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Por una hermosa tarde del mes de Julio de 1854, dos jóvenes que por su traje y sus maneras revelaban desde luego pertenecer a la clase mas distinguida de la sociedad mexicana, atravesaron tomados amistosamente del brazo, el espacio que hay entre la Alameda y la entrada del Puente de San Francisco.
Uno de ellos representaba tener muy cerca de treinta años, era de elevada y elegante estatura, su rostro pálido y el círculo sombrío que rodeaba sus hermosos ojos negros, indicaban a primera vista una juventud consumida en las orgías y la prostitucion.
Vestía con cierto abandono un elegante surtout de color oscuro, un chaleco de terciopelo de anchas solapas y un pantalón de delgado casimir color de flor de lila que dibujaba una pierna fina y bien contorneada y que caía sobre unas botas cuidadosamente barnizadas; rodeaba su cuello hermoso como el de una estatua de mármol, una corbata de raso bordado y sus manos aprisionadas en unos guantes claros, jugaban con un delgado bastoncillo con puño de oro: debajo de su sombrero negro de seda, que se calaba hasta las cejas, sobresalia una cabellera casi rubia y naturalmente ensortijada.
Su compañero era un joven de veinte a veintidós años, endeble, raquítico, llevando impresas en su rostro insignificante, las señales de una juventud envejecida por la prostitución, y vestido con la misma elegancia.
Los dos amigos atravesaron confundidos entre la multitud y el estruendo de los carruajes que se dirigian al paseo de Bucareli, saludando a algunas de las jóvenes hermosas que dentro de ellos se reclinaban, o diciendo sangrientos chistes acerca de otras, las suntuosas calles de San Francisco.
Al llegar a la esquina del Espíritu Santo, otros dos jóvenes, vestidos con igual elegancia y tomados igualmente del brazo desembocaron por la calle de San José del Real.
—Espera, ¿no son aquellos Enrique y Luis? dijo a su compañero el mas joven de los elegantes.
—Ellos son en efecto, respondió éste.
Los dos jóvenes se acercaron.
—Buenas tardes, amigo Isidoro, dijo uno de ellos estrechando con efusión la mano del joven de quien hemos hecho la descripcion.
Cuánto me alegro de volverte a ver, no sabia que habias llegado ya de Paris.
—Hace dos días solamente que me hallo en México y aún no he tenido tiempo de saludar a todos mis buenos amigos; pero ahora que por una casualidad nos encontramos, aprovecho la ocasión para ponerme a tus órdenes y a las de Luis, como siempre, dijó Isidoro tendiendo la mano al compañero de su interlocutor.
—Pero, en vez de estar aquí parados en medio de la calle, ¿no seria mejor que fuésemos a descansar un rato y tomar una copa en el Bazar que está solo a un paso? observó Luis.
—Mejor en la Gran Sociedad, donde hay gabinetes separados y donde podremos conversar más a gusto, dijo Enrique.
—Pues a la Gran Sociedad.
—Vamos, pues.
Y los cuatro jóvenes, formando una sola hilera que ocupaba todo el ancho de la acera, e impedia el paso a los transeuntes, atravesaron la calle del Espíritu Santo.
Los que no conozcan este hotel, sepan que es un vasto edificio situado en la esquina de las calles del Águila de Oro y del Espíritu Santo; en su piso superior se sirven comidas y en el inferior café, helados y todo género de licores.
Los cuatro amigos penetraron en él por la puerta que da a la última calle, y después de haber atravesado un patio que adornan algunos jarrones con naranjos pequeños, se instalaron en uno de los gabinetes que forman el ala izquierda del edificio.
Un criado acudió solícito.
—¿Qué tomaremos? preguntó Luis.
—Mira, dijo Isidoro dirigiéndose al criado, has que preparen una jarra de ponche, y entretanto está, trae cuatro fósforos, dos botellas de Champagne, dos de Sauterne y cuanto creas que podemos comer de bizcochos, pasteles y otros regalos de esa clase.
El mozo fue a traer lo pedido.
—¡Diablo! dijo alegremente Enrique, veo que Isidoro, en vez de corregirse con el viaje a Paris de sus instintos de orgía, ha vuelto, por el contrario, con su gusto mas refinado por esa parte.
—¡Oh! si me hubieran vdes. visto en esas alegres noches del último carnaval, beber, bailar y besar unos hombros desnudos hasta caer desfallecido por la triple fatiga; si me hubieran visto en esas estrepitosas comidas del café Tortoni y la Rocher de Cancale. ¡Oh! aquello era gozar, dijo Isidoro estremeciéndose el recuerdo de tales delicias.
—¿Y por eso quieres hacernos beber hasta reventar?
—Sí, Enrique, vdes. tres, son tres de mis buenos amigos, y es justo que esta tarde que nos volvemos a encontrar después de dos años, nos alegrémos hasta . . . .
—Hasta la embriaguez, ¿no es verdad?
—Bien dicho, Cárlos, hasta la embriaguez.
El mozo trajo lo que se le habla pedido en un enorme azafate.
—¿Ya están preparando el ponche? preguntó Isidoro.
—Sí, señor amo, dentro de un rato estará.
—Bebamos, pues, amigos mios, continuó.
—Bebamos, respondieron en coro los tres elegantes.
—¿Y por qué no has permanecido mas tiempo en París?
—Friolera, Cárlos, porque habiendo muerto mi padre, yo tenía que arreglar mis intereses, que de otra manera habrían ido a parar a manos extrañas.
—¿Es decir que te encuentras ahora a la cabeza de un magnífico capital de cien mil pesos lo menos?
—Una cosa así.
—¡Bonito caudal!
—¿Y cuánto has gastado en ese viaje a París.
—Alguna cesa, Luis, porque ademas de la mesada que el bueno de mi padre me había asignado, no pasaban ni tres meses sin que le mandase pedir nuevas cantidades.
—¡Diablo!
—Figúrate, que en los dos años que he permanecido fuera de mi país, he vivido sumergido en toda clase de placeres, he vivido un año en París y otro he empleado en viajar.
—¿Por dónde?
—He recorrido casi toda la Francia, después me embarqué en Marsella para visitar a Nápoles y todos los puertos del Mediterráneo, he atravesado la Italia.
—¡Cuánto has gozado!
—Mucho, Enrique; he paseado en coche con las grisetas y las loretas de París: me he reclinado en el hombro de una mujer atravesando en una góndola el canal de Venecia: he caminado por el Pópolo con una romana: he ido en Sevilla a los toros, vestido de majo con una manola linda como un sol: he surcado las ondas del Mississipí solo con una bella cuarterona, en un lijero buquecito de vapor cargado de algodón.
—¡Qué placer!
En este momento el criado trajo el ponche que despedía zualadas llamas e iluminaba con una luz siniestra, como la que se refleja desde su infierno sobre la severa frente del Dante, a los cuatro calaveras, ya medio embriagados por los vapores del licor.
Ya era casi de noche, y el criado encendió un quinqué.
Los jóvenes comenzaron a apurar sendos tragos de ponche.
—¿Y Amparo, qué ha sido de ella? preguntó Carlos.
Isidoro fingió no haber escuchado.
—¿Qué ha sido de Amparo? volvió a preguntar el joven.
—¿Qué se yo? dijo Isidoro encogiéndose de hombros y apurando un vaso de ponche.
—¡Pobre muchacha! es muy probable que ahora pida limosna, dijo Enrique en cuyo corazón todavía germinaba un resto de sensibilidad y de nobleza.
—Me parece que una vez que he ido al templo de San Fernando para ver a mi Carolina, la he mirado orando en un rincón, dijo Cárlos.
—¿Qué tiempo hará de eso? preguntó Isidoro con indiferencia; pero sin poder ocultar la conmoción que causa en el alma por encallecida que esta sea, un remordimiento.
—Hará seis meses.
—¿Pero la conoces tú acaso?
—Dos voces solamente la he visto, Isidoro, dos veces que tú me la has enseñado ha dos años.
—¿Y dónde vive ahora?
—No sé, puesto que ni tu mismo lo sabes.
Isidoro apoyó la cabeza entre sus manos y pareció sumergirse en una profunda meditación.
—¡Eh! qué diablos te ha sucedido Isidoro, ¿irías acaso a ponerte triste por esa chicuela? exclamó Enrique.
—No ciertamente, no vale la pena, era bonita, débil, me enamoré de ella, la abandoné.... y terminó la historia, dijo Isidoro.
—Pues bebamos entonces.
—Bebamos
—Por tu salud.
—A lu tuya.
—¿Y en qué piensas ocuparte ahora en México?
—Voy a pasar el rato con la linda Eulalia de Guzman, a quien he visitado anoche y a quien he encontrado hermosa, rica, coqueta, incitadora.
—Pues a la pronta conquista de Eulalia, dijo Luis alzando su vaso.
—A la pronta conquista de Eulalia, repitieron sus amigos bebiendo.
Isidoro apuró su vaso.
Los jóvenes habian llegado a ese grado de excitación, en que se dice exactamente lo que se piensa, en que las ideas amontonadas en el cerebro, se expresan sin orden en atropelladas frases, en que las impresiones llegan a su mayor grado de exageración, y el hombre, no tomándose la pena de ocultarlas, canta o llora, según su naturaleza.
—Hermosa de veras es Eulalia; hace pocas noches la contemplaba yo con delirio en el teatro.
—¡Oh! esa noche estaba divina, exclamó con entusiasmo Luis.
—Y orgullosa como bella, murmuró sentenciosamente Cárlos.
—Con razón lo dices, dijo Enrique.
—Sí; yo he sido uno de los muchos que han pretendido ganar su inexpugnable corazon. He empleado dos meses en seguirla al paseo, al teatro, en rondarle la calle, en enviarle perfumados billetes que ni se ha tomado la pena de leer.
—¿Es decir que no has obtenido nada de ella? preguntó Isidoro.
—Nada, absolutamente nada.
—¿Y crees que yo obtenga algo? amigo Cárlos.
—¡Ah! tú es cosa diferente; eres rico, elegante, vienes de París, visitas su casa.
—Sin emhargo, la rodea una turba de pretendientes y de aduladores y creo muy difícil hacerme notar de ella en ese caos.
—¡Viva el amor! gritó Luis medianamente borracho, arrojando sobre el mármol de la mesa su vaso que se estrelló en mil pedazos.
—Viva el amor, el placer, las buenas mozas, respondió Enrique, que había llegado a igual estado que su amigo.
—Ahora que ya sabemos en lo que se ocupa Isidoro; diga cada uno de nosotros en lo que pasa su tiempo, propuso Cárlos.
—Sí, sí.
—Empieza tú, Cárlos.
—No, que comience Luis.
—Pues yo, dijo Luis apurando un largo trago de ponche, me levanto entre diez y once, salgo a pasearme por las calles de San Francisco, para hacerme peinar y comprar lindas chucherías en casa de Montauriol, vuelvo a casa a las doce y bajo al despacho para ayudar a mi padre en sus cuentas, hasta las tres, a las cinco monto a caballo para correr en Bucareli detrás del coche de Guadalupe; de las siete a las ocho ayudo a mi padre a despachar el correo, y cerca de las nueve me voy al teatro a ver a Guadalupe y conversar con los amigos, retirándome a acostar a la media noche.
Hé aquí mi vida en resumen.
—Ahora tú, Enrique.
—Me levanto una hora antes que Luis y me dirijo de mala gana a la oficina, de donde no salgo sino hasta las cuatro.
—¡Diablo, cuánto escribes! interrumpió Isidoro.
—Por el contrario, casi todo el día estoy de ocioso, y como nadie se mete en obligarme a escribir, me llevo a la oficina mis novelas.
—¿Qué libros lees?
—De todo, Cárlos, las novelas de Paul de Kock, y Süe y Dumas, las comedias de Breton, los versos de Estéva que se acaban de publicar.
—¿Y después?
—Después, como no tengo un caballo como Luis, no voy a Bucareli, y paso la tarde en la Tercena o la Alameda, y como no soy rico como Isidoro, no puedo ir todas las noches al teatro; pero las paso muy divertido en una tertulia casera, donde se toca el piano, se canta, se hacen juegos de prendas y lotería, y donde hay el apretoncito de mano por debajo de la mesa, las declaraciones y las citas al oído en el “Tres veces sí y tres veces no,” donde se desliza en la mano la cartita en el “Floron anda en las manos,” y se va a dejar hasta su casa a la linda visita, tomándola del brazo y adelantando veinte varas a los papás.
Placeres inocentes y que nada cuestan, ya ven vdes., amigos míos, dijo Enrique bebiendo.
—Pues yo, dijo Cárlos, en mi calidad de pasante de abogado, paso el tiempo lo mas lindamente que puedo, bailo, me divierto, voy a la temporada en San Ángel, y sólo vengo a México los jueves a la Academia, charlo de política con los políticos, de amor con las damas, de literatura con los poetas, y le he puesto ya la proa para cuando me reciba, a un juzgadito que deja algún dinero.
—Bebamos, porque consiga Cárlos el juzgado, interrumpió Luis.
—Bebamos, respondieron sus amigos.
—Trae otras dos botellas de Champagne, gritó Isidoro al criado.
—¿Y no sabes una historia? dijo Cárlos mirando a Isidoro con esa mirada desvergonzada peculiar del hombre a quien los vapores del vino comienzan a turbar.
—¿Una historia?
—Sí, figúrate que Eulalia tiene un amante.
—¿Un amante? dijo Isidoro sorprendido.
—¡Oh! pero qué amante, es un pobre diablo que como Hoffman es artista y poeta; hace pocos meses le daba lecciones de piano, no sé por qué casualidad, y desde entonces el desdichado se enamoró locamente de ella.
—¿Y Eulalia?
—Después de mucho tignpo de vacilaciones, se atrevió él un día a declararle su atrevido pensamiento, entre suspiro y suspiro.
—¿Pero ella?
—Ella lo agobió con su desprecio, le prohibió volverla a hablar del asunto; mas como el pobre diablo no se curaba de su pasión sin esperanza, se lo dijo ella a D. Febronio su papá, el cual lindamente lo plantó de patitas en la calle.
—¿Y entonces?
—Desde entonces él le ronda la calle, le escribe tiernísimas endechas que se leen en público en el salón de Eulalia, la sigue a todas partes y......
—¡Vaya un amor! interrumpió Isidoro apurando un vaso de Champagne y soltando una estrepitosa carcajada. ¿Y cómo se llama ese desdichado?
—Víctor...... Víctor Castillo, dijo Cárlos.
—Pues no me inquieta mucho ese rival, murmuró Isidoro.
—Víctor Castillo, ¿sería por ventura hermano de una joven que se llama Elena? preguntó Luis.
—No sé; pero ¿qué diablos tienes que ver con esa joven Elena?
—Friolera, Cárlos; figúrate que esa Elena es una pobre muchacha linda como un cielo y a quien he conocido en mi casa, donde suele ir a ver a mi hermana que la da algunas costuras; le he hecho creer que estoy enamorado de ella, y ahora nada menos he escrito una carta en que la invito a abandonar su familia por seguirme.
Y al decir estas palabras, el cínico joven medio embriagado, se puso a cantar en vos baja una canción báquica:
Que pasen las horas,
Que pasen lijeras,
Llevándome raudas,
De mi vida al fin.
Si viene la muerte,
Que venga en buena hora,
Bebiendo la espero
En loco festín.
—Entonces, esa Elena es de la familia de Amparo. Clasa media, género abundante, ¿no es verdad, Isidoro? dijo Cárlos con expresión de chiste.
Isidoro sin responder volvió a llenar los vasos.
Luis, medio borracho, seguía cantando:
Venid, mis amigos,
Si el vaso es estrecho
De nuevo llenadle
De hirviente licor.
Mentira es el mundo,
Engaño es la dicha,
Un sueño la gloria,
Fábula el amor.
En medio del laberinto de callejones que forman el barrio de San Salvador el Verde, hay uno sin salida, cuyos costados son las tapias de unos potreros y cuyo fondo está formado por una casa de vecindad.
Se entra a ella por un zaguán angosto y oscuro, al que continúa un patio pequeño cuyo paso obstruyen los escombros de las columnas que sostenían en otro tiempo el piso superior, que ahora sostienen tres o cuatro vigas ennegrecidas y apolilladas.
En el piso inferior hay de ambos lados algunos cuartos pequeños y oscuros que habitan algunos miserables artesanos.
Al final del patiecito hay una escalera angosta, que expuesta completamente al desamor de la intemperie, se ha destartalado, de modo que se ven las piedras desnudas de su pasamano: se termina por un corredor ancho y bastante largo, hacia el cual dan las cinco puertas de las únicas cinco viviendas que en el piso superior tiene la casa.
Ciertamente no debe esta finca medio arruinada, y situada en uno de los barrios más solitarios de la ciudad, atraer muchos habitantes ni dar gran producto a su posesor.
Ahora que ya conocemos un poco la habitación, pasemos a los habitantes del piso superior.
Hemos dicho, que cinco eran las viviendas colocadas en la misma dirección y con sus puertas dando al corredor.
En la primera habitaba, hacía algún tiempo, una buena mujer, viuda de un honrado militar muerto como un valiente en el campo de matanza de Padierna, víctima inmolada en las aras de la libertad de un pueblo desdichado.
Desde la muerte de su marido, la pobre mujer se había visto obligada a ganar su subsistencia y la de una niña huérfana que había adoptado, con un trabajo personal, ese trabajo tan improductivo de las infelices obreras, que sólo puede darles lo muy preciso para llenar las necesidades animales.
En la vivienda contigua a la que vamos a penetrar, usando nuestro privilegio de novelistas, habitaba un joven.
Era la mas pequeña de las cinco, puesto que se componía de un sólo cuarto, al que estaba adjunto otro pequeñito que estaba destinado para cocina.
Un ventanillo estrecho sin vidriera, daba a un pántano que se hallaba a un lado de la casa.
El aposento no tenía frisos y estaba pintado pobremente de blanco, dejando ver en algunas partes la argamasa.
Los únicos muebles que adornaban tan modesta estancia, consistían en un lecho con cabezal pintado, una mesa de madera blanca, encima de la cual se veían hasta una docena de volúmenes cuidadosamente colocados en hilera, un armario de nogal y dos o tres sillas con asiento de paja.
La habitaba un joven.
Se llamaba Gabriel, tenía veinte años y era de una fisonomía y un exterior agradable, resignado y dulce.
Hacía cuatro años que el pobre joven había venido a México desde un pueblecillo de la Baja California, para concluir sus estudios de abogado en el colegio de San lldefonso.
Pero muy pocos meses después de haber abandonado con tan noble intento el pobre hogar doméstico, murió su padre que era un honrado administrador de una hacienda, y su infeliz madre había quedado expuesta a todo el espantoso desamparo de la miseria.
Por consiguiente, el joven dejó de recibir la modesta pensión que su padre con mil trabajos le había asignado, y recibió una carta de su tierna madre, en la que le llamaba a su lado para compartir juntos los pesares de la miseria.
Pero Gabriel, en vez de volver al hogar para serle gravoso a su madre, determinó quedarse en México para concluir sus estudios a toda costa y aún procurar enviarla algunos recursos.
Solicitó un lugar de dotación en el colegio de San lldefonso; pero si su conducta era intachable, no contaba con ninguna clase de recomendaciones, puesto que a nadie conocía en la capital, y no consiguió lo que pedia.
Gabriel tendió una mirada a su alrededor, y se halló solo, sin recursos, sin relaciones, lejos de su país natal; pero determinó no obstante, seguir su carrera y volver al lado de su madre cuando llevándole un título, pudiese hacer cesar su miseria.
Era una de esas naturalezas sufridas y resignadas que mueren sin proferir una queja, que padecen sin perder la esperanza, que oran y esperan.
Buscó trabajo por mucho tiempo inútilmente; por fin, consiguió ser admitido como maestro de francés e inglés, dos idiomas que conocía perfectamente, en un establecimiento particular de niños. Dedicó a este trabajo dos horas diarias y le fue asignada la modesta pensión de veinte pesos.
Realizó los objetos de algún valor que poseía, para comprar los libros que le eran más necesarios, y fue a habitar el modesto aposento en que ahora lo encontramos.
Se propuso vivir oscuro e ignorado, sin hacer como muchos jóvenes, la pública ostentación de su miseria para mendigar protección.
Logró conseguir trabajo en el estudio de un abogado célebre, que le asignó una pensión de diez pesos por dos horas diarias de escritura.
Por consiguiente, Gabriel, a fin de atender a su estudio y a su subsistencia, dividió sus horas con exactitud, a fin de no desperdiciar un solo momento de aquel tiempo tan precioso.
Dividió igualmente su pensión de la manera siguiente: Por comida en una pequeña fonda del barrio de Necatitlan, ocho pesos.
Por el aposento que ocupaba, tres pesos.
Destinaba nueve pesos cada mes para ir reuniendo una cantidad con que comprar cuando le eran necesarios, vestidos, libros y algunos otros objetos.
Los diez pesos restantes los enviaba a su infeliz madre para auxiliar en algo su miseria.
Su traje era pobre pero aseado.
Ropa blanca siempre limpia, levita, chaleco y pantalon de paño sencillo, calzado cuidadosamente limpiado del polvo que debía cojer en los barrios por los que el joven transitaba.
Un niño de diez años, hijo de una infeliz familia de la vecindad del piso inferior, se había destinado a su servicio, por un peso que Gabriel le regalaba cada mes.
Se levantaba al rayar el día, arreglaba por sí mismo su lecho, limpiaba su calzado y sus vestidos y pasaba dos horas estudiando sin descanso. Después de haber tomado el frugal desayuno, se dirigía a la cátedra para escuchar las sábias lecciones del profesor Morales, cuyo nombre se ha hecho célebre en México, bajo el seudónimo de “El gallo Pitagórico.”
El resto del día lo pasaba Gabriel en su lección de idiomas y en el estudio del abogado, volviendo a su pobre y aislada habitación casi al declinar la tarde.
Las horas de la noche las empleaba en estudiar y en meditar.
¿Qué pensaba el abandonado joven, en esas largas horas de fatiga, de aislamiento y de contemplación?
Pensaba en su madre, en su porvenir, en su país y acaso se entregaba a la dulce vaguedad de un sentimiento nuevo para él.
Hemos dicho que la viuda que habitaba la vivienda contigua, había adoptado hacía algún tiempo, a una huérfana.
Esta huérfana, era una joven de catorce años que se llamaba Guadalupe.
Era una niña hermosa, modesta, con una fisonomía dulce y resignada como la de un ángel, con unos ojos azules vueltos naturalmente hacia el cielo, como para implorar a la Providencia al contemplar su desamparo en el mundo.
Cantaba con un acento quejoso y melancólico como el de un arcángel, acompañándose con un pequeño clavicordio que la señora Paula había escapado a toda costa de la venta de su menaje de otros días, porque había puesto todo su cariño en la pobre niña que había adoptado.
Guadalupe, hija de un honrado militar muerto en 1847 por el cañón extranjero que convertía en escombros la heróica ciudad de Verucruz, había pasado su infaneia en un convento y tenía por consiguiente su carácter mucho de ese misticismo que la soledad, la contemplación y la fruición, hacen nacer.
A la edad de once años fue llevada a la casa de la señora Paula, y allí continuó su misma vida apacible de recogimiento y meditación.
Dos años después fue a habitar el aposento contiguo, el joven Gabriel.
Como vecino, algunas noches solía visitar a la señora Paula, se entretenían los tres conversando o leyendo algunos de los libros que un compañero suyo bastante rico le prestaba.
Uno de esos libros fue un volumen en el que se contenían las Confidencias, el Rafael y el Jocelyn de Lamartine, es decir, las mejores obras de ese poeta del hogar doméstico, que ha sabido combinar tan bien el amor con la religión, y llenar de una contagiosa poesía las escenas más vulgares de la vida.
Los tres se sentaban al rededor de una mesita.
La señora Paula tomaba su labor, Guadalupe escuchaba con toda su alma, pendiente, por decirlo así, de los labios del joven.
El rostro de Gabriel naturalmente hermoso, se ennoblecía y se dulcificaba al recitar traduciendo con un acento lleno, armonioso, suave y vibrador, esa sublime prosa de Lamartine que parece poesía y esa poesía fácil de comprender como la prosa.
Guadalupe hizo a Gabriel leer dos o tres veces esos libros y se abismó en ese océano de sentimiento, de misterio, de misticismo, de amor, de religión que inunda el alma de Lucy, de Graziella, de Julia y de Lorenza.
¿Se amaban acaso estos jóvenes que la vecindad y la semejanza de caracteres reunían?
No sabemos si se puede llamar ya amor, a esa amistad tierna, silenciosa, resignada.
Si tal amor existía, los jóvenes sin embargo no habían dicho ni una sola palabra que revelara ese dulce fuego de la juventud.
El se veía pobre y abandonado; ella huérfana infeliz en el mar del mundo.
Por consiguiente, aquel amor silencioso, que por nada se traducía, era una resignación, una ilusión, tal vez una esperanza.
Aquel amor no tenía presente, tenía porvenir, si es que existía en el fondo del corazón.
En el tercer cuarto habitaba, hacía poco tiempo, una joven, que por sus maneras y su traje aseado, aunque modesto, revelaba que sólo la miseria podía haberla obligado a vivir en tan aislada habitación.
Era una joven de veinte años, pálida, delgada, con una fisonomía doliente, con una estatura graciosa, con una hermosura perfecta, meditativa, espiritual, hermosura impresa por intución en cada rasgo de su fisonomía; en la mirada triste, cubierta por un velo de lágrimas, en la frente pálida como de marfil, en la boca pequeña que se entreabre por una sonrisa de dolor, en la estatura nerviosa y delicada como la de la sensitiva.
Estaba vestida pobremente de luto, con un vestido de lana y una mascada de seda.
Los vecinos por una casualidad, sabían que se llamaba Amparo, pues nunca salía de su cuarto, a excepción de una o dos veces cada semana que iba a entregar las labores en que se ocupaba todas las horas del día y parte de las de la noche.
Su cuarto permanecía cerrado siempre y sólo penetraba en él una pobre mujer de la vecindad, consignada a su servicio.
Por otra parte, la joven parecía vivir tranquila en una casa cuyos habitantes buenos y apacibles no vigilaban o comentaban su conducta.
Les saludaba con su cuanto triste, dulce sonrisa, siempre que salia o entraba; pero nunca entablaba con ellos conversación, porque parecía tener vergüenza o timidez, delante de aquellas buenas gentes.
¡No sé qué se experimentaba, al contemplar aquella joven tan hermosa, tan pálida, tan doliente, vestida de luto, huérfana abandonada en el mar borrascoso de la vida.
Era un sentimiento de compasión, de tierna amistad, hacia aquel ser tan desgraciado.
¿Qué podia haberla reducido a tan triste situación, cuando a primera vista se conocía que nunca había vivido en medio de tan espantosa miseria?
¿Cómo había quedado huérfana tan joven aún?
¿De dónde había venido?
Sólo el Cristo colocado encima de su lecho, ante el que oraba de rodillas con lágrimas y suspiros, podía saberlo.
En el cuarto aposento habitaba desde hacía un mes, un joven de veinticinco años.
Era alto, pálido, con una fisonomía interesante y distinguida: estaba vestido sencillamente de negro.
Guardaba la misma reserva que Amparo, y lo mismo que ella, parecía deseoso de huír del mundo y vivir algún tiempo ignorado en su retiro.
Se sabia que era médico, porque una noche que un pobre hombre de la vecindad se moría sin recursos y sin auxilios, presa de uno de esos ataques fulminantes de apoplegía tan inmediatamente mortales, él, que a la sazón llegaba de la calle, se ofreció a curarlo dándole una abundante sangria que en el acto produjo un gran alivio, y le siguió asistiendo durante algunos días, hasta su completo restablecimiento.
Como es de suponerse, no había recibido ninguna retribución, antes por el contrario, había dado a la pobre familia cuanto había necesitado para las medicinas.
Se llamaba Roman.
Hijo de una familia acomodada de Veracruz, desde la edad de quince años había partido a Europa para hacer sus estudios de médico; pero en los diez años que permaneció en París, acabaron completamente por la muerte sus pocos parientes, y al recibir su título, supo la muerte de su padre.
Se apresuró a volver a su patria para arreglar los pocos intereses con que contaba; pero se encontró con que éstos eran disputados por acreedores, y en vez de seguir un pleito para el que no tenía medios, se resolvió a venir a México para solicitar el empleo de médico de la marina.
Pero había pasado un mes sin que Roman hubiera podido conseguir lo que solicitaba.
¡Quién sabe por qué razón causa tanta lástima y tanto respeto un médico joven, que iniciado en los secretos más profundos del corazón humano, está sin embargo expuesto a la calumnia o al menosprecio del vulgo!
Hacía diez años que Roman estudiaba sin cesar su profesión. Alumno del Hotel-Dieu, había seguido con asiduidad y constancia la clínica de los maestros mas célebres de la facultad de París, observando siempre y no dejándose arrastrar jamás de las exageraciones teóricas que han dividido en dos sistemas la medicina europea.
No era un anatomista que veía en el hombre una máquina que se mueve por sí sola, era un médico, era un fisiologista, que creía que cada hombre tiene una alma y lo mismo que con sus medicinas alivia los padecimientos físicos, con sus consejos y palabras de consuelo curaba las llagas del alma.
Aquella frente pálida por el estudio, aquellos ojos hundidos por las vigilias, aquella boca recojida por la meditación, daban al rostro del joven un aspecto de nobleza y de triste ciencia de la vida.
Parecía que su pasado había arrojado una sombra de amargura sobre su presente.
Finalmente, en el último aposento que formaba el fondo del corredor, habitaba una desdichada familia.
Componíase, de un anciano militar, que después de haber pasado su juventud en el campo del honor, formando parte de ese ejército del Norte, el verdadero ejército de México, que simulando und procesión de sangre atravesó varias veces los abrasados desiertos de Tejas y el Potosí, para defender la integridad del territorio nacional, había quedado paralítico a consecuencia de las heridas recibidas tantas veces, y medio loco al verse lanzado por el gobierno al espantoso abismo de la miseria, lo cual facilmente se comprenderá al saber que el capitán Castillo, este es el nombre del anciano, en cuarenta años que había permanecido en el servicio, jamás se había pronunciado.
De una pobre mujer, su esposa, una de esas mujeres, ejemplo de fidelidad, de resignación y de todas las virtudes domésticas.
De dos niños, sus hijos, el mayor de los cuales contaría diez años solamente.
De una hermosa niña de diez y ocho años que se llamaba Elena.
Y de un joven de veinticinco años, el hijo mayor, que trabajando doce horas diarias, apenas podía ganar lo suficiente para atender a las necesidades primeras de su familia.
Víctor, este era su nombre, no había podido seguir una carrera literaria, puesto que su infancia y su primera juventud se habían pasado en las aldeas miserables de la frontera, donde su padre que formaba parte de las compañías presidiales, había sido destinado; pero había recibido del cielo un don, que se parece sin embargo mucho a un castigo del infierno, el don de la poesía.
Era además artista, artista distinguido.
De manera que el pobre joven, habiendo nacido poeta, y habiéndose formado artista casi por sí solo, vendía su talento como una prenda inútil, ya arreglando dramas y comedias al teatro mexicano, ya traduciendo novelas para los folletines de los periódicos, ya dando lecciones de piano; comedias, traducciones y lecciones que se le pagaban demasiado mal.
Últimamente, a los pesares de la miseria había venido a unirse un nuevo dolor intenso, profundo.
Víctor había concebido una pasión ardiente, fija, sin límites, por una joven de la alta aristocracia, Eulalia de Guzman, a quien en su tiempo había dado lecciones de piano.
Pero según hemos oído de los labios de Cárlos, el desdichado Víctor había sido arrojado de su casa.
¡Cuánta humillación! ¡qué pesar tan hondo, tan espantoso!
¡Ser arrojado como un lacayo de la casa de la mujer que se ama!
Una noche, oyó Roman, el joven médico, gemidos de dolor en el contiguo aposento de Amparo.
Inmediatamente corrió a prestarle algún auxilio.
Pero en la puerta se detuvo, pensando si debía penetrar en la habitación de la joven.
Sin embargo, los gemidos se hacían cada vez más dolorosos y Roman penetró en el cuarto.
En un rincón de la estancia, estaba Amparo tendida sobre su lecho, con el rostro descompuesto por el dolor, con la mirada apagada por el sufrimiento.
Una lámpara alumbraba débilmente esta escena.
—¿Está vd. enferma, señorita? dijo Roman con emoción acercándose respetuosamente al lecho.
La joven no respondió, porque la contracción de sus mandíbulas la impedía hablar.
Roman acercó la lámpara, tomó entre sus manos la mano helada de la joven, levantó con su dedo el párpado para contemplar la dilatación de la pupila y la llamó por su nombre.
Pero Amparo no daba otras muestras de vida, que el sufrimiento impreso en su fisonomía, y un ligero estremecimiento nervioso, que agitaba su cuerpo por intermitencias.
De vez en cuando se escapaba también de su oprimido pecho un gemido de dolor.
Roman levantó uno de sus pálidos brazos; pero éste volvió a caer pesadamente sobre el lecho sin dar muestras de contracción.
Los músculos del otro brazo estaban rígidamente tendidos como en un acceso tetánico.
El joven aplicó el oído sobre el casto seno de Amparo para escuchar las palpitaciones del corazón, éste, lo mismo que el pulso, latia muy débilmente.
A pesar de que era muy cerca de media noche, Roman corrió a llamar al cuarto de la señora Paula para informarle de lo que pasaba y suplicarle le ayudase a atender a la joven.
La señora Paula y Guadalupe se levantaron inmediatamente.
Roman entretanto, tomó en su aposento algunos frascos que contenían líquidos de diverso color y se dirigió precipitamente al de Amparo.
La joven continuaba inmóvil sobre su lecho.
La señora Paula y Guadalupe la contemplaban con triste admiración.
Roman destapó cuidadosamente un frasquillo, empapó con el líquido que contenía un pañuelo de seda y lo acercó al rostro de Amparo.
Ésta no dio más señales de vida, que un ligero estremecimiento y un débil quejido.
Frotó Roman varias veces con otro líquido las sienes, el nevado cuello y los pálidos brazos de la joven; la piél se enrojeció en los puntos que habían estado en contacto con el licor estimulante; pero la joven no hizo ninguna señal de dolor.
Hizo Roman que la señora Paula y Guadalupe frotasen todo el cuerpo helado de Amparo con el mismo líquido, mientras que él entreabria sus pálidos labios para hacerle tragar algunas gotas de un licor rojizo que en otro frasco se contenía.
Pero pasó media hora sin que Amparo diese otras señales de vida que un sollozo que levantó trabajosamente la tabla anterior de su pecho y algunos movimientos convulsivos que de vez en cuando hacían agitar sus miembros.
Guadalupe, siguiendo ese impulso natural de la juventud que inmediatamente simpatiza con la juventud, se había arrodillado al borde de el lecho y calentaba entre sus manos cubriéndolas de besos, las heladas de Amparo.
La señora Paula seguía frotando con el líquido su cuerpo.
Roman, de pié cerca del lecho, con los brazos cruzados, con el rostro más pálido que de costumbre, con la mirada fija, observaba y meditaba.
Pasó otra media hora sin que Amparo volviese a la vida.
—Mire vd., señora, dijo Roman a la señora Paula al cabo de un rato; he hecho ya lo que cualquier otro médico hubiera hecho en este caso; pero puesto que esa joven no vuelve en sí y continúa en ese estado funesto, voy a probar un último medio, para el cual pido su ayuda de vd.
—Ordene vd., señor, que estoy dispuesta a obedecerle con mucho gusto.
—He oído algunas veces sonar un piano en su aposento de vd., y creo que esta joven lo toca, dijo Roman señalando a Guadalupe.
—Sí señor, es un piano pequeño en que toca mi hija Guadalupe.
—¿Querria vd. que le trasportásemos a este aposento?
—¿Traerle aquí? sí señor.... pero no comprendo....
—Mire vd., señora, dijo Roman con grave acento; si uno de esos médicos, que acostumbrados a luchar constantemente con el cuerpo, niegan a el alma toda influencia en las enfermedades, supiese lo que voy a hacer, seguramente que se burlaría de mí, o me tomaría por un charlatán; pero vd. que es buena, vd. que por lo mismo que ignora la ciencia, no se deja arrastrar por teorías que sólo prueban erudición, pero no práctica; vd., en fin, que acaso es desgraciada, me comprenderá lo que voy a decirle.
Está vd. mirando que esa joven padece un ataque nervioso y no debe ignorar que ninguna causa es más directa y más activa para producir las afecciones nerviosas, que las impresiones morales fuertes, los pesares, las amarguras del corazón.
—Sólo desde que soy desgraciada en el mundo, he padecido esa clase de enfermedades, dijo con tristeza la señora Paula.
—Pues bien, habrá vd. visto así misma, que los médicos, en caprichados en negar la influencia del alma, curan solamente el cuerpo, con medicinas que acaban por destruirlo.
—¡Es una triste verdad!
—¿Por qué no curar el alma, cuando se está mirando claramente su influencia sobre el cuerpo?......
En una ciencia en que se camina a tientas, ningún medio que se emplee es malo: en la naturaleza nada hay de mentiroso.
¿Quién puede negar la influencia sobre las organizaciones nerviosas de cierta clase de medios extraños morales y físicos, como los consuelos, el amor, la música.
¡Pues bien! después de haber empleado los medios físicos, voy a emplear los morales, después de obrar sobre el cuerpo con medicinas, voy a obrar sobre el alma con la música.
¿Me comprende vd?
—Perfectamente, señor, y si vd. faltase de aquí en este momento, yo misma haría según acaba de decir, respondió la señora Paula.
—Gracias, señora, creo que nos hemos comprendido.
Como vd. está mirando, soy un médico oscuro, a quien nadie conoce aún; pero a pesar de que soy tan joven, he estudiado mucho_y he visto en Alemania emplear por sabios médicos de la escuela de Hufeland, contra las afecciones nerviosas, el agente que ahora voy a usar; he visto la música del órgano de la capilla contigua a una sala de un hospital de París, hacer cesar instantáneamente por una casualidad, una afección nerviosa terrible que se llama eclampsia y que atacaba a una infeliz mujer: he visto en un hospital de mujeres dementes en la Suiza, hacer volver la razón a una desdichada tocándole en el clavicordio los aires de su país natal.
Un día, pasando por una posada en la frontera de Saboya, ví a un infeliz hombre que se retorcía con las convulsiones de la epilepsía; pregunté cuanto le duraban los ataques, y me respondieron que media hora. Volvía a la sazón de Chambery de una fiesta religiosa la música de Ancessy, y los músicos entraron a la posada para tomar descanso; híceles tocar una pieza, y no habían pasado tres minutos, cuando el hombre se levantó bueno a pesar de que acababa de comenzarle el ataque.
¿Quién podría negar la influencia de este agente en una enfermedad que resiste a cuantos medios se han empleado para combatirla?
Había tal acento de sencilla verdad en las palabras del joven médico, su rostro pálido, triste y meditativo respiraba tal aire de profunda ciencia de la vida, que la señora Paula le escuchaba con respetuosa admiración y la misma Guadalupe había apartado sus ojos del rostro dormido de Amparo para fijarlos con silenciosa mirada en el de Roman.
La lámpara iluminaba débilmente esta escena.
Fuera de la habitación el viento se estrellaba contra las vidrieras y la atmósfera cargada de electricidad, era iluminada siniestramente de vez en cuando por un fugitivo relámpago como si estuviese próxima a estallar una tempestad.
—Vamos a trasportar aquí el piano, dijo al cabo de un rato la señora Paula; tú, hija mía, permanece al lado de la enferma mientras que el señor, Gabriel, a quien voy a despertar, y yo, le traemos muy fácilmente, porque es demasiado pequeño.
Guadalupe permaneció al lado de Amparo.
La señora Paula y Roman salieron fuera de la habitación.
El viento seguía sollozando y las nubes cargadas y negras se entreabrían para dar paso a los relámpagos, la tempestad rugía sordamente en lontananza.
No fue necesario llamar a Gabriel, porque éste había despertado al ruido y se hallaba a la puerta de su aposento.
En un instante fue informado de lo que pasaba.
El piano fue trasportado a la habitación de Amparo.
Ésta seguía tendida sin dar muestras de sentimiento.
—¿Qué toca vd., señorita? preguntó Roman a Guadalupe.
—Muy poco, señor, casi nada, respondió ésta ruborizándose.
—¿Podria vd. repetir esta noche un trozo de esas melodías alemanas que ayer en la tarde tocaba; melodías de Beethowen o Thalberg, según creo.
La música italiana es el idioma del amor y la poesia, la música francesa el del entusiasmo; pero la música alemana es la musica del alma, la que hace vibrar las cuerdas del corazón, el idioma del sentimiento.
Una, debe escucharse en los jardines o en el hogar, la otra en los campos de batalla o los salones; pero la última en todas partes, porque en todas partes hay sufrimiento y donde quiera que resuene encontrará eco en los corazones.
Guadalupe se acercó al piano.
La tempestad se había desatado; gruesos goterones azotaban la única vidriera del pobre aposento, el cielo había abierto sus cataratas para Ianzarlas a la tierra, y el trueno rugía sordamente, produciendo este triple ruido un eco triste y lúgubre en el interior de la estancia.
Guadalupe, con su mirada dulce, con su aire hermoso de modesta tristeza, comenzó a hacer gemir el teclado con esas fantásticas y sentimentales melodías alemanas impregnadas de mística poesía y contagioso dolor, por decirlo así.
Era una de esas melodías que sus autores han compuesto en una noche de fiebre, con la imaginación llena de luz y que parecen formadas de los sollozos de un corazón que desgarró el pesar del primer suspiro del primer amor, del acento de una mujer querida, de la última despedida de un moribundo, seúun resuenan en nuestro corazón, sin pasar por los oídos.
¿Qué será la música que al escucharla se nos llenan los ojos de lágrimas, se nos escapan los suspiros del pecho, y una corriente que produce una sensación extraña circula por nuestro cuerpo?
Hay músicas que despiertan recuerdos, sea porque las háyamos escuchado en otro tiempo, sea porque al escucharlas, miremos hacia nuestro pasado y contemplamos nuestra infancia, nuestro país natal, nuestra madre, nuestra juventud corriendo en común con la de una mujer que arrebató la tumba o que nos engañó, y que de ambas maneras ha muerto, sea para el mundo, sea para nuestro corazón.
Músicas hay que hacen renacer en nuestra alma las muertas ilusiones, el entusiasmo, los nobles sentimientos, la alegría.
Era un espectáculo interesante el que presentaban los personajes que ocupaban la estancia.
Una joven apenas en la flor de la juventud y ya desgraciada, víctima ahora de una extraña enfermedad.
Una joven, apenas entrado también en la juventud y ya iniciado en todos los secretos de la ciencia, en todos los dolores ocultos de la vida, de pie cerca del lecho, teniendo entre sus manos las de la enferma, para observar en el pulso el estado del corazón.
Una niña casi, huérfana, hermosa y resignada, haciendo resonar tristemente el teclado bajo sus manos, iluminada con su inspiración de artista.
Un joven, ejemplo de la honradez, del trabajo, de la constancia, de pie cerca del piano, contemplando con aire de pasión el rostro de la niña y suspirando en silencio al verla.
Una mujer ya entrada en la edad de la reflexión, modelo de la virtud y la resignación.
Cinco criaturas humanas, perteneciendo en el rango social a la clase media, ejemplo de todas las virtudes y nobles instintos.
La música seguía sonando, medio apagada por el ruido de la tempestad.
Amparo continuó inmóvil primero.
Al cabo de diez minutos, la convulsión que la agitaba por intermitencias se hizo contínua.
Despues cesó.
Sus labios se entreabrieron por una triste sonrisa, a su rostro pálido afluyó coloreándole la sangre y su pecho oprimido exhaló un débil suspiro.
Luego abrió lentamente los ojos y los paseó asorada por la estancia.
—Se ha salvado, murmuró Roman, que seguía con ansiedad sus movimientos.
Al acento de esta voz, Amparo pareció despertar completamente de su peligroso letargo, porque se volvió hacia el lugar de donde había venido y se incorporó trabajosamente sobre el lecho, preguntando con débil acento:
—¿Dónde estoy?
—Con nosotros, señorita, respondió Roman.
—¿Qué ha pasado!...... más, ¡ah! ya recuerdo, continuó Amparo recorriendo con miradas de asombro a las personas que las rodeaban.
—Ha estado vd. mala y hemos acudido a socorrerla, dijo la señora Paula.
—¡Oh! ¡gracias! ¡mil gracias! exclamó con acento de tierna gratitud Amparo.
Guadalupe había cesado de tocar y se había acercado al lecho.
—¿Y hace mucho tiempo que padece vd. esta clase de ataques? preguntó al cabo de un rato Roman.
—Hace tres años solamente; pero los dos últimos que he tenido me han durado más de cuatro horas.
Y al decir estas palabras, Amparo, como herida por un recuerdo, se echó sollozando en los brazos de Guadalupe.
¡Bueno! murmuró Roman; este llanto la ha aliviado compleamente.
Desde esta vez, una dulce intimidad comenzó a reinar entre 1os vecinos.
Amparo al ver las atenciones de que era objeto y la franca benevolencia de las buenas gentes que la rodeaban, parecía haber perdido algo de su timidez y su vergüenza.
Roman asimismo solía visitar algunas veces a la señora Paula, y a pesar del velo de profunda melancolía que parecía envolver su existencia como con un paño mortuorio, se entretenía con la inocencia de Guadalupe y las esperanzas de Gabriel.
Con respecto a Amparo, no es muy fácil decir la especie de sentimiento que el joven experimentaba.
Pero aquella semejanza de carácter, aquel aislamiento común, aquella triste hermosura de Amparo, su aire de melancolía, su vida de misterio, debían hacer despertar en el corazón de Roman un sentimiento nuevo, un deseo vago de comunión de almas, una especie de simpatía tierna hacia aquella joven que vivía casi a su lado.
¿Pero qué podríaa ofrecerla el pobre médico, aislado en medio de una gran ciudad donde nadie le conocía?
Era en otra escala un sentimiento muy semejante al que Gabriel experimentaba con respecto a Guadalupe.
Hemos dicho que los vecinos se reunían algunas noches en el aposento de la señora Paula.
Allí, seguían una conversación sencilla o escuchaban de los labios de Gabriel la música de las estrofas que forman las leyendas de Zorrilla, ese sublime poeta de la imaginación, a los cantos de Espronceda, ese genio que ha sabido llenar de una contagiosa poesía el mismo cansancio y hastío de la vida.
Estas estrofas, impregnadas de amor y de sentimiento, recitadas por un acento varonil y modulado, llenaban de un místico recogimiento a los jóvenes.
Amparo escuchaba con la cabeza inclinada hacia la tierra. Guadalupe recibía con avidez esas primeras impresiones.
Roman meditaba.
Así pasaron dos meses.
Algunos domingos, Roman solía invitar a sus vecinos para un paseo a fin de respirar en el campo otro aire que el infecto que respiraban toda la semana.
Amparo algunas veces se excusaba a acompañarles o lo hacía con su tristeza habitual, sin que las hermosas perspectivas que contemplaban la distrajesen un instante de su profunda melancolía.
A las nueve montaban en un coche de la gran plaza y se dirigían, ya por la ribera de San Cosme hacia esos hermosos pueblecitos de Popotla y los Remedios y esas llanuras de la Escuela de Artes, ya por las calzadas de la Verónica a Anzures a Tacubaya, Mixcoac, San Angel, ya por Peralvillo a la estéril pero poética villa de Guadalupe.
Otras veces salían por la garita de San Lázaro, y en la ribera de los lagos que forman de ambos lados un espejo para mirar su calva frente al severo y romancesco Peñon, tomaban una canoa y se dejaban llevar sobre la azul superfície de las aguas y acariciados por la húmeda brisa, a los graciosos pueblecitos de la ribera, que cual nueva Vénus parecen estar naciendo de un océano de flores.
En estos largos paseos, el alma de aquellos buenos amigos se llenaba de una suave alegría y de un tierno reconocimiento.
¿No era en efecto una felicidad, después de una semana de rudo trabajo, de privaciones, de existencia en medio de una atmósfera viciada, respirar esa brisa pura y aromada que suspira en el sin par valle de México, contemplar esas perspectivas que parecen cuadros salidos del pincel de Dios, sentirse bajo la bóveda de un cielo siempre azúl, siempre sereno, siempre fúlgido; hallarse, en fin, en el punto que hubiérase podido escoger para mirar desde el cielo, hacia la tierra?
La señora Paula escogía sus mejores vestidos.
Guadalupe se engalanaba con un vestido de merino azul oscuro perfectamente arreglado a su cuerpo y que hacía resaltar más sus formas delicadas y un tapalo de merino también, escarlata en cuyo fondo se destacaba su rostro hermoso, aunque algo pálido por las privaciones y coronado por sus suaves cabellos castaños.
Amparo solo trocaba su vestido de luto por otro del mismo color, más nuevo.
¿Quién sabe qué triste conmoción se experimentaba al verla con su rostro tan hermoso, tan pálido, tan perfecto, surcado por algunas venas delgadas y azules que daban a su fisonomía ese aspecto de languidez particular a las personas en quienes domina el temperamento nervioso-linfático, con su cuerpo gracioso, flexible, delicado como el tallo de esa flor que se llama amapola, tan débil y a ese paso tan ajada por la intemperie, triste en medio de la dulce alegría que la rodeaba, meditativa y silenciosa en medio de la tierna expansión de sus amigos, como atormentada por un secreto, como sintiendo en su corazón lastimado el torcedor de un recuerdo dolorosísimo.
Roman, el pobre médico, la contemplaba en silencio, no osando profanar con la revelación de su amor sin esperanza, el santuario de su misterio, la amargura de su dolor, sintiendo un tierno respeto hacia aquella joven, que tan semejante a él, hacía el viaje de la vida impelida hacia la tumba por la voz secreta de un pasado de infortunio.
Hay en efecto cierta clase de mujeres, que sea por el fondo de su carácter, sea por lo doliente de su historia, inspiran al corazón un noble respeto como si fueran santas y a quienes nadie, ni aún los mismos jóvenes impuros y prostituidos como Isidoro el que hemos visto al principio de esta historia, se atreverían a profanar.
Amparo era una de estas mujeres.
Volvían a la ciudad al caer la tarde, y sin conocerlo sentían oprimirse su corazón al dejar trás de sí aquellas hermosas perspectivas que por algunas horas les habían mentido una felicidad que nunca es verdadera en la clase media de la sociedad a que pertenecían; porque esa clase, siendo honrada, es virtuosa y siendo virtuosa, tiene que llevar una vida de abnegación y martirio, porque esa clase colocada entre la alta y el pueblo, no tiene los placeres de la primera, teniendo sus aspiraciones y sufre con los dolores de la segunda sin tener su ignorancia.
Una de esas pobres mujeres no anhela llevar los diamantes con que se engalana la aristocracia; pero tampoco puede dejar sus miembros desnudos como el pueblo, y para poder llevar un vestido tiene que comprarlo a costa de su vida casi.
Porque nada está más mal recompensado que el trabajo de la clase media.
El pueblo, teniendo pocas necesidades diferentes que las animales, puede satisfacerlas con el producto de su trabajo; pero la clase media, sin tener la prodigalidad de la aristocracia, tiene casi sus mismas necesidades, y gana con su trabajo muy poco más que el pueblo.
Decidlo, si no, vosotras, desdichadas jóvenes, recordad cuando con el producto de vuestro trabajo que sólo llegaba a medio peso, teníais que alimentar a una madre enferma, a unos hermanos pequeños, que alargaban la mano pidiendo pan, mientras trabajáis doce horas con la aguja.
Recordad vosotros, pobres jóvenes, aquella época en que erais el sostén de vuestra viuda madre y de vuestros desvalidos parientes, al mismo tiempo que seguíais una carrera que también os causaba gastos.
Y sin embargo, a pesar del mezquino sueldo que ganabais por respetar vuestra educación y las exigencias sociales, teníais que habitar una casa pobre, pero en segundo piso; era necesario comprar un tápalo para vuestra madre, un vestido para vuestra hermana, ropa blanca para los niños; vosotros mismos teníais que llevar un sombrero, un frac, pantalón y calzado, lo mismo que el joven rico, y para llenar esas exigencias sociales, teníais tal vez con frecuencia que privaros casi de alimento.
Porque esto vosotros sólo lo sabíais; mientras que si os hubierais presentado en la oficina o en el almacén donde trabajábais, con vuestro vestido desgarrado, dejando ver vuestros enflaquecidos miembros, os habrían despedido, y entonces habríais muerto de hambre......
Después de estos paseos seguía el duro trabajo de la semana, amenizado sólo por las lecturas de Gabriel, o las melodías de Gundalupe y su canto, ese canto modulado y triste de los aires nacionales, calcado en la música alemana.
El día se pasaba triste.
La señora Paula y Guadalupe, inclinadas sobre su labor.
Gabriel en su árido y penoso trabajo.
Amparo trabajando en la costura doce horas, suspirando y padeciendo.
Roman encerrado en su aposento, estudiando, meditando o pensando en Amparo.
Por otra parte, se había establecido entre ambos jóvenes una tierna intimidad y algunas veces, solía Roman visitar a Amparo en su aposento; pero siempre guardando un embarazoso silencio y un profundo respeto.
Mientras estas escenas de expansión pasaban entre los vecinos, otras demasiado dolorosas tenían lugar en el aposento de la desdichada familia Castillo.
Una tarde se hallaba el anciano militar sentado en una silla, su mujer enferma, y achacosa a fuerza de privaciones, ocupaba el lecho rodeada de los dos niños que la contemplaban con aire de súplica.
Víctor, el hijo mayor, se paseaba con una triste lentitud por la desamparada estancia, mirando alternativamente a su padre que con aire atrevido fijaba distraidamente sus ojos en el suelo, a su madre o a su hermana Elena, que sentada en un rincón sobre una estera, leía a hurtadillas un papel.
Era un billete que contenía estas palabras:
“En tí consiste salir de esa miseria horrible en que se consume toda tu familia; me has dicho que me amas y yo quiero hacerte dichosa.
“Esta noche voy a esperarte cerca de tu casa en un coche, y según hemos convenido, irás a habitar en una hermosa casita en San Cosme, donde no te faltará nada y tu existencia será muy diferente de la de hoy.
“Te ama y espera con ansia
La joven dejó caer de su mano la carta, peinó cuidadosamente su hermosa rubia cabellera, arregló la pañoleta que cubría su cuello de cisne, se miró a un pequeño espejo que adornaba la estancia, se quedó un rato pensativa y cuando hubo cerrado la noche, se deslizó fuera de la habitación, aprovechándose de la profunda distracción en que el dolor sumergía a sus hermanos y a sus padres.
—Tengo hambre, dijo uno de los niños que ocupaban el lecho, al cabo de un momento.
—Y yo también, murmuró el otro.
La madre los estrechó contra su corazón, procurando apagar el ruido de sus palabras.
Víctor se acercó al lecho, tomó la mano de su madre ardiente por la calentura, y llevándole a sus labios, dijo con acento de profunda y desgarradora tristeza:
—¡Oh, madre mía, a qué estado hemos llegado!
—No creas, hijo mio, estos niños han comido ya, dijo la madre con un acento cortado por los sollozos; pero que procuraba hacer aparecer tranquilo.
—No, esos niños no han comido, porque ayer se ha acabado el último dinero que traje, y hoy, por más que he hecho, no he podido conseguir nada.
—¿Y Elena, dónde está? preguntó la madre.
Víctor se volvió al lugar que pocos momentos antes ocupaba su hermana; pero ésta no se hallaba allí; el joven levantó de la estera el billete, se aproximó a la lámpara que iluminaba tristemente la estancia, y después de haberle recorrido, lanzó un grito de desesperación y dolor.
La madre se lanzó del lecho, arrancó de las manos de su hijo la carta, y antes de acabar de leerla, articuló un quejido desgarrador y cayó aplomada sobre el duro suelo.
Los niños se pusieron a dar gritos de espanto.
El anciano que con su mirada de demente había contemplado todo, se levantó trabajosamente de su silla y leyó el fatal billete.
Brillaron dos lágrimas en sus ojos sombríos y murmuró con un profundo acento de dolor:
—¡Pobre de mi hija! ¡la quería yo tanto!
Luego aquel rayo de la luz de la razón se desvaneció en las tinieblas de la locura, y lanzando una estridente carcajada que produjo un eco lúgubre en los rincones del aposento, exclamó:
—Pero ¡vale más! ahora al menos ya no pasará trabajos, como yo, por haber servido bien al gobierno.
Víctor tomó entre sus brazos a su madre y la depositó en el lecho.
—¡Oh! murmuró con voz desgarradora: mi hermana se prostituye, mi madre se muere, mi padre pierde el juicio, mis hermanos tienen hambre, Eulalia, el alma de mi vida, me desprecia. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡así la existencia es un castigo!
Una tarde tristísima del mes de Agosto, en que la lluvia, después de haber caído todo el día lenta y monótona, azotaba la ventana del aposento de Amparo, produciendo un sonido lúgubre, se hallaba ésta sentada cerca de Roman que la contemplaba con una triste admiración.
Los dos parecían muy conmovidos.
Era una de esas tardes en que encontrando triste a la naturaleza, es un placer hallarnos en compañía de un ser humano, una de esas tardes en que deseamos comunicar nuestros pensamientos, nuestras esperanzas, nuestros dolores y depositar en el seno de una persona amada, el fardo de lágrimas que ahogaba nuestro corazón.
Parecía que los jóvenes seguían una conversación comenzada, porque Amparo dijo:
—¿Insiste vd. en que le refiera la historia de mis dolores?
—Lo suplico, señorita, para procurar aliviar los padecimientos con que veo a vd. languidecer día a día, conociendo su causa, respondió Roman, procurando ocultar bajo un acento tranquilo los latidos de su agitado corazón.
—¡Gracias, mil gracias! a vd. que se ha dignado lanzar una mirada de compasión a esta pobre huérfana abandonada en medio del mundo.
—¡Oh, Amparo! exclamó Roman con trasporte.
Pero después, reflexionando un momento, el joven se interrumpió y pareció observarse en una profunda meditación.
Amparo dijo con un acento de triste resignación:
—No ocultaré a vd. ninguna de mis faltas involuntarias, porque acaso me las perdonará.
—¡Dios mio! señorita, ¿puedo yo perdonar cuando demando perdón? ¿puedo acusar cuando suplico? exclamó Roman.
Amparo al cabo de un momento de silencio, en que pareció reunir sus recuerdos, empezó de esta manera:
—Aunque he nacido en esta ciudad, fui llevada muy niña a una posesión que tenía mi padre en Jalapa, donde se deslizó mi infancia como un dulce sueño, rodeada de todas las abundancias que dan, si no la riqueza, al menos el bienestar social, y de la ternura de mi madre, que era una hermosa joven perteneciente a una distinguida familia de la Florida donde mi padre la había conocido en un viaje que hizo a los Estados Unidos en calidad de secretario de embajada.
Los dos se amaron tiernamente y la Iglesia bendijo la unión de sus corazones.
Concluida su misión regresó mi padre a México en unión de su esposa.
Sus negocios y la política lo retenían largas temporadas en México, y mi madre vivía sola conmigo y sus criadas en una casa de Jalapa, situada casi fuera de la ciudad.
Era una casa de un solo piso, pintada alegremente de blanco, aún me parece contemplarla, y con cuatro ventanas a los lados de un porton verde. El primer patio de aspecto alegre, sembrado de rosales y floridos arbustos, estaba circundado por amplios corredores, hacia los cuales daban las puertas y ventanas de los cuartos, los pretiles estaban cubiertos de macetas con las más hermosas perfumadas flores, que embalsamaban el aire, las columnas estaban tapizadas por una alfombra de verde yedra, y del techo pendían jaulas, en las que se encerraban alegres pajarillos, que impregnnban el aire de melodías, dando todo esto a la casa el aspecto de una fiesta eterna.
Los aposentos estaban decorados sin lujo; pero con una elegante sencillez.
De este primer patio se pasaba a un segundo, en el que se contenían multitud de animales domésticos. Después seguía un huerto de inmensa extensión, lleno de cuantos árboles y plantas crecen en ese suelo bendito de Dios.
Perdone vd. que me detenga en estos detalles, porque ellos están impresos de tal manera en mi memoria, que a pesar de los años que han trascurrido desde que no habito los lugares de mi infancia y de las terribles y variadas impresiones que han agitado mi juventud, no se borran de ella aún, dijo Amparo.
Roman se inclinó sin responder.
Mi madre había preferido este retiro a la capital.
Era demasiado joven todavía y de una hermosura dulce y apacible como la de una santa.
Separada de su familia y su país natal, separada también de su marido, cuya atención absorbía completamente la política, sin darle lugar a fijar en otra cosa su cariño, mi pobre madre había concentrado en mí todo el amor de su aislamiento.
Educada con un régimen metódico, disfrutaba yo de una completa salud, y a los seis años era una niña hermosa y alegre.
Iba yo vestida generalmente con trajes ligeros y de vivos colores.
Mi madre me hacía levantar muy de mañana, después de haber recitado de rodillas sobre mi lecho, mi plegaria matinal.
Hasta la edad de diez años no tuve maestros de ninguna clase, porque mi madre que poseía una instrucción muy sólida, sin afectación, me enseñó a leer y escribir correctamente, a coser, bordar y aún bastante regular su idioma nativo, que era el inglés.
Era muy sentimental, muy virtuosa, muy resignada, había aprendido las máximas sublimes de los escritores ingleses, y me daba esa educación religiosa y sólida que ella misma había recibido de sus padres.
Nunca una sonrisa de sarcasmo erró por sus labios, nunca exhalaron éstos otra cosa que palabras de ternura y plegarias, no tenía ninguno de esos defectos de la generalidad de las mujeres, era económica, caritativa con los pobres, que eran por otra parte las únicas gentes extrañas que penetraban en nuestra casa.
Consagrada enteramente a mí, nunca salía más que en mi compañía.
Me tomaba de la mano y nos dirigiamos al caer la tarde a recorrer lentamente los campos que continuaban por todos lados la casa hacia el camino del pueblecito de Coatepec.
Me hacía notar todas las bellezas de la naturaleza; el sol moribundo detrás de las lejanas colinas, los celajes fugitivos de grana, la suavísima tinta crepuscular, los cantos de los labradores que volvían del trabajo, las aves volando hacia sus nidos y cuando me veía conmovida, como se puede conmover un niño, me hacía dar gracias al buen Dios que había creado tanta maravilla.
Me hacía acostar temprano, después de haber hecho mi oración.
Entonces mi madre se retiraba a su aposento y se encerraba en él para meditar, orar y llorar el abandono en que mi padre la dejaba hacía dos años.
Esta educación religiosa, este aislamiento, me habían formado un carácter meditativo. La tranquilidad en que vivíamos y la absorción de mi aislamiento, habían impreso su sello en mi rostro, y a los doce años era yo una niña apacible, obediente y humilde, con una frente tersa que simbolizaba la pureza de mis pensamientos, con una mirada lánguida y vaga por la meditación y el recogimiento de la tranquilidad.
En efecto, ¿qué mas podría yo desear? No vivíamos en la opulencia; pero sí en una dulce medianía; mi madre consagraba a mí todo su cariño y yo también la amaba con todo mi corazón; no experimentaba los horrores de la desesperación, la inquietud de pasiones exaltadas, las acechanzas de una sociedad en cuyo centro no vivía.
Pero esta felicidad no debía ser muy larga.
El gobierno en el cual mi padre ocupaba un puesto elevado, fue derrocado completamente y tuvo él que abandonar la capital, huyendo de los encarnizados partidarios que le seguían, viajando de noche para ganar el puerto mas próximo, que era Veracruz y expatriarse.
Una noche llegó a las doce a Jalapa, me abrazó y me besó conmovido, y al cabo de un rato se arrancó para continuar su camino, de los brazos de mi madre que cayó desmayada.
Desde ese día la salud de mi madre comenzó a languidecer por una enfermedad del pecho y su vida a apagarse lentamente como una lámpara.
Sin embargo, procuraba ocultarme sus padecimientos con una cuanto dulce, falsa sonrisa que me hacía llorar.
¡Padecimientos físicos que consumían su cuerpo delicado, padecimientos morales que lastimaban su corazón tan esquisitamente sensible!
Una sombra de tristeza se había extendido sobre aquella casa tan tranquila antes, si no alegre.
Algunas noches que despertaba, veía brillar luz en el contiguo aposento de mi madre que padecía ocultándomelo. Me levantaba para ir a su lado; pero ella me reprendía dulcemente y me obligaba a volver a mi lecho, diciéndome que era una casualidad y no otra cosa, la que la hacía estar despierta.
Me acercaba a su lecho y me daba un beso en la frente.
Al sentir el contacto de aquellos labios abrasados por la calentura, al contemplarla tan pálida, tan doliente y tan resignada, sentía las lágrimas subir desde mi corazón a mis ojos y me arrojaba sollozando entre sus brazos.
—Vamos, ¿qué es eso, hija mía? me decía estrechándome contra su seno y con una voz quebrada por la emoción y ahogada por las lágrimas acumuladas en su corazón.
—¡Madre ¡madre mía! exclamaba yo.
—¿Pero por qué lloras, niña? ¿no ves que te amo, que estoy aliviada? Vamos, vuelve a acostarte, que esto te puede hacer mal.
Yo volvia a mi aposento y desde que había salido escuchaba sus sollozos que delante de mí había estado conteniendo.
—Y si yo muriese, ¿qué seria de ti? ¡pobre hija mía! me decía algunas veces entre lágrimas.
—¡Oh! no, madre mía, no diga vd. semejante cosa, si tal sucediera yo también moriría, exclamba llorando y estrechando su delicado cuerpo con el mío.
Y permanecíamos abrazandas y llorando de esta suerte largo tiempo, hasta que al fin ella recobraba su tranquilidad y me decía con dulce acento.
—Pero, ¡qué locas somos con estar afligiéndonos por cosas que aún no suceden!
Y para tranquilizar mi ánimo completamente, ese día se esforzaba por aparecer alegre y aliviada y hacía tomar a la casa y a los criados un aire de fiesta que no me volvía la calma sin embargo.
Así pasó un año, sin que durante este tiempo, recibiésemos una sola carta de mi padre.
Él, tenía buen fondo, era honrado, amaba a mi madre; pero la política que a tantos hombres buenos ha extraviado en México, absorbia completamente su atención y el tiempo que habría de emplear consagrado a su familia, lo empleaba en conspirar o en buscar medios para sostener el bando político a que pertenecía.
Mi madre seguía cada vez mas enferma, y cuando un nuevo gobierno abrió a mi padre las puertas de la República, sólo vino a encontrar en su esposa a una moribunda que un mes después arrebataba la eternidad.
Me acuerdo que el día anterior al de su muerte, recibió mi madre los últimos sacramentos con el fervor y la contrición de una santa.
Luego que el religioso y sus acompañantes se hubieron marchado, luego que todo ruido hubo cesado, me hizo penetrar en su aposento y allí entre lágrimas y sollozos, me abrazó, recomendándome que siguiese siendo buena como hasta allí lo había sido, y diciéndome todo lo que la más amante de las madres puede decir a su hija a las orillas del sepulcro.
Después de lo cual, nos despedimos para la eternidad.
Mi padre me arrancó del lecho privada de sentido.
A este recuerdo, Amparo ocultó su cabeza entre las manos y lloró dolorosamente.
Roman la contemplaba con una triste conmoción sin atreverse a interrumpir su dolor.
La noche había caído completamente inundando con sus sombras el aposento.
Amparo se levantó al cabo de un rato, enjugó sus lágrimas con la punta de su mascada y fue a encender la lámpara, volviendo a sentarse al lado del joven para continuar su narración.
Fuera de la estancia seguía gimiendo la lluvia.
Un mes permaneció mi padre en Jalapa guardando el duelo de mi madre; pero al fin el nuevo gobierno le llamaba a México para recompensar los sufrimientos de su destierro y premiar sus servicios con un elevado puesto en la magistratura.
Siéndole ya inútil por consiguiente la casa de Jalapa, la vendió tal como estaba, hasta con sus muebles, a un rico comerciante de Veracruz y comenzó a hacer los preparativos para el viaje.
Yo sentí mi corazón despedazarse al tener que abandonar aquella morada de paz y silencio que me había abrigado durante catorce años al lado de mi madre, de las tempestades del mundo, aquella morada ocupada todavía por su sombra, perfumada por su atmósfera, santificada por su memoria.
Una hora antes de partir, recorrí todos los aposentos para decirles mi triste despedida, el salón donde recibía la instrucción y hacía mi labor al lado de mi mndre, los lugares todos impregnados de un mundo de recuerdos, mi aposento con sus ventanas al alegre corredor, los objetos debidos a su tierna solicitud, el jardín ahora abandonado donde en otros días habíamos cuidado juntas de las flores, el lugar donde hablamos de alguna cosa, aquel donde me dio tiernos consejos, tal otro donde se leyó con lágrimas una carta de mi padre, su aposento con los objetos colocados aún de la misma manera que ella los había puesto, su lecho donde la había visto languidecer y que ahora iba a pasar a manos extrañas que lo profanarían.
Iba yo, corría de un lugar a otro, abrazando los muebles como si fuesen seres amados, besando con lágrimas su lecho, guardando en mi maleta sus vestidos y todos los objetos pequeños que le habían pertenecido, guardando en mi seno las flores de su predilección, anhelando en fin, mirar por la última vez aquella santa habitación que no debía volver a contemplar.
Una hora después, seguía yo en un coche el camino de México con mi padre y una anciana mujer que había amado a mi madre como hija, a mí como nieta y que me había servido de aya.
La opulenta capital, en vez de agradarme, me causó una impresión dolorosa con su estruendo, su gentío, su lujo.
Sólo muy pocas veces, por dar gusto a mi padre, fui en su compañía al teatro y a los paseos.
Fuimos a habitar una elegante habitación a la calle de Cadena; pero aquella suntuosidad, aquellos ricos muebles, aquellas pinturas, aquellas lujosas alfombras, que hacían tanto contraste con la alegría, los muebles sencillos, el jardín de nuestra casa de Jalapa, produjeron una desagradable impresión en mi alma.
Como mi padre permanecía fuera casi todo el día, yo pasaba las horas al lado de mi aya hablando de mi madre, contemplando los objetos que le habían pertenecido, y llorando al recordar los pormenores de su existencia.
Pusiéronme maestros de música y de dibujo, hizo mi padre venir a una modista para que escogiese yo las telas y las hechuras de mis trajes; pero nada de esto me alhagaba; yo sentía esa triste y nostálgica languidez moral que se llama “mal del país.”
La brisa de ámbar de la existencia había acabado para mí.
Pocos meses después, comenzaron a adornar la casa, a traer nuevos y ricos muebles, un suntuoso carruaje.
Un día supe la causa de este movimiento.
Mi padre se iba a casar.
Durante su permanencia en México, mantenía hacía algún tiempo impuras relaciones con una mujer, que aunque no muy joven, pertenecía a una familia distinguida. Esta familia se componía de otras dos hermanas que se habían casado y una madre que acababa de morir.
Por esta razón se casó mi padre con ella.
Mi madrastra fue a habitar su casa nueva.
Permítame vd., señor algunas palabras sobre ella.
Era una mujer que a pesar de tener cerca de cuarenta años, era todavía y debía haber sido en su juventud muy hermosa.
De elevada y elegante estatura, con un aire de reina, con una mirada altiva y penetrante, con un acento dulce, pero imperioso, era una hermosura muy diferente de la de mi madre que consistía en la afabilidad, en la mirada dulce, en el aire resignado.
Una era hermosa como una diosa; la otra como una santa.
Una era altiva, prostituida, orgullosa; la otra era humilde, virtuosa y sufrida.
Los auspicios bajo los cuales entró a la casa fueron terribles para mí.
Había amado a mi padre con una pasión tan ardiente como impura y sin conocerla había aborrecido a mi buena madre, que aunque había sospechado lo que pasaba, nunca se atrevió a hablar una sola palabra y había llorado en silencio su abandono.
Todo su odio había recaído en mí y desde muy temprano comenzó a atormentarme con él.
Como había adquirido un dominio tan completo sobre mi padre, éste no se atrevía a contrariarla directamente en nada, y ella le hacía creer que las reprensiones que yo recibía sin ofenderla y por las cosas mas insignificantes, eran merecidas.
Pocos días después despidió a mi aya, bajo el pretexto de que era una mujer de baja clase con quien yo estaba engreida.