban tristes por su
                        separación?</p>
                    <p>Muchas personas llegaron aquella noche; y como notaban que ya la casa estaba
                        desamueblada, sólo se detenían cortos instantes, nada más que los necesarios
                        para estrechar la mano de los condes, desearles futuras felicidades,
                        recomendarles mucho que escribieran, que no fueran falsos ni ingratos, y que
                        no se olvidaran de ellos.</p>
                    <p>La siguiente mañana ya sabía Clotilde de lo que se trataba, y no se daba
                        menos presteza que su esposo en llenar cajas, maletas, y en acomodar las
                        ropas en sacos y baúles.</p>
                    <p>Don Mateo les acompañó a almorzar. Y se reían al ver el tamaño de la mesa tan
                        reducido, las fuentes incompletas, escasos los cubiertos; casi todo faltaba;
                        en la casa no había quedado más que lo absolutamente indispensable para el
                        almuerzo; ni un trastajo más. Cerca de las dos serían cuando resonaron por
                        última vez las pisadas de los condes por aquellas habitaciones vacías que
                        parecían haberse agrandado y oscurecido mucho.</p>
                    <p>El sol trazaba en el patio un gran cuadrado de luz que se reflejaba en las
                        paredes, derramando, por las desiertas habitaciones, tristes penumbras.</p>
                    <p>No podía abandonar Clotilde, sin cierta melancolía profunda, aquella casa
                        donde había nacido y pasado toda su vida; por eso a menudo se llevaba a los
                        ojos un fino pañuelo de batista para secarse las lágrimas. Con una correa de
                        hule terciada sobre e! pecho y la espalda y que sostenía un par de enormes
                        catalejos, con su sombrero de castor de anchas alas atado con un elástico,
                        con una maletilla de olorosa piel de Rusia en la mano, bajó el conde la
                        escalera dando el brazo a su esposa.</p>
                    <p>Cerraron la gran puerta de la casa, entregaron la llave a don Mateo, que
                        quedaba de apoderado de los condes de Coveo, subieron a la ancha carretela y
                        ésta partió veloz.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XIX.</head>
                    <head>Un paréntesis necesario</head>
                    <p>Aquel viajero de crecida barba, de rostro pálido, de empolvada ropa y calzado
                        raído, macilento, desgarbado, de sombrero ornado con un cordoncillo al cual
                        iban atadas un par de bellotas, que vino en aquellos primeros días del mes
                        de enero a bordo del bergantín <seg rend="italic">Tolosa</seg>; y aquel
                        otro, que años después, recorría las calles de La Habana, arrellanado
                        cómodamente en hermosa y brillante carretela, grueso, bien afeitado,
                        rebosante de bienestar y de salud, que llevaba en sus manos un bastón de
                        caña de India ornado con una corona de oro hábilmente cincelada, si no los
                        habéis conocido ya, son una mismísima persona.</p>
                    <p>El excelentísimo señor de Coveo no es otro que mi tío Vicente.</p>
                    <p>Y mi tío Vicente no es otro que el excelentísimo señor conde de Coveo.</p>
                    <p>Ahora bien, ¿por qué le acompañaba yo mientras se llamó Vicente Cuevas y no
                        después que hubo de titularse el conde Coveo?</p>
                    <p>He aquí el principal motivo de este capítulo: su título está justificado, así
                        lo creo sinceramente; es un paréntesis necesario.</p>
                    <p>Cuando auxiliados por don Genaro salimos de la cárcel en aquella noche
                        tempestuosa y nos embarcamos muy de prisa en aquel buque que nos esperaba
                        más allá del Morro, apenas estuvimos a bordo llevó anclas el maldito y no
                        paró hasta ¡as costas de México.</p>
                    <p>Allí llegamos maldiciendo de nuestra suerte y de don Genaro, que para ser
                        malo en todo, según afirmaba mi tío, ni siquiera nos había provisto de carta
                        de recomendación.</p>
                    <p>El más elevado oficio que nos pudimos conseguir en el antiguo reino de
                        Moctezuma, para más angustias y penalidades de nuestra misérrima existencia,
                        fue el de caldereros ambulantes. Allá nos pasábamos todo el santo día, con
                        aquel sol que rajaba las piedras y que nos pegaba los mechones de pelo sobre
                        la frente con gruesas gotas de sudor, paseando de arriba abajo nuestra
                        humanidad por las calles de las ciudades y berreando a medidos
                        intervalos.:</p>
                    <p><said>—¡El pailero!, ¡baratas que van la pailas!, ¡el pailero!</said></p>
                    <p>Una noche en que mi tío, según su costumbre, se daba a todos los diablos y
                        pateaba de rabia el sombrero en nuestro humildísimo zaquizamí, tropezando
                        acá y allá con las calderetas y herramientas esparcidas por el suelo,
                        llegóse al rincón donde yo dormía acurrucado y me rogó que le diese fósforos
                        para encender la luz. Había recibido en aquellos momentos una gran carta,
                        que le entregó el encargado de la casa donde habitábamos, y no quería
                        demorar su lectura.</p>
                    <p>Apenas encendió la bujía y comenzó a mascullar la carta hízome saltar del
                        lecho y me colmó de abrazos.</p>
                    <p><said>—¡Bien decía yo que Dios no nos podía abandonar, sobrino...!, ¡el
                            premio de nuestra abnegación...!</said></p>
                    <p>Yo pensé que tantas cavilaciones y arrebatos diarios habían concluido por
                        volverle sonámbulo o cosa por el estilo.</p>
                    <p>Era de verlo a medio vestir, dando saltos por entre las calderetas y haciendo
                        ganas de reír porque no tenía muchas a pesar de su alegría. El premio de
                        nuestra abnegación, según mi tío, nos venía en forma de carta lacrada,
                        sellada con tinta azul con un timbre de las oficinas del Estado, fechada en
                        Madrid y suscrita por nuestros inolvidables parientes el excelentísimo e
                        ilustrísimo señor don Genaro de los Dées y el no menos estimado y célebre
                        señor Marqués de Casa-Vetusta.</p>
                    <p>El contenido de la larga y detallada carta era, poco más o menos, como sigue:
                        Albricias, albricias, primo querido, ya eres libre como el pájaro. Ahí te
                        incluyo esa letra de trescientas pesetas, para que sin pérdida de tiempo te
                        traslades a La Habana; puedes estar tranquilo; nadie te molestará; los
                        nuestros han vuelto al poder. En quienes he pensado primeramente es en
                        vosotros, mis queridos primos: esperaba con ansia el momento de recompensar
                        vuestra abnegación y los importantes servicios que me habéis hecho. Soy ya
                        jefe de..., y como, ante todo, me he propuesto reparar injusticias y
                        enmendar yerros, deseo sacarte de tu destierro. Trasládate a Cuba, sin
                        olvidarte de llevar a tu sobrino, allá recibirás más instrucciones. Sobre
                        todo, Vicente, te aconsejo que no te apartes un punto de ellas; te habrá
                        escarmentado la experiencia; pues las pocas veces que has faltado a mis
                        órdenes han sido la verdadera causa de tus tropiezos.</p>
                    <p>Todo se le olvidó a mi tío con la alegría que le ocasionó la lectura de
                        aquella inesperada carta; besóla veinte veces y saltábansele las lágrimas de
                        gozo.</p>
                    <p><said>—¡Oh, qué bueno, qué bueno es don Genaro!</said></p>
                    <p>Yo no objetaba nada a mi tío mientras le veía vender las calderetas e
                        instrumentos para ayudar los gastos del viaje con el corto producto que esta
                        venta le proporcionase, ni tampoco desplegué los labios cuando me ordenó que
                        hiciera mi maleta.</p>
                    <p>Muy pronto nos embarcamos para La Habana.</p>
                    <p>Cuando llegamos a esta capital nos refugiamos otra vez en el León Nacional y
                        aunque, al examinar de arriba abajo la mala estampa que traíamos, puso
                        González muy adusto el ceño, al fin se avino a tenernos allí pidiéndonos
                        parte de los gastos por adelantado.</p>
                    <p>Teníamos muy poco dinero, lo cual nos traía bastante disgustados. Mas para
                        fortuna y tranquilidad nuestra, con no poca sorpresa, recibimos la visita de
                        don Mateo, el dómine de nuestro pueblo, aquel de los palmetazos, de los
                        rebuznos y de las orejas de burro. Traía, el buen maestro, un gran pliego
                        que entregó del modo más ceremonioso a mi tío. Y para que su comisión
                        produjera mejor efecto, se negó don Mateo a dar más explicaciones; por lo
                        cual, mi tío, temblando como un azogado, no tuvo otro remedio que
                        abrirlo.</p>
                    <p>¿Qué sería?</p>
                    <p>Mi tío dio el salto más feroz que he visto dar a hombre alguno, y arrojando
                        los brazos al cuello de don Mateo, le dio tal estrechón, que a poco más le
                        desnuca.</p>
                    <p>El pliego contenía el nombramiento hecho a favor de mi tío de jefe de... ¡el
                        mismo alto empleo que había desempeñado don Genaro!</p>
                    <p>Y el señor marqués de Casa-Vetusta le recomendaba a don Mateo para
                        secretario.</p>
                    <p>Había más; a mí se me nombraba oficia! de la sección de... sin contar para
                        nada con mi aquiescencia al nombramiento. Yo no acepté.</p>
                    <p>Ésta fue, precisamente, la causa de la rencilla.</p>
                    <p>Mi tío se enfureció, me colmó de improperios y me amenazó con no volver a
                        mirarme la cara, si persistía en mostrarme tan desatento, tan ingrato, tan
                        porfiado, tan imbécil con nuestro excelente primo Genaro y el no menos
                        respetable señor marqués de Casa-Vetusta.</p>
                    <p><said>—¿Qué dirá?, ¡que eres un insensato, un loco!</said> —gritaba rabioso—.
                            <said>¡No aceptar ese empleo! ¿Cuándo tú más honrado, mal
                        rapaz?</said></p>
                    <p>Y don Mateo, por su parte, rascándose la nariz y lleno de ira sorda, ayudaba,
                        el muy bribón, a mi tío:</p>
                    <p><said>—Ya, ya sabía yo que tú no servirías nunca de nada. Debían habérsete
                            quedado pegadas aquellas dos orejas de asno que tantas veces te puse. Ni
                            rebuznar sabías..., ¡mandria...!, ¡pedazo de alcornoque...!</said></p>
                    <p>Aquí quise yo hablar: pero él no me dejó meter baza y prosiguió:</p>
                    <p><said>—Si, ni rebuznar; aprende de tu buen tío. Era un modelo. Yo os citaba
                            siempre como ejemplo, ¿ves lo que vale?, ¿ves si le han servido mis
                            consejos?, ¡bien mereciste el escopetazo del tío Lorenzo, mataperros!,
                            ¡lástima que no te hubiera cogido la chola de las patas!</said></p>
                    <p>En balde todo: yo permanecí firme:</p>
                    <p><said>—¡No quiero, señor; no quiero!</said></p>
                    <p>Y mi tío de un empellón me arrojó de su lado y con la sangre agolpada al
                        rostro y gesticulando tan descompasadamente que tal parecía que daba
                        sablazos al aire, vociferaba como un energúmeno:</p>
                    <p><said>—Anda, zoquete, pérfido, ingrato, nunca servirás para nada..., para
                            nada... y para nada.</said></p>
                    <p>Fueron sus últimas palabras.</p>
                    <p><said>—¡Para nada!, ¡ni para rebuznar!, ¡aprende de tu tío!</said> —repitió
                        con voz grave don Mateo.</p>
                    <p>Desde entonces quedaron interrumpidas todas nuestras relaciones. Vivimos muy
                        lejos el uno del otro: por eso no se me ha encontrado, en esta segunda parte
                        de la narración, tan cerca de mi tío como en la primera, pero como le quise
                        siempre tanto no hizo cosa que yo no supiera.</p>
                    <p>Mucho tiempo pasó, sin embargo, que yo hablara con otro de mi tío.</p>
                    <p>Un día me encontré a Domingo:</p>
                    <p><said>—¡Hola, Manuel!</said> —exclamó—, <said>¿cómo demongo no estás en paz
                            con el señor conde Coveo?</said></p>
                    <p><said>—¿Y quién es ese señor conde Coveo, Domingo?</said></p>
                    <p><said>—¡Demongo, hombre, tu tío Vicente!</said></p>
                    <p>Di entonces una carcajada tan sonora, que Domingo, creyendo que me burlaba de
                        él, me volvió la espalda un tanto amoscado y también se peleó conmigo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>XX.</head>
                    <head>Asunto concluido y... ¡a viaje!</head>
                    <p>Eran las tres cuando la carretela en que iban los condes bajaba por la calle
                        del Obispo en dirección al muelle.</p>
                    <p>El pavimento de la calle, bruñido por el continuo roce de las ruedas de
                        carros y coches cubiertos de un aro de acero que parece que van dejando al
                        pasar adheridos al granito, como el peine del dorador, panes o láminas
                        metálicas, brillaba con los rayos solares cual si fuera todo de estaño.</p>
                    <p>En el muelle se notaba aquel día más animación. Recorríanlo grupos de
                        personas correctamente vestidas de paño negro y con sombrero de copa.
                        Aquellos grupos contrastaban de extraña manera con los grupos de los
                        desarrapados trabajadores. Éstos miraban de soslayo tantos caballeros,
                        frescotes, rozagantes, bien puestos, que paseaban risueños el extenso
                        terraplén haciendo resonar acompasadamente sus botas de charol, que
                        destellaban la luz, sobre los gruesos tablones.</p>
                    <p>Un momento después hubo carreras por todo el muelle y palmadas y silbidos y
                        voces. Todos aquellos señorones alegres y bien vestidos, se avisaron unos a
                        otros. Los grupos se desbandaron, cada cual quería llegar, tomando por
                        asalto, con no pocas protestas de los guardadores, las barreras de cajas,
                        sacos, pipas y demás envases amontonados por todas partes. Visto a distancia
                        aquel puñado de hombres, vestidos de paño negro y encasacados, soltando acá
                        y acullá, con poquísima habilidad sobre las pilas de objetos colocados sobre
                        el muelle, cualquiera creería presenciar una inundación de escarabajos.</p>
                    <p><said>—¡Ya llegó!</said> —Ésta era la voz que tanto les apresuraba.</p>
                    <p>La carretela de los condes acababa de detenerse ante una de las puertas de la
                        verja que da frente a la calle de O’Reilly.</p>
                    <p>Cien manos estaban ya estiradas para dar vuelta al resorte de la portezuela;
                        pero la de Mateo, bien porque se hallase más cercana, bien por su desmedida
                        longitud, logró al fin agarrar el botón, darle media vuelta y abrir él la
                        portezuela, dejando burlados a los otros paniaguados del señor conde.</p>
                    <p>Bajó primero el conde muy sofocado secándose el sudor del cuello. Y tras él,
                        vestida con un traje corto y liso de merino azul, con un sombrero de
                        terciopelo también azul, de anchas alas, levantada una de ellas
                        graciosamente y ornada la otra con una pluma blanca que agitaba a ratos la
                        brisa, bajó la señora condesa, Clotilde, bella, más bella que nunca.</p>
                    <p>Tuvieron que aguantar buen rato a pie firme, los distinguidos esposos, el
                        ardor de los rayos solares que caldeaban los anchos granitos del empedrado,
                        porque la emoción era mucha; se deseaba abrazarles, estrecharles las manos,
                        profetizarles mil felicidades, y sobre todo ponérseles delante para que
                        ellos lo notaran.</p>
                    <p>Al fin pudo abrirse paso el señor conde a través de tanto hombre vestido de
                        paño negro, que ardía con el sol, y se acogió a la sombra del tinglado. Allí
                        respiró con ansia la corriente de aire fresco que bañaba el muelle.</p>
                    <p><said>—Pues bien, señores..., yo os agradezco mucho esta nueva prueba de
                            adhesión y simpatía; pero tengo que abandonaros prontamente con
                            sentimiento... porque es hora ya de que nos embarquemos.</said></p>
                    <p><said>—¿Cómo...?, ¡no señor...!, de ninguna manera</said> —dijeron riendo
                        algunos—, <said>vuecencia no tiene ahora otro remedio que ir donde nosotros
                            se lo permitamos..., ¡se nos va vuecencia de una vez y quiere que le
                            abandonemos en estos últimos momentos...!, no, señor..., ya cuidaremos
                            nosotros de embarcarle... el capitán no saldrá hasta que nosotros no le
                            avisemos... ¡Vaya...!</said></p>
                    <p><said>—Señores...</said></p>
                    <p><said>—No; no hay excusa que valga, todos nosotros vamos con vuecencia hasta
                            el correo...</said></p>
                    <p><said>—Pero, ¿mis maletas?</said> — preguntó muy desorientado el conde.</p>
                    <p><said>—¡Ah!, de eso me cuidaré yo, querido discípulo</said> —contestó don
                        Mateo—, <said>tuú...</said> —prolongó mucho el tú para que todos se
                        enterasen de que tuteaba al conde— <said>tuuú no debes pensar más en
                            ello.</said></p>
                    <p>Después hizo una indicación y se acercaron Domingo y González.</p>
                    <p>Don Mateo dio a los dos adictos empleados del señor conde y que a la vez eran
                        sus dos más fieles criados, algunas instrucciones en voz baja.</p>
                    <p>Enseguida los dos comisionados trasladaron desde el pescante de la carretela
                        un par de maletas.</p>
                    <p>El conde cogió una de las muchas sillas de cuero esparcidas por el muelle y
                        brindó asiento a su esposa. Tomó luego otra silla para él y se sentó
                        también; pero con las piernas a través del espaldar. Los acompañantes se
                        sentaron o quedaron de pie cerca de los condes. Y no pocos trabajadores,
                        marineros y desocupados formaron un coro detrás y miraban a todos aquellos
                        hombres encasacados con la misma insistencia y fijeza que pudieran hacerlo
                        con algún animal raro.</p>
                    <p>En la orilla del muelle se balanceaban sobre los otros más de veinte
                        botecillos atados unos con otros; y sus dueños, al ver venir a Domingo y a
                        González, con el par de maletas no cesaban de gritar para que les alquilasen
                        los botes.</p>
                    <p>Por fin, dos más intrépidos se adelantaron, y casi a empellones, metieron a
                        González, a Domingo y las maletas en un bote.</p>
                    <p>El conde no apartaba la vista de sus maletas; y cuando éstas fueron
                        depositadas en el fondo del bote produjeron cierto sonidillo agudo.</p>
                    <p><said>—¡Y cómo pesan!</said> —dijo el botero.</p>
                    <p><said>—¿Traerán piedras?</said> —preguntó uno.</p>
                    <p><said>—¡O plomo!</said> —añadió otro.</p>
                    <p><said>—Ya me contentara yo con la mitad de las piedras y del plomo que aquí
                            hay</said> —dijo el primer botero removiendo las maletas y fijándose más
                        en el sonido que producían.</p>
                    <p><said>—¡Hombre!, ¡y sabes que es verdad!</said> —contestó el otro.</p>
                    <p>Después, mirando atentamente a Domingo, exclamó un botero que hasta entonces
                        no había hablado:</p>
                    <p><said>—¡Ay!, ¿y éste no es aquel Domingo Tejeiro?</said></p>
                    <p><said>—Sí que lo es o mucho me engaño por María santísima</said> —afirmó un
                        compañero.</p>
                    <p>Domingo callaba y disimulaba como si no fuera con él mientras que el bote,
                        impulsado por los remos, se alejaba del muelle.</p>
                    <p>Entonces un marinero, haciendo burlescos gestos y poniéndose las dos manos en
                        la boca a manera de bocina, gritó:</p>
                    <p><said>—Eh, patrón, desde que te has echado esa levita y te has vuelto un
                            caballero no miras a tus paisanos.</said></p>
                    <p>Los demás reían; y Domingo, con la sangre agolpada al rostro, se hacía el
                        sordo.</p>
                    <p>La broma y algazara terminó cuando el bote de las maletas se alejó tanto que
                        hasta el conde creyó inútil seguirlo ya con la vista.</p>
                    <p>El día era hermosísimo: el cielo estaba azul, trasparente, sin una nube, y
                        aunque el calor era sofocante en los puntos inundados por los rayes del sol,
                        bajo las bóvedas del tinglado de zinc del muelle, la brisa traía una
                        frescura deliciosa. El conde, desde su asiento de cuero sin curtir, con los
                        ojos medio cerrados, contemplaba, con cierto placer indefinible, la bahía de
                        bello color verde cerca de las orillas, azul hacia el centro y sembrada de
                        múltiples y movibles espejillos que destellaban con el sol. Más allá,
                        alzábanse los grandes murallones de las fortalezas levantadas a gran altura
                        sobre las rocas cubiertas de verdes yerbas y de arbustos; el pueblecillo de
                        Casablanca, con sus edificios colocados unos sobre otros en la rápida
                        pendiente y la larga fila de goletas cuyos mástiles y vergas formaban como
                        tupida e inmensa red. Las lanchas cruzaban cargadas, casi hasta el borde, de
                        fardos de tabaco, barriles de azúcar y frutas del país. Los botecillos,
                        auxiliados por sus blanquísimas y henchidas lonas, cortaban con su proa la
                        superficie del agua. Y sobre todo, lo que más atraía la vista del señor
                        conde, era aquel gran vapor en que debía embarcarse y que alzaba
                        majestuosamente su gran casco negro en medio del puerto arrojando ya, por su
                        doble chimenea, gruesas columnas de humo.</p>
                    <p><said>—Creo que ya debemos ir acercándonos, ¿no te parece, querido
                            discípulo?</said> —preguntó en tono afable don Mateo, interrumpiendo la
                        contemplación del conde.</p>
                    <p><said>—Como ustedes gusten</said> —respondió el conde poniéndose de pie y
                        dando el brazo a Clotilde, rodeada por diez o doce que dándose pisotones y
                        codazos se disputaban el honor de arrancarle una frase o una sonrisa.</p>
                    <p>Siguió el conde a lo largo del muelle y, a su lado, y tras él, venían en
                        compacto grupo todos aquellos atentos señores que tan buen espacio de tiempo
                        habían estado aguardándole</p>
                    <p>Los trabajadores se apartaban a un lado y otro respetuosamente para dejar
                        paso al grupo; las carretillas se detenían, los barriles y bocoyes paraban
                        de rodar y en el alto bordo de los buques que descargaban cajas, sacos,
                        piedras, y pequeños envases, se oía gritar:</p>
                    <p><said>—¡Aguarda!, ¡ahora no!, ¡deja que pasen esos señores!</said></p>
                    <p>Y todo volvía a andar, a rodar, a resbalar por los planos inclinados de
                        madera jabonada cuando acababa de pasar el señor conde y su comitiva.</p>
                    <p>El muelle, con su piso lleno de grasa y de dulce; el sol, que caía casi a
                        plomo; el silencio de los acompañantes; el fatigoso olor de tantos víveres,
                        y aquel resonar de tanto tacón sobre el hueco terraplén, incomodaban al
                        conde hasta causarle fastidio. ¡Ojalá le hubieran dejado solo!</p>
                    <p>Habían llegado a un recodo del muelle. Y al doblar de él, el espectáculo que
                        se ofrecía al conde estuvo a punto de causarle una apoplejía de gozo. Un
                        vapor lleno de banderolas de mil colores y demás gente encasacada, estaba
                        unido al muelle por un puente provisional de madera cubierto de guirnaldas y
                        cortinas. En un gran estandarte con letras negras muy grandes, se leía:
                            <writing type="document">«Al digno conde de Coveo: los buenos patriotas
                            de La Habana.»</writing></p>
                    <p>Clotilde miró enorgullecida a su esposo: ¡toda aquella fiesta era para
                        él!</p>
                    <p>Un aplauso y un grito acogió la aparición del conde cerca del puentecillo de
                        madera.</p>
                    <p>Y el sol, aquel sol magnífico, espléndido, lo iluminaba y calentaba todo; las
                        flores; los dorados; los estandartes; las banderolas cuadradas, de dos
                        picos, triangulares, largas unas, anchas otras, finas como cintas, muchas,
                        rojas, azules, blancas, con escudos, águilas, estrellas, leones, castillos;
                        todo flameaba en una misma dirección como llamas multicolores de fantástico
                        incendio, a impulsos de la fuerte brisa. Sobre la elevada cubierta de
                        aquella especie de balsa de vapor, brillaban como oro los oboes, las
                        cornetas, los platillos y trombones que rompieron a tocar una majestuosa
                        marcha en cuanto asomó el conde.</p>
                    <p>Cerca del vapor, las banderolas; a sus dos lados, estaban atadas al muelle
                        dos grandes goletas cuyas bandas veíanse repletas de curiosos. También del
                        lado del terraplén muchos espectadores habían tomado puesto conveniente
                        sobre las pilas de cajas y demás grandes bultos. Del lado del mar, frente al
                        conde, estaba el vapor ya descrito; de suerte que, rodeado el conde por
                        todas partes de curiosos, parecía estar como en medio de un vasto
                        anfiteatro.</p>
                    <p>Un rumor leve de palabrotas pronunciadas con cólera hizo fijar la atención de
                        todos del lado de! muelle:</p>
                    <p><said>—¡Fuera!, ¡fuera!</said> —gritaron varios curiosos como si tratasen de
                        espantar algún animal bravio.</p>
                    <p>Era que un infeliz anciano, apoyado en un bastón nudoso, desgarradas las
                        ropas, sucia la gran barba blanca, salió del corro, se acercó al conde y le
                        tendió la mano pidiéndole humildemente limosna. El conde, algo turbado, miró
                        en torno suyo: y al reparar que se hallaba como en el fondo de un inmenso
                        embudo, formado por cuerpos humanos encaramados unos sobre otros y que todas
                        las miradas estaban fijas en él, se turbó a su pesar.</p>
                    <p>Llevóse una mano al chaleco: sacó una gran moneda de oro, que lanzó
                        resplandor semejante al de un ascua, y la puso en la mano del mendigo.</p>
                    <p>Éste, que vio aquel resplandor entre sus dedos, cerró dos o tres veces el
                        puño, para convencerse de que realmente estaba allí, alzó la cabeza para dar
                        las gracias a su bienhechor, le examinó con detención, echó una mirada de
                        espanto en derredor suyo, dio un grito de angustia y palideció.</p>
                    <p>El conde cambió también de color.</p>
                    <p>El mendigo, tambaleándose, dio algunos pasos, se paró en el mismo borde del
                        muelle, alzó la mano y la gran moneda de oro, que le había entregado el
                        conde, dio dos o tres rápidas vueltas en el aire y se sepultó en las
                        verdosas aguas del puerto.</p>
                    <p>Muchas miradas ávidas quedaron fijas en el punto donde se habían cerrado las
                        aguas tras el pedacillo de oro y un murmullo de desaprobación y cólera se
                        alzó contra el mendigo:</p>
                    <p><said>—Está loco</said> —dijeron varios.</p>
                    <p>Y el pobre anciano, atacado por una repentina convulsión nerviosa, perdió el
                        sentido y rodó de espaldas, con tan mala suerte, que se abrió el cráneo
                        contra una gran argolla del muelle.</p>
                    <p>El conde saltó presurosamente sobre aquel cuerpo, otros también saltaron y
                        entre el murmullo general que este extraño accidente produjo se oyeron
                        varias voces que decían:</p>
                    <p><said>—Estaba borracho.</said></p>
                    <p>El conde traspuso el ornado puentecillo, entró en el vapor de las banderolas
                        y éste echó a andar seguido de muchos botes y alegrado por los sones de la
                        música colocada sobre cubierta.</p>
                    <p>Pronto llegó el ruidoso y adornado vapor al lado de aquel otro que mecía su
                        enorme casco negro en el centro de la bahía. La concurrencia de señorones
                        encasacados se trasladó a bordo en seguimiento del conde y de su esposa.
                        Allí hubo brindis, abrazos, felicitaciones y no faltaron lágrimas.</p>
                    <p>Las de Domingo y González fueron sinceras.</p>
                    <p>Y el pobre don Mateo rompió a llorar como un chiquillo; tanto que el conde se
                        vio en la necesidad de cogerle por un brazo, llevarle a un rincón y
                        procurando consolarlo le dijo:</p>
                    <p><said>—Cállese, don Mateo..., pronto se irá usted también..., trabaje..., yo
                            lo ayudaré desde allá..., pero no llore usted ahora..., hombre..., no
                            llore.</said></p>
                    <p>Y como redoblara el llanto del fiel secretario, se impacientó el conde, y
                        dando una patada en el suelo alfombrado de la cámara del buque, sacudió a
                        don Mateo y le gritó:</p>
                    <p><said>—Pero cállate, estúpido..., si voy jubilado..., jubilado...</said></p>
                    <p>A las cinco, la doble chimenea del gran vapor, a cuyo lado parecían enanos
                        todos los demás buques que a poca distancia lo cercaban, comenzó a arrojar
                        dos columnas de humo más gruesas y más espesas. Y muy pronto su gran hélice
                        trazó sobre las azules ondas una blanca y prolongada estela.</p>
                    <p>El vapor de las banderolas y los botes llenos de gente que agitaba pañuelos y
                        sombreros seguían trabajosamente al buque grande.</p>
                    <p>Al pasar por frente el baluarte de San Telmo, un resplandor vivísimo salió
                        por un costado del buque, una bocanada de humo de color opalino comenzó a
                        desenvolverse y luego una fuerte detonación atronó el espacio y fue a hacer
                        vibrar los pedacillos de vidrios rotos y empolvados sujetos a los bordes de
                        la ventanilla de un humilde tugurio de la posada del León Nacional, que aún
                        existía, aunque no pertenecía ya a González.</p>
                    <p>Desde la cortina de Valdés un grupo de amigos agitaba sus brazos, pañuelos y
                        sombreros; el conde y Clotilde, de pie en la popa del gran buque, no cesaban
                        de contestar aquellos saludos.</p>
                    <p>Y la estatua de Neptuno, trasladada ya frente al circular parquecillo de la
                        Punta, parecía mirar, apoyada su mano en el tridente, la otra en la cintura,
                        colgado el manto negligentemente de un hombro, desde su alto pedestal de
                        mármol, la salida de aquel gran buque que se llevaba a Clotilde y al conde
                        Coveo, esposos ya.</p>
                    <p>Mucho antes de llegar al Morro el vapor de las banderolas volvió hacia el
                        muelle; y el conde y Clotilde pudieron descansar sus brazos adoloridos de
                        contestar tantos saludos.</p>
                    <p>Cuando el aire franco del mar, impregnado de salitre, acarició el rostro del
                        conde, éste lo respiró con inmenso placer.</p>
                    <p>Volvióse de espaldas hacia la boca del puerto, que iba cerrándose más y más,
                        apartó la vista de aquella tierra que iba dejando rápidamente detrás y fijó
                        su vista en medio de aquella linea, en que parecían tocarse el cielo y el
                        mar, como si hubiera por allí algún agujero que le permitiese contemplar
                        algo que le entusiasmaba.</p>
                    <p>Luego miró a su esposa y balbuceó:</p>
                    <p><said>—Subiré pronto. ., ¡es tan hermosa...!</said></p>
                    <p>Y pasado un corto rato estiró los labios, alzó con desprecio los hombros y
                        pensó:</p>
                    <p><said>«No hay que contar con ella..., su frialdad la hace invulnerable..., es
                            una linda muñeca... y nada más.»</said></p>
                    <p>Y Clotilde, recostada indolentemente sobre un gran sillón, componía las
                        arrugas de su talle, arreglaba sus encajes y sonreía pensando en los
                        triunfos que conseguiría en la nueva sociedad que iba a visitar, con su
                        hermosura y sus riquezas.</p>
                    <p>Desde los ásperos arrecifes cercanos al castillo de la Punta cuatro hombres
                        veían angustiados alejarse con rapidez el vapor; pronto quedó reducido a un
                        punto: luego, nada se vio ya. Esos cuatro hombres eran don Mateo, el
                        canónigo, Domingo y González.</p>
                    <p><said>—Se nos fue</said> —murmuró muy conmovido aún el primero.</p>
                    <p><said>—Buena nos la ha jugado</said> —respondió el segundo.</p>
                    <p>Domingo secó con la palma de la mano una lágrima que asomó a sus
                        párpados.</p>
                    <p>Y González reprimió un sollozo.</p>
                </div>
                <div type="chapter">
                    <head>Epílogo</head>
                    <p>Cuando los cuatro compañeros cruzaban la doble hilera de árboles de la calle
                        del Prado, el sol iluminaba con sus últimos rojizos reflejos las altas
                        torrecillas del reloj de la cárcel, hacia la cual se dirigía una cuadrilla
                        de presidiarios, pelados al rape, sin barba, con grandes sombreros de yarey,
                        atados algunos dos a dos en una misma cadena, y casi todos arrastrando en
                        las piernas gruesos eslabones de hierro que al caminar producían monótono y
                        triste ruido. Venían quebrantados de fatiga, por haberse pasado todo aquel
                        día al sol, abriendo a pico sobre el duro suelo rocalloso los cimientos de
                        una gran casa que debía edificar, al principio de aquella misma calle, un
                        magnate.</p>
                    <p>También a trechos se veían iluminadas por los últimos rayos del sol las copas
                        de los árboles. Y por las bocacalles pasaban anchas listas de rojiza
                        luz.</p>
                    <p>Muy pocos transitaban por aquel lugar.</p>
                    <p>Casi todo estaba desierto.</p>
                    <p>Don Mateo sentía una tristeza indefinible; el canónigo pensaba que iba a
                        extrañar mucho la buena compañía del conde; y Domingo y González caminaban
                        con la cabeza baja y sin cambiar una sola palabra.</p>
                    <p>Una camilla, seguida de varios pilluelos y curiosos, desembocó por una de las
                        calles que dan al Prado y cerró el paso a don Mateo y al canónigo, que iban
                        primero.</p>
                    <p>Ambos compañeros dirigieron la vista hacia aquel punto.</p>
                    <p><said>—Algún herido</said> —dijo el ex dómine y también ex secretario ya del
                        excelentísimo señor conde Coveo.</p>
                    <p><said>—O algún beodo</said> —observó el canónigo.</p>
                    <p>La sombra triangular de la camilla, que llevaban dos robustos negros, se
                        dibujó, prolongada por los oblicuos rayos del sol, sobre el polvo de la
                        calle.</p>
                    <p>También los mástiles de aquel vapor, en que se alejaba tan satisfecho el
                        señor conde Coveo, estaban enrojecidos por la luz del mismo sol. El Neptuno
                        de mármol podía ver, a un mismo tiempo la camilla y el buque.</p>
                    <p>Cuando la camilla estuvo a un paso de don Mateo, que, según queda dicho,
                        caminaba a la cabeza del grupo, alcanzó a ver el ex dómine las facciones del
                        que iba tan tristemente conducido allí dentro.</p>
                    <p>Aquel pálido semblante de anciano se le quedó grabado de extraño modo en la
                        retina: pensaba que aquel desdichado no le era desconocido.</p>
                    <p>Y por mucho que caviló no pudo atinar que aquella cara la había visto, en el
                        pórtico de Tacón, al salir del teatro aquella noche que pronunciaron el
                        conde y él dos célebres discursos motivos de su mayor nombradía y
                        popularidad; aquella cara la había visto también, la noche de la boda de
                        Clotilde y el conde, en los soportales de una casa de la plazuela de la
                        catedral; aquella cara también la había acabado de ver, aquella misma tarde,
                        en el muelle, pues no era otra que la del mendigo que arrojó indignado la
                        moneda al agua y que tambaleándose fue a caer de cabeza sobre la gran
                        argolla de hierro. Cuando llegó a la celaduría la camilla, era ya cadáver el
                        pobre anciano, que aún sostenía en sus crispadas manos el bastón en que se
                        apoyaba.</p>
                    <p>Y al registrarle los bolsillos para su identificación se le encontró una
                        mugrienta cédula, de antigua fecha, despedazada, y en la cual sólo podía
                        leerse:</p>
                    <p><said>—D..., de ochenta..., de edad..., natural de Matanzas..., de profesión:
                            empleado cesante...</said></p>
                    <p>Pronto tendió la noche su manto de sombras; las estrellas fulguraban
                        hermosísimas y las agitadas olas del mar comenzaron a trazar líneas
                        fosforescentes en la oscuridad al romperse contra los arrecifes de la costa.
                        Las tiendas, las casas, los paseos, las calles comenzaron a iluminarse y la
                        gente transitaba por ellas. Y pronto comenzaron también las diversiones de
                        todos los días.</p>
                    <p>Lejos, en el mar, surcaba las olas, tranquilo y majestuoso, el gran vapor
                        arrojando por su doble chimenea gruesas columnas de humo que el conde se
                        entretenía en ver desaparecer a lo lejos, empañando a su paso el brillo de
                        las constelaciones que fulguraban mucho en la limpísima bóveda del
                        cielo.</p>
                    <p>Lejos también, en tierra, acostado en una tarima de madera en el depósito del
                        cementerio, ante una prolongada y ojival ventanilla que dejaba ver un pedazo
                        del cielo azul profundo punteado por los astros, iluminado por una vela de
                        cera dividida por el viento, a veces, en dos lengüetas que arrojaban
                        espirales de negro humo, se hallaba el cadáver de aquel mendigo que la noche
                        del festín celebrado en Tacón, recogía las migajas de pan esparcidas por el
                        suelo mientras los lacayos imitaban grotescamente los brindis de don Mateo y
                        del conde; el cadáver de aquel mendigo que se acercó a la carretela del
                        conde, la noche de su boda, y cuya mano, al extenderse para pedir una
                        limosna trazó enorme sombra en la pared del fondo del soportal; el cadáver,
                        en fin, de aquel mendigo que arrojó aquella misma tarde la moneda de oro al
                        agua y cayó de bruces sobre la argolla de hierro. Y era, aquel cadáver, el
                        del honrado e infortunado don Benigno.</p>
                    <p>Y el dios Neptuno, con la mano en la cadera, apoyada la otra en su tridente,
                        frío, inconmovible, luciendo su blancura marmórea entre las sombras de la
                        noche, contemplaba desde su alto pedestal de piedra cómo se iban cerrando
                        las puertas y ventanas de la cárcel y cómo continuaba libre y abierta la
                        entrada del puerto para tanto bribón que cruzaba por ella.</p>
                </div>
            </div>
        </body>
    </text>
</TEI>