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En la época más difícil de la guerra del Chacho, y aunque a las órdenes del general Paunero, fue enviado al interior, con una división del ejército del Paraguay, el coronel Arredondo, jefe práctico y de una actividad asombrosa.
Era el único jefe capaz de ponerse frente al Chacho, por sus especiales condiciones para hacer la guerra de recursos, en que todos habían escollado, puesto que la montonera estaba en su pie más formidable.
No era sólo el Chacho el que campeaba entonces por sus respetos, paseando triunfante por las ciudades del interior.
Felipe Varela, Juan Sáa y otros caudillos de menos importancia, asolaban la República con montoneras más temibles y perjudiciales que las que seguían a Peñalosa, porque aquellas ponían las provincias a contribución, saqueándolas de todos modos para buscar recursos y gente.
Montoneras de bandidos y cuatreros en su mayor parte, tomaban por asalto las poblaciones, saqueando su comercio y aprisionando sus hombres para aumentar sus cuerpos, que hacían la guerra sin saber por qué la hacían y por qué veían halagados sus instintos de vagancia y merodeo.
Aquellas fuerzas no seguían a Varela ni a Sáa para combatir por una bandera que algún significado pudiera tener.
Sin disciplina y sin organización alguna, no podían tener aquel respeto impuesto por Chacho a los suyos por el cariño, por su verdadera importancia como caudillo y por la causa que defendía; causa harto significativa para la libertad y derechos de La Rioja, por cuya independencia luchaba hacía cuarenta años.
Los habitantes de aquellas poblaciones libradas a la voluntad absoluta de los caudillos, tenían que acompañarlos en sus correrías, pues de otro modo se exponían a ser castigados de maneras brutales, verdaderamente.
Y así venían a hallarse en una situación desesperada y terrible.
Si no obedecían las órdenes de los caudillos, yendo a engrosar sus filas, éstos los hacían lancear o los obligaban a servir a palos contra los que no tenían defensa posible.
Y servían con ellos, para librarse de estos castigos y eran tomados por las fuerzas del gobierno, y los condenaban a dos o más años al servicio de las armas en el ejército de línea, por el delito de haber servido a Sáa o a Felipe Varela.
Eso si no caían en manos de Iseas, que los hacía lancear sin el menor reparo y sin atender a sus descargos justísimos.
Así la situación de aquellas provincias era terrible, porque sus habitantes no tenían defensa, ni contra los montoneros, ni contra el ejército del gobierno nacional, representado por Iseas y otros jefes tan terribles como éste.
Las nobles prácticas del Chacho mandando pedir limosna para sus soldados, en las provincias a que llegaba, no eran imitadas ni por Varela ni por Sáa, que saqueaban sus casas de comercio, después de que se apoderaban como medida previa.
Eran bandidos organizados en ejército y luchando contra todo lo que importara una ley o un principio.
Chacho, desligado por completo de esta clase de caudillos y montoneros, seguía tranquilo en sus llanos de La Rioja, dispuesto a no moverse de allí si no lo iban a buscar, provocándolo a la lucha.
Y como harto que hacer tenía Paunero, con las montoneras de estos dos caudillos, el ejército no se ocupaba por el momento del Chacho, cuyo único delito al fin y al cabo, era el de no acatar la autoridad del gobierno nacional, y no querer someterse a los jefes que en el interior le representaban.
Como Chacho no hacía mal a las poblaciones, toda la atención del general Paunero se concretó a las montoneras de Varela y de Juan Sáa.
Y contra éstos abrió sus principales operaciones, hábil y activamente secundado por el entonces coronel Arredondo.
Cada caudillo de aquellos, bajo el título de general, disponía de un ejército que obligaba al nacional a dividirse en tres fracciones, para poder atenderlos a todos y aprovechar el menor descuido en que pudieran incurrir.
Juan Sáa había reunido el ejército más numeroso y mejor armado, pero era el menos inteligente de los tres caudillos y por lo mismo el menos temible.
Era bravo y organizador, pero en el combate no tenía la astucia infinita que caracterizaba al Chacho, ni el golpe de ojo y la audacia de Felipe Varela.
A Sáa lo respetaban porque le temían y porque el que no lo hubiese respetado hubiera tenido que arrepentirse.
Autoridad suprema en todas las provincias que recorría con su ejército, se apoderaba de todos los elementos que en cada una hallaba, deponiendo las autoridades que reemplazaba por sus más adictos partidarios, fueran o no fueran competentes para desempeñar el puesto donde los colocaba,
Así, se veían jueces que no sabían leer ni escribir, jefes de policía que era la primera vez que venían a la ciudad, y hasta gobernadores elegidos entre los paisanos más bárbaros.
El ejército nacional acudía a reponer y reponía las autoridades depuestas por Sáa, pero ellas no duraban más que el tiempo que Sáa tardaba en volver a derrocarlas nuevamente, pasando por las armas a los que resistían su autoridad suprema, cosa que no sucedía nunca, porque conociéndolo, apenas intimaba a los gobernadores entregaran el mando, éstos se apresuraban a devolvérselo sin argumentar la razón más mínima.
Tanto Sáa, como Varela, caudillos de menor importancia como prestigio, porque él mismo le estaba subordinado, habían adoptado la misma escuela del Chacho para sus correrías.
Huían el bulto sacándole el cuerpo a una batalla decisiva, hasta que no tuvieran más remedio que combatir.
Pero estos caudillos no podían jamás operar con la pasmosa rapidez que lo hacía el Chacho, porque sus ejércitos eran forzados, y llevaban infantes y artillería, cosa que jamás usó Peñalosa.
Derrotado el Chacho, aparecía con su ejército reunido dos o tres días más tarde, porque él mismo se desbandaba dando a su gente punto de reunión cuando había más esperanza de triunfar.
Pero Sáa peleaba reciamente, con un valor indomable y tenaz, hasta que realmente era derrotado.
Por eso es que, después de una de estas batallas, Sáa tenía que empezar de nuevo la formación de su ejército, y andar montonereando liviano, hasta que tenía dos o tres mil hombres con que abrir campaña.
La alianza del Chacho era solicitada por todos aquellos caudillos, que comprendían la importancia positiva del jefe riojano, pero éste no quiso jamás aceptar ninguna de las alianzas propuestas.
—Ellos hacen la guerra de otro modo, decía Chacho, levantando ejércitos muy ostensibles y haciéndose derrotar radicalmente.
No combaten en nombre de ningún principio, sino en nombre de la barbarie y yo todavía no he manchado mis armas.
Además, una vez aliados, ellos no han de querer que yo mande en jefe, ni yo puedo consentir que manden ellos.
Así, campeando cada uno por sus respetos estamos mejor: mientras atiendan a ellos, me dejan en paz a mí que ya ando necesitando un poco de descanso.
El ejército nacional empezó entonces a operar contra Juan Sáa y Felipe Varela, dejando tranquilo a Chacho que estaba en La Rioja sin molestar a nadie mientras no le molestaran a él.
La situación del gobierno nacional era tremenda, porque para atender a los montoneros de las provincias, tenía que distraer fuerzas del ejército del Paraguay, compaña que se hacía cada vez más dura y más sangrienta.
Y esta era la razón por que aumentaba el ejército de los caudillos del interior.
Los gobernadores de provincias reclutaban gente para enviar al ejército del Paraguay, y como era natural, los paisanos de todas ellas, para huir de formar parte en los contingentes, se refugiaban en las filas de los montoneros, donde se encontraban más cómodos, porque no salían de su tierra, y éstos no los llevaban, según decían, a que los "carnearan en el extranjero".
Las provincias, en su mayor parte habían cumplido como pudieron, con el sacrificio que les imponía la guerra del Paraguay.
La Rioja había mandado un batallón, que se hizo siempre notable como modelo de bravura y de constancia, y San Luis, San Juan y Mendoza habían hecho otro tanto.
Pero esto no era bastante, ninguna provincia había enviado el contingente completo que le correspondía y sus gobernadores eran apremiados por la Nación a cumplir aquel deber sagrado e ineludible.
Así es que los provincianos miraban con odio al poder nacional y a los delegados de éste, que iban a arrancarlos de sus hogares para llevarlos al sacrificio y a la muerte.
No podían huir de una provincia a otra, porque en cualquiera de ellas habían de ser tomados y remitidos al mismo destino.
Los guardias nacionales de la ciudad habían formado, al primer llamado de sus autoridades, pero los paisanos, en la campaña, no habían hecho lo mismo.
Al principio se escondían como podían, ganaban las sierras y los montes, matrereando casi siempre.
Así es que, cuando Sáa y Varela alzaron el poncho, vieron en ellos su salvación y se apresuraron a ir a engrosar sus filas.
Y aquellos miles de hombres, que en el ejército del Paraguay hubieran contribuido poderosamente a la conclusión de la guerra, se dedicaban a asolar a las provincias de todos modos, obligando además a distraer un cuerpo de ejército con su dotación de jefes en una guerra civil vergonzosa por el momento que se elegía para llevarla a cabo.
El caso era espantoso: no había garantías individuales y sólo el sable del jefe o del caudillo imperaban en toda la República.
No había más remedio para el provinciano, que elegir entre uno y otro, y aun para esta misma elección no tenían muchas veces ni tiempo ni voluntad.
En lo mejor que él estaba en su hogar, entregado al sueño o al trabajo, su casa era invadida por una partida de gente armada.
Generalmente era una partida del ejército de Sáa, que andaba reclutando gente, y que procedía en el acto a prender a los hombres que en la casa había.
Estos protestaban que no podían dejar abandonada la familia en la ruina, pidiendo que por lo menos se dejara un hombre para atender a su alimentación.
Pero todo era inútil: ruegos, razones, derechos, todo esto no valía nada y los hombres eran arreados como carneros, dejando al hogar en el mayor desamparo.
Muchas veces esta misma partida era sorprendida en sus correrías por algunas partidas del ejército nacional, que los hacía prisioneros después de una resistencia más o menos sostenida, más o menos heroica.
Y todos aquellos hombres, sin el menor sumario, sin la menor averiguación, eran destinados por dos años al ejército; dos años que se prolongaban a veinte y aún a toda la vida.
Los prisioneros explicaban cómo habían sido arrancados a su hogar por fuerzas de Sáa, a quien habían tenido que seguir a la fuerza.
Demostraban que no eran culpables del menor delito, pero esto de nada les servía.
Eran destinados a los cuerpos de línea, por andar entre los montoneros, de donde no habían de salir sino cadáveres, o viejos inválidos que ni en los asilos tendrían cabida.
Hemos conocido soldados destinados de esta manera, dados de baja a los diez y ocho o veinte años, y esto como un servicio especial.
Y al ofrecerle los medios de regresar a su provincia y a su hogar, los rechazó tristemente diciendo:
—¿Y a qué voy a ir a mi casa?
Mi mujer, presa de los mismos que me destinaron, habrá muerto o enloquecido de vergüenza, y mis hijos, los que no hayan muerto de hambre y de dolor habrán también ocupado el sitio que la miseria y la ruina le habrán destinado en el ejército o en la cárcel.
Prefiero la duda a la realidad horrible, porque siquiera así no me volveré loco, nos dijo.
Y no hubo forma de hacerlo volver a su provincia.
Así salía librado el prisionero que iba a poder de algún jefe humano, que si caía en las manos de Iseas, por ejemplo, no había salvación posible, produciéndose entonces el eterno diálogo, que más de una vez hemos consignado.
—¿Por qué andas entre los montoneros?
—Me sacaron de mi casa a viva fuerza y no tuve más remedio que seguir.
—Mientes, bandido, es porque sos montonero: degüéllenlo.
Aquí entraban las súplicas, los ruegos, los clamores de toda especie; pero sin el menor resultado feliz para la víctima.
Cuando Iseas había dicho una vez "degüéllenlo", no había remedio: toda súplica no servía para otra cosa que para irritarlo más todavía, hasta el extremo de hacer degollar con su propio ayudante, cuando los soldados demoraban mucho en el cumplimiento de su bárbara orden.
Si para evitar estos resultados funestos se presentaban voluntariamente a un jefe nacional, no por esto se les tenía y se les trataba como guardia nacional: se remontaba con ellos los cuerpos de línea, ¿y quién los sacaba de allí después?
El que pretendiera conquistar su libertad, a fuerza de buena conducta y bravura, tomaba el peor camino, porque pronto ascendía a clase; ¿y qué jefe era aquel que se desprendía de una clase de confianza?
Este no salía de baja en su vida.
El que se portaba mal para que el jefe no se encariñase con él y lo diera de baja al fin de los dos años, resultaba que por su mala conducta había sido recargado en cuatro o seis años más, que si iban multiplicando a medida que él iba cometiendo faltas.
El que entraba una vez a un cuerpo de línea, ya sabía que, portándose bien o mal, no saldría de allí en veinte años, y de aquí provenía el horror que inspiraba a todos ellos un cuerpo de línea.
Por eso los paisanos de las provincias se refugiaban en las filas de los montoneros, como los paisanos se refugiaban entre los mismos indios, para huir a los horrores del veterano.
Porque la vida en el cuartel de línea era un horror continuo que amenazaba no concluir nunca.
Aún tenemos en el ejército rezagos de aquellos viejos elementos que, ingresados así al ejército, a fuerza de méritos, de valor y de sufrimientos, han llegado a ser jefes.
Pero esto ha sucedido en una proporción de uno por cada cinco mil.
El esfuerzo de los oficiales ha ido modificando esto, en los últimos diez años, al extremo que creemos que hoy no hay un Iseas en todo el ejército, ni un solo oficial capaz de cumplir una orden de degüello por mano propia.
Este era pues el secreto por qué aumentaban por miles las filas de los montoneros del interior, mientras disminuían las del ejército de línea, porque ningún soldado que podía desertar dejaba de hacerlo, sabiendo que escapaba a la muerte y a la ignominia.
Los contingentes que llegaban del interior al ejército, eran repartidos como esclavos en cuerpos de los jefes que los iban recibiendo, los que elegían los mejores y más jóvenes, dejando para los demás los que parecían menos útiles y aptos.
En las mayorías de los cuerpos no quedaba ninguna constancia de la entrada de aquellos soldados, de modo que todos figuraban como destinados, fueron o no lo fueran, y acreedores por consiguiente a la misma pena y al mismo mal trato.
Y esta era la poderosa arma que esgrimía el caudillaje contra el gobierno nacional.
—Los jefes nacionales vienen a esclavizar las provincias, decían: vienen a remontar sus cuerpos con ustedes y sus tesoros con los nuestros.
Es preciso combatir para huir de la esclavitud y del robo; combatir sin cuartel ni descanso, como el Chacho que ha logrado hacerse respetar hasta ahora, aunque les pese.
Y seducidos por estas palabras que tenían el fundamento que hemos indicado ya, acudían al Portezuelo, al Porcito, a San Ignacio y a todos aquellos sangrientos combates donde tanto sacrificio de vidas y de dinero se consumó mientras el país sostenía la lucha prodigiosa contra el Paraguay y contra el salvaje de sus fronteras.
Chacho, el caudillo de orden, el caudillo noble, oía impasible las noticias que llegaban del resto de la República, sin conmoverse en lo más mínimo.
—Mientras no se metan conmigo, decía, yo no los he de incomodar.
Pero a la hora que mezclen a La Rioja en sus porquerías, estén seguros que no les he de dar descanso.
La Rioja ha cumplido como la mejor de las provincias mandando su contingente de leones que han de dejar bien alto su crédito.
Es una pavada que ha hecho el gobierno, pero una pavada buena.
Lo que es de La Rioja no sale un hombre más: manden los que no hayan mandado, que los que quedamos aquí, somos necesarios para lo que pueda tronar.
Cuando Sáa o Varela le mandaban algún mensaje solicitando su alianza y su apoyo, respondía que por el momento nada podía hacer, que estaba mal de elementos y que su mismo ejército andaba perezoso, que más adelante vería.
Pero a los suyos hablaba de distinta manera.
El ejército de La Rioja, les decía, combate por una causa noble y por el bien y la libertad de sus hijos.
Aquellos ejércitos no tienen principios, ni disciplina, ni respeto para nadie y por nada.
Ellos no pueden tener la fuerza que sólo dan la razón y el derecho, y en cuanto les suelten encima fuerzas que valgan la pena, su pérdida será inevitable.
Ellos hacen barbaridades de todo género en todas partes y no pueden tener más apoyo que el miedo que logren infundir: en cuanto lo sientan débiles sus mismos amigos los han de abandonar.
Pero Chacho no pensaba que el más fuerte sostén de aquellos caudillos era la guerra del Paraguay, pues como ya lo hemos dicho el temor a los contingentes era lo que les hacía engrosar las filas de Juan Sáa y de Felipe Varela.
A la sombra de estos mismos caudillos, se habían levantado otros muchos, de mucha menor importancia y que sólo podían reunir grupos más o menos pequeños, que hacían sin embargo un mal inmenso, porque eran los más dañinos y más merodeadores.
Estos grupos acudían a los pueblitos más indefensos y donde no había hombres, y allí eran donde hacían sus rapiñas y sus iniquidades, porque la autoridad era impotente para luchas con ellos y le convenía más dejarlos obrar a su gusto.
Así los pueblos del interior pasaban por una situación cada vez más desesperante.
El gobierno nacional necesitaba gente, no sólo ya para enviar a la guerra del Paraguay, sino para hacer la guerra a los mismos montoneros que se levantaban en todas partes.
Esperar que los guardias nacionales se presentaran al solo llamado de los jefes o de los gobernadores, era una quimera ridícula, porque lo que hacían, al primer llamado, era ganar los montes, las sierras o los montoneros.
Los jefes entonces, de callado, los tomaban sin decirles nada, y sin más trámite los incorporaban a los batallones y regimientos de línea.
Ocupaban una ciudad, de una manera insospechable, como si fueran de paso, pues lo primero que hacían era dividir sus fuerzas en patrullas que debían recorrerla hasta su último rincón, prendiendo y llevando al cuartel a cuanto hombre hallaban susceptible de llevar un fusil.
Los más indómitos, aquellos que por su aspecto bravío parecían que desertarían en la primera oportunidad, eran apartados para formar los contingentes que irían al Paraguay.
Los demás los dividían en batallones o regimientos, o los mezclaban en los cuerpos de línea, y los dejaban para la guerra de montoneros.
Así, la llegada de cuerpos de línea a cualquier ciudad del interior, era señal de dispersión para todos los hombres que no querían servir o que ya estaban aburridos de hacerlo.
No quedaban más que las mujeres y aquellos viejos, muy viejos enteramente, pues la ley de reclutamiento no era consultada para nada en materia de excepción para el servicio de las armas.
La miseria era inmensa en las familias, privadas de todas las fuentes de sostén.
El comercio, paralizado completamente, se arruinaba y el mismo ejército de línea sufría miserias grandes, porque la mayor parte de las panaderías caían en poder de los montoneros, que no dejaban tampoco hacienda disponible por donde cruzaban.
Los comisarios pagadores no asomaban la nariz por aquellos pagos, porque ya uno había caído en poder de los montoneros, y los pobres oficiales habían usado de su crédito hasta el último límite, quedándose sin tener quien les fiara un paquete de cigarrillos, no por mala voluntad, sino porque no había.
El comercio, que vendía al crédito, no tenía con que renovar sus artículos, porque habiéndolo vendido todo, no había recibido ni un centavo.
La miseria de los oficiales y aún de los jefes mismos, era sumamente graciosa.
Muchos podían ir a comer o almorzar a casa de sus relaciones, hechas fácilmente en aquellas provincias tan hospitalarias y cariñosas.
Pero para ir a comer a una casa de familia era necesario por lo menos tener con que vestirse honestamente, y los que tenían camisa estaban en una proporción de veinte por ciento, de manera que, para que cuatro o cinco fuesen de visita, era necesario que veinte o treinta se quedaran en el cuartel.
Las camisas y los botines se iban prestando de uno a otro, lo que venía a ocasionar las discusiones más graciosas.
—Caramba, decía uno, la camisa es mía y esta semana no me ha tocado más que una sola vez, debiendo tocarme por lo menos dos, ya que soy el dueño.
—Lo mismo digo yo de mis botas, y sin embargo no reclamo, habiéndome tocado en la misma proporción.
—Sí, pero ustedes no están en un mismo caso, porque yo tengo novia y no la puedo ir a visitar sin camisa.
—Y qué más novia que una buena comida, gritaba otro que no era dueño de prenda alguna; ¡yo no he podido hacer más que una en la semana y no me quejo!
—¡Pues propongo una cosa! gritaba el dueño de la camisa, dominando las carcajadas de todos; si me dejan poner la camisa dos veces a la semana, prometo, la segunda vez, traer un asado, o tortas, o tabletas para la comunidad.
—¡No va a alcanzar para todos! ¡Rechazado! gritaba uno.
—Pintate de blanco el pescuezo, añadía otro, que supongo que la muchacha ha de ser novia tuya y no de la camisa que llevas; yo te ofrezco una media limpia para que te ates la garganta y dragonee de cuello.
Y la alegría y el bullicio de aquella juventud valiente y abnegada no decaía por esto un solo minuto.
De pronto uno de ellos se perdía, desertaba del cuartel, después de lista de ocho, sin que se supiera dónde había ido.
Era el dueño de la camisa que se ponía en salvo para poder disfrutar de un turno más, en beneficio de su novia.
Aquel a quien correspondía el turno, buscaba al travieso por todas partes y tenía al fin que resignarse a esperar un día más para ir a comer a lo de tal o cual familia; a su regreso el dueño de la camisa pagaba su delito de usurpación recibiendo un manteo formidable; paro ¿qué le importaba? Había hecho una visita a su novia, fuera de turno, y era feliz.
Al fin de tanta prestada, fatigada de andar de cuerpo en cuerpo y de batea en batea, la camisa empezaba por deshilacharse, y concluía por quedar a pedazos en las manos del bueno y noble asistente, que la planchaba con una botella de agua caliente, a falta de plancha.
Todos quedaban entonces en iguales condiciones y no había más remedio que apelar a los grandes recursos.
Unos se recostaban a los grupos que poseían camisas, otros se ataban la garganta con los pedazos de lo que fue camisa, y otros en fin se resignaban con su suerte, haciendo cualquier otra travesura para disimular la falta de camisa.
Las familias, que por lo mismo que conocían el estado de miseria de los oficiales, los obsequiaban de todos modos, reían alegremente de todas aquellas travesuras y estratagemas, tendientes sólo a disimular la falta de la camisa.
Alguno más audaz que los otros, llegaba hasta pedir una prestada al padre o hermano de su novia, mientras la lavandera le llevaba la suya, y con este motivo en el cuartel estaban de fiesta.
Ya volvían a tener camisa para turnarse y crecer ante los ojos de su cortejada.
Alguno de ellos, más feliz y más travieso que los demás, descubría una camisa misteriosa que lo proveía de ración de ropa limpia.
Y los demás, sin meterse a averiguar de dónde salía aquel lujo escandaloso que le permitía traer una camisa limpia por semana, se limitaban a mirarlo como una especie de sol, de nabad que había descubierto la piedra filosofal.
¡Una camisa limpia por semana! Era hasta donde podía llevarse la insolencia del lujo.
El camino que habían seguido las camisas, empezaron a seguirlo las demás prendas del vestido.
Quien andaba con su blusa charqueda en los costados; quien con el pantalón con un remiendo de toalla a falta de otra cosa, y quien con el kepí con respiradores enormes.
Lo que se había estado haciendo con las camisas no podían hacerse con las demás prendas del traje; de modo que la idea de uno de ellos fue hacer de todos un uniforme decente, para uso común, sobre todo a aquellos que tuvieran novia, y les era imposible visitar.
El pantalón que le estaba corto a uno, le era largo al otro, y en la blusa estrecha para el capitán, cabían tres cuerpos del teniente, sin la menor exageración.
Las muchachas reían alegremente de los trajes ridículos y estrambóticos con que solían presentarse sus cortejantes, porque estaban en el secreto de la cosa, el extremo de darle un pedazo de asado, o decirle que mandaran al asistente al otro día para que les llevara una paila de mazamorra, que alcanzaría para todos.
Nadie hacía ya misterio de su pobreza, porque ya no era posible; si la boca lo callaba, los dedos de los pies saliendo por las roturas de los botines, se encargaban de proclamarlo en alta y aromática voz, como las mechas al pasar por los agujeros del kepí.
Y cada cual sacaba diariamente las cuentas de sus haberes devengados, sumando todos los miles de pesotes que le traería en su primer viaje el comisario pagador.
Y se proclamaba en voz alta el regalo que ese día fabuloso habían de hacer a doña Filomena, a doña Corazón de Jesús o a doña Purificación.
Pero el comisario pagador solía aparecer una vez de año en año, llevando para cada uno de ellos un mes de sueldo solamente, porque era la menor fracción que liquidaba la contaduría, si no les hubiera llevado un cuarto o un octavo de mes.
En el acto caían al cuartel el almacenero, la lavandera, el fondero y demás acreedores.
Pero, ¿qué iban a hacer con un mes de sueldo repartido entre tantos?
No pagar a nadie para no tener preferencias y esperar el otro pago, que sería más gordo, para entregar a cada cual un honorable a cuenta de mayor cantidad.
Lo que hay es que este milagro nunca se realizaba, porque al pago siguiente el comisario se presentaba con otro mes solamente, por no perder la costumbre, y las cosas quedaban en el mismo estado.
Respecto a las deudas el entrampamiento era espantoso: cada cual debía por doble el valor de lo que había de recibir en haberes vencidos; pero nunca faltaba la esperanza más risueña en los corazones, tanto de los deudores como de los acreedores.
El gobierno al fin y al cabo había de pagar los sueldos que se debían al ejército y el día menos pensado podía muy bien caer alguna liquidación morruda y entonces saldrían de penas.
Cuando se avistaba al comisario pagador, el campamento se ponía en estado de revolución.
Según la escolta que traía, se calculaba el dinero que le acompañaba, y como el comisario venía cada vez mejor escoltado, resultaba que el desfalco de esperanzas era mucho mayor.
Los oficiales hacían fogatas, montaban sus mejores mancarrones y hacían toda clase de festejos a la llegada del comisario.
Los milicos se ponían el kepí con visera para atrás, haciendo mil demostraciones de alegría.
Llegaba el comisario rodeado de toda aquella alegre juventud y seguido de la soldadesca; pero toda aquella alegría debía trasformarse en honda desesperación, al saber que sólo había traído un miserable mes de sueldo.
Y la grita más espantosa se levantaba entre los acreedores, que tenían que conformarse a la fuerza con una promesa hecha por el comisario, de que al mes siguiente traería un año de sueldos atrasados y entonces cada oficial podría hacer frente a sus compromisos, por fuertes que fueran estos.
Pero el pago siguiente, que venía a realizarse cuatro o cinco meses después, las cosas venían a pasarse de la misma manera, renovándose las promesas y los pagos.
Para los oficiales como para los jefes, un mes de sueldo recibido era un verdadero golpe de fortuna, porque aunque este mes venía fuertemente disminuido por la asignación del sastre y el zapatero, siempre alcanzaba para comprarse una camisa y un par de botas con que ir a visitar a la novia y llevarle un recuerdo de la llegada del comisario.
Entonces se armaban los más suntuosos bailes por suscripción, con gran profusión de tortas fritas y aguardiente anisado, como artículos de supremo lujo.
Y se bailaba un día y una semana muchas veces, como ya lo hemos indicado en otros capítulos de este libro.
La mayoría de los cuerpos de línea, tenían como el 6º de línea, una oficialidad verdaderamente brillante, capaz de hacer roncha en el salón más distinguido.
Y era precisamente este contraste de distinción y de pobreza lo que más risa causaba.
El que conseguía una camiseta de punto, fina, encargaba a Buenos Aires o al Rosario, era un hombre lujoso, porque con las mangas fabricaba el mejor par de medias, que aunque no eran cerradas en su extremo con las botas de potro, tenían un aspecto fabuloso en su caña ceñida a la pierna.
La ciudad de Mendoza, que ha brillado siempre por su distinción y su hospitalidad característica, era la que mejor trataba a aquellos oficiales tan dignos y abnegados, porque en su trato y modales comprendían qué clase de personas eran.
Sociedad rumbosa y rica, nada economizaba para tratar dignamente a sus huéspedes y obsequiarlos en todo lo posible para hacer más llevaderas las penurias de aquella tan mortificante y abrumadora campaña.
Así es que las provincias de Mendoza y San Juan, gemelas en las condiciones, eran las preferidas para formar campamento, porque eran las menos azotadas por la miseria, y donde el ejército nacional era recibido con más gusto, porque era donde mejor recuerdos había dejado.
¡Con cuánto placer recordarán aquellas miserias, espantosas pero risueñas, los que hoy son generales y coroneles como Campos, Lagos, Arias y otros que formaban la distinguida oficialidad de aquellos cuerpos!
¡Cuántos dejaron allí prisioneros el corazón, entre los ojos de aquellas bellísimas niñas, teniendo que ir a recobrarlo más tarde cumpliendo su palabra de casamiento, empeñada entre una lágrima y un beso, mientras se encogían los dedos de los pies para que no salieran por las roturas de los botines, revelando la ausencia total de medias o cubriendo el pescuezo con la mano para ocultar la falta de camisa!
Buenos e inocentes tiempos, en medio de todas sus miserias y penurias, ya que no se reproducirán más en nuestra vida militar, tan cambiada de poco tiempo a esta parte.
El ejército reproducirá muchos Campos, muchos Arias y Lagos, muchos Mitre y muchos Borges, pero tal vez los cuerpos que los componen no verán entre sus compañías, bajo el humilde galón de alférez, los Juan Chassaing, Carlos Mayer y los Miguel Martínez de Hoz.
Es que ya no hay tanto entusiasmo por la carrera de las armas: en el desencanto de los que fueron han aprendido rudamente los que son, y han buscado otra senda en el vasto campo de la vida, menos penosa, menos ingrata y de provenir más hermoso.
El ejército ofrece un porvenir muy limitado y expuesto a perderse por motivos harto insignificantes: basta una opinión política para echar por tierra veinte o treinta años de sacrificios leales y abnegados.
La miseria, la fatiga y el peligro eran otros tantos motivos de alegría y de franca diversión, sin que decayera un momento el espíritu de aquella espléndida tropa que contribuyó, con su valor y su sangre, a levantar hasta el nivel que ocupa en el día, el rango de nuestro valiente ejército: con el noble ejemplo del 6º y el 2º de línea, y la abnegada y heroica legión militar, cuyos jefes eran Charlone y Sagari.
Cada nuevo caudillo que alzaba el poncho, dificultando más la terminación de aquella penosísima campaña, era un nuevo motivo de alegría, turbado solo por la pena de ver despedazarse a tanto bravo y heroico soldado, en una guerra fratricida y sangrienta.
Como era tan difícil saber con certeza el punto donde era necesario ir a buscar los montoneros, la estadía en las ciudades era más larga y más entretenida.
La ida de Arredondo, con los cuerpos que formaban su división, vino a modificar sencillamente la barbarie de aquella guerra, y su lado feroz.
Ya los Iseas y los Linares no podían degollar o ahorcar de los algarrobos los prisioneros inermes, sin que un carácter firme los reconviniera agriamente.
El sistema del cepo colombiano para arrancar declaraciones a supuestos chachistas empezó a abolirse por completo, y las mujeres estuvieron seguras de que el rebenque del jefe no marcaría sus espaldas por el delito de ser hermanas, hijas o esposas de jefes y oficiales que andaban o suponían que andasen entre los montoneros.
Los resultados benéficos de este modo de hacer la guerra empezaron a palparse bien pronto.
Ya en las provincias más lejanas empezaba a mirarse con menos temor la presencia de una brigada de línea y en las mismas aldeas no se les negaba como antes el agua y el fuego, ni se les miraba como a enemigos encarnizados que iban a hacer el mal por mal, arruinándolos hasta en sus más miserables intereses.
Los soldados que antes se escapaban de los campamentos para hacer daño en las poblaciones, porque sus crímenes eran mirados como simples travesuras, no volvieron a hacerlo, porque sabían que se hacían reos de un delito severamente castigado.
Era imposible evitar de golpe todos los abusos que se cometían, porque era preciso empezar por las cabezas como Iseas y Linares; pero poco a poco los abusos se iban reprimiendo de una manera radical.
Era sumamente doloroso que el ejército del Chacho procediera de una manera más noble y regular que el mismo ejército de línea, y esta gran vergüenza era la que Arredondo quería reprimir a toda costa.
Y empezó a estudiar aquella extraña guerra, para sacar de ella y de los elementos confiados a sus manos, todo el partido que le fuera posible.
Y Arredondo concluyó por convencerse que la mejor manera de hacer la guerra ventajosamente al Chacho era adoptar su mismo sistema y sus mismas costumbres, pero que antes era preciso estudiarlo detenidamente.
Arredondo empezó por quitar la independencia con que habían procedido hasta entonces, los jefes como Iseas, porque era el único medio de impedir sus crímenes y atrocidades.
El comandante Linares, por ejemplo, tenía una especie de monomanía de ahorcar hombres, que lo llevaba a cometer los crímenes más repugnantes.
No aplicaba ningún otro castigo, equiparando a él todas las faltas, desde la más grave hasta la más leve.
Siempre sus asistentes y soldados de su escolta andaban provistos de lazos y largos maneadores con ese único objeto.
Estos maneadores se ataban a las ramas de los algarrobos más altos, y allí se ahorcaban todos, hombres y mujeres, fuera cual fuera su delito.
Por una sospecha, por desobedecer una orden suya, por no ejecutarla prontamente, Linares mandaba ahorcar o ahorcaba él mismo al que había cometido la falta.
Y con la misma frescura y naturalidad, que ahorcaba a un hombre por estas faltas, ahorcaba a una mujer porque se negaba a decirle donde estaba su marido o su hermano, o porque sospechaba que ésta andaba entre los enemigos.
El comandante Linares pertenecía a una familia distinguida de La Rioja.
El era militar desde joven, y militar lleno de bravura y dedicación.
Suave y manso al principio, siempre dispuesto a disculpar las faltas en los demás, su espíritu había ido perdiendo su natural nobleza, con el triste ejemplo que le daban sus compañeros y jefes.
Endureciéndose su corazón poco a poco, Linares fue acostumbrándose a ver maltratar y matar a los demás, hasta que maltrató él mismo por las faltas más leves.
Y así siguió en un peligroso crescendo, hasta que el primer hombre que ahorcó fue el punto de partida a las iniquidades que había de cometer más tarde.
El sexo y la edad eran cosas que no merecían la pena de tenerse en cuenta; la cuestión era ahorcar, ahorcar, para proporcionarse el placer de verlos dándose túmulos en el aire.
Y lo más gracioso es que, tanto Linares como Iseas, no mataban, según ellos, sino a los bandidos para quienes no había otro remedio.
Linares se había vuelto feroz, en todo el sentido de la palabra, y al extremo de que el mismo Iseas llegaba a asombrarse de sus ferocidades.
Aquella clase de hombres eran perjudiciales al ejército en todo sentido; primero, por el mal que causaban, con perjuicio de la reputación del ejército, y luego, porque los oficiales educados bajo semejante ejemplo, llegarían a jefes queriendo hacer lo mismo, que encontrarían sumamente natural, puesto que ya estaban familiarizados con aquel modo de proceder.
Arredondo midió el alcance de ruina que para el ejército podía traer aquella conducta silenciada y tolerada por los jefes superiores, y se consagró a modificarla con tanto anhelo, que bien pronto se vieron sus benéficos resultados.
El primero asesinato que ordenó Iseas, estando bajo las órdenes de Arredondo, éste no sólo lo reprendió con terrible aspereza, sino que le prohibió terminantemente y bajo la amenaza de pedir su separación del regimiento, volviese a matar un solo hombre.
Si Arredondo quedó asombrado ante las iniquidades de Iseas, más asombrado quedó éste al ver que había un jefe que tanta importancia daba a la muerte de un soldado.
—Este debe ser zonzo o loco, decía a sus oficiales: ¿qué le importa a él que yo mate o no mate? ¡Sería curioso que me privaran de mantener la disciplina en mi regimiento!
Y decidido a sostener sus derechos de matar tuvo una conferencia con Arredondo, negándole el derecho de mezclarse en los intereses del cuerpo que mandaba.
—En primer lugar, decía Arredondo, no se puede condenar a muerte así, arbitrariamente y porque a un jefe le da la gana.
Un soldado es un hombre que tiene derechos que es preciso respetar, y si un jefe puede mandar castigar por sí la faltas que cometa, no puede hacerlo matar, porque la condena de muerte es una prerrogativa de los consejos de guerra.
—¡Lindo trabajo si uno tuviera que andar consultando a los consejos de guerra para mandar degollar a un pícaro de estos! respondió Iseas sulfurado.
¿Qué respeto van a tener entonces por uno si sabe que no los podemos castigar sin consultar un consejo de guerra? Serían capaces de degollarnos a nosotros, porque entonces no habría medio de mantener la disciplina y el respeto.
—Si el degüello pone el único medio de hacerse respetar, santo y bueno; pero hay muchos otros que poner en juego, que dan mejores resultados.
Un jefe, sobre todo, no puede proceder fuera de las ordenanzas militares, ni tomarse atribuciones que no tiene, y espero, coronel Iseas, que esto no volverá otra vez a suceder.
Iseas no se dio por convencido y quiso sostener los derechos que tenía para proceder como hasta entonces, y Arredondo no tuvo más remedio que hacer valer su autoridad de jefe superior, para ordenarle que se abstuviera de castigar a sus soldados con la pena de muerte o de azotes.
Iseas se retiró de allí no sólo contrariado, sino enfurecido.
¿Quién era aquel estúpido que venía a imponer nuevas y desatinadas leyes? ¿con qué derecho venía a mezclarse al régimen que seguía en su regimiento?
Pero era tal el tono de autoridad con que le había hablado Arredondo, que no pudo menos que atender las indicaciones que le había hecho, puesto que estaba entre la división que aquél mandaba y no podría ocultarse cualquier cosa que hiciera.
Algún día estaría lejos, y entonces haría lo que le diera la gana.
Contenida así su habitual ferocidad, Iseas estuvo más de un mes sin cometer el menor acto de crueldad, lo que lo tenía en estado de irritabilidad tremenda.
Por cualquier pequeñez se ponía furioso, al extremo de que montaba a caballo y se iba a dar largos paseos, porque decía que se hallaba en disposición de mandar degollar al mismo Arredondo.
Este sonreía ante la irritabilidad de Iseas, pareciéndole increíble que la ferocidad de aquel hombre llegara a semejante extremo.
Y vigilaba de cerca el campamento de aquel bárbaro, temiendo que en uno de su naturales arranques y privado de dar un desahogo a sus instintos, fuera a cometer alguna atrocidad.
La primera vez que Iseas se sintió cerca del enemigo, bajo órdenes de Arredondo, se transformó por completo.
—¡Veamos si ahora se viene también a meter en lo que yo haga con los enemigos en el campo de batalla!
Y con un placer incomparable recibió la primer orden de carga.
Iseas cargó con el brillo y empuje que le eran habituales.
Era bravo, ya se sabe, imponderablemente bravo, y la moderación a que lo había forzado Arredondo, había hecho nacer en él una especie de delirio de matanza.
Cuando se combate de aquel modo, el triunfo no tarda mucho en sobrevenir.
El enemigo, que combatía allí donde había cargado Iseas, destrozado, deshecho, vencido, dio por fin la espalda y huyó en la más completa desorganización.
La persecución fue tremenda: el regimiento de Iseas perseguía sin tregua ni descanso, sin dar cuartel al desgraciado que llegaba a caer prisionero.
Aquello era un vértigo de matanza que amenazaba no concluir nunca.
Era tal y tan repugnante lo que hacía Iseas, que muchos oficiales, por su cuenta y riesgo, fueron a llevar aviso a Arredondo de lo que sucedía, para que hiciera cesar aquellos horrores.
Arredondo mandó ordenar a Iseas que se retirara y se le incorporase inmediatamente; pero Iseas no hizo caso.
Estaba bajo la acción del delirio y ni siquiera escuchó la orden que se le daba.
Cuando Arredondo supo esto, se trasladó él mismo allí donde estaba Iseas cometiendo todo género de horrores.
—Basta, que no se mate un solo hombre más; o los hago cargar yo mismo, a ver si se obedecen o no mis órdenes.
La tropa y la oficialidad hizo alto inmediatamente, pero Iseas se vino sobre Arredondo como un tigre, gritando:
—¡Pero si son bandidos, si son bandidos y es preciso matarlos para concluir de una vez por todo!
—¡No, señor! respondió Arredondo: ¡nosotros no somos un ejército de salvajes y es preciso respetar al que cae vencido y prisionero!
¡Cuidado con matar un hombre más! ¡cuidado con desobedecer una orden mía!
—¡Esto es una estupidez! gritaba Iseas en todos los tonos: a la hora que el enemigo sepa que venciéndolo no le hacemos el menor daño, los montoneros irán a brotar de entre las piedras, multiplicándose de una manera terrible.
—Esa no es cuestión suya, coronel, ni consideraciones que pueden hacerse para abogar por la matanza brutal e inhumana.
Fue necesario que Arredondo desplegara toda su energía, para hacer cesar la matanza y obligar a Iseas a que se retirara del combate.
Este salvó muchas víctimas que habían empezado a ser lanceadas por orden de aquel bárbaro, produciendo el mejor efecto entre aquellos infelices que esperaban una muerte inevitable, y que miraban como una cosa fantástica aquella conducta humana y digna en el jefe con quien en adelante tendrían que combatir.
Habituados a todas las crueldades que con ellos se cometían, les parecía increíble que un jefe nacional hubiera hecho suspender la matanza, retando al que la mandaba.
Tan extraño acontecimiento circuló bien pronto por las filas enemigas, con un movimiento de simpatía general.
Todos los prisioneros tomados estaba allí vivos, sin que ningún peligro los amenazase, ni que tuvieran nada que temer.
Así empezó el prestigio que adquirió más tarde en las provincias el general Arredondo; prestigio que aumentó luego al extremo de ser un caudillo que se hacía seguir a todas partes por aquellos mismos que antes lo habían combatido.
Desde entonces no sólo cesaron las crueldades que se cometían en el ejército, sino que empezaron a imprimir en el soldado los hábitos del respeto por la propiedad y la vida de los demás.
Porque Arredondo guardaba toda su severidad para aquellos que cometían robos y asesinatos.
Los pueblos fueron perdiendo el terror instintivo que tenían a las tropas nacionales y el respeto por el hogar ajeno fue desde entonces, y recién desde entonces, un hecho.
La guerra de montoneros vino a sufrir modificaciones radicales que debían hacerla cesar bien pronto.
Dedicado exclusivamente a estudiar la guerra a medida que la iba haciendo, Arredondo vio que no era posible continuarla de la manera que hasta entonces.
Era preciso cambiar de táctica por completo, y buscar al Chacho en el terreno que fuera vulnerable.
Como Sandes, como Paunero, como todos los jefes que habían combatido contra el Chacho, Arredondo empezó a ser burlado por la inmensa sagacidad de Peñaloza, y por aquella actividad suprema que era su rasgo característico.
Arredondo dedujo por el momento que era necesario ser tan activo como el Chacho, por lo menos para poder luchar con él sin desventajas notables, y sin estar expuesto a las burlas que hasta entonces había hecho el caudillo riojano a los que le habían perseguido.
Pero asimismo, y desplegando una actividad admirable, Arredondo empezó a pagar su aprendizaje en aquella campaña originalísima.
Ante todo era preciso tener un buen cuerpo de baquianos y rastradores para poder operar con entera seguridad del terreno, y Arredondo empezó a formarlo de los mejores elementos que tuvo a mano.
Esta fue la primera dificultad seria que le salió al encuentro y que se propuso vencer a fuerza de paciencia y constancia.
Los rastreadores famosos, aquellos que parecían adivinos, por la exactitud matemática con que interrogaban el suelo, estaban con Peñaloza, a quien servían desde que empezó su primera campaña y de cuyo lado no había fuerza capaz de arrancarlos.
Los pocos, algo regulares, que encontró Arredondo, no querían servir contra el Chacho bajo ninguna dádiva ni amenaza.
Castigarlos o forzarlos a que lo ayudaran eran cosas que estaban fuera de su programa y propósitos.
El quería que aquellos hombres le perdieran el miedo, y perdieran el miedo al ejército; y entonces era necesario mostrarse manso y complaciente, por más razón que se tuviera para ser duro e imponerse.
Era cuestión de tiempo y paciencia. Arredondo lo sabía y estaba resuelto a tenerla, seguro de obtener al fin el resultado que se proponía: hacerse entre aquella gente tan simpático como el Chacho mismo.
—Está bien, decía entonces a los rastreadores que se negaban a servirlo contra el Chacho; yo nada les exigiré contra él, pues es preciso que ustedes me acompañen para lo que pueda ofrecérseme respecto a parajes y datos de distancias que necesito.
Acostumbrados al rigor de otros jefes, si se negaban, creían que Arredondo los castigaría, y aceptaban, para desertarse en la primera oportunidad, desde que no se les llevaba como elemento para perseguir al Chacho, que para esto no los hubieran llevado ni a punta de lanza.
Algunos se negaban redondamente a servir con Arredondo, a pesar de la seguridad que tenían de que no los iban a matar; pera a éstos, Arredondo daba orden se les dejara salir del campamento sin el menor inconveniente y limitándose a decirles:
—Está bien, ustedes no quieren servir conmigo porque creen que esto es servir contra el Chacho: pero cuidado con servir al Chacho ni a nadie en contra mía, porque si alguna vez los llego yo a agarrar entre mis enemigos, los voy a tratar como a tales.
Los hombres se retiraban prendados de la amabilidad de aquel jefe, y resueltos a no servir ni en contra por nada de este mundo.
Estos hechos iban corriendo de pueblo en pueblo, y haciendo perder poco a poco el terror que como jefe nacional inspiraba Arredondo.
El gaucho de las provincias, en general, es agradecido y leal: es más susceptible de olvidar la ofensa que el servicio recibido, al que queda agradecido íntimamente.
Era lo que Arredondo quería precisamente, ganarse por el agradecimiento al mayor número de hombres que le fuera posible, porque si no le servían a él no servirían en su contra, y estos eran enemigos que iba destruyendo insensiblemente.
Habiéndose corrido la voz por todas partes de lo bueno que era Arredondo, muchos desgraciados venían a buscar su amparo para que remediara las iniquidades cometidas por otros jefes, como Iseas, por ejemplo.
De pronto lo atajaba una hermosa mujer más o menos joven, más o menos hermosa, pidiendo justicia y demostrando la razón que tenía.
—Por no haber sabido dónde andaba Chacho, decía una vez una joven de Catamarca, de espléndida hermosura, el coronel Iseas hizo degollar a mi pobre padre, que ningún mal había hecho a nadie.
Lo que no había querido decir el viejo porque no lo sabía, quisieron que lo dijera mi marido que lo sabía menos.
Lo echaron a los veteranos, después de castigarme porque quise seguirlo.
Faltando los dos únicos hombres que me acompañaban en el mundo, perdí todos los intereses que tenía y quedé en la mayor miseria y desamparo.
Y aquella infeliz rompió a llorar con toda la fuerza del dolor que experimentaba.
¿Yo qué puedo hacer en tu obsequio? preguntó Arredondo conmovido.
—Usted puede salvarme de la miseria o de la ruina, de la muerte misma, devolviéndome la única felicidad que aún puedo hallar en la vida, mi pobre marido, si es que el cielo todavía le conserva la vida.
—¿Y dónde está tu marido? ¿con qué jefe sirve?
—El fue destinado al regimiento de Iseas, y si no lo han muerto, allí ha de estar todavía, esperando que alguna vez ha de concluir todo esto.
Arredondo tomó el nombre del individuo y lo mandó a buscar al regimiento de Iseas, diciendo a éste que se lo remitiera en el acto.
Desde aquel momento la joven no quiso moverse del campamento, esperando el resultado de aquella diligencia y bendiciendo a Arredondo con palabras conmovedoras.
El joven estaba realmente en el regimiento de Iseas, casi inutilizado de una estaqueada que le había hecho dar.
La alegría de aquella pobre mujer al ver su marido, que era un joven de agradable y sonriente fisonomía, fue inmensa, quedando en el primer momento sin saber qué pasaba.
Se prendió de las rodillas de Arredondo y empezó a suplicarle expresivamente que se lo pusiera en libertad para que pudiese ir con ella.
—Y si esto no es posible, déjeme a mí marchar a su lado para consolar sus penurias, y yo le deberé un servicio más grande que la vida misma.
Arredondo sonrió ante aquella desgracia tan fácil de remediar, y dijo a la joven que podía irse tranquila, que él pondría en libertad a su marido al día siguiente.
—¡Oh! yo me quedo, yo me quedo entonces para irme con él, dijo riendo y llorando alternativamente: esto me parece tan imposible, que si me vuelvo sola a mi casa, voy a creer que he soñado.
El no decía una palabra: miraba al jefe, pálido y sombrío, no sólo como si dudase de sus palabras sino como si creyera que aquella era una nueva sangrienta burla hecha a su desgracia. ¡Había presenciado tantas!
Arredondo conmovido con la desgracia de aquellos dos jóvenes, y aunque convencido de que había dicho la verdad, mandó a preguntar a Iseas la causa por qué aquél joven había sido destinado.
—¿Y por qué ha de serlo? respondió Iseas en el acto: por bandido y ser tapadera de montoneros; tal vez me haya hecho alguna otra cosa más, pero no la recuerdo en este momento: dígale a Arredondo que me lo mande para estaquearlo por las mentiras que habrá ido a echarle.
Esta era la ley de reclutamiento que se observaba en toda la República, empezando por Buenos Aires, en cuya campaña hasta los alcaldes destinaban al servicio de las armas y remitían a la frontera los hombres por ellos destinados.
Arredondo hizo más en beneficio de aquellas dos personas que lo que había prometido, pues no sólo puso en libertad al soldado, sino que levantó una suscripción entre los jefes y oficiales que presenciaban el hecho; suscripción que tuvo buen éxito, porque dos o tres días antes se había pagado al ejército un mes de sueldo.
Arredondo, cuando entregó al joven el poco dinero que se había juntado y le dijo que estaba en libertad, tuvo ocasión de palpar el terror que inspiraban sus compañeros de armas.
El joven pálido hasta parecer un cadáver y con la mirada amenazadora, detuvo la mano con que el coronel le daba el dinero, y le dijo:
—¡Por Dios, Señor! si esto es para mortificarme más, haciéndome volver cuando yo me creía ya libre, no lo haga, señor; yo se lo suplico, no por mí, que estoy acostumbrado a sufrir, sino por ella, por ella, la pobre, que sería capaz de volverse loca.
—No tengas cuidado, yo te devuelvo la libertad, porque te la han quitado injustamente: te doy mi palabra de honor que esto no es burla, porque yo no me burlo nunca, mucho menos de la desgracia ajena.
—Dios lo oiga, dijo entonces el joven tendiéndole la mano: pero sin borrar la desconfianza que saltaba a su semblante; y cuando pase por Catamarca, no olvide que puede disponer de un hombre, como de una de sus manos.
Y salió del campamento seguida de su joven esposa, dando vuelta el rostro a cada rato, como si temiera fueran a detenerlo de un momento a otro.
Después se explicó Arredondo aquella rara desconfianza que no había comprendido al principio.
Alguna vez, según decía, había sucedido que deseando matar a un hombre, con todas las apariencias de justicia, lo habían puesto en libertad absoluta.
Pero después lo habían prendido nuevamente y lo habían juzgado como desertor, pasándolo por las armas.
No nombramos al jefe que tal monstruosidad cometió, porque él ha muerto ya, y estos hechos son desconocidos en nuestra sociedad donde figuró y formó su familia, que no puede ser responsable de las faltas del padre.
Después de este incidente, el ejército siguió marchando, sin preocuparse más de él; pero se divulgó de tal manera, que no hubo provincia ni pueblo donde no fuera referido en medio de aclamaciones de profunda simpatía por el jefe que tan noblemente había procedido.
Como era natural, todas las familias que se hallaban en la misma situación de ésta, no hacían más que espiar el paso de Arredondo para exponer sus quejas y reclamar la libertad de sus deudos que se hallaban destinados por causas análogas.
Y Arredondo escuchaba a todos con igual benevolencia, haciendo por complacerlos y aliviar su infortunio, cuando estaba en sus manos.
Los soldados que estaban en los cuerpos a sus órdenes, previa una minuciosa averiguación de los hechos, eran puestos en libertad sin otro trámite.
Los que no estaban con él, por andar en los otros destacamentos, prometían mandar a averiguar los hechos y proceder de la misma manera.
Así Arredondo se iba imponiendo a aquella gente que huía de él al principio y lo rodeaba después dándole pruebas de mayor simpatía.
Porque en cada provincia iba dejando un buen recuerdo, o cometiendo alguna acción noble y justa.
Al poco tiempo de esta conducta, si Arredondo no encontraba quien lo ayudara para ir contra el Chacho, estaba seguro que nadie pondría tampoco obstáculos en su marcha.
Su cuerpo de baquianos y materiales, iba aumentando insensiblemente, regresando a él la gente más práctica en el oficio.
No había que pensar en que estos hombres rastrearan las huellas del Chacho para llevarlo a sorprender su ejército; pero lo sacaban de apuros respecto a rumbos, enseñándole la situación de las mejores aguadas y los puntos más cubiertos para poder acampar.
Y él mismo se iba poniendo baquiano en aquel rudo aprendizaje, haciéndose rastreador también, pues en su vida famosamente activa, él se hallaba en todas partes, en el cuartel general como en las avanzadas, o entre los flanqueadores.
El estaba en todo, porque era preciso estar en todo para no ser sorprendido y sufrir algún descalabro.
Aquellos pueblos más enemigos del ejército nacional, capaces de dejarlo perecer de sed teniendo agua que darle, tratándose de Arredondo, no tenían nada observado.
Hostiles, terriblemente hostiles a cualquiera otra división del ejército, tratándose de Arredondo estaban desarmados y dispuestos a servirlo en todo lo que él quisiera.
Lo único que se negaban a contestar era a esta pregunta: ¿dónde anda el Chacho?
Fuera de esto, según ellos mismos lo manifestaban, estaban dispuestos hasta despeñarse de las sierras si él los mandaba.
El anhelo de todos era que Arredondo hiciera la paz con el Chacho, porque era el único jefe de quien el Chacho se podía fiar.
Pero Chacho no quería saber nada de paz con nadie.
¿De qué servía tampoco de que se hiciera la paz con él, si la República estaba llena de montoneros acaudillados por sus cabecillas más prestigiosos?
Chacho al fin y al cabo era el menos perjudicial por el momento, puesto que él se tenía a la defensiva y mientras no lo molestaran no se movería de La Rioja.
El Chacho mismo miraba con cierta simpatía a este nuevo jefe que había ido a combatirlo, suprimiendo gran parte de las iniquidades que eran de práctica para hacerle la guerra.
Ya no tendría que temer que sus prisioneros fueran pasados a cuchillo, ni que sus amigos fueran tratados como fieras, según se había hecho hasta entonces.
Y miraba con simpatía las reformas introducidas por Arredondo con el propósito de ennoblecer la guerra y quitarle todo el carácter de bandalaje que había tenido hasta entonces.
Como era natural que sucediera andando en persecución del Chacho, Arredondo había tenido algunos combates con grupos de montoneros; combates que costaron a éstos algunas víctimas, porque habían venido a sorprender, y siendo sentidos, la infantería se encargó de recibirlos a los tiros.
Los heridos, aunque en poco número, porque los de menor gravedad lograron escapar, fueron recogidos por Arredondo y enviados a la población más próxima, mientras él seguía persiguiendo tenazmente a Chacho, creyendo que iba a alcanzarlo de un momento a otro.
El había visto sus fogones la noche anterior, y le parecía imposible que, marchando con toda la actividad necesaria, el Chacho se le pudiese escapar.
Y sin embargo, no sólo no lo alcanzaba, sino que lo sentía a los flancos o a retaguardia, tratando de arrebatarle las caballadas, como él lo creía a vanguardia y huyendo.
Esto lo intrigaba profundamente, porque no podía entender estas raras evoluciones hechas encima de su ejército sin que éste se apercibiera.
En vano mandaba una avanzada montada en los mejores caballos, para que picara la retaguardia de Chacho, mandando aviso en cuanto cambiara la dirección.
Pero la avanzada era burlada como lo había sido el ejército, y al mismo tiempo que de ella recibía este parte: "vamos picando la retaguardia de Chacho", sentía las fuerzas del tenaz caudillo picando las suyas.
Arredondo no comprendía cómo podían engañarse de aquella manera sus oficiales más prácticos, y la primera vez que divisó el campamento del Chacho, mandó él personalmente en la avanzada de observación, convencido de que no tardaría en sorprender al enemigo.
El ejército debía seguir rápidamente, para poder tomar parte en cualquier combate, por rápido que fuera.
Esa noche Arredondo se acercó tanto a Chacho, que no sólo vio los numerosos fogones que había hecho, sino que alcanzó a ver, a la luz de estos mismos, sus fuerzas desmontadas.
E hizo adelantar cautelosamente la avanzada, mientras mandaba orden al ejército de apresurar la marcha: la sorpresa sería inevitable a la diana.
Pero después los fogones de los montoneros apagaban sus alegres llamaradas, alcanzándose a ver los montoncitos de brasas, pero no ya las siluetas de los soldados, que sin duda se habían entregado al reposo.
Arredondo hizo alto entonces para esperar que se le incorporara el ejército y dar el golpe de sorpresa; estaba a tan corta distancia del enemigo, que éste no podía moverse en manera alguna sin ser sentido.
Al fin se iba a dar al famoso Chacho un golpe recio y de sorpresa.
No bien había concluido Arredondo de tomar sus últimas disposiciones, esperando solo la incorporación de su vanguardia para atacar, cuando sintió a retaguardia y a corta distancia un tiroteo, que ralo al principio, se hizo nutridísimo enseguida, tomando todo el aspecto de un reñido combate.
El coronel Arredondo quedó aterrado; teniendo al Chacho a vanguardia, era indudable que aquella sorpresa fatal habría sido traída por fuerzas de Sáa o Varela: Chacho sintiendo el fuego se prepararía al combate, avanzaría sobre él y vendría a quedar colocado entre dos ejércitos cuya importancia le era desconocida.
El tenía una ciega confianza en sus fuerzas: aclarando el día y pudiendo maniobrar con libertad, poco temor le inspiraba el enemigo.
Pero envuelto en las sombras de la noche, su posición no podía ser más crítica.
Con una asombrosa rapidez de concepción, Arredondo formó un plan de defensa, del mejor modo posible, dado el apuro del momento.
Chacho, como él, habría sentido el fuego; pero Chacho, que ignoraba la presencia de otro ejército, creería que todo aquel fuego era del suyo, que lo había sorprendido, y que se pondría en fuga, en cuanto se viera cargado.
Así, mientras él acudía al combate para tomar las medidas que la mejor táctica aconsejara, mandó un fuerte pelotón de caballería que cargara sobre el campamento del Chacho, retirándose y replegándose enseguida, si se le oponía una resistencia seria.
Y mientras el pelotón cargaba, vino él al centro de sus fuerzas, donde las infanterías hacían fuego en cuadro, sirviendo de baluarte a las caballerías que no podían operar a causa de la oscuridad.
Habiendo hecho un hábil y rápido cambio de frente, en medio del fuego, la posición del ejército no era mala ni tan apurada como era de esperar.
Al hallarse con una resistencia cuya energía y viveza no esperaba, la fuerza que atacó había vacilado al principio; había hecho alto sin atreverse a avanzar más, haciendo sin embargo un fuego bastante nutrido, y bien pronto se retiraba del combate, como se temiera la llegada del día y lo fatal que su luz podía ser para ellos.
Por ambas partes había un buen número de heridos, porque en el primer momento de sorpresa el enemigo pudo hacer mucho daño.
Retirada la fuerza que había atacado, la de Arredondo conservó sus posiciones, sin querer modificarlas en lo más mínimo.
La noche era muy oscura y muy expuesto entonces a que los batallones se hicieran fuego luego unos contra otros.
Era mejor esperar el amanecer, para poder operar con toda eficacia.
A vanguardia no se sentía el menor rumor que acusara un combate, lo que probaba que el enemigo se había retirado de allí asustado por el fuego de fusilería.
La duda de lo que había sucedido, no cesó hasta el amanecer, en que pudo examinarse el campo y divisar sus cercanías.
El enemigo que los había sorprendido por la retaguardia, se había retirado, sin hacer más daño después de las bajas causadas, que haber arrebatado las caballadas que venían en las reservas, donde empezó el fuego.
Una vez que aclaró el día, no tardó en llegar el parte del pelotón que había marchado sobre el campamento del Chacho, y que no había llegado antes al cuartel general por temor de perderse y caer en manos del enemigo cuya posición se ignoraba.
El pelotón había avanzado sobre los mismos fogones que se había visto brillar poco antes, pero sin haber hallado un solo enemigo.
El estado del campamento demostraba que hacía ya muchas horas que había sido abandonado.
El pelotón avanzó en son de carga, pero con igual resultado.
¿Dónde estaba todo aquel ejército cuyas sombras se habían visto poco antes a la luz de los fogones?
¿Dónde había pasado que su marcha no había sido sentida?
¿Quién era el enemigo que los había atacado por retaguardia, ignorando la proximidad del Chacho, pues si la hubiera sabido se habría puesto en combinación con él?
No era difícil averiguarlo por el número de heridos prisioneros que habían quedado en el lugar del combate.
Según éstos, las fuerzas que habían atacado la retaguardia, eran las mismas fuerzas del Chacho en cuyo regimiento iban, y cuyos fogones y grupos se habían visto pocos momentos antes del ataque.
La operación era muy sencilla de explicar.
Chacho, viéndose perseguido con tanta tenacidad, había encendido aquellos fogones a la caída de la noche, para simular que campaba.
Había hecho rodear los fogones con grupos de soldados peor montados, y con su ejército fuerte, había hecho una contramarcha en círculo sobre el flanco derecho, viniendo a salir a la retaguardia de Arredondo que estaría con su atención fija en los fogones y tropa que les había dejado de cebo.
Estas fuerzas en cuanto sintieran el primer tiro, debían dispersarse a vanguardia, para engañar mejor y evitar la carga de fuerzas superiores que podían envolverlos y tomarlos prisioneros; movimiento que habían ejecutado tan bien que ya hemos visto cómo el pelotón que avanzó sobre ellos no halló un solo hombre.
Chacho, una vez que se colocó a retaguardia de los últimos grupos, cargó en el acto sobre ellos, arrebató las caballadas y siguió cargando con toda la violencia que le era posible sobre los cuerpos de retaguardia, que fueron tomados por la espalda.
Pero la infantería, en medio del fuego, había hecho un cambio de frente, y formando sus cuadros, había contenido al enemigo obligándolo a detenerse primero y retirarse en seguida.
Chacho, que no había tenido otra idea que sorprender al ejército, deshacerlo y dejarlo a pie, una vez que encontró aquella resistencia tremenda, resolvió retirarse para tener tiempo de hallarse bien lejos cuando amaneciese el día, de manera que no se le pudiera perseguir.
Ya había arrebatado los caballos y hecho gran daño en las fuerzas de retaguardia, que era lo único que buscó, para impedir que Arredondo se moviera con la actividad que lo había hecho hasta entonces.
Así es que cuando amaneció, Chacho se hallaba no solamente fuera de tiro, sino que no se le podía perseguir porque él se había llevado las caballadas de reserva.
Arredondo pudo apreciar entonces cuánta era la astucia y la audacia del Chacho.
Después de recoger los heridos amigos y enemigos, y dar orden de que fueran llevados al pueblo más inmediato, emprendió una persecución con todo el empeño y tenacidad de que era susceptible.
Con una fuerza más ágil y mejor montada, Arredondo se anduvo unas veinte leguas, en la dirección de La Rioja, que era la que Chacho había llevado, pero sin siquiera lograr ver sus fuerzas de retaguardia.
Pensando que lo encontraría en La Rioja, sin necesidad de agitarse, se hizo alto allí, para esperar la incorporación del resto de las fuerzas y seguir la marcha con toda la lentitud a que obligaba el pésimo estado de las caballadas.
Aquí tocó Arredondo con el gran inconveniente que había hecho la desesperación de los jefes que habían combatido anteriormente con el Chacho: la falta de agua.
La aguada donde había acampado, aguada que sus rastreadores le habían indicado como famosa, estaba inservible.
El agua era abundante, pero mala hasta lo inservible.
La sed hace prodigios, y aquellos soldados que traían una jornada de veinte leguas, tenían una sed a prueba de la peor agua.
Pero aquella agua no era posible utilizarla en manera alguna, pues los mismos caballos y mulas se resistían a tomarla.
Había sido inutilizada con esqueletos de caballos y vacas, y otras cosas que no son para nombrarlas, de modo que el soldado a quien la sed apuraba mucho y la bebía, a pesar de su olor formidable, no podía retenerla en el estómago y los efectos del emético se producían bien pronto.
—Estas son obras del Chacho, dijeron a Arredondo; es su táctica vieja para entorpecer toda persecución: es su manera de cerrar ciertos caminos a sus perseguidores.
Por ejemplo, este mismo, sabiendo que en él no hay aguada servible, usted mismo no volverá por él.
—Pues hay un remedio eficaz para que el Chacho respete las aguadas, dijo Arredondo, y las respetará en cuanto lo conozca; si él inutiliza las aguadas por donde debemos pasar persiguiéndolo, es preciso inutilizar aquellas que pueden servirle para retirarse.
El arma debe ser buena, cuando él la emplea: hasta ahora la he tenido por el cabo, es preciso entonces que la agarre también por la hoja y sienta el filo, para que deje de usarla: ya veremos.
Fue preciso abandonar la persecución del Chacho para emprender la buscada de agua, que era necesario hacer adentro del monte, donde estarían las que Chacho había reservado para sí.
Aquellas marchas, dentro de aquellos montes tan bravos y tupidos, eran sumamente penosas; aunque nuestros soldados no llevaban guarda—monte, era necesario sufrir aquellos inconvenientes más o menos mortificantes, o resolverse a morir de sed, lo que no era posible.
Ayudado por aquellos baquianos, a quienes la sed apuraba como a todos los demás y por los prisioneros que incorporó a éstos Arredondo, no tardaron mucho tiempo en hallar agua riquísima y abundante.
A ésta se precipitaron hombres y caballos con una ansiedad suprema.
Cuando todos apagaron su sed, y calentaron su agua y tomaron mate; cuando hubieron bebido todas las caballadas y llenado los chifles al día siguiente para seguir la marcha en dirección a La Rioja, el coronel Arredondo mandó inutilizar, con gran pena, aquella espléndida aguada, de la misma manera que lo hacía el Chacho.
Aquello era salvaje y penoso, pero era preciso hacerlo para obligar al enemigo a que por propia conveniencia respetara las aguadas sin intentar destruirlas siquiera.
Arredondo siguió marchando siempre hacia La Rioja, por un camino donde el agua no escaseaba; camino que sin duda se había reservado el Chacho porque las aguadas no habían sido inutilizadas.
Arredondo, con la pena que debía sentir al hacerlo, fue destruyendo una a una todas aquellas aguadas.
Cuando Chacho hiciera uso de aquel camino y tuviera que abandonarlo por no perecer de sed, comprendería que era necesario respetar las aguadas para que el enemigo hiciera lo mismo, y el gran inconveniente desaparecería entonces.
Así como Chacho respetaba los prisioneros que hacía, por un natural sentimiento de hidalguía y para que se hiciera lo mismo con los suyos, respetaría también las aguadas una vez que comprendiera que era la única manera de que el enemigo las respetara también.
El coronel Arredondo llegó a La Rioja, cuya ciudad ocupó sin la menor resistencia, pues Chacho no sólo no estaba allí, sino que no se sabía dónde se habría ido a situar.
Arredondo se estableció en la ciudad, por lo pronto, mientras le llegaban noticias de Peñaloza, a cuyo efecto había despachado gran cantidad de comisiones por todas partes, quedándose sólo con unos cien infantes, con los que se acantonó en la plaza principal.
Pero no sólo no se tenían noticias del Chacho, sino que ni tampoco se conocía el paradero de la mujer, que Arredondo habría deseado tomar en rehenes, para obligarlo por este medio a hacer la paz. Hacía apenas dos días que se hallaba en La Rioja, cuando recibió una noticia que le hizo saltar tan alto.
El Chacho había marchado sobre Córdoba, había tomado nuevamente la ciudad y se había apoderado de los elementos bélicos allí existentes, desarmando un contingente de guardias nacionales de Santa Fe que se le resistía.
He aquí la razón por qué no había alcanzado a Chacho después de la sorpresa de que fue víctima.
Chacho, en vez de seguir para La Rioja, como él lo había supuesto, se había dirigido a Córdoba, dejándole un falso rastro hacia La Rioja.
Y Arredondo, engañado por él, se había ido a La Rioja creyendo encontrarlo.
Era necesario marchar sobre Córdoba en el acto, por el camino en que Chacho se retiraba siempre de esta provincia; pero el ejército se encontró con la eterna y suprema dificultad: no había agua.
Peñaloza, temiendo aquello mismo, a su venida había inutilizada las aguas de tal manera que no podía transitarse por él, y el ejército se vio en la necesidad de tomar otro camino y venir buscando las aguadas.
Y siguiendo su buena inspiración, aguada que se hallaba en buen estado, Arredondo la hacía destruir, de manera que el Chacho no pudiera servirse de ella.
Los soldados mismos, a quienes las penurias habían hecho eminentemente previsores, se habían dotado de cuanto chifle habían podido encontrar.
Soldado había que tenía cuatro pares de chifles siempre llenos de agua, pues no se recurría a ellos sino en los casos extremos.
Antes de destruir una aguada, los soldados llenaban sus chifles, pues no sabían cuándo encontrarían otra, y todo quedaba concluido.
Así lo único que venía a dificultar las marchas, no era la falta de agua para la tropa, sino para los caballos y mulas, que se aplastaban con facilidad a consecuencia de su gran sed.
Y ya había quedado probado que no había medio posible de poder hacer la guerra al Chacho, sino teniendo buenas caballadas para obligarlo al combate alcanzándolo; pues sin ser obligado, Chacho no daría nunca una batalla.
Cuando Arredondo llegó a Córdoba, venciendo mil dificultades, ya Chacho se había retirado en dirección a San Luis, según se lo dijeron, y llevando un buen arreo de ganado vacuno, fuera de otros alimentos que había sacado de aquella provincia.
El ejército empezó a seguir la rastrillada que había dejado el de Chacho, apurando la marcha en lo posible para alcanzarlo, pues antes de llegar a la frontera de San Luis, se presentó una nueva dificultad.
Allí las fuerzas de Chacho se dividían, siguiendo unas para San Luis y otras para La Rioja.
En ambos rastros iba un trozo considerable de hacienda, de modo que nadie podía calcular en cuál división iba el Chacho.
Los rastreadores y baquianos que llevaba Arredondo estudiaron bien los dos rastros, pero no acertaron o no quisieron acertar con aquel en que iba el caudillo y la Víctor, pues no estando en La Rioja, era sabido que andaban juntos.
Se pensó entonces que el grupo que se había separado para ir a San Luis sería de fuerzas de aquella provincia y que entonces Chacho debía ir entre las que había seguido para La Rioja, recostándose hacia los llanos.
Se siguió entonces a esta fuerza, pero un par de leguas después vino a tropezarse con idéntica dificultad.
Aquella fuerza volvía a subdividirse en otras dos, que se separaban en distintas direcciones.
Aquí volvía a surgir la misma vacilación, pues no podía imaginarse en cuál de estas subdivisiones iba el Chacho.
Era presumible que en la división o en el grupo que iba más directamente a La Rioja fuese el Chacho, y a éste se puso a seguir a Arredondo.
Pero este mismo grupo iba subdividiéndose de distancia en distancia y como si marcharan en dispersión, hasta quedar reducidos a pelotones de diez o quince hombres.
Indudablemente la táctica de Chacho había sido la de irse dispersando para enloquecer al enemigo que debía perseguirlos indudablemente y que concluiría por no saber a qué atenerse.
Arredondo, luchando siempre con la falta de agua, había llegado a La Rioja postrado completamente.
Su infantería venía marchando a pie, pues no tenían ya caballos, habiendo mandado en diversas comisiones la fuerza de caballería que llevaba consigo.
Pero si Arredondo había luchado con la sed, Chacho no había dejado de luchar también, pues las aguadas con que él contaba siempre en sus casos de apuro, las había hallado destruidas por aquel enemigo que empezaba a usar de sus mismas armas.
Esto era sumamente serio para ambos, pues siguiendo así, llegaría día en que ninguno podría moverse sin quedar expuesto a perecer de sed.
Si no se suspendía aquel sistema de hacerse la guerra, no sólo no podría moverse una división en todo el territorio de La Rioja, sino que las mismas poblaciones quedarían expuestas a padecer de sed, allí donde el agua es por naturaleza escasa.
Chacho sonrió ante la ausencia de aquel enemigo que le hacía guerra de montoneros con sus mismas armas, y comprendió que era necesario modificar las hostilidades.
—No debemos echar a perder más aguadas, dijo a sus compañeros más caracterizados: no debemos echar a perder más aguadas para que el enemigo no las eche a perder también, y yo sería de opinión que hasta deberíamos de limpiar las que están ya inutilizadas.
—Indudablemente que es lo que conviene, respondían a Chacho, porque en poco tiempo más no vamos a tener donde beber, y lo que es peor, donde hacer beber las caballadas.
No veo más que una dificultad, observaba Chacho, y es que si nosotros respetamos las aguadas para que ellos hagan lo mismo, mientras no se aperciban de la cosa han de seguir destruyendo nomás, y vamos a quedar con la desventaja de que será sólo el enemigo quien nos ponga sitio por el lado de la sed, y esto no es justo.
Es necesario hacer un convenio y para esto no hay otro recurso que enviar un parlamentario.
Esto era muy expuesto, pues ya se sabía que lo que habían hecho siempre en el ejército con los prisioneros chachistas y aún sin ser prisioneros, con todas las personas sospechadas de chachismo.
—Según el jefe, es el proceder, observaba Chacho: este Arredondo parece que no es un bárbaro como los demás, pues hasta ahora él ha respetado aún la vida de los mismos prisioneros que ha hecho en el campo de batalla.
En las poblaciones mismas no ha cometido ninguna felonía, y si así se ha comportado siempre, no se debe creer que no respetase un parlamento que debe ser sagrado; mas, desde que no respetándolo, cortaba este supremo y buen recurso de la guerra, quedando en la imposibilidad de parlamentar jamás conmigo.
Además, nosotros tenemos prisioneros del enemigo, entre los que hay oficiales cuya vida nos respondería en todo caso de la de nuestro parlamentario.
—Y ¿por qué no mandamos de parlamento un prisionero de ellos mismos?
—Primero, porque puede muy bien el tal Arredondo, tener algo que mandar proponer, lo que no podría hacer con un prisionero que no sabría después dónde encontrarme.
Segundo, porque uno de estos prisioneros que han hecho con nosotros una vida demasiado íntima, podría ir a referir cosas que tal vez no me convenga todavía que se sepan.
—Pues lo mejor es enviar un hombre nuestro con instrucciones precisas y que prevenga que, en caso que no lo dejen volver, la libertad y la vida de todos los prisioneros en nuestro poder, quedaría tristemente comprometida.
Para esto se le puede fijar un plazo, cuya terminación sin su presencia entre nosotros importaría que había sido sacrificado, y entonces procederíamos nosotros como era debido.
Con esta rapidez de pensamiento que le era característica, Chacho decidió la que había de hacerse, preguntando a los que más íntimamente le rodeaban quién se animaba a ir de parlamentario hasta el campamento de Arredondo.
Siendo el Chacho quien hacía el pedido, no sería seguramente un parlamentario lo que había de faltar, y todos se ofrecieron a marchar en el acto.
Fue preciso que el Chacho lo eligiera entre todos, y para poder hacerlo sin que uno solo pudiera resentirse por la preferencia, fue necesario que lo echaran a la suerte.
La suerte designó a un capitán riojano, más juguetón que gato chito y más bravo que un león, un especie de Miguel Jaramillo, que ha sido la persona más traviesa y alegre de toda La Rioja.
Sus instrucciones eran precisas y su misión se reducía a la conservación de las aguadas, por un convenio mutuo, no sólo de no destruir las que se conservaban en buen estado, sino de limpiar en lo posible las ya destruidas, cosa bien fácil si ambos se ponían en el trabajo.
Además, podía asegurar en nombre del Chacho, que todas las consideraciones que tuviera Arredondo con sus partidarios, él las tendría con los soldados y oficiales del ejército, quedando así desterrados de ambos ejércitos todos los procederes bárbaros y anti-humanitarios que se habían seguido hasta entonces.
—En todos los pueblos de La Rioja, añadió Chacho, hay prisioneros del ejército nacional tomados en diversas épocas, que han quedado allí recomendados por mí.
En su mayor parte han sido heridos a quienes se ha curado y cuidado sin exigirles la menor retribución.
En la misma ciudad de La Rioja hay más de cincuenta prisioneros entre soldados y oficiales, que han quedado recomendados por mí para que se les trate como si fuera yo mismo.
En mi propia casa, usando de mi misma cama y de cuanto tengo, sin reservar ni siquiera lo que pertenece a mi mujer, hay prisioneros de los últimamente tomados y que están asistidos como lo estaría yo mismo.
Pregúntese a éstos como han pasado, y yo me declaro responsable del menor mal trato por ellos recibido.
Yo no he hecho esto para que se respete y se trate bien a los prisioneros que ellos me han hecho, porque nunca han sido bien tratados.
Yo he hecho lo que he hecho, porque está en mi manera de ser, y porque, por más que digan que soy un bandido y un salvaje, hasta ahora he cometido ningún hecho que autorice a decir semejante cosa.
No lo he hecho tampoco para que se me pague con la misma moneda, puesto que siempre trataron a los chachistas como a perros sarnosos, sino porque así somos los montoneros chachistas.
Ahora, sólo se trata de conservar las aguadas; ahora, si a Arredondo se le ocurre algo para hacer menos cruel y sangrienta esta guerra, que estoy a su disposición, hasta para que hablemos personalmente.
Que no tiene entonces más que mandármelo decir y nos encontraremos solos, en el paraje que él indique.
Chacho no estaba con los horrores que se habían hecho entonces, con aquel sacrificio de prisioneros y aquel alarde de ferocidad con los infelices a quienes quería obligarse a declarar lo que no sabían.
Conociendo los instintos de los demás jefes por sus hechos mismos, nunca había querido tratar con ellos para nada; pero con aquel hombre que se había presentado con sus puntos y ribetes de humano, la cosa cambiaba de especie.
Bien podía convenirse con éste en hacerse la guerra en condiciones más humanas, suprimiendo aquellas crueldades que a nada conducían ni podían conducir.
Destruir las aguadas era cosa de salvajes que ninguna ventaja podía proporcionarles, puesto que era arma de que los dos hacían uso.
Pues el Chacho era el primero en suspenderla, mandando invitar a su enemigo a que hiciera lo mismo.
El parlamentario salió en busca de Arredondo, a La Rioja, señalándole Chacho el punto donde lo encontraría, un día determinado, para darle la contestación.
Estaba seguro que su parlamentario no lo vendería ante ninguna dádiva o amenaza, y no tenía entonces por qué temer.
Arredondo estaba ya en La Rioja pensando precisamente en que iba a llegar día que ni él ni el Chacho tendrían dónde hacer beber una mula.
Pero como si él suspendía la destrucción de las aguadas, Chacho seguiría haciéndola, no había otro camino que imponérsele con la amenaza de quedar ambos sin agua.
En el poco tiempo que hacía aquella guerra originalísima, Arredondo había modificado fundamentalmente su modo de pensar respecto al Chacho.
Lejos de encontrar en él al ladrón cruel y salvaje que le habían pintado, había encontrado un paisano bueno y humilde que no abusaba del poder excepcional que le daban las contingencias de la guerra, ni con los mismos enemigos con quienes tenía que luchar, y que tanto mal hacía a sus parciales.
Aquel hombre que le habían pintado como los tigres más sombríos, era un hombre sano según que iba viendo, sin rencores, sin venganzas y que combatía al fin y al cabo por lo que él creía una causa santa y perfectamente legítima.
Su prestigio asombroso provenía precisamente de su conducta noble y leal.
No había un solo pueblo que lo acusara de un acto de violencia, ni hombres que tuvieran nada que enrostrarle.
Con todos y en todas partes procedía de la misma manera; el que quería servir en sus filas, lo hacía voluntariamente, sin que nadie ejerciera sobre él la menor presión, pues al que no quería hacerlo nadie lo obligaba.
En los pueblos, él entraba a pedir limosna, sin que el hecho de no dársela importara una falta vituperable.
El mal inútil, el mal por solo el placer de hacerlo no existía en su ejército, pues no sólo no lo hacía él, sino que no toleraba lo hiciera ningún individuo a él subordinado.
Nada más razonable que verlo vengarse de los enemigos con quienes luchaba, y que le hacían un guerra sin cuartel, hasta en las mismas familias de sus amigos.
Y sin embargo, su mano jamás se alzó, ni sus labios se movieron para castigar al enemigo rendido o prisionero.
Esto era lo que más había llamado la atención a Arredondo, que conocía las injusticias que se habían cometido con la gente de Chacho.
Todos los prisioneros que se habían rescatado, estaban contestes en declarar que Peñaloza los había tratado mejor que sus mismo jefes.
Al fin, y viendo que aquella conducta no tenía compensación, Chacho podía haberse aburrido; más, después de aquel célebre canje de prisioneros en que no le había devuelto uno solo.
Pero ni esta misma crueldad de proceder había alterado lo más mínimo el de Chacho.
En cada pueblo por donde cruzaba Arredondo, encontraba soldados y oficiales pertenecientes al ejército, que habían sido hecho prisioneros por el Chacho y dejados allí con mil recomendaciones de cuidado e interés.
Eran los mismos del ejército, los que hacían la mejor apología de Chacho.
La narración de todos venía a ser tan idéntica, que parecía lección aprendida de memoria
Chacho los había repartido en las poblaciones y en las casas, recomendando el mejor cuidado para los heridos, y la mayor conmiseración y cariño para todos, agregando estas textuales palabras:
—Tenga presente el que ofenda o maltrate un prisionero de guerra, que me ofende y maltrata a mí mismo, porque me hará quedar como el último canalla.
Nadie ha de creer que ustedes lo han maltratado contraviniendo mis órdenes, sino que soy yo quien lo ha mandado maltratar.
—Y hemos sido tratados, añadían todos, como lo hubiéramos sido entre nuestras propias familias.