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Sala “cursi” de ganapán enriquecido repentinamente, atestada de invitados ostentando un lujo insulso y payo, resplandece a las luces de los seis candelabros y del candil de bronce dorado que pende, demasiado grande, de un cielo rosa claro con molduras de plata y angelillos dorados como en una decoración de teatro o de cantina americana.
Había un gran calor en el ambiente enturbiado por el humo de los puros, atmósfera cargada de alcohol, de ricos perfumes, de acres olores de tabaco y de sensuales emanaciones de carne femenina, atmósfera vibrante de rudas voces varoniles, risas, ruido de vajilla, cristalería y plata, cual si el pretencioso salón fuese el de un restaurante galante y orgiástico.
Estallaba por entre las notas negras de las levitas de los hombres y el oleaje tentador de los trajes claros de las mujeres —sobre la alfombra de un rojo atroz—, aquel lujo chillón y tonto.
Y la barahúnda de las conversaciones desbordadas y vehementísimas, francas, libres y alegres, vibraba con un incipiente fragor de bacanal contenida, algo como el principio de una orgía entre canalla triunfante que al vestirse ricamente intenta refrenarse.
Percibíanse las espiguillas y galones de uniformes de oficiales y jefes de infantería y artillería. Mozos, no muy limpios, cargados con bandejas erizadas de copas y vasos con nieve, coñac, champaña y cerveza atravesaban por entre los corrillos, las mesas-estorbos y los sillones...
—Pues yo sí creo que viene abajo el ministro de Hacienda... ¡y entonces arriba don Joaquín!
—No acepta, capitán... oiga usted... es muy honradote. .. ¿no ve usted que ya se hubiera hecho rico..? ¡Oh! eso sí, mi capitán, es muy honrado...
Y el anciano que charlaba reclinado en el ángulo de un sofá, ante dos jovenzuelos imberbes y un hombrazo uniformado de paño azul, sorbió una copita de coñac; miró a sus interlocutores con sus ojillos inyectados, acariciándose con temblona mano las escasas patillas, y agregó sonriendo:
—No, señores, no... yo conozco a don Joaquín Montiel desde hace veinte años, cuando era guerrillero en Goahuila y Nuevo León. Cuando los franceses, mandaba un pelotón de carabineros... ¡oh! ¡qué tiradores aquellos capitán! ¡Qué puntería! Desde entonces fue notable...
Y la conversación siguió animándose en aquel grupo, en tanto que, próximas, se oían las risas de algunas mujeres que a cucharaditas tomaban nieve con coñac, galanteadas por un barbilindo que les contaba una historieta...
Decía él con voz meliflua y afeminada, cimbrándose coquetamente:
—¡Ay Dios! Y le sienta bien a don Chucho esta vida; cada vez está más gordo, cada ocho días se manda hacer pantalones ¿y saben ustedes a qué sastre los encarga?
—¿A Salín? ... ¡cuándo no! —dijo abanicándose una de las equívocas damas.
—¡Qué Salín! ¡al Baratillo ... Licenciado! ¿No? —exclamó la otra...
—Nada de eso, Juanita, a Sarre.
—Sí, a Sarre, donde se viste don Joaquín... Y Amelia se viste (y se desviste) en casa de Madame Anciaux, donde se viste (y se desviste) la hija de don Joaquín... ¡Todo es igual! ¿Verdad?
Hubo risas estrepitosas tras las temblonas alas de los abanicos, risas desvergonzadas llenas de lujuria y picardía.
El salón resonaba con el tumulto de las conversaciones más y más desenfrenadas, en el ambiente cálido, como locos repiques de alegres campanas echadas a vuelo en una fiesta de Corpus.
—Después de todo, sabe usted que me da lástima don Joaquín... ¡tan simpático, tan francote!... No, de veras Amelia no piensa bien lo que está haciendo. ¡Y este don Chucho! Y la “dama” se persignó cómicamente con la diestra “en cuernos”.
—Pues a mí, lo que me está dando es cólera... yo creía que hubiera baile; nada, esto ha estado muy “furris”; yo vine nada más porque Eugenio se empeñó, pero esta Amelia con su conducta está dando mucho qué decir... ¡y que la aguanten!
—Ya se le acabarán sus humos.
—Lo peor es —tomó a hablar el jovenzuelo, en tono confidencial y misterioso— que yo sé que don Joaquín está dispuesto a terminar ya. No es nada difícil que venga esta noche... y al ver tanta gente...
—¡Es un escándalo...! ¡Venir la Coya Pérez!... Porque no dilata en llegar.
—Deje usted la Goya Pérez, ¡la García Novo con el general!... y mire usted también cómo allá se dan gusto. .. ¡qué cinismo!... No, si esto es para verse nomás... Pues sí, chula... mire... ¿Y no saben una cosa?... El otro día...
—¡Cuidado!...
—¿Qué?... Ah, sí... ¿Don Chucho, no?
—¿Quieren que lo traiga? —dijo otro mozalbete.
—Sí; llámelo, licenciado.
—Con mucho gusto, Juanita... pero no se vayan a reír mucho.
—No; ¡ay Jesús!... Nos asustaremos y de eso sí no respondo yo —contestó el afeminado.
—Cabal, chula, ya sé que no te gustan los toros... ajenos.
Nuevas risas estallaron tras los inquietos abanicos, risas silbantes mezcladas al crujir de las varillas..
—¿Por qué te ríes?... ¿De veras? ¿Sí?
—¡Ay! qué mala es usted; si yo hablaba en serio...
El licenciadillo se había apartado de las dos damas, perdiéndose entre los grupos. Y poco después, regresó abriéndose paso entre ellos, al lado de un hombre obeso de enorme barriga, solemne como un barril ambulante. Sonreía el buen hombre.
—Aquí tienen ustedes el desertor, aquí está el picaro por quien preguntaban ustedes —dijo el truhán abogado acariciando la cabeza calva del hombre-barril con la mano izquierda levantada ligeramente sobre el occipucio del gordo personaje, los dedos índice y meñique paralelos, simulando astas....
—¡Nada de desertor, licenciado! usted me calumnia, hombre; usted me calumnia, hombre; no, señoritas, o señoras, yo no soy desertor; yo estoy como decía Turena, siempre al pie del cañón... soy soldado viejo... pero, la verdad, me fui a la cocina, porque como no me gustan los pastelitos, ni todas esas basuritas franchutas, ¡sino lo sólido! me metí entre pecho y pulmón una piernita de pollito. .. porque la hambrita tenía calorcito... ¡Je, je, je!
Y queriendo ser gracioso, el obeso hombre-barril dio a su rostro hinchado, reluciente, rojo e idiota, una expresión bestial de ídolo hotentote, en cuyo hocico, impregnado de grasa, los diminutivos que intentaba hacer halagüeños resultaban duros y repugnantes. Daban asco, aun a las mismas “damas” que se divertían con él.
—¡Pobrecito de don Chuchito!... Siéntese aquí, a ver qué nos cuenta de bueno, “de buenito”.
—¡Ay! niñitas... Esto ha sido un disgustito que... yo... la verdad porque soy medio filosofito, pero Amelia está de un humor...
—Humorcito, dirá usted, don Chuchito...
—Pos sí... Amelia... y es que... si, con razón, si al primero que invitamos fue al señor don Joaquín... y no viene; debe de estar enojado... enojadito...
—¡Ah!... ¡Con razón!
—¡Qué cumpleaños tan amargo para la pobre de Amelita!
—Y para usted... ¿Una copita?
—Yo sólo cerveza... traeme a mí cerveza, Heliodoro; de la negra que le teníamos a don Joaquín; corre, deja aquí la charola.
El mozo partió. Don Chucho había tomado asiento en el sofá, entre las dos mujeres. Y entre las blondas azules de sus trajes, sobre el rosa claro de la tapicería, bajo la gran lámina de cristal biselado de un espejo, desbordábase su figura redonda como una mole de grasa, encerrada en una bata de terciopelo verde aceituna, extendiendo sobre la alfombra sus largos pies calzados con pantuflas negras bordadas desplata...
Repentinamente, mientras él, absorto, contemplaba los cortinajes de uno de los balcones, Juanita, tras de la cabeza inclinada de don Chucho, cubriéndose el rostro con el abanico, habló con su compañera. Los dos rostros femeninos se acercaron; después, violentamente, las damas aproximáronse al hombre, echaron sus cuerpos hacia atrás, y una con la mano izquierda y otra con la derecha, levantaron sus abanicos cerrados, irguiéndolos también paralelamente sobre las rojas orejas de don Chuchito.
—Vea usted, coronel, vean ustedes, señores —gritó entonces el abogadillo a un grupo que pasaba rodeando a una regia mujer—, vea usted, Amelia, el apoteosis de su esposo.
—No te enceles, Melita, estoy entre dos...
La mujer que pasaba se detuvo, muy seria, contemplando aquello. Sin decir palabra, levantando los hombros desdeñosamente ante la carcajada que estallaba en tomo suyo, desapareció.
Alguien dijo:
—Sí... ¡imbécil!... con dos cuernos.
Y el anciano que charlaba cerca del capitán, gritó desde el otro extremo, vaso en mano:
—No hay cuidado de los cuernos, don Chucho... ¡cuando son los cuernos de la abundancia!
Un trueno de carcajadas sacudió la rica y fea sala donde celebraban los ganapanes del César-Presidente la “fiesta onomástica” de la linda Amelia, esposa del famoso don Chucho y querida de un procer.
—¡Salud, señor coronel!
—¡Salud, señor diputado! —y ambos chocaron las copas.
—¿Nos han invitado a cenar o emborracharnos?
—A las dos cosas. Y aun a más...
—Ya hemos bebido. ¿A qué horas nos darán de comer?
—Un momento, señor diputado...
Subía el calor; olía a coñac y a marisco; a Kananga y a heliotropo... Los balcones, abiertos de par en par, dejaban pasar bajo sus colgaduras de un rojo brutal, auras frescas que oreaban la estancia, refrigerando el ambiente saturado de alcohol, de perfumes violentos y de carne de mujer, carne de mujer desnuda y sudorosa. Y la escena reproducíase en mirajes de plata en los espejos constelados hasta lo infinito por las luces de los candelabros.
—Pero ¿quiere usted decirme a qué nos han invitado?... Hombre, la verdad, esto no es baile, ni concierto, ¡ni el demonio!... —tornó a insistir el diputado.
—Beberemos más... ¿Ya vio usted a María?
—¡Qué mujer!... Pero muy triste —contestó un tercero.
—Sí... no me hable usted de eso, doctor, es el colmo, es el colmo, sí.
—¿Conque la señora esposa del licenciado Daroz, afortunado secretario de todo un señor gobernador? Conque ella, la linda María... Pero esta casa es completamente pública, es...
Una frase cruda, dicha con aplomo de truhán, escupió la cómica indignación del diputado. Él, el militar y el doctor —un hombre de rostro rubicundo y abotagado—, suspendieron la tarea de beber su champaña. Miraban codiciosamente a dos mujeres que atravesaban el salón, abriéndose valla entre los hombres, como dos princesas en una corte real... de teatro de cuarto orden.
—Con permiso de ustedes, señores... doctor ¡cómo me da gusto verle en mi casa!... ¿Y Luz por qué no vino? ¿Qué tal, señor diputado? ¿Cómo le va, coronel? —y la que esto dijo fue estrechando con su manita fina y satinada las de los tres caballeros.
—Mala como siempre, Amelia... La felicito por su fiesta... ¿Y usted?
—Buena... una poca de bilis... Qué desairado está esto... Ni modo de que hubiera baile, no hay señoras... sé que todo esto fue por la familia de las Rodríguez... ¿qué me importa?... ¡Orgullosas!... No se impacienten, ya pasaremos a cenar.
Amelia, de pie, al lado de su amiga levantó los hombros con arrobador mohín de desdén. Estaba soberbia de belleza, deslumbrante de lujo. En su cabellera de negro “ala de cuervo”, finísima, prendían dos camelias, una, su rojo sangriento, y la otra su toque de nieve... Descotada hasta más allá del nacimiento del seno exuberante, firme, y redondo, erguíase indolentemente, en toda su intensa gracia de adorable tapatía, vestida con un traje de seda de un gris pálido. Su boca de gruesos labios sensuales, él inferior semicolgante de vaga laxitud, sonreía levemente en el rostro de óvalo impecable, rostro encendido por el champaña, iluminado por la mirada turbadora de unos ojazos de arqueadas cejas negras y de magníficas pupilas garzas.
Los tres la miraban embebidos, sin poder decir una palabra más, clavados en sus asientos por la fascinación que emanaba de aquella regia hembra descotada, deliciosamente impúdica.
Y ella, comprendiendo con franca desvergüenza, todo lo que decían los ojos de aquellos tres hombres, muy amigos del general González, les sonreía.
—Estoy con ustedes, señores —dijo ella de repente—, vamos a charlar con María, está muy mortificada porque no sabe su esposo que vino... nos vemos.
Las dos se alejaron.
—¡No me canso de ver a esa mujer!... ¡Bocado de Ministro, palabra de honor!
—Ya lo creo... No tiene mal gusto don Joaquín.. Carito, carito le cuesta... Ella es capaz de dejar en un petate a “Rotchilt”.
—Ya era hora de que el señor Montiel “la hubiera dejado”... es terrible... ahora coquetea también con Borostia.
—Sí, ya lo he visto... pero no tiene ni un centavo, un pobre periodista maestro de armas, y ya está... El caso es que de él está más enamorada; a Montiel por dinero y a Borostia por amor... ¡Bonito par de cuernos para don Chucho Rebas!
—Tráenos más champaña —ordenó el doctor a un mozo.
—¡A mí coñac! —rectificó el coronel.
Hubo en aquel instante un clamoreo vivísimo, choques de copas, risas y chists repetidos que imperaban silencio. Algunas voces autoritarias clamaron entre el barullo:
—¡Silencio!... ¡Hagan silencio que empiezan los brindis!
—Silencio, señores... va a hablar Amelia...
—¡Favor de un poco de silencio!
El gordinflón don Jesús, jadeante, arrastrando sobre la alfombra sus pantuflas bordadas de plata, agitando su bata verde aceituna, iba de un lado a otro, con la faz congestionada y los ojillos inyectados, diciendo a todos:
—Un momentito, señores, va a brindar mi mujer... Tantito silencio, va a brindar Melita... Dispensen ustedes, pero va a brindar mi señora...
Todos los hombres se pusieron en pie. Se habían repartido copas de champaña. De allá del corredor llegaban las detonaciones de las botellas al destaparse. Todos, copa en mano, hacían círculo en torno de Amelia, la cual en el centro del salón, alta la redonda cabeza donde entre el ébano de sus cabellos estallaban las notas blanco y púrpura de sus dos camelias, se alzaba, temblándole en la mano la ancha copa desbordante de blanca espuma que descendía por el finísimo cristal, empapándole los dedos y escurriéndole por el lindo antebrazo desnudo.
—¿Por qué no he de brindar yo también? todos los que están aquí son “este” ... este... este... Son todos los que están aquí... para la patria, porque todos quieren “este” al... al presidente de la República que, la pura verdá, es muy reata... porque este... este... este... sí, sí; porque, señores, el general Manuel González es muy amigo. .. de los hombres, y este... este... también es muy amigo de las mujeres...
—¡Bravo, bravo, bravo!...
Hubo un aplauso general atronador y retumbante, que hizo oscilar las colgaduras de las puertas y balcones.
Y aún no terminaba la oradora, cuando, de súbito, se hizo un gran silencio en tomo de aquella espléndida beldad, de tan soberano prodigio de belleza subyugadora y triunfal, en tomo de aquel cuerpo divinizado, de aquella preciosa criatura que desparramaba en el salón sus palabras argentinas y dulces, hilvanando frases estultas, propias de un cerebro raquítico.
Fornido y alto; rostro viril encuadrado en espesa barba gris; cuello de toro; con andar pausado y firme de Hércules benigno, con la conciencia de su gran fuerza, el sombrero fieltro en una mano y en la otra grueso bastón de ébano con puño de oro, un caballero entró.
—¡Eh!... don Joaquín.
—¡Cáscaras, el señor Montiel! ¡Oh! ¡Chist!
—¡Esto va a estar bueno!...
—¡Caracoles, el verdadero conde!
—¿A que ya no sigue el brindis?
—Hombre, ya era hora... ¡Bendito sea Dios!
—Se aguó la fiesta, ¡qué lástima!
Como un tiroteo crepitante a la sordina, se dispararon a un tiempo mismo por todo el salón estas frases. Amelia, estupefacta, había entregado rápidamente la copa a su esposo, quien se apresuró a ocultarla bajo su bata, y extendiendo el brazo izquierdo, apartaba a los señores que formaban circunferencia, para abrir paso al omnipotente que llegaba. Después se escurrió, desapareciendo.
—Buenas noches, señores... buenas noches, don Jesús.
—¡Oh!, señor de Montiel... nosotros creíamos que usted no vendría... Vamos, siéntese usted. ¿Un vasito de champaña?... Divirtiéndonos por aquí... Conque ¿no toma?
—Gracias, don Jesús. Buenas noches, señoras... Eh... ¿qué tal, doctor?...
Todos se habían sentado de nuevo; y una como gran evaporación de cuchicheos, risillas y toses contenidas llenó la sala.
De nuevo tomaba el aspecto de una orgía refrenada entre cortesanos pulcros... Bien se conocía que se estaba ante el amo, o como había dicho el doctor del rostro abotagado, ante el verdadero conde.
—¡Cuidado, amigo, ya llegó su majestad el primer cuerno! —había dicho otro chusco, bebiéndose un buen vaso de la Cliquot.
Fermentaba la orgía en la atmósfera de la rica sala, resplandeciente con el oro y la plata de sus molduras, las lunas de sus espejos con marcos de peluche escarlata, los cortinajes color de rosa, la alfombra acolchada artísticamente y los muebles Luis XVI, fantásticos al lado de las levitas que agitaban sus faldones, todos manchados de coñac y champaña, de grasas y mantequillas, dulces, pasteles y nieve que se iba derritiendo por entre los primores de la ebanistería parisiense del moblaje. ¡La orgía canallesca del truhán que no tiene arte para prostituirse y olvida la estética para embriagarse era la que allí refunfuñaba, por no estar a sus anchas!
—¡Eh! ya me estás cargando mucho; esto ya no lo puedo aguantar... ¿No te dije que no invitaras a nadie?...
Allá, cerca de una columna de porcelana japonesa que sustentaba, en un rincón, majestuoso candelabro de bronce con sus transparentes bujías de esperma, solos, en un apartamiento marcadamente voluntario, Amelia reclinada contra la pared, oía temblando al señor Montiel, cuyo busto atlético se levantaba delante de ella, sacudido por fulminante rabia de gigante celoso. Su voz ronca, balbuciente y silbante por la cólera, abofeteaba el rostro de la bella tapatía.
Y en torno, bordeando la masa de los invitados, había una circunferencia de respetuoso silencio de lacayos.
—Pero, responde, mujer... ¿Conque te has querido burlar de mí como te burlas de tu marido? ... ¿No?... Pues entonces ¡con un...! (aquí una palabra cruda). ¿Por qué invitaste a toda esa punta de sinvergüenzas?...
—Pero mira... No te exaltes... Mira que nos están viendo... Oye...
Amelia temblaba; su rostro antes encendido, palidecía bajo la luz del triángulo de llamas del alto candelabro... El arco negro de las cejas oscilaba con nerviosas sinuosidades de angustia y miedo sobre el raso de los párpados que se levantaban dejando ver el brillo de las húmedas pupilas garzas... Gesto innoble de prostituta abofeteada torcía las aletas blancas y exangües de su nariz carnosa... Y el labio inferior colgaba, abandonado a sí mismo, como un pobre trozo de carne muerta... El miedo —un horrible miedo— plantaba a la ninfa afrodita un antifaz de bruja... Los brazos caídos, las manos juntas sobre las rodillas, estrujaban las plumas y las perlas del abanico.
—¡No quiero oír nada; ya está, ya está! pero si...
Detúvose un momento el amante celoso, expirando bruscamente en sus labios la palabra, retrocediendo un poco, sombrío, turbado, manteniendo aún en el aire los vigorosos brazos de puños crispados... Un hombre, rompiendo la circunferencia que los apartaba se aproximó a ellos, sonriendo.
—Buenas noches, Amelia... Buenas noches, señor —y tendió su mano enguantada hacia los dos.
Montiel extendió la suya, atónito, con un impulso de genialidad franca, pero altanera, arrugando el entrecejo. Amelia se turbó aún más.
—Señor Borostia, ¿qué no tiene usted la bondad de... este, este... de saludar a... ya sabe usted?
—¡Pobrecita!... —intentando sonreír, sin poder levantar él hermoso belfo colgante, abría desmesuradamente sus grandes ojos sobre el advenedizo, quien atusándose nervioso los largos bigotes a lo mosquetero, continuaba plantado delante de ella, sin fijarse en Montiel...
—¿A quién dice usted, Amelia?
—¿A quién ha de ser, señor Borostia? A María...
—¿Qué María?
—¡Oooh!... Se hace usted... Mírela qué sólita está...
Intervino entonces Montiel.
—Creo, señor —dijo— que habrá usted comprendido... Dispense la franqueza, pero... Deseábamos estar solos.
—¡Ah! sí... ustedes dispensen...
Se alejó bruscamente, y no bien había desaparecido por entre la masa de levitas, cuando, de plomo se dejó caer el grande hombre, sobre una silla, las manos cerradas sobre los muslos; y mirando de hito en hito a la miedosa Amelia, exclamó:
—¡Pero esto es el colmo del cinismo, señora! ¿No le dije a usted que no quería ver más a ese mequetrefe espantaconejos, ese espadachín de banquetas... ? ¿Eh? ...
—Mira... Si no viene por mí... Supo que iba a venir María... Sabes, la enamora desde hace mucho tiempo... Y si no, míralos allí.
Con un movimiento de la barbilla señaló Amelia un punto del salón.
—¡Cómo! ¿A María, la mujer del señor Daroz? ¿Y usted protege'aquí, en su casa, esas cochinadas?... De suerte que no sólo es usted prostituta sino... también es usted... —soltó la vil palabra cruzándole con ella el rostro como con un látigo...
Y ella seguía aterrada, estúpida, atónita, con esa baja humildad de las mujerzuelas que se dejan golpear por el hombre a quien engañan y que al ser golpeadas por él experimentan un goce perverso...
—¡Conque también ella se la pega a su marido! ¡Y ese sí es un hombre de honor!
—Es muy viejo... y tú comprenderás que es uno...
—Ya está, señora.
Súbitamente se alejó dejándola en pie, con el abanico despedazado entre las manos, bañados sus desnudos hombros por las luces del candelabro, hermosa y tentadora aun en aquella actitud de esclava apaleada por el amo después de haber sido su favorita.
Un minuto después Amelia se irguió y aproximándose a un espejo reparó el desorden de su tocado, rectificando, graciosa, la situación de las camelias... Y al ver en el cristal, entre el desorden del salón las espaldas de las mujeres y los hombres, los rostros alegres y encendidos, gesticulando, los brazos levantados, alzando las copas de champaña, coñac, cerveza y nieve; al ver reflejada, perdida, la fisonomía de su esposo que hablaba con Montiel, sonrió triunfalmente, alzando los hombros con rápido ademán de pilluela encanallada, que sale airosa de un mal trance.
Volvió a los grupos; abriéndose valla, recibiendo galanteos un tanto subidos de color, desparramando sonrisas a derecha e izquierda, insolente, hermosa, banal y dulce hetaira.
Una mujer delgada, vestida con un sencillo traje oscuro, pero ostentando aretes de brillantes, una mujer de rostro enflaquecido, ojos pequeños, pero que eran dos ascuas con ese fulgor húmedo y cálido de los ojos de las tísicas, oía abstraída a Borostia.
—Pero si me lo acaba de decir Amelia; hábleme usted con entera confianza, cuente conmigo para lo que se le ofrezca ¿está usted enferma?
—No, señor Borostia, no tengo nada... Esperaba que hubiera venido la familia de los Goya Pérez... y no... veo que esta no es una sala decente, yo no conozco a nadie.
Su voz era quejumbrosa, triste, sombría. Sus ojillos inquietos erraban por el salón...
—Es verdad. ¡Nunca debió usted haber venido a esta casa!... Si yo hubiera sabido...
En aquel momento al lado de ella se sentó Amelia, tomándole una mano...
—¡Pero Luis, qué imprudente fuiste! —y la hermosa miró con fijeza al caballero...
—¿Por qué? vamos a ver... Él es un bruto, un hombre que no conoce la educación ni por el forro... Usted misma, Amelia, me lo ha dicho... Será muy honrado y muy trabajador y muy rico, pero es un grosero...
—Sí, sí, es cierto... pero yo te suplico, Luis, que no tengas ninguna cuestión con él...
—Si me acerqué fue porque vi que la maltrataba... ¿Quién le rompió el abanico?
Amelia no contestó; miraba con embeleso erótico el rostro varonilmente bello de aquel hombre de largos y rizados bigotes negros, nariz borbónica y barba cuidadosamente afeitada.
—Siempre he creído que el hombre que maltrata a una mujer, sean cual fueren él y ella, es un cobarde.
—Sí, es verdad, es insoportable, pero, Luis, por amor de Dios, no tengas tú nada con él... mira que Jesús está arreglando un negocio de muchos miles de pesos... y conviene no disgustarlo en mi casa; si no fuera por eso yo te aseguro que no lo volvía a recibir... ¿Pero qué quieres tú? —la dama pálida, silenciosa, miraba a los dos... Un gesto de dolor, de cruel angustia interna contraía la comisura de sus labios delgados.
Hubo un momento de silencio, en tanto que en torno de ellas el salón vibraba furiosamente sus rumores de algazara y su ruido de cristalería...
Iba a hablar Luis... pero se ahogó la primera sílaba en su garganta. Súbitamente se puso en pie. Era que había visto a don Joaquín llegar frente a él, brusco, tembloroso, la faz roja, completamente congestionada, relampagueantes los ojos.
Y lo que pasó entonces fue rapidísimo.
—¡Conque ha dicho usted que soy un cobarde!...
¡Niéguelo!
—¿Quién le ha dicho eso?...
—¡Vuélvalo a decir delante de mí!...
—Pero... permítame usted, señor Montiel...
—No me da la gaña... a ver, hombre... dígalo delante de mí.
—Yo dije que el hombre que maltrata a una mujer era un cobarde... ¿Se da usted por ofendido?... Si le viene el saco, entonces...
—¿Entonces qué?... ¡Responda!...
—¡Entonces, entonces es usted un cobarde!
Súbito chasquido. De plano, abierta, cayó sobre el rostro de don Luis la manaza de Montiel... Abrió, al sentirla Borostia, instantáneamente, los brazos en cruz, y de espaldas cayó sobre la alfombra, ahogándose por ésta el golpe de su cráneo contra el pavimento.
—A cachetadas, cobarde, que vienes a traer a un burdel y a prostituir a la mujer del que te ha hecho gente... ¡Canalla, canalla, canalla!... ¡Y búscame donde quieras, espadachín, espantaconejos, que no tienes más honra que la de haber sido golpeado por un hombre!...
Algunos brazos intentaron sujetar al furioso don Joaquín... Amelia, lívida de espanto, había huido, desapareciendo entre la muchedumbre estupefacta; María, la pálida tísica, se había arrojado sobre Luis, impidiéndole con su cuerpo que se levantara... Sentía él sobre sí un peso enorme, una gran nube roja le cegaba, y una infernal sinfonía estruendosísima, como de caídas de formidables cataratas retumbaba en su cerebro.
—¡A patadas, canalla, sinvergüenza, espadachín, espantaconejos...!
Y don Joaquín, abriéndose paso, ebrio de cólera, tambaleándose, tomó el sombrero que un mozo le entregara, abandonando el salón.
En el lujoso despacho particular del rico hacendado don Joaquín Montiel, a las ocho de la mañana, su secretario el viejo Ramírez, de pie ante la gran ventana, leía absorto un periódico.
La pieza amplia y severa, tapizada de papel oscuro, con su alfombra de rosetones cafés, estaba completamente iluminada por la luz que entraba del gran patio de la suntuosa casa.
Lentamente, con el paso seguro y firme del hombre en plena salud, alto y corpulento, don Joaquín, que acababa de entrar, se aproximó, y apoyando con familiaridad la mano sobre el hombro de su secretario, le dijo:
—Buenos días, Ramírez, qué trae de nuevo La Libertad?
—Señor, buenos días... ¿Madrugó usted?
—Sí... pasé una noche infernal.
Ramírez miró tras sus lentes de arillo de oro a don Joaquín, quien se acariciaba pensativo la hermosa barba gris que encuadraba un rostro enérgico, bronceado, de facciones regulares y ojos grandes y tranquilos bajo espesas cejas horizontales.
El secretario arrojó sobre una mesa el periódico, y con ademán de comprender el mal humor de don Joaquín, fuese al bufete y púsose a manejar una pila de cartas, pliegos y periódicos.
De un extremo a otro de la estancia paseábase aquél, la cabeza baja y la mano izquierda sobre la frente. Llegaba del patio una alegre sinfonía de pájaros en la cual estallaban, límpidas y penetrantes, las notas de cristal de un clarín. Oíase también un estudio monótono de escalas en un piano, gritos alegres de niños y el argentino son de un timbre de acero que vibraba con bruscas intermitencias.
—Me preguntaba usted qué traía La Libertad, ¿no, señor?... Aquí está la correspondencia.
—Déjemela ahí, Ramírez... Ahorita no tengo humor de trabajar.
—Muy bien, señor... ¡Un magnífico artículo!... No debe usted quejarse ¡caramba! qué oportunidad. Vea usted, anoche mismo sucedió un escandalazo y hoy ya trae la noticia... parece que ese Borostia, a quien no hallaban cómo agarrar...
—¡Cómo! ¿Qué?... ¿Dice algo de eso La Libertad?...
—¡Ah! sí... todo un artículo muy bueno. Esto sí vale la pena!
—¡A ver, a ver! —y don Joaquín, el rostro súbitamente enrojecido, y la mano temblorosa, arrebató el periódico a Ramírez, quien lo había vuelto a tomar de la mesa en que primero lo arrojara.
—¿Dónde, dónde está?... A ver, ¿qué dice? —don Joaquín estrujaba el papel, febrilmente, abiertos los ojos que recorrían las líneas, sin darse cuenta de lo que leían, en una angustiosa perplejidad atónita.
—Sí... sí, tome Ramírez, yo estoy más bruto que de
—Es el artículo mejor; dispénseme usted... ¡Qué fuerte!... Hágame favor... costumbre... a ver, léalo.
Ramírez desplegó el diario, se ajustó sobre la nariz los lentes y leyó:
—“Los héroes de barro que visten la túnica de gala de los triunfadores, sin haber portado nunca el recio broquel de los combates, son como las prostitutas que se ornan de blanco y se coronan de azahares para ir, desposadas hipócritas, a las nupcias con un viejo crédulo que las ama!”... ¿Qué tal?...
Y el buen Ramírez suspendió la lectura para ver el efecto que había causado en don Joaquín.
—¿Y qué diablos quiere decir todo eso?...
—¿No entiende usted qué fino golpe?
—¡Yo quiero ver lo de Borostia!...
—Pues de él se trata, ya verá usted.
El secretario continuó:
—“Ya estábamos hartos de ver a esos ídolos incensados por el vulgo necio a quien han deslumbrado con el oropel de sus bravatas de espadachines de salón, ya...”
—¡Pero con un demonio! ¿quién escribió...? bueno, bueno, siga usted.
“Ya era preciso que los que se imponían ante ciertos políticos, por hacer cierta política, los que vivían a mansalva, escudados por una falsa reputación de valientes, de duelistas y de bravi fuesen escarmentados.
”Esta reflexión nos la sugiere el escándalo que, a última hora, nos comunica uno de nuestros reporters. Por tratarse de nombres de personas a todas luces muy respetables y de una caballerosidad a toda prueba, no nos atrevemos a citarlos, pero nuestros lectores bien comprenderán cuáles son ellos y conforme a un criterio recto, inflexible y severo juzgarán el episodio que relatamos.
”En un salón de una de las familias más aristocráticas... de esta capital, se celebraba anoche una elegante tertulia, un Five o’ockloc tea al que habían sido invitadas distinguidas familias. Una fila de carruajes se estacionaba ante la casa, cuyos balcones resplandecían. En el patio gran movimiento de lacayos y en el salón, el más prodigioso espectáculo que puede presentar una fiesta en que correctamente se ostenta el lujo de la high life.”
—¡Valientes cochinos mentirosos son esos periodistas! ¡A qué le llaman salón y a qué pipilas “high life”... Siga, sígale, Ramírez.
“Una virtuosa dama y su digno esposo...” —¿Virtuosa dama esa...? ¿digno esposo ese...?
“...Eran los anfitriones... Y allí se encontraba un caballero gloria de la patria, un veterano de la guerra de los franceses, el héroe de muchas batallas, un hombre cuyo talento financiero y cuya honradez inmaculada le dan un prestigio envidiable en nuestra sociedad..
—¿Qué le parece a usted? —volvió a interrumpir Ramírez... don Joaquín no contestó. Temblábale la barba, sus ojos estaban muy abiertos, tenía el rostro encendido.
“Encontrábase también en el salón un individuo que de la manera más inconveniente expresó en voz alta su opinión de los concurrentes a aquella casa.
"Parece que a la misma virtuosa señora que lo invitara atacó con su palabrería; en seguida injurió, llamándole “cobarde", al caballero de que arriba hicimos mención. No faltó quién hiciera notar esta conducta a la noble señora, que, como es natural, se encontró afligidísima.
"Al fin, el señor ya mencionado no pudo permitir más, exigió la retirada al injuriador y como éste contestase con nuevos insultos, recibió en pleno rostro una bofetada que lo derribó a la alfombra, de donde se levantó para desaparecer."
—¿Quién escribió eso? ¿Quién?... ¡Quién! —don Joaquín había arrebatado de nuevo el periódico a su secretario, estrujando el pliego entre sus manazas, presa de mía furia salvaje.
—¡Esto es una infamia!... ¿Para qué se publica esto?... ¡Van a ver que fui yo!... ¡Que le pegué por una prostituta!... ¡Ah! canallas, ¡canallas!
Continuaba paseando, levantando los brazos con ademán desesperado, derribando los muebles, ante la estupefacción de Ramírez que no se atrevía a hablar.
—A ver, siga usted leyendo, a ver cómo termina eso —y le alargó el diario.
“No crean nuestros lectores que este episodio es un chisme de vecindad insignificante, nada de eso, por la categoría del elevado personaje que intervino honrosamente para salvar la reputación de tan virtuosa dama..."
—¡Virtuosa dama, una...! —y soltó la castiza palabra—. Siga usted.
“Y la suya misma. Además, bien conocida es la persona castigada, así como bien conocidas sus miras políticas en el papel que desempeña.
”Este escándalo social de suma trascendencia será un ejemplo saludable... Seamos inflexibles; nuestra misión nos impone flagelar sin misericordia. Hemos flagelado; estamos tranquilos.”
—¡Bueno! —rugió don Joaquín, con el rostro tan descompuesto que estaba desfigurado, inconocible—. ¡Bueno! ¡Han flagelado!... pero que no estén tranquilos, porque ahora falta que les vaya yo a dar de patadas también a los flageladores... ¡Bribones!... ¡Hatajo de menguados periodistillas! ¡Publicar eso!... ¡Conque se va a saber que yo ando metido con esa... Ramírez, llévese la correspondencia, déjeme el periódico..: y que no entre nadie... ¡Eh! ¡eh!... ¿quién es?... ¡ah!
Abriendo bruscamente la puerta de par en par, bajo las cortinas asomaron en alegre grupo cuatro niños que corrieron a abrazar las piernas del corpulento don Joaquín. Gritaban, reían, se empujaban, girando en torno de las gruesas columnas del papá que absorto los veía.
—¡Papá, papacito, nuestro beso!
—Dice mi mamá que me des para mi pelota, porque voy a acabar el silabario —clamó un nene, con voz chillona.
—Bueno, ya está; toma, ten... Vaya, a la escuela; váyanse, váyanse.
Rápidamente, una tras otra, besó las cuatro frentes, empujando a los niños hacia afuera.
Y cuando quedó solo, fue a arrojarse en el sillón de su escritorio, y allí, retorciéndose la barba, murmuró:
—¡Maldita mujer!... Sí, sí, tiene razón ese Borostia, ¡soy un cobarde!... ¡un cobarde!
De codos sobre la carpeta, la frente entre ambas manos, saltándole por entre los dedos algunos mechones de pelo entrecano, don Joaquín permaneció en su despacho, sin oír la sinfonía de los pájaros, en la que estallaba vibrante el clarín, ni el estudio monótono de las escalas en el piano...
Levantó la cabeza, y moviéndola lentamente, varias veces, de arriba a abajo, con sonrisa amarga de triste desengaño, de escepticismo cruel, volvió a murmurar, en voz baja y silbante esta dura increpación a sí mismo: “Sí; sí... No cabe duda, no; tiene razón ese Borostia; tiene muchísima razón, soy un cobarde; un cobarde... Es fea la palabra, es fea... pero eso sí, muy merecida... ¿Qué me ha pasado a mí con esa mujer? ¿Qué, qué? vamos a ver, ¿qué demonios le he visto para ser tan cochino?... ¡Oh! dejarle a esa grandísima perra el dinero de mis hijos... ¡Co... bar... del ¡Co... bar... de!...”
Y se levantó bruscamente; cruzó los brazos sobre el pecho y a grandes pasos, los puños crispados, arrugado el entrecejo, la barba temblorosa, torva la mirada, púsose a pasear a lo largo del despacho.
Paseaba y paseaba, procurando calmar con la fatiga de aquel ejercicio físico la sobreexcitación cerebral que lo exasperaba como con sangrientas espoleaduras.
Don Joaquín era un hombre honrado y digno; de los últimos honrados y de los últimos dignos que en el sombrío naufragio del deber y el honor en la prostitución de la orgía de la administración pública en México entonces, permanecía a flote, incorruptible, casi pobre, cuando hubiera podido ser archimillonario, contando, como contaba, con la sincera admiración que para él tenía el dictador.
Su pasado estaba incólume. Fue un riquísimo propietario del Estado de Coahuila; sus haciendas no tenían límites; ríos, selvas, montes y montañas le pertenecieron desde joven. El ejército francés, durante la invasión, llevó sus avanzadas hasta la frontera norte... y entonces él, en un arranque de heroísmo juvenil, malbarató cuanto pudo y con su propio capital, formó un cuerpo de carabineros, gente brava acostumbrada a la caza de leopardos en los desiertos de Coahuila...
¡Bien supieron los vencedores de Solferino lo que eran las carabinas mexicanas de los guerrilleros de don Joaquín!... Epopeya tradicionalmente célebre fue la historia de aquella guerrilla que más de una vez detuvo a fuerzas enemigas veinte y treinta veces superiores en los desfiladeros de la Sierra Madre, batiéndose a fuego, machete, piedra y reata, día y noche.
Desde entonces el nombre de don Joaquín Montiel fue célebre en la frontera del norte... Esos incógnitos copleros de nuestras pasadas guerras, esos anónimos poetas de las canciones entonadas entre el polvo de los campamentos, hablaron de las proezas de don Joaquín, y el cantor del pueblo y de la patria, el romancero don Guillermo Prieto compuso incontables romances, relatando una acción en que Montiel con sólo seis hombres, derrotó un escuadrón francés al que envolvió en una emboscada, en la noche, y haciéndole perder el rumbo, lo arrojó a un pantano en donde ni un solo hombre se salvó.
Don Benito Juárez lo hizo coronel, pero la guerra civil lo levantó en su oleaje de odio; tuvo enemigos, fue robado y traicionado por los suyos, acusado de querer pronunciarse contra el gobierno constituido, y él, todo franqueza y lealtad, bonachón, que jamás había conocido la intriga ni la bajeza adulatoria, noble hijo del desierto, caballeroso y hospitalario como un árabe guerrero, él, dimitió su empleo y se dedicó a la cría de ganado y a la compra y venta de haciendas, realizando de un día a otro fabulosas sumas que después perdía con la misma facilidad, robado por sus secretarios y dependientes, recalcitrante don Quijote.
En Coahuila era adorado; su palabra aun en los asuntos políticos más graves, vibraba con una influencia decisiva, incontestable. Aparecía entre los pocos que se alzaban haciéndose querer.
¡Y bien había por qué!... Era tan gallardo su porte de gigante benigno y tan simpático su rostro, quemado por la pólvora y el sol, con su espesa barba gris de caudillo musulmán! Y su vozarrón, duro, imperioso, acostumbrado al mando de hordas de gente levantisca y de suyo poco dispuesta a la obediencia, su vozarrón era franco y agradable cuando en él lanzaba la chanza de buen género; inverosímil parecía que fuese de un hombre tan ingenuo a veces, tan cándido y con inocentadas de niño...
Su esposa doña Clara, prima suya, había sido la gran pasión de su vida. Mayor que él en edad la había amado desde que era niño y ella toda una señorita que lo regañaba. Después de la guerra se casaron, viviendo ya en el Saltillo, ya en alguna hacienda, hasta que más tarde se decidieron a radicarse en la capital para educar a su Josefina, la primogénita a quien adoraban.
En México fue aclamado por el comercio, la milicia antigua —la formada por los viejos valientes que se batieron a su lado, muchos de ellos que estuvieron a sus órdenes.
El presidente le ofreció elevados puestos en la administración pública; pero él rehusó prefiriendo, conforme a su carácter brioso y libre, la completa independencia que le daba su holgada posición de tratante en ganadería y compra y venta de haciendas en gran escala.
Su casa, amplia, suntuosa, componíase de dos pisos. En el bajo: las bodegas, oficinas, despacho, gabinete particular y en el alto, las habitaciones de su esposa, el comedor y el salón.
Cuando bajaba, en el patio, del único carruaje que poseía, al regresar de sus excursiones de negocios, ¡con qué íntimo placer, con qué especie de respeto subía lentamente el hombrazo, la escalera!...
En el descanso le asaltaban en tropel sus cuatro hijos menores, jubilosos palmoteando de alegría, abrazándose a sus enormes piernas, y arriba en el corredor, seria, dulce, se le acercaba Josefina, la niña de diez y seis años, lindísima, con una carita inocente de querubín donde apenas se iniciaba el albor temible de la pubertad.
¡Cómo amaba aquel corpulento veterano de puños de cíclope y tórax de bronce, de gris y espesísima barba de indómito y salvaje caudillo árabe, poderoso jefe de tribu nómada, a la delicada virgencita!
Y ella alzándose sobre la punta de los pies extendía los brazos al cuello velludo de su padre, y echando la cabeza hacia atrás le presentaba su frente para recibir el ósculo del saludo...
Aquel estudio de escalas en el piano, que llegaba hasta su despacho aquella mañana era ejecutado por Josefina. Oíalo don Joaquín sin escuchar, paseando, abrumado por el cúmulo de reflexiones que le sugería aquel artículo de última hora, artículo empapado en odio, un odio estúpido, feliz de exhibirse en aquella oportunidad de un escándalo social.
Y la frase “virtuosa dama”, aplicada a aquella, a aquella Amelia tan hermosa y tan prostituta que lo había subyugado tan fácilmente, le parecía un sarcasmo burlesco, terrible. ¡Oh! mucho más terrible que aquel insulto de “¡cobarde!” de un hombre a quien apenas conocía, despreciable para él, en efecto, pero a quien no podía odiar, aun, profundamente.
—¡Tan virtuosa dama!... ¿Qué burla, qué burla es esta?... ¡Con un demonio! —furioso detúvose en medio del despacho; fuese al escritorio y de nuevo tomó el periódico e intentó leer... Imposible. Iba sucediendo a la cólera, un gran abatimiento, una gran amargura... Se sentó y otra vez, de codos sobre el escritorio, una mano sobre la frente y en la otra apoyando la barba, meditó.
Imágenes confusas, episodios culminantes acaecidos en los últimos días, viniéronle a la imaginación: se acordó de que un grupo de periodistas ambiciosos habían hecho de su nombre una bandera política con el objeto de apoyar cierta candidatura para gobernador de un estado; también recordó que pagaba doscientos pesos mensuales por sostener un periódico que defendía a su amigo el licenciado Daroz, atacado por otros periódicos locales.
Daroz era un paisano suyo, secretario del gobernador a quien se atacaba, era aquel mismo amigo cuya esposa, la sudamericana María, la pálida tísica con quien charlaba Borostia, había ido por primera vez a casa de Amelia para engañar a su esposo. . . ¡Cuánta infamia!... Sí, había tenido razón en increpar a Amelia.
Y de aquí, del pensamiento de esta mujer, que no sólo se contentaba con ser adúltera, sino que hacía que la imitaran sus equívocas amigas y hasta damas que sólo conocía de nombre, y para ello les proporcionaba su misma casa, pasó a indagar las causas que habían obrado en él, en el hombre que no veía más mujer que la suya, educado en severa monogamia de una vida libre, de actividad y combates, sin la inoculación virulenta de los placeres de una sociedad ociosa y aburrida...
Todo lo recordó muy bien, entonces. Con una admirable precisión de detalles evocó los primeros encuentros con Amelia, de quien ya había oído hablar a algunos viejos generales con quienes solía tomar una copa, al medio día, en el Casino Alemán.
Le habían ponderado su belleza, sus encantos irresistibles; imperando en México, viviendo al lado de un aventurero, que se hacía pasar por su marido... Y Montiel no había dado importancia a aquellas conversaciones que paladeaba el buen hombrazo ante su copita de coñac.
Cierta mañana, cuando se preparaba a salir, le anunciaron que el señor don Jesús Rebas, comisionista de los más listos, deseaba hablarle de un negocio urgente.
¿Don Jesús Rebas?... Reflexionó un momento... ¡Ah! sí, era el nombre del esposo de la célebre mujer de quien tanto le habían hablado.
Tuvo curiosidad de conocerle. Ya había abierto la portezuela de su carruaje, pero la cerró diciendo a su cochero:
—Sal allá afuera y espérame.
Y penetró a su despacho, sentóse inquieto, y esperó con curiosidad infantil la entrada de aquel célebre Rebas cuya mujer portentosa lo hacía toda una novedad de circo...
Y efectivamente, así esperó al marido de la bella, como un nene espera ansioso la aparición del Hombre-Sierpe...
Al fin lo vio. Era un hombrecillo obeso, muy obeso, de mofletudo rostro, gran papada, calva cabeza, sonriente, joven aún; se reconocía al joven envejecido, linfático, sin pasiones, indiferente, vividor y cínico, perezoso y glotón, dispuesto a traficar con su alma... y con su mujer.
Al principio le simpatizó a don Joaquín aquel extraño personaje, bien que le pareció un pobre diablo que mendigaba alguna recomendación comercial, un empleo o solicitaba el que se le comprase cualquier chuchería.
Mas he aquí que aquel insignificante hombrecillo rebosando grasa, con palabra meliflua pero de admirable precisión, le habló de centenares de miles de pesos, de un fabuloso golpe de especulación por el cual, de una suma a otra, se podían embolsar nada menos que medio milloncejo de pesos... negocio limpio, sin peligro ni compromiso alguno, ..
¡Magnífico negocio! Se trataba de la introducción de una formidable remesa de cerdos de Chicago que un socio norteamericano tenía en la frontera de Texas, pero el cual acusado de malversación de fondos entregados para la construcción de templos anabaptistas en la República Mexicana, vendía a ínfimo precio toda la legión porcina comprada en Chicago con el dinero destinado a aquellos templos.
Rió don Joaquín de aquello creyéndolo una novela, pero el diablo de hombre adiposo, sin dejar de sonreír, lentamente, sacó de la bolsa de su levitón un haz de papeles presos en tosca cartera forrada de hule negro.
Y extendió documentos en inglés, libranzas, cartas, Jetras de cambio, planos con dibujos de templos de arquitectura egipcia, gótica, griega y china; eran los templos anabaptistas figurando pagodas y catedrales, un partenón y hasta un palacio de las ruinas de Mitla... Después mostró ante el estupefacto don Joaquín una serie de retratos de los tipos y muestras más célebres de los cerdos comprados en diferentes criaderos porcinos del Estado de Illinois... En seguida tuvo que ver tarifas de precios, cartas de recomendación, certificados, tickets prospectos, esquelas íntimas del gerente del sindicato al cajero... un gran mundo de documentos, toda una babilonia de papeles.
Y todo aquello era extendido por las gordinflonas manos de don Jesús delante del perplejo Montiel, quien práctico en aquellos negocios, reconocía asombrado, un fondo de verdad en el panorama de “legal rapiña”, que se le ofrecía...
Largo tiempo estuvo observando silenciosamente el espectáculo que se le presentaba y al fin movió la cabeza con desconfianza, murmurando uno de esos desesperantes.
—¡Veremos, veremos, vuelva usted uno de estos días... estoy muy ocupado...!
—¡Oh! no, señor Montiel, no, señor —había contestado con voz dulzona don Jesús—, esto debe resolverse prontito, a la mayor brevedad. Vea usted, en casa tengo documentos preciosísimos que no pude cargar... otras muestrecitas; es preciso que vea usted todo eso, don Joaquín... ¿a qué horas puede usted pasar? ¡Bah! yo sé bien quién es usted, le conocía bastante de nombre... vamos, patroncito, se me hace que vamos a hacer un buen negocio. Mire... esta tarde lo espero en casa para que vea eso; tomaremos una cervecita... no estamos allí más que Ame-lita, mi señora, y yo un servidor—Y ya me voy, don Joaquinito, no le detengo más, ¿eh?...
—Pero, amigo Rebas... no me es posible —se había puesto en pie, ya malhumorado, harto de la diversión de aquel cuento que veía tan bien urdido al grado de parecerle casi verosímil; pero la curiosidad despertóse al recordar todo lo que se refería de aquella soberana Amelia, de aquella moza tapatía. “Me divertiré conociéndola”, pensó. “¡Qué diablo! pasaré un buen rato”.
Y fue... No, nunca se pudo imaginar que en el mundo hubiera mujeres tan bellas, que bajo la carne dorada de un cuello finísimo palpitaran tentaciones tales que enloquecieran a los hombres más serios y graves al grado que lo enloqueció Amelia. Su adorable sonrisa de esfinge encantadora, la mirada de sus pupilas centelleantes, garzas y diabólicamente opalinas, ¡oh! y hasta la boca, aquella boca lasciva con su labio inferior grueso y nervioso era un rasgo de lujuria en su rostro de Afrodita, ¡de tal manera provocaba escandalosamente al beso sensual prolongado!... ¡ah! y también era que la terrible mujer al entreabrir los labios con un gesto casi obsceno dejaba asomar por entre los dientes la punta escarlata de su lengua como una inquieta y maligna cabecita de víbora...
¡Y su cuerpo!... ¡Pues no la insolente hembra le recibió en bata amplísima y de tan ligera tela finísima que modelaba sus formas plegándose a la carne como un sutil lienzo mojado!...
¡Qué bien recordaba la escena de aquella tarde!
Entró a una vivienda alta de la calle del Puente Quebrado. En el corredor una fila de macetas; y, en mangas de camisa, desbordante de gordura, sonriente, lo recibió don Jesús, introduciéndolo a una sala amueblada pobremente pero muy limpia, un tanto coquetona y perfumada.
En la vejez del moblaje sólo estallaba como una brutal pincelada roja en un óleo oscuro, un sofá magnífico, bajo y ancho, forrado de terciopelo púrpura con inmensos almohadones de raso blanco bordados de flores de seda azul.
Y apareció ella; le saludó con desparpajo clavando en él sus ojos indolentes. No se separó de la sala, y en tanto que su esposo hablaba sin cesar del sindicato de bribones que habían gastado los fondos anabaptistas en cerdos que ahora vendían a precio ínfimo, don Joaquín, estupefacto,.mareado, sin oír el chorro de números que brotaban de la boca del gordo corredor, miraba a Amelia, quien reclinada en el sofá, extendidas y cruzadas provocativamente las piernas sobre un tapete, fingía leer una novela.
Salió don Joaquín, prometiendo estudiar el asunto y aceptar la invitación de comer con ellos el día siguiente.
Bien pronto comprendió, que, o don Jesús no era el esposo de Amelia y los dos eran truhanes aventureros, o vivía aquel miserablemente engañado por su mujer... Pero no pudo desprenderse de aquella casa que le atraía con el cebo delicioso del regio porte de la venus de Guadalajara que en ella moraba... No; empresa superior a sus fuerzas era la de resistir a la tentación poderosa de besar una boca que se abría lasciva mostrando insolentemente con refinamiento más que coqueto sus finos dientes con voluptuosa, prometedora sonrisa.
La árabe sangre del guerrero congestionaba su cabeza, cuando después de una comida íntima de los tres, dormitaba don Chucho, cabeceando bestialmente, abierta la boca, colgante la papada, caídos los brazos.
Entonces Amelia provocábale con más audacia, y largos instantes le sonreía deliciosamente, anegándole en la luz hipnótica de sus pupilas garzas...
Él se sentía enfermo; su organismo vibraba con sacudimientos bruscos; tiritaba a veces como si tuviera frío; se le secaba la boca y en la garganta sentía una obstrucción angustiosa... Respiraba una atmósfera de horno, encendíasele el bronceado rostro y palpitábale el corazón violentamente. Y mientras aquel gigantón tímido domado por un cuerpo de mujer liviana, se acariciaba la gran barba, sintiendo impulsos de toro enamorado, ella bebía a traguitos su café, silenciosa, bellísima, terrible.
Lo que más le exasperaba era que en las noches recibía numerosas visitas, casi todas de hombres muy conocidos entre la corte del general González, por su riqueza o su posición política. Recibía el buen don Jesús Rebas a licenciados y periodistas, militares de alta graduación, diputados y ricos contratistas, aventureros que medraban a la sombra del poder público.
Montiel fue muy bien admitido por ellos, a quienes simpatizó porque en las noches, narraba sus aventuras de campaña, y no estorbaba cortejando a Amelia... Pero en el fondo abrigaba una gran rabia contra todos aquellos que revoloteaban tenazmente en torno de la bella tapatía, husmeando con sensualidad felina el aroma de su suave carne dorada.
Y el negocio no adelantaba, pero don Jesús había empezado a recibir dinero, dizque a cuenta de los gastos preliminares, según decía.
Entonces fue cuando comprendió completamente lo innoble de aquellos dos seres unidos en repugnante consorcio, cuya razón social en el mercado del México que se divierte y goza, era Jesús Rebas, mujer y compañía.
Los sablazos redoblaban sobre don Joaquín. Ya cien, ya doscientos, ¡hubo uno hasta de mil pesos!
Sus amigos del Casino Alemán, un viejo coronel retirado, un- veterano fanático por el general Rocha, al cual había acompañado en sus más famosas acciones de guerra y un joven licenciado, rico de dinero y de esperanzas para figurar en la política, en la Cámara de Diputados o en último caso en la prensa, le habían dicho que ante todo ya que gastaba en aquella mujer, la poseyera y la dejara después. De otra manera le dieron a entender que su conducta aparecería ridicula.
¡Y que tuviera remordimientos!... Ejemplar extraño, inverosímil, era el del hombre cuyos primeros goces juveniles habían sido satisfechos en una guerra tremenda, cazando franceses después de haber cazado en su adolescencia venados, gatos salvajes y leopardos en las serranías de Coahuila; extraño ejemplar aquel fronterizo gigantón y rudo, presa de remordimientos, pusilánime ante la idea de poseer a una hermosa hembra, que había comprado a muy buen precio nada menos que a su propio marido!
Era que amaba a su pobre Clara, a su esposa envejecida prematuramente a causa de una espantosa enfermedad secreta que estalló para postrarla para siempre en un sillón que fue la eterna cruz de un dolor incurable, que solía exacerbarse en las noches, arrancando a la infeliz, atroces gritos que llenaban la casa en las altas horas nocturnas con una desolación solemnemente angustiosa y trágica.
Y lo peor era, en la enfermedad de su querida Clara, que él había sido la causa inconsciente de aquel mal sin remedio; sí, él en un acceso de pasión salvaje la había herido para siempre... Por eso, siendo un buen cristiano, juró tener para ella, en desagravio, una bondad inagotable y una abnegación a toda prueba. De allí en el último honrado, en el último digno, los remordimientos que le asaltaban delante de la hipnótica Amelia.
Mientras la lucha estimulaba su actividad incansable, necesaria para su vida de hombre robusto, en la república se desenfrenaba la orgía de la administración del general González. Era aquella la época en que hombres corrompidos se prosternaban —y en el banquete pantagruélico de los vándalos servían los platos, doblada la espina dorsal.
Era imposible que la riqueza de don Joaquín se librase de las ambiciones políticas, y ante el sube y baja de los altos empleados, hubo partidos que explotaron su personalidad como buen instrumento de venganza para sus odios y bandera de triunfo para sus ambiciones. Un periódico que sostenía la candidatura de cierto amigo de Montiel para gobernador de su estado solicitó del fronterizo una pequeña subvención, y don Joaquín, que entonces vivía sólo bajo la fatal obsesión de Amelia, la otorgó.
No veía nada de lo que en tomo suyo pasaba...
Al fin cayó, y en la casa de Amelia fue el amo, un amo omnipotente que derrochó, sobre los bolsillos del esposo, los honrados caudales de su caja; un amo que tuvo, en el desenfreno, en la explosión de volcán de sus ansias comprimidas, caprichos feroces de guerrillero montaraz, hollando vencedor, tras las hambres, las fatigas y las hemorragias de un sitio largo, alfombras de seda y sobre ellas y los almohadones de raso, hollando también la epidermis de camelia de las cortesanas sorprendidas en plena desnudez en sus alcobas, con el acero brutal de las rodajas de sus ensangrentados acicates...
Vencido, no respetó nada que no fuera —¡eso sí!— el honor, la tranquilidad y la blancura incólume de su hogar. .. Pagó las deudas de los esposos Rebas —relativamente insignificantes—, le prestó a don Jesús dinero para tomar por seis meses con pago anticipado una bonita casa recién construida en la calle de Patoni; hízole el obsequio, a cuenta de honorarios de la espléndida compra de los cerdos que se acumulaban día a día, provenientes del estado de Illinois —según aseguraba el gordo corredor—, del moblaje nuevo de la nueva casa... Abasteció la despensa, y, loco, dominado, pasaba las tardes cerca de Amelia mientras don Jesús dormía su siesta.
¡Cómo le era martirizador el recuerdo de aquellas tardes en que los dos, don Joaquín y Amelia, permanecían reclinados en el sofá; él contentándose sólo con la delicia que le parecía sobrenatural de rodear el talle blando y nervioso de la sierva con su potente, grueso brazo, ella contemplándole con el relámpago interminable de sus ojos garzos, mostrándole en su sonrisa diabólica sobre el colgante belfo lascivo, con ademán deliciosamente depravado, la punta de su lengüita escarlata de hurí traviesa y melindrosa, desplegando en los estremecimientos de sus senos, talle y caderas, zalamerías de gatita, en las enervantes voluptuosidades del harem!
El hombre heroico, el ranchero cazador de la Sierra Madre, el guerrillero de la Intervención Francesa, el hijo del desierto, franco, leal y campechano, cayó mareado y ebrio en los brazos de la hermosa criatura de veinte años de edad, pero profundamente prostituida en el arte de ofrecer el deleite en el cáliz áureo de su cuerpo, en el océano lumínico de sus pupilas de ópalos garzos, en la copa bermeja y húmeda que formaran sus labios, en el nido caliente de su cuello y en las cúpulas satinadas y tersas de sus senos soberbios.
Él solía apurar todas esas copas que le brindaba pródigamente —sin escatimar una—, la opulencia maravillosa de la hermosura de Amelia —¡copas rebosantes de lujuria, dulce, instantáneo éter que abrían un minuto de paraíso, juventud y amor en el tedioso día de la existencia envenenada ya por la enervante libación!—, copas que él apuró desfallecido y sin voluntad, con la conciencia de que sólo cedía a un ímpetu pasajero, con la esperanza netamente segura de que volvería a erguirse en una saludable reacción.
Ella en vano trataba de convencerlo, entre pueriles suspiros, de que había sido casada a la fuerza con aquel don Jesús a quien nunca había amado...
—Mire, don Joaquín—, decíale una tarde, jugando con los gruesos bigotes grises del fronterizo—, mire, ese hombre no me comprende, no me quiere... no... no ¿cómo le diré, don Joaquín?... Como se duerme como un puerco después de comer y de cenar, no me hace caso... se duerme, ¡figúrese que se pone a roncar toda la noche!... y no me hace caso... ¿Pues, yo qué había de hacer, verdad?... ¿Qué había de hacer, pues...?
Amelia al decir esto clavaba en Montiel sus soberanos ojos, la nariz dilatada, la boca sonriente... y sobre el rojo belfo colgante y grueso, la maldita víbora obscena de la lengüita roja... ¡Pues ella qué había de hacer, pobre-cita!
¡Cuán profundamente despreciaba don Joaquín a aquel par de canallas!... Pero adoraba la carne del animal-hembra, así es que al recibir cada beso de aquélla, al recibir cada beso con un sacudimiento eléctricamente erótico de todo su cuerpazo de bronce, lo saboreaba nada más que como un rico vaso de buen vino.
¡Y más que bien pagaba la carne dorada y fina de Amelia!... Fue su vicio... Terminada la tertulia a la que don Jesús convocaba a sus relaciones, cuando los ponches, el coñac y la cerveza se agotaban, e íbanse retirando, primero un viejo teniente coronel en Depósito, después un senador enamorado platónicamente de Amelia, en seguida un pobre diablo de periodista —poeta dominguero en La Libertad—, y por último, un doctor, rico pero avaro; cuando así quedaba solitaria la sala de la nueva casa, Montiel cenaba con los dos cónyuges. En la cena don Jesús bebía mucho vino, y tambaleándose, balbuciendo un —¡Qué malito estoy!... hasta ma... ña.. .na—, se iba a dormir a su cuarto. Entonces quedaban solos en el comedor.
Y ella, súbitamente, desplegaba ante el atónito exguerrillero todo el lujo soberbio de sus encantos íntimos de mujer. Se embriagaba, él entonces, de su erotismo y lubricidad no probados antes, hasta quedar ahíto...
Y le despertaba como en otros tiempos, lejano y vibrante, el toque de diana en el cuartel de la Ciudadela, al despuntar el alba fría tras la caliginosa noche preñada de ósculos prolongados y delirantes caricias que le agobiaran hasta el paroxismo del vértigo.
Asaltábanle remordimientos al regresar de la casa de mujer tan banal pero tan hermosa y que tan bien sabía dominarle, cuando besaba la frente límpida y tersa de su hijita Josefina, cuando la turba de sus pequeñuelos se abrazaba a sus piernas y cuando veía eternamente clavada en su sillón, perpetua cruz de enfermedad incurable, a su Clara, cuyo rostro alargado y enflaquecido por el dolor cambiaba su expresión angustiosa en una de profunda alegría y de ternura...
Sin embargo, tenía con su conciencia, sublevada momentáneamente, esas transacciones de todo hombre de acción y de mundo en una situación análoga a la suya. Se calmaba diciéndose que no porque se sintiera enardecido por Amelia dejaba de cumplir con sus deberes para el hogar, ni disminuía su amor para su esposa, que había dejado de serlo ya para convertirse únicamente en madre. Consideraba él que era natural que su temperamento de hombre robusto se exasperase y bramara delante de una mujer tan seductora, tan apetitosa como Amelia.
¡Pero qué sorpresas solía tener en la casa. de la fina tapatía!
¡Hasta en la misma cocina, una noche, encontró un joven almibarado, con la levita remangada, confeccionando un pastel y unos volovanes de ostiones!
Platos, sartenes, ollas y parrillas, fueron lanzados de una manotada por la cólera del hombre que no encontrando a Amelia ni en la sala, ni en la alcoba la fue a buscar a la cocina. Entonces recorrió todos los cuartos de la casa
hasta el dormitorio de don Jesús. Bajó la escalera, y encontró a Amelia en el momento en que salía del despacho de su marido. Ella le dijo que había ido a vigilar la limpieza de la estancia. En efecto, Juan, el mozo, un muchacho barbilindo de ojos bajos y pudibundos salió tras ella, plumero en mano, pasando respetuosamente ante sus amos.
Entonces don Joaquín, avergonzado de su tempestuosa rabia, fue el que pidió perdón a Amelia, y como aún la puerta del despacho, de aquel despacho que tenía en letras doradas el rótulo:
Jesús Rebas, corredor titulado.
no estuviese cerrada, Amelia, echando los brazos al cuello del Otelo, besándolo en la boca, lo atrajo al interior, y allí en la oscuridad, con voz melosa y patética le dijo muchas ternezas, se lamentó de ser tan desgraciada por tener por esposo a don Chucho... Y él se embriagó con todo aquello, en tanto que arriba el joven pastelero, con la paciencia de Job, tornaba a la confección de los volovanes... después de haber puesto en orden la batería de cocina.
Pero a la menor causa tornaban sus cóleras más y más brutales. Él era un hombre ingenuo, franco, guerrillero audaz, hijo de las selvas y los desiertos; en su fuero interno admitía, a veces, hasta cierto bandidaje contra los ricos tiranos: pero siempre que fuera ejercitado con valor, arrostrando la vida en las peripecias de un combate... No, no entendía nada de las villanías de salón; él, de conspirar, conspiraría en la cima de un monte donde hubiese levantado la bandera roja de la rebelión, carabina en mano, a gritos y a balazos, cuando no hubiera otra manera de entenderse; pero odiaba con repulsión instintiva la argucia, la sonrisa leve con que se disfraza el odio tras el ala rica del abanico... Tornaban sus cóleras con explosiones violentas, porque ella, fingiendo atenderle, no lo obedecía, y aquel flujo de visitantes que invadía su casa iba aumentando, lenta, interminablemente, ante la mofletuda cara del marido apoltronado en un sillón, cada día más cómico con su bata y sus pantuflas.
En cuanto a Montiel, por pudor, se presentaba a la hora en que todos se retiraban.
Y era que se sentía humillado ante la turba de los adoradores de Amelia, puesto que descendía a adorar a la misma carne, él, el hombre que tuvo un tiempo la altanería de no doblegarse ante la mujer de la ciudad, él, el hijo de los montes.
¡Bien sufría aquel Hércules al sentirse nivelado con hombrezuelos raquíticos que se constipaban con una llovizna o llegaban jadeantes y aniquilados por la fatiga de andar nueve o diez calles... Él había soportado sin un solo día de techo, años enteros de lluvias, huracanes, tempestades e inundaciones; en las llanuras, en las montañas y en los bosques, sin una tos, sin un resfrío, sin imaginarse nunca lo que pudiera ser una reuma... galopando a caballo, trotando unas veces, otras al paso por vía de descanso o lanzado súbitamente a toda carrera... ¡Oh! ¡qué diferencia!
Era que su vigorosa naturaleza entonces tenía una gran válvula de escape para el ardor de sus fermentaciones; entonces no pensaba en la mujer, sino, o con una brutalidad soldadesca que le hacia entregarse con el mismo placer a una indígena feroz, vieja, melenuda y salvaje, que a la más bella y perfumada mujer con quien topase, o a su prima Clara, a quien amaba con respeto y castidad de esclavo humilde y grato al amor benigno y dulce.
El cumpleaños de Amelia se aproximaba. Habíale manifestado ella en una conversación íntima que deseaba un lucido baile. Él se negó rotundamente, colérico, con un no vibrante, rápido y duro que no admitía réplica. Bajó Amelia la cabeza y no volvió a insistir ese día; pero más tarde obtuvo permiso para invitar —ya no a un baile, sino a una tertulia con cena—, a tres o cuatro personas. Él consintió, pero díjole que no iría, y, efectivamente, habíase propuesto no ir.
¡Y fue!... ¡Ah! cuando al bajar de su coche vio tanta luz en los cuadros de los balcones y oyó tan rugiente mur-mullo escaparse de ellos en oleadas que llegaban hasta él como un bofetón constante, sintió el infeliz una cólera inmensa. Tuvo que permanecer en el patio un momento, de pie, respirando a plenos pulmones para no ahogarse. Después subió, y en él umbral de la puerta de la sala efervescente, interceptando con su cuerpazo la entrada a los criados que respetuosos se alineaban tras él cargados de bandejas y botellas, contempló el espectáculo casi orgiástico de la muchedumbre. Tras las colgaduras se arrinconó, espiando, espiando, lanzando como flechas las miradas de sus ojos por entre los claros que se hacían en los grupos. Al fin, un mozo pasó llevando una gran bandeja con copas y botellas de champaña y de coñac. Le arrebató una; el mozo le ofrecía copa, pero él, sediento, como acostumbraba en otros tiempos beber a caballo y de prisa en las fatigosas marchas, se echó a la garganta todo el coñac que apuró con un feroz gorgoreo. Luego, para no caer ante el golpe de maza del alcohol se apoyó con las dos manos en la pared, y allí esperó algunos minutos. Después entró.
Fue entonces cuando se hizo aquel gran silencio, tras la barahúnda que repercutía en los ámbitos haciendo estremecer los cristales de los balcones y las colgaduras de las puertas; fue entonces cuando a él llegó la frase sardónica, insultante, gráfica y terrible que sublevó en sí todos sus ardores marciales y su intensa rabia contenida, la frase burlesca y solemnemente trágica: Allí está el verdadero conde.
El terrible coñac, la escandalosa iluminación de la sala, la multitud que le abría paso con respeto exterior, insultándole, befándole, bebiéndole la sangre de hombre honrado en la intimidad de sus feroces sonrisitas de cortesanos pusilánimes; el olor a marisco, a perfumes femeninos, a alcohol, y sobre todo, la bárbara excitación de su orgullo de verdadero conde entre tanto bellaco truhán se acumularon a un tiempo mismo dentro de su cerebro, lo lanzaron, galopando furioso y curiosamente ridículo hacia ella, la banal mujer, la hermosísima tapatía que charlara en un rincón, ufana, gloriosa, olímpica...
He aquí que el famoso don Joaquín Montiel, paseaba a la mañana siguiente, abismado, ojeroso, pálido, temblorosa la gran barba gris que encuadraba su faz...
Paseaba, paseaba aquella mañana ante el periódico que dolosamente lanzaba a los cuatro vientos de la publicidad, el escándalo de la noche anterior, ultrajando, enlodando, haciendo girones dos nombres estimables lanzados fatalmente desde la hora menguada en que la pluma de un miserable entintador goteó sobre quién sabe qué sucia cuartilla toda la artificiosa y contundente fantasía de un Yago invisible, incorpóreo y anónimo. ¡Mísero gacetillero!
Don Joaquín, después de haber despedido a su secretario Ramírez, después de haber besado una tras otra las frentes de sus hijos, después de haber evocado toda su historia incólume con su triste epílogo de debilidad por una Amelia cínica, vendida por un esposo desbordante de grasa y desvergüenza, recordaba la escena del bofetón a Borostia; retumbaba en sus oídos la palabra “¡cobarde!” que estremecía su recio organismo, parecíale mirar aún la delicada silueta enfermiza de la pálida María —¡la esposa de su amigo Daroz!— pensaba en la traición innoble, en el adulterio de ella en la casa de don Jesús, adulterio perpetrado con “¡el gran editorialista, con el leal y caballeroso don Luis Borostia!”.
Paseaba y paseaba; los brazos sobre el pecho, temblorosos la barba, el bigote y las cejas, fulminantes los ojos. Y cosa rara y noble en él: contra todos experimentaba cólera, para nadie tenía indulgencia, para nadie, excepto para Borostia.
En un repentino lúcido examen, comprendió que era éste el menos culpable. Vio a Amelia, prostituta, a su marido don Jesús, bribón marido; a los invitados a la fiesta, desleales y abyectos; a María la esposa de Daroz, liviana adúltera, y a él, a sí mismo, a don Joaquín Montiel descendiendo hasta todos esos bellacos, estrujando, haciendo pedazos dé cólera el abanico de seda y perlas de una mujer que había ensuciado con su lengüita de infame gata melindrosa y malcriada, el polvo azufrado y épico de la barba del caudillo.
—¡Cobarde!... sí... ¡cobarde!... tiene razón ese Borostia —se repetía a solas en su despacho, presintiendo que el artículo de La Libertad iba a serle fatal, comprendiendo el destilamiento de odio allí acumulado estallando en aquella ocasión descubierta por un pobre diablo de repórter.
Y seguía meditando. Sí, lo recordaba perfectamente, el maldito coñac habíale despertado una feroz ansia de estrangular y de morder, y así fue como cayó sobre el corrillo en que ella, copa en mano, pronunciaba en torno de su corte aquel brindis estúpido en que la rapazuela descotada insolentemente —ya semi-ebria, bellísima y tentadora con su traje gris-ámbar y sobre el ébano de sus cabellos en nimbo el rojo sangriento y el blanco nítido de las camelias—, tronaba en una gloria omnipotente de Venus en insulsa moderna saturnal.
Después... recordaba haberla arrastrado a un rincón de la sala, tomando entre sus dedos musculosos la mano enguantada que sostenía el abanico; la escena de sus reproches... ¡y la llegada de Borostia!... ¿cómo pudo contenerse?... No se lo explicaba, pero el hecho era que aquél se había alejado... Abandonó a la hermosa tapatía en un arrebato de vértigo y de cólera, temiendo en un relámpago de lucidez estrangularla delante de todo el mundo... Vio sin mirar, habló sin conversar con el mismo don Jesús, y no recordaba qué doctor le habló algo de apoplejía fulminante. .. Después, un jovencito de lentes, casi un niño, que tomaba notas con un lápiz en una vieja cartera, se acercó a Rebas diciéndole al oído pero en voz alta:
—¡Si quiere usted evitar una cuestión, calme al señor Borostia que acaba de decir que el señor Montiel es un cobarde!...
—¡El señor Montiel un cobarde! —exclamó sílaba a sílaba, atónito, abriendo los brazos y alargando los ojos el obeso don Chucho.
—¿Quién dice eso, mocosito? —y la mano de don Joaquín cayó entonces sobre la espalda del repórter. Éste, tranquilo, alegre, sonrió, señalando con la punta de su lápiz un grupo próximo a la puerta.
Y sucedió el insulto apremiante y la terrible manotada con que el hombrazo aplastó a don Luis ante el silencio estupefacto del salón, de donde saliera Montiel tambaleándose y ebrio de coñac y rabia.
¡Qué bien recordaba todo esto aquella mañana cuando se paseaba en su despacho, estremecido de cólera contra todos, contra sí mismo... contra él por cobarde como había dicho ese Borostia!
Se detuvo en sus paseos. Habían tocado vivamente con cinco golpes —signo de urgencia—, a su puerta cerrada.
—¡Adentro! —con voz estentórea, dijo.
Un escribiente, humilde y encorvado —saco de dril, pluma en la oreja—, entró al despacho, murmurando sin atreverse a ver al patrón:
—Señor, que el director del Federal quiere hablarle a usted... por —aquí su voz tartamudeó— por lo de anoche; que es muy grave...
El pobre diablo no dijo más, esperaba una contestación; don Joaquín, todavía con los brazos cruzados, plantado en medio del despacho contemplábalo. Repentinamente rugió:
—¡Bueno!... ¿y qué? —Bueno, ¿y qué?... A ver, amigo, ¿y qué?... ¡Hable usted, hombre!
El infeliz escribiente retrocedió, temiendo ser aplastado y murmuró:
—Señor, que quiere saber si puede...
—¡Ándele, hombre, que pase!...
Y no bien hubo desaparecido cuando un hombre alto, vestido de negro, afeitado como un sacristán, zapato de charol, llegó a él —y con familiaridad presuntuosa y voz inflada, acariciándole la espalda con la izquierda mano, en tanto que la derecha fue al brazo de don Joaquín, díjole:
—Señor don Joaquín, ahora es cuando se conocen los amigos y los caballeros; yo ya sé lo que es esto, ¿cuándo el duelo?
—¿El duelo?... ¿Cuál duelo?... ¿Eh?...
—¡Cómo “cuál duelo”! Pues... ¿qué no se bate usted, don Joaquín?... Pero ¿qué le pasa? ¿No ha recibido a los padrinos de Borostia?...
Sorprendido, atónito, con ingenuidad infantil, Montiel escuchó aquello.
—¿Conque Borostia?... —balbuceó, abriendo desmesuradamente los ojos.
—Lo ha retado a usted... ¡y ya sabe que tira bien el sable y la espada!
—¿Y qué?... —las dos manos de don Joaquín se crisparon.
—¡Cómo “y qué”!... Prevéngase... pero yo...
—¡Ah! ¿conque... ? Es verdad... tiene usted razón, amigo, conque... ¿un desaño, no?
—Pues es claro.
—¡Ah!... Sí... bueno... ¡pobre!... Pues crea usted que todo se me había ocurrido, menos eso... ¡pobre!... Siéntese usted, señor don Antonio. ¡Hombre, la verdad que no se me hubiera ocurrido! Siéntese, amigo, a ver, tome un puro, vaya, vaya... Lo siento por él: después de la bofetada hacerle un agujero... ¿pero, hombre, qué cree usted que se atreva a desafiarme? ¿qué, será tan bruto Borostia, amigo don Antonio?... A ver, ¿qué opina usted? ... ¡Usted que por su facha parece un heraldo del honor!...
Cuando Luis Borostia sintió, aquella noche, sobre su rostro la pesada mano de Montiel, por un reflejo mecánico, puramente físico de su médula estremecida, abrió los brazos en cruz, y perdido el equilibrio por el choque, cayó a plomo sobre su espalda. Luego, durante uno o dos segundos, no sintió, ni pensó, ni hizo nada; se encontró como muerto, aplastado, sin sensación, ni pensamiento ni movimiento. Pero en una vigorosa reacción súbita, una ráfaga de odio y cólera lo impulsó a llevar la mano derecha a su cintura, a la bolsa de la pistola. La halló vacía, y fue entonces cuando sintió ahogarse, teniendo sobre sí el peso de una mujer que le impedía todo movimiento. Y entonces fue también cuando una sombra le cegó, escuchando sólo el latigazo de las últimas palabras de Montiel:
—¡Espadachín, espanta conejos; canalla que vienes a prostituir a la mujer del amigo!
Al fin, recobrada la fuerza, se irguió, apartando el cuerpo de la pálida María cuyos ojos agrandados por el terror se clavaban en él, angustiosamente.
—¿Por dónde se fue, por dónde se fue? —preguntó jadeante.,.
Un grupo compacto de personas de rostros alterados por la emoción le rodeaba. Don Jesús, con la boca abierta, suspensa la respiración, no acertaba a pronunciar una palabra.
—Cálmese, cálmese usted, un momento —le dijo alguien conteniéndolo.
—¡Que traigan agua! —gritó María—. Tiene usted sangre, Luis, a ver... a ver... ¡Ni don Jesús ni Amelia!
Era verdad, gotas de sangre empapaban sus bigotes... Sacó precipitadamente el pañuelo y se limpió. Sus manos temblaban y su rostro exangüe, antes encendido, estaba lívido, los ojos hundidos, espectrales, sin mirar.
Guardábase en torno suyo un silencio discreto; pero allá lejos del grupo, rodaba un murmullo de voces animadas que comentaban el caso, que referían y cuchicheaban sabrosamente aquel maldito episodio de la tremenda cachetada en el rostro de un hombre como Borostia; y las palabras duelo, desafío, se baten a muerte, lo mata, se oían en todos los corrillos.
—¿Por dónde se fue? —volvió Luis a preguntar sin dirigirse a nadie, pero ya con una calma terrible.
—Ha salido... vaya, señor Borostia, si de algo le puedo ser a usted útil, estoy a sus órdenes.
—Gracias, gracias.
—Aquí está el agua, don Luis —un criado traía una jofaina de porcelana. María se la arrebató presentándosela a Borostia.
—Gracias, María... ¡bah! no se moleste usted.
—Pero si no es ninguna molestia...
Gran desorden había en todo el salón; las conversaciones se animaban más y más; se bebía por todas partes, y allá en un rincón el doctor del rostro abotagado, ya completamente ebrio, reía a carcajadas. Las pocas mujeres que había rodeaban en un sofá a Amelia, quien, fingiendo un melindroso espanto, les contaba que Montiel llegó borracho y “con muchas imprudencias”, pero que no quería llevar a Luis al interior... por el orden...
—¡Jesús! figúrense ustedes nomás, que María vino por ver a Borostia; sí, y es la primera vez que viene a mi casa... yo no le niego nada a una amiga, eso sí tengo... ya lo saben ustedes, “me gusta ser pareja”... vaya... ahora sí, yo no sé lo que sucede.
—Pero esta María, ¿no estaba enamorada del coronel Lezama?... —preguntó una curiosa.
—¡Y eso qué!... Eso fue ayer, cenizas de una hoguera, como dice la canción —y la bella que esto dijo, se abanicó lentamente contemplando un punto vago de la sala. Después añadió—: Ya hacía falta que le quitaran los humos a Borostia, tan fanfarrón, ¿verdad?...
—Sí, yo también me alegro de que les peguen a esos matones. ¿Qué? ¿Se batirán?
—¡Seguro!... Pero dispénsame, Concha, Borostia es muy... —y Amelia se golpeó el seno con garbo de brava hembra.
—¡Ay Dios!... ¿Y qué tal tira don Joaquín?
Borostia se había enjugado con la toalla, María a su lado lo contemplaba silenciosamente. Sus pequeños ojos chispeaban. Él a su vez la miró un momento. Ella, entonces, bajó la vista avergonzada.
—¿Y qué fue lo que quiso decir con eso de que prostituía a la mujer del amigo que me había hecho gente? ¿Qué cree usted? —preguntó Borostia anonadándola con un gesto de cólera.
—Nada, Luis, calumnias... Mire —bajó la voz—, siempre le suplico que no diga nada a mi marido...
Él no contestó. Había comprendido; y alta la cabeza, erguido su delgado cuerpo, con paso tranquilo, atravesó la sala hasta llegar a donde estaba Amelia,
—Amelia —le dijo con voz en que vibraba una rabia silbante—, le doy las gracias por todo, por sus favores. Siento lo que ha pasado y el disgusto que he dado a sus amigos, me voy, muy buenas noches, para servir a ustedes.
Después, cien brazos se tendieron a él para despedirse; escuchó ofrecimientos, lamentaciones de lo sucedido, frases triviales...
En tres saltos bajó la escalera y estuvo en la calle, que era la de Patoni, alumbrada por el gas, completamente solitaria en aquella tibia noche de julio.
Jadeante, se detuvo en la banqueta; quitóse el sombrero y con el pañuelo se enjugó el sudor, contemplando los altos balcones que arrojaban a la calle, en crudas, ráfagas, la luz y la barahúnda de aquella fiesta imbécil, que no era ni tertulia, ni baile, ni orgía.
—¡Maldita mujer, maldita, maldita! ¡Ya me la pagarás tú y tu gigante! —clamó con los dientes apretados, mostrando a la casa un gesto amenazador.
Después, a largos pasos se encaminó hacia el oriente de la ciudad, enfilando la Avenida Juárez, siempre con la cabeza descubierta, el sombrero en una mano, el pañuelo en la otra, engolfado en una meditación desordenada, impetuosísima.
Dolíanle aún la mejilla y la nariz, donde sentía la impresión de un cáustico, y aquel ardor avivaba su cólera; sentía que al cerebro, al corazón, a todas las visceras nobles de su cuerpo, llegaba una ola negra de odio; y entonces recordaba la escena terrible tan bien que parecíale volver a encontrarse aún en la sala y tener ante sí, perfilada a las luces de los candelabros, la figura apoplética de don Joaquín, quien moviendo brutalmente los brazos le exigía repitiera cuál era el cobarde, hasta que al cabo, exasperado, Luis le contestaba:
—¡Pues entonces, entonces, usted es un cobarde! —una nube negra ante sus pupilas y el choque de la manaza abierta cayendo sobre su rostro con un chasquido de su carne golpeada; después, rodando aplastado, cayendo bocarriba, botando el cráneo en la alfombra...
—¡Lo mato, lo mataré! —continuaba pensando— eso sí no tiene ni duda... ¡oh! traidor... ya verás cómo se pega a los hombres... fanfarrón... hipócrita... ¿ Y cómo lo mataré? ... porque me toca elegir armas... claro, lo atravieso. .. lo atravieso —y ya en su cerebro sobreexcitado se contemplaba en guardia, en pechos de camisa, delante de la gruesa masa de don Joaquín; y se veía irse a fondo sobre él, lanzando la hoja de acero de su estoque sobre la carne enemiga, deslizándola deliciosamente, sumergiéndola, rápido, hasta la empuñadura.
—Sí ¡lo mato! continuaba monologando meditabundo. Se internaba, entonces, en la Alameda, aspirando con inconsciente delectación el aire fresco de la noche bajo la negra espesura de los árboles punzada por los reflejos de luz amarilla del gas—, lo mato, ¡ah! debe saber quién soy... ¿y ella?... ¡maldita mujer!... Decirme que por María... por María, esposa del licenciado Daroz, de un hombre tan bueno, y también... pero, vamos, vamos ¿qué me dio por ir?... ¡Qué bruto!... ¿María allí?... estaba muy pálida; allí tan sólo... ¿a quién buscaba?... Pero esa Amelia ha jugado con todo el mundo... ¡Sinvergüenza, prostituta!... ¡Me pegó en la cara, me sacó sangre!... Nada, yo elijo las armas... y no hay remedio, lo atravieso... ¡ah! cobarde, veremos cara a cara si es lo mismo... Mañana, mañana... ¿a quiénes nombraré padrinos? ... ¿A Ruiz?... Pero esto va a ser un escándalo... ¡Él sale perdiendo! ¡Y por esa... perra!... ¡Todo por esa...!
Al llegar a la glorieta central de la Alameda se detuvo; la sombra le rodeaba, sombra silenciosa acribillada de puntos luminosos, amarillos y tristes. Fue a sentarse en una banca de hierro; a su lado arrojó el sombrero. De nuevo enjugóse la frente sudorosa, y luego, con la cabeza baja, temblando aún de cólera, continuó absorto, perdido en la sombra, a solas con su odio sublevado, evocando en una obsesión creciente la escena del golpe... La mejilla le ardía aún como si le aplicaran la llamarada roja de un cauterio, y le parecía que de la nariz bajaba todavía un hilo de sangre caliente que después se coagulaba glacial en sus bigotes.
Y así permaneció media hora, una hora, dos horas, sin moverse del sitio, taciturno, abandonado a sí mismo... Y después de aquellas dos horas, de las que no tuvo, conciencia, se levantó herido por este pensamiento cruel que se formuló así, en una fúlgida íntima cristalización:
—¿Y mi madre?... ¡Haberle jurado que aquel sería el último duelo!... ¡Oh, mamá, pobre mamá!
Marchó de nuevo siguiendo por la calzada que desemboca en la esquina de San Francisco. Iba más atónito, más cruelmente conmovido que antes. Ya la cólera se iba extinguiendo agotada y el rojo blanco de la rabia en fusión en que se derretían sus visceras se oscurecía, enfriándose... Ahora subían a su garganta sollozos que hinchaban su pecho, y por la misma mejilla golpeada brutalmente, sobre su misma ámpula trágica, descendían lentas e interminables lágrimas... ¡Pensaba en la angustia de su madre cuando supiese que él había matado a otro hombre, en otro duelo, faltando a su juramento!
Allá, lejos, oíanse los silbatos de los gendarmes, salvajemente tristes y prolongados, respondiéndose unos a otros en el gran silencio nocturno... Por entre el césped chillaban grillos, había arriba, en las frondas negras de los eucaliptos y fresnos, aleteos temblorosos de pájaros inquietos y susurros de ramajes.
Luis no pudo más: avanzó hacia el poste de un farol y contra aquél, apoyó los brazos cruzados y sobre ellos la frente. Y allí sollozó con violentas convulsiones nerviosas, murmurando la gran frase de su corazón tierno y filial: —¡Mamá, mamacita!... ¡Madre mía!
Así permaneció mucho tiempo, sin pensar más, invadido por un enorme dolor y una inmensa desesperanza.
Pero al fin se irguió, y pensó, con fiero ademán, al proseguir su marcha por las calles de San Francisco:
—¡Eh!.., está bien... no nos arredremos... ¡ah, mujer maldita!... y a él, lo mato... lo mataré, sí... ¡Pobrecita mamá!... ¿El último duelo? ¡Ese lo libra el hombre contra todas las fuerzas enemigas un milésimo de segundo antes de su muerte!... ¡Lo mataré!
Eran las tres de la madrugada cuando Luis abrió la vidriera de su gabinete de estudio. Al encender la lámpara, su anciana madre, que había entrado sin hacer ruido, poniéndole una de sus flacas manos sobre el hombro, le dijo en tono de dulce reconvención:
—¡Tan tarde, hijito!... Ya va a amanecer...
—Pero, mamá, por qué no se había usted acostado? —le besó respetuosamente la mano, y la anciana tomando la cabeza de su hijo, le besó en la frente.
—¿Qué te ha pasado?... ¿Ves qué malo te ponen las desveladas; te veo amarillo, amarillo... ¿Estás malo?
—No, señora, no es nada... he trabajado mucho en la redacción... no es nada, vamos, vaya usted a acostarse... yo voy a trabajar otro poquito, urge mucho acabar un artículo muy interesante...
—No, Luis, ya no te desveles más, ¿no ves que estás enfermo?... pero... ¡Jesucristo! ¿Qué tienes, qué es eso?... A ver... ¿Pero qué te pasó en la cara?
—¿Por qué? ¿Qué es lo que tengo?
—Tienes hinchado el cachete.
—¡Ah! sí, una postemilla... váyase usted a acostar, mamá.
Luis, muy pálido a la luz de la lámpara asentada sobre un pequeño escritorio negro, miraba sombríamente el cuerpecito chaparro y flaco de su pobre madre, cuyos cabellos blancos eran en su rostro cadavérico —rostro de penitenciaria, apergaminado y hundido—, un nimbo venerable y tierno que atenuaba la terrible expresión de decrepitud y sufrimiento en aquel ser cuya palabra era un reproche amoroso al par que una caricia vehemente.
—Tú eres el que te acuestas, Luis, tú estás malo. Con el calor de la lámpara te pones peor. Anda, hijito... —y le pasó la mano huesosa surcada de venas hinchadas, por la frente, alisándole los cabellos alborotados, clavando en él las pupilas de sus ojos inyectados y lagrimosos...
Luis no veía nada; sentía disolverse el hierro rojo de su cólera en la dulce ternura de la viejecita... No pudo resistir.
—Bueno, mamá, le prometo acostarme: pero usted ya no se desvele.
—Así me gusta... No se te olvide rezar, hijito... Al ángel de tu guarda... hasta mañana, ¡Dios te bendiga!
Desapareció, encorvado el cuerpecillo flacucho, moviendo su cabeza blanca, bajo las colgaduras de una puerta interior.
Entonces él, súbitamente, de un soplo, apagó la luz de la lámpara, y a oscuras, se llevó ambas manos a sus cabellos; atravesó el gabinete, apartó bruscamente una mesilla que estorbaba el paso y que cayó derribada con gran estrépito, y entrando a su alcoba fue a caer sobre el lecho. Echóse atravesado oblicuamente, con el rostro sobre la colcha, una de sus manos sobre la mejilla golpeada, la otra sobre la nuca.
Y en las tinieblas silenciosas, convulsionado, solitario, de nuevo tornó a ver con claridad terrible la escena del golpe, la silueta de Montiel, la figura delicada y enfermiza de aquella misteriosa María, la pálida tísica enamorada de él; y a su lado, grotesco y repugnante, el bonachón y mofletudo rostro de don Chucho, que abría la boca estúpidamente!... Entonces se verificó el desfile de todos los personajes que había visto en la casa de Amelia; y, sobre todos, a ésta la veía pasar con su cuerpo erguido y voluptuoso envuelto en aquel traje gris perla, soberbia, alta su cabeza de pelo negro en que estallaban el rojo sangriento y el blanco suave de las dos camelias, centelleante la mirada de sus ojos garzos, sonriente la boca sensual con aquel lujurioso grueso labio inferior colgante de lascitud mostrando en su caída de abandono la blancura de los dientecillos por entre los que asomaba aquella terrible puntita roja de su lengua.
Mirábala pasar así, así tal como la maldita lo sedujo cuando se amaron por primera vez... Y experimentaba ante la evocación de la belleza sensual y casi obscena de la tapatía, un recrudecimiento de cólera... Simultáneamente a la visión de su imagen sentía en la mejilla la mano abierta del hombre que lo había golpeado en plena sala, en pleno público... ¡Y a él, a un maestro de armas, a un profesor de esgrima!
¡Ah! Sí... y ¿cómo él, él, Luis Borostia, el célebre teniente coronel de artillería, el correcto caballero, el magistral tirador de pistola, el galano cronista, el ameno satírico, el profundo escritor y sutil polemista, el conversador lleno de gracia y sal, el famoso Luis Borostia, ¿cómo no había de sentir el infierno de la vergüenza y de la cólera, si se le había abofeteado en público, de tal manera que había rodado al suelo sin poder matar en ese mismo instante al qué tal había hecho?... No, no; tenía que matarlo; tenía que batirse en un duelo a muerte, en un “duelo excepcional” con aquel hombre que así tan insolentemente había escupido delante de todo el mundo al inmaculado espejo de su honor.
¡Oh, sí, así tenía que suceder!... Lo atravesaría, hundiéndole la espada al irse a fondo sobre él, hasta la guarnición de la empuñadura! Temblaba.
En aquel momento su fatigado cerebro, su palpitante corazón, sus pulmones agitadísimos estaban empapados de nuevo, en una onda negra y densa de odio... Pensaba con odio, palpitaba odio, respiraba odio... Todo él era odio.
Bien pronto de su imaginación borróse el desfile horrible de las personas vistas horas antes; hasta la venerable silueta de su anciana madre se perdió... ya no tuvo delante de su pensamiento cristalizado sino a Montiel golpeándole el rostro; sus manos crispadas agarraban la colcha del lecho... Un amodorramiento pesado, una fatiga dolorosa le fue entorpeciendo hasta aniquilarlo en una somnolencia trágica turbada por convulsiones y sobresaltos nerviosos que lo sacudían violentamente en las tinieblas en donde se hallaba a solas con la negra pesadilla, con la espantosa obsesión del odio.
Y en el malestar de tan horrible sueño, en aquella incómoda postura, el pecho jadeante contra el colchón, los brazos extendidos abarcando toda la anchura de la cama —brazos en cruz, abiertos desesperadamente—, las piernas dobladas una sobre otra, boca abajo, mordiendo casi la colcha, desmelenado y tembloroso, subíanle a la garganta frases brutales y canallescas, frases preñadas de insultos y blasfemias, palabras soeces y hediondas, insultos sangrientos, un desbordamiento, a interrumpidos borbotones, de rabia inmensa y de infinita sed de escupir lodo... La pobre bestia humana hallábase sola, sin brida, ultrajada, golpeada, vejada... y ahora en aquella penumbra de sueño arrojaba como vómito incontenible, en palabras, el acumulamiento negro de su cólera. Labor inconsciente, mecánica refleja... Pesadilla. La basca del odio.
Era aquello un monólogo entrecortado en el delirio de la rabia... Decía, murmuraba, gritaba, sollozaba, clamaba en un sonambulismo solitario en las sosegadas tinieblas de su alcoba:
—Sí... ¡cobardes!... Perdóneme, María... ¡Pégale!... Gracias, Amelia, es usted muy hermosa... Ya sale... bueno... ¡Canalla, yo no soy espadachín!... No, mamacita, si no lo maté... ¿Qué culpa tengo, señor Da-roz? ¡En guardia! ¡Avancen!... No le diré nada, don Joaquín... Mamá... miren ustedes, señoritas... ¡pobre!... ¡una!... ¡dos!... Mañana mismo... Está bien, a pistola... Aquí, don Jesús... ¿Yo espantaconejos? ... ¡Lo mato! Pálida, María... oiga, mamacita... ¡A Joaquín Montiel!... Pues sí... adiós... qué ojitos, Amelia... ¿Cuándo? ... ¡El último duelo!...
Y a veces entre una y otra incoherente frase, reía, ya con risa silbante, irónica, vaga o torpe, ya a carcajadas que se tornaban guturales y roncas en el silencio...
De pronto, tras las colgaduras de la puerta dilatóse una tenue claridad... La luz sobre los ojos del sonámbulo produjo una excitación nerviosa instantánea: al atravesar la sangre de los párpados llegó roja al cerebro induciendo en él pesadillas de sangre, relámpagos de púrpura, nubes de crepúsculos escarlatas y llamaradas de incendio que sin duda despertaron ideas de muerte, de exterminio, combate, carnicería y degüello, porque entonces, estremeciéndose bruscamente aulló:
—¡Hasta el puño, canalla!... ¡Toma!... Que se arda hasta que se chamusque... ¡Préndanle fuego!... ¡Quémenlo!... ¡Te voy a matar! ¿Quién incendió esto? ¿Quién puso fuego a mi felicidad? ¡Cuánta lumbre y cuánta sangre!... ¡Te mato!...
Viva y repentinamente se iluminó la estancia. Lámpara en mano, en camisón, un amplio camisón blanco que envolvía su cuerpecito encorvado hasta arrastrarle, la cabeza cubierta con un pañuelo, entró la anciana ante el lecho de su hijo, quien de través sobre él se estremecía, rugiente en el infierno de sus pesadillas.
La viejecita permaneció atónita, con azoramiento espantable, en una inmovilidad de estupor... Sus ojos inyectados de sangre se agrandaron mirando a su hijo; una vena que atravesábale la frente se hinchó, y con la boca abierta, suspensa, tuvo que oír aquel borbotón de frases negras.
—¡Lo voy a matar, cobarde!... ¿Qué me importa Amelia? ¡Pegue otra vez!... Aquí está la otra... tenga, tenga, tenga!... ¡Fuego!... Hipócrita... don Joaquín... ¡lo maté, lo maté!...
—¡Jesús, María y José! —agitó la anciana su mano temblorosa; dejó caer la lámpara que se estrelló en los ladrillos del pavimento estrepitosamente con un ruido de cristal hecho añicos, dejando en la oscuridad la alcoba... La anciana corrió al lecho, y cayendo de rodillas sobre el tapete que había al pie, con ambas manos sacudió desesperadamente la cabeza de Luis, clamando con palabras jadeantes:
—¡Despierta, hijito de mi alma!... ¡Luis, Luis! ¡Despierta!
—¡Eh!... ¿Qué?... ¿Qué sucede?... ¿Quién?...
—¿Qué soñabas, dime? ¿Qué gritabas?, díselo a tu madre... Luis, ¿a quién querías matar?... El demonio te tentó, ¿ves? ¡por no rezar!... ¡Reza!
—¿Yo, mamá?... Pero ¿quién te lo contó?...
—Reza, que se te quite esa pesadilla... ¿ves los remordimientos de aquel pecado, de aquella muerte, de aquel hombre a quien mataste? Hoy no has rezado... pídele perdón a Nuestro Señor que es misericordioso... ¡pídele perdón como yo, hijito, para que duermas tranquilo!... ¡todavía tu último duelo!
Lloraba la infeliz. Su voz seca y ronca se alzaba en la habitación oscura, con dolor de sollozo y súplica de plegarias... Él se había sentado al borde de la cama, estupefacto e idiota. Murmuró ella lentamente:
—Calla... no vuelvas a soñar eso, ni a pensarlo. ¿Qué soñabas?... ¿A que era en el hombre que mataste?.... ¡Luis de mi alma, hijito de mi corazón...! yo le ruego a la Virgen Santísima día y noche porque te perdone, por la salvación de tu alma pecadora y arrepentida... ruégale tú también a la Divina Madre de los pecadores... para que no sueñes con el muerto... para que te perdone el último duelo—¡Híncate!
En las tinieblas, Luis sintió la presión de la mano de su madre: aquella debilidad caduca tenía el peso de una montaña, estaba aterrado, incapaz de raciocinar... Y sobre el tapete, al lado de la anciana semidesnuda, en la sombra, de rodillas ella también, repitió una a una, en un silabeo sin alma, las palabras flamígeras de la Salve que ella pronunciaba con un fervor vibrante, sacudiendo y levantando hacia el cielo sus temblorosas manos seniles en el silencio y en las tinieblas...
Y terminada la oración, clamábala de nuevo, besando entre frase y frase la cabeza, las manos, el cuello, la levita misma de su hijo, quien consternado continuaba repitiendo palabra por palabra:
—¡Dios te salve, Reina y Madre, Madre de misericordia, vida y dulzura, esperanza nuestra!...
Bravo, inteligente y audaz leperillo era el flacucho Muerte Calaca, el que repicaba en la Catedral de Querétaro, ayudaba a decir misas y se robaba las limas y aguacates de las huertas de Paté y la Cañada.
Lo más admirable en aquel pilluelo, célebre en la histórica ciudad por sus vagabundeos de minúsculo bohemio generoso y caballeresco y sus trapisondas de buen corazón, sin el menor asomo de perversidad, eran sus pocos años, apenas ocho. Ocho años, y el descalzo mocoso que sólo tenía una pobre madre en el Hospital de Santa Rosa, ya sabía leer —lo que por entonces era extraordinario—, hacía cuentas, escribía cartas a soldaderas, cargadores y arrieros en la puerta de los mesones, con un desplante y garbo de infantil conquistador aventurero, cual si confiara en alguna tan segura como gloriosa predestinación cesárea.
Hubo un buen cura que recogió al vagabundo callejero, después de haber dado éste un fenomenal escándalo, pues promovió endemoniada batalla de chicuelos de escuela en la falda del Cerro de las Campanas, combate que se verificó a pedradas para decidir la supremacía de cierta escuela sobre otra su rival. El caudillo fue llevado a la cárcel; y la sociedad queretana de suyo tan pacífica y dada a las piadosas costumbres monásticas de los “buenos viejos tiempos”, tuvo en sus tertulias la indignación consiguiente contra aquel diablo de rapaz vagabundo cuyos pies descalzos hollaban las calles, los barrios, las huertas y los cerros circunvecinos, con planta audaz, y siempre con tan buena fortuna que no se le veía hambriento aunque sí siempre flaco, de rostro picaronzuelo alargado, fina naricilla dantesca, labios delgaditos, frente despejada, orlada de bucles rebeldes y salvajemente hermosos, y sobre todo unos ojazos negros de un negro profundo y aterciopelado, brillantes, vivísimos, ojos que ponían en su faz de gitano errabundo y atrevido un chispazo de ingenio, una fúlgida pincelada.
—Es un diablito —decían de él las beatas que forradas en el merino negro de sus tápalos, iban a oír misa a Santa Rosa y las Teresas... Se apartaban creyéndolo, con toda buena fe, engendro del mismo demonio.
—Acabará en el patíbulo —murmuraban graves dómines que tomaban en una tienda su traguito de mezcal.
—Ya lo agarrarán para la banda de un batallón —opinaban otros.
—Será un sacristán muy sinvergüenza —solían decir algunos atrevidos estudiantes del Colegio Civil del Estado.
Pero el caso era que el mocoso a todos simpatizaba y así de todos recibía limosna, hasta que llegó aquel día en que el buen párroco, previendo en él un magnífico talento, y al verlo en la cárcel por una travesura muy propia de un carácter audaz y persistente, aun en los peores trances, tomó al pillín bajo su férula, vistiólo decentemente, lo instruyó, sacó a su madre del hospital e hizo de él a los dos años todo un guapo y aventajado caballerito cuya inteligencia brillante tuvo para mayor realce el marco negro de la envidia de sus compañeros, a quienes solía golpear.
En México, a donde pasó la madre con su hijo al concluir su instrucción primaria, entró éste al Colegio Militar a donde le impulsara su espíritu belicoso y su ardor de imaginación oriental. Allí se hizo notable por sus irreductibles altiveces, y sus riñas a bofetadas con alumnos mayores que él en edad. Ascendió poco a poco hasta llegar a ser sargento segundo de una de las compañías.
¡Qué tipo tan gallardo y tan marcial el suyo! Alto, saliente el pecho, erguida la cabeza, sobre los ojos la visera del kepí, bien entallada en el busto delgado y esbelto la levita correctamente abotonada, luciendo un precoz bigotito negro, sedoso y arriscado, era un vivido modelo clásico del cadete del Colegio Militar de Chapultepec.
En su alegría genial descollaba un sutil talento para la sátira y la mofa... Lo que allí se llama “el verso fino” en el cual era maestro.
El epigrama de buen humor contra los superiores arbitrarios o malquistos era la delicia de sus camaradas cuando oíanlo brotar de sus labios en los corrillos al aire libre, en las horas francas o en las veladas nocturnas en voz baja y discreta en el dormitorio donde charlaba acostado boca arriba en su cama, sin obedecer al grito de: “¡Guarden silencio!” del alumno de imaginaria.
Hacía hermosos versos satíricos, acrósticos que le valieron bien pronto una envidiable reputación de buen poeta.
Su complexión, sin embargo, era delicada y si algo se robusteció, sobre todo el pecho, fue sólo a fuerza de tenaz gimnasia durante algunos años. Así es que en sus frecuentes riñas, provocadas no por espíritu de pendencia, sino por una susceptibilidad y quisquilloso orgullo llevados hasta la exageración, siempre resultaba maltrecho. De ahí que se dedicara con ahinco a la esgrima y al tiro al blanco.
Casi instantáneamente se hizo un excelente tirador. Su mirada penetrante y vivísima, su concepción rápida y una nerviosidad exquisita en su cuerpo vibrante a la menor sensación y percepción, eran cualidades admirables para hacer de él un maestro de armas de primer orden.
La muerte de su tío político, esposo de la hermana de su madre, que dejó en la miseria a la familia, lo obligó a salir del Colegio Militar para ingresar al ejército como teniente de artillería.
Poco después tuvo su primer duelo. Un periódico en una crónica se burló humorísticamente del estilo afrancesado de los uniformes de algunos oficiales del Cuerpo de Artillería. La oficialidad convino en pedir una satisfacción, y por suerte fue designado Luis Borostia. El autor de la crónica era un viejo tirador que recibió con sonrisa desdeñosa al joven novel teniente que no contaba ni un mes de ceñir la espada.
Díjole el veterano que él daría la satisfacción en el mismo periódico, y al día siguiente apareció otro artículo más burlón, casi insultante, que el anterior, terminando con esta frase dirigida a Borostia: “Perdón monsieur, l'Espadín virgen, piqué de París”...
Ante tan sangrienta burla fue inevitable el duelo. El periodista don Juan Benítez y el teniente don Luis Borostia se batieron a espada en los llanos de Peralvillo. En el segundo asalto el teniente hirió al fanfarrón cronista en el hombro, cerca del cuello. Estuvo a punto de morir el herido, y todos los periódicos de la capital hablaron de aquel bello lance de honor. El teniente Borostia se hizo famoso.
Más tarde, siendo capitán primero, tuvo otro duelo a pistola con un coronel en depósito, por “cuestión de faldas”. Luis enamoraba a una sobrina del coronel; éste le reclamó insultándolo. Se batieron, cambiándose cinco tiros sin resultado alguno.
Este duelo que estuvo a punto de costarle un proceso militar, fue causa de que abandonara el ejército, pues comprendió que su carácter impetuoso y levantisco no era propio para la subordinación, tanto más cuanto que no era querido de sus jefes por el sello de superioridad con que solía imponérseles, acaso inconscientemente. Pensó que en épocas de corrupción social y de total aplanamiento como aquélla de la sombría dictadura del general Manuel González, el talento que no se humilla oportunamente para no molestar a quienes no lo tienen está perdido... Y comprendiendo que su porvenir estaba pendiente de su paciencia, instaló una sala de armas y se dedicó a dar clases de inglés y de matemáticas, escribiendo, además, artículos de todo género en algunos periódicos.
Tuvo éxito. Sus artículos y sus clases le fueron bien pagados; se hizo de útiles relaciones en la llamada “aristocracia” de México y aun en la “política”. Tenía entonces unos treinta años de edad y ambicionaba un gran porvenir de riqueza y consideraciones, por lo cual él trabajaba y luchaba desesperadamente. Escribía una gran obra histórica desde hacía tres años. “Las revoluciones y pronunciamientos en México”. No había noche que no trabajara tres o cuatro horas con una paciencia y una asiduidad admirables en aquel temperamento fogoso e inquieto, en aquella imaginación soñadora y hasta ligeramente poética.
Amaba a su madre con una veneración religiosa, con un respeto de fanatismo. En el profundo desprecio con que miraba al mundo con la eterna mofa que tenía para la sociedad de cuyos convencionalismos se burlaba de muy buena gana, incrédulo para todo, reconcentraba sus sentimientos nobles sólo en el amor de su ancianita madre —cuya existencia había sido un eterno calvario—, y en su dignidad misma. Sostenía a la familia de su tía que tenía cuatro hijos, uno de ellos, el mayor, ciego; otro estudiaba en la escuela preparatoria.
En cuanto a los placeres de la juventud, se lanzaba a todos con la impetuosidad propia de su carácter y también con su propia ligereza, muchas veces hasta el exceso y el vértigo.
Amaba la orgía, pero no el encanallamiento de la borrachera estúpida en mujerzuelas obscenas bebiendo hasta rodar... Amaba la alegría desbordante del champagne después de una buena cena en compañía de mujeres hermosas y coquetas, sonrientes y provocadoras al lado de leales camaradas que tuviesen amena conversación y chistes de buen gusto...
Después de las noches de desenfreno, ahíto de placer, fastidiado, abrumado, lleno de desprecio hacia sí mismo, volvía al estudio y al trabajo, fija la vista en su porvenir, henchido de ambición y audacia.
Pero en todo manifestaba con lineamientos de granito, con perfiles vigorosos, oscuros sobre la luz blanca de su hogar, del hogar en que su madrecita brillaba como un sol, su carácter siempre firme y altanero, en plena juventud triunfante.
Donde más claramente manifestaba vuelos y bríos era en la tenacidad de acero para el trabajo. Tenía su estudio próximo a la alcoba de su madre, amueblado sencillamente con cuatro estantes repletos de libros de historia, literatura y filosofía, con un bufete pequeño barnizado de negro, una larga mesa sin pintar atestada siempre de periódicos y revistas extranjeras, un sillón giratorio ante el bufete y dos sillas austríacas. Y era todo. Entre uno y otro estante, sencillas panoplias, floretes y sables cruzándose entre caretas y guantes para esgrima.
Allí trabajaba día y noche sin levantarse de su sillón, allí llegábanle de la imprenta las pruebas de sus artículos, de aquellos famosos artículos que eran lanzazos bélicos que abrían amplias brechas en las masas enemigas; desde allí trazaba sus amenas y finas crónicas, y también desde allí bajaba lentamente a la sombría historia de las revoluciones y pronunciamientos en México.
De allí se levantó un día, después de leer innoble artículo de un periodista belga que en agria polémica insultaba a uno de los héroes de la Independencia para retarlo. Aquél había sido capitán de un regimiento francés, fue herido en Sedán, era también un hábil tirador, un corpulento veterano de marcial apostura y gruesos bigotazos grises... un temperamento de pólvora, un hombre temible que había llegado a México en pos de cualquier gran fortuna.
Fue un duelo a sable. Creía hendir el belga al exiguo Borostia, pero Luis se tiró a fondo agilísimamente sobre su adversario en el instante en que éste descargaba un tajo. No tuvo éxito y recibió en el cuello la punta del sable enemigo.
Después de este triunfo Luis volvió a su sillón, temido, rodeado de cierta gloria y de esa envidia negra y oculta de los odios que temen mostrarse ante los enemigos superiores, y de ese sombrío despecho de los impotentes.
Sus desafíos diéronle fama de duelista. Lo declararon consumado espadachín. Sus discípulos de la sala de armas que tenía abierta al público en los bajos de su casa le admiraron trayéndole toda la juventud ociosa y rica de México cuyos gentleman a su vez lo llevaron a sus casinos y salones donde bien pronto se impuso la gallardía caballeresca y arrogante del artista en armas y en letras y de su charla jovial y satírica.
Ascendía. Estaba contento de sí mismo; pero una inmensa tristeza abrumaba a su pobre madre que veía que las glorias de su hijo y su prosperidad las debía más a la espada que a la pluma, más a sus duelos que a sus artículos.
¡Cómo abrazó a su hijo cuando supo que había herido en desafío a un hombre! El periodista belga tardó tres semanas en sanar de su herida. La pobre madre no curó jamás de la que Luis abrió en su alma con el mismo acero.
De espalda a la escena, de pie, Luis recorría con los gemelos las filas de palcos en el Teatro Nacional, una noche durante un entreacto de Aída.
Guapo dandy de incipientes patillas rubias, negro frac y chaleco bajo, camelia roja en el ojal, muy acicalado, hablábale con tono enfático de pollo que presume de gallo veterano en las feroces peleas sociales.
—Pero, hombre, si usted no se fija en que mi Cleopatra —permítame que la llame así— le sigue mirando, vea nada más cómo se mueve, no puede estar quieta un momento. No me ama ya. ¡Se la paso a usted!
Luis bajó el anteojo, y muy lentamente volvió el rostro a su compañero, diciéndole:
—¿Me la cede usted? ... bueno, deme siquiera algunas noticias de ella... Sí, es muy linda y muy joven... no cabe duda —y clavó el periodista la mirada tenaz y brillante de sus ojos negros en una mujer, que reclinada contra la columnilla de su platea al lado de una anciana vestida de negro fijábase a su vez en él.
Soberbia belleza de veinte años, de ojos azules muy dulces y boca grande muy sensual, siempre sonriente y coqueta; el busto plenamente desarrollado, de movimientos rápidos y ademán desenvuelto. Vestía un traje muy claro, de un lila vago que completaba el efecto sugestivo de sus cerúleos ojos y de sus finos cabellos de oro viejo.
—¡Oh! eso con mucho gusto, Luis, figúrese que esa condenada se enamoró perdidamente de mí; pero al grado de hacer locuras; es alumna del conservatorio donde creo que no hace sino la desesperación de los profesores, es coqueta como cien mesalinas juntas, pues una vez quiso que la llevara a Chapultepec, y no hubo más remedio... Pero... está tan chiflada que fue más allá, se le antojó que me subiera a su balcón, una noche, echándome una reata... ¡Palabra!...
—¿Y no pudo usted subir?
—¡Si hubiera podido!... ya se preparaba a echármela cuando... llegó su hermano, ése que está leyendo el programa... Todo se aguó, fue necesario concertar el duelo... Nos íbamos a batir, pero a última hora él se desistió y dio una amplia satisfacción... ¿No vio usted el acta que se publicó en algunos periódicos? allí estaba puesto mi nombre...
—No, no, la verdad no recuerdo —contestó distraídamente Luis contemplando absorto aquella rubia virgen ardiente que lo miraba con insistencia demasiado notable, muy impropia del recato de una mujer en público.
—Pues sí —continuó— no hubo duelo, pero ella se enojó y quiere darme picones fijándose en usted —se la doy— y no es cualquier cosa; si se la diera al presidente me hacía coronel, ¿la toma? está intacta todavía... Mire, Luis; va todas las mañanas al conservatorio, excepto los lunes, porque se desvela en la noche del domingo... vive en las últimas calles del Ciprés, por San Cosme... es una casa nuevecita pintada de amarillo... tiene a su mamá, que es la señora de negro, dos hermanitas, esas niñas, y su hermano el doctor recién casado, con quien me iba a batir.
Abanicábase lentamente la joven de quien aquellas cosas refería con tono de desdén altanero el acicalado elegante, abiertos sobre Borostia sus ojos azules, palpitante en sus labios gruesos la sonrisa insinuante que era para él como un reto.
Y efectivamente así fue, y así fue también como lo juzgó Luis, considerando que aquella atrevida muchacha despechada de no ser amada por el imbécil que él tenía a su lado, provocaba la aventura amorosa con el amigo que la conocía en aquella excelentísima oportunidad.
De una sola ojeada, en una observación brevísima de diez minutos comprendió qué clase de mujer era... Vio a la pobre pervertida de los colegios de señoritas, extraviada por su imaginación ebria, perdida por su temperamento ardiente y desenfrenado, ávida de aventuras amorosas y de sensaciones fuertes, provocando como acababa de hacerlo con él, como lo había hecho con su compañero de luneta, al primero que se le presentase para cultivar un amor de novela más o menos profundo, a veces verdadero, sensual o romántico, pero siempre peligroso.
Regocijóse, pues, de la aventura: la joven era preciosísima, y aun parecía pertenecer a lo más aristocrático de la sociedad mexicana. Y apenas si pensó medio minuto en aquel grave caballero muy joven aún, pero serio, con su barba negra cerrada, su frente pálida y unos hermosos ojos azules como los de su hermana, tras lentes de arillo de oro... “¿Ese? —preguntóse—. ¡Bah!... un tonto cualquiera...”
No pensó más en él.
Y Carmen fue la conquista más fácil de su vida. Más laboriosidad artificiosa, tiempo, dinero, disgustos y penalidades le costaron seducir siendo alumno del Colegio Militar a una costurerilla de cierta elegante casa de modas de la calle de San Francisco —pobre muchacha histérica dada más tarde a la prostitución oficial—, más difícil le fue tan fácil carne, que conseguir todo lo que se propuso de la linda rubia del conservatorio.
En nada se había equivocado; era la mujer franca, sensual y joven que en un arranque de pasión, sin fuerza para contenerse, y sí con refinamientos de imaginación para excitarse, exhibíase con ingenuo impudor en plena delicia de su afán de goces, en plena debilidad y miseria de su bella carne....
¡Pobrecita! En vez de asistir a sus clases del conservatorio íbase con él, en cualquier coche que la esperaba en la esquina del Palacio Nacional y la calle de Meleros, a los alrededores de la ciudad, a Tacubaya, Chapultepec, Mixcoac, Santa Anita, Ixtacalco o la Villa. Y simplemente hacíanse conducir por las calzadas, sin rumbo fijo, al paso lento de las pobres bestias del viejo carruaje.
Toda la familia de Carmen, excepto su hermano Javier que hizo sus estudios de medicina en México, había vivido siempre en una hacienda del Estado de Guanajuato o en poblachos próximos a ella. Carmen estudió en una escuela de señoritas en la ciudad de León. Su temperamento, el ser consentida por una inepta directora, la lectura de toda clase de novelas y versos sentimentales, románticos, y la ausencia prolongada de la familia hicieron de la pobre una predestinada al placer efímero, no al amor, no al hogar.
Ninguno de su familia supo ni adivinó jamás que ella en vez de prepararse para comprender a Chopin, corría como cualquier perdida azotacalles en brazos del primer hombre que la quisiera tomar.
Y él experimentaba sombríos remordimientos, como no los había sentido nunca, como si hubiera cometido un gran crimen... En vano se decía que aquella mujer no había caído pura en sus brazos, que él no tuvo culpa alguna, que si él no hubiese sido, otro hubiera disfrutado del tesoro de una belleza ofrendada generosamente al transeúnte que quisiera recibirla.