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Empezaremos por conducir al lector a la vieja villa de Guanabacoa, que allí, en la calle de los Cocos, es donde podemos encontrar el tipo que aquí me propongo describir. Ese tipo es Jacobito, el corredor de negros, es decir, el señor don Jacobo Vendialma; mas como era tan pequeño de estatura como de alma, se le acariciaba el nombre, según vieja práctica en Cuba, y se le llamaba Jacobito.
La calle de los Cocos, hoy bastante poblada, era pobrísima en la época a que se refiere nuestra historia, porque Guanabacoa, aunque data de la época de los indios, se había extendido poco por aquella parte. Atravesábala y solía formar en ella un inmenso lodazal, una de esas pequeñas corrientes que dieron nombre a la Huanibacoa, o loma de manantiales. Allí en una casa de guano y embarrado, vive nuestro héroe en santa paz, si no con su conciencia, sí con su inseparable compañera Clemencia, pardita locuaz y desenvuelta, de quien hablaremos cuando le toque su vez, pues el turno es de Jacobito.
Bien sabe el lector que el corredor de negros es... (pronto felizmente podremos decir era) uno de los seres más dignos de supresión de la familia cubana. Si mi lector es corredor de esclavos, negará tal vez lo que afirmamos; pero lo creerá in pecto. Como el usurero, como el testigo falso, como los armadores de la trata y otros tunos del mismo jaez, el corredor de esclavos tiene el alma a la espalda y el corazón de piedra.
Jacobito lo tenía de cieno. Los corazones de piedra son leones; los corazones de cieno son hienas; sólo así se comprende que un ser humano se dé a semejante ocupación.
En su juventud tuvo oportunidad de adoptar un oficio decente: albañil, carpintero, torcedor; así lo deseaban sus padres, que eran gente honrada; pero Jacobito optó por el más lucrativo. En vender a sus semejantes no había riesgo ni compromisos; ni aun siquiera era mal mirado. Jacobito podía ser admitido en cualquiera sociedad de personas decentes. ¡Las cosas de otros tiempos! Se rechazaba al judío y al protestante porque no eran de nuestra religión y se admitía en sociedad al corredor de esclavos. Estamos en 1836.
Los tiempos van cambiando mucho. Hoy el corredor de esclavos comienza a avergonzarse de su profesión. Y qué mucho si no ha de tardar el día en que nos avergoncemos también de ser amos. Por ahora no hay derecho a reprochar a nadie lo que todos practicamos. Lo que hay es el deber de ir alumbrando las inteligencias y rompiendo el velo de la preocupación para preparar el día de la justicia y de la honra. No está el delito en ser amo, sino en abusar de serlo.
Como se puede colegir, era muy entretenida la conversación de Jacobito, esto es, entretenida para quienes gustaren tales asuntos. Solía hablar, y con plácida sonrisa, de los lances acaecidos con los negros que vendía para ingenio, y que se negaban a ir, como si el negarse les sirviera de algo. ¡Cuántas maldiciones debieron lanzar contra él la criada de mano que tuvo un desliz reproductor, el calesero del señor Conde, que puso malos ojos porque su amo le cruzó la cara, y otros que, mal su grado, se mandaban al campo, como el Czar mandaba a Siberia. Además, sabía y contaba con gracia y con detestables pormenores, esa multitud de tenebrosos hechos, posibles sólo en un país esclavista, que no se escriben, pero que ruedan de boca en boca... sin horror, sí, sin horror, porque a todo se habitúa la máquina humana.
Entre ellos el de aquel Mosquito, mulato sicario de que habla la tradición, quien, condenado a muerte, fue suplantado por un negro bozal que satisfizo por él a la vindicta pública; el de aquel amo que mutiló (él decía descompletó), a varios esclavos porque se metieron en su serrallo; el de aquella esclava que con su perro y su hijo se arrojó a un pozo, y cuya celosa ama murió poco después gritando: «¡Qué se ahogan! ¡Qué se ahogan!»; el de aquel buque que perseguido, abandonó su cargamento de ébano en un cayo y lo dejó morir de hambre, el de aquellos jóvenes blancos, adorno de nuestra sociedad, que reconocidos esclavos, murieron de vergüenza, con otros y otros horribles casos que aparecerán el día que alguno tenga la audacia de escribir una obra titulada Los Misterios de Cuba.
Será mejor que nunca se escriba.
Era Jacobito de los que vendían por mayor y menor, bien para ingenio, reuniendo un lote, o individuos aislados para servicio doméstico. En ambos casos su habilidad era inmensa para tapar defectos y disminuir la edad, teñir canas con betún, dar vida y juventud con un trago de ron dos minutos antes de llegar el comprador, así como se aviva un caballo con la espuela. En una palabra, era hombre que lo entendía.
El llanto de la madre que veía morir a su hijo, porque mandarlo al campo o a otro ingenio donde no lo vería jamás, era como morir para ella; la maldición del padre o del hermano. Todo eso era para él música celestial: no le impedía ser do quiera bien recibido.
Sin embargo, aquel ente (nos duele llamarlo hombre), iba los domingos a la iglesia, rezaba, se daba golpes de pecho, se santiguaba con agua bendita. Es verdad que las conciencias cargadas son las que más necesitan tales actos; pero también eso indica que muchas veces la culpa consiste más en el error de las instituciones que en la perversidad individual. Con facilidad transigimos con la conciencia, y aceptamos y nos perdonamos el mal, cuando lo vemos practicando por una colectividad. ¿Pues no habéis visto ordenar o admitir el castigo de su sierva a la joven sensible, a la mujer piadosa que da limosna, que simpatiza con los afligidos, y consuela al menesteroso? Y tal vez esa sierva fue la compañera de sus juegos de infancia, acaso su hermana de leche... y aun no de leche! Por eso es preciso convenir en que el mal trato a los esclavos procede en algunas personas de hechos inconscientes a que los arrastra la costumbre inveterada.
¿Y qué se hacía de aquellos infelices que, contra su voluntad y deseo, eran enviados al campo? Cualquier día que el lector esté desocupado, le invitaremos a seguir a uno de ellos. Aquí tenemos donde escoger en el siguiente lote, vendido para el ingenio La Esperanza, a tres leguas de Magarabomba, jurisdicción de Puerto Príncipe. Lista ya bastante atrasada, según se desprende de su fecha; pero es justamente, entre las que guarda Jacobito, la que más nos conviene estudiar por ahora:
Lista de los esclavos vendidos al Excelentísimo señor don Juan N. Castaneiro para su ingenio La Esperanza
Se ve, pues, por la fecha, que la negociación precedió sólo treinta años al en que empieza nuestra historia. ¿Vivirán aún? Lo veremos. A la derecha del papel se leen estas palabras: Nota sobre Romualdo...; pero lo demás está borrado con raya de tinta.
En cuanto a los precios de Jacobito, ciertamente que no asustarán al lector, máxime si tiene en cuenta que de ahí ha de deducir su moderada ganancia. La mercancía ha ido subiendo con los tiempos en proporción al desarrollo de la industria. Los primeros trescientos vendidos en 1524, todos varones, se vendieron en 47 y 50 pesos por cabeza; pero hasta los días de Concha no subieron a mil pesos. Es que en aquella época tenían menos que hacer y se vendían por lo general de primera mano.
Antes de todo, es preciso que el lector comprenda lo que es una venta de negros, y modo de efectuarla. Todavía en los días en que escribimos esto, son Cárdenas y La Habana los mejores mercados. ¿Habéis visto vender un caballo o una partida? Pues tiene mucho de análogo. Se le miran los cascos, y al negro los pies; se le hace caminar, al negro también; se le exploran los dientes, el pelo, la presencia; se le hace hablar, se le examina cuidadosamente el aparato tal, porque son proclives a cierta enfermedad. Y luego la escritura dice: «Sin responder a tachas»; de modo que el vendedor siempre queda en salvo. La voluntad del vendido no cuenta para nada. No hay voluntad en lo que es cosa.
Si quiere más pormenores, edifíquese el lector con la inspección del siguiente documento, del que conservamos original impreso: pertenece a la época de los barracones.
Papeleta de barracón
Muy señor mío: sírvase usted formar escritura a favor de D. N.... N.... de una negra que le he vendido del armazón que ha conducido de la costa de África el bergantín nombrado... su capitán D. N.... N.... en el precio de... con la calidad de bozal, alma en boca, huesos en costal, a uso de feria, sin asegurar de tachas ni enfermedades, mal de corazón, gota coral, de San Lázaro, ni otras cualesquiera que pueda padecer la humana naturaleza, porque todos corren por cuenta del comprador como también la escritura. Nuestro Señor guarde a usted muchos años. Habana y Setiembre 2 de 1821.—Firma del negrero.—A la margen la filiación.
«Alma en boca» quiere decir: aunque se muera dos minutos después de haberse vendido. «Huesos en costal» no sabemos lo que quiere decir; a no ser que, como llegaban muertos de hambre, se pretende indicar que se vendían sacos de huesos; o tal vez será como si se dijera de un mulo: «Bien sea para carga o para tiro.»
El corredor no es más que un intermediario, pero cuando se presenta un buen negocio y no hay comprador, el corredor compra y guarda, ganando entonces mucho más por su corretaje o intervención. Así lo practicó Jacobito muchas veces, y jamás ocurrió el inoportuno caso de cogerle cariño a un siervo hasta el grado de conservarlo. En cierta ocasión tuvo algún tiempo en su poder a una negrita macuá muy ladina y bastante agraciada que se llamaba Magdalena. La trató muy bien. Parece que hizo algo más que tratarla bien. Pero Clemencia rabiaba de celos, sobre todo cuando vio a la negrita encinta. Jacobito remedió el mal incluyéndola en uno de los lotes que vendió a La Esperanza.
Tal era Jacobito de desamorado y tal es la entidad con quien tenemos que lidiar en esta historia.
Veamos ahora quién es Clemencia. Desde luego podemos asegurar que por el año tres o cuatro, era una bellísima mulata de dieciséis años, modelo a pedir de boca para quien hubiera querido representar el tipo de la Venus de Cobre. Verdadera criolla: ojos negros y brilladores, boca pequeña e incitante, talle flexible. Todos sus movimientos eran voluptuosos. Unido a esto las cualidades morales de las de su raza que, como se sabe, son vehementes en sus odios, vehementes en sus amores, precoces y exageradas en sus facultades intelectuales y corporales.
¡Cuánto podría sacarse de esas criaturas que rodeamos de acechanzas porque nos figuramos que han de caer! No las creíamos facultadas para ser honradas sino a su modo. A ese modo lo era Clemencia. Malas lenguas decían que, en las frecuentes ausencias de Jacobito, quien a menudo iba al campo a negocios, la mulata bailaba, paseaba y se divertía con el afán de quien aprovecha una ocasión. Esto no impedía que llamara a Jacobito su «inseparable querubín», que nunca falta a la mulata una expresión de cariño aun para las personas que no ama. La ironía es el alma de su conversación.
Empero, en el año de nuestra historia, Clemencia rayaba en poco menos edad que Jacobito, y su carácter convenía muy poco con su nombre. Era áspera, voluntariosa, irascible, y tan propensa a la venganza como al olvido de las injurias: Decidora hasta dejarlo de sobra, y curiosa hasta la inconveniencia. Jacobito no arreglaba negocio de que ella no se enterara, escuchando por detrás de las puertas. Por esto el corredor muy a menudo se los iba a arreglar al campo.
Este carácter de la mulata dependía de su educación, pues en su juventud había podido satisfacer caprichos de que se veía ahora privada. Es el caso que una vieja tía suya que poseía algo, la había adoptado por compañera y heredera en razón de haber perdido su único hijo, ahogado, según se creyó, en la playa de Tallapiedra, en ocasión que iba para la escuela de Mamá Chumba donde se aprendía a rezar, coser y leer la letra gorda de imprenta. Pero apenas en edad núbil la mulata, el corredor se enamoró o lo fingió, y ella se dejó arrastrar por la suave pendiente, o porque no tenía más porvenir que unit.se ilícitamente a un blanco, o porque estaba hastiada de aquella vieja maniática que soñaba con los tiburones que se habían comido a su hijo.
El corredor vislumbró una ganga y la sedujo en el concepto de que, heredera de las tres casitas que la vieja poseía en el barrio de Jesús María, éstas vendrían a parar a su posesión, pero la vieja, indignada, llamó a su lado a otra sobrina, Lutgarda, que era ahora el objeto de todo el odio de Clemencia. Y como ese odio ya tenía su blanco, no descargaba con tanta violencia sobre su inseparable querubín, esto es, sobre el corredor, que era la verdadera causa de su exclusión.
No por eso faltaba en aquel pseudomatrimonio borrascosas escenas basadas en fútiles pretextos, cuando reclamaba Clemencia pulseras de oro iguales a las que estrenaba Lutgarda, o ser llevada como ella a los baños de Madruga, o asistir, con traje nuevo, a los bailes de Farruco, que eran entonces los de mayor boga.
Una de las cosas que más la hacían rabiar eran los versos que Blas Guitarra dedicaba a Lutgarda. Blas Guitarra era un mulato improvisador, que tocaba el instrumento a que debía su apodo. Se llamaba Blas Iturreberrigorrigoicoechea, y no hay para qué decir que era hijo de vizcaíno. Este nombre, por largo, ya reclamaba un suplente. Su carácter, era pacífico cuando se le dejaba en paz; mas, ¿cómo no merecer el odio de Clemencia, si en unas décimas de Nochebuena había llamado a Lutgarda el sol de Jesús María?
—Porque bien sabe Dios y la Virgen que está en los cielos —solía decir aquélla irguiendo la cabeza y poniendo los brazos en jarra—, que si yo no tengo pa correl y divertirme, el muy endino se tiene la curpa, que si me hubiera dejao tranquila con mi tía, no hubiera venido la muy arrastraa de mi prima a quitarme mi lugar que yo me tengo mereció y muy mereció, aunque me esté mal el decirlo.
—Pero, muchacha —contestaba Jacobito—, tú estás de moño virado. Si esa vieja está loca y reloca, ¿qué diablos podías esperar de ella?
—Esa vieja que está loca y reloca, pa algo servía, puesto que tiene sobraísimo dinero que debía ser mío dende que su hijo se ahogó en la playa. ¿No la he estao yo cuidando aburría hasta de mi suerte, más de veinte años? ¿No la he llevao más de cien veces a la playa, que entoavía quería encontrar al chiquillo la muy tonta, que no ha buerto a comer pescao, porque dice que se comieron a su hijo, ni me quiso mandar a la escuelita de Mamá Chumba, que en paz descanse, que enseñaba a coser y a rezar, sólo porque el chiquillo, que Dios tenga en su gloria, iba pa la escuela cuando se le antojó irse a bañar a la mar; y que ni siquiera he lograo que me compre ni un medio de gloria, que así se la dé Dios toa, y too por causa de esa indina, que no hace más que embaucar y adular a la vieja, como si toos no sernos tan hijos de Dios como ella. Diga la muy sinverüensísima si no se quedó con mi guayo de hacer catibía, y si cuando su madre tenía pujos que le presté el semicupio, si no fue preciso que andáramos con la justicia pa que me lo devolviera. ¿Y usted se abochornó de eso? Pues lo mismo se abochornó la muy perrísima. Y esa es la que llamaba sol de Jesús María aquel mostrenco improvisaor, arrastraa como toa su ralea, que bien dicen que por donde brinca la yeguanca brinca la potranca. Y por esta santísima cruz (formándola con los dedos) que me alegro que se lo llevaron pa Ceuta, cuando se vistió de máscara y que se emborrachó y que le dio una cortaura al niño Juanillo que...
—¿Qué niño Juanillo? —pregunta Jacobito.
—Qué sé yo —contesta la mulata, bajándose a coger una puiga que le molestaba en las medias—, uno que ñamaban el Niño Juanillo, que era muy bien pareció y que iba por Jesús María, porque en casa de mi tía le lavaban la ropa. Y eso es lo que se decía, que yo para mí tengo que pa algo más iba por allí el niño Juanillo. Dígalo si no los regalitos que le hacía a mi tía, y el dinero que le emprestaba; es decir, se lo emprestaba; pero, ¿usted se lo devolvía?... pues por esta (besando la cruz que formó con los dedos) que lo mismo se lo devolvía ella. Es verdad que mi tía era en aquel entonces la negrita más despabilaa de Jesús María, y que toos los mocitos pasaban por allí pa verla dende mucho antes que se apareciera esa perdía de Lutgarda, tan calambuca y tan farasísima que no sé como tiene cara en que persinarse.
Cansado está sin duda el lector de razonamientos tan ilógicos.
Y el auctor de escribirlos.
Miradlo allí medio oculto entre las ramas del umbroso bosque, en la cima de la empinada, inaccesible sierra de Cubita: alto, fornido, ceño adusto, cutis bronceado. Es un mulato. Su mirada es melancólica y un tanto felina. Su contraída boca parece respirar odio; sus descalzos pies están traspasados por las zarzas. Diríase que es el adusto genio de los bosques. Sus fuerzas son atléticas, aunque en toda su persona se nota el abatimiento causado por el hambre y las privaciones. No teme ni la soledad ni la intemperie; pero el ladrido de un lejano perro le sobresalta.
Se llama Romualdo. ¿Por qué es cimarrón?
Si nos trasladamos al ingenio La Esperanza, partido de Magarabomba, Puerto Príncipe, sabremos la causa.
No preguntemos al mayoral; dirá que es un perro holgazán. No preguntemos al amo; dirá que es un perro cachorro.
Perro cachorro son las expresiones más ofensivas que usamos para los negros. ¿Por qué? El perro es un animal noble.
La verdad es que aquel pobre esclavo era el que recibía peor trato en la finca; y era aquella una finca en que el terror, como en otras muchas, respondía de la producción. ¡Cuántas veces el capitán del partido tuvo que tapar y que coger! ¡La vida de un negro! Hoy la apreciamos un poco porque escasean los brazos.
En cuanto al cura del pueblo, era un hombre de conciencia, respondemos de ello. Miente quien diga que facilitó fes de bautismo para remplazar al esclavo muerto con el emancipado, o sea, esclavo del gobierno; miente quien diga que por tanto o cuanto se prestó a dar la fe de defunción, y ocultar lo que convenía a algún pobre hacendado en los casos de muerte inexplicable. Es verdad que, por desgracia, tales cosas se repiten a cada paso en Cuba; mas nunca entró por ellas el buen cura de Magarabomba.
Al contrario, era voz pública que compadecía a la raza desheredada, reprobaba los fáciles certificados de capitanes y facultativos, y, por razón de los tiempos, callaba. Callaba, o si hablaba era para lamentar el estado de cosas y para interceder en favor de los que sufrían tanto y tan sin esperanza.
¡Cuán pocos cómo él! Mirando el azúcar en los secaderos, solía exclamar:
—¡Cuántos amargos cuesta ese dulce!
Sobre todo se dolía de aquel pobre mulato Romualdo, a quien veía víctima del odio del amor y del mayoral.
¿La causa de ese odio? Se ignoraba, pero era mulato; se veía allí la sangre europea. Sus facciones regulares tenían más del tipo circasiano que del etíope. Debía ser feo para aquéllos, de frente comprimida, labios gruesos, quijadas salientes y mirada feroz. En la mirada de Romualdo había más melancolía que fiereza y resaltaba en su frente cierto sello de dignidad. Dignidad en un esclavo. Ni los negros lo amaban. Por lo general no aman al mulato, porque ven en él cierta superioridad que los humilla. Además, Romualdo, criado con ellos en la finca, no hablaba bozal, no bailaba el tango, a no ser que el mayoral estuviera de humor y se lo hiciera bailar mal de su grado. No se ponía el gorro de frazada ni gritaba en el castigo, lo que hacía rabiar al mayoral. Tampoco seguía en coro esas melancólicas canciones conque los africanos suavizan sus faenas, y en la hora de solaz meditaba. ¡Desgraciado el que medita cuando no hay una esperanza que lo alumbre, una ilusión que lo aliente!
Se sabía unas décimas, o, más bien, imperfectos versos que había aprendido de oídas cuando chico, y a solos dos murmuraba melancólicamente, como confusa sombra de un pasado que se había ya borrado de su memoria; pudiera decirse un recuerdo maquinal, puesto que él mismo no podía ya darse cuenta de él.
¡Cosa rara! Sabía rezar.
Conservaba voces y frases de rezos que no se enseñan a negros esclavos.
De chico había dado en la manía de decir que era habanero y que se llamaba Toribio. El amo dispuso que se llamara Romualdo. Un negro fue severamente castigado porque distraídamente lo llamó Toribio el habanero; y desde entonces nadie dijo sino Romualdo.
Toribio o Romualdo, ¿qué más da? Siempre era un perro cachorro.
—Yo le doblaré el cogote a ese cachorro —decía el mayoral con ira reconcentrada—; todavía está por la primera vez que ese bribón haya venío a hincarse pa pedirme la bendición.
Mucha parte de sus faltas procedía del cura que lo compadecía, y lo disculpaba. Una vez quiso comprarlo por compasión; pero no había dinero; y además: Romualdo no debía salir de una finca donde se hilaba tan delgado. Había visto mucho, podía hablar mucho cuando conociera todo mundo. Allí debía vivir, sufrir y morir, porque así lo disponía la omnímoda voluntad de otro hombre. Estamos en 1836.
¿Era áspero de carácter? El cura decía que era por dignidad humillada.
¿Contestaba cuando se le inculpaba algo? El cura afirmaba que era el sentimiento innato de la justicia que, en él, resplandecía.
¿Se quedaba parado, estático, meditando al conducir su brazada de caña al trapiche? El cura creía que pensaba en su hija, y de aquí deducía que era un buen padre.
Porque Toribio el habanero, o bien, Romualdo criollo, como quería el amo, en unos amores puramente de esclavo, es decir, sin licencia del señor cura ni de nadie, había tenido una hija con Dorotea, su compañera de trabajos.
Dorotea era esclava y negra; por tanto, la hija china y esclava. No había ley que protegiera los vientres. El hijo de mi esclavo era mi esclavo, como el hijo de mi yegua es mi potro.
Blasa fue su nombre. El padre quería que se llamara Felicia; pero el amo ordenó que Blasa. Entonces Romualdo pidió que se le pusiera el nombre de Dorotea, como su madre.
Pero el amo sentenció que Blasa.
Los esclavos no tienen facultad de elegir nombre para sus hijos, ¿pues acaso pagan el bautismo? Además, Blasa o Felicia, ¿qué más daba? Siempre había de ser una perra cachorra.
Tenía ya sus nueve años y era huérfana de madre. Dorotea había muerto, nadie sabía cuándo, porque nadie recuerda cuando murió un esclavo.
Romualdo sí lo recordaba, y lo recordaba con tenacidad, como suceso capital en una existencia tan monótona. Y es lo peor, que desde aquella muerte, el rebelde esclavo dio en creer que él era la causa, porque sospechó que el odio que se le tenía, se había trasmitido como un tifus a la pobre Dorotea; y dio en pensar que las rudas faenas y el rigor del mayoral, la habían matado.
¡Falso! El médico certificó que había muerto de tabardillo; y aun añadió, para que nadie lo dudara:
—Enfermedad común en los negros, porque andan mucho al sol.
Sí, falso, porque la enfermera Ma Concha declaró que en su último momento no hablaba del mayoral, sino sólo pedía que la sacaran del cepo, y que viniera Romualdo y su hija; lo que el mayoral negó porque no se les pegara la enfermedad. Sí, falso; porque el mayoral declaró al amo que si la había castigado con tanto rigor, era por perra cachorra, que no había querido llevar cuenta, y que eran habladurías del táita mulato y de la dotación, lo de que él había pretendido tal y tal cosa con la negrita, y que por celos se había excedido, y que era falso que hubiera jurado matar al mulato, y añadió que al que le volviera a refunfuñar, lo desnuncaba de un garrotazo, y concluyó diciendo:
—Y sepa usía que si ya le he despachao ocho negros, también he aumentao el ingenio a dos mil cajas, y que sin cáscara de vaca no se hace azúcar y se arruina la isla.
La cáscara de vaca es el látigo. Se hace de tiras de cuero retorcidas, y luego trenzadas a tres, rematando en una mecha o pajuela de cáñamo: todo lo cual se ata con una lazada de la misma materia a un duro mango de unos sesenta y cuatro centímetros de longitud. Digamos tres cuartas, puesto que nuestros mayorales todavía no han adoptado el sistema métrico, ni creo, que piensen hacerlo.
Es industria lucrativa. En nuestros campos hay buenos torcedores, como buenos amarradores en nuestras vallas. Muchos han ganado honradamente su vida torciendo cueros o amarrando espolones.
Una observación penosa es que el látigo, o cuero, que así se llama, por muy eficaz que sea, no puede matar sino por exceso de uso, y por tanto la muerte de un esclavo bajo el castigo supone un inaudito refinamiento de crueldad. El chasquido que produce es tan fuerte como un pistoletazo.
Sea lo que fuere, es lo cierto que desde entonces el carácter del mulato Romualdo se hizo más melancólico, más taciturno e intratable. Comprendía la tirria con que le honraba el mayoral, porque se había interpuesto entre él y aquella linda negrita que era la flor de la dotación. Sabía que el amo lo detestaba porque había pretendido, por pura perrada, llamarse habanero; y también sabía, por dolorosa experiencia, que no se necesita el elemento del odio para beber hiel en un ingenio.
Sin embargo, se resignaba y callaba. Acaso alguna vez, al recibir un latigazo en la cara, una mirada de tigre fulguró lúgubre y siniestra en su pupila; pero fue arranque pasajero que la prudencia le hizo ahogar. Y era el caso que amaba a su hija, criatura de poco más de ocho años que empezaba ya su vida de labores, barriendo la enfermería, recogiendo basura, o trayendo o llevando una candelita (que no se usaban fósforos), o llevando recados a la casa de vivienda, que así se llama a la en que vive el amo, u otros quehaceres a su alcance. Con qué tristeza la miraba en la edad del retozo para otros, vestida de listado tosco, cortado el pelo ras en ras, pagando ya su mantención con sus servicios incesantes, y a veces con la descuidada ignorancia de un muchacho, juguetear con los otros criollos y burlarse de la gruesa enfermera Ma Concha, que reía buenamente con las travesuras de la rapazuela, porque la tal Mamá Concha, a quien Romualdo, sin saber por qué llamaba Chonchón, era una de esas negras con cara de pascuas, que siempre, en el fondo del abismo, están de buen humor como si quisieran ocultar tras la risa exterior la negrura de su suerte.
Sí, la amaba. Los blancos nos figuramos que los negros no aman, y separamos fácilmente la hija de la madre. ¡Error! Los negros sí aman, tal vez más salvajemente, pero más. El corazón humano siempre necesita amar algo; y ellos, fuera de su familia, no tienen a nadie, ni a Dios, porque no nos ocupamos de hacérselo conocer; aunque ellos más que nadie necesitan la presencia de Dios para poder soportar el peso de la vida. Por eso aman a su mujer, a veces; a su hijo, siempre. Así se explica la amistad de un negro con un perro, si se le permite tenerlo, nunca con un gato; porque no encuentran en él un amigo que los salude con la cola al entrar en su tosco bohío. Bien se sabe que con aquel único compañero, se han arrojado algunos a un pozo, no queriendo que les sobreviviera para quedar víctima de los blancos.
Desgraciadamente, resignarse y cumplir, no les salvaba de los rigores del ingenio. La justicia del ingenio era el antojo de don Robustiano. Don Robustiano era la flor y nata de los mayorales. ¡Había puesto el ingenio en dos mil cajas! Esto era el sello para tolerar y sancionar cuanto hiciera.
Era en suma un mayoral como los que había en aquella época... y en la nuestra. Los negros temblaban ante él, como tiemblan ante todos los mayorales. ¡Tienen unos modos de hacerse respetar! Se castiga al malo para hacerlo bueno; se castiga al bueno para que no se haga malo; toda falta trae castigo; si se descubre, el reo, sobre él, sino sobre el sospechoso; si tampoco le hay sobre todos; se considera pernicioso que pasen varios días sin que la dotación presencie algún castigo. He conocido un mayoral que, al entrar en un acomodo, comenzaba por pasar revista (era su expresión) a toda la negrada; y si se le preguntaba por qué lo hacía, contestaba:
—Para que prueben mi mano y me anden derechitos.
El lector se ríe, creyendo que exageramos; pero desgraciadamente el hecho es histórico. Los dueños, por lo general, residen en La Habana, o en el poblado inmediato; pero también a veces en la finca, y a sus ojos pasan crueldades que no tratan de impedir, porque la bondad de un mayoral se gradúa sólo por el aumento en la producción cualesquiera que sean los medios de que se valga.
El mayoral, aunque causa indirecta, aunque no es más que un instrumento ciego, carga con todo el odio de los negros. De las leyes, ni mayoral ni amo tienen que ocuparse; no se extralimitan. Por mucho que se excedan en la sevicia no pasan de los límites de la legalidad. Y ¿podrán ser muchos los hacendados que usen con moderación ese derecho irresponsable que la ley les concede?
¡Pobre Romualdo! ¡Quién podría calcular lo que había sufrido en su desvalida niñez! ¡Quién los dolores que había devorado en su miserable vida de hombre sin derecho ni a quejarse! Indefenso, porque esclavo, y odiado hasta de los negros, porque mulato, cuántas veces en la lenta agonía del cepo había pagado culpas ajenas o culpas de nadie; cuántas en el inmundo tumbadero sirvió de desahogo al mal humor del mayoral; ¡cuántas fue pábulo del contramayoral, un esclavo como él, que exageraba su rigor con sus compañeros de infortunio para hacer méritos de lealtad y vigilancia! Él mismo no comprendía cómo había podido llegar a la edad de cuarenta años; porque no tiene más de cuarenta ahí donde le veis encorvado por el sufrimiento y los trabajos y representando sesenta.
A menudo cuando se quedaba estático, abstraído, meditando en su despiadado destino, o, como olvidado del mundo contemplando a la criollita Blasa, un palo, un repentino latigazo lo despertaba; nunca una bofetada, que a eso llaman ensuciarse las manos.
Un día... Era al principio de molienda. Felicia, o sea Blasa, dejó caer el canasto de basura demasiado pesado que llevaba a la cabeza. La falta era grave. Un latigazo recordatorio era ineludible.
El mayoral levantó su pujante brazo. Romualdo, dejando su brazada de caña, corrió y se abrazó a ella para recibir el golpe.
—¡Perro! —gritó don Robustiano, fulminándolo con una mirada de tigre.
—Mi amo, mi amo —dijo el esclavo—, su merced perdone; mi hijita no ha hecho nada, mi hija no puede... mi hija... perdón...
No pudo decir más porque fue arrojado al suelo de un golpe dado con el mango del cuero.
Eso era justo en el año 36. El esclavo no habló con la debida sumisión. Un esclavo a quien se da de palos no puede hablar sino besando la tierra, y con la palabra porió (por Dios) en los labios. Con dignidad y vergüenza no se hace azúcar.
La Blasa fue desde entonces separada del padre, y destinada a ayudar en los trabajos del tejar, de modo que sólo volvía por la noche a dormir con los demás criollos en la enfermería. Romualdo fue conducido al cepo, castigado, a la mañana siguiente, y luego condenado a grillos perpetuos con cadena y maza; pero el amo al llegar y enterarse del hecho, conmutó la sentencia en dos meses de grillos. ¡Desgraciado el esclavo a quien el amo por inadvertencia da un momento la razón sobre el mayoral! El amo halló circunstancia atenuante, o quiso hallarla por necesitar toda la habilidad del esclavo, y en uso de su plena soberanía, consideró purgado el delito con el cepo y el castigo.
Castigo se llama por excelencia al del látigo, como si el cepo y los grillos no lo fueran. ¿Sabe el lector lo que es el cepo? El tormento de la inmovilidad, el torcedor de la inacción, el resumen de todas las angustias, la agonía continuada. Una hora, dos, un día, una semana, a veces un mes, en una posición, sin moverse, unido al dolor intelectual el dolor corporal. ¿Y los grillos? El mayoral que los impone no los ha llevado nunca; no puede saber lo que es ese peso continuo, atado al cuerpo como un remordimiento al alma, que llaga las piernas, que mortifica, que agobia, y con el cual, sin embargo que pide inmovilidad, se han de desempeñar todos los trabajos.
Contra el cepo, el grillete y el cuero, el negro de nación tiene el único recurso del suicidio; se ahorca o se arroja a un pozo, que son los medios más baratos de morir, y con esto cree marchar a su tierra. El mulato no tiene tales supersticiones, ni siquiera el consuelo de la religión; no se la damos. Queremos máquinas a los que Dios hace hombres.
Romualdo Criollo no tenía ni había tenido nunca padre ni madre. Los esclavos, por lo general, no tienen tales parentescos. Si los tienen no les sirven de amparo ni de nada. El amo manda como padre, manda como madre, manda como juez, manda como ser supremo. Todos estos mandamientos se reúnen en dos palabras: señor absoluto.
Si alguna vez ese señor absoluto hubiera tenido que identificarlo (que no habría para qué) pudiera presentar alguna fe de bautismo por donde constaba que nació en la finca, hijo de la difunta Magdalena Macuá, y de un francés baratillero a quien llamaban Musiú Sapristí. ¿Por qué le llamaban así? Lo ignoro. Sapristí parece ser una exclamación francesa que el baratillero usaba a menudo, y de aquí que se le aplicara como apodo.
El baratillero frecuentaba la finca. Tenía por ante el mayoral tratos y contratos con los negros; pero sólo fiaba sus barajitas a la Magdalena. En ella confiaba acaso más que en la misma mayorala.
Resultado de estas confianzas fue un mulato que se llamó Romualdo, y que fue bautizado por el cura anterior.
Por donde se ve que podía ser error o superchería de Romualdo creer que era nacido en La Habana. Sin embargo, algunos negros ya viejos que sólo servían de guardieros porque habían sembrado los primeros cañaverales y visto nacer palmas que ya daban palmiche, solían decir en su bozal o media lengua:
—Ese no son la jijo francé, ése viene langenio chiquitico...
¡Desgraciados si el señor absoluto oyera tal cosa! No les hubiera cortado la lengua; ¿para qué? El cuero hace hablar y hace callar.
El cura las había oído algunas veces. No desempeñaba el curato cuando el nacimiento; pero había conocido al Sapristí, que actualmente era comerciante en La Habana, y dudaba que siendo su hijo no lo hubiera libertado en el vientre o al nacer. Esto le parecía una atrocidad; mas... ¿si acaso lo hubiera hecho? Los libros de la parroquia nada revelaban; pero como desconfiaba de las prácticas de su antecesor, se propuso ver al Sapristí en la primera ocasión que las atenciones de su curato le hicieran ir a la capital.
Entretanto el lector nos pregunta: si tan sufrido era Romualdo, si ve a su hija maltratada y se sostiene en la finca ¿cómo la relación nos lo presenta ahora cimarrón en la inaccesible sierra de Cu bita?
Eso es lo que veremos en otro capítulo, porque éste se ha alargado demasiado.
Nunca hemos descrito al cura de aldea, tipo que en Cuba, aunque planta exótica en lo general, ha llegado a formar una rama indígena, una especialidad. El cura de aldea en Cuba no es el vicario de Wakefield de Goldsmith, ni es el Miriel de Víctor Hugo, ni el Rodrigo de Manzoni, ni se toca en nada con el erudito abate de Tres Estrellas, que más bien es su antípoda; ni es, en fin, nada de lo conocido. Para estudiar la raíz de esa ramificación, trasladémonos a Madrid, que es el principal laboratorio.
Suponed que el barbero de la esquina acostumbra afeitar al señor ministro, y por su locuacidad le cae en gracia al señor ministro, y el señor ministro quiere protegerlo, y le propone vestir sotana con dispensa de órdenes, y pasar a ocupar un curato, y más tarde una canonjía en nuestros dominios de Ultramar. El muchacho es listo y acepta.
Ya tenemos un cura.
Supongamos que el hijo mayor de la familia H sale, por la gracia de Dios, feo y de comprimido cerebro, estúpido e inepto para todo. El padre dice:
—Este maldito muchacho no sirve para nada; no sirve más que para cura en nuestros dominios.
Y ya tenemos dos curas.
Supongamos que el hermano de la Paquita estorba, y que el señor Marqués quiere desembarazarse de él, enviándole a nuestros dominios de ultramar, con el objeto de...
Ya tenemos tres curas.
Los ejemplos están tomados de casos históricos y probablemente el lector los conoce. Esto, sin embargo, no se opone a que nuestro Seminario de San Carlos nos presente curas que siguieron académicamente, y curso por curso, toda su carrera literaria, pasando por bachiller, licenciado, hasta doctor en teología. Antes de llegar a bachiller habían pasado por cosas peores, pues eran los duros tiempos en que regía en las escuelas del reino y de la colonia el infanticida principio: la letra con sangre entra.
A la primera clase pertenecía el de Magarabomba; pero era una de las honrosísimas excepciones, porque las hay. Pobre, pero honrado; ignorante, pero benévolo. En un pueblo de campo, eso es lo que más vale. A los pobres que no saben latín, el ejemplo y la palabra familiar enseñan más que los discursos académicos; no van a recibir lecciones de literatura sino de moral. Y cuando se trata de ellos, sin otro consuelo, sin nadie que les muestre compasión, ¡cuánto vale para esos infelices un curita que se deje acercar sin cobrar, que les hable en su lengua, que les dice:
—El mundo de la justicia no es éste que habitamos; está más allá, viene después. Para Dios no hay amos ni esclavos. Dios recibe y oye a los buenos aunque se presenten sin zapatos y con camisa de listado. Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados.
Razón suficiente era esta para que cierta clase de hacendados no amaran al tal curita. Sus rarezas rayaban en excentricidades, en locura. A lo menos era cosa cierta que no se veían en todos los de su profesión.
Juzgue el lector por sí mismo: Primero: compadecía, en época que no era de tono compadecer. Segundo: no daba partidas falsas de defunción ni en las que firmaba cambiaba nombres. Tercero: era un desbaratado que todo lo despilfarraba en limosnas. Cuarto: de tener dinero hubiera comprado a Romualdo, sólo por aliviar su suerte. Quinto: contenía los arrebatos de cólera a que irascibles amos se entregaban, y era a menudo ángel mediador entre éstos y sus máquinas de producir azúcar. Sexto: no tenía sobrinas ni ama de llaves.
Como predicador era malo, malísimo. Si considerado académicamente, y sobre todo, para su época y círculo, era inconveniente. Contábase que, en un sermón, trató de justificar la esclavitud, explicando la maldición de Noé a Cham, pero los oyentes hallaron más razones para desaprobar a Noé, que olvidó un principio más antiguo que decía:
—No hagas a otro lo que desees para ti.
En otra ocasión pretendió sostener el derecho de los señores con un texto de Jeremías; mas, sin saber cómo, los oyentes notaron que se había ido a la parte contraria, y suplicaba a los esclavos que perdonaran a los amos para que Dios también los perdonara.
Y, por desgracia, al hablar de malos amos (estamos en el año 36) hablaba de la mayoría, inclusos en ella muchos de los que se creían buenos.
Sucedió una vez, y fue éste su mayor delito, que, en pleno sermón, teniendo que nombrar a los negros pequeños los llamó niños. ¡Qué horror! ¡Llamar niños a los hijos de los negros! Eso no se había oído jamás en Cuba, y ya se comprende que el predicador era recién llegado. El pobre hombre, sin embargo, no había pensado faltar a la decencia ni ofender a nadie. No se le ocurrió otra palabra ni se ocupó en buscarla. En la Península suelen llamarlos cachizambos; pero ese nombre encierra algo de burlesco y no se podía usar en el pulpito. Se dice que varios hacendados que lo escuchaban con devoción, se levantaron convulsos y le volvieron la espalda.
—Es preciso que nos quiten de aquí a ese fraile inconveniente.
Y el pobre fraile inconveniente decía después con evangélica mansedumbre.
—¿Conque me quieren mal porque he dicho niños? ¡Cuestión de palabras! Pues bien, en adelante no diré niños; no diré ni aun negros; los llamaré monos.
Y así lo hizo; pero esto no aplacó la prevención de los tenedores. Porque era en efecto cosa que exasperaba el ver a aquel inconveniente, que se llegaba a los monitos, los acariciaba, reía con ellos y les regalaba alguna tablita, que nunca faltaba en sus faltriqueras.
Y era cosa que suscitaba más la ira, cuando el cura atravesaba alguna finca, el ver aquellos monitos, machos y hembras, y todos en traje-adán, que salían saltando de júbilo a recibirlo y detenían el caballo, y con mucha monería se hincaban en rueda para pedirle la bendición, y luego se acercaban con chocante familiaridad y le cogían la sotana y el cura se reía, o fingiendo enojo los regañaba y los despedía dándoles los mendrugos de pan de que llevaba llenos los bolsillos.
Hacendados hubo que no pudiendo impedir al cura el paso, porque esto era inadmisible, prohibieron a los monitos salir del barracón cuando aquél asomara. Pero los malditos monos escapaban olvidando el látigo y desobedeciendo al Niño Fulanito, que siempre fue costumbre en los negros llamar niño al amo, cualquiera que fuera su edad, terminando el nombre en ito o en ilio como niño Panchito, niño Juanillo, etc.
Niños son nuestros hacendados o nuestros amos aunque peinen canas.
Imagínense qué pensarían los niños, acerca de los negros grandullones, de aquellos salvajes obreros, que también ansiaban ver y escuchar ai que les traía palabras de amor, caridad y perdón; porque, en efecto, si el Cura les hablaba de religión no era. para aterrorizarlos con el tronar de las venganzas celestiales, sino para consolarlos con el Evangelio que aplaca las iras y engendra la resignación.
No bastaba para él probar a los negros la existencia de un Dios, porque siempre éstos hubieran dicho:
—Existe enhorabuena; mas ¿para qué sirve?
Era preciso, y aquí su principal, afán, fortificar el alma, calmando la desesperación por medio de la esperanza. Sin ¡a eficaz influencia de la esperanza, poco debía importar la existencia de un. Dios que era omnisciente y omnipresente, pero no era omnibusbono; y así junto a un suelo lleno de amos altivos y descontentadizos, pintaba un ciclo lleno de esclavos... libres y contentos. No mucho, pues, que su imagen como signo de paz y conciliación se interpusiera entre el odio de éstos y las causas motoras. Los que sufrían hambre y látigo y desprecio llegaban a esperar, y esa esperanza era un alivio único en su miseria.
—Oh siervos, obedeced a vuestros amos —solía repetir con San Pablo, y guardaba para los amos la segunda parte del verdeto:
—Oh, amos, no provoquéis la cólera de vuestros siervos.
Por todo esto, cada vez que fue relevado en los curatos de campo que había servido, hubo blancos que aplaudieron y hubo negros que lloraron. Y esta era la gloria de aquel imprudente. No parecía cura del año 36. Y no es que pretendiera ser para la raza negra lo que Las Casas fue para la india; es que tenía un corazón naturalmente noble y bueno, corazón que lo inducía siempre a ponerse del lado del desvalido, y así, sin pretenderlo, ni aun pensarlo, se convertía en protector, ¡protector débil! Temible hubiera sido si su influencia igualara a su deseo.
En La Esperanza era conocido en su verdadero carácter, porque allí también, cuando el ejercicio de su profesión le hacía visitar o atravesar el ingenio, se acercaba a los humildes y sembraba resignación para recoger bendiciones, en los que cosechaban ingratitud y dolores.
Si hablaba más con Romualdo era sólo porque lo veía más desgraciado y porque notaba en él cosas que no le era posible comprender. Es verdad que la facultad comprensiva del buen cura no era grande. Valía más su intención que su penetración. Limitado, pero probo; así es mejor.
Aquellos versos que sabía el mulato, y que llamaba décimas, ciertas palabras o frases de juegos infantiles no aprendidas en la finca; aquel imperfecto rezo, aquel residuo, aquella reminiscencia de otra edad, confuso recuerdo que quizás alumbraba ahora su memoria para hacerla más tenebrosa, como suele el relámpago en la borrasca, todo aquello suscitaba vivamente la curiosidad del Cura. Y la suscitaba más porque el mulato, en razón de que era muy despierto, no se le permitía jamás salir de la finca.
Los versos copiados por él, según lo que dictaba el esclavo, decían así:
Oh, Virgen, madre piadosa,
Vuelve tus ojos,
Que en el mundo de abrojos
Imploro tu protección.
Yo te consagro mis hijos
Para que tú con reverencia
Dirijas su corazón.
Sé tú la luz de los escollos del mundo,
por el dolor profundo
del que murió en la cruz.
Yo haré que aroden tu imagen
de verdadero amor llenos,
para que siempre sean buenos:
sé tú su amparo y su luz.
Comprendió el cura que esta plegaria, no escrita ciertamente por un gran poeta, había sido compuesta especialmente para una persona, pues no se hallaba en el texto. Se refería a una madre que pide para sus hijos, y estaba incompleta o mal recordada, hallándose al parecer entero sólo el último cuarteto. Era pues un esqueleto de algo aprendido en la niñez y fijado inconscientemente en la memoria, como suelen fijarse esos aires musicales que oímos en la cuna. ¿Dónde, pues, la había aprendido Romualdo? No sería
Magdalena, no sería Dorotea quien se la hubiera enseñado; no podía haberlo aprendido en la finca. El cura se perdía en conjeturas sin llegar a resolver nada.
Inquiría a veces con el mulato; mas éste, aún después de que se persuadió que el cura era el único amigo que su raza tenía en la blanca, nada podía revelar porque nada recordaba ya. Todo se había ido borrando con el tiempo de su memoria; quedando sólo palabras y nombres sin base.
Decía el cura:
—Pero, ¿tú no recuerdas nada de tu madre?
El mulato meditaba, y luego movía tristemente la cabeza.
—¿Por qué querías que tu hija se llamara Felicia?
El mulato no sabía qué contestar.
—Yo iré a ver a tu padre cuando vaya a La Habana y le diré lo mal que te tratan.
—Dios se lo pague a su merced, mi amo —contestaba con desaliento tal, que equivalía a preguntar: ¿para qué?
Y en realidad, ¿qué esperanza podía tener en un padre que nunca había visto y que probablemente se avergonzaría de que su hijo viviera? Por otra parte dudaba si, en efecto, era hijo del baratillero. Había oído decir que Magdalena había tenido un hijo con el mismo corredor Jacobito. ¿Sería él el vendido por su padre?
Nada sabía de esto el Excelentísimo señor Castaneiro, quien miraba el caso con la indiferencia que del caso parecía merecer.
¿Quién era el señor Castaneiro? El lector extrañará que habiéndolo nombrado varias veces, nada hayamos dicho sobre él; pero esto consiste en que a pesar de su alta categoría, es aquí personaje secundario, y lo necesitamos poco para nuestra historia. Basta decir que era rico por herencia, y que en su juventud había sido en La Habana un calavera. Comilonas, amores, o más bien placeres ilícitos, desafíos, nada de eso le había faltado. La había privado de valiente, y conservaba aún sobre la sien izquierda la cicatriz de una herida, que él decía noblemente ganada en un duelo. Muerto su padre, que era un jefe de aduanas, heredó La Esperanza, y se retiró a ella donde la atención a sus intereses le hizo adoptar una vida menos borrascosa.
Viudo sin sucesión, Balzac lo hubiera llamado una ruina. Era de ver con qué fanfarronesca altanería el viejo propietario solía decir a su mayoral:
—¿Ve usted esta herida, don Robustiano? Pues fue noblemente ganada en un duelo.
—Pero, señor don Juan Nepomuceno —contestaba aquél—, yo supongo que Usía dejaría en el sitio a su contrario.
—No; le tuve lástima; no he querido cargar con la muerte de un valiente.
—¿Después que me le dio a Usía ese tajo? Pues yo le digo a Usía que si es conmigo se le apaga el resuello.
—Entre nosotros los nobles, una herida como ésta es un diploma de honor.
Este rasgo basta para conocer al excelentísimo señor propietario del primer ingenio de Magarabomba.
El cura, en efecto, salió poco después para La Habana adonde venía muy raras veces. Le dejaremos seguir en paz su camino. Nosotros tenemos que volver a La Esperanza para ser consecuentes con nuestra palabra. Hemos prometido en el capítulo segundo decir por qué se huyó Romualdo y ésta es la ocasión más oportuna, puesto que su fuga guarda íntima relación con la ausencia temporal del cura.
Felizmente el viaje de éste será fácil y breve: con las medidas del enérgico Tacón, la seguridad y la confianza comenzaban a reinar en los caminos y los bosques, antes plagados de fascinerosos. Por otra parte, la banda de cimarrones de la sierra de Cubita, capitaneada por el negro Juan Bemba, si bien ni inspiraba temor a los viajeros, pues sólo de noche y desarmados salían a merodear, si inquietaba a los hacendados por el mal ejemplo que sentaba, y se había organizado una batida en forma de los rancheadores para exterminarlos o volverlos a sus fincas. Se quería aprovechar la presencia allí de la histórica partida de Armona, fundada por el general Mahí, la que había sido desde este gobierno terror de los bandoleros, y que debía recorrer toda la orilla del Caunabo, en persecución del tristemente célebre Juan Rivero, quien, perseguido y desalojado de Villaclara, se suponía refugiado en aquellas asperezas. Este momento aprovechaban también los que tenían que venir a La Habana, pues mientras la partida permaneciera por aquellos contornos se creían garantizados los viajeros.
Armona juraba entregar a Juan Rivero.
Los rancheadores se prometían acabar con Juan Bemba, jefe de los apalencados.
Sólo hacía una semana que el cura había partido, cuando ocurrió en La Esperanza, al oscurecer, uno de esos incidentes bien comunes en nuestras fincas de campo.
Se incendió la bagacera.
Hoy se sabe que una bagacera puede prenderse por combustión espontánea, en razón de los gases inflamables que se desprenden de las materias orgánicas en descomposición; díganlo los fuegos fatuos tan frecuentes en las fornallas de los ingenios y en los cementerios de campo. Pero entonces eran más escasos que hoy los conocimientos científicos, y si lo eran en La Habana, ¿cómo podían haber llegado al recóndito pueblo de Magarabomba?
De aquí que siempre se atribuyera el siniestro a efecto del rayo que cayó inmediato, o al cigarro que arrojó fulano, o a la perversa y vengativa intención de algún esclavo. Por lo regular caía la vara de la justicia sobre el más sospechoso de la dotación; es decir, sobre el último castigado si no había otros indicios.
Dio la alarma el mismo Romualdo que vio el principio del fuego al ir por aquel lado a amarrar el caballo del mayoral, como diariamente y a la misma hora acostumbrada.
—¿Quién andaba por allí? —preguntó aquél con destemplada voz.
—Yo no vi a nadie, mi amo —fue la contestación.
Romualdo, en efecto, sólo había visto a Concha la enfermera. ¿Debía decirlo cuando la creía incapaz de tal cosa y cuando podía exponerla a un castigo injusto?
La bagacera era de guano. No se tocó la campana de alarma. No se acudió sino para contemplar el triste espectáculo. ¿Para qué esforzarse? No era posible pensar que se pudiera contener el voraz elemento. Allí donde encuentra tan vasto pábulo se extiende, devora, vuela y aniquila en minutos lo que se labra en semanas.
El mulato, a quien quizá el recelo inspiraba la idea de hacer mérito, fue el único que advirtió que por la parte opuesta a las llamas se podía sacar y salvar algún combustible. ¡Infeliz! Olvidaba el asunto de Dorotea, olvidaba que el amo en una ocasión lo había amparado contra el rigor del mayoral, y que éste es el delito mayor que puede cometer un esclavo de ingenio.
Don Robustiano le dirigió una mirada sarcástica y fulminante, y nada procuró salvar, porque el fuego, dijo, estaba de la parte favorable al viento; mientras los negros estáticos pensaban sobre quién caería la culpa, porque la culpa nunca cae en el suelo.
Cuando empezó el mayoral sus hipócritas averiguaciones, como si esta vez necesitara o quisiera dar un viso de justicia a sus actos, Romualdo, por misteriosa seña que le había hecho Concha, se dirigió a la enfermería donde dormían los criollos.
—¿Qué es lo que pasa? —dijo sobresaltado, viendo llegar a él a la gruesa enfermera agitada y como temerosa de ser vista.
—Húyete, pobre Romualdo, huyete; el fuego lo pegó el mismo mayoral, huye...
Romualdo no necesitó más para comprenderlo todo. Recordó a Dorotea, recordó el castigo suspendido por el amo, el odio secreto del mayoral, que había jurado acabar con él. El desgraciado había cometido la torpeza de tener siempre razón. Comprendió que la presencia del buen cura era lo que había contenido la venganza y que se trataba de aprovechar su ausencia. Era preciso huir.
Pero recordó también a su hija y vaciló. ¿Cómo dejar a la inocente en poder de aquella fiera? Tomó de pronto una resolución extrema y se dirigió a la tarima en que dormía Blasa. Ma Concha quiso oponerse porque aquello la comprometía; pero el esclavo estaba transformado. Aquel lance era la gota de agua que hace derramar el vaso lleno.
En el frenesí de la desesperación, se convertía en tigre vengativo: pasaba su Rubicón. Un fuerte puñetazo arrojó al suelo a Ma Concha sin sentido.
Una voz secreta le advertía que lo que fraguaba era una locura; pero ciertamente era ya hora de proceder como loco. Arrebató a su hija en sus brazos y, frenético, desesperado, sin saber lo que hacía, se perdió con ella en el cañaveral más próximo.
Antes de diez minutos estaba fuera de la finca; mas, antes de un cuarto de hora se le echaba de menos, y se preparaban a salir en su busca el mayoral y los perros.
Ya no podía caber duda alguna (a no ser en el ánimo del mayoral) de que el fugado era el incendiario, y la fuga y rapto un triple delito de rebeldía que pudiera desmoralizar la dotación si no se le castigaba eficazmente. Era preciso traerle vivo o muerto; era preciso cortarle el paso, no fuera que llevara la pretensión de unirse a los alzados de Cubita. Se acordaba con recelo que el terrible Paco el Mocho, segundo del bandido Juan Rivero, había nacido en La Esperanza, y allí también el feroz Miguel Carabalí (alias) Tigre Negro, que era uno de los de la banda de Juan Bemba.
El mayoral se regocijaba interiormente de un suceso, que quitando al esclavo toda esperanza de perdón, afrentaba al amo que lo había apadrinado contra su voluntad y justicia; pero con el encarnizamiento propio de esa gente hacia los indefensos africanos, corrió a dar aviso a los rancheadores para que lo entregaran codo con codo o muerto.
El rancheador es otro de los tipos odiosos de nuestra sociedad. Es un monstruoso engendro de la esclavitud, como el derecho de horca y cuchillo lo era del feudalismo. El tipo cimarrón da lugar al tipo rancheador; como el reo político suele dar lugar al verdugo. Puesto en paralelo con el corredor que hemos descrito, no podría decirse cuál de los dos es peor, cuál más innoble. Los dos son peores... peores que todo lo demás. Entre ellos los ha habido famosos, por ejemplo, los Riverones, cuya historia anda escrita, y eso que no alcanzaron aquellos días en que se creyó necesario transigir con los apalencados.
Y ¿de dónde proceden los rancheadores? He aquí por qué hemos dicho que el hábito o costumbre endurece nuestras almas: proceden de esos mismos guajiros, cándidos, hospitalarios, que todo lo dan al amigo, que todo lo sacrifican por hacer un bien; y que si son jugadores consuetudinarios es porque siempre hubo en nuestros campos más vallas que escuelas. El guajiro es cruel por ignorancia, el contramayoral por necesidad. Eso no prueba nada, ni contra aquél, ni contra la raza africana: es en ésta un resultado del extremo envilecimiento en que ha caído, un argumento más contra la institución.
Entretanto el mulato ganaba terreno como quien se sabe perseguido, y obligado a aprovechar los minutos. ¿Esperaría vencer la inmensa distancia y unirse a los apalencados que capitaneaba Juan Bemba? No lo creía tal vez posible, pero pensaba intentarlo. Estaba resuelto a jugar el todo por el todo. Unas veces llevando a su hija cargada, otras a pie sobre las zarzas que destrozaban sus pequeños pies, pasó todo el siguiente día y noche subsecuente, descansando en minutos para buscar agua o frutas, teniéndolo todo en contra y no esperando nada en su favor.
Tenemos que descubrir una de esas repugnantes escenas (dolorosa consecuencia de nuestro estado social), en que hombres que se creen ilustrados y superiores, persiguen sin tregua a un infeliz que llaman salvaje; pero antes es preciso que el lector sepa lo que es un cimarrón en Cuba. Es un ente fuera de la ley, desposeído de todo lazo social, privado de todo derecho, un animal salvaje que todo el mundo tiene facultad de pisotear y perseguir. Cualquiera, siendo blanco, está autorizado para detenerlo. Le pide la licencia; como no la tiene, lo amarra, y lo lleva a su amo, para cobrar la captura de cuatro pesos. Si se resistía podía matarlo sin responsabilidad.
De un lado, pues, tenemos un ser abatido por la sinrazón, abandonado por todas las leyes, bajo el peso de todas las preocupaciones, viendo contra sí a toda la raza blanca, y sin que uno solo de la negra se atreva a ampararlo; del otro una partida de hombres armados, protegidos por la ley, aunque no por la razón. Sin embargo, procedente el perseguido de un ser cargado de deberes y sin derechos, suele suceder que sea el único inocente de la partida.
Al cuarto día el fugitivo estaba rendido de cansancio; pero si su cuerpo de hierro podía aún resistir a tantas privaciones, no así el de aquella débil criatura que arrastraba a su perdición.
Felicia, pues así la llamaba desde que rompió la envoltura del esclavo, no podía ya soportar el hambre y la fatiga. Y el desgraciado padre, al oírla llorar sordamente, no veía más esperanza, no soñaba más amparo que el estéril que pudiera ofrecerle la banda de cimarrones, todavía a muchas leguas de distancia.
En la noche del quinto día fue alcanzado por sus perseguidores a las orillas del Caunabo. Este río, nacido en las inmediaciones de Puerto-Príncipe, es caudaloso y no vadeable al correr entre Cubita y Magarabomba. Romualdo oyó la distante algazara de la jauría y no titubeó. Se lanzó con su carga al río, y todavía tuvo fuerzas para vencerlo a nado, y sacar en la orilla opuesta una gran ventaja a los tenaces rancheadores. Antes del siguiente crepúsculo logró internarse en el bosque virgen que casi tocaba al pie de la inmensa sierra. Por la noche tuvo un momento la idea de entregarse; no podía ya más y una espantosa calentura devoraba a Felicia. Llevaban seis días sin comer más que guayabas, y algunas otras frutas silvestres... y huyendo incesantemente.
La criollita, sin embargo, ahogaba su llanto y no se quejaba. Comprendía que aquel hombre la salvaba. ¿De qué? No lo sabía. Pero sin duda la salvaba de algo, y por eso callaba devorando su dolor, salvo algún sordo quejido que el mismo dolor la hacía proferir. Una sed devorante la abrasaba, y si un momento dormía en brazos de su padre, era para gritar en sueños pidiendo ¡agua!, con una voz que denunciaba el estado de sus secas fauces.
Romualdo entonces buscaba con febril mirada; pero todo a su alrededor parecía enmudecer y conjurarse también contra él. A medida que avanzaba el terreno se hacía más árido; eran los arrecifes que anunciaban la sierra.
¡Y la soledad! ¡Qué horrible es la soledad cuando en ella se ve sufrir sin amparo de un ser querido! ¡Y cuando ese ser es el único amor de un desgraciado!
El fugitivo alcanzó a ver una luz; tal vez un casucho de leñadores o de sitieros. Su primer ímpetu fue correr a ella, y pedir auxilio para su hija que se moría, mas, ¿para qué? Allí había de encontrar un enemigo.
—Me entregarán infamemente —dijo con sorda desesperación.
En efecto, no se tiene por villanía entregar, o negar auxilio a un negro cimarrón, aunque se presente hambriento, desarmado y suplicante. En Europa no se daría crédito a esta relación. En Cuba, o en cualquiera otro país esclavista, no habrá quien nos tache de exagerados.
Continuó, pues, su desesperada marcha y al cabo de siete días, extenuado, rendido, jadeante, llegó a la áspera montaña, donde depositó a su hija moribunda, para caer medio exánime a su lado. Allí es donde le hemos encontrado al principio de nuestra historia. Le hemos encontrado en el momento crítico en que delirante, ciego, sin amparo para su hija, amenaza cielo y tierra con los puños, y ruge de cólera, y maldice su miserable existencia al verse inerme contra su destino. Por todos lados del infierno de la soledad, la aterradora calma del desierto.
No había señales de choza; no había encontrado ninguno de la banda, única esperanza que le alentaba. ¿Habrían alzado los negros su palenque?
Esta idea puso el colmo a su consternación. Era forzoso seguir.
—¡Felicia! ¡Felicia! —dijo sacudiendo el cuerpo exánime de la criatura.
—Agua, agua —decía Felicia con una voz que ya apenas se percibía.
El mulato corría en cualquier dirección; pero temiendo dejarla sola, retrocedía como enloquecido por la incertidumbre, y volvió a todos lados sus ojos extraviados, como interrogando a la naturaleza.
La naturaleza estaba sorda; sorda y muda como la muerte.
La soledad continuaba espantosa, implacable.
Y veía morir a su hija. Una voz interior le decía que todo aquello que le pasaba era absurdo, monstruoso, imposible; que Dios no podía abandonar de ese modo a sus criaturas que no habían pecado; que aquellas piedras no podían ser tan duras como el corazón de los rancheadores.
Mas, ¿y si en efecto había pecado? Acaso los blancos no eran tan malos, sino para él. No todo el bosque se compone de caimitos y jagüeyes. Acaso aquella criatura hubiera sido menos desgraciada que su padre, acaso hizo mal en arrancarla de su miserable tarima, acaso... Esta idea le vino a la mente y creyó que su cabeza iba a saltar en pedazos.
Y volvió a oír la voz doliente, cada vez más apagada de Felicia que pedía agua.
El mulato se puso a gritar:
¡Socorro! ¡Socorro! Sólo el eco de la sierra repitió con sarcasmo sus palabras, como si la naturaleza no las aceptara y se las devolviera.
Entonces comenzó a llorar conociendo toda su impotencia y desamparo.
Un instante se le ocurrió una idea horrible: creyó que la Providencia también le abandonaba, porque no era blanco.
—Me ahogo... agua...
Romualdo encontró al fin un charco de agua llovediza, ya medio corrompida por la falta de movimiento. La tomó delirante en el hueco de sus manos, pero escapaba por sus callosos dedos. Al punto rasgó la camisa y la empapó a guisa de esponja, y llenándose a la vez la boca, corrió donde Felicia.
Pero retrocedió espantado y dejando caer sus desmayados brazos. Los labios estaban fríos, los ojos estaban hoscos, aquella boca ya no emitía quejidos que al menos eran signos de vida.
La palpó frenético. Quería dudar. Se convenció al fin de la horrible realidad.
Entonces clavó en el cielo una mirada profunda, prolongada, indefinible, cual si quisiera echarle en cara tanta crueldad y tanta injusticia.
Luego se dejó caer sobre un grueso tronco derribado por los años, y apoyando la frente en su huesosa diestra, meditó. ¡Meditación horrible! ¿Qué le podía ofrecer su situación presente? ¿Qué su pasado? ¿Qué su porvenir? Ni una idea que le sonriera. Estaba solo. Soledad en su alma, soledad en la naturaleza. Roto aquel lazo que lo ataba a su miserable existencia, ¿qué le quedaba por hacer en el mundo? ¿Qué es la vida si no la encantan las afecciones del corazón?
El infierno es un lugar en que no se ama: sublime definición de Santa Teresa de Jesús.
Meditó en aquel cuadro de que él era la figura prominente: un bosque salvaje, una roca dura como el corazón del hombre y de fatiga, un tosco trabajador, que es su padre, llorando sentado sobre un tronco seco; a su cabeza el infinito, esto es, el mundo de Dios que él no comprendía; a sus pies, la tierra de los amos, esto es, el mundo de la codicia en que tanto había sufrido; a su alrededor aquella naturaleza impasible y fría a quien había pedido un poco de agua y se la había negado. Y todo ese cuadro de miseria y de desolación como complemento, como recompensa única por tantos años de trabajos y sinsabores.
Sin embargo, la indiscreta brisa, como si no quisiera respetar tan inmenso dolor, venía a acariciar su frente calenturienta, y jugueteaba luego entre las hojas secas, haciéndolas producir una música semejante a la de las olas que vienen a morir sobre las arenas de la playa.
De pronto se oyó un lejano ladrido de perros.
El esclavo levantó la cabeza, miró el cadáver de Felicia. Una ráfaga de siniestra alegría atravesó su espíritu, y sonrió con indefinible amargura.
¿Qué fue lo que pensó? Pensó que la muerte era el descanso. Pensó que con la muerte aquella infeliz quedaba libre de los perros, de los rancheadores, del látigo de don Robustiano; de una vida de miserias y de zozobras.
Pensó todo eso, y por eso una indefinible sonrisa se dibujó en sus amoratados labios, y por eso un relámpago iluminó un momento las tinieblas de su alma.
Como rasga a veces fatídico fulgor la oscuridad de la noche para hacerla aparecer después más tenebrosa.
Oh, qué horrible cosa es la esclavitud que consuela a un padre de la muerte de su hijo.
Llegado que hubo a La Habana, el cura trató de cumplir la promesa que no era sagrada sino para consigo mismo; pues creía firmemente que la Providencia, al colocarlo en el camino de un misterio, confiaba en su buena fe y su diligencia para que aclarara el asunto y patentizara la verdad.
Lo había hecho caso de conciencia.
Además, sentía cierto noble orgullo en convertirse él, pobre y humilde, en amparo único de otro más pobre y más humilde. Sin embargo, la incertidumbre y la vaguedad de los datos con que contaba, le hacían vacilar a cada momento respecto a los pasos que había de dar y orden que debía seguir en sus investigaciones.
Preguntábase incesantemente. ¿Sería Romualdo en efecto hijo de la Magdalena, y en tal caso sería su padre el francés Sapristí o lo era aquel miserable corredor que lo había vendido en el seno de su madre?
Tan a pecho había tomado la cuestión que, descuidando los intereses del curato que motivaban su viaje, se consagraba casi exclusivamente a la resolución de su problema. El mismo día de su llegada averiguó la dirección del corredor que abastecía a La Esperanza, y se dirigió a Guanabacoa. Pronto dio con la morada, pero fue solo para tener una ocasión más de considerar hasta dónde puede envilecerse el corazón humano cuando lo malea el interés o cuando depravadas instituciones favorecen su inclinación a la codicia.
Jacobito lo recibió solo. Como hombre de conciencia elástica y temeroso siempre por el efecto de sus propias acciones, antes de hablar o de escuchar miró a todos lados, como si siempre temiera recuerdos o revelaciones enojosas y que algún oído oportuno las recogiera detrás de las paredes o puertas. Lo cual quiere decir que tenía presente la costumbre de su inseparable Clemencia.
Después se limitó a contestar con evasivas. No recordaba o fingía haberlo olvidado todo. Es verdad que treinta años atrás había vendido una partida de negros al dueño de La Esperanza, como le había vendido otras después. Podía ser que en una u otras fueran algunos muleques, y acaso alguna negra encinta; mas no concebía ni aun adivinaba qué conexión pudiera tener eso con el mulato de que le hablaba.
—Pero mis negros —añadió— fueron de patente limpia; bien comprados y bien vendidos, como lo puede afirmar el mismo Excelentísimo señor Castaneiro. ¿Acaso pensaba usted comprar ese mulato?
—No señor —contestó el cura con disgusto.
—Pues no habría que temer —continuó Jacobito—, porque mi mercancía la tomo yo a todo evento del barracón, y a veces de segunda mano, reuniendo lotes entre amos descontentos de los suyos; y si arriesgamos nuestro dinero...
El cura le interrumpió:
—Pero, acerca de ese Romualdo, o Toribio, como él creía llamarse, ¿no recuerda usted algo que...?
—Nada, padre, vendemos como compramos: alma en boca y huesos en costal, sin derecho a redhibición, sin responder a tachas sin...
—¿Sin saber el origen de la prenda que se venda?
—No lo necesitamos. La ley pide pocos requisitos para no entorpecer la producción. Además, padre, el señor Castaneiro es un hombre íntegro, tan íntegro como yo. Y es tan bravo como íntegro. Un hombre tan bravo no entraría en negocios dudosos. En la frente tiene la honrosa señal de su valor. Según parece fue un desafío en una noche de carnaval. ¿Tiene usted amistad con él?
El cura no contestó. Le llamaba la atención el prurito que ponía su interlocutor en dar otro giro a la conversación.
—¿Usted no cree que el señor Sapristí, baratillero que es hoy comerciante, pudiera ser...
—¿El padre del mulato?
—No sería imposible. En fin...
—No conozco a ese Sapristí. Pero yo creo, padre, que lo mejor que usted pudiera hacer sería dejarse de indagar el origen de ese píllete mulato que probablemente nunca tuvo padre. ¿Ni para qué necesitan padre los esclavos? Para estorbo nada más. El amo basta, si tiene vergüenza, para hacer andar derechos a esos judíos, porque los negros son como los mulos que cuantos más palos les dan...
El cura se había levantado y tomando el sombrero se disponía a saludar con gravedad. Jacobito continuó:
—En fin, señor, yo veré en mis papeles, indagaré en servicio de usted y sin cobrar corretaje. ¿Dónde vive usted, padre? Confíe en mi inteligencia; y si es que usted busca algún... Vamos, padre, todos tenemos debilidades; usted habrá tenido la suya; al menos cualquiera lo creería, al ver su empeño. Y si es que usted busca algún abandonado...
El cura salió sin saludar. Y apenas salió, Jacobito apuntó su dirección, y escribió la carta que transcribimos:
El curita actual de Magarabomba es un grandísimo majadero que se mete en cosas que ni le van ni le vienen. Hoy anda por acá haciendo importunas averiguaciones acerca de un mulatico (ya será un mulatazo) que le vendí a usted en ocho onzas, creo que hace más de treinta años.
¿Conque vive todavía aquel bribón? ¿Lloriquea tanto como antes? Parece que no le valió aquel soplamocos que usted le dio delante de mí, por decir que se llamaba Toribio. ¡Válgame Dios con el chiquillo! Merecía un novenario por conversador y por memorioso. ¿Pues no ha dado en creerse desgraciado, y en suponer que su padre lo libertó o lo debe libertar, y que su padre es don Sapristí o don Demonio, y que sé yo que otras barbaridades?
Por eso le aconsejaba a usted que lo pusiera en lugar del primer chiquillo muerto en la finca. Aunque nada hay que temer, por usted que sabe que mis negros son de patente limpia. Le aconsejo que lo venda lejos, y a quien no le deje charlar hasta que se conforme a ser hijo de Magdalena.
No se desalentó el cura con lo infructuoso de sus investigaciones; al contrario, habiéndose persuadido por ciertas palabras, reticencias y recelosas miradas de su interlocutor de que había algún busilis en el caso, con mayor afán resolvió tratar de aclararlo.
La última impertinencia, chanza de Jacobito, bien le hacía ver cuánto deseaba éste que las pesquisas no continuaran.
La casa de Boulard y Compañía se hallaba en uno de los centros mercantiles más concurridos de La Habana, y sus representantes gozaban crédito en el mundo comercial, por la exactitud en sus pagos y limpieza en sus transacciones, ya que no por su origen, pues ambos habían sido unos pobres baratilleros.
Apenas vienen ya esos extranjeros, especialmente franceses, que se dedicaban al ramo de buhonería. Los canarios, o isleños, como aquí decimos, dedicándose al mismo oficio, los han desterrado. Cuando la revolución de Santo Domingo vinieron multitud de emigrados que importaron el cultivo del café y algunas otras industrias.
Mr. Boulard procedía también de Santo Domingo; pero era anterior a la fuerte emigración de 1804. Había adoptado desde su llegada el ramo del baratillo, que es favorecido de los negros. Esos corazones de niños son felices con la posesión de una chuchería cualquiera, sobre todo si es de metal reluciente. El producto de su conuco, cuando lo tienen, por lo general lo emplean en brazaletes de grandes piedras azules o rojas, o en prendas de vestir de colores muy subidos, cuando no en licor o en tabaco. Por eso los buques negreros más bien que metálico se cuidaban de llevar a la costa de Guinea, baratijas y aguardiente. Especialmente lo último.
Como ha sucedido siempre al salvaje en súbito contacto con el civilizado, el negro se apodera antes de los vicios que de las virtudes del blanco. El uso de las bebidas fuertes, apagadoras de la inteligencia, ruina de la bolsa y la salud, es lo primero que adoptan; de aquí que más pronto se hundan en la impotencia y el embrutecimiento; y de aquí que desaparezcan ante la luz de la civilización como la nieve a los rayos del sol. Pero también ocurre en todos los países esclavistas, y en Cuba quizá de un modo más sensible, que si el blanco maltrata ostensiblemente al negro, éste sordamente corrompe y enerva a aquél y prepara la disolución del organismo social; a nada tenemos derecho de aspirar: esclavo es el que esclavos posee.
Boulard logró pronto hacer algún capital, y como los caminos eran mal seguros en las épocas anteriores a Ricafort, y como había sido asaltado varias veces, resolvió por el año 25 establecerse en La Habana, donde abrió su casa de comercio con un compatriota.
Ya no le decían Sapristí. Es claro. Rayaba en los sesenta. Grueso, colorado, cara ancha, llena de esa satisfacción del hombre que debe a su actividad e inteligencia todo lo que posee. Tal era su físico. Ahora oigámoslo hablar. Estaba en su escritorio, echando una cuenta, más con la mente que con la pluma, cuando sonó en la puerta un toque que fue contestado con un sonoro adelante, como de quien no teme ser sorprendido por acreedor importuno.
Al ver el respetable traje del visitante, míster Boulard se levantó, saludó respetuosamente, brindó asiento, y aguardó.
—Es al señor Sapristí Boulard a quien tengo el honor de...
—Sapristí no es más que un apodo, señor —dijo sonriendo el comerciante—; soy Boulard para servir a usted.
Ambos se inclinaron, y el cura comenzó el diálogo como hombre que no sabe por dónde empezar ni menos cómo seguir.
—Venía... yo soy cura de Magarabomba. Usted recordará la finca La Esperanza. He estado allí muchas veces, y... ¿qué quiere usted ¡Demasiado rigor, señor! ¡Se trata tan mal a nuestros esclavos!
—Usted tiene razón, pero...
—Se cree que no pueden trabajar sino por efecto de la coacción. No se les moraliza. Son muy desgraciados, sobre todo si el esclavo es mulato. Más aún si es inteligente. Y mil veces peor si Dios puso en su frente algún sello de dignidad.
—Todo eso es verdad; pero no comprendo...
—¡Oh! Si usted supiera cuánto sufre aquel infeliz Romualdo. ¡Costaba tan poco haberlo libertado al nacer!
—¿Romualdo? —dijo el comerciante mirando fijamente al sacerdote.
—Sí, aquel desgraciado. Si usted considerara un momento la amarga vida que lleva. Se le odia porque es inteligente, porque piensa. Un esclavo que piensa es un juez mudo que acusa y condena el crimen social.
—Señor padre, haga el favor de hablar con franqueza, porque, ¡sapristí!, no entiendo lo que usted dice.
—Pues con franqueza, señor. Cuando era usted comerciante al por menor... visitaba usted La Esperanza...
—Cierto.
—Allí conoció usted una morena llamada Magdalena que... en fin; son debilidades humanas en que todos caemos.
—¿Y bien?
—Usted tuvo un hijo...
—Podrá ser: debilidades en que todos caemos.
—¡Ah, bien! ¡Usted lo recuerda! —exclamó el cura triunfante—; justamente de ese hijo venía a hablarle, esperando...
—¿De mi hijo Romualdo?
El cura se inclinó afirmativamente.
—¿Conque hay un Romualdo que se pretende hijo mío? Pues, señor padre, está usted en un error.
—Él mismo me dijo... o al menos él cree...
—Un bribón que quiere echarse un padre blanco. El hijo de Magdalena, esto es, el segundo, el mío, murió poco antes que su madre; justamente cuando yo, su padre, iba a libertarlo. Y en cuanto al primer hijo de Magdalena, se llamó Paco, su amo lo vendió por cachorro, luego se metió a bandolero y perdió un brazo, por eso le decían Paco el Mocho.
—Usted perdone entonces; pero había la presunción... Si creo que su mismo amo le ha hecho creer...
—Porque será un mal hombre, o al menos un mal esclavo de quien quiera salir, y necesita suponerle algún origen. No tengo fe en las prácticas del señor Castaneiro, ni en las del señor Cura, predecesor de usted.
El cura permaneció largo rato en silencio. Esta vez estaba derrotado. Una cosa le hacía vacilar. Muerto Romualdo, el hijo del francés, ¿por qué dar a otro su nombre y su origen?
Se levantó desalentado y preguntando:
—¿No tiene usted ningún recuerdo de ese Romualdo o Toribio?
—No, señor. ¡Ah!, perdone usted. ¿Dice usted Toribio? Tengo alguna idea, pero ¡sapristí!, hace tanto tiempo... Recuerdo algo de un criollito llorón y terco. Se le castigaba porque lloraba y porque quería llamarse Toribio. Mire usted, padre, creo que vive aún en Guanabacoa el corredor don Jacobo, que tal vez pudiera dar noticia. Él fue quien vendió a Magdalena, por cierto encinta de su primer hijo.
—Lo he visto y nada recuerda.
—O no quiere recordar; porque no recuerda sino lo que le conviene.
—¿Usted cree?
—Creo, ¡sapristí!, que ese corredor tiene más de bribón que de hombre, y que de ser Romualdo su hijo, no hubiera sido impedimento para la venta. Pues, ¿no vendió a Juan Congo el Cazabero? Dígale que le cuente la historia de Juan el Congo. Estoy seguro que también la ha olvidado.
El cura lo miró con curiosidad.
—Juan Congo —continuó aquél— era un negro; me equivoco; era un negrazo que no cabía por esa puerta, capaz de echarse al hombro un bocoy de azúcar. ¡Qué negro! ¡Sapristí! Valía 40 onzas; y eso pedía por él su amo.
—¿Qué, era de don Jacobo?
—No, era de un sitiero que sembraba yuca, y el negro vendía cazabe por cuenta de su amo. En Guanabacoa no saben hacer más que cazuelas y cazabe. Juan el cazabero era honrado y laborioso.
Poco a poco, y trabajando hasta la noche, iba reuniendo el precio de su libertad. Ya tenía treinta onzas que depositaba en don Jacobo. El esclavo nunca deposita en su amo; tal vez será para que éste no crea que le roba. Ello es que el tal Jacobo...
—¡Negó el depósito!—exclamó el cura escandalizado.
—Hizo más: se sirvió de él para comprar al negro y lo vendió para un ingenio.
—Pero, ¿ese esclavo no hizo reclamación?
—¿Reclamación en aquella época? ¡Sapristí! Si de esto hace diez o doce años, y usted sabe lo que pasa aún hoy con esos infelices. Lo que hubo fue que el honrado negro desde entonces se volvió un perro cachorro. El muy cándido no quería ir y pedía su dinero. Salió amarrado para el campo.
—Dios perdone al pecador. Bastante era ya ser corredor de esclavos.
—Ese esclavo, padre, fue uno de tantos y Romualdo es otro.
—¡Uno de tantos! —exclamó el cura con angustia—; y ¡son tantos los que sufren!
Que el hijo primero de Magdalena, o sea el del corredor, se llamaba Paco el Mocho, que vendido en La Esperanza por su mal carácter, era entonces un bandido, secuaz de Juan Rivero, y que Romualdo no era hijo de Sapristí, como se creía en la finca: he aquí todo lo que había sacado el cura de sus investigaciones.
Desesperado con la inutilidad de sus pesquizas llegó a la fonda en que se hospedaba, situada en la calzada del Monte, y con sorpresa supo allí que una mujer desconocida había estado a buscarle con insistencia. Acababa de llegar de Magarabomba, y no era conocido en La Habana. ¿Quién, pues, podía tener interés en solicitarle?
Pronto salió de dudas, pues apenas se retiró pensativo y desanimado a su cuarto, sonó en la puerta un tímido toque, que contestó con la orden de entrar.
Giró la puerta y se presentó Clemencia.
Ancha peineta de carey que llamaban de teja; collar de falsas piedras azulinas; túnico de percal de talle muy alto y sumamente ceñido mediante pedazos de plomo cosidos al dobladillo (las damas aristocráticas cosían onzas de oro); soberano pericón en la derecha; al cuello un pañolón, con pretensiones de manta; sortija de oro con piedra de ópalo, de cuyo costo aún no había dado cuenta a Jacobito; medias de visitar y zapatos de días de fiesta; en fin: Clemencia, con diez años menos de los que tenía la última vez que la vimos en Guanabacoa.
El cura se puso de pie y se acercó a ella, pues no era decoroso hacerla entrar. Clemencia, con aquella facundia fácil y continuada con que solía fastidiar al corredor e insultar a Nebrija, comenzó:
—Tenga muy buenos días el señor cura. ¿El señor cura lo pasa bien? Yo venía a verme con el señor cura, porque aunque el señor cura no es de La Habana, en fin, eso no importa; para hacer una caridad siempre hay lugar en cualquier paraje. Resulta que mi pobre tía está vieja y enferma, y no pué salir pa fuera, y como no vive tan lejos, que es aquí cerquitica, en este mismo barrio de Jesús María, si el señor cura quiere verla y confesarla, porque sernos pobres y no podemos...
—Muchacha —contestó el cura con gravedad—, no hay inconveniente; pero me extraña que, recién llegado y no conociéndome nadie...
—¡Quién sabe si el señor cura hallará allí noticias que quiere saber!
—¿Qué noticias?
—Las que el señor cura anda buscando; porque el señor cura ha de saber que mi tía, que está medio loca, le deja las tres casitas que tiene a mi prima Lutgarda; echándome a mí a un lao, y eso es porque la muy conversaora la ha sabio embaucar, dende que su hijo Toribio...
—¿Toribio? ¡Ah!, tú vienes de casa de míster Boulard.
—No señor. El señor cura no tiene el honor de conocerme. Resulta que yo soy la compañera de don Jacobo el corredor; esto es, yo vivo con él, porque al fin, ¿qué quiere el señor cura? Cuando una es probe y no tiene otro recurso, nos hacen pasar por toas, y no tenemos la curpa, si no quieren casarse con nosotras aunque séamos más honráas que la mismísima Virgen San...
—Basta, basta... y vamos al caso. ¿Qué decías de Toribio?
—Decía, señor, que como el señor cura hablaba de un mulato llamao Toribio, yo estaba oyendo detrás de la puerta, como siempre lo hago, no porque sea celosa, no señor; yo nunca he sío celosa, sino que como el señor cura debe saber, los hombres de hoy son toos tan arrastraos y tan sin vergüensísimos y tan...
—Sí, sí, tienes razón; pero vamos al caso
—Pues el caso es, señor, que cuando don Jacobo me llevó pa Guanabacoa, mi tía se enfuñingó conmigo, y puso en mi lugar a la mosquita muerta de Lutgarda, que ni por aquí me pasaba que fuera tan perdía y tan caralimpia que cuando le presté mi guayo y mi semicupio fue preciso que andáramos con la justicia...
—Pero, criatura, deja eso, háblame de Toribio.
—Pues, Toribio, señor... justamente yo venía a hablar de Toribio; porque resulta que así se ñamaba mi primito, que se perdió en la playa cuando iba pa la escuelita de Mamá Chumba, que era mi comadre; y el pobrecito ya sabía la cartilla y estaba entrando en el Catón. Hace de esto el mismo tiempo que decía el señor cura, y luego se dijo que se decía que se lo habían comío los pejes; y el comisario dijo que no se sabía na; y mi tía no hizo más que llorar y llorar y no quiso volver a comer peje, hasta que se volvió loca, que todos los muchachos se reían de ella cuando iba por las mañanitas a hincarse de rodillas en la playa, que me partía el corazón oírla ñamar a su hijo; y le tiraban piedras los muy perdíos gritándole: Ma Felicia la loca, Ma Felicia la...
—¡Felicia! —exclamó el cura asombrado—. ¿Tú tía se llamaba Felicia?
La mulata continuó ensartando disparates; pero el cura ya no la oía.
¡Felicia! ¡Toribio! Estos dos nombres chocaban y se confundían en su imaginación, como si no hallaran en ella lugar donde posarse.
Recordó el cambio de nombre que sin duda había experimentado Romualdo; recordó que pedía el nombre de Felicia para su hija, qué el capricho del amo había hecho llamar Blasa. ¡Felicia! Este nombre podía ser un recuerdo apagado que misteriosamente se había conservado en su memoria, sin saber ya su origen, como las notas de una música lejana que queremos retener porque simpatiza con nuestra alma. ¿A quién no le ha sucedido alguna vez hallarse tarareando notas de un aire que no sabe donde aprendió ni a qué ópera pertenece? Así era sin duda cómo había conservado el rezo y palabras perdidas de juegos infantiles. Tal vez el desgraciado, a fuerza de oír que era hijo de Magdalena, ya no sabía que en la música halagadora para él, de la palabra Felicia, se encerraba el dulcísimo nombre de madre.
El cura comenzó a sospechar lo mismo que ya había sospechado la astuta y vengativa mulata.
—Vamos muchacha —dijo precipitadamente—; vamos a donde está la enferma.
Y ambos echaron a andar, perdiéndose pronto en el laberíntico barrio de Jesús María, más pobre pero no más limpio que hoy. El cura iba delante, tan preocupado que a veces gesticulaba hablando consigo mismo. Comenzaban a hacérsele comprensibles todas aquellas rarezas de Romualdo, que tanto habían llamado su atención. En ellas meditaba cuando se vuelve y pregunta:
—¿Tú tienes otra tía u otra parienta que nombran Macochón?
—¿Macochón? ¡Dios me libre!
—Sí, algo así como Macochón... o Macbocón o Chonchón...
—¡Ah!, sí, esa debe ser tía Chonchón, la que hacía los bollos; ya ésa se murió, la pobrecita, Dios la tenga en su santa gloria; y por cierto que era la criatura más habelidosa... ¡Ay!, si el señor cura hubiera probao los bollitos de ajonjolí que hacían aquellas manos, y sus tamalitos con picante, y sus...
—Gruesa, rechoncha, cara ancha, nariz aplastada, picarazada de viruelas...
—La mismísima, la mismísima —gritaba Clemencia, admirada de la exactitud de las señas y de la perspicacia del cura. Pero el cura no había hecho más que repetir las de Mamá Concha, la enfermera de La Esperanza, recordando el apodo que Romualdo le había puesto cuando chico. Aclarado este punto, que era una prueba más que se dirigía hacia la cuna de Romualdo, el cura se volvió y continuó su camino; mas Clemencia no por eso dejó de seguir enhilando frases.
—Pues digo si me acuerdo de tía Chonchón, si ese era too el querer de mi primo Toribio antes que se ahogara en la playa. ¡La pobre tía Chonchón! Dende chiquita la cogió por ser fea y nunca quiso enmendarse. Por eso el niño Juanillo que toáis las noches iba por casa, porque en casa le lavaban y todas las noches quería ir a ver su ropa... ¿me comprende el señor cura? Toiticas las noches se le antojaba de ir a ver su ropa y le decía a tía Chonchón, dice: «Tía Chonchón, cómo tú saliste tan fea y tu hermana Felicia tan bonita?» Y decía tía Chonchón, dice: «Oh, niño Juanillo, qué vamo a hacé, si Dios y la Virgen lo han querido asina»; y decía el niño Juanillo, dice: «Tía Chonchón, ya yo sé por qué a ti te gustan tanto los bollos; es que tú toa pareces un bollo de malanga.»
Y entonces tía Chonchón, haciendo una guiñaíta de ¿usted me entiende?, y mirando pa Ma Felicia, decía... dice: «Niño Juanillo, atienda su mersé a su negocio y déjeme quieta.» Y yo, que era chiquirritica, me desentrillaba de risa y me ponía a hacerle muecas a tía Chonchón, jasta que el niño Juanillo me daba una peseta macuquina, que se la compraba en bollos, y luego que me comía los bollos me guardaba la peseta, y tía Chonchón se reía con su cara de pascuas, porque ¡era tan buena la pobre! ¡Qué tiempo aquel, señor cura! Pero después el niño Juanillo se fue pal campo, y después como seis meses, nació Toribio, que era el querer de tía Chonchón, asina fue que cuando se ahogó, la tía se entristeció, y se entristeció y tanto se entristeció que por fin se murió de un atracón de bollos.
Por no llamar la atención, o más bien para escapar a este diluvio de palabras, el cura se había adelantado unos diez pasos y procuró conservar esa distancia hasta que Clemencia le gritó:
—Pero, ¿a dónde se me va a meter el señor cura? ¿No ve el señor cura que esta es la casa?
Y en efecto: estaba parada en el umbral.
De embarrado y teja y de no muy recomendable aspecto era la casa que vivía la vieja Ma Felicia. Desde el gran incendio que en 1802 redujo en ese barrio ciento noventa y dos casas a cenizas habían desaparecido todas las techumbres de guano, las cuales sólo se veían ya en Pueblo Nuevo y en Manglar. Un artículo del reglamento de Policía urbana las desterraba del centro e inmediaciones.
La sala era pequeña, los muebles antiguos y muy usados, todo en un estado de abandono y miseria que llamó la atención del cuta, pues según las gratuitas revelaciones de Clemencia, la vieja poseía algo, y prueba de esto que en todo aquello la mulata obraba por espíritu de envidia o de venganza hacia su prima Lutgarda.
En el cuarto primero se notaba el mismo abandono, el abandono del desencanto, el abandono de la persona que ya no goza con las comodidades del mundo ni con nada. No más adornos que una multitud de milagros de plata y de imágenes de santos. Las unas en tosco cuadro de madera; otras pegadas con almidón a la pared; y entre ellas, descolorida y seca, atada con lazos de colores, la infalible penca de guano bendito, solícitamente guardada desde el último Domingo de Ramos, como que su humo se considera preservativo seguro contra los rayos. Delante de una imagen del Niño Perdido ardía incesantemente una vela de cera.
La vieja negra estaba sentada en un sillón de su edad, junto a un lecho que también podía tenerla. Era alta, delgada, facciones regulares. En otro tiempo sin duda pudo decir como Zulamita la de Salomón: «Negra soy, pero hermosa.» Hoy era una sombra, una representación carnal del dolor y la desesperación.
Levantó sus ojos hundidos y apesadumbrados y miró al cura con asombro, porque ni Clemencia, ni Lutgarda le habían hablado de tal visita. Las dos primas se trataban poco; si la una odiaba a la otra es claro que la otra no podía amar a la una, y no por el asunto del guayo y el semicupio, sino porque las dos no podían caber en un mismo lugar.
—Ma Felicia —dijo aquélla, adelantándose—, aquí le traigo al señor cura de... de yo no sé donde, porque usted sabe que el de Jesús María, aunque es muy bondadoso, mejorando lo presente, resulta que dende que me topé con el señor...
—Hija, ten la bonda de dejarnos solos —dice el cura.
Clemencia se retiró, pero fue para colocarse, según su costumbre, detrás de alguna puerta, y el cura se acercó a la vieja en quien no le pareció notar ningún síntoma de locura; sí muchos de dolor, sí las huellas profundas de un prolongado sufrimiento. No había en ella más que una mirada curiosa y natural que parecía preguntar qué se le ofrecía. El cura la comprendió y dijo:
—Eres desgraciada, hermana, y mi misión es consolar a los que sufren.
—Dios se lo pague al señor cura, pero... ¡ay! ¿qué consuelo puede haber para esta infeliz? Mi pobre hijo. Dios me lo dio, Dios me lo quitó.
—¿Con que es cierto que perdiste un hijo, que se llamaba Toribio, que se ahogó en el mar?
—Sí, señor —contestó la vieja, derramando lágrimas—; iba para la escuelita de mi comadre. El pobrecito. Dios lo tenga en su santa gloria.
—Y ¿puedes recordar, la época?
La vieja meditó largo espacio, y al fin dijo:
—Fue cuando gobernaba Someruelos, después del gran incendio, por el año seis,
La fecha concordaba perfectamente; pero el cura se confundía y no sabía dirigir el interrogatorio. De pronto se le ocurrió una idea.
—Dime, ¿tu hijo acaso sabia un rezo que dice: Oh virgen madre piadosa?
La vieja se irguió y le miró absorta.
—Señor, pero ese rezo es especial de la familia; para mí sola lo compuso Blas Guitarra cuando se bautizó mi hijo. ¿Cómo puede el señor cura saber?
—Hermana, recítame ese rezo.
La vieja con voz débil y melancólica, como aquel a quien cada palabra trae un triste recuerdo, empezó:
Oh, Virgen Madre piadosa,
vuelve a una madre tus ojos
que en este mundo de abrojos
implora tu protección.
Yo te consagro mis hijos
con amor y reverencia,
para que tú en tu clemencia
dirijas su corazón.
Sé tú la luz que los guíe
en los escollos del mundo,
por aquel dolor profundo
del que perdiste en la cruz.
Yo haré que adoren tu imagen
de verdadero amor llenos,
para que siempre sean buenos;
sé tú su amparo y su luz.
Por desfigurada que se hallara la plegaria en boca o en la memoria de Romualdo, bien conoció el cura que era la misma. La reconocía hasta en la entonación especial que de la madre se había trasmitido al hijo. Así fue que mientras la vieja recitaba, él había ido inclinando la cabeza sobre su mano derecha y una llama de indignación fulguraba en sus ojos.
Ya no le podía quedar; duda alguna. El desgraciado Romualdo había sido plagiado. Aquel infeliz, que había pasado una vida tan miserable y penosa, había nacido libre, y más que libre, poseedor de los bienes que ahora debía heredar Lutgarda.
Una gruesa lágrima surcaba sus mejillas: aquel cura merecía la gloria por sólo aquella lágrima.
Era el único galardón de los dolores de Romualdo, o más bien, era un anatema contra una institución.
—Mujer—dijo con voz solemne—; tu hijo está vivo y yo te lo traeré.
—¡Vivo! —exclamó la anciana, saltando como si fuera movida por un resorte—. ¡Vivo mi hijo!
—Sí, vivo; ten resignación.
Volvió aquella sus ojos en redor como si buscara alguna prueba. ¡Hacía tantos años que ya no esperaba! Los fijó luego en aquella cara venerable que parecía rechazar toda mentira; contempló aquel traje que parecía oponerse a todo engaño. Ya no pudo dudar. Aquello no era un sueño. Era realidad. Primero fue una ráfaga de júbilo lo que pareció bañar su rostro; luego una sombra lo invadió de odio, de dolor y de indignación.
—¿Y quién?—exclamó gesticulando, como arrebatada de locura—, ¿quién, cuando mi hijo ha nacido libre, ha cometido la infamia de arrancarlo de mi lado por treinta años? ¿Quién, cuando mi hijo ha nacido libre, ha podido condenarme a tantos años de lágrimas y dolores? ¿Quién?
El cura no podía menos de contemplar absorto la exaltación de aquella ultrajada madre. Y es que aquella negra, aquella vieja (que en el año 36 no podíamos decir anciana), se había agigantado, estaba transformada, y en aquel momento aparecía sublime de indignación y de elocuencia. Con los ojos que parecían querer saltar de sus órbitas, los labios entreabiertos y temblorosos, los brazos extendidos, como si buscara alguna víctima, era la imagen de la desesperación, era la tigresa hambrienta, era... era una madre a quien han quitado su hijo.
—Te lo han robado—dijo el cura con melancolía—; lo han vendido como esclavo en un ingenio, muy lejos, donde ha pasado muchos trabajos; pero ten resignación, hermana: justicia se hará.
Y haciendo con la derecha el signo de bendición, salió precipitadamente, confundido con tanta infamia.
—¡Uno de tantos!—murmuraba al dirigirse a la posada—; no, éste será uno de los salvados.
Pero luego suspiró amargamente al pensar que habían pasado treinta años de esclavitud.
En cuanto a Clemencia, sabía que la tía no la amaba y no trató de dejarse ver. Satisfecha su venganza se eclipsó diciendo:
—¿Conque ya pareció el Toribio que se lo habían comío los pejes? ¿Conque perdió Lutgarda la ganga? Veremos si entuavía Blas Guitarra la ñama el sol de Jesús María.
El lector, por poco que haya residido en Cuba, debe saber lo que significa plagio, delito que consiste en el robo de un esclavo a quien se venda por propio, o de una persona de color a quien se vende como esclavo.
Acepción casi igual a la que tenía entre los romanos. En la Península, donde no hay esclavos, la palabra se usa en su segunda acepción, esto es, significando el acto de apropiarse pensamientos de otro.
De modo que, refiriéndonos sólo al idioma vulgar, podemos decir que en la Península, se plagian versos, delito literario, perdonable, y que raras veces se olvida. En Cuba se plagian esclavos, delito civil, imperdonable y... que suele olvidarse.
Los escasos recursos de policía y sobre todo la desmoralización de los tiempos que precedieron al gobierno de Tacón, hacía que esos robos fueran frecuentes, como que las más veces eran seguidos de la impunidad. Y tan frecuentes llegaron a ser que fue preciso dictar ley especial para los casos de plagio. En una ocasión, en 1834, tres hermanos fueron sucesivamente arrebatados a su madre, y se artibuyó el hecho al famoso bandolero de quien hablamos más adelante.
No se llevaban las cédulas y registros con la escrupulosidad de hoy. La traslación de los plagiados era fácil, y la ocultación nada difícil, pues llevados a una finca de donde nunca salían, pronto olvidaban a su primitivo dueño, o tal vez ignoraban siempre quién lo había sido. Lo más que se hacía era cambiarles el nombre, y aun esto era exceso de precaución. De aquí sin duda el creer que algunos dueños marcaran con un hierro candente como a las bestias, y el asegurar que había aun muchos con la marca Z y otros con una D en la espalda; pero hemos investigado este punto y no lo creemos cierto. Aun de serlo, sería un adelanto. En el código dominicano si la fuga duraba un mes se le cortaban al fugado las orejas y se le marcaba con una flor de lis; si reincidía, otra flor de lis, y se le cortaban las corvas; si aún se huía, la muerte no aventajaba mucho a aquellos escitas de que nos habla Herodoto, que sacaban los ojos a los esclavos que batían la leche para que nada los distrajera en su trabajo.
A menudo fueron plagiados párvulos libres, y a veces también negros ya mayores; llegando el descaro hasta el punto de venderlos en la misma ciudad en que fueron plagiados; y tal fue el caso acaecido en año bien reciente, 1863, de un mulatico Ubre de nacimiento, dolosamente vendido, en esta ciudad, a uno de nuestros escritores públicos. El último caso de que sabemos ha tenido lugar en enero del presente año 1869.
También en nuestros archivos hay el caso de un blanco a quien su color trigueño perjudicó hasta el grado de ser plagiado y vendido por esclavo en una estancia, donde trabajó veinte y dos meses en calidad de tal. Otro blanco, también por efecto de plagio, pasó varios años esclavo, y su defensa, cuando fue descubierto el fraude, labró la reputación de uno de nuestros más notables abogados de hoy.
Últimamente, hasta el gobierno de Lersundi, los bozales recién desembarcados iban custodiados por una partida de hombres armados; porque a viva fuerza solían ser arrebatados los negros que iban para el depósito reservado del legítimo dueño, que ya de antemano tenía preparadas sus cédulas y fes de bautismo.
En todo esto iba meditando el cura, quien, como Clemencia, desde un principio había adivinado lo que pasaba con Romualdo. Mas, ¿por quién habría sido plagiada la desventurada criatura? ¿Lo habría sido por el mismo corredor que lo había vendido? ¿Tendría parte en ello el excelentísimo señor que hoy era ilegítimamente su dueño?
Felizmente para el cura regía en aquellos días el enérgico Tacón, quien, si es cierto que dejó un triste recuerdo por su despotismo soldadesco, si bien es verdad que nos legó, como dice míster Maddens «una civilización de piedra y cemento», también lo es que era inflexible e incorruptible en la administración de la justicia. Su lema «el gobierno nunca se equivoca» trascendía a absolutismo; pero a nadie desoía y tampoco había nadie bastante encumbrado para escapar al fallo de la ley que hubiera sido atropellada.
Y en efecto, no habían pasado veinte y cuatro horas de los sucesos que hemos narrado, cuando ya el cura tenía en su poder una orden imperiosa para que sin evasivas ni excusas de ninguna especie, se le entregara la persona del mulato Romualdo, que había de ser puesta a disposición de quien el cura nombrase para su conducción a La Habana y formación de sumaria.
No se le ocultaban las grandes dificultades que presentaría la aclaración del asunto y reconocimiento, gracias a la astucia de los plagiarios; pero confiaba en Dios y... en el rezo; y allá en su imaginación se deleitaba con un cuadro novelesco que se había forjado.
En ese cuadro aparecía Tacón en su lujosa sala de audiencia, sentado en una poltrona muy grande, y más grande para él, que era pequeño de estatura. Se presenta la madre suplicante; llega luego el hijo conducido por el mismo cura. Abre Tacón con asombro su único ojo, puesto que era tuerto; han pasado treinta años y el que estaba en la cartilla tiene ya canas; no importa: el hijo perdido recita la plegaria de Blas Guitarra. Voz de la naturaleza que habla al corazón de la madre; voz de la naturaleza que habla al corazón del hijo-reconocimiento-abrazo-lágrimas de ternura-confusión de los criminales—fin del cuadro.
Armado, pues, de tan valioso documento, el cura se ocupó sólo en concluir sus ocupaciones para dejar cuanto antes la ciudad.
Pero la vieja Ma Felicia, como el lector debe comprender, no había podido quedarse tranquila después de la revelación del cura. Aquel rayo de luz cayendo en medio de tan dilatado crepúsculo, galvanizaba, por decirlo así, sus postrados miembros, y un momento la volvía a la vida.
Es verdad que el ángel revelador se le había escapado e ignoraba su residencia; mas, recordó que la mulata, aquella sobrina a quien antes odiaba y a quien ahora quería dar un abrazo, lo había traído a su casa. Se levantó penosamente, cayó rendida, volvió a pararse. La excitación de su cerebro daba a sus nervios una fortaleza que ella misma no esperaba.
Al fin salió a la calle. El sol de Jesús María tuvo que alcanzarle la manta, porque se había olvidado de ese requisito. Llegando a la calzada tomó uno de aquellos vehículos de dos ruedas que hacen bien en desaparecer de nuestras calles, y se hizo conducir a Guanabacoa. Al llegar a la calle de los Cocos presenció un hecho que hubiera promovido la risa de todo aquel que no se hallara en antecedentes. Es un hombre a quien el lector conoce, que a medio vestir sale precipitadamente de su casa, gesticulando en activo monólogo, y en suma, como si también hubiera perdido y buscara algo.
Y fue el caso que Clemencia, así que llegó a su casa, con la mayor naturalidad y riendo a carcajadas de su travesura, refirió a su «inseparable querubín» la visita que había hecho al cura y a Ma Felicia; pero, contra lo que esperaba la mulata, sucedió que Jacobito se quedó mudo como una estatua.
Contó entonces Clemencia, con la mayor ingenuidad, cómo se había reconocido la existencia y caso de plagio del mulatico que se decía haber sido devorado por el mar; y sucedió que Jacobito se puso pálido como la cera.
Concluyó la mulata que el señor cura de yo no sé dónde, pues nunca aprendió a decir Magarabomba, sabía dónde estaba «el perdió», y había ofrecido traerlo, debiendo presentarse en aquel mismo día al Capitán General; y Jacobito saltó como si lo hubiera picado un alacrán. Y luego lanzó a la mulata una maldición que la dejó estupefacta, y desatándose en palabras que la decencia nos prohíbe repetir, se lanzó a la calle con igual afán pero con más ligereza que Ma Felicia.
Su resolución era salir al punto para La Esperanza, y llegar allí antes que el cura, con el objeto de impedir... no sabemos qué, pero, en fin, con el objeto de oponerse al esclarecimiento de algo que le convenía oculto. Y como veremos más adelante tenía un poderoso resorte que mover.
Clemencia por su parte comprendió que, a pesar de su cuidado en oír por detrás de las puertas, se le había escapado algún secreto del que ella inconscientemente acababa de dar la clave al señor cura de yo no sé dónde; y así fue que apenas dio a su tía la dirección que solicitaba, avergonzada y maldiciendo su lengua, se retiró a contar a una vecina todo lo que le había pasado.
Sigamos ahora a Ma Felicia. No encontró en aquel día al cura, porque éste había ido a verse con el General; pero sí al día siguiente, cuando con toda diligencia se disponía a marchar. El digno sacerdote, presintiendo las intrigas que emplearían los plagiadores para entorpecer su plan, sentía no haber inquerido con Ma Felicia quién fuera el padre del mulato, si vivía, y si se podía esperar algo de él. Por esto fue por lo que, aunque no afecto a escenas conmovedoras de que él formara parte, se alegró de ver llegar a la vieja, y sin saludar ni contestar su saludo, exclamó:
—Has hecho bien, has hecho bien; me alegro de que hayas venido.
Tampoco se ocupó Ma Felicia en saludar y entró diciendo:
—Señor; mi hijo, ¡yo quiero ir a ver a mi hijo!
—Lo verás, sí, lo verás; pero escucha, hermana; habrá maquinaciones que desconcertar, habrá intrigantes que confundir. Dime, ¿vive el padre de Toribio?
—Yo... no sé, señor.
—No sabes, pero... ¿tu marido?
—¿Mi marido? Nosotras no usamos. Señor, mi compañero fue Blas Guitarra, el improvisador, hasta que se lo llevaron para Ceuta. Pero Toribio no era hijo suyo.
Esto ya lo suponía el cura, pues Romualdo, siendo mulato, debía ser hijo natural de blanco; sin embargo, miró con cierto aire de reconvención a Ma Felicia. Ésta comprendió la mirada, pero lejos de humillarse ante ella pareció ensoberbecerse.
—¿Y qué culpa tenemos de eso? —dijo encogiéndose de hombros. El cura se quedó confundido, porque lo que pasaba en la conciencia de Ma Felicia era una deducción obligada de la injusticia de su tiempo, era la verdad. En el año 36 y muchos posteriores, la raza de color libre no era más feliz, en cuanto a medios de instruirse y moralizarse, que la esclava. Y era lo más singular que, no creyéndola digna de nuestras escuelas, la creíamos, sin embargo, digna de nuestros presidios cuando robaba y de nuestros cadalsos cuando asesinaba.
—Y es verdad —exclamó—, ¿qué culpa tenéis vosotras, desgraciadas? ¿No os abandona la sociedad? ¿Por qué se os pide cuenta de lo malo que hacéis? ¿Quién os enseña a distinguir lo malo? ¿Qué escuelas están abiertas para vosotras? Miserables instrumentos de placer que el hombre rompe y pisotea después que lo ha usado, toda vuestra virtud se reduce a la reserva; bastante virtud tenéis cuando no sois escandalosas.
¡Oh! Los que hundieron una raza impotente en el abismo de la ignominia, no previeron que algún día cayera sobre ellos toda la vergüenza de las liviandades y los delitos de esa raza. No pensaron que algún tiempo una pobre vieja de Jesús María exclamase encogiéndose de hombros:
—¿Qué culpa tenemos de eso?
De entonces acá ha pasado un siglo en el mundo de la preocupación y de la justicia, pero aún hay mucho que andar.
—¿Quién, pues, fue su padre? —pregunta el cura.
—¿Su padre? No sé su nombre. Ah, no se espante el señor cura, eso pasa así, por lo general no lo sabemos. Yo era lavandera. El Niño Juanillo lo llamaban, porque los blancos siempre son los niños. Es todo lo que sé. Buen mozo, gastaba mucho. Blas Guitarra lo odiaba, tal vez por eso se fue y no se volvió a acordar de mí; pero eso era muy natural. Yo no supe más de él, y aun hoy si lo viera, no... Oh; sí, lo conocería, porque debe tener la señal del navajazo que le dio Blas Guitarra.
—¿Un navajazo? —dijo el cura lentamente y tras una larga pausa añadió— ¿Acaso sobre la sien izquierda?
—Sí señor, en una noche de carnaval.
—¿De carnaval? —exclamó asombrado y recordando la revelación que le había hecho Jacobito— ¡De carnaval! ¿Qué oficio tenía ese señor?
—Ninguna, señor. Se divertía y gastaba; hijo de familia rica; su padre era un Usía, un gran señor, un jefe de aduanas.
—¡Oh! —dijo el cura hablando consigo mismo y paseándose con agitación por el cuarto—, esa es la cicatriz noblemente ganada en un duelo. Yo abatiré tu vanidad y esa será la marca de Caín que te abrazará la cara como signo de reprobación, miserable que, sin saberlo, has pasado la mitad de tu vida atormentando a tu propio hijo. ¡Oh, qué horror, qué horror! Vivimos en una atmósfera de crimen. El aire que nos rodea está impregnado de crimen. Respiramos el crimen acostumbrados a él como los gusanos al cieno inmundo en que se crían. Y así estaremos mientras dure esa sacrilega institución que todo lo contamina y envilece, y en que todos tenemos parte, el que compra y el que vende, el que posee y el que no posee, y también el que ve y calla, porque el silencio también es un crimen.
De pronto recordó que estaba presente Ma Felicia y se dirigió a ella para despedirla; pero Ma Felicia no entendía eso de despedirse, Ma Felicia no sabía más que decir:
—Yo quiero ir a ver a mi hijo, yo quiero ir con su merced.
Entonces aun los libres daban a todo blanco el tratamiento de su merced y recibían el de tú.
—No es posible, hermana; es una distancia inmensa y peligrosa; tú estás enferma...
—Yo quiero ir, yo quiero ir. ¡Cómo! El señor cura, que es tan bueno, no puede irse y dejarme en la desesperación. ¿Y si no
volviera?
—¿Por qué?
—Ay, señor; el señor cura ignora las cosas horribles que han pasado en los casos de plagios descubiertos. El señor cura olvida que para tapar un crimen se ha cometido otro mayor. No, el señor cura no lo sabe. Nosotras, las desgraciadas, somos las que tenemos que saberlo. Y si mi pobre hijo... Dios mío, no quiero pensarlo; pero si muere, yo quiero que muera en mis brazos. Yo me caeré muerta sobre su cuerpo, y moriré bendiciendo mi suerte y bendiciendo al señor cura.
—Tu hijo —replicó el cura conmovido y enseñándole el decreto de Tacón—, tu hijo ha de quedar bajo el amparo de la ley y nadie se atreverá a tocarlo.
—¿Y qué ley contra la perversidad y el egoísmo? También prohíbe la ley robar hijos a sus madres, y Juan Rivero, que empezó así su vida, vive todavía.
El cura se dirigió a Ma Felicia, le estrechó la mano con efusión y le dijo:
—Escucha, hermana, no debes ir; pero ten fe en la palabra de un hombre que nunca ha mentido. Yo iré a buscar a Toribio; yo te traeré a tu hijo.
Estas palabras fueron dichas con tal solemnidad y tal aire de convicción, que Ma Felicia empezó a sollozar sordamente, pero no insistió más.
El mismo día salió el cura para La Esperanza.
Nos adelantaremos y llegaremos antes que él.
Volvamos a Romualdo. Situémonos un momento en la escarpada sierra de Cubitas, que es una de las más ásperas de la isla, y que, como la del Cuzco y la del Escambray, poblada estuvo siempre de cimarrones. Diríase que la naturaleza, al hacer esas alturas accesibles sólo para ellos, quiso prepararlas algún punto donde pudieran formar su pequeña Guinea, improvisada e independiente.
Es un terreno primitivo, árido y pedregoso, lleno de precipicios y resquebrajaduras, pendientes lápidas que parecen cortadas a pico, enormes grietas en donde se entrelazan las plantas sarmentosas con las gruesas raíces de árboles seculares; de vez en cuando alguna caverna muda y sombría como la tumba, acaso guarida donde otra raza desgraciada, la de los aborígenes, huyó de la persecución de los conquistadores. Allí el cedro frondoso, la flexible majagua, la ceiba, monarca de los bosques, la yagruma que por sus hojas blancas parece contener una bandada de garzas posadas en sus ramas; el caimito que por sus hojas bicolores es emblema de la falsedad; el jagüey que lo es de la perfidia; allí la palma duplica su tallo para alcanzar la luz que le disputan sus copiosos rivales; en el hueco tronco de envejecida caoba asoma al caer la tarde la lechuza, de funesto presagio para el vulgo, y en las ramas del almácigo vegeta el curujey, o se entreteje la parra cimarrona, verdadero regalo de la providencia con que los campesinos suplen un tanto la escasez de agua.
Carencia casi absoluta de árboles frutales. No se comprende cómo criaturas de nuestra especie puedan hallar la subsistencia en aquella naturaleza que jamás sonríe. Muy cruelmente deben haber sido tratados en el mundo civilizado los que prefieren una vida tan miserable a la vida de los ingenios; pues consta que la mayor parte de los que huyen a las sierras no lo hacen por evitar el trabajo, sino por el terror que les inspira el mayoral. En sus miembros marcados por el cuero, está escrita la excusa de su odio a la cultura.
El palenque estaba situado en la más elevada y áspera de las montañas, en una meseta o planicie de corta extensión, que parece un descanso de la naturaleza, cansada de producir despeñaderos y precipicios. Rodéanla varias peñascosas elevaciones que a manera de excrecencias pétreas, descansan sobre la misma cúspide de la montaña. En esta meseta se divisa un deforme montón de troncos y yaguas en el que difícilmente podríase sospechar una habitación rústica. Como sirve sólo para guarecerse de la lluvia, la puerta no es más que un agujero sin hojas.
Delante de este informe barracón, unos de pie, otros acostados con indolencia, otros con un sucio alicaído sombrero de yarey; éstos preparando la comida; aquéllos tejiendo canastas o componiendo sus instrumentos. Pueden contarse hasta noventa seres humanos, a quienes sólo se les reconocería por tales, después de maduro examen, tanto era miserable su aspecto, repugnante su traje y misterioso su ademán. Son hombres que se ocultan de otros hombres; negros que huyen de blancos; más aún: son seres que llamamos salvajes sustrayéndose a las pesquisas de seres que se titulan civilizados. Casi todos sin más traje que un raído taparrabos, con hercúleos músculos y feroces rostros, presentaban un aspecto infernal: creeríase que la naturaleza, amante de la armonía, había creado tales monstruos para tales montañas. Se designan por apodos y algunos han olvidado su verdadero nombre; el injerto ahoga a la planta madre.
Allí despunta por su talla colosal Miguel Carabalí, que entre los suyos había conquistado, por su estólida ferocidad, el odioso sobrenombre de Tigre Negro. Era alto, fornido, de facciones toscas. Una hacha que maneja con destreza lo acompaña siempre. Pertenecía a aquella jurisdicción desde su llegada de África, y hacía años que era cimarrón Era tan fríamente feroz su alma como feas y repugnantes todas sus facciones. Era el ejecutor de justicia, porque también hay justicias, y justicias terribles, en los palenques. El delito es por lo general la desobediencia o la traición. La pena es siempre la horca.
Junto a él estaba Josefa Lucumí, horrible ejemplar de la hembra africana, a quien ni grillos ni cepo habían inducido a permanecer en ingenio. Prófuga desde un año antes, había acompañado al anterior en muchas de sus excursiones y ahora servía de cocinera a la banda de Cubita, ayudada por Gravié (Gabriel), negro débil, cobarde, modelo antes del esclavo humilde, hoy feroz aunque no más valiente. La prueba que para los de nación es sólo de quince días de arresto y cuatro meses vigilado, para Gravié fue de ocho y aún duraba: se temía que fuera uno de aquellos que por la oferta de su libertad, habían vendido un palenque.
El que se presentaba después era un negro de hercúleas proporciones que entre los blancos se había llamado Pablo Mandinga; pero entre los suyos llevaba, a causa de su tierra natal, el nombre de Bambauck. Cualquiera lo hubiera tomado por el brujo o jefe del palenque, pues nombran al más valiente. Era, por su amistad con los guardieros, uno de los principales recursos de la banda de Juan Bemba, y su destreza en saltar cercas, robar y trepar por los derriscaderos era incalculable.
Venía después el afamado Jacinto, de la costa de Senegambia. Había sido príncipe en su tierra, como lo decían las rayas que cruzaban sus mejillas, pero tal condición no le libró de las garras de un Viñas, que desde la travesía le dio a conocer todas las dulzuras de la servidumbre. Juró jamás obedecer a ningún blanco; esto le acarreó infinitas amarguras desde que fue arrancado de su salvaje asilo para empuñar el arado y romper la tierra en beneficio exclusivo de otros, sus semejantes.
El que seguía era un joven de apenas veinticinco años cuando fue importado de las orillas de la ardiente Libia. Isidoro Arará, hoy con cincuenta, no para robar ni para meramente escapar a los rigores del trabajo, se había unido a los cimarrones de la montaña. Creía el iluso poder organizar un plan como el de Aponte del año 12, para arrancar de su frente el sello de ignominia que allí imprimía: el color negro. Isidoro amaba a Cuba, pero la quería africana. Hubiera agradecido a los que lo sacaron de su país y de su estado salvaje, que le dieran un centro civilizado, y una religión de paz y amor, si con tales dones no hubiera pisoteado su dignidad de hombre; hubiera bendecido esta tierra cubana, donde encontró sus cocoteros, sus plátanos, sus arroyos y el mismo sol ardiente de su patria, si no hubiera tenido que regar inútilmente su virgen suelo con el sudor de sus tostados miembros, siempre amenazado por el ominoso látigo de un su igual. Hoy era uno de esos vigías que ponen en los puntos más inaccesibles y avanzados.
Y allí también está Romualdo, acaso el único criollo del palenque, recibido con frialdad por su color, luego aceptado con benevolencia por sus desgracias.
El entierro de Felicia había tenido lugar al día siguiente de su muerte. Los ladridos que Romualdo había oído no procedían de perros de los rancheadores, sino de uno de esos perritos por ¡o general de media casta, acaso jíbaros domesticados, que acompañan a los apalencados, y tan gran servicio les prestan, ya para avisar el peligro, ya para buscar la jutía, ya para alimento en las grandes necesidades.
Tres de aquellos, a saber: Tigre Negro, Bambauck y Jacobo Fula, que exploraban aquellos contornos, se presentaron luego medio desnudos y sin sombrero. Pronto comprendieron, por la presencia de la muerta criatura y por la sombría actitud de Romualdo, todo lo que había pasado; y haciendo unas andas con ramas y bejucos, llevaron el cadáver al asiento principal del palenque que sólo distaba un par de millas. Allí, sentados alrededor de la difunta, habían entonado, a uso de su tierra, esas melancólicas canciones coreadas con que se despiden de sus compañeros, ese de profundis africano, lánguido y monótono como toda expresión de dolor. Después la habían depositado en su humilde fosa: una cruz, esto es, dos rayas que se cortaban grabadas con un cuchillo de monte, en la corteza de un algarrobo secular, fue su epitafio.
Romualdo había seguido como un autómata, y como autómata había asistido a la lúgubre ceremonia. La había visto otras veces en el ingenio, pero hasta entonces había creído que el canto era sólo expresión de alegría, allí comprendió cuánto hay de triste y doloroso en las lánguidas notas de la canción africana de los muertos. Después, se le había dado alimento y lo había tomado automáticamente; le habían presentado el güiro de aguamiel y había bebido. Se trató de trabajar en una especie de trinchera y como máquina había trabajado sin parecer darse cuenta de lo que pasaba. El dolor que acababa de experimentar con la pérdida del único afecto que jamás alimentara, había embotado sus sentidos y lo hacía indiferente para todo. Aquel corazón gastado por los sufrimientos, estaba seco y frío como la tumba. Ni le regocijó encontrar allí algún antiguo amigo o compañero de trabajos, él, que hasta ahora había vivido en una atmósfera de odio. Tigre Negro, de la indómita raza de los carabalíes, había sido de la finca y tenía sus miembros marcados por el látigo de don Robustiano, cuya sangre bebería con deleite. Odiaba a todos los blancos porque eran o podían ser amos, No necesitaba otra razón.
Un palenque es una especie de pequeña África, semejante a las que se formaban, también por esclavos prófugos, en el interior de la Guayana. En ella los alzados africanizan, por decirlo así, todos los elementos cubanos que llegan a su alcance. ¿Cómo viven? ¿De qué se alimentan? A los escasos recursos que les brinda allí la naturaleza, se une alguna tabla de yuca, de que hacen la harina llamada cativía, boniatos u otras raíces que siembran en los remansos de las sierras; algunas viandas y animales domésticos, que roban en las fincas vecinas, o para ellos sus compañeros que siguen en servidumbre, pájaros cogidos con trampa y frutas silvestres. El agua es de lluvia; a menudo tienen café, para el cual se valen de los coladores del coco; sus tazas son jicaras de güira, y nunca les falta el aguamiel que denominan zambumbia.
A todo lo cual se une el fecundo ramo de la jutía, roedor indígena que constituye su principal recurso y cuya presencia se denuncia por la amarilla mancha que deja sobre la yerba u hojas secas. La jutía se alimenta de hojas y frutas, vive en las ramas y en las grietas y prefiere la noche para bajar a tierra. A veces, perseguida por el majá, salta de rama en rama, siempre subiendo, porque la mirada fascinadora de la serpiente le impide bajar; así llega hasta la cúspide del árbol donde no tarda en alcanzarla su enemigo. La jutía entonces se arroja, pero tras ella y más ligero se lanza el majá que la atrapa en el aire, se enrosca sobre ella y llegan al suelo juntos, pero quedando ya la jutía muerta y descoyuntada. El cimarrón acude entonces para matar al vencedor y utilizar a los dos.
Tales son los recursos que la sierra ofrece a los apalencados. Es evidente que el trabajo forzado y el tosco alimento de Montevideo, contribuyen a endurecer sus cuerpos y a prepararlos para toda clase de privaciones. Acostumbrados a ellas no las sienten y no pueden echar de menos la vida holgada que nunca han disfrutado. Cosa rara sería que careciesen del tambor y la marímbula. No tienen damas para sus bailes, pero es bien sabido que el baile entre los salvajes es más un ejercicio que un placer.
Algunos han llegado a formar familia en los bosques, y creemos inexacta la aserción de que dan muerte a los hijos allí habidos. Son casi todos de nación, esto es, de África, y aunque procedentes de distintas tribus, quizá enemigas en su tierra, aquí viven en paz y armonía; que fue siempre primer efecto de la opresión, unir entre sí a los oprimidos.
De religión hay pocos indicios visibles. Suelen usar los carabalíes un deforme muñeco de madera que cargan de dijes ridículos, acaso del cuello de Ma Josefa Lucumí o de Gravié, pende algún estrambótico amuleto; pero en lo general los negros de nación han olvidado sus groseras idolatrías de África, y no han tomado nuestras creencias; si acaso llegan a comprender que Dios existe, lo ven tan disfrazado bajo una nube de errores y de injusticias que así vale para ellos como si no existiera. Nuestra Señora de Regla es patrona sólo de los criollos de poblado, y aun estos más que de adorar al Creador, se ocupan en conjurar el Demonio.
El gobierno tiende a ser monárquico como en toda la Nigricia, y Juan Bemba, de nación congo, es el rey. Se sabe que si los mandingas son los que más se acercan por la regularidad de sus facciones al tipo europeo, los congos son los más robustos, hermosos y sufridos. Juan Bemba era un bello modelo de su raza; por lo tanto feo, si comparado con la circasiana. Nariz aplastada que parecía perderse entre sus mejillas prominentes; labios gruesos y salientes, de aquí el apodo con que se le distinguía; frente pequeña y cuello corto; el albo glóbulo de sus ojos y sus dientes blanquísimos resaltaban de un modo siniestro sobre el azabache de su cutis; músculos de acero, incansable para el trabajo, insensible a las privaciones; el deseo de recuperar su perdida libertad le hizo apelar a las sierras; su robustez y su audacia le hicieron jefe del palenque.
¡Y reinaba actividad en las sierras! Los negros presentían el ataque y hacían la locura de pensar en defenderse; locura, porque sólo conseguirían agravar el delito. Los montaraces zorzales que huyen de los hombres, refugiándose en las asperezas, anunciaban el peligro. Los perros y los abastecedores habían dado la noticia.
No tenían armas de fuego, ni, en realidad, otras que las que da la naturaleza. El hacha de Tigre Negro, con que había desempeñado entre los blancos el oficio de tumbador, era la mejor ofensiva que poseían; aparte de esto, sus machetes de calabozo (hierro de chapear) con que habían huido de las fincas, algunos instrumentos de labranza, masas y enormes piedras que colocan sobre altos paredones y que despeñan sobre el que o los que intentan subir; de modo, que un solo hombre defiende un punto contra muchos. Sobre todo, se creían garantizados por la aspereza de la sierra, en verdad inexpugnable para los que no conocieran los caminos secretos que conducían a la cumbre.
Estas subidas ocultas eran cuidadosamente vigiladas por temor de traición; sin traición no era posible dar con ellas. Juan Bemba las visitaba diariamente; por eso no está en la planicie en el momento en que la visita el lector.
Los abastecedores se repartieron en distintas direcciones hacia las faldas de la sierra. Los negros Guataca, Ojo Cocuyo, Pedro Gangá e Isidoro salieron hacia el Este, en busca de provisiones de boca. Romualdo salió con Tigre Negro, Bambauck y Cienojos. Después de caminar mucho, de visitar las trampas en que ni jutías, ni perros jíbaros habían caído, adelantaron hasta el lado occidental de la sierra y subieron a la parte más empinada, donde desembocaba una de las bajadas secretas y desde donde se divisaba el inmenso valle de Najasa, magnífico espectáculo, que solo él podía admirar; sólo él, entre aquellos negros ignorantes de placeres que tampoco les hacen falta.
Era Romualdo una de esas almas privilegiadas para el sentimiento y la inteligencia y que en el torrente humano pasan desapercibidas, cuando carecen de elementos con que darse a conocer. Corazón nacido para amarlo todo y que se veía en el caso de odiarlo todo. ¿Por qué su suerte lo hizo esclavo si él mereció ser hombre?
Allí, de pie sobre la inmensa montaña, se detuvo un momento a mirar el grandioso panorama que se desarrollaba hasta perderse de vista; espléndida vega con su cielo cubano, con sus no interrumpidos campos de esmeralda, tachonados por leves puntos de plata que formaban las distantes chimeneas de los ingenios, algunas con su penacho de humo que ya empezaba a colorear la lumbre purpurina del sol naciente. A lo lejos se dibujaba el mar del Norte, ya medio velado por la neblina de la distancia, y coronaban el cuadro algunas ligeras nubecillas corriendo del Oeste, que parecían venir a embellecerse con los tintes de la aurora. Los campos de caña en que, como tantos otros, había derramado sus inútiles sudores, se dilataban hasta el límite del horizonte; y allá, entre el follaje se divisaban los humildes techos del recién fundado pueblo de Santa Isabel, bañado por el río Jigüey, que nace al pie de la sierra.
Con una melancólica mirada de envidia contempló Romualdo aquella vasta llanura, tan bella para el poeta, tan oscura para el filósofo, donde había tantos goces que él no había difrutado jamás, y tantos dolores que eran patrimonio exclusivo de una raza. Todo ese mundo de amor, de música, de flores y de poesía de que su destino le había hecho un miserable paria, atravesó en confuso torbellino su mente y consideró injusto que aquella naturaleza tan espléndida reserva para una raza todos sus favores y destinara el trabajo y los rigores para otra.
Las lágrimas corrieron de sus ojos al divisar las lejanas casas de la pequeña población. En su memoria había también la oscura imagen de un poblado, niños que jugaban ai salir de una escuela, una playa distante: único reflejo simpático que guardaba. Después, su larga vida de ingenio, con bien grabado recuerdo de dolor.
No podía menos de pensar, con los ojos clavados en los distantes techos, que allí, aunque hay pobreza, hay también goces inefables, que hacen despreciar la opulencia. Allí el placer contrasta con el dolor, allí la casta esposa premia, con sonrisas de amor, los afanes de su marido que vuelve del trabajo, y se oye, como el suspiro de un ángel, el almibarado beso que brinda a sus padres inocente niño. Allí, la cariñosa madre está segura que nadie vendrá a disputarle la posesión de aquellas prendas de su alma, ni a arrancarlas de sus brazos para azotarlas cruelmente en su presencia. ¡Ay! Él también había amado a una mujer y su amor había asesinado a la desgraciada, había tenido también su hija, y la había visto morir de hambre.
Y todo contribuía a recordarle aquel único y desgraciado amor que había alumbrado su vida. Si era un árbol frutal, se le representaba el que trepó afanoso para orientarse o para coger alguna fruta, cuando llevaba su hija a su lado; si encontraba alguna corriente, pensaba cuán feliz hubiera sido si la hubiese hallado cuando su hija se moría de sed.
El éxtasis que le embargaba le fue llevando así de una en otra idea, hasta sumirle en un sueño delirante. Nada ve ni oye, aunque despierto, porque sus sentidos no perciben. Ya no mira al horizonte; sus ojos, carecientes de vista material, están clavados en el suelo en una especie de adormecimiento magnético. Olvidó a Felicia, olvidó el ingenio, su posición, sus dolores pasados y presentes. Todo se borró, como si obedeciera al golpe de una varilla mágica, y se vio un momento en otra esfera sin saber si soñaba o recordaba.
Prisionero, por decirlo así, treinta años en un recinto de donde, si alguna vez salía, era para otra finca y vigilado, porque su inteligencia lo hacía temible, su vida había sido una prolongada noche. La sombra del olvido lo había dominado todo. Pero ahora la vista de una población distante parecía reanimar su muerta memoria. Era un confuso y distante panorama, una especie de otra vida que pasaba por su imaginación. Multitud de escenas y de objetos se van presentando en su memoria, como sin duda aparecieran en la de un anciano ciego desde la infancia.
Y luego, entre aquellos recuerdos que iban confusamente desprendiéndose de la bruma del pasado, comienza a oír sonidos dulces y simpáticos, palabras ya perdidas en la densa noche de sus infortunios, vienen sin saber cómo a sus oídos: Toribio, Felicia, Clemencia, tía Chonchón. Le parece que antes su boca ha pronunciado esas palabras, le parece que cada una ha representado un centro de cariño anterior a su venida al mundo de los dolores; y cada una parece llevarse una partícula de su ser presente y que la reemplaza con otra nueva de una vida anterior.
De pronto se figura hallarse en medio de varios chicos como él, que salen, jugueteando en tumultuosa alegría, de una escuela y corren adonde los espera su madre. Él se cree libre como ellos. Ellos deciden ir a bañarse a una playa. Él se queda sólo y se dirige a su casa. De repente un carruaje le impide el paso, el calesero se lanza bruscamente sobre él y lo hace entrar. Allí hay un hombre de horrible rostro que lo sujeta, lo amenaza, y lo hace callar aterrorizado, mientras el coche rueda velozmente. ¿Por qué lo encierran en un oscuro cuarto de ignorada casa? ¿Por qué lo pelan y lo visten de listado? ¿Por qué lo embarcan como otros en una goleta? ¿Por qué lo maltratan, cuando pide a su madre? ¿Por qué no está con ella como sus compañeros están con la suya? «¡Ah! ¡Es que yo no nací libre como ellos! Y ¿por qué yo no nací libre? ¡Es porque mi madre era esclava! ¿Y por qué mi madre era esclava?»
A esta pregunta mental, un cúmulo de contrarias y mal coordinadas ideas se agitan y confunden en su sombrío intelecto. Allí está impreso el precepto bíblico que había oído al cura: ¡Oh, siervos, obedeced a vuestros amos! Allí, confusas percepciones de la justicia divina: el interés interpretándola a su antojo, la falta de equidad entre los hombres, el olvidado derecho de los débiles, los axiomas de la fraternidad que brotan espontáneos del corazón del más ignorante, la parcialidad de su suerte que lo condenó a ser mulato, a él que no pidió nacer; los sofismas que ideó el egoísmo para escudarse contra los tiros de la conciencia. Y de todo aquel dédalo de conceptos mal bosquejados, de toda esa confusión caótica del espíritu, surge, al fin, una idea clara, neta, precisa, que se destaca y parece dominar a las otras y que se formula en esta frase:
—No, Dios no pudo disponer tal cosa; han calumniado a Dios.
Tan abstraído se hallaba, que pronunció estas palabras como si hablara con alguien. Al ruido de su voz vuelve en sí, queda admirado del mundo que mentalmente recorría y de nuevo se pregunta si todo aquello es efecto de un delirio o confuso reflejo de otra vida; porque, lo hemos dicho, no sabía si soñaba o recordaba.
Ya se ve. Era un chico de ocho onzas cuando fue traído al ingenio.
La severa voz de los abastecedores vino a sacarle de aquel enajenamiento, y sin hablar se unió a ellos. Los cimarrones bajaron la sierra a través de barrancos profundísimos que parecían conducir a un arroyo; se perdieron en una lóbrega caverna que formaba parte del camino. Después anduvieron mucho todo el día y noche siguiente, procurando no dejar huellas de su paso, que para no formar trillo que denuncie su escondite nunca salen por el mismo punto; a la mañana estaban a muchas leguas del núcleo, frente, a un pequeño valle, atravesado por el arroyo Pedregal, que más adelante se convierte en el río Jigüey. Pero no hallaron nada. Todo estaba desolado, arrasado. Los rancheadores, sin duda, habrán pasado por allí.
Estos comprendieron y esto era la verdad. Desde algunos días atrás ya lo venían presintiendo por la espantosa miseria que reinaba. Se trataba de sitiar el palenque por hambre, por medio de atalayas o vigías, que, al primer movimiento, dieran aviso a la fuerza principal: a saber, el cuerpo de los rancheadores que cercaba casi todo el lado Norte, y la partida de Armona, que noticiosa de la presencia allí de Juan Rivero, debía irlos estrechando por el lado opuesto de la sierra. Abatidos de cansancio, bebieron y llenaron sus güiros en el arroyo, mientras miraban con ojos lastimosos a Pintado, su fiel compañero, su buen amigo, que habría de ser pronto víctima de la escasez de recursos.
Pintado es el perro. No hay que decir su color; su nombre lo indicar Si fuera blanco, se llamaría Palomo; si color de canela, Canelo. Pintado seguía cansado y taciturno a sus pocos afortunados amigos, como si comprendiera que no había de qué felicitarlos. De pronto empinó las orejas, dio un bufido y miró con ojos inteligentes y significativos hacia el poniente, en dirección al valle.
Los negros pusieron atención, como el cazador en acecho, y oyeron un distante rumor como el disparo de un arma de fuego, al que siguieron otro y otro; y luego, el galopar de un caballo, que a todo escape parecía dirigirse hacia ellos. Subiéronse a los árboles y pronto vieron que era un hombre solo, un blanco, que, como buscando refugio, huía de alguna activa persecución, porque temeroso miraba hacia atrás, y apuraba la cabalgadura, ya medio rendida por la incesante carrera; pero lös perseguidores; o se habían quedado muy atrás o se habían descarriado.
El perseguido llegó al torrente, y, aunque ancho y rápido en aquel punto, se lanzó a él sin medir la distancia. El caballo, arrastrado por la corriente, se sumergió para aparecer a distancia y desaparecer de una vez, mientras el jinete logró atravesar a nado parte del torrente; mas, en el centro del cauce las aguas, aumentadas por recientes lluvias, corrían con demasiada violencia, y le arrojaron remolineando a un abismo, sobre el que pendían las ramas de un coposo jagüey.