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Y he de volver a verte, ¡oh patria mía!
¡Y he de volver a verte! Clavo ansioso
los ojos fatigados hacia donde
envidiosa la mar tu seno esconde
y no te veo...
El puerto de Potonchán —o de Champotón como se le llamó después, sin que veamos que haya ganado cosa alguna en la mutación de nombre— era a fines del año de 1539, época en que comienza nuestro relato, una población exclusivamente ocupada por un puñado de aventureros españoles, que después de rudos y sangrientos combates, habían logrado arrancar del poder de sus antiguos habitadores.
El lugar empezaba a ser ya conocido y visitado por algunas naves españolas y había adquirido cierta celebridad a pesar de que solo habían transcurrido veinte y tres años desde su descubrimiento.
Esta celebridad era bien merecida.
Cuando en 1517, Francisco Hernández de Córdova, después de haber experimentado el carácter belicoso de los indios en Cabo Catoche y Campeche, tocó en Champotón únicamente con el objeto de proveerse de agua, un crecido número de naturales cayó sobre los castellanos que acaudillaba, y tan reñido fue el combate que se empeñó en la orilla misma del mar, que de los extranjeros quedaron cincuenta y siete tendidos sobre la arena enrojecida con su sangre y dos cautivos que fueron llevados inmediatamente al altar del sacrificio e inmolados a los dioses de la tierra en acción de gracias. Los restantes quedaron tan mal parados que cinco murieron algunas horas después y todos los demás salieron heridos, con excepción únicamente de un soldado llamado Berro. Este suceso hizo que el puerto adquiriese el tercer nombre con que se le señaló en los antiguos mapas. Se le llamó «Bahía de la mala pelea».
Cuando a fines del mismo año volvieron los españoles al propio lugar, acaudillados por Juan de Grijalva, a pesar del aumento de armas que trajeron y de las precauciones que adoptaron, tres cadáveres quedaron tendidos sobre el campo de batalla, salieron más de sesenta peligrosamente heridos y el mismo general sacó de la refriega dos dientes quebrados y tres flechazos.
Algún tiempo hacía que el lugar había adquirido su cuarto y último nombre. La villa de San Pedro, fundada por Francisco Gil a orillas del río Tenocique, había sido trasladada a Champotón porque pareció difícil conservarla en su primer asiento.
Así es que la población presentaba un aspecto mixto de español e indígena, de cristiano y de gentil. Las tiendas de campaña de los principales caudillos extranjeros, algún tanto metidas tierra adentro para evitar el recio viento que soplaba en la playa, alternaban con las miserables chozas de guano abandonadas por los indios y ocupadas entonces por los soldados españoles, que ciertamente no podían quejarse de falta de alojamiento.
Pero no estaba reducida únicamente la población a tan endebles viviendas. Se veían igualmente algunas casas de mampostería de suntuosidad relativa, antiguos palacios sin duda de los príncipes aborígenes, en cuyas blancas fachadas se reflejaban los rayos del sol ardiente de nuestras playas. Los adoratorios en que tres años antes se rendía un culto abominable a los falsos dioses, purificados ya por los exorcismos de los cristianos y enseñando en sus altares algunas cruces, consoladora insignia de la religión de Jesucristo, levantaban sus techos sobre todos los edificios que los rodeaban, como para demostrar la superioridad de Dios sobre todos los objetos terrestres, y ostentaban en su parte más elevada una que otra campana rajada, traída de Cuba, y que se tocaba más bien para asuntos del servicio militar que para objetos del culto, porque los aventureros —cosa extraña en aquella época y en aquellas circunstancias—, no habían traído consigo ningún sacerdote de su culto.
Cerca de tres años hacía que los extranjeros se habían instalado en Champotón, y la fundación de la villa de San Pedro, demostraba la intención que abrigaban de permanecer para siempre en el país. Los naturales deploraban esta desgracia con lágrimas bien amargas; pero después de haber dado algunas batallas formales en que prodigaron generosamente su sangre en aras de la patria, habían llegado a convencerse de que sus ídolos estaban irritados contra ellos y de que Kukulcán y Kakupacat, dioses de la guerra, dispensaban toda su protección a los intrusos españoles. Entonces hicieron a un lado sus flechas, sus hondas y sus chuzos y se limitaron a hacer una guerra que causaba no menores heridas que sus armas salvajes. Se negaron a suministrar a sus enemigos, voluntariamente, como antes, sus pobres tortillas de maíz y las carnes de que abundaba la tierra, y estos se vieron obligados a buscar sus alimentos con la punta de la lanza.
Don Francisco de Montejo, el anciano Adelantado, que en 8 de diciembre de 1526 había capitulado con el Emperador Carlos V la conquista de Yucatán, descansaba, entonces, en su gobierno de Chiapas, de las gloriosas fatigas y hazañas de su juventud. Se preparaba a sustituir en su hijo todos los derechos que tenía a la Península, pues el transcurso de trece años empleados inútilmente en su conquista, había llegado a preocupar su ánimo con la idea de que no estaba reservada a él la gloria de la pacificación de Yucatán. Este hijo, que se llamaba también don Francisco, se hallaba a la sazón en México, reclutando gente bajo el crédito de su padre, para emprender formalmente y terminar de una vez esta obra, que un concurso de circunstancias, independientes de su voluntad, hacía cada vez más dificultosa.
La gente, pues, que se hallaba en Champotón, conservando como un precioso tesoro aquel pedazo de terreno, único que poseía en la Península, se encontraba a las órdenes de un sobrino del viejo Adelantado, llamado como el tío y el primo, don Francisco de Montejo. Las desgracias que sobrellevaba y el apuro a que estaba reducido nos va a ser revelado al instante por los mismos soldados, sus compañeros de aventuras.
Era una mañana de Diciembre del repetido año de 1539. Se gozaba de una temperatura que podía llamarse excepcional en el país. El cielo estaba cubierto de espesas nubes que interceptaban completamente los rayos del sol. A pesar de la hora, soplaba un viento bastante recio, que hacía besar a cada instante la arena a las copas de los arbustos que crecen en nuestras playas. Acababa de cesar una débil llovizna del Norte, que había empezado desde la madrugada.
Sobre el roto mástil de un antiguo bajel abandonado a la orilla del mar y suavemente reclinadas las espaldas en un montecillo de arena, se hallaban sentados dos hombres sumergidos al parecer en reflexiones bastante sombrías. Con los ojos tenazmente clavados en el vasto y magnífico horizonte que se extendía ante ellos con toda su majestuosa belleza, parecían indignarse de que su mirada no pudiese penetrar más allá de la curva y dilatada línea en que la bóveda del cielo y las aguas del mar confunden a la vista sus dos superficies en un inmenso semicírculo. Tan profundo era su recogimiento, que cuando algunas olas empujadas por la brisa de la mañana venían a estrellarse a sus pies, parecían no sentir el húmedo salobre del agua que mojaba su calzado.
El primero de estos hombres era un joven de veinte y cinco años a lo más, en que se revelaba a primera vista el tipo de un hijo de la poética Andalucía. Ojos negros, vivos y de mirada penetrante, que jugaban en sus órbitas con movilidad asombrosa; espesas y arqueadas cejas, sedoso cabello del mismo color, labios finos, boca desdeñosa, poblada barba, cutis color de perla, proporcionada estatura y gallardo continente: he aquí el conjunto agradable de belleza varonil que presentaba y que causaba lástima ver retirado en aquel rincón ignorado del mundo. La altivez de su mirada y la elevación de su frente indicaban a uno de esos caballeros de la antigua nobleza española, que en sus constantes luchas con los moros y en sus recientes campañas de Italia, habían adquirido la pretenciosa convicción de su superioridad sobre todos los hombres que poblaban la tierra. Se notaba en su vestido un aseo, un cuidado y hasta cierta riqueza que seguramente no era común entre sus compañeros de aventuras. Gastaba borceguís de ante, calzas enteras y ropilla de terciopelo. Ceñía su cintura un talabarte de cuero bruñido de que pendía una espada toledana con empuñadura de cruz, única arma ostensible que llevaba en aquel momento. Así la espada, como gran parte del vestido, desaparecía bajo un herreruelo de paño con que se guarecía del frío vientecillo que soplaba.
Era el segundo, un viejo veterano de sesenta años, de bigote retorcido y cabellos grises, de mirada resuelta y continente marcial, en cuya apostura podía leerse ese desprecio de la vida que caracterizaba a los grandes soldados de la época. Vestía unas medias de lana, plagadas de un número incontable de puntos, gregüescos de paño burdo no muy enteros, un jubón viejo de color indefinible y una gorra de piel con que cubría su canosa cabeza. Para precaverse del frío llevaba sobre los pobres arreos de su vestido una ancha manta de algodón bordada de ricos colores, trofeo arrancado sin duda a algún príncipe americano en las innumerables batallas de que estaba llena su hoja de servicios.
Largo tiempo hacía que el viejo y el joven miraban distraídamente el mar que mugía a sus pies. De súbito, el anciano volvió la cabeza y mirando afectuosamente a su compañero, le dijo:
—Apostaría los ocho últimos reales de vellón que me quedan a que adivino en lo que estáis pensando.
El joven se volvió vivamente, y clavando los ojos en el viejo veterano con la expresión de un hombre que acaba de salir de un sueño, pronunció esta sola palabra:
—¿Hablabais...?
—¡Os decía que a fe de Bernal Pérez, me atrevía a adivinar el objeto que os trae tan mohíno esta mañana y que consideráis con tanta atención!
—Y yo os digo a fe de Alonso Gómez de Benavides que no se necesita de gran penetración para adivinar lo que ahora traigo entre las mientes. ¿Qué otra cosa puede soñar un desgraciado proscrito que el tornar a la tierra en que naciera y el pájaro encerrado en una jaula que el recobrar su libertad?
El tono y la viveza con que fueron pronunciadas estas palabras, indicaban en el joven andaluz la secreta intención de ocultar a Bernal Pérez la verdadera causa que entristecía su espíritu.
El viejo veterano no dio muestras de haber sospechado la treta, y repuso al cabo de algunos instantes:
—De suerte que todo lo que busca vuestra vista clavada ansiosamente en el golfo, es alguna nao española o portuguesa que nos venga a traer noticias de Castilla.
Los ojos de Benavides despidieron un rayo brillante de esperanza, que se apagó con la instantaneidad del relámpago.
—Más de un año hace —dijo con acento conmovido—; que no veo surcar las aguas de este golfo, sino por las pesadas y groseras canoas de los indios de este país; y no es extraño que todos los días, por mañana y tarde venga a sentarme en este lugar para ser el primero que vea venir la nave europea que nos traiga las nuevas que decís.
—¿Y deseáis la venida de esa nave solamente para adquirir noticias? —preguntó Bernal Pérez, mirando detenidamente a su interlocutor, como si quisiese penetrar en el fondo de su alma.
Benavides temió sin duda dar una respuesta cualquiera, porque en lugar de contestar interrogó, a su vez:
—Y vos que venís diariamente a sentaros junto a mí sobre este madero y os pasáis horas enteras, como yo, mirando la azulada superficie del mar, ¿limitáis vuestro deseo a adquirir nuevas de España?
—¿Y qué otra cosa queréis que desee un hombre encanecido en los combates, que hace treinta años que falta de su patria, y que mira como comprado con su sangre este Nuevo Mundo que ha ayudado a conquistar? En Burgos dejé un tío que murió ha mucho tiempo sin acordarse de mí y no hay un solo lazo de familia que pueda arrastrarme a la vieja Europa.
—Pero vos sois joven —continuó el veterano, dulcificando su acento como para inspirar confianza al andaluz—, y acaso dejasteis en Sevilla, vuestra patria, una afección bastante poderosa que os hace suspirar todavía.
—¡Oh no!... ninguna —exclamó Benavides, moviendo repetidamente la cabeza.
Una sonrisa de duda cruzó por los labios de Bernal Pérez.
El joven sorprendió esta sonrisa y bajando misteriosamente la voz, añadió al instante:
—¿Sabéis, Bernal, lo que me hace tan desgraciado? Os lo voy a confiar, pero cuidado con repetirlo.
—Un soldado viejo, acostumbrado a respetar la consigna —dijo el veterano, irguiendo la cabeza con desdeñoso orgullo—, nunca cometerá el pecado de divulgar el secreto que se le confíe.
—Sois, mi buen Bernal, la perla de los veteranos. Si he lastimado vuestro excelente corazón con recomendaros un secreto, perdonadme en gracia de la sana intención que ha guiado mis palabras. Vos sabéis el aprecio respetuoso con que me miran nuestros valientes compañeros de aventuras, que me consideran como el segundo de don Francisco de Montejo, nuestro actual capitán; y si llegasen a penetrar mis deseos, se atreverían a darle un mal rato y a interrumpir el sosiego de nuestra pequeña colonia.
El veterano por toda respuesta alargó su callosa mano, que el joven estrechó y retuvo largo tiempo entre las suyas.
—Escuchadme, Bernal —continuó el andaluz, bajando la voz cuanto era posible, a pesar de que el ruido del viento y de las olas cubría completamente su discurso—. Cerca de tres años hace que puse los pies por primera vez en esta playa, soñando en mil empresas seductoras que ninguna ha llegado a realizarse. ¿Qué hemos hecho, en efecto, desde que llegamos a Champotón? Algunos días después de nuestro desembarco tuvimos solamente dos batallas formales... y después... nada, nada.
—Pero en esas dos batallas hubo lo bastante para contentar el valor del soldado más exigente. ¿Os acordáis, don Alonso?
—El pasado —respondió el joven andaluz— se borra muy pronto de un corazón de veinte y cinco años.
—Por fortuna está aquí el mío, que tiene sesenta —repuso el veterano—; y que se rejuvenece cada vez que recuerda el estruendo de los combates. La primera batalla tuvo lugar una noche obscura como boca de lobo. Yo que dormía en el adoratorio principal, con la cabeza apoyada en el vientre de un ídolo maldito, me desperté sobresaltado a los gritos de un centinela que asesinaban los indios. Como ni la cama ni la almohada eran de plumas, me levanté con la ligereza que el caso requería, salí del adoratorio, me colgué de la cuerda de una campana y repicando y gritando «a las armas» fue tal el alboroto que metí, que en un minuto ya se hallaba en pie todo el campamento. El caso era bastante extraordinario, porque estos perros gentiles que tienen al sol por una divinidad, creerían cometer un delito imperdonable peleando en su ausencia, y por eso nunca hasta entonces habían atacado de noche. Acaso alguno de sus sacerdotes los persuadió de que las estrellas eran otros tantos dioses protectores de la guerra y lo creyeron como a un oráculo. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que nuestras tiendas de campaña que empezaban a arder y las horribles y sucias injurias con que nos apostrofaban en su lengua, nos quitaron desde luego toda clase de duda. Entonces empezó la marimorena. Las flechas y las piedras silbaron por un instante sobre nuestras cabezas; pero no tardaron en cesar súbitamente. Aquellas armas eran inútiles porque nos encontrábamos ya revueltos con los indios y se peleaba cuerpo a cuerpo. Como desconocíamos el terreno y los indios nos cercaban en inmensa multitud por todas las direcciones de tierra, según podía conjeturarse por su turbulenta gritería, aquella confusión fue necesaria, y me atrevo a decir que hasta provechosa, porque nos puso al enemigo al alcance de nuestras armas. Por lo que a mí toca, no hacía más que extender las manos en derredor mío, y apenas tocaba un cuerpo desnudo, le asestaba mi puñal o mi lanza; oía un grito, algunas gotas de sangre humedecían mi mano y asunto concluido. Si la memoria no me falta, creo que en aquella noche memorable derribé veinte y cinco o treinta cuerpos de aquel modo tan expedito y sencillo. Otro tanto hacían nuestros camaradas; y los macehuales no tardaron sin duda en advertirlo, porque echaron a correr con toda la prisa que les daba su miedo, enviándonos de despedida un diluvio de flechas y una andanada de insultos y amenazas, que nos dejaron en ayunas, porque mal haya la palabra que comprendíamos entonces de su bárbaro lenguaje.
Brillaban los ojos del veterano al referir sus hazañas y las de sus compañeros de aventuras; y a pesar del aire triste y taciturno con que le escuchaba el único hombre que constituía su auditorio, volvió a tomar la palabra al cabo de un instante y continuó con mayor animación:
—¿Y la segunda batalla? No es posible que haya uno solo de nuestros camaradas que haya olvidado sus más ligeros pormenores. Hacía algún tiempo que los indios se limitaban a sustraernos los alimentos. Parecía que, escarmentados con el primer combate, estaban resueltos a no hacer en adelante más que una resistencia pasiva. Algunos lo creían así; pero otros, que los conocían mejor, estaban verdaderamente inquietos y esperaban algún esfuerzo supremo de su parte. Muy pronto se realizaron estos temores. Los naturales enviaron embajadores a todos los cacicazgos de la tierra, y algunos días después, inmensas turbas de hombres desnudos cayeron sobre nuestro campamento cuando menos se les esperaba. El caso era bien apurado, porque el mismo capitán confesaba que jamás había visto igual muchedumbre de indios. No por eso dejó de animar a los suyos a la pelea, y dando él mismo el ejemplo, empezó uno de los más crudos combates en que se ha encontrado vuestro servidor. Los indios caían a millares; pero eran tales los gritos de regocijo que arrojaban cuando moría uno de nuestros camaradas, que nos helaba de pavor la sangre en las venas. Por un cadáver de los nuestros daban gozosos un millar de los suyos. Aquella situación era horrible y no podía continuar así. Sin saber lo que hacíamos, empezamos a retroceder hacia la playa, nos arrojamos al mar, y unos al nado y otros por medio de los botes, no acogimos a los bajeles con la vergüenza de la derrota.
—¡De la derrota! —exclamó el joven andaluz, como si esta sola palabra hubiese bastado para sacarlo de su ensimismamiento e interrumpir a Bernal Pérez—. ¡Pero me parece que después nos vengamos bien!
—Y tan cumplidamente —prosiguió el veterano—, que juzgo esta por la mayor hazaña que contiene mi hoja de servicios. Cuando vimos a los indios penetrar en nuestro campamento, poner sobre sus toscos hombros nuestras vestiduras y acercarse con ellas a la playa; cuando les oímos apostrofarnos de pusilánimes y cobardes en medio de las groseras injurias que acostumbran, olvidamos como por ensalmo nuestras heridas, nuestro cansancio, el número del enemigo, nuestra reciente derrota, y como un solo hombre, volvimos a arrojarnos al mar, llegamos a la playa, requerimos las armas, se enciende de nuevo el combate, la sangre enrojece la arena y algunos instantes después, los vencidos se convierten en vencedores; los indios ciegos, llenos de espanto, humillados, comprendiendo apenas lo que pasaba, huyen despavoridos y nosotros volvemos a entrar victoriosos en el campamento, pasando sobre una senda cubierta de cadáveres.
Al terminar estas palabras, que el veterano pronunció con todo el entusiasmo de un soldado triunfante, Benavides levantó la cabeza y le miró un instante en silencio.
—¿Y después? —le pregunté con un tono que contrastaba notablemente con la animación de Bernal Pérez.
—Después —respondió éste—, no hemos vuelto a tener más encuentros que la pequeña resistencia que suelen hallar los que van en busca de vituallas.
—Mientras nosotros nos quedamos aquí a consumirnos de fastidio en medio de la ociosidad... ¿Qué tiene, pues, de extraño, mi comportamiento?
—Tiene de extraño que todos nosotros divertimos nuestra ociosidad, jugando a las barajas, o a los dados, conversando o cantando estrepitosamente, enamorando a alguna india prisionera y cazando o pescando; pero vos, en vez de jugar, conversar, cantar, enamorar, cazar o pescar, venís a sentaros en la playa y a sumergiros días enteros en tristes reflexiones.
—Amigo mío; no todos tienen la felicidad de ser tan alegres de carácter como vosotros, y yo soy desgraciadamente, como lo veis, una de las excepciones.
—Decid más bien que no queréis franquearos conmigo, y no nos atufemos por tan pequeña diferencia.
Y Bernal Pérez se puso al instante en pie, se levantó hasta las orejas la manta de algodón para precaverse mejor del frío y dio un paso adelante. Benavides le detuvo por el vestido.
—Amigo mío —le dijo—, habéis logrado enternecerme con el sincero interés que demostráis tener por todo lo que me atañe, y cometería una verdadera ingratitud si no os confiase la causa de mis padecimientos. Tiempo hace que hubiera accedido a vuestros deseos; pero como hay sucesos en la vida del hombre que despedazan el alma y cuyo solo recuerdo basta para renovar sus heridas, me había abstenido hasta aquí.
—¡Oh! —interrumpió el veterano—; si vuestro secreto es tan triste que os cueste pena el recordarlo, retenedlo... nada me digáis.
—Todo os lo diré, mi viejo amigo —repuso Benavides—; estoy cierto de que no es una vana curiosidad la vuestra y que sabréis compadecerme. Sentaos otra vez y escuchadme.
El veterano volvió a ocupar su lugar en el mástil que servía de asiento, extendió sus pies sobre la húmeda arena y clavó su mirada ansiosa sobre los ojos de su interlocutor.
Benavides se recogió un instante, echó por última vez una rápida ojeada sobre la vasta superficie del mar y comenzó así su narración.
Hay una vida mística enlazada
Tan cariñosamente con la mía,
Que del destino la inflexible espada
Ninguna o ambas deberá cortar.
Nací noble. Mi padre era poseedor de un rico mayorazgo, cuyos productos le bastaban apenas para sostener lo que él llamaba el lustre de su casa. Su familia era numerosa, porque aunque solo tenía cuatro hijos, había una muchedumbre de criados y lacayos inútiles que solo el lujo podía hacer parecer necesarios. Habitábamos un palacio en Sevilla, que periódicamente era el teatro de un sarao, de una comilona o de un festín cualquiera, conque mi padre obsequiaba a la nobleza de la ciudad.
Mientras fui niño, me creí uno de los seres más felices de la tierra. Vivía con todas las comodidades que proporciona la riqueza; cuantos me veían me abrazaban y me llamaban hermoso y todo el mundo me prodigaba regalos. Pero al fin llegué a advertir que mi padre era el que menos me acariciaba, que mi madre solía abrazarme llorando y que mi hermano mayor era el principal objeto de los desvelos de ambos. ¡Ay! yo era el último de sus hijos, y como a todos los segundones, el porvenir más brillante que me aguardaba era la Iglesia. Desde que nací se pronunció sobre mi cuna el fallo inexorable, y la primera palabra que hirió mis oídos de niño fue la de frailecico, apodo que inventó para designarme el cariño de mi padre, la única vez que se ocupó de mí.
¿Para qué había de molestarse en pensar en un hijo que de nada podía servirle? Tenía un primogénito que era el único heredero de su nombre, de sus títulos y riquezas, y después de haber educado a este lo suficiente para sostener el lustre de la familia de sus antepasados, creyó cumplida su misión sobre la tierra.
No acuso a mi padre. Las leyes le obligaban a proceder de aquel modo. Todos sus bienes consistían en el mayorazgo y este pertenecía de derecho a su primogénito. Dicen que el brillo de la monarquía exige que haya esos nobles opulentos, que no lo serían, si los bienes de la familia se repartiesen equitativamente entre todos los individuos que la componen. ¿Qué importa pues, que haya mil parientes en la indigencia, si hay uno solo que pueda presentarse ricamente en la corte para hombrear con el monarca? Bernal, solo los que son víctimas de la injusticia de nuestra sociedad se atreven hoy a quejarse en secreto. Quién sabe si llegará un día en que todos hablen en alta voz; y entonces... Dios únicamente sabe lo que sucederá...
Una mañana me llamó mi padre a su gabinete. Acudí temblando, porque esta era la primera vez que me mandaba llamar. Me puso en la mano una esquela dirigida al Rector de la Universidad de Salamanca, introdujo en mi faltriquera un bolsillo que contenía algunos escudos de oro y me echó de su casa con este discurso:
—Tienes una inteligencia despejada. Dios, que permitió que nacieras el último de mis hijos, te destinó al sacerdocio; la Iglesia ofrece una carrera casi tan brillante como la de las armas; ve a Salamanca, estudia con ahínco y no tardarás en recoger el fruto. Tu familia es tan noble como la del rey, y quizá en poco tiempo alcanzarás el arzobispado de Sevilla. Hasta entonces será cuando volvamos a vernos.
Me salí del gabinete de mi padre sin osar abrazarle, corrí a derramar algunas lágrimas en el seno de mi madre, dije un adiós apresurado a mis hermanos, porque no se me daba tiempo para más, y salí con los ojos enjutos de la casa paterna. Me reuní a dos estudiantes de Salamanca, que, concluidas sus vacaciones, volvían a la Universidad, y en tan alegre compañía no tardé en olvidar nuestro palacio de Sevilla.
Apenas tenía entonces catorce años. No adivinaba todavía la inmensidad de mi desgracia; y el placer de verme libre era el único pensamiento que ocupaba todo mi espíritu.
Empezaron mis estudios bajo los más felices auspicios. Aprendía cuanto querían enseñarme y era el ídolo de mis maestros. Pero no tardé en advertir que no había nacido para estudiante. En los días de asueto salía en unión de seis u ocho compañeros, más amigos de Ceres y de Baco que de Aristóteles y Marco Tulio. Nos proveíamos de vihuelas y flautas, y después de cenar y descorchar algunas botellas en una posada, salíamos a requebrar a las damas y a darles música bajo sus balcones. Por de contado, estas alegres travesuras degeneraban algunas veces en reyertas con los amantes o maridos celosos; pero nosotros, que llevábamos siempre espadas ocultas bajo el manto escolar, no éramos los que de ordinario sacaban la peor parte en estos encuentros.
Empecé a querer menos los libros y no tardé en aborrecerlos del todo, por una circunstancia que influyó en el porvenir de toda mi vida.
Cuatro años después de haber llegado a Salamanca, oía misa una mañana en una iglesia cerca de la Universidad. Me colocó la casualidad junto a una mujer, cubierta con un velo, cuya compostura, devoción y recato me llamó desde luego la atención. Su cabeza inclinada y la espesura del velo me impedían ver sus facciones. Pero un brazo torneado que remataba en una mano blanca como el alabastro, y que de cuando en cuando salía indiscretamente por debajo de la mantilla, me hizo advertir su juventud y adivinar su belleza. Olvidé entonces el lugar en que me hallaba, y solo tuve ojos para contemplar a aquella mujer, que en mi imaginación adornaba ya con todos los rasgos de la más perfecta hermosura.
Cuando se concluyó la misa, yo que tenía ya formado y madurado un plan, corrí a ocultarme tras la columna más inmediata a la puerta de salida. La joven aguardó a que se despejase completamente la iglesia y entonces se levantó. La acompañaba únicamente una dueña anciana, que siguió a su señora con un rosario de gordas cuentas en la mano, murmurando todavía una oración. Las dos mujeres se adelantaban hacia la columna que me ocultaba sin sospechar mi existencia. Temblaba como un soldado bisoño el día de la primera batalla; pero esto no era un obstáculo para que llevase al cabo mi proyecto. Cuando ama y dueña estuvieran cerca de la puerta, salí súbitamente de mi escondite, me llegué a la pila de agua bendita, metí en ella mi mano y presenté mis dedos húmedos a la joven. Ésta, que a mi repentina salida había hecho un ademán de espanto, posó la yema de un dedo, suave como la seda, sobre mi mano y lo retiró al instante.
Yo, que durante aquella escena había mantenido constantemente inclinada la cabeza, levanté entonces los ojos y quedé deslumbrado. La joven acababa de levantar su velo para hacer en su frente con el agua bendita la señal de la cruz. Mi imaginación no había osado inventar la mitad de la espléndida y modesta belleza que tenía delante de mí. Pero estaba tan ofuscado que solo pude recordar después sus negros y rasgados ojos, velados por sedosas pestañas, que se fijaban en mí con hechicera dulzura, sus mejillas coloreadas por el rubor y sus labios contraídos por una sonrisa, que parecía iluminar todo su semblante.
Desgraciadamente, aquella visión arrobadora desapareció con la instantaneidad del relámpago. La joven dejó caer de nuevo su velo, y precedida de la dueña salió de la iglesia. Pero yo me quedé clavado en mi sitio, contemplando todavía en el fondo de mi imaginación el conjunto de sus facciones seductoras.
Parecía que el fuego de sus ojos me había convertido en cenizas, porque me sentí inmóvil como una estatua. Pero de súbito comprendí que era necesario saber el paraíso que habitaba aquel ángel, y sacudiendo el entorpecimiento que me dominaba, salí, a mi vez, de la iglesia.
Pero ya era tarde. Por más que registré la plaza y las calles inmediatas no pude encontrar ni rastro de la joven y de la anciana dueña. Volví desesperado a la Universidad, y aunque estaba resuelto a ocultar a todo el mundo lo que acababa de pasarme, mis compañeros hicieron alto muy pronto en mi aspecto distraído y me forzaron a contarles mi aventura. Cuando concluí mi narración, en que ocupó un lugar distinguido el retrato de la dama, el estudiante más antiguo y más calavera de mis camaradas, impuso silencio a todos los que empezaban a importunarme con sus preguntas, y me dijo:
—Esta noche, a la claridad de la luna, cantaremos unas trovas ante la casa de doña Beatriz y la obligaremos a salir a la reja.
—¿Quién es doña Beatriz? —pregunté yo.
—La hija única del conde de Rada, a quien acabas de ofrecer agua bendita en la iglesia.
—¡La hija única del conde de Rada! —exclamé dando un grito, como si hubiesen sepultado un puñal en mi corazón.
—¿De qué te admiras? —preguntó el estudiante.
—¡Ah! Es que estoy enamorado ya de doña Beatriz como un loco, y me moriré si me privan de su vista.
—¡Y bien!... Tu padre es de tan buena sangre como el conde...
—Pero soy el postrero de sus hijos... soy un miserable segundón...
Mis amigos callaron un instante, comprendiendo quizá, toda la intensidad de mi dolor. Pero de súbito se alzó una voz que me dijo:
—No tienes razón para entristecerte, porque si estás enamorado, como dices, y no puedes alcanzar pacíficamente tu objeto, tienes una docena de amigos, que incendiarán la noche que quieras el palacio del conde para que robes a doña Beatriz, y te la lleves a donde mejor te plazca.
Los estudiantes aplaudieron estrepitosamente estas palabras y me fue preciso ensayar una sonrisa para no turbar su regocijo.
Pero desde aquel momento empecé a ser verdaderamente desgraciado. Por la primera vez en mi vida comprendí que era una desgracia real el no haber nacido el primogénito de mi padre para ser igual a doña Beatriz, que era la rica heredera de un condado. Media hora después de haber nacido mi amor, brotaba en mi corazón el primer pesar que estaba destinado a ahogarlo...
La noche me sorprendió en mis tristes reflexiones. Mis camaradas se armaron todos con sus espadas y sus instrumentos de música, y me vinieron a sacar de mi aposento. Yo hice cuanto pude por disuadirlos de dar la serenata. No quería que doña Beatriz me viese en tan bulliciosa compañía, y empezaba a tener celos de que la mirasen más ojos que los míos. Pero oponerse a una resolución de los estudiantes valía tanto como oponerse a la corriente de un río caudaloso, y me arrastraron hasta la calle de doña Beatriz.
Eran las diez de la noche; todas las puertas y balcones estaban cerrados, y reinaba allí el silencio de la naturaleza dormida. La luna llena iluminaba toda la calle con su plateada claridad, dejando únicamente en la sombra una reja que se veía bajo un portal, a algunos pasos de distancia del lugar en que nos habíamos detenido. Aquella reja, según me informaron, era de la casa de doña Beatriz.
Los estudiantes pulsaron sus vihuelas y empezaron a cantar. A la conclusión de la primera estrofa, vi adelantarse lentamente hacia la reja el bulto de una mujer que acabó por pegar su rostro a las barras. Los que se hallaban a mi lado me empujaron sin dejar de tañer ni cantar, y obedeciendo menos a este impulso que al de mi voluntad, me acerqué a la reja. La mujer que se hallaba al otro lado soltó una exclamación que me la dio a conocer al instante. ¡Era la dueña!
—¿Sois vos? —me preguntó con el cascado acento de sus sesenta años.
—¡Cómo! ¿Me reconocéis? —le pregunté a mi vez.
—Sois el estudiante que tuvo esta mañana en la iglesia, la osadía de ofrecer agua bendita a doña Beatriz.
—¿La osadía... decís?
—Si el señor conde llegara a saberlo, no le daría otro nombre.
—¡El conde!... Pero no lo sabrá... ¿no es verdad?
—Dad gracias a que doña Beatriz ha prohibido que se le diga.
—¡Doña Beatriz!... ¡Conque es tan buena como bella!... ¡conque se ha dignado acordarse de mí!
—¡Si no ha hecho otra cosa que hablar de vos todo el día!...
—¡Cielos!... ¡qué me decís, señora! —exclamé en un transporte de alegría—. ¡Repetídmelo, repetídmelo!
La dueña conoció que acababa de cometer una indiscreción y quiso corregirla.
—¿Yo? —me respondió—. Si no os he dicho nada.
Ya sabía yo algo del modo de amansar a las dueñas; metí la mano bajo mi hábito escolar, y saqué un escudo de oro que puse al instante en los dedos de la vieja.
El remedio fue eficaz. La dueña me confesó que había yo producido una profunda impresión en el corazón de doña Beatriz y que la había preguntado si me conocía. Charlaba conmigo, como un papagayo, cuando fue interrumpida por una voz dulce y argentina que la llamó por su nombre. Aquella voz resonó más bien en mi corazón que en mis oídos con tan dulce sensación, que aunque jamás la había escuchado, adiviné al instante que era la del ángel que yo amaba.
—¿Doña Beatriz os llama? —pregunté a la vieja para confirmarme en mi presentimiento.
—Sí —me respondió.
Entonces volví a tomar mi bolsillo, algo escaso a la verdad, vacié todo su contenido en las manos de la dueña y le dije:
—Decidle a vuestra ama que estoy detrás de esta reja y que moriré de dolor, si no me permite hablar con ella un instante.
La vieja desapareció, y yo me quedé inmóvil tras de la reja, aguardando con el ansia de un acusado su sentencia de absolución o de muerte, y olvidado de mis camaradas que continuaban tañendo y cantando sin cuidarse de mí.
La dueña volvió algunos instantes después y me dijo:
—Doña Beatriz no puede hablar con vos esta noche; pero venid mañana durante el día y me comprometo a hacer que os reciba. Ahora retiráos, y ved modo de que se retiren también vuestros amigos, porque el conde, que es muy suspicaz, puede maliciar algo, y entonces lo perderíais todo. He aquí lo que me ha mandado deciros doña Beatriz.
Me retiré de la reja después de estrechar la mano de la dueña, expliqué el caso a los estudiantes de un modo conveniente y abandonamos la calle.
A la mañana siguiente corrí a casa de doña Beatriz. La dueña, que me esperaba en la reja, me dijo que el conde acababa de salir y que podíamos disponer de una hora.
¡Una hora!, exclamé, transportado de gozo. Una hora pasada al lado de un ángel, equivale a diez años de la existencia más feliz sobre la tierra.
La dueña me condujo al retrete de doña Beatriz y se retiró discretamente a la pieza inmediata.
Cuando me encontré a solas con aquella mujer a quien miraba como a un Dios; cuando su rostro radiante de belleza se volvió hacia mí; cuando sus ojos de dulce fuego se clavaron sobre los míos; cuando, con su voz armoniosa, me dijo palabras que no pude comprender; sentí que mi sangre refluía a mi cabeza, que me faltaban las fuerzas, que mis rodillas se doblaban, y ebrio, atarantado, sin quererlo, sin imaginarlo siquiera, caí de hinojos ante la mujer que hacía veinte y cuatro horas que me tenía fascinado.
Tenía preparado un largo discurso para explicarle mi amor, la posición que guardaba en mi familia y que me hacía tan indigno de ella, y para pedirle, en fin, que se compadeciese de mí y me perdonase. Pero en aquel instante supremo en vano apelé a mi memoria, o por mejor decir, sin saber lo que decía ni lo que hablaba, pronuncié balbuciente estas palabras:
—Os amo... os amo...
Ninguna voz respondió a la mía. Yo permanecía de rodillas, con la cabeza inclinada, esperando una palabra que me alentase o una mano que me alzase del suelo. Conmovido hondamente con el paso que acababa de dar, aquel silencio y aquella inmovilidad me afectaban demasiado, y hubiera dado gustoso diez años de mi vida porque cesase tan cruel situación.
Al fin me atreví a levantar los ojos y quedé extasiado.
Doña Beatriz tenía la cabeza inclinada como yo; un vivísimo encarnado cubría todo su semblante y dos lágrimas hermosas, como el rocío de la mañana, acababan de desprenderse de sus ojos. Era imposible equivocarse sobre el carácter de aquellas lágrimas. Eran arrancadas por el placer y por el amor.
Solté entonces una exclamación de alegría, y con una voz que solo podían hacer llegar a sus oídos las alas del amor, le pregunté:
—¿Me amáis?
La emoción que afectaba a aquel ángel tan puro la impidió contestar con la voz; pero obtuve una respuesta que me indemnizó de todas mis ansiedades. Doña Beatriz me extendió una mano, me apoderé de ella, y en su piel tan blanca y tan suave estampé varias veces mis labios enardecidos...
Un instante después decía a doña Beatriz cuanto necesitaba explicarle. Pero, ¡gran Dios! ¿Cómo es posible que pasen con tanta celeridad los momentos felices? De súbito se oyeron resonar los pasos de un hombre en la escalera a tiempo que se introducía la dueña en el retrete, diciéndonos que el conde acababa de entrar en la casa.
Doña Beatriz palideció; la dueña mostró sus facciones trastornadas por el espanto; yo me puse en pie, llevando la mano, sin advertirlo, a la empuñadura de mi espada, y aguardamos la entrada del conde. Pero el conde no entró. De la galería en que remataba la escalera pasó a su gabinete, que se hallaba contiguo al retrete que ocupábamos, y volvimos a quedar tranquilos.
—Retiraos ahora con sigilo —me dijo doña Beatriz—, para que no os sienta mi padre.
—¿Pero me prometéis avisarme por medio de vuestra dueña —dije yo entonces— del lugar en que os podré ver en lo sucesivo?
A pesar de que estas palabras habían sido pronunciadas en una voz tan baja cuanto era posible, el susurro de ellas llegó sin duda hasta el conde, porque preguntó al instante:
—¿Con quién hablas, Beatriz?
El alma de aquella joven era tan recta y tan pura que ni en tan inminente peligro se resolvió a mentir. Palideció un segundo; pero al cabo de él respondió con entereza:
—Es un estudiante cantor de trovas, a quien mi dueña ha introducido aquí con mi consentimiento.
—Pues dale una limosna, y que se retire, —repuso con aspereza el conde—; sabes que no me gustan semejantes vagabundos.
Estas palabras me hicieron erguir con indignación la cabeza y dar involuntariamente dos pasos en dirección del gabinete del conde. Pero fue tal el trastorno que se pintó en las facciones de doña Beatriz, que al instante recobré la calma y puse una rodilla en tierra para implorar su perdón.
Entonces doña Beatriz sacó de su dedo meñique un precioso anillo de brillantes, y poniéndolo en mi mano pronunció en alta voz estas palabras para que llegasen a oídos del conde:
—He aquí la limosna que os doy en premio de vuestras habilidades.
Yo quise dar un grito de alegría, pero un gesto suyo me detuvo. Volví a imprimir mis labios en una de sus manos y me retiré, sintiéndome el hombre más feliz de la tierra.
A la mañana del día siguiente, mi primer pensamiento fue el de llevar al cabo una resolución que había tomado durante la noche. Las palabras del conde: dale una limosna y que se retire, porque no me gustan semejantes vagabundos, habían herido vivamente mi orgullo y todavía resonaban cruelmente en mis oídos. Me vestí, pues, un traje completo de caballero y regalé mis hábitos escolares al primer estudiante que se presentó, con ánimo de no volver a usarlos jamás.
Muy pronto tuve oportunidad de darme a mí mismo el parabién de habérseme ocurrido tan feliz idea. Doña Beatriz, al verme en aquel traje, me cumplimentó de tal manera que creo haber tenido la debilidad de ruborizarme en su presencia.
Desde aquel día comencé a disfrutar la mayor felicidad que he de experimentar en mi vida. Veía diariamente a doña Beatriz una hora, y no hubiera cambiado diez años de paraíso por uno de los minutos que pasaba a su lado. Yo no tenía más ocupación que amar a aquel ángel que endulzaba los días de mi existencia; hablarla de mi amor y contemplar su belleza cuando la tenía presente; pensar en ella y mirar su imagen en el fondo de mi corazón, cuando me hallaba lejos de su retrete.
¿Cuánto tiempo duró aquella felicidad? Creo que un año. Pero a mí me pareció un minuto.
La única inquietud que algunas veces venía como una nube a obscurecer la atmósfera de ventura que aspiraba, era la de que el orgullo del conde la empañase algún día para siempre. ¿Cómo había de permitir que un pobre segundón aspirase a la mano de su hija, única heredera de su título y sus riquezas, a quien creía digna de enlazarse con el primer grande de España? Pero aquella nube era pasajera.
¿Qué me importaba a mí la oposición de un padre tirano si la hija correspondía a mi amor? ¿Faltaría un rincón del mundo que hospedase a los dos seres más felices de la tierra y que nos ocultase para siempre de los ojos indiscretos de los indiferentes y de la loca vanidad del conde?
Desde entonces empecé a formular en mi espíritu un atrevido proyecto de que por entonces no me resolví a dar parte a doña Beatriz.
El hijo arrojado desdeñosamente de la casa paterna; el hombre desheredado por la iniquidad de las leyes; el amante repulsado por la necedad del orgullo, sintió brotar en su corazón una luz que lo engrandeció a sus propios ojos, al considerar que no necesitaba las riquezas de su familia, ni las leyes de la sociedad, ni transigir con el orgullo, para alcanzar el objeto a que tendían todos sus deseos y formar su porvenir.
Había formado, pues, el proyecto de arrebatar a doña Beatriz de Salamanca el día en que su padre quisiese cortar la felicidad que disfrutábamos. Tenía valor para arrostrar el porvenir; y a donde quiera que la llevase, la luz de sus ojos alumbraría mi camino y sus besos me reanimarían.
Estos pensamientos solían producirme largos insomnios durante la noche; pero apenas brillaba la claridad del día, me tranquilizaba completamente y corría al retrete de doña Beatriz. Entonces, mi padre, mi posición, el orgullo del conde, el porvenir, mi proyecto, el mundo entero; todo se borraba de mi imaginación y vivía únicamente para adorar a aquel ángel, que se dignaba olvidar su origen divino para amar a un desgraciado como yo... Volaba el tiempo...
Una mañana me sorprendí cuando al llegar a casa del conde a la hora que acostumbraba, encontré cerrada la reja, en que la dueña me esperaba siempre. Empezaba a desesperarme y a hacer tristes conjeturas, cuando apareció esta con un papel en la mano. Yo di un grito de alegría y pronuncié, impaciente, su nombre. Pero ella se llevó un dedo a los labios, y en vez de abrirme la reja, sacó su mano por entre las barras, me extendió en silencio la misiva y huyó precipitadamente.
Abrí esta al instante y leí estas palabras:
«Algún enemigo nuestro ha descubierto al conde nuestras entrevistas. Acaba de prohibirme que te vuelva a ver... Pero nada temas... te amo».
El papel no tenía firma; pero era inútil en aquel aviso fatal.
Por un instante quedé anonadado. Con el papel abierto ante mis ojos, permanecía inmóvil junto a la reja, que no volvería a abrirse para llevarme a mi Edén, y causaba la admiración de cuantos pasaban por la calle. Pera aquella desgracia estaba prevista. Mi vacilación no duró mucho tiempo.
Corrí a mi casa, tomé la pluma y escribí al conde la siguiente carta, que medité demasiado para que pueda borrarse jamás de mi memoria.
»Creo inútil deciros que amo a vuestra hija, pues que la cruel medida que habéis tomado para impedir ese amor, me indica que lo sabéis demasiado.
»Aunque mi familia es tan noble como la vuestra, no tengo títulos ni riquezas por un capricho de la naturaleza que me hizo nacer el último de mis hermanos.
»Pero tengo una espada, ardientes deseos de emplearla en el servicio de mi rey y de mi patria y ambición suficiente para no perdonar sacrificio alguno, que pueda colocarme al nivel de los grandes capitanes que honran a España.
»Sin duda comprenderéis que vale más un simple caballero que puede formarse por sí solo con el valor de su brazo, que un título de Castilla que solo sabe engordar en la mansión de sus antepasados y ahorcar a sus infelices vasallos.
»Tengo, pues, el honor de pediros la mano de vuestra hija, mientras escribo a mi padre para que formalice ante vos esta demanda».
Cerré la carta y la mandé.
Yo he hablado después con algunos marineros de Colón que me han contado las ansiedades que sufrió el ilustre genovés antes de llegar a las primeras playas del nuevo mundo que pisamos ahora. Pero creo que las mías fueron mayores, esperando la respuesta del conde. Esta respuesta, sin embargo, no se hizo esperar mucho tiempo, y a la mañana siguiente, a la hora misma en que había enviado mi carta, recibí de manos de un criado suyo este papel:
«Si he tardado veinte y cuatro horas en contestar vuestra insolente esquela, ha sido porque he estado pensando si merecíais el honor de una respuesta. ¿Cómo se atreve a pedir en matrimonio a la heredera del conde de Rada el segundón monaguillo, que solo ha nacido para cantar salmos en coro y para rociar con agua bendita a los devotos?».
¡Gran Dios! ¿Quién será capaz de pintar el asombro, el odio, la rabia y el deseo de venganza que encendieron en mi corazón estos pocos renglones? Yo estaba deslumbrado, como el hombre que ha visto caer inesperadamente ante sus plantas un rayo del cielo. Yo, que esperaba la negativa del conde; yo, que me había jurado a mí mismo portarme con prudencia; yo, que por mera fórmula había adoptado el paso de pedir a doña Beatriz porque adivinaba el resultado, no pude contenerme a la lectura del papel. Hubiera perdonado la negativa; pero el insulto me cegó.
Corrí a casa del conde, pasé como una saeta por las calles, ignoro si entré por la reja, por los balcones o por la puerta principal; lo único que advertí con sardónica sonrisa en medio de mi cólera, era que me hallaba en el gabinete del conde y enfrente del tirano padre, que en aquel momento extendía la mano hacia su espada tirada sobre una mesa; ademán que sin duda le había sido inspirado por la actitud amenazadora conque entré.
Quise hablar; pero la cólera anudaba las palabras en mi garganta. Desnudé, entonces, mi espada, y al ver brillar la hoja a la opaca claridad que reinaba en el aposento, sentí que recobraba el uso de los labios.
—¡En guardia! —exclamé con acento ahogado por la rabia—. ¡En guardia, señor Conde! Me habéis insultado en esta miserable esquela y he jurado clavárosla en el corazón con la punta de mi espada.
—¡Ah! ¡el monaguillo! —exclamó el conde con insultante sonrisa—. Conque no solo cantáis salmos en coro, sino que también soltáis baladronadas, como andaluz que sois.
Y volvió a arrojar desdeñosamente su espada sobre la mesa.
—Si no os retiráis al instante —añadió sin mirarme siquiera; llamaré a mis lacayos para que os apaleen.
—Y si no os batís vos al instante —exclamé pálido de cólera—, yo sabré forzaros a que os portéis como caballero.
Y uniendo el hecho a la amenaza, levanté la espada a la altura de mi cabeza, para cintarear con ella el rostro del conde.
Pero en aquel momento se abrió frente a mí una puerta: una mujer vestida de blanco apareció en el dintel; sus facciones estaban trastornadas por el espanto; levantó las manos al cielo en ademán de súplica y me gritó:
—¡Es mi padre!
La espada se deslizó de mis dedos, quise arrodillarme ante aquella visión celestial; pero ella me lo impidió, señalándome con una mirada la puerta y huí despavorido del gabinete del conde...
¡Pecado!... ¡Dale otro nombre
esa es la vida... ¡es la luz!
El mismo Dios, no te asombre,
¡murió por amor al hombre
enclavado en una cruz!
Doña Beatriz acababa de salvar la vida de su padre.
Pero el tirano no era agradecido.
A la mañana siguiente, al despertarme del agitado sueño que había disfrutado una hora, una mano desconocida me entregó un papel, que solo contenía una línea.
«Me llevan a un convento, pero ignoro a cuál».
A pesar de la escena del día anterior, provocada por mi cólera, el alma pura y angelical de doña Beatriz no se permitía el más ligero reproche. Me vestí apresuradamente y corrí a la casa del conde, resuelto a arrostrar las varas de sus lacayos, conque la mañana anterior me había amenazado.
Pero ni el conde, ni su hija, ni la dueña, estaban allí. Los criados me informaron que desde la noche precedente se habían marchado los tres de Salamanca.
—¿Pero para dónde? —pregunté.
Ninguno supo responderme. El conde había guardado un secreto inviolable sobre el término de su viaje. Únicamente su ayuda de cámara me dijo que le había visto recoger y echarse en la faltriquera, una carta dirigida a Sevilla. Aquel aviso era como la moribunda luz de una lamparilla que solo hace ver confusamente los objetos; pero al fin era una luz y resolví aprovecharla.
Me retiré a mi casa a meditar.
Podía ponerme al instante en camino para Sevilla; pero si doña Beatriz no estaba allí, perdía un tiempo precioso, porque permaneciendo en Salamanca podía adquirir noticias más positivas. Adopté un medio prudente. Tres o cuatro días después escribí a mi padre:
«Con el conde de Rada, que pasó hace algunos días a esa ciudad a poner a su hija en un convento, os escribí una carta consultándoos un asunto interesantísimo. ¿Tendréis, señor, la bondad de contestarme tan pronto como sea posible?».
El conde era una persona muy conocida en la nobleza de Sevilla, y mi padre, que pertenecía a ella, no podía dejar de saber su llegada, si en efecto había ido allí.
Así es que esperé con ansiedad la respuesta. Pocos días después ya la tenía en mi poder. Decía así:
«El conde de Rada estuvo en efecto aquí y puso a su hija en un convento de la ciudad; pero no me entregó ninguna carta».
Media hora después de leído este papel, ya me hallaba en camino para Sevilla.
Luego que estuve en la ciudad que me vio nacer, mi primer cuidado fue evitar la presencia de cualquier individuo de la familia de mi padre, que me creía estudiando todavía en Salamanca. Enseguida me puse a investigar el convento en que había sido encerrada doña Beatriz. Como conocía piedra por piedra todos los edificios, y era estimado de todos los pilluelos de la ciudad, muy pronto conseguí mi objeto.
No había qué perder tiempo. Nunca podía ofrecérseme mejor oportunidad de llevar al cabo mi antiguo proyecto. El conde había regresado a Salamanca, y por mejor recomendada que hubiese dejado su hija a la abadesa, yo me prometía burlar la vigilancia de todos los cancerberos monásticos. Mis preparativos fueron muy sencillos. Alquilé una casa vieja y arruinada frente al paredón posterior del convento; mandé construir una escala proporcionada a la altura del muro, y compré dos caballos que encerré en la casa.
Formado mi plan, esperé una noche oscura y lluviosa. A las doce salí de casa, apliqué la escala al paredón, subí, monté sobre el muro, atraje la escalera hacia mí, la coloqué por el lado opuesto y bajé al patio del convento.
No sin atención había escogido aquella hora. Las monjas en aquel momento estaban rezando maitines, y ninguna pudo sorprender mi ascensión. Una antigua criada del convento que servía en la posada en que yo comía, me había hecho la descripción del interior del edificio. Me adelanté, pues, a tientas, y sin tropezar llegué a la galería inmediata al coro en que rezaban las monjas. Me escondí tras una grada, que por fortuna encontré allí, y aguardé.
Media hora después se abrió la puerta del coro, y las religiosas empezaron a desfilar ante mí a la luz de una bujía que una anciana llevaba en la mano. Mis ojos recorrían ansiosos los semblantes de todas aquellas mujeres; pero ninguno se parecía al del ángel que yo buscaba. Empezaba a desesperarme, cuando advertí que la última de las religiosas venía enjugándose los párpados con la toca que le cubría enteramente la cara. Se dilataron mis pupilas cuanto era posible al clavarse en su rostro; la toca se apartó repentinamente, y poniendo la mano sobre mi pecho para contener los latidos de mi corazón, reconocí, lleno de júbilo, a doña Beatriz.
Cuando la luz de la bujía se hubo retirado lo suficiente para dejar a oscuras la galería, salí silenciosamente de mi escondite, y empecé a seguir a doña Beatriz a diez pasos de distancia. Llegamos a un patio en que se separaron la mayor parte de las religiosas, pasamos luego a otra galería, donde se veían las puertas de muchas celdas en que se metieron las demás, y doña Beatriz entró, a su vez, en la suya.
Empecé a oír entonces el ruido que hacían todas las puertas de las celdas al cerrarse. Mi único temor era el de que doña Beatriz hiciese lo mismo antes que se cerrase la última. Pero un rayo de luz que vi proyectarse en la galería en dirección del lugar en que la había visto entrar un momento antes, me indicó que no se había realizado este temor.
Sin titubear, entonces, me adelanté hacia la puerta entreabierta; entré de puntillas en la celda y eché una mirada en derredor.
Doña Beatriz, pálida como la cera, extenuada como un cadáver, enrojecidos los ojos por el llanto, se hallaba de rodillas junto a su cama, con los codos apoyados en las sábanas, clavada la vista en un crucifijo de marfil que se veía en la cabecera, y murmuraba una oración ininteligible, acompañada de sollozos.
Este espectáculo, que hubiera enternecido al más indiferente, me sirvió para fortalecerme en el propósito que llevaba.
Cerré entonces la puerta de la celda, di dos vueltas a la llave, y me la eché en la faltriquera. Luego me aproximé silenciosamente a doña Beatriz, y temiendo que mi súbita presencia la hiciese exhalar un grito que despertase a las religiosas de las celdas vecinas, me puse de rodillas junto a ella, llevando un dedo a mis labios, y pronuncié en voz baja su nombre.
La joven se levantó al punto; me miró con un ademán lleno de espanto, pero comprendiendo sin duda la delicadeza de la situación, supo comprimir el grito próximo a salir de sus labios.
Entonces me levanté yo también y la dije:
—No lloréis más, hermosa doña Beatriz, porque desde este momento van a cesar vuestros pesares.
—¡Desgraciado! —me dijo con voz apagada, ocultando el rostro entre sus manos—. Y para enjugar mis lágrimas ¿os habéis atrevido a escalar el santo asilo de un monasterio? Porque supongo —añadió al cabo de un instante— que no será la madre superiora la que os ha abierto las puertas de mi encierro.
—Si hay algún delito en escalar los muros de un convento para salvar una víctima de la tiranía —respondí yo—, culpad a vuestro padre, que ha forzado vuestra voluntad y vuestras inclinaciones, y no al salvador que viene a devolveros la libertad.
Doña Beatriz retrocedió dos pasos delante de mí, y extendió los brazos hacia el lugar en que me hallaba, como para rechazarme de su presencia.
—Callad —me dijo—; acabáis de pronunciar una blasfemia.
—¡Una blasfemia! ¿Es acaso blasfemar hablaros el lenguaje de la verdad? ¡Ah! poned la mano sobre vuestro pecho, y si no se ha extinguido en vuestro corazón el amor que tantas veces me habéis jurado; si las lágrimas que os he visto derramar y derramáis aun, no son una mentira; si los discursos de vuestro padre y de las religiosas que os rodean, no os han hecho despreciar al pobre estudiante de Salamanca, confesad que vos misma sentís en este instante en el fondo de vuestra alma, la verdad y la sinceridad que guían mis palabras.
—¡Silencio, por Dios, silencio! Nunca las paredes de este santo retiro han escuchado un lenguaje tan atrevido, que sin duda os inspira el eterno enemigo de las almas. Callad, os repito; ¡no profanéis con sacrílegas palabras el asilo de las vírgenes del Señor!
—¡Pobre niña! —la dije, clavando en ella los ojos con una mirada llena de compasiva ternura—. Apenas se han cerrados tras de vos las puertas de este convento, y vuestra razón se ha extraviado completamente, gracias, sin duda, a las hipócritas lecciones que han cuidado de inculcaros.
Doña Beatriz dejó escapar un débil grito de espanto, y un ademán de súplica se dibujó en su semblante. Pero yo continué sin piedad:
—Enhorabuena que se encierren en un convento las mujeres que han renunciado voluntariamente a todas las afecciones de la tierra; pero vos, que habéis sido creada tan hermosa por la naturaleza; vos que nacisteis para admirar al mundo con vuestras gracias y vuestras virtudes; vos que abrigáis en vuestro corazón un amor que el mismo Dios os ha inspirado; vos, en cuyos oídos no cesará de resonar nunca el juramento que habéis hecho de amarme eternamente; resistís a la naturaleza, permaneciendo en este encierro, faltáis a Dios que os creó para ser el modelo de las esposas y cometéis un sacrilegio pronunciando en vuestras oraciones el nombre de un mortal, donde solo deben resonar las alabanzas del Señor. Yo, a quien la misma naturaleza ha enseñado cuanto acabo de deciros; yo, que desde mi retiro en Salamanca, he oído vuestros sollozos y visto vuestras lágrimas, he volado a Sevilla, he escalado los muros de vuestra prisión, y dentro de un instante os sacaré de ella para siempre y os llevaré a donde nunca pueda llegar la tiranía que nos persigue.
Estas palabras que yo había pronunciado con todo el fuego que me inspiraba la situación, parecieron producir una viva impresión en doña Beatriz, que conmovida y llorosa se dejó caer sentada en la cama.
—Haced, pues, vuestros preparativos y huyamos —la dije, deseando aprovechar aquella oportunidad que me pareció preciosa—. Las religiosas estarán todas dormidas dentro de un instante y nadie sentirá vuestra salida. ¡Vamos, vamos!
Doña Beatriz, en lugar de responderme, empezó a sollozar de nuevo, elevó las manos y los ojos al cielo, y la agitación de sus labios me reveló que murmuraba una oración. Comprendí que su alma estaba luchando entre el amor y la preocupación; me puse de rodillas, junto a ella; osé colocar suavemente una mano sobre su vestido, y atrayendo su mirada con el fuego de mis ojos, la dije con acento conmovido:
—Beatriz, amor mío, ángel puro que has endulzado las amargas horas de mi existencia ¿te atreves a creer que te impulse a cometer un crimen el que te ha dado tantas pruebas de amor?
Doña Beatriz inclinó su cabeza sobre la mía, sus lágrimas humedecieron mi semblante, sus cabellos tocaron mis labios y nuestros alientos se confundían. Dios que sin duda veía la pureza de nuestros corazones, sonreía desde su excelso trono, al contemplar aquel cuadro débilmente alumbrado por la luz de una lamparilla.
La emoción nos impedía pronunciar una sola palabra y nuestra felicidad era tan grande, que temíamos perderla con hacer el más ligero movimiento. ¿Cuánto tiempo hubiéramos permanecido así?
Yo tenía completamente olvidado el motivo que me había conducido al monasterio; no recordaba siquiera el lugar en que me hallaba...
Pero, de súbito, resonaron dos golpes en la puerta de la celda, que yo mismo, por fortuna, había cerrado.
Doña Beatriz saltó azorada de la cama; yo me puse en pie aceleradamente y ambos fijamos los ojos en la puerta, como si dudásemos todavía del mal que nos amenazaba.
Los golpes no tardaron en repetirse con más fuerza que la primera vez. Luego, una voz que se deslizaba por el agujero de la cerradura, pronunció estas palabras:
—¿Dormís, hija mía?
Por un movimiento aconsejado por el instinto, yo que me hallaba en dirección de la puerta, corrí a ocultarme en un rincón de la celda.
Doña Beatriz, que acababa de conocer la voz de la superiora, hizo un esfuerzo sobrehumano para dominar su emoción y respondió:
—No, madre mía.
—¿Y qué hacíais?
—Oraba y enjugaba mis lágrimas.
—Pues salid al instante y pasad al locutorio, donde os espera el señor conde, vuestro padre.
Yo solté involuntariamente una exclamación de sorpresa, que por fortuna quedó apagada al momento con un grito simultáneo que se escapó de los labios de doña Beatriz.
—¡Salid! —repitió la voz de la abadesa.
Pero la pobre niña no tenía voz para responder ni fuerzas para moverse. Clavada en el suelo como una estatua sobre su pedestal, fijó los ojos en mí con una expresión suplicante, que explicaba toda la consternación de su alma. Moví la cabeza en ademán negativo, y con una mirada le infundí el valor necesario para obrar.
—¿Qué aguardáis? —preguntó la misma voz tras de la puerta.
Doña Beatriz elevó los ojos al cielo, como para pedir perdón de las palabras que iba a pronunciar; me dirigió una mirada que necesitaba tal vez para fortalecerse, y respondió:
—Madre mía, tened la bondad de manifestar a mi padre que esta noche me es imposible salir de mi celda, porque al volver del rezo de maitines me he sentido ligeramente indispuesta y temo que me cause daño el aire frío que corre en los patios del convento. Suplicadle que me perdone, y decidle que mañana por la mañana, si tiene la bondad de volver, tendré el honor de recibirle.
—Vuestro padre ha previsto esta negativa, —repuso la superiora—; y como es portador de una orden del arzobispo que le permite entrar a cualquier hora del día y de la noche en este convento, voy a franquearle al instante todas las puertas y no tardará en llegar a vuestra celda.
Se oyó tras de la puerta un movimiento y enseguida los pasos de la superiora, que empezaron a perderse por grados en la galería.
—¡Ah! ¡aguardad! ¡aguardad! —exclamó doña Beatriz, lanzándose súbitamente hacia la puerta.
Creí adivinar la causa de aquel movimiento; corrí en pos de la joven, y detuve su mano en el momento mismo en que sus dedos buscaban inútilmente en la cerradura, la llave que yo tenía en la faltriquera.
—¿Qué vais a hacer? —le pregunté.
—Y no lo estáis oyendo, ¡Dios mío! —me respondió—. Mi padre va a venir aquí al instante y se va a encontrar con vos en mi celda. Para evitar esta desgracia, no tengo otro recurso que salir a recibirle en el locutorio.
—Escuchad: cuando vuestro padre ha venido a deshora al convento y sacado una orden del arzobispo para que a ninguna hora se le niegue la entrada, casi cierto estoy de que por algún arte diabólico, sabe ya mi presencia en este lugar.
—¡Cielos! ¿Y qué hacer, entonces?
Eché una mirada en derredor de la celda, y enfrente de la puerta, en la pared opuesta, vi una ventana cuya reja de madera había caído en parte, y por cuyas barras se descubrían los árboles de un patio.
—Huyamos por esa ventana —respondí—, y dentro de un instante, mientras vuestro padre llame inútilmente a esta puerta, nosotros saldremos del convento escalando los muros.
—¡Huir con vos!... ¡Jamás! La voz de la superiora acaba de detenerme, como la voz de un ángel, en el camino del crimen que iba ya a cometer, y sería doblemente culpable, si despreciase ese aviso del cielo.
—Tenéis razón, señora. Esperemos a vuestro padre. Y me senté tranquilamente en una silla.
Doña Beatriz me miró llena de asombro y me gritó:
—Huid, desgraciado, huid. Dentro de un minuto ya será tarde.
—¿Huir, señora? ¡Jamás! —repuse con calma. La voz de la superiora acaba de detenerme, como la voz de un ángel en el camino del crimen que iba ya a cometer, y sería doblemente culpable si despreciase ese aviso del cielo.
—Pero, ¿qué vais a hacer? —me gritó mesándose con desesperación los cabellos.
—Una cosa muy sencilla —le respondí—. Cuando oiga los golpes que espero, abriré la puerta, me presentaré a vuestro padre, a la superiora, a las religiosas todas; y como soy reo del sacrílego crimen de haber escalado los muros de un convento para robar a una mujer, la Inquisición se apoderará de mí, instruirá en pocas horas mi proceso, y vestido de un sambenito me quemará mañana en la plaza de Sevilla.
Doña Beatriz cayó de hinojos a mis plantas y regó con sus lágrimas mis rodillas.
En este momento se oyeron los pasos de varias personas en la galería inmediata, y enseguida tres golpes violentos en la puerta.
—¡Beatriz! —gritó la voz del conde con un acento que hizo estremecer todas las fibras de mi cuerpo—. ¡Abre!
Me puse al instante en pie y saqué la llave de mi faltriquera.
Doña Beatriz me detuvo por el vestido y me forzó a mirarla. Sus labios estaban lívidos, sus mejillas arrasadas por las lágrimas, y la expresión que se pintaba en sus ojos era de tan desgarradora elocuencia al enseñarme la ventana, que a pesar de la firmeza del propósito que tenía, sentí vacilar mis fuerzas por un instante.
Entretanto el conde continuaba gritando:
—Abre; quiero ver a ese estudiantillo de Salamanca que te impide obedecerme. Al pasar por la calle he visto tras el muro las puntas de la escala que le sirvió para entrar, y sería inútil toda tu hipocresía para convencerme de que me he engañado.
El conde terminó estas palabras, dando a la puerta un fuerte empellón que hizo crujir hasta los goznes de hierro.
Doña Beatriz no pudo sufrir más; sus fuerzas se habían agotado con tantos padecimientos; un grito ahogado se escapó de su pecho y cayó desmayada entre mis brazos.
No había tiempo qué perder; con tan precioso carga corrí a la ventana, que no era alta; salté por ella fácilmente, y me encontré en un patio que reconocí al instante. El muro corría a treinta pasos de la ventana... Empecé a caminar, y no tardé en encontrarme a los pies de la escalera que me había servido para bajar.
En aquel momento oí un doble grito de desesperación y sorpresa en la celda que acababa de dejar. Eran, seguramente, del conde y de la superiora, que echaron de menos a su presa, al entrar en la celda por encima de la puerta forzada.
Me lancé a la escalera con doña Beatriz en brazos, monté en el muro como la primera vez, sujeté el cuerpo de la joven al mío con el tahalí de mi espada, y entonces pude pasar la escala al lado exterior del muro. Enseguida empecé a bajar, sujetando con mi izquierda a doña Beatriz, apoyándome con la derecha en los peldaños de la escala, y teniendo la espada entre mis dientes.
El descenso se realizó felizmente. Pero apenas había puesto los pies en tierra, cuando sentí en la espalda un cintarazo que me hizo exhalar un grito, más bien de sorpresa que de dolor.
Volví vivamente la cabeza, y a la claridad de las pocas estrellas que brillaban en el firmamento, me encontré enfrente de un hombre cuyas facciones no me dejó reconocer la rabia que me cegaba, y que conservaba en su mano derecha la espada con que acababa de ultrajarme.
Con un poco de reflexión, hubiera podido adivinar en aquel instante, quién era el hombre que tenía delante de mí; pero aunque le hubiese reconocido, estoy seguro que con el volcán que rugía en mi pecho, ningún poder humano me hubiera podido arrancar su perdón.
Deposité en un banco de piedra el cuerpo inanimado de doña Beatriz, requerí mi espada, y ardiendo de cólera y de venganza, me arrojé sobre mi adversario.
Entonces empezó un combate, que la hora, el lugar y las circunstancias que lo habían provocado, hacían solemne y terrible. Si mis travesuras en Salamanca me habían dado la ligereza y astucia en el manejo de la espada, no tardé en conocer que mi adversario había sido educado en una escuela superior a la mía. La rabia del hombre contrariado en la pasión que más le domina, y la desesperación del náufrago que encuentra un obstáculo al poner la planta en la arena de una playa, infundían en mi ser una superioridad sobrenatural. De súbito sentí que unas gotas calientes saltaban a mi mano y a mis vestidos; vi tambalear y caer enseguida el cuerpo de mi adversario, y un grito de dolor y de rabia se escapó de sus labios.
Aquel grito volvió en sí a doña Beatriz, que se incorporó en el banco de piedra, a tiempo que yo me inclinaba sobre el herido, presentándole la mano izquierda para ayudarlo a levantarse.
En aquel momento brilló en la atmósfera un relámpago, y con su pajiza claridad iluminó un segundo el fatídico cuadro que presentábamos. ¡Ah! seguramente me habría hecho menos mal, si hubiese venido acompañado del rayo y aniquiládome en aquel instante.
Doña Beatriz vio en el semblante de mi adversario las facciones del conde; advirtió que la sangre salía a borbotones de una herida que tenía en el pecho; notó que yo conservaba en mi diestra una espada con la hoja ensangrentada, y en un momento comprendió mi crimen y su desventura.
—¡Desgraciado! —me gritó—: habéis puesto un sello a vuestras maldades con el asesinato de mi padre, y no sé cómo tenga valor todavía para dirigiros la palabra.
Un gemido fue mi única respuesta. Quise enseguida arrodillarme para pedirle perdón; pero me rechazó con estas crueles palabras:
—¡Huid! Si tardáis un instante más se apoderará de vos la justicia... ¡Huid, huid, y haced lo posible porque nunca oiga hablar otra vez del asesino de mi padre!...
Corrí al lugar en que tenía prevenidos los caballos, monté en uno y huí sin saber a dónde.
¿Cuánto tiempo duró mi fuga, qué poblaciones pasé, qué respondí a personas que me veían huir como un desalmado...? ¡No lo sé! solo recuerdo que una mañana me encontré en Cádiz. Un navío iba a hacerse a la vela para el nuevo mundo; su capitán, Diego Contreras, me conocía desde algunos años antes; me hizo proposiciones que admití sin comprender, y me separé de España, perseguido de un recuerdo sangriento. El navío arribó a Tabasco, don Francisco de Montejo necesitaba gente para la pacificación de Yucatán, hablé con él dos palabras y me trasladé a Champotón...
¡No lo dudéis! Las almas que, dotadas
de un enérgico temple, al bien se lanzan,
el imposible en su carrera arrostran
y el alto fin de su misión alcanzan.
—¡Por vida mía! —dijo Bernal Pérez cuando la historia se hubo concluido—; que en adelante no seré yo quien os pregunte la causa de vuestra tristeza.
—Y cuando me veáis con los ojos clavados en el mar —añadió Benavides—, no creáis que miro el mar, ni las olas, ni el cielo, ni el horizonte; lo que miro únicamente es una joven pálida y hermosa, sentada sobre un banco de piedra; un anciano tendido en tierra con el semblante lívido y el pecho ensangrentado, y un joven con una espada desnuda teñida en sangre en la mano derecha, alumbrado todo por la amarillenta claridad de un relámpago.
—Terrible cuadro —repuso Bernal Pérez—. Pero los años que han transcurrido desde entonces, ¿no os han traído alguna noticia que mitigue la crueldad de vuestros recuerdos?
—Ninguna —respondió el joven—. Sin duda el conde murió de la herida, y doña Beatriz, llena de remordimientos, se volvió a sepultar en un monasterio para llorar toda su vida una falta que yo solo he cometido.
En aquel momento empezó a caer una lluvia fina y continuada, que obligó a Benavides y al viejo veterano a levantarse del mástil que les servía de asiento. Se envolvió el primero en su capa de paño, el segundo en su manta de algodón, y echaron a andar en dirección del campamento.
No tardaron en percibir un confuso ruido de voces humanas, que al parecer discutían con calor una idea. Este ruido que se aumentaba a medida que avanzaban en su camino, salía de la puerta de un pequeño adoratorio situado en los arrabales de la antigua población indígena.
Benavides, fiel a su constante manía de huir de la sociedad, quería pasar adelante; pero Bernal Pérez, que amaba la zambra y el ruido, como los italianos la música, le atrajo suavemente hacia la puerta del adoratorio y le hizo entrar en su recinto.
Entonces se presentó a sus ojos una animadísima escena. A lo largo de las paredes del adoratorio, dadas de cal, sentados sobre bastos trozos de madera, sobre monstruosos ídolos y en el suelo, se encontraban veinte y cinco o treinta soldados españoles, hablando bulliciosamente, gesticulando como unos energúmenos y haciendo toda clase de ademanes, para llamar la atención de sus compañeros.
La entrada de Benavides y de Bernal Pérez produjo en todo el concurso la más viva sensación.
Todos los soldados se pusieron en pie, y al grito de:
—¡Viva don Alonso Gómez de Benavides! —que arrojó con estentórea voz Juan de Parajas, uno de los primeros aventureros que pisaron las playas de Champotón.
—¡Viva! —respondieron unánimes todos los concursantes.
Esta espontánea manifestación de los sentimientos que en favor de Benavides abrigaban sus compañeros de armas, o de popularidad, como diríamos en el día, no dejó de causar bastante asombro al joven andaluz. Se acordó, sin embargo, de corresponder a esta manifestación, y saludó al concurso levantando ligeramente la gorra de su cabeza.
Juan de Parajas se acercó entonces a él y con acento desembarazado, mezclado, no obstante, de cierto respeto, le dijo:
—En el momento en que entrasteis en este adoratorio, buscábamos un hombre que quisiese ser nuestro capitán, y las demostraciones con que se os acaba de recibir, os probarán demasiado que todas las voluntades se han fijado en vos y os han elegido su caudillo.
—¿Con qué objeto? —preguntó Benavides—. Explicáos.
—Dignaos antes tomar asiento, porque os prevengo, don Alonso, que la explicación será larga.
Y Juan de Parajas arrastró hasta el lugar en que se hallaba el joven, un ídolo de barro que representaba un hombre en cuclillas. Benavides hizo un gesto de aprobación, se sentó sobre la cabeza del inanimado monstruo y se puso en actitud de escuchar.
Todos los circunstantes, con excepción de Juan de Parajas, que era el Demóstenes de la reunión, tomaron a su vez asiento alrededor de Benavides, después de haber obtenido su venia por medio de un ademán.
Entonces el orador tomó la palabra y expuso su objeto, si no con todo el calor y tacto del orador de la Grecia, al menos con el acento y la animación que eran suficientes para producir en su auditorio el efecto que deseaba. Habló del largo tiempo transcurrido desde su desembarco en Champotón, de las desgracias que diariamente les sobrevenían, de la falta de alimento, de la necesidad ordinaria de alcanzarlo con la punta de la lanza, de la ferocidad de los indios, del descontento general que reinaba en el campamento, de la deserción que sufrían, de la imposibilidad de continuar la conquista con tan pobres elementos y, por último, del resultado de todo esto, que era la inutilidad de permanecer en la desierta e inhospitalaria playa de Champotón.
Pero hubo un asunto que ocupó un lugar culminante en el discurso de Juan de Parajas y que hizo brillar como otros tantos carbones encendidos los cincuenta o sesenta ojos del auditorio. Manifestó que a pesar de las muchas investigaciones que se habían hecho para encontrar oro en Yucatán, en las dos veces que se había intentado su conquista, habían sido tan infructuosas como desconsoladoras, y que la única noticia positiva que en aquel momento tenían de la tierra, era que no encerraba ningún metal precioso en sus entrañas.
El orador concluyó su discurso con estas palabras:
—Persuadidos todos nuestros camaradas de la verdad de cuanto acabo de decir, han resuelto abandonar hoy mismo y para siempre esta tierra de Yucatán; todos han hecho su lío y matalotaje para emprender su camino sin la menor dilación, y los alcaldes, regidores y demás justicias de la villa han renunciado esta mañana sus empleos. Pero no queremos que nuestra salida de Champotón, aparezca como un motín o una rebeldía contra nuestro capitán don Francisco de Montejo. Con tal motivo, os diputamos a vos, don Alonso Gómez de Benavides, para que como noble, valiente y amigo que sois de don Francisco, vayáis en este instante a su tienda a apersonaros con él, manifestarle nuestra determinación y sus legítimos fundamentos, y persuadirle, si es posible, a que él, Juan de Contreras y los pocos que aun le permanecen fieles, haga lo que nosotros y vayan a buscar mejor fortuna a otra parte.
Al concluir estas palabras todas las manos se juntaron y aplaudieron estrepitosamente. Solo permanecieron inmóviles las de Benavides y Bernal Pérez.
Cuando los bravos y las palmadas se agotaron del todo, el primero tomó la palabra y dijo:
—¿Conocéis todo el peso de vuestra determinación?
—Lo conocemos —respondieron con firmeza muchas voces.
—Advertid —insistió Benavides— que otras veces habéis tomado una determinación semejante, y siempre habéis fracasado. ¿Os acordáis de aquel día, en que habiendo notado que estaba reducido a diez y nueve el número de españoles que quedábamos aquí, quisisteis marcharos, como hoy, de la tierra, y bastaron para deteneros unas cuantas palabras de don Francisco, el hijo del viejo Adelantado?
—Pero nuestras desgracias de entonces —respondió Juan de Parajas— eran tortas y pan pintado comparadas con las de hoy, y además, en el transcurso del tiempo que ha pasado desde aquel día han abierto los ojos muchos que aun los tenían voluntariamente cerrados. Añadid a todo esto, que entonces apenas si teníamos noticias de lo que pasaba fuera de Champotón. Pero ahora que sabemos lo que ocurre por el Perú, en donde Francisco de Pizarro y sus dichosos compañeros de armas, están cubriéndose de gloria y recogiendo tanto oro y plata que no tendrán necesidad de volverse a empeñar en nuevas conquistas, nos hemos persuadido de que es una verdadera locura y un solemne disparate seguir perdiendo el tiempo en Yucatán, cuando en el Perú podíamos adquirir honra y provecho, trabajando acaso menos que en este miserable suelo.
Los aplausos se repitieron con mayor fuerza que la primera vez a la conclusión de estas palabras, y muchas manos estrecharon las del orador. Benavides inclinó la cabeza y se puso a reflexionar.
—¿Aceptáis? —preguntó al cabo de un instante Juan de Parajas.
—¡Ah! —exclamó Benavides, llevando la mano a su pecho, como para contener los latidos de su corazón—. Seguro estoy de que ninguno de vosotros anhela tanto como yo abandonar esta tierra y correr a evocar un recuerdo en la madre patria.
—Luego aceptáis —arguyó uno de los circunstantes.
—Sí, sí, sí —repitieron muchas voces sin aguardar la del interesado. Benavides se puso en pie en aquel instante con intención de protestar contra aquel presunto consentimiento, que estaba muy lejos de querer prestar. Pero le contuvo la voz de Juan de Parajas, que hizo estremecer de nuevo las paredes del adoratorio con el grito de:
—¡Viva don Alonso Gómez de Benavides!
—¡Viva! —respondieron en coro sus camaradas.
Y con esa fiebre gradual, que comunican el entusiasmo y la alegría, lanzaron sus gorras y sus sombreros a los pies del que forzosamente querían nombrar por caudillo.
En aquel momento se presentó en la escena un joven, cuyo nombre hemos escrito varias veces en este libro y cuyo retrato no ha querido conservarnos la historia, a pesar del importante papel que desempeñó en la pacificación de Yucatán. Pero las hazañas que llevó al cabo durante la conquista, y el renombre que ha dejado en el país, nos permiten suponer en el sobrino del Adelantado uno de esos hombres de voluntad de hierro, de serenidad en el peligro y de inteligencia poco común, que la naturaleza produce de tarde en tarde, para ejecutar los altos designios de la Providencia. Verdadero tipo del caballero español de aquella época, se había adquirido tal prestigio entre sus compañeros de armas con su carácter osado y aventurero, que en más de una ocasión le había sacado con felicidad de las más difíciles empresas.
Don Francisco de Montejo vería solamente acompañado de Juan de Contreras y de ocho o diez soldados que eran los únicos que no habían tomado parte en la insurrección casi total del campamento.
El caudillo se paró en el umbral de la puerta, y su acompañamiento se detuvo fuera del adoratorio. Con una ligera mirada impregnada de cólera examinó el interior del edificio, y sus ojos se detuvieron por un instante en el joven andaluz, que en aquel momento, como hemos dicho, era el objeto de la ovación general. Las gorras y sombreros que yacían a sus pies, no dejaron dudar a Montejo de que la insurrección tenía un jefe, y de que este jefe era bastante temible.
El sobrino del Adelantado se echó atrás la gorra hasta enseñar dos líneas de su cabello; asentó una mano sobre su cadera y dijo con un acento lleno de tranquila dignidad:
—Vergüenza da que soldados españoles, que tan altas empresas han ejecutado en el antiguo y en el nuevo mundo, se impacienten ahora ante los obstáculos que ofrece la conquista de una pobre provincia.
Montejo llamaba impaciencia al deseo que tenían sus aventureros de abandonar a Yucatán. Un soldado menos experimentado la hubiera tal vez llamado cobardía.
—Pero, ¿de qué me asombro —continuó el caudillo, lanzando sobre Benavides una mirada ligera como el relámpago—; de qué me asombro si encuentro al frente de la insurrección un caballero, cuya noble sangre debía retraerle de tomar parte en estas asonadas?
Benavides sintió refluir hacia su corazón toda la sangre de sus venas. Dio un paso hacia el hombre que tan injusto reproche le había dirigido, y con actitud digna y severa llevó la mano derecha a la empuñadura de su espada.
—Tened cuidado: os quieren asesinar —dijo al oído de Montejo una voz que salió de su acompañamiento.
Pero como si el joven caudillo no hubiese oído esta voz, se adelantó con serenidad en el interior del adoratorio y llevó a su vez la mano a la cruz de su espada.
—¡Ah! —exclamó luego que se hubo colocado a tres pasos de distancia de Benavides—: estaba informado de que se tramaba una insurrección, pero ignoraba que hubiese un hombre destinado a provocarme a un combate... ¡Oh! enhorabuena... ¡tanto mejor...! quizá derramando alguna sangre, pondremos fin para siempre a estos vergonzosos motines.
—Poco acertado andáis en vuestras palabras —dijo con mesura Benavides, aunque se veía que hacía un esfuerzo para reprimir su disgusto—; y os ruego que acortando razones, pongamos término al asunto, que me concierne más personalmente de lo que creéis.
Y al terminar estas palabras, Benavides y Montejo desnudaron simultáneamente sus espadas, las hojas brillaron a la poca claridad que penetraba en el adoratorio y los aceros chocaron entre sí, produciendo un sonido argentino, que halló eco en todos los corazones.
Bernal Pérez se adelantó en aquel momento, y extendió la palma de la mano derecha en dirección de los combatientes, como si hubiese tenido autoridad para detener sus espadas:
—Os pido perdón —dijo, desembarazando su cabeza de la gorra que le cubría— por la osadía que cometo entrometiéndome en un asunto tan grave, como es un duelo entre dos caballeros. Pero como cuando riñen dos hidalgos sobre quienes pesa tanta responsabilidad, como sobre vuesas mercedes, vale la pena de que ambos averigüen la causa porque se baten, me atrevo a suplicaros que escuchéis a un viejo veterano que nunca ha repugnado el olor de la sangre ni el ruido de los combates.
En cualesquiera otras circunstancias, Benavides y Montejo, hijos de la altiva nobleza española, hubieran castigado cruelmente la inconcebible osadía del plebeyo Bernal Pérez. Pero en Champotón, donde hidalgos y pecheros estaban confundidos, y, por decirlo así, identificados los unos en los otros por la comunidad de sus intereses, de sus esperanzas y de sus trabajos, se consideraban todos como miembros de una sola familia, arrojada a una tierra extranjera, cuyos naturales eran sus únicos y comunes enemigos.
Así, pues, las palabras de Bernal Pérez fueron acogidas como las de un anciano severo y experimentado en una tribu patriarcal. Los aceros de los combatientes, próximos a obrar, permanecieron inmóviles, y Juan de Contreras, que había seguido al capitán a su entrada en el adoratorio, dijo con voz impaciente:
—¡Hablad!, ¡hablad!
Bernal Pérez hizo un ademán de asentimiento, se cuadró militarmente y dijo:
—Un momento hace que entré en este adoratorio, acompañando a don Alonso Gómez de Benavides. Nuestros camaradas que están aquí presentes le invitaron, no a ponerse al frente de una insurrección que nadie ha soñado sino a hablaros en su nombre, para manifestaros los deseos que tienen de abandonar a Champotón, y a fin de suplicaros les deis licencia para marcharse a donde mejor les convenga. Don Alonso les ha hecho ver la gravedad de esta determinación y ha rehusado el nombramiento, ellos han insistido, y para obligarle le han vitoreado y arrojado al aire sus gorras. Ved ahora, capitán, si hay razón para que riñáis con don Alonso.
Y Bernal Pérez, al terminar estas palabras, como si hubiese comprendido que estaba terminada su misión, saludó respetuosamente, se volvió a cubrirla cabeza con su gorra y se confundió entre sus camaradas.
La delicadeza de Montejo comprendió al instante que la razón asistía a Benavides.
Retiró su espada, la introdujo en su cubierta de acero y con un ademán lleno de dignidad, en que seguramente ninguno hubiera podido leer un átomo de cobardía, presentó su mano a Benavides.
—Estrechad esta mano —le dijo— que jamás se ha encontrado entre las de ningún rebelde.
Benavides, que había ya envainado su espada, estrechó con melancólica sonrisa la mano del caudillo y fue a colocarse al lado de Bernal Pérez. Don Francisco de Montejo se volvió entonces hacia los soldados, que le contemplaban inmóviles y silenciosos, y les habló en estos términos:
—Cerca de tres años hace que desembarcamos en Champotón, con el objeto de llevar al cabo la grande idea de conquistar esta tierra, de someter sus príncipes y reyes a señoríos de la Corona Española, y de traer a sus habitantes al conocimiento de la santa religión del Crucificado. ¿Quién había de figurarse que a pesar de estos tres grandes objetos que deben ejercer tan poderoso atractivo en los corazones españoles, tan valientes, tan amantes de su rey y de su religión sacrosanta, vosotros que sois todos hijos de la noble España, promovieseis en tan corto tiempo un número incalculable de motines para olvidar vuestra hermosa misión, abandonar a vuestros capitanes y renegar de vuestro honor, de vuestra patria y religión? Y sin embargo... el corazón se despedaza al decirlo... pero ha sido así. Al principio fueron tres o cuatro los descontentos, pero estos soplaron en los demás el infame aliento de la insurrección, y ahora casi todo el campamento se halla contaminado.
¿Y qué pretexto alegáis para lanzar casi diariamente el grito de rebelión? ¿Que estáis desnudos, que tenéis necesidad de alcanzar vuestro alimento por medio de las armas, que no se adelanta nada en la conquista por nuestro poco número, que la tierra es pobre y que sus naturales son indomables?
Verdad es que no transitamos sobre un camino sembrado de flores. Pero ¿desde cuándo los soldados castellanos se han quejado del hambre, de la sed, de la desnudez, de las fatigas y de la pobreza? ¿Creéis por ventura que para dar cima a las grandes obras, como la nuestra, no hay que pasar antes por un número incalculable de trabajos? ¿Os figuráis, acaso, que para dar feliz término, los grandes capitanes de nuestra época, a las famosas conquistas que han emprendido en el nuevo mundo, solo han necesitado dos días, y no han estado sujetos a las mismas o mayores miserias que vosotros? Y cuando todos han conseguido su objeto, pasando con desdén sobre toda clase de dificultades, ¿seremos nosotros tan débiles y menguados que nos retiremos confesando nuestra vergüenza?
El joven caudillo, que había ido levantando la voz a medida que avanzaba en su discurso, se detuvo aquí un instante para tomar aliento y continuó:
—Verdad es también que nuestro número está reducido a cuarenta hombres, y que Yucatán contiene en su recinto dos millones de habitantes. Pero hubo un día en que solo contamos diez y nueve soldados en nuestro campamento, y los indios nos respetaron sin embargo; nuestro número se aumenta cada día, puesto que hemos llegado a cuarenta; mi tío el Adelantado sabe ya el apuro en que nos hallamos, y no dejará de mandarnos en breve algún auxilio; mi primo don Francisco se encuentra hoy en Nueva España, reclutando gente, que pronto vendrá a engrosar nuestras filas. Quizá dentro de tres o cuatro meses, veréis doscientos españoles en Champotón, penetraremos en la tierra y lograremos someterla para siempre. Porque ¿qué son dos millones de idólatras gentiles para el valor de doscientos hijos de España a quienes protege la fortuna y Dios comunica su aliento? ¿No acabamos de ver un milagro semejante en el desmoronamiento del imperio de Moctezuma, efectuado por un puñado de españoles como nosotros?
En los ojos de todos los circunstantes brotó a estas palabras un rayo brillante de emulación y de orgullo, que pareció iluminar por un instante el interior del adoratorio.
Montejo sorprendió esta llama que su discurso acababa de encender, y como buen orador, la aprovechó al instante:
—Pero si a pesar de lo que os digo —añadió al cabo de un segundo, cambiando enteramente el tono de su voz y la expresión de su semblante—; si a pesar de las esperanzas que os doy y de la palabra que tenéis empeñada a mi tío, persistís en marcharos de la tierra y abandonar la conquista, no seré yo en adelante quien os detenga. Cansado estoy ya de escuchar vuestras quejas y sufrir vuestras asonadas; no quiero que contaminéis a los pocos fieles que quedan aun a mi lado. ¡Idos!
Y con un movimiento rápido, don Francisco de Montejo, que se hallaba en dirección de la puerta del adoratorio, dio algunos pasos para aproximarse a la pared, hizo una seña a los soldados de su acompañamiento para que imitasen su acción, y cuando la puerta quedó despejada y el camino desembarazado, volvió la cabeza hacia los amotinados, y señalándoles con el dedo la playa, que se veía en un horizonte lejano, les dijo:
—¡Idos! ¡marcháos! el paso está libre; la puerta no tiene guardas; abandonadme; abandonad a Juan de Contreras, a Gómez del Castrillo, a Juan de Magaña, a Pedro Muñoz, a Juan López de Recalde, a esos seis u ocho valientes que aun permanecen fieles a su Dios, a su rey y a su palabra; que han comido y bebido con vosotros, que han tenido los mismos placeres y los mismos sufrimientos que vosotros. Abandonadnos enhorabuena; somos pocos, pero sabremos arrostrar solos nuestras desventuras y esperar con valor y con resignación.
Estas palabras, el tono de voz con que fueron pronunciadas, la actitud de Montejo y el ademán de amarga reconvención pintado en su semblante, produjeron un efecto mágico en los soldados insurrectos.
En lugar de obedecer a la voz y al gesto de su capitán, por un movimiento simultáneo se replegaron todos hacia el fondo del adoratorio; y al ver el pequeño grupo que formaron entonces y el empeño que ponían en esquivar todas las miradas, especialmente las de Montejo, se hubiera dicho que la confusión y la vergüenza que los dominaba, les hacía desear en aquel momento que la tierra se abriese a sus plantas para sepultarlos en su seno.
Un rayo pasajero de triunfo cruzó por los labios del joven capitán; pero deseoso, sin duda, de afirmar su victoria, añadió:
—¿Qué hacéis?... ¿no me habéis oído? ¿dónde están esos soldados pusilánimes, indignos del nombre de cristianos y de españoles, que hace un momento conspiraban para abandonar esta tierra? ¿No hay uno solo que se atreva a pasar el umbral de esa puerta?
Juan de Parajas se destacó entonces del consternado grupo, arrojó al suelo su mugrienta gorra, se acercó al capitán y se detuvo a algunos pasos de distancia, en una actitud, que expresaba la confusión de un arrepentido, pero no la humillación de un esclavo.
—Tenéis razón, capitán —dijo con voz tranquila y segura—. Estos motines se repiten ya con demasiada frecuencia, y es preciso ponerles un freno, castigando siquiera a los principales culpables. Voy a deciros el nombre del que ha promovido la asonada de hoy, para que mandéis cortar su cabeza al instante.
—No me lo digáis —interrumpió vivamente el capitán—; porque me pesaría mucho separar la cabeza de un cuerpo en que late un corazón generoso.
—¡Generoso! —exclamó Juan de Parajas. ¿No se halla entre vosotros ese cabecilla?
—Sí.
—Pues si no ha tomado la puerta a pesar de la licencia que le he dado, es que en su corazón hallan eco la gratitud y la amistad, y un corazón semejante es el que llamo generoso, y merece latir eternamente en el pecho de un soldado español.
Juan de Parajas, el rudo soldado castellano, que mataba con indiferencia centenares de indios en cada batalla, sintió brotar de sus ojos una lágrima que fue a secarse en su mejilla tostada por el sol y el humo de los combates.
—¿Luego olvidáis cuanto acaba de pasar? —preguntó con una voz que la emoción hizo salir temblorosa de su garganta.
—¡Oh, no! —respondió el joven caudillo—. Y en prueba de que aun tengo muy presente la escena de hoy, es que voy al instante a escribir al Adelantado un pliego, de que seréis portador vos, Juan de Contreras. Voy a hacerle patente a mi tío el apuro en que nos encontramos en esta tierra y pedirle que nos mande prontos auxilios de gente, víveres y municiones, si no quiere exponernos al duro trance de abandonar para siempre la conquista.
Juan de Parajas miró un instante a Montejo con el aire de un hombre embriagado, como si no acertase a comprender la noble generosidad, con que el hidalgo caudillo sellaba su perdón. Pero súbitamente se volvió hacia el grupo que formaban sus cómplices, y con el tono de voz que ya le conocemos, gritó:
—¡Viva nuestro magnánimo capitán don Francisco de Montejo!
—¡Viva! —respondieron los antiguos insurrectos, que aun no acababan de salir de su estupor.
—Ahora —dijo Montejo, volviéndose a Gómez del Castrillo—; supongo que vos, como vivandero, os encargaréis de darnos la mejor comida que podáis, para solemnizar nuestra reconciliación.
—Hay un ligero inconveniente, capitán —respondió Gómez del Castrillo.
—¿Cuál?
—El de que a excepción de unas cuantas arrobas de granos de maíz, no tengo más víveres en mi almacén, despensa, o como queráis llamarle.
—¡Callad! —terció a la sazón Benavides—. Ese no puede llamarse inconveniente. Dadme un compañero que me ayude en la empresa, y dentro de dos horas me comprometo a surtir de pavos y gallinas vuestras calderas.
—¡Bien hablado! —dijo Bernal Pérez, mezclándose, a su vez, en la conversación—. Si me creéis digno de acompañaros, don Alonso, servíos disponer de mí.
—Con mil amores, mi viejo veterano —respondió Benavides, estrechando la mano de Bernal—. Y si el capitán nos da licencia...
—Tened cuidado —dijo Montejo—. Dos hombres solos entre esos perros gentiles, corren un peligro inminente.
—¡Bah! —repuso Benavides—. A cuatro millas de aquí hay una aldehuela de ocho o diez chozas de paja, en que abundan las gallinas y escasean los hombres de guerra. Cuidaremos de no pasar adelante.
—Pues idos, amigos míos, y cuidad de reprimir vuestro valor.
Benavides y Bernal Pérez inclinaron ligeramente la cabeza y salieron del adoratorio.
Se dirigieron enseguida a sus respectivas chozas para armarse de un modo conveniente; al cabo de un cuarto de hora volvieron a reunirse y emprendieron su marcha.
Cada piedra de antiguo monumento
recuerdo es vivo de pasada gloria;
en cada escombro mira el pensamiento
una Página rota de la historia.
La empresa de los dos aventureros españoles no era de tan difícil realización, como a primera vista pudiera aparecer; pues aunque la población del país en aquella época, era tan superior a la de ahora, que como hemos insinuado ya en el capítulo anterior, ascendía a dos millones de habitantes, se hallaba diseminada, no solo en las aldeas y populosas ciudades, sino también en innumerables y reducidos lugarejos, compuestos a veces solamente de dos, tres o cuatro familias.
Siendo de esta especie el villorrio a que Benavides y Bernal Pérez dirigían sus pasos, caminaban silenciosa y tranquilamente por una vereda, practicada entre los arbustos que producen los arenales de nuestras playas. Dejaban el mar a sus espaldas y el río a su izquierda.
Se hallaba el Sol a la mitad de su carrera; pero oculto aun tras el velo espeso de las nubes que habían aparecido desde la mañana, el calor de sus rayos, que es tan ardiente en las costas, no molestaba a los caminantes. Soplaba, en cambio, una brisa violenta, que ahuyentaba a las aves, y traía a los ojos de los españoles algunos granos de menuda arena, y a sus oídos el estruendo de las embravecidas olas del mar.
Repentinamente se detuvieron ambos caminantes, y clavaron la vista en un punto determinado, a la derecha del camino que llevaban. Al cabo de un minuto de muda contemplación, Bernal Pérez se volvió hacia su compañero y le preguntó en voz baja:
—¿Habéis oído?
—Sí —respondió Benavides—. He sentido moverse las hojas de esas uvas silvestres, como si alguno las hubiese apartado para mirar a través de ellas el camino, y luego un silbo pausado, que debe haber salido de los labios de algún hombre.
—¿Y no sospecháis, como yo, que el silbo de ese hombre puede haber servido para llamar la atención de otros no muy lejanos?
—¡Ah! —repuso Benavides; si sospecháis eso, solo hay un medio para salir de la duda y afrontar el peligro, caso que lo haya.
—¿Y ese medio...?
—Consiste en penetrar a través de esos arbustos y registrarlos hoja por hoja.
—¡Que me place! —concluyó Bernal Pérez.
Y ambos aventureros desenvainaron sus espadas, apretaron con la mano izquierda el puñal que traían pendiente del tahalí, y con su habitual serenidad penetraron en el bosquecillo de arbustos que había infundido sus sospechas. Pero a pesar de que levantaron con la punta de sus espadas cuantos tallos de uva tocaron, y aunque miraron con avidez a través de las hojas, no vieron otra cosa que la blanca arena que hollaban con sus pies.
Empezaban ya a desesperar y a creer que habían sido víctimas de una alucinación.
—Pero, ¡por vida mía! —prorrumpió Bernal Pérez—; que ni vos ni yo somos bastante medrosos para que nos hayamos asustado por lo que no existe.
—¡Bah! —dijo indolentemente el joven andaluz—; alguno de esos animales monteses, de que tanto abunda esta tierra, huyó al vernos aparecer, rozando con su cuerpo las hojas de las uvas y arrojando ese grito que hemos tomado por un silbo humano. Nosotros, que nunca hemos penetrado en el interior del país, ¿podemos jactarnos, acaso, de conocer la voz de todas las fieras que encierra en sus bosques?
Bernal Pérez se encogió de hombros y dijo:
—Pues envainemos las espadas y continuemos nuestro viaje.
Y uniendo la acción a la palabra, el veterano envainó su acero y se dirigió hacia el camino que acababan de abandonar. Benavides le imitó y le siguió con indiferencia.
Pero apenas habían andado cuatro pasos, cuando una flecha pasó a dos dedos de la cabeza de Bernal Pérez, cortando con lúgubre sonido el aire. Benavides y el veterano volvieron vivamente la cabeza y buscaron en vano con los ojos la mano que había disparado la flecha. Ambos se consultaron entonces con los ojos el partido que convenía tomar; pero antes que les hubiese ocurrido un solo pensamiento, dos flechas que partieron de una dirección opuesta a la primera, pasaron tan cerca de sus cabezas que una de ellas se llevó la gorra de Bernal Pérez.
—¡Vive Cristo! —exclamó el veterano—; que esos cobardes herejes se han propuesto por blanco este día el cuerpo del hijo de mi padre. La primera flecha pasó a dos dedos de mi cabeza, la segunda me llevó la gorra; ¿si la tercera me la clavarán en el corazón?
Y una sonrisa desdeñosa contrajo los labios de Bernal Pérez; pero aquella sonrisa estaba impregnada de un tinte tal de melancolía, que parecía un triste presentimiento.
Tras de aquellas dos saetas vinieron cortando el aire otras muchas, que los agredidos no pudieron contar; pero que milagrosamente ningún daño les causaron.
—Mi querido Bernal —dijo Benavides—; estamos sitiados por un número de enemigos diez veces cuando menos superior al nuestro.
—Pero a fe mía —dijo impetuosamente el veterano, abarcando con su mirada el inmenso horizonte que se extendía ante su vista—, que esos enemigos deben ser duendes o demonios, porque no acierto a divisar uno solo.
—Dejémonos caer a la primera lluvia de saetas que nos echen y no tardaremos en ver a esos duendes o demonios.
Y como en aquel momento un nuevo número de flechas volviese a silbar en sus oídos, ambos se dejaron caer sobre la arena, y quedaron ocultos bajo el espeso follaje de una uva silvestre. Entonces desenvainaron sus espadas y puñales, y empuñando con la derecha aquellas y estos con la izquierda, aguardaron, reteniendo el aliento para escuchar mejor.
Transcurrieron circo minutes de horrible ansiedad...
La brisa, que movía incesantemente las hojas de los arbustos, los hacía engañarse a cada instante, y los obligaba a revolver los ojos en todas direcciones y a levantar ligeramente la cabeza.
Pero súbitamente se oyó crujir la arena, como bajo las pisadas de muchos hombres y un ruido uniforme en el follaje, que delataba algunas manos, apartando las hojas para abrirse paso.
Benavides y Bernal Pérez sintieron palpitar su corazón, dirigieron una mirada al cielo con ese ardiente fervor que distinguía a los españoles del siglo XVI y clavaron los ojos cuanto pudieron en la dirección que traían los pasos.
La espera no fue larga. No tardaron en ver a través de las hojas que los ocultaban, dos indios que se aproximaban con cuanto silencio y cautela les era posible. No venían desnudos como los indios que en otros países había visto Bernal Pérez. A causa, sin duda, de la estación, y merced al grado de civilización respectiva de los habitantes de Yucatán, traían el vestido que es hasta ahora común entre sus degenerados descendientes. Consistía este en unos calzoncillos de manta que se sujetaban en la cintura, y les cubrían hasta la altura de las rodillas, y en una camisa larga del mismo género, cuyo cuello cerraba en la garganta con dos cintas de algodón. Se cubrían la cabeza con un sombrero recio de paja, formado de la palma tierna del guano, y los pies con unas alpargatas sujetas bajo de las pantorrillas con tres cordeles de henequén, que daban algunas vueltas alrededor de la pierna.
Los dos españoles examinaron con una rápida ojeada aquel modesto atavío, que no era nuevo para ellos, y empezaban a dar gracias a la Providencia porque solo veían dos enemigos que combatir. Pero un momento después, asomaron tras estos otros dos indios vestidos del mismo modo, y que se adelantaban con las mismas precauciones. Tal era el terror que había infundido en la península el nombre español, que aunque creían los indios muertos a los dos blancos o, cuando menos, gravemente heridos, apenas se consideraban seguros los cuatro que iban a satisfacer la cruel y salvaje curiosidad del verdugo, que examina el cadáver de su víctima para asegurarse de su muerte.
Ciertamente, la inferioridad de sus armas, hacía disculpable este temor. Los primeros venían armados únicamente con unos palos aguzados hechos de jabín, una de las maderas más recias que producen nuestros bosques, y los últimos con unas lanzas con punta de pedernal.
Cuando los indios divisaron los cuerpos de los españoles tendidos bajo la uva, se detuvieron y se consultaron entre sí un instante en voz baja. Luego continuaron adelantándose los dos primeros y osaron levantar con sus chuzos las ramas del arbusto.
Entonces los españoles, ligeros como el relámpago, se levantaron súbitamente, y cada uno de ellos clavó su espada en el pecho del enemigo que encontró más a mano. Los dos indios lanzaron, a su vez, un gemido; vacilaron un instante sobre sus piernas y cayeron pesadamente en tierra, enrojeciendo la arena con su sangre.
Al gemido de los moribundos respondió un doble grito de pavor, que arrojaron los dos indios que habían contemplado de lejos la escena. Los aventureros oyeron este grito, comprendieron que para vencer tenían que luchar aisladamente con sus enemigos, cuyo número, sin duda, era inmenso, y se adelantaron con las espadas ensangrentadas hacia los dos que tenían a la vista.
Pero estos no huyeron. Uno de ellos se llevó una mano a los labios y produjo un silbo prolongado y agudo, que podía oírse hasta a media milla de distancia. Entonces, como por encanto, se vio brotar súbitamente de la tierra un centenar de guerreros. Debajo de cada arbusto, detrás de cada piedra o montecillo de arena, se vio salir un indio, con su vestido de manta; su sombrero de paja, y armado con flecha, chuzo, honda, lanza o espada de madera.
Benavides y Bernal Pérez se detuvieron un instante llenos de asombro, y pasearon una mirada en derredor de sí para contemplar aquel cuadro de tan salvaje aspecto que se ofrecía repentinamente a sus ojos. Pero fue muy corto el tiempo que duró su admiración. A una señal del que parecía caudillo, los indios estrecharon la cadena circular que formaban y cayeron impetuosamente sobre los españoles.
Se dio entonces principio a una de esas batallas desiguales y sangrientas, de que suministra tantos ejemplos la historia de las conquistas americanas.
Benavides y Bernal Pérez hacían prodigios de valor. Mientras con la mano derecha hacían a su espada describir círculos alrededor de su cabeza para apartar las armas contrarias, con la izquierda, que manejaba el puñal, se desembarazaban de cuando en cuando de algún indio bastante osado que se colocaba al alcance de su acerada punta.
La sangre del hombre rojo humedecía ya la arena del sitio del combate cuando la del hombre blanco hervía completa todavía en sus venas con la embriaguez de la pelea.
Pero lucha tan desigual no podía durar mucho tiempo.
Repentinamente se arrojó a los pies de Benavides un hombre, abrazó sus rodillas, y antes de que tuviese tiempo de bajar la espada para herirle, le hizo perder el equilibrio. El valiente español cayó en tierra y al bajar la mano para sostenerse con ese impulso tan natural que sentimos al dar una caída, clavó en la arena la punta de su espada.
Una exclamación general de alegría saludó la costosa victoria mientras que veinte manos se agolpaban y chocaban sobre el cuerpo del español para arrancarle su puñal y su espada y atarle los brazos con cordeles de henequén.
Bernal Pérez se batió con igual valor que Benavides, pero el ardid empleado con este había surtido tan buen efecto que no tardaron en ensayarlo con él, y el viejo veterano sucumbió del mismo modo que el joven andaluz.
Maniatados ambos españoles, cada uno de ellos fue encomendado especialmente a la vigilancia de cuatro hombres que debían llevar asidos por las extremidades los cordeles que servían de cadenas. Los colocaron luego en el centro de la pequeña tropa y echaron a andar en dirección al río.
Cuando llegaron a sus riberas se metieron en cuatro canoas que los aguardaban y no tardaron en abordar a la orilla opuesta.
Entonces los indios, ebrios de gozo con los prisioneros que acababan de hacer, emprendieron su marcha hacia el N. E., tomando una senda estrecha y pedregosa que probablemente se hallaba trazada, poco más o menos, sobre el terreno que ocupa hoy el camino que conduce al pueblo moderno de Iturbide, pasando por Bolonchenticul, Pich y Komchén.
Esta senda se hallaba muy distante de ser una vía siquiera regular. Los indios, que desconocían los carruajes y caballerías, no necesitaban de otra cosa para comunicar sus ciudades, aldeas y lugarejos, que de unas veredas angostísimas por las que pudiesen transitar dos o tres hombres de frente. Verdad es que entre las magníficas reliquias que encierran todavía en el corazón de nuestros bosques las ruinas de la Península, se han encontrado vestigios de amplias y bien construidas vías, enlozadas en toda su superficie de piedra blanca; pero estas vías eran tres o cuatro solamente que conducían a los santuarios más venerados de los indios como Izamal y Cozumel, o a las principales ciudades del país, como Uxmal y Mayapán.
Los indios caminaron todo el resto del día, y al anochecer se detuvieron en una pequeña aldea que, en concepto de los dos prisioneros, distaría unas veinte millas de Champotón. Estos fueron encerrados en un pequeño adoratorio por ser, acaso, el lugar que prestaba mayor seguridad a sus verdugos. Les cerraron la única puerta que tenía el edificio, colocaron en ella dos centinelas exteriores y se les exhortó a dormir, para hallarse dispuestos al día siguiente a emprender una nueva marcha. Benavides extendió su capa en el suelo; Bernal Pérez su manta, y cinco minutos después dormían tranquilamente, como si se hubiesen hallado a bordo de la nave que debiese conducirlos a la madre patria.
A la mañana siguiente, al rayar la aurora, se despertaron al ruido de dos golpes dados en la puerta del adoratorio. Se levantaron inmediatamente, la puerta se abrió, sus ocho guardianes del día anterior se presentaron, volvieron a atarles los brazos y asir los cabos de los cordeles, y los sacaron a una plazuela que se extendía enfrente del adoratorio.
Allí, entre la muchedumbre de los habitantes de la aldea que los contemplaba con tanta curiosidad como terror, encontraron a los cien guerreros que el día anterior los habían aprisionado, les sirvieron de esa bebida de maíz cocido que en el país tiene el nombre de atole y que los hambrientos cautivos apuraron con delicia, y después de metidos en el centro de los cien guerreros echaron a andar por una callejuela que los condujo a pocos minutos fuera de la población.
Todo aquel día estuvieron caminando. Una sola vez, cuando el Sol se hallaba a la mitad de su carrera, se detuvieron en un pueblecillo con el objeto de tomar la bebida fresca de maíz que llamamos pozole, de que hicieron disfrutar a sus prisioneros, y continuaron su marcha.
Por causas que ignoraban Bernal Pérez y Benavides, y de que a su tiempo impondremos a nuestros lectores, los indios cuidaron de no pasarlos en su tránsito por las grandes poblaciones de que abundaba el país. Así es que la segunda noche la pasaron como la primera, en una aldea insignificante; pero en la tarde del tercer día de marcha, por haber cesado sin duda aquellas circunstancias, los hicieron entrar en una ciudad tan grande y tan populosa, que tardaron más de media hora en transitar de los arrabales a la plaza principal.
A pesar del estado de angustia en que su situación debía tener sumergidos a los dos españoles, no pudieron menos que olvidar un instante sus penas para entregarse completamente al sentimiento de admiración que producía en ellos el espectáculo que tenían ante sus ojos.
Después de haber caminado por una calle larga, angosta y poco derecha, formada por dos hileras de albarradas, tras de las cuales descollaban innumerables chozas de paja, que nada ofrecían de particular, si se exceptúa su sencillez; entraron en una plazoleta, en que descollaba un adoratorio y otros grandes edificios de piedra, cuyas fachadas dadas de cal, brillaban extraordinariamente al reflejar los rayos del Sol, que declinaban ya por el Ocaso.
Dejada atrás esta plazoleta, entraron, sucesivamente, por calles y plazas irregulares, en que los adoratorios, los edificios públicos y particulares, abundaban sobremanera. Casi todos se hallaban construidos sobre montículos artificiales, más o menos elevados, de mayor o menor extensión, a los cuales se subía por anchas escalinatas de piedra, decoradas algunas en su remate superior por estatuas de piedra de distintas dimensiones, figuras y actitudes. En los edificios se observaba también una inmensa variedad de adornos y figuras, dimanada sin duda de los diversos objetos a que se hallaban destinados.
Benavides y Bernal Pérez paseaban sus ojos asombrados por todos estos monumentos de arte, que estaban muy lejos de creer encontrar en el suelo de Yucatán. Ellos, que por primera vez penetraban en el interior del país, habían creído hasta entonces que los indígenas yucatecos, parecidos a casi todos los de las demás naciones del nuevo mundo, solo sabían construir las miserables chozas de paja y las raquíticas casas de cal y canto que habían habitado en Champotón. Pero aquí se encontraban extasiados ante monumentos de arquitectura y escultura, que estaban demostrando de modo incontestable la civilización relativa de Yucatán y su notable adelanto en los dos ramos más útiles de las bellas letras.
Pero no era esto lo que excitaba más poderosamente su atención. Había allí un elemento bullicioso y amenazador, que seguramente hubiera infundido un miedo imponente a corazones menos valerosos.
Una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres, de niños y ancianos, de sacerdotes, nobles y guerreros, se encontraba diseminada y en apiñados pelotones en las calles, en las plazas, en los terrados, en los montículos, en las escaleras, en las torres de algunos edificios, en las puertas y azoteas y en todos los lugares en que había sitio suficiente para que un hombre pudiese pararse, sostenerse y ver. Las madres levantaban a sus hijos sobre sus cabezas, los jóvenes se abrían paso con los codos a través del apretado gentío y los camorristas se daban de puñadas por un palmo de terreno.
El centro de todas las miradas eran aquellos dos extranjeros, venidos de remotos e ignorados países, vestidos de un modo singular, que uno solo bastaba para derrotar a centenares de guerreros aborígenes; que disponían del rayo y del relámpago, que montaban sobre sus monstruos atléticos y desconocidos, que insultaban impunemente a los dioses de la tierra y que habían arribado a sus playas en edificios de madera, que volaban sobre las aguas, y que igualaban en dimensiones a los enormes cetáceos que guarda el mar en su abismo. La blancura de su piel, la espesura de su barba y la melodía del idioma desconocido que hablaban, contribuían a redoblar aquella admiración, que su salvaje sencillez les impedía disimular.
Pero una vez satisfecha su natural curiosidad, la muchedumbre empezaba a sentir que rugía en su pecho otra pasión menos inocente y de temibles consecuencias.
Aquellos extranjeros, que se creían superiores a sus dioses, trece años hacía que derramaban a torrentes la sangre aborigen, que arrojaban los ídolos de los altares y profanaban sus templos; que amenazaban robarles su independencia y convertirlos en esclavos.
Entonces, de cada boca empezó a salir un murmullo, y este murmullo no tardó en convertirse en grito. Cada brazo enseñó un puño amenazador, y este puño no tardó en contener una piedra o un chuzo. Pero como todas las efervescencias populares no estallan al momento, sino que van creciendo por grados, cuando esta llegó al extremo de estallar, los dos prisioneros y su numerosa escolta se encontraban ya en una gran plaza, que parecía de antemano dispuesta a recibirlos. Desde la extremidad de la calle que desembocaba en la plaza, hasta la puerta de un gran edificio, que descollaba sobre un montículo de treinta pies de elevación, se veían dos compactas hileras de guerreros armados de lanzas, hachas y espadas de pedernal, a través de las cuales pasaron los dos extranjeros, seguidos de sus guardianes. Subieron la ancha escalinata que conducía al edificio, sus puertas se abrieron, los españoles fueron empujados al interior y quedaron encerrados.
En la planicie que formaba la cima del montículo, y sobre la cual estaba construido el edificio, había un espacio, frente a la puerta, de doce pies de extensión, en el cual fue colocada una guardia numerosa, menos con el objeto de custodiar a los prisioneros, que con el de contener a la amenazadora muchedumbre; pero luego que esta vio encerrados a los extranjeros, objeto de su odio, y garantizada de una fuga con la guardia que se hallaba a la puerta de la prisión, se disolvió sin ninguna muestra de repugnancia, no como quien abandona un fin que se hubiese propuesto, sino como quien lo aplaza para ocasión más oportuna.
No faltará lector que desee saber el nombre de la populosa y monumental ciudad americana, en que quedaban cautivos los dos aventureros españoles.
¡Su nombre!... ¿Y qué nombre tienen esas cuarenta y cuatro ciudades americanas cuyos asientos y espléndidas ruinas encontró el ilustre viajero, Mr. John Stephens, en la corta superficie del terreno de la Península que recorrió en sus dos visitas a Yucatán? ¿Qué nombre tienen los vestigios de otras antiguas y magníficas poblaciones, sepultadas en la espesura de nuestros bosques, que jamás han sido visitadas por un viajero ilustrado? ¡Ah! ¡a excepción de ocho o diez nombres que ha podido conservar nuestra memoria y la de los aborígenes, a través de los muchos siglos de dolores y destrucción que han transcurrido, no ha quedado a tan opulentas capitales más que un nombre vulgar y común, que prueba la nada de las grandezas humanas!
Así, pues, lo único que podemos decir para satisfacer la curiosidad del lector, es que aquella ciudad se hallaba situada en el asiento que hoy ocupa el pueblo moderno de Iturbide. Su nombre, en el día, no es otro que el de tantas otras ruinas del país: Xlab-Paak (paredes viejas).
Sí; esos montículos y grandes cerros artificiales que costaron años de trabajo y de paciencia; esas pinturas de magníficos colores que se conservan hasta el día; esas piezas de escultura que yacen enterradas entre escombros; esas paredes recargadas de adornos en relieve que desafían la incuria de los siglos; esas vigas esculpidas con tanto primor, que encierran jeroglíficos indescifrables, todos esos monumentos de la civilización de un pueblo, todos esos trabajos consumados delicadamente por instrumentos imperfectos, sin duda, y que prueban una mano tan experta, como inteligente y artística, no tienen hoy más que un nombre despreciativo, que los más pronuncian con indiferencia y algunos con desdeñosa compasión.
Y no es porque los artistas que se desvelaron por producirlos, se descuidasen de escribir su nombre, su historia y su destrucción. Por ventura esas esculturas de piedra, esos símbolos grabados en las paredes, esos maderos esculpidos, esas pinturas indelebles —como debe serlo la historia—; esa fatídica impresión de la mano roja, estampada en donde quiera que se ven ruinas, ¿no son otros tantos jeroglíficos misteriosos, en que están escritos los anales de ese pueblo noble, valiente, ilustrado y artista, cuya memoria no merecía la suerte que le ha cabido?
Y con solo conservar aquellos monumentos, se hubiera encontrado un día la clave de sus jeroglíficos, y leería en ellos su historia la curiosa posteridad. Pero los conquistadores los vieron con indiferencia; un sacerdote se apoderó un día de cuantos pudo y con bárbara mano los entregó al furor de las llamas.
Seguramente jamás se ha visto tocarse y confundirse tan íntimamente los extremos de la barbarie más brutal y del más culto refinamiento.
Media hora después de haber sido encerrados los dos españoles, y cuando empezaba ya a faltar la luz del sol, se les sirvió una colación más sustanciosa que cuantas habían probado en sus tres días de marcha. Consistía en unos panes gruesos de maíz y en unos cuantos pedazos de carne de venado y de gallina, cocidos sin ningún condimento, y contenidos en fuentes de barro. Los famélicos cautivos hicieron los honores a tan opíparo banquete, consumiendo hasta la última migaja de pan y el último pedazo de carne.
—No sé por qué —dijo Bernal Pérez luego que estuvieron completamente solos en su prisión—; no sé por qué me parecen de mal agüero las cosas que nos han acontecido, desde que pusimos la planta en los arrabales de esta populosa ciudad.
—¿Y qué habéis visto, mi pobre Bernal? —preguntó Benavides, clavando una mirada de tierno y melancólico interés en el tostado rostro del veterano.
—¡Qué! ¿Pues no habéis visto, como yo, esa muchedumbre de perversos idólatras, que a nuestra entrada nos saludó con un aullido, parecido al que arrojan las fieras a la vista de su presa, y nos amenazó con el puño cerrado y sus armas de pedernal? ¿No habéis comido como yo, esa carne de venado y de gallina, que a fe de Bernal Pérez, jamás había devorado con igual apetito?
—¿Qué mal agüero vies en todo eso, Bernal?
—¿Oísteis lo que pedía el populacho?
—Sabéis que comprendo muy poco el idioma de esos gentiles.
—Pues pedían nada menos que nuestras cabezas.
—Pero han sido contenidos por nuestra escolta, y nos encontramos salvos en esta prisión, que más bien parece un palacio.
—Otro agüero que se me había olvidado significaros.
Benavides alzó las espaldas, como hombre a quien se propone un enigma que no comprende, pero que tampoco desea descifrar.
—Escuchad —añadió Bernal Pérez—; si la turba, a pesar del furor con que pidió nuestras cabezas, se ha quedado tranquila después de nuestra salvación, prueba que se le ha prometido satisfacer sus deseos, quizá con demasiada usura.
—Mi querido Bernal; cualquiera diría que habéis cursado cánones o teología en la Universidad de Salamanca, según los circunloquios y enigmas con que os expresáis.
En aquel momento se oyó resonar en la plaza la agreste y ruda armonía de los atabales y caramillos aborígenes. Un instante después se levantó un grito aterrador, proferido por centenares de voces humanas, que hicieron retemblar la puerta y las paredes de la prisión que guardaba a los dos españoles.
Benavides y Bernal Pérez corrieron simultáneamente a la puerta y pegaron los ojos a las rehendijas para averiguar lo que pasaba.
La noche había cerrado completamente; pero esto no impedía que la plaza, que se extendía a su vista, estuviese tan iluminada, como si aun cayeran sobre ella los rayos solares del medio día. Se veía una prodigiosa multitud de hogueras encendidas en el llano, en los montículos y en los terrados, que elevaban al cielo densas columnas de humo y torrentes de impetuosa llama. Alrededor de ellas se veía hablar, reír, gesticular y cantar una gran muchedumbre de aborígenes de todos sexos y edades, que parecían mostrar en sus rostros la insensata alegría que los dominaba.
—¿Lo vies ahora? —dijo Bernal Pérez, separándose de la puerta—. Si yo he hablado por medio de enigmas, no creo que llaméis así la música y la grita que acabamos de oír, las hogueras y los rostros horribles que acabamos de ver.
—¿Y decís que todo eso nos presagia algún mal?
—Ojalá pudiera dudarlo.
—Pero ¿qué mal peor que la muerte puede sobrevenirnos? ¿Y no la arrostramos hace tres días con semblante alegre, cuando nos decidimos a pelear con un centenar de esos paganos?
—Morir matando infieles —insistió Bernal Pérez—, es honroso para el soldado y útil para el cristiano. Pero morir en un sacrificio pagano, sirviendo de víctima al demonio...
El joven sintió erizársele el cabello y creyó ver pasar ante sus ojos una nube de sangre.
—¿Se atreverían esos miserables —exclamó al cabo de algunos segundos que necesitó para dominar su emoción—; se atreverían a conducirnos al inmundo altar de sus sacrificios?
—Dios esconde en su poder tesoros inmensos de misericordia —respondió Bernal Pérez—, y solo un milagro de su mano sacrosanta puede librarnos de las garras de esos idólatras.
Un silencio profundo reinó por un instante entre los dos españoles. El joven fue el primero que habló.
—Bernal —dijo al veterano—; me parece que si los indios hubiesen tenido intención de sacrificarnos, lo hubieran hecho desde el momento en que nos prendieron, para conseguir la protección de sus dioses. ¿Qué razón habría para que nos hubiesen dejado vivir tres días y tres noches? Quizá nos estén conduciendo al señor más poderoso de esta tierra para captarse su voluntad con el trofeo de su victoria.
—Pensad lo que os plazca —repuso el veterano con voz tranquila y solemne—. Por mi parte os aseguro que esta noche voy a hacer la oración más larga y fervorosa que jamás ha salido de mis labios.
No volvió a cruzarse una sola palabra entre el joven caballero y el viejo veterano. Pero media hora después, todavía se oía salir de sus labios el susurro inarticulado de las oraciones que en voz baja recitaba.
Entretanto continuaba en la plaza la música de los atabales, la grita de la muchedumbre y la iluminación de las hogueras...
A la mañana siguiente, como una hora después de la salida del sol, se abrió la puerta de la prisión de los españoles, entraron por ella ocho indios con sus cordeles, volvieron a atar los brazos de los prisioneros y los sacaron a la plaza. Antes de bajar la gran escalera del montículo, Benavides y Bernal Pérez lanzaron una mirada en derredor de sí y sintieron palpitar fuertemente su corazón.
La gran plaza estaba henchida, como el día anterior, de un número considerable de aborígenes: hombres y mujeres; niños, jóvenes y ancianos. Pero la limpieza de sus sencillos vestidos de algodón, sus sombreros nuevos de paja, la blancura de las tocas que cubría la garganta o la cabeza de las mujeres, los ricos colores de las mantas echadas sobre los hombros de los nobles y la satisfacción pintada en todos los semblantes, indicaban que todo aquel inmenso gentío que bullía, que se agolpaba, que se hacía lugar, no solo en la superficie de la plaza, sino también en los montículos, en las escaleras, en las puertas, en las torres, en las terrazas y en las azoteas de los edificios, asistía a algún espectáculo que llamaba vivamente su atención, o a alguna fiesta pública religiosa o nacional, a cuya asistencia invitaban a todo el pueblo los dioses del culto y los genios de la patria. Y tal debía ser, sin duda, la naturaleza de este regocijo, porque la muchedumbre se mostraba dominada como por un recogimiento religioso, hablaba en voz baja, se hacía lugar con comedimiento y elevaba devotamente los ojos al cielo o los clavaba humildemente en la tierra.
A la mitad de la plaza se levantaba un gigantesco cerro artificial, de figura cónica, aplanado en su vértice y dividido en dos cuerpos. Daban acceso a la plataforma en que terminaba el primero, cuatro grandes y anchas escalinatas formadas de piedra delicadamente labrada, que correspondían a los cuatro puntos cardinales.
Sobre este primer cuerpo se levantaba otro cerro o pequeño cuyo, al cual se subía por una escalera casi perpendicular que conducía a una planicie redonda, enlozada de piedra blanca y que contaba quince pies de diámetro. En la cima se levantaba un altar sobre cuyas aras descansaba un ídolo colosal de piedra de grotesca y repugnante figura. Este ídolo era el que representaba al dios de las crueldades, reverenciado en todo aquel distrito, y que tenía el nombre de Kinchachauhabán.
Enfrente del ídolo, y ocupando la parte principal de la cima del segundo cuyo, se veía otra especie de altar formado por una sola piedra, negra y lustrosa, algo convexa en su cara superior...
Dos hileras compactas de guerreros estaban formadas desde la puerta de la prisión de los dos españoles hasta la parte superior del primer cerro que ocupaba el centro de la plaza.
Cuando ambos prisioneros hubieron examinado estos detalles con una rápida ojeada, como hemos dicho; sintieron revivir en su alma las sospechas que habían concebido la noche anterior, y un grito involuntario se escapó de sus labios.
—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó Benavides.
Pero antes de que Bernal Pérez tuviese tiempo de responder, sus cuatro custodios tiraron de los cordeles que ataban sus brazos y empezaron a bajar con él la escalera del montículo.
Benavides dio un paso para seguirlos, pero los indios que le custodiaban, le hicieron detenerse.