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¡Pobrecita!—exclamaba doña Manuela, bañados en lágrimas los ojos, al apagar, de un soplo, una larga bujía de cera, amarillenta y quebrada en tres pedazos, y extinguiendo con las extremidades del índice y pulgar humedecidas en saliva, el humeante pábilo.—¡Esta noche se nos va! ¡Pero, a Dios gracias, con todos sus auxilios!
—¿Y qué dijo el médico?—preguntó Petrita, la hija de la casera, alargando a su interlocutora otra vela.
—Dijo esta mañana que no tiene cura, y mandó que se dispusiera luego luego para recibir el viático, antes de que le volvieran las bascas. Y ahí me tiene usted, mi alma, subiendo y bajando para arreglarlo todo, en el ínter que su mamá de usted y Paulita la del 6 ponían el altar... estoy rendida! por eso no entré a ver el viático.
—Deje usted, doña Manuelita: si yo también he estado apuradísima, componiendo las botellas de flores y haciendo los moños para las velas, y eso que Tiburcita me prestó los que le sirvieron el año pasado en el altar de Dolores, que si no, no acabo.
—Y está el altar que da gusto verlo— se parece al que ponen en Santa María las hijas de María;—dijo, tomando parte en la conversación, una mujer de prominentes caderas y marcado bigote—como que el padre lo ha estado mirando y remirando, como si dijera: ¡qué lindo está!
—¡Y qué tan a tiempo traje la sobrecama!—repuso doña Manuela.—Con razón me dijo el gordito de La Iberia, cuando saqué el género, que estaba buena hasta para un altar! Ya lo vimos... y está nuevecita!... Ya sirvió en el altar y no he de usarla. Ya lo sabe usted, Petrita: para el viernes de Dolores ahí la tiene. Yo haré los sembraditos y las aguas de color.
—Muchas gracias, Manuelita; la Virgen se lo pagará todo y no olvidará la buena voluntad.
—Oiga usted, doña Pancha:—preguntó la hija de la casera a la quintañona del mostacho—¿qué le dijo a usted ese señor, cuando lo fue usted a ver?
—¡Ay, hijita!... ¡ni me diga usted!... ¡qué había de decir! Me salió con que es cierto que él es el padre de Carmen; no, no, la verdad es que no se atrevió a negarlo; pero me dijo que él bastante había hecho por ellas; que las había protegido mucho; que les había dado un papel para que les fiaran ropa, aquella que compraron por Semana Santa... cuatro tiliches, ¿se acuerda usted? y que le habían pagado mal; que hoy día no tiene dinero... pero que si Guadalupe se muere que le avise yo.
—Buen consuelo. Usted dirá: ¡un hombre tan rico!
—¡Dueño de tantas casas!
—¡Quién lo había de pensar!
—Para más es una... Con todo y ser pobres hacemos por la enferma cuanto podemos.
—Por supuesto. Ella habrá sido lo que quieran, y la juzgará Dios, yo no veo eso. Además ya recibió el Santísimo...
—Ese es el mejor remedio;—replicó doña Pancha—eso vale más que la meopatía que le dijo a usted Tiburcita.
Ya verán como va de mejora; así pasó con mi difunto. Ya verán, ya verán como se alivia, y de aquí a ocho días, está en el lavadero, contando sus cuentos y diciendo sus gracejadas. Yo soy mala, no lo niego, pero la mera verdá, cuando uno de mi casa se encama lo primero que hago es traer al padre para que se arregle. Luego, cuando ya está de remate y el médico manda que se disponga, empieza aquello de que no se empeore con el susto, y con que nadie quiere decírselo al enfermo... No, mi alma, yo se los digo, tope en lo que topare; que se mueran, hija, qué hemos de hacer, así lo quedrá Dios, pero que no se vayan a la cocina grande.
—Tiene usted razón, doña Pancha, eso mismo digo yo.
—Bueno; pero yo pregunto:—dijo la Petrita—y si se muere la enferma, con quién se queda Carmen? La pobre no tiene ni quien vea por ella!...
—Y luego—hizo notar doña Pancha—con esa carita de manzana, tan coscolina y tan alegre!
—Carne para los lobos, hija...
—Enterita a la cara de su hermana, la hija de ese señor don Eduardo... el vivo retrato... ¿no es verdad, doña Pancha?
—¿No la conoce usted, Petrita? La que pasó por aquí a caballo el otro día; la del sombrero alto, como el del Doctor... vaya!
—¡Vaya si la conozco! Póngale usted a Carmen los vestidos de la otra, el peinado alto, el sombrerito, y no hay diferencia. ¡Pobre muchacha!
—No hay cuidado, Petrita:—dijo doña Pancha conmovida al ver húmedos los ojos de la chica—si se muere Guadalupe, yo recojo a la muchacha.
—¿Yo? ¡Cuándo!...
—¡Ni yo! ¡Cría cuervos para que te saquen los ojos!...
—Pues yo sí—replicó agria y resuelta la del mostacho— y Dios dirá!
Así hablaban en grupo piadoso y compasivo, en el amplio portal del patio de San Cristóbal, importante casa de vecindad de un barrio extremo, la flor y nata de las lavanderas y planchadoras de la población.
Daban todos el nombre de casa de San Cristóbal a tan vasto edificio, cuyas innumerables habitaciones producían a su dueño pingüe renta mensual, a causa, sin duda, de un gran cuadro que, presentando a dicho santo, estaba colocado en la parte superior del portón que comunicaba el zaguán con los anchos corredores que rodeaban el patio, en cuyo centro, bajo un techo de tejas requemadas y entre una red de cuerdas y tendederos, treinta laboriosas mujeres lavaban por centenares, cada semana, la lencería de toda una ciudad veracruzana, con lo cual queda dicho que no era poco productivo el trabajo confiado su incomparable habilidad.
Procedente acaso de un convento derruido por la Reforma, aquel cuadro, obra de malaventurado pintor, daba cierto aspecto religioso a la vastísima casa. En dorado marco de estilo plateresco, a trechos ennegrecido y desportillado, lucía su figura colosal y su musculatura atlética el fortísimo Ofero, cargando, más cuidadoso que novel nodriza, un niño Jesús, mofletudo y rozagante, de violada túnica y cabellos rizados, de entre cuyos bucles se destacaban, en triángulo isóceles, las tres potencias de rigor, dentro de un nimbo áureo también, que con sus imperfectos contornos declaraban al menos listo que eran obra de otro artista y aditamento puesto a la imagen del risueño Infante por los afanes de un devoto que, de seguró, no encontraba en ella expresión ninguna superior y divina.
El gigantesco santo estaba representado en el acto de pasar impetuoso y espumante río, a cuyas márgenes, en las arenas rojizas, tal vez por un presentimiento del futuro naturalismo en el arte, no escatimó el piadoso Apeles caracoles ni conchas. El bienaventurado atleta apoyaba la diestra en un árbol corpulento, escaso de frondas, mientras sostenía en el hombro un mofletudo niño que llevaba en la mano izquierda, a modo de leve y saltadora pelota de hule, una esferita cerúlea, ceñida de dorados colores y coronada con una cruz: símbolo de aqueste misérrimo planeta.
Al otro lado del torrente, detrás del árbol, cedro, roble, encina o lo que fuera, que a darle figura determinada no alcanzaron los ingenios del artista, en el segundo término del cuadro, un ermitaño de luenga barba, calada la capucha de su hábito color de ocre con tonos de chocolate quemado, miraba absorto y boquiabierto a quien tan sereno iba cruzando el vado.
Servía de fondo al paisaje un horizonte entre marítimo y de comarca líbica, al cual no faltaba la silueta de una palmera, dibujando en las vagas lejanías sus correctas palmas, y un cielo semipurpúreo y anaranjado, que, incendiado por los fulgores del sol poniente, completaba la mística bellezas que al conjunto quiso dar el pintor.
En la parte baja del lienzo podía leer cualquiera, aunque fuese corto de vista, en vigorosa y gallarda letra de Palomares, un tiempo dorada y ya negruzca, la siguiente Cuarteta:
"Un poder tan sin segundo,
Cristóbal, Os diera Dios,
Que si el Mundo os carga a Vos
Vos cargáis a Dios y al Mundo."
Notábase en el patio silencioso, inusitado movimiento. En todas las puertas había grupos de mujeres que conversaban apesaradas de la gravedad de la enferma. Una de ellas tenía la palabra: ponderaba los padecimientos y desgracias de la moribunda y repetía las quejas angustiosas que le acababa de escuchar. En torno de cada grupo no faltaban sus chicos haraposos y de carilla endiablada, que prestaban oído, llenos de curiosidad y sorpresa, a la triste narración que parecía turbar, un tanto, el regocijo que les alborotaba la sangre. La pompa del viático, tan grave, solemne y conmovedora, los tenía alegres y festivos. Otros, más allá, en el corredor más lejano, a callanditas y para corresponder al silencio que reinaba en la casa y que se propaga veloz donde hay un moribundo, jugaban a las canicas, no sin merecer, de cuando en cuando, si algún grito de alegría se les escapaba, severa reprimenda de la vecina del 4, que era, según la opinión unánime de la gente menuda de aquella casa, la más entremetida y enojona.
El corredor de la entrada, uno de los mayores de la casa, y parte del siguiente, húmedos en extremo por el abundante riego recibido aquella tarde, estaban alfombrados de hibiscos purpúreos, pétalos de rosa blancos y rojos y gran abundancia de hojas de naranjo y tallos de romero.
La florida alfombra llegaba hasta la calle, donde un modesto y no poco estropeado carruaje aguardaba la salida del sacerdote, quien, entretanto, administrados viáticos y extremaunción y aplicadas las indulgencias del caso, trataba de reanimar el ánimo abatido de la moribunda con santas y consoladoras palabras.
Las compasivas lavanderas seguían de charla a la puerta de la casera.
—Pero, doña Panchita, no le parece a usted que ese señor no tiene entrañas?
—¡Ay, mi alma! ¡Así son los ricos! ¡Dios se los perdone! Cuando está uno en sus quince le ofrecen esto, aquello, lo de más allá; se vuelven una miel, consiguen que uno los quiera, y luego... ya ve usted lo que pasa!
—¡Quién lo había de creer!—exclamó Petra con aires de experimentada y prudente, haciendo una mueca por demás ridícula.—¡Un hombre tan bien puesto! ¡Tan rico!...
—¡Esos son los peores, hijita! ¡Esos son los peores!... A mí no me extraña; ya soy vieja, y más sabe él Diablo por viejo, que por Diablo... Si Guadalupe se muere, yo veré al señor cura; me quedaré con la muchacha, y si se ofrece le pondré a ese señor las peras a catorce.
—Usted sabe lo que hace; pero yo no me metía en eso.. Para qué quiere usted buscarse ruidos. La muchacha es bonita, pero muy alegre de ojos; a todos les enseña los dientes, con todos se ríe, y no hace más que cancar: por eso le pusieron el apodo.
—No, Petrita: eso sí que no; bien que ayudaba a la enferma; lava que es un gusto, y en cuanto a planchar, no hay pero que ponerles a las camisas que salen de sus manos. ¿Que le gusta cantar?... ¡y eso qué! Por eso es lo del apodo... ¿Y quién se lo puso? La bisoja de Candelaria: esa maldita envidiosa que a todos les tiene tirria. Que porque a la pobrecita le gusta cantar, y Enrique López la acompañaba en la vihuela, ahí tiene usted, mi alma, que le puso el apodo. ¡Cómo ella no tiene ni quien le diga! ¿Y quién le puso el apodo? Ella, que lo trae de herencia: sí, porque su padre, sus tíos y sus hermanos, todos, tienen un ojo a San Dimas y otro a Gestas... usted dirá! ¡Harta desgracia tiene con lo que le ha pasado y con lo que le está pasando... ¡La calandria! ¡Usted dirá! ¡La calandria! Porque canta y tiene para eso un aquel, que ni las del tiatro! Pues no le hacen favor: canta mejor que una calandria... Si le digo a usted que si esa enredadora y envidiosa bizca no se ha ido, el mejor día le ajusto las cuentas!
En aquel momento salía el sacerdote, y la vieja cerró el pico. El vicario, un joven de aspecto noble y hasta aristocrático, de pulcro vestido y franca mirada, se detuvo ante el grupo, y componiéndose el sombrero de copa y arreglando los pliegues de la anchurosa capa, dijo:
—¿Quién es la casera?
—Una criada de usted, padrecito,—contestó dentro una voz cascada.
—La enferma está más tranquila. Ya le apliqué las indulgencias. Si sigue mal y entra en agonía, lo que no tardará mucho, que me avisen.
—Hágame usted el favor de ir a mi casa a las cinco. El Sacerdote vio su reloj—una preciosa repetición inglesa.— No, a las cinco y media... Hasta luego! Y saludando cortésmente a las comadres salió en busca del carruaje, seguido de un chiquillo que, cargado con la bolsa donde iban los ornamentos sagrados, el manual y el hisopo, y muy orondo en el desempeño de sus religiosos oficios, afectaba cierta compostura sacerdotal.
Un aposento chico, pintado a imitación de papel tapiz. En el centro, cubierta con una carpeta de paño azul, una mesa de escribir, muy brillante por el barniz reciente que no alcanzaba a disimular la antigüedad del mueble. Media docena de sillas americanas de ojo de perdiz. Un sillón monacal forrado de vaqueta. Una caja de hierro. Un tapete de triple, ya muy pálido y usado, con un pavo real haciendo la rueda. Unas escupideras. Un tintero de cristal de roca. Una montaña de papeles y de periódicos sobre la mesa, y entre ellos una lámpara de petróleo, con pantalla. En la pared, arriba del asiento principal, un calendario exfoliador. Una mesa destinada a contar dinero. Una prensa de copiar y una botella de barro amarillo, con un vaso al pie.
Tal era el escritorio del señor, don Eduardo Ortiz de Guerra, un caballero de cuarenta y ocho años, de noble apostura y distinguido porte, alto, delgado, de fino trato e insinuantes maneras, de grandes ojos negros, que seis lustros atrás debieron ser irresistibles, y de palabra suelta, y viva, con esa ligereza de los hombres actuales, tan faltos de fondo y gravedad como superabundantes de audacia, muy deseados en los círculos de la política, y que, por lo insubstancial y versátil, son el encanto de lo hoy suele llamarse una escogida sociedad.
A pesar de que en su barba de corte español y en su abundante cabello no habían escaseado los años argentadas hebras, tristes mensajeras del próximo invierno de la vida, don Eduardo estaba bien conservado. Aún tenía algo de la gentileza que en años anteriores le distinguía entre sus demás compañeros de milicia, porque don Eduardo había sido oficial del ejército en tiempo de la Intervención francesa.
Había recorrido medio país durante aquella época y terminado gloriosamente su carrera en Queretaro, donde peleó bizarramente a las órdenes de Miramón. Allí cayó prisionero. Daba gusto oírle narrar los episodios del sitio, referir las diversas surtidas en que tomó participio y ponderar el heroísmo de sus jefes y la grandeza del caballeroso príncipe que bañó con su noble sangre el Cerro de las Campanas.
Su niñez había sido triste y miserable y su juventud no menos precaria; pero con aquel su carácter llevadero y flexible supo sobreponerse a toda adversidad, medrar y enriquecer, hasta el punto de gozar, cuando acaecieron los sucesos que vamos narrando, de una posición cómoda y hasta brillante: La vida no tenía para nuestro soldado del Imperio más que una sola faz digna de atención: aquella que daba hacia los campos del dinero, para muchos áridos y penosos y para él poéticos, llanos, fecundos en comodidades y bienestar. Había llegado en todo al summum de la sabiduría; todo lo demás le importaba un ardite.
Las grandes luchas de la vida moral, los grandes combates en que el corazón lidia el primero, luchas y combates largos y terribles, pero gloriosos para el alma, habían sido eliminados por Ortiz, para quien todo lo que no fuera el negocio, apenas merecía su atención, y, era una farsa indigna de la gente juiciosa, y por extremo risible y despreciable.
Al tratar por vez primera al capitalista quedaba uno prendado de su afable trato, de su conversación discreta, no menos que de su inagotable benevolencia. Lo que verdaderamente seducía de aquella su condición apacible y mansa, estaba en la indiferencia, aparente o real, atinada y cnerda, que tenía para cualquier cosa, y que, sin tocar el linde de lo singular y chocante, le ponía en condiciones de ver las flaquezas del prójimo, las humanas debilidades y las mil y mil cuestiones que agitan los círculos sociales del modo más natural, con noble desdén, como si no parase mientes en ellas, firme y seguro como estaba en el castillo inexpugnable de su experiencia y dentro de la triple muralla de su riqueza, de su crédito y de su fama. Sensible en apariencia a todo, de todo trataba y acerca de todo daba opinión, pero como en frío, con serenidad olímpica, sin que lo repugnante de la falsa virtud, ni calores de partido, ni la apasionada indignación que lo injusto despierta en toda alma elevada pudieran dar al. traste con aquella su venturosa paz, haciéndola caer en turbación y empañar el cielo siempre límpido de su tranquilidad con inoportuna sombra.
Ni en los negocios, ni en ciertas atrevidillas combinaciones mercantiles, harto arriesgadas y peligrosas, en que solía entrar, parecía fijar la atención, por mucho que en ellas estuviera interesado grandemente y jugara no exigua parte de su fortuna. Procedía en sus tratos y transacciones sin manifestar nunca serios temores de mal éxito, sonriente, festivo, siempre de buen humor.
Hombre de mundo y de, sociedad con nadie se desavenía, ni sé enemistaba, no dando lugar a ello y calmando a tiempo las marejadas del amor propio herido y las tempestades de la contrariedad en todas circunstancias enojosas.
Formaba en el grupo feliz de los que a nadie desagradan, con ninguno pugnan, a todos rinden con lo incoloro de su pensar, y saben conquistarse todas las voluntades.
Ya queda dicho que era rico;—no tanto como suponían las comadres del patio de San Cristóbal—tenía lo bastante para vivir cómoda y holgadamente, sobrepasando un tanto esa áurea medianía, cantada por el poeta, que no deslumbra ni ofende a los demás y que sirve para subir en el concepto social y acrecienta respetos y cariño públicos.
Nadie sabía de cierto el origen de su fortuna. En concepto de algunos, los menos, procedía de un premio gordo de la Lotería de la Habana; al decir de otros, muy crédulo, de una herencia inesperada; en opinión de muchos, todo venía de ahorros y buscas legales en una aduana del Golfo; y conforme al sentir de los más, de hábiles manejos hacendarios, llevados a feliz término con la Federación en una contrata de vestuario para el Ejército, defensor de nuestro sagrado territorio y sostén de nuestras preciosas libertades.
Ello es que don Eduardo vivía tranquilo y venturoso, gozando de todas las abundancias de la clase alta y amando a su hija Lola con todo el amor de que era capaz aquella su alma seca e infecunda, amando a su hija, gallarda y elegante señorita, con ese amor que logran inspirar la belleza y la debilidad de un sexo, siempre hechicero, a quien como don Eduardo tenía cerrada la puerta de su alma a otros afectos y ternuras. Acaso en aquel amor había no poco de egoísmo. Suele el egoísmo tomar las formas más extrañas y singulares: el halago de la vanidad, la ostentación de la riqueza, el orgullo de la hermosura, la vanagloria del dinero, cuanto de alguna manera da al espíritu algo que real o aparentemente le hace feliz. Para quien como él había sufrido tanto en la niñez, pobrezas, hambres y humillaciones; para quien había pasado los mejores años de la vida arrastrado por el viento de nuestras luchas civiles, yendo de aquí para allá, medio desnudo, a pie o jinete en pésimo caballo, lidiando con los famélicos soldados de su compañía, durmiendo al raso o en miserable y abandonado albergue, sufriendo la tiranía de los jefes y con la vida siempre en peligro, los años no habían pasado en vano. ¡Cuánta ciencia le dejaron! El había sido desinteresado, generoso, hasta llegar al sacrificio; pero ya sabía a qué atenerse; conocía el mundo y estaba siempre en guardia contra todo lo que pudiera exponerle a nuevas adversidades. De aquí la transformación de su carácter, su reserva, y esa habilidad para agradar a unos y a otros, a extraños y amigos; de aquí su discreción, cuando se trataba en presencia suya de ciertas cuestiones todavía candentes de la política. Bien sabía él que hay palabras que se escapan cualquier día y que por sencillas e inofensivas que parezcan siguen rodando y llegan, con el tiempo, a tener un valor y una importancia tales que provocan odios y despiertan rencores... Harto le pesaba ya su participación en las guerras del imperio, por más que, allá para sí, se consideraba muy honrado de haber servido a las órdenes del héroe de la Estancia de las Vacas.
Ninguno hubiera sido para López acusador más temido; como que poseía noticias y datos acerca de la ocupación de Querétaro que nadie hubiera puesto en duda; datos y noticias de un valor verdaderamente indiscutible. El sabía cómo estuvo arreglado todo: y cuando veinte años después se trató en los periódicos de la traición de López, contra su habitual frialdad y contra su característica reserva, nuestro hombre se entusiasmaba y enardecía, deshaciéndose en elogios para los vencidos del Imperio, pura gente decente, como él solía decir, y hasta llegó, cierta ocasión, a poner a los vencedores como dijeran inválidos biliosos.
Se decía poseedor de importantes documentos, que nadie tacharía de falsos, y dueño de graves secretos acerca de tan discutida traición, decisivos en el asunto. Mas cuando sus contertulios, ya por espíritu de partido, ya por amor a la verdad, le exhortaban a publicarlos, nuestro hombre, salido de caja hasta aquel punto, entraba repentinamente en ella y hacía notar lo inútil que sería hacerlo, dadas las condiciones actuales del país, y pormenorizaba los odios que en su contra despertaría tan inoportuna publicación.
Lo cierto era que, como oficial de poca importancia, no se vio obligado, cuando cayó el príncipe, a permanecer alejado de los asuntos públicos, y, aunque siguió fiel a su partido en cuanto a las ideas, contrajo estrechas relaciones con los prohombres del bando vencedor. No volvió al servicio militar; pero pasados algunos años, cuando los rencores se apaciguaron un tanto, estuvo empleado en una aduana del litoral del Golfo. Lo que se decía de la contrata de vestuario para el Ejército a nadie le constaba. Al triunfar el Plan de Tuxtepec, o poco antes, vino a establecerse a la ciudad donde acaeció lo que vamos a referir, viudo ya y con una niña que, al presente, cuando la desdichada lavandera se moría, contaba diez y ocho años cumplidos y era una de las señoritas más guapas de la ciudad.
En su escritorio estaba aquella tarde don Eduardo, y allí le encontró el padre González.
—¿Y a qué debo la honra de tener a usted por esta casa?
—Un asunto importante, señor Ortiz, me proporciona la oportunidad de conversar con usted, aunque por breve rato.
—Hoy, cómo siempre, padre, estoy a sus órdenes.
El sacerdote contestó con cierto aire de timidez, haciendo una leve inclinación de cabeza, mientras se arreglaba los pliegues de su capa, cuyos embozos se escapaban, a cada lado, por sobre los brazos de la cómoda silla monacal.
—He tenido el gusto de oír a usted durante el tiempo de Cuaresma. ¡Bien, padre! ¡Bien! ¡Eso.se llama predicar! ¡Tiempo ha que no oía yo predicar así! ¡Bravo, amigo mío! ¡Bravo! ¡Es usted muy joven todavía, y hay que esperar mucho de su talento!
Ante aquel huracán, de elogios inesperados el clérigo estaba sonrojado y confuso.
—No soy merecedor de tantas alabanzas, señor Ortiz. Mis buenos y piadosos oyentes saben bien que mi humilde voz no tiene más méritos que los que le prestan la verdad de la doctrina y la santidad de las creencias que expone.
Yo no hago más que trabajar y cumplir alegremente con mis deberes.
—¡Yo he oído a usted, amigo mío! ¡Yo! No es usted quien debe juzgarse. Tuve oportunidad de oírle una noche, en que trató, con sobrada elocuencia, como era de esperarse, de un asunto harto difícil, de una cuestión...
—¿De cuál?
—Padre: del Espiritismo... Por cierto que yo andaba en esos días preocupado con la famosa doctrina... Cierto amigo mío...
—Ya entiendo. Había usted leído las obras de Allan-Kardec, de Pezzani... de tantos otros cuyos libros tienen ya en los catálogos de las librerías no escaso número de líneas.
—La doctrina espiritista es muy seductora, ¿no es verdad?
—Sí,—replicó el vicario, casi interrumpiendo a su interlocutor, concediendo aparentemente para no exasperarle y adelantando la adversativa;—pero cuando, como usted, el lector tiene buenos principios, creencias firmes, estudios sólidos, instrucción superior y recto juicio, esas doctrinas de... la magia moderna, contrarias a los dogmas católicos, es decir, a la verdad, y hasta en pugna con el sentido común, a pocas líneas aparecen como son, meras fantasías, delirios nocivos, sueños de enfermo.
—A decir verdad, amigo mío, cierto libro de Figuier, algunos de Flammarion, con ese estilo tan hermoso...
—¡Flammarion! ¡El novelista de la astronomía, como le ha llamado un sabio francés! ¡Con ese estilo tan lleno de gracia y colorido ha contribuido mucho a propagar entre las gentes americanas esas doctrinas... Ya sabe usted que nos pagamos mucho por aquí de las obras de imaginación... Cuántos han tomado las fantasías del astrónomo como verdaderos axiomas!
El padre González que era joven, conocedor del mundo y de los hombres, y además instruido, comprendió, desde luego, con quién tenía que habérselas, y procuró cortar los vuelos espiritistas a su interlocutor; no tanto, sin duda, por temor a sus dislates, pues sospechaba hasta donde subían el talento, la erudición y la malicia del capitalista, cuanto por llegar al asunto que allí le había llevado. Penetraba las intenciones de su adversario, quien adulándole primero, y mostrándose luego, como acaso iba a hacerlo, mal creyente, se preparaba a salvar bolsillo de un ataque, caso de que el vicario viniera a solicitar su ayuda y cooperación para alguna obra emprendida o por emprender en alguno de los templos de la ciudad...
—No vaya usted a creer, padre, que soy espiritista; gracias a Dios estoy aún en mis cabales; pero me gusta leerlo todo. A mi edad ya no hay peligro de que se extravíen las ideas...
—¡No, señor! ¡No, señor!—murmuraba el vicario.
—Mis padres fueron católicos, y católico soy; así fui educado, y si no estuviéramos en la verdad, eso solamente bastaría. Así también he educado a mi hija. Créalo usted y, vaya, sin modestia y sin que parezca hipocresía, hasta exagerado soy en eso... En mi casa no permito que se lea nada irreligioso. He llegado hasta proscribir de ella El Monitor,—y al decir esto tomó él periódico que medio abierto, despidiendo el acre olor del papel recién impreso, estaba en la mesa, y estrujándole, dijo: —¿Entrar este papelucho a mi casa? ¿Que lea esto mi hija? ¡Cuándo, padre, cuándo! ¡Cuándo!
El padre González callaba, mordiéndose los labios, para dominar la risa.
Al fin, tras breve pausa, se compuso en el sillón, y pasándose los dedos por el niveo cuello inglés, que albeaba entre lo negro inmaculado de su mal recogida sotana, abordó el asunto. Había reconocido la posición del enemigo, si enemigo podía llamarse a tan excelente persona como era el señor Ortiz de Guerra.
—Pues bien, amigo mío; un grave asunto me ha traído a esta casa, y es preciso que tratemos de él.
Aprobó el capitalista con un signo y se dispuso a escuchar.
—He sido llamado esta mañana para prestar los últimos auxilios de la religión a una infeliz mujer que está moribunda. Poco tiempo le queda de vida. Después de oírla en confesión he recibido de ella un encargo que me he apresurado a cumplir, tanto porque estos asuntos no deben dejarse para mañana, cuanto porque se trata de una joven que si no es huérfana ya, no tardara en serlo...
—¿Huérfana?... ¡No, padre, que le quedo yo!
—Usted perdone; quise decir huérfana de madre.
—¡Ah! Ya sabía que estaba moribunda. Una mujer que vive en la misma casa, vino oficiosamente a decírmelo esta mañana. Y, a decir verdad, la noticia me tiene desasosegado triste.
—La moribunda me ha dicho, hace media hora, que buscara yo a usted para suplicarle, en nombre suyo, que no abandone a su hija. Entiendo que a usted le debe la vida. Convendría ponerla a cargo de una familia cristiana y respetable. Su edad, su inexperiencia, su hermosura, acaso la expondrán a mil peligros, y la única manera de precaverla contra ellos es colocarla bajo el amparo de personas graves y dé buenas costumbres. La moribunda pide a usted perdón, si le ha ofendido; espera obtenerlo amplio y generoso, y no duda un momento que su hija tendrá en el hombre a quien debe la vida un verdadero apoyo paternal. Eso es todo.
El clérigo inclinó la cabeza apesarado, mientras apartaba sus miradas del capitalista y jugaba con el embozo de la capa.
—No extraño esta pena. Pago con ella errores juveniles, faltas lamentables de irreflexiva edad. He subvenido al mantenimiento de esa joven desde sus primeros años. Lleva mi sangre, y la amo. Esa buena mujer puede morir tranquila: esté usted seguro de que esa joven será atendida dignamente. En cuanto al perdón que la madre me pide... ¿Perdonarla? ¿De qué?... Yo soy el que debe demandar ese perdón.
—Que ya está otorgado, señor Ortiz.
—Padre, me mortifica en extremo que haya usted tenido que tomarse la pena de venir...
—¿Por qué?—murmuró dulcemente el vicario.—Es mi deber... y me felicito de haber cumplido el encargo con tan buen éxito... Así lo esperaba; voy a comunicárselo.
—Padre: dígale usted que me perdone; que yo velaré por Carmen; que se tranquilice para que recobre la salud. ¿Tendrá usted la bondad de entregarle esto?—y tirando de uno de los cajones de la mesa tomó un paquete de diñero que puso en manos del clérigo diciendo:
—Usted perdone... no tengo billetes...
—Gracias, señor Ortiz. Voy a entregar este dinero a quien sea debido.
El sacerdote se retiró. El capitalista, con exquisita cortesanía, le acompañó hasta la puerta.
—¡Quede usted con Dios!
—¡A la orden de usted!
Apenas hubo tiempo para que llamaran al padre González. A poco de llegar éste al patio de San Cristóbal exhaló Guadalupe el último suspiro.
Expiró a las siete menos cuarto. Tras los acostumbrados rezos, las buenas lavanderas tomaron posesión del cuarto mortuorio. Doña Pancha declaró desde luego, que, por expresa recomendación de Ortiz, se hacía cargo de la huérfana; nadie hizo objeción y la pobre muchacha fue confinada al departamento más remoto. Doña Pancha, doña Manuela y Petrita hábilmente secundadas por la casera, procedieron a tender el cadáver en el pobre lecho, sobre una sábana blanquísima.
Guadalupe había sido muy bella; cuando la conoció en Xalapa don Eduardo, era lo que se llama una mujer lucida. La pencsa y cruel enfermedad que la consumió lentamente y que la llevó al sepulcro no fue bastante poderosa a quitarle su natural hermosura. Su rostro, demacrado, intensamente pálido, con esa palidez del mármol viejo, guardaba mucho de la frescura juvenil, muy rara a los treinta y cinco años, aun en las personas de sana constitución y de vida menos precaria que la de Guadalupe.
Sobre muelles almohadas, cedidas durante la enfermedad de la difunta por una vecina, descansaba aquella graciosa cabeza ornada de negros cabellos ligeramente ondulados.
Doña Magdalena, este era el nombre de la caritativa y generosa vecina, había sido para Guadalupe y para Carmen una verdadera fuente de socorros. No tenía mala cara; era una morena de subido color y sospechosa conducta, sostenida a la sazón, con amplitud y hasta con lujo, por un tinterillo en auge, secretario del Juzgado de Instancia, muy dado a la política e inapreciable factotum para una borrasca electoral, redactor oportunista de periodiquillos vehementes, y hombre muy de fiar para quien contara con el apoyo de arriba, es decir, para todo candidato oficial con promesa infalible de regir los destinos del Astado.
La dadivosa Magdalena, doña Magdalenita, o Malenita, como la llamaban en el patio, era muy gente con todas las vecinas. Con Guadalupe se había portado a las mil maravillas, y a ella y a unas señoras de la Conferencia de San Vicente, se debió que la infeliz tísica de nada careciera. Justo es decir que las demás vecinas cooperaron a obra tan benéfica con el mayor empeño. ¿Se necesitaba ropa, aunque fuera usada? Doña Magdalena. ¿Una medicina extraordinaria y costosa? Doña Magdalenita. ¿Buen caldo, biftec jugoso y bien preparado? Malenita. Pero eso sí, apenas asomaba por el cuarto de la paciente... ¡Les tenía un asco a los éticos! Ella dio las almohadas en que reposaba el cadáver, el cual quedó tendido con las manos enclavijadas sobre el pecho y rodeado de cuatro gruesas velas de cera, y fue visitado durante las primeras horas de la noche por todas las compañeras de lavadero y de casa.
Entre tanto, doña Pancha y la casera preparaban lo necesario para el velorio. Los preparativos consistían en proveerse de pan, bizcochos, azúcar, café y de algunas botellas de aguardiente añejo, del mejor, para obsequiar, de media noche en adelante, a los doloridos asistentes.
Para nada de esto fue preciso acudir a doña Malenita, ni a los vecinos. Para ello hubo y bastó con el dinero que Ortiz entregó al padre González, y que éste, sin declarar su procedencia, y advirtiendo que no era suyo, puso en manos de doña Panchita, mujer seria, formal, muy amiga de la muerta.
Una de las vecinas mandó a su hijo, el chico aquel que acompañó al vicario a dar el viático, a la iglesia próxima, en la cual prestaba sus buenos servicios de monaguillo, por un jarro de agua bendita, que por ser sábado aquel día vino limpia y clara, y con la cual se hizo una solemne aspersión, sirviéndose de un hacecillo de fragante romero, producto del jardincito que en cacharros y latas de petróleo cultivaba en el traspatio la Casera: exiguo y siempre florido jardín, donde lucían sus galas y primores albahacas, tomillos y geranios de olor, y donde cada año, por abril, un rosal de largos y espinosos tallos, enfermizo y triste, daba dos o tres rosas pálidas de anemia, pero eso sí, llenas de aroma.
Jarro y aspersorio fueron colocados a los pies del cadáver, en espera de una mano piadosa que esparciera sobre la velada faz de la difunta el santo rocío.
Entrada la noches en espera de la hora de ánimas, se fueron juntando las mujeres de la vecindad. Hablaban quedo y a cada instante suspiraban de lo más hondo de su pecho, y como era de esperarse, después de lamentar las penalidades de la difunta y de elogiar sus virtudes, hacían incursión vedada, breve y como de paso, en la vida de Guadalupe y larga y minuciosa en la de don Eduardo Ortiz.
A las ocho se rezó el rosario, con sus correspondientes estación y ofrecimiento, en versos de rima imperfecta, y un sinnúmero de preces especiales por el descanso eterno de la muerta y alivio de las ánimas benditas del Santo Purgatorio. A las diez, en el corredor- y cuartos próximos, mujeres y niños, parlanchinas las unas, soñolientos los otros, se arreglaban en grupos para la velada.
Los hombres, al volver del trabajo y de la raya, tuvieron noticia del suceso; salieron a tomar su poco de aire por calles y plazas, y vinieron al velorio, antes de que la casera, tipo de rigidez porteril, cerrase el Zaguán como de costumbre, aunque por aquella noche, a lo que parecía, quedaban en suspenso las leyes de clausura.
En aquellos grupos se hablaba de todo: de los trabajos y cosas del taller; de si allá y acullá adeudaban a ésta o a la ótra tanto más cuanto de lavado y planchado; de si Malenita había reñido o no con el señor licenciado; de las últimas corridas de Ponciano; de la contribución personal y de mil y mil cosas no sin que los muy gandules de los mozos echaran su cuarto a espadas acerca de las chicas del patio y de las gatas y garbanceras que servían en tal o cual casa, y de si Carmen, la infeliz huérfana, era o no el vivo retrato de doña Lolita Ortiz.
Entre los concurrentes se contaba un mozuelo de veinte años o poco menos, garrido si los hay, oficial de ebanista, buen muchacho, económico y sin vicios, dado a la buena ropa, y que, según maliciaban sus compañeros de taller, y sobre todo las vecinas, era el preferido de la huérfana.
Alto, robusto, bien formado, apuesto y de mucha labia con las mujeres, era el mozo más listo del taller de don Pepe Sierra, hábil y acreditado ebanista de la ciudad. Gozaba el Gabrielillo, o Grabiel, como le llamaban casi todas las vecinas, de mucho partido entre las garbanceras del barrio y entre las gatas que vivían en seis cuadras a la redonda de la carpintería donde trabajaba cinco días a la semana. Aunque no era perezoso, hacía san lunes; no podía resistir al poder de la costumbre.
Digamos que Gabriel era hijo de doña Pancha, y se comprenderá que desde aquel día la estopa quedaba junto al fuego.
A las doce rezaron el segundo rosario, no muy cargado de jaculatorias, en bien del alma de la difunta; cosa muy natural en hora tan avanzada, después de tanto hablar, y cuando, por unanimidad, aquellos estómagos vacíos suspiraban por el café humeante y oloroso, por los bizcochos suaves y el pan azucarado y por un traguito de aguardiente, muy eficaz para entonar el cuerpo y darle fuerzas contra la destemplanza que produce prolongada vigilia.
Después del café fueron retirándose algunas vecinas y no pocos varones de los que formaban en el facundo grupo del corredor, donde, ya fuese por olvido, por lo excitante de la negra bebida o por las virtudes oratorias del añejo, se principiaba a hablar más alto.
La reina de la noche, muy gordiflona y engestada, iba a todo correr, rasgando nubes, derramando de lleno su plateada luz en los corredores, cuyos pilares proyectaban oblicuamente sobre el piso la negra sombra de sus cañas. Las estrellas cintilaban inquietas; el agua parloteaba alegremente en los caños del lavadero? se percibía el lejano rumor de los bosques del valle agitados por el viento, y se oía claro y sonoro el murmurar del río. De pronto, una bocanada de aire reseco y ardiente se coló en el patio, cambiando de pronto el estado de la atmósfera, levantando una nube de polvo, silbando en las cuerdas y tendederos y haciendo bailar las enaguas y calzones pendientes de ellos y que albeaban a la luz del astro melancólico, una danza sacudida y grotesca.
Allá en el fondo, en lo interior del cuarto mortuorio, sé veía rígido, cubierto el rostro con un pañolito de cenefa, el cadáver de Guadalupe, alumbrado por los cirios cuyas llamas titilaban agitadas por el viento, despidiendo fulgores rojizos y medrosos.
—Echate un fósforo.
El compañero de Gabriel hundió las manos en los bolsillos de su ajustado pantalón, y tras largo buscar sacó un palillo y le frotó en la pared, una, dos, tres, cinco veces, hasta que al fin se incendió la mixtura, produciendo insoportable hedor. Gabriel hizo un gesto de repugnancia.
—No tengo otros, hermano. ¡La patria no da para más!—y presentó al mozo la flamígera astilla, encendiendo en ella un cigarro de El Moro.
—Como te iba diciendo,—prosiguió Gabriel, escupiendo la punta del cigarrillo, arrancada con los dientes, y aplicandole a la flama—como te iba diciendo, ya mi madre recogió a la muchacha. El se lo encargó, por eso. Desde que él se casó se separaron; Guadalupe se enojó y ya no volvieron a juntarse.
—Te pechaste, hermano, ahora sí estás en la arena... ¡quién fuera tú!...
—Ya irás a empezar con tus guasas...
—¡Ja, ja, ja, ja! No, hermano; pero la verdá es que ya quisieran otros.... La muchacha te quiere... es bonita, y lo que se siente es la ventaja!
—Puede que sí me quiera. Mi mamá me dijo que cuidado con las cosas; que ya sabía yo quién era su padre, y que bastante tenía la pobre con ser huérfana y con estar como dejada.
—Sí, hermano; todo eso está en la razón, pero si ella te quiere y tú a ella. Yo, la verdá, en lugar de doña Pancha te corría. Tú eres reata y taimado; te la echas de'bueno, y vas a hacer una de las que tú sabes. Acuérdate de la hija de tío Marcos... que cuando estaba en el acomodo de frente al taller... ¡Hasta el maestro te echó la grande!... Acuérdate, hermano, y no te hagas jaula.
—¡Palabra, palabra, que no fui yo!
—Pues, ¿quién fue?
—La cosa de allá salió. Para que veas, no me faltó oportunidá; pero la verdá, yo no fui.
—Hora dirás que fue el viejo...
—Dicen que fue el muchacho. Aquel de los bigotes engomados...
—¿Ese? ¡Qué! Si era muy pazguato...
—Pues ese; ya sabes que los catrines son los que se emparejan con las gatas. ¡La ropa, hermano, la ropa!
—¡Y qué bonita estaba la indina!
Gran parte de los veladores, hombres y mujeres, distraían los fastidios y tristezas del velorio con animados juegos de estrado. Al florón, juego insulso y de menos, sucedió el corre-conejo, que es de lo más pecaminoso. El de la harina y él de la bala fueron interrumpidos graciosamente por el sur que seguía soplando con intermitencia.
En otro grupo, el casero, viejo soldado del 47, contaba lances de aparecidos e historias de espantos, conversación obligada e indispensable en todos los velorios, con tales frases y aspavientos y tales rasgos de pavorosa fantasía que hubiera puesto miedo en el alma del más animoso enterrador.
A cada instante el aire iba siendo más reseco y pesado. El viento caldeaba la atmósfera, hacía crugir las vigas y mover las puertas, y a las veces como irritado y rabioso contra la indiferencia de los tertulios, embestía con furia y recorría las galerías, alzando una nube de polvo, barriendo los pisos y levantando en torbellino los pétalos de rosa, las hojas de naranjo y los tallos de romero que formaban la florida alfombra.
Doña Pancha muy embozada en su rebozo coyote, vino en busca de los muchachos.
—¿No quieren más café?
Ambos acudieron en pos de la quintañona.
—Vaya, tomen—les dijo, poniendo delante de los futuros maestros de ebanistería sendas tazas de café, tamañas que una bañadera, y después de un plato de bizcochos, otro de azúcar y una botella. Los amigos se portaron a las mil maravillas con aquel repuesto.
—Ya no hay pan del otro. No se apliquen al añejo, que vamos a misa de alba, y tú, Gabriel, tienes que. arreglar el entierro para las cuatro. Acuérdate que hay que pedir un papel al médico.
—No tenga usted, cuidado, doña Panchita, que no le entraremos, recio al trago.
—Señora madre: ¿quién hace la caja? Es domingo... y...-
—Ustedes. La harán barata. .
Los jóvenes convinieron en que ellos tomarían a su cargo la obra, siempre que el maestro, don Pepe Sierra, les permitiera trabajar en el taller.
—¿Y Carmen?—preguntó Gabriel.
—Está durmiendo en casa de Malenita. La pobre vino y se la llevó a cenar. Arreglamos que pasara allá la noche. Como ahora está sola, porque don Juan se fue a Veracruz... También arreglamos que iría a misa de cuatro.
—Pero... ¡cómo!...—observó Gabriel —Sí, que vaya a rezar por la difunta. Ustedes como son tan impiotes.
—No, pero ni ganas tendrá.
—Pues que las busque, ¿no es verdá, Tacho? Van también las del 15. Voy a buscarlas.
—Están despiertas, señora madre. Han estado aplanando toda la noche... ¡Como mañana tienen que entregar la ropa!
—Pues entonces a Carmen.
—Déjela dormir—dijo Tache;—estará desvelada.
—No, anoche durmió acá. ¿Verdá, Gabriel? ¿Quieren más café? Si quieren allí está en el anafe. ¡No le entren al aguardiente!
Siguieron departiendo en grata conversación los dos amigos y haciendo cálculos acerca del ataúd.
—Mañana hay baile.
—¿Qué baile?
—El de Pancho Solís.
—Eso es; no me acordaba. Ya me convidó ayer.
—¿No vas?
—Yo tengo mis ganas; pero con esto de la difunta...
—¡Y qué te importa! ¡Vaya! Si tu mamá se opone, a buena horita coges el zarape y te largas. El baile empieza a las ocho; el entierro será a las cuatro. Va estar el baile como bala. Van las Gómez, las hijas del cojo, la trigueñita de La Jardinera...
—¿Cuál?
—La hermana de Fernando Pérez.
—¡Ah! ¿La meneadorcita aquella que te habló ayer?
—¡Esa! Anímate, chico. Van las costeñitas, las mulatonas esas, primas de Camilo, Marcelina y la al tota de por la estación que anda con ella. ¡La mar!
El viento había cesado. El hermoso cielo de la madrugada, puesta ya la luna, centelleaba con las últimas pompas del invierno. Oíase el ladrido de perros lejanos y, de tiempo en tiempo, el quiquiriquí agudo de un gallo joven que desde los patios vecinos saludaba el próximo albor de hermoso día.
El reloj de la plaza dio la media, y la campana mayor del templo parroquial comenzó a tocar el alba. A los ecos solemnes del sagrado bronce iba despertando la naturaleza. Todo se desperezaba al salir del sueño, y con rumor creciente la dormida ciudad tornaba a la vida. Presentíase el inmediato advenimiento de la luz. La campana llamaba a misa, y se escuchaban ya, en la calle, los pasos y voces de los madrugadores que apresurados iban caminito del templo.
Penoso y acongojado llorar vino a interrumpir la conversación de los carpinteros. Carmen, arrodillada, gemía y sollozaba ante el cadáver de Guadalupe. A duras penas consiguieron doña Pancha y las del 15 quitarla de allí, para llevarla a misa.
Tras ellas, embozados en sus zarapes, iban Gabriel y su amigo Anastasio Romero. Las vecinas se quedaron a rezar el último rosario.
A las cinco menos cuarto fue. el entierro.
Gabriel y Tacho pusieron en la obra sus cinco sentidos. La caja era de pino y estaba pintada de negro y adornada con tiras de papel dorado. Tenía sendas perillas de latón en los ángulos superiores, y una en el centro de la tapa que remataba en un penacho de plumas negras, apabulladas y cenicientas, desinteresadamente prestadas por don Pepe Sierra, y descansaba en unas angarillas que a Gabriel se le antojaron símbolo de la niveladora muerte, pues decía a su compañero de taller, al colocar sobre ellas la urna:
—De veras, hermano, que para la muerte todititos somos iguales. Mira: en estas andas han llevado a enterrar a muchos ricos y a muchos pobres; unas cajas han sido lujosas y adornadas; otras, peores que ésta, de brocha gorda; unas finas, forradas de merino y hasta de raso; otras, en que el maestro echa leona no más embarradas; vinas para viejas, otras para muchachas bonitas... ¡Cuántos han ido en esta parihuela! La muerte a todos nos empareja.
El menestral en sus melancólicas filosofías se igualaba, aunque en vilísima prosa de carpintero, al gran poeta clásico, en aquello de la pallida mors...
En pos del fúnebre cortejo, vestidas de negro y sofocadas y jadeantes, iban las vecinas, y tras ellas no pocos hombres y muchos chicuelos inquietos y endiantrados, más alegres y divertidos que si corrieran libres por el campo, y con ellos el monaguillo, muy grave y seriote, con el jarro de agua bendita y el consabido aspersorio de romero. Renovó en el templo la provisión del santo líquido y las dolientes llenaron también botellas y jarros. Un sacerdote rezó, de prisa y entre dientes, las preces por los difuntos, bendijo el cadáver, echó una cucharada de tierra sobre el féretro, y el cortejo tomó camino del cementerio, buscando las aceras sombreadas, para huir, cuanto era posible, de los rayos de aquel sol primaveral que se despedía espléndido y magnífico desde la cima de la montaña próxima, con todo el fuego de un día de mayo caldeado por él sur.
Sepultado el cadáver, el monago asperjó la fosa hasta cansarse, y las dolientes amigas vaciaron sobre la tierra removida toda él agua bendita del repuesto.
Volvieron todos al patio de San Cristóbal por los callejones más frescos y hermosos, para gozar de aquella tarde luminosa y dorada. Charlaban las mujeres, fumaban los varones, y los chicos merodeaban por solares baldíos y abiertos cercados, en busca de naranjas tardías, apedreando aquí y allá a los canes famélicos y ladradores que les estorbaban el paso y que huían rápidos al verse amenazados.
Al llegar al patio se convino en rezarla las ocho de la noche, y por nueve días, los acostumbrados rosarios. Gabriel y Tacho se despidieron en el zaguán, citándose para el baile de Solís.
El enamorado de la huérfana entró a beber, es decir, a tomar café; conversó buen rato con la afligida dulcinea, y miéntras se reunían para el rezo y doña Pancha echaba su párrafo de conversación con Malenita, se vistió de gala, se caló el galoneado sombrero de felpa, tercióse el joronguillo multicolor, y alegre y campante, ¡zas!... se largó al baile.
Iba pensativo. Sentíase enfermo y no gozaba de la actividad placentera y feliz del hombre sano, en él nunca debilitada y siempre vigorosa. Ya fuera por consecuencia del trasnoche, ya por el cansancio del trabajo festinado, ello es que nuestro pobre Gabriel estaba triste.—He visto tantas tristezas desde ayer—se dijo—que por eso estoy así. ¡No hay que hacer caso... Una copa y... listo!
Sencillo de sentimientos, inexperto en punto a juveniles amoríos, no acertaba a darse cuenta de lo que le pasaba y sentía. Ignoraba la causa de la dulce melancolía que le embargaba el ánimo. El amor había entrado ya en aquel corazón que ni desengaños ni vicios habían debilitado todavía y que se abría como una flor campestre al blando cefirillo de la ternura.
La suerte le había puesto en el camino de la huérfana, que joven, bella, hacendosa, parecía como creada de propósito para él; pero una sombra empañaba los risueños proyectos de felicidad futura.—Por qué—se decía—por qué es hija de un rico? Si lo fuera de un artesano, como, por ejemplo, de don Pepe Sierra, para quien mi honradez y mi trabajo valieran algo, no estaría yo tan inquieto y triste. Ese señor Ortiz no ha de quererme, estoy cierto de ello. Pensando en esto entró a la casa de Solís, donde su amigo Tacho le aguardaba.
—¡Qué hacías!—Ya llevamos dos piezas. No han llegado todavía las costeñas... Ya me le apersoné a la hija del cojo, que es la mejor pareja de la sala, y... ¡me parte que es un gusto! ¡Qué bien baila!... Pero... ¿qué tienes?... Te veo cara de pichón espantado...
—La verdá... estoy así... como malo...
—Lo que tú tienes me lo sé yo... ¡Es por Carmen!...
—No, pero, ya ves, apenas hoy enterramos a Guadalupe y ya ando en bailes... Me parece que ésto no está bueno. Me arrepiento de haber venido.
—No; lo que pasa es qué temes que el tata... No le alces pelo, hermano, ¡que no es para tanto!
—¡A Dios!
—Ven y tómate una copa. No te apures... ¿Qué piensas hacer?
—Yo me entiendo con ella; pero si ese señor la recoge, me hará menos... Al fin es hija de quien es.
—¡Y eso qué!
—Con otra, ya sabría a qué atenerme; pero tratándose de Carmen la cosa es distinta.
—¡Toma, toma la copa, que van a tocar un vals!
Tacho puso ante Gabriel un vasito de cognac que el entristecido muchacho apuró de un sorbo.
—¡Puf! Parece contrahecho...
—¡A Dios con el fino! ¡Desde que vas a emparentar con ricos, ya nada te gusta. Acuérdate de lo que ahora te digo; ese señor no le vuelve a hacer caso. ¡Mejor para ti! —¡Quién sabe!
La música anunció un vals arrebatador. Los dos amigos entraron a la sala. Romero iba diciendo para sí:—¡De que los hay, los hay!... ¡el caso es dar con ellos!
No lo había previsto, y el caso urgía. La casa era muy chica: dos piezas del tamaño de una nuez, donde apenas cabían Gabriel, doña Pancha y la maritornes, una india, tuerta que hacía las compras y lavaba cazuelas y pucheros.
La buena señora no sabía qué hacer. El cuarto que daba hacia la calle, sala y alcoba al mismo tiempo, era de Gabriel; en el otro dormían las dos mujeres.
La última noche se la compusieron. Dios sabe cómo; mas en lo de adelante no podía ser así. Gabriel no había de dormir todos los días en casa ajena, y por nada de esta vida dejaría su camita amarilla que él mismo se había hecho, tan alegre, tan bonita, con sus almohadas altas, suaves, con sus fundas tejidas de gancho, su cobertor colorado y su blanco mosquitero de linón. Nadie había de acostarse en ella. ¡Cuidadito! Ni la misma doña Pancha. ¡Con aquel geniecito! Bueno se puso aquel día que Malenita, de cuernos con el licenciado, abrumada de pena y rabiando de las muelas, descansó en ella un rato! Sólo tratándose de Carmen no decía esta boca es mía. Cuántas veces la muchacha desvelada, había dormido por largas horas en el cómodo lecho del ebanista, y Gabriel llegaba, se conmovía al verla, y temeroso de turbar su sueño entraba de puntillas, conteniendo el aliento, a dejar la blusa y en busca del zarape.
Pero todo esto no le gustaba a doña Pancha.—Esto me huele mal;—decía la vieja—tan malmodiento y secote con todos, con Carmen parece de dulce. ¿Sí?... Entre santa y santo pared de cal y canto...
En fin, ya no era hora. La huérfana,—como el mozo se lo esperaba—ocupó la camita, y Gabriel, al tornar del baile, durmió muy contento a los pies del armario, cerca del hogar, soportando pacientemente el hedor de ajos y cebollas que despedía la tabla del recaudo y oyendo el subir y bajar de los ratones que se paseaban a sus anchas por entre las tazas y los platos.
Al día siguiente tomó en arrendamiento el cuarto contiguo, y sin acordarse más de la camita, que la huérfana no aceptó sin resistencia, compró, un catre nuevo y, se instaló en la habitación. Como no era conveniente que Carmen siguiera usando las ropas de cama que habían servido a la enferma, Gabriel cedió todo el avío.
Doña Pancha, aunque no libre de temores, estaba contenta, se mostraba satisfecha, y Carmen la pasaba bien. Cuando, por la noche, el mozo volvía del taller, se formaba en torno de la mesa una agradable tertulia. Tacho solía formar parte de ella, y allí se conversaba que era una gloria.
La huérfana se mostraba muy agradecida con doña Pancha, y no poco alivio fue para la quintañona que Carmen viniera en su ayuda. Siempre estaba lista para lavar, cocinar y arreglar la casa; para servir al mancebo por demás oficiosa. Era justo: Gabriel se portaba con ella a las mil maravillas. ¡Y qué camisas se ponía, Virgen Santa! ¡Ni la misma nieve de blancas y nítidas! ¡Vaya si iba guapo el ebanista! Sobre que Carmen atendía a todo: botones caídos, deterioros inesperados, manchas, descoseduras. El sábado por la noche, cuando el mozo iba a acostarse, se encontraba todo muy arregladito y muy bien puesto. En una canasta, tapada con un pañuelo, la ropa interior, la camisa con los gemelos ya trabados, y prendida al cuello la corbata luenga y chillona. En la silla, el correcto, pantalón flor de romero, el chaleco blanco y la chaquetilla gentil. En el. clavo, el sombrero de gala, el lujoso sombrero de felpa gris con galones de plata, gruesa toquilla, y monogramas, ya muy peinado y cuco. ¡Qué manecitas aquellas tan hábiles para hacer en la felpa las figuras más caprichosas y elegantes! Ora, fajas decrecientes, suaves y, perfectas, que subían en salomónicas, espiras hacia, lo alto de la copa; ora, sobre el fondo alisado, atrevidos toques que parecían motas apabulladas; ya, círculos paralelos que iban ciñendo él pilón de mayor a menor; ya, én fin, líneas quebradas que imitaban complicadas ramazones, o, lo que era más gallardo, hojas dé palmera. Al pie de la cama los botines amarillos, de suela delgada y aguzada puntera, limpios, aceitados, como diciendo a su dueño: —¡Amigo mío: a dormir temprano, que mañana es domingo y hay que subir y bajar, todo el día, por esas calles que Dios bendiga!
Cuando a la una llegába el mozo, ya estaba servida la mesa: sobre el blanco mantel, el pan francés de incitante dorada y esponjada corteza; la botella del pulque, convidando al sediento; las tortillas envueltas en la servilleta flecada que trasudaba toda; los platos de azulados paisajes, como un espejo, y el arroz blanco con plátanos fritos, que parecía un vellón con manchas leonadas. ¡Y qué bien se comía! ¡Qué buen apetito tiene el hombre trabajador cuando al volver a casa se encuentra todo en regla, y hay en la mesa dos ojos negros que le miran cariñosos y amantes!
Sin embargo, Carmen no recobraba aún su canora alegría. La Calandria seguía muda. El cierzo del dolor la tenía mustia. Poco a poco iban volviendo a sus labios las canciones y los trinos. Primero gorjeos que se le escapaban involuntariamente; luego vibrantes notas que espiraban al nacer, y más. tarde toda una melodía lánguida y plañidera que terminaba con una cadencia lúgubre.
Gabriel gustaba de oirla cantar, pero no se atrevía a pedirle que dejara escuchar su hermosa voz, temeroso de profanar el doliente silencio de la joven. ¡Y qué voz! Si hemos de creer lo que decía Enrique López, era de lo que hay poco.
La guitarra, muy adornada con su ramo de camelias de trapo y su gran lazo de cintas tricolores, dormía boca abajo en las sillas de la salita, sin esperanza de gozar, en mucho tiempo, de un rato de jolgorio. Gabriel pensaba al verla: ¡Lástima! ¡Se está ensordeciendo!
Un día de poco trabajo para las vecinas, doña Pancha andaba de calle, y Carmen, sola en el lavadero, jabonaba algunas prendas. El hermoso cielo de las mañanas estivales, profundamente azul, sembrado allá por el Oriente de majestuosos cúmulos, comunicaba a las almas esa inefable alegría que tiene todo lo inmenso y luminoso. La tarea tocaba a su término y Carmen enjuagaba la última pieza. Algo sentía dentro del pecho, indefinible y grato, algo en que iban mezcladas tristeza y alegría, como lo que experimentan las almas soñadoras ante las pompas del crepúsculo vespertino, cuando la tarde junta, por singular manera, a las tintas violadas que anuncian la proximidad de la noche el ígneo fulgurar de la aurora en los mares: amor, dulce amor. Y pensaba en Gabriel: —¿Dónde estará? ¿En el taller? No; ese pícaro no pierde la costumbre de hacer san lunes. ¿Con quién andará?... ¡Y es muy guapo... vaya que lo es! ... ¡y buen muchacho... lo que es buen muchacho, trabajador, honradote, franco, como ninguno! Mamá dice... decía,—aquí la huérfana, al corregir su pensamiento, suspiró con pena—decía que si todos fueran como él...
Gabriel la amaba, sin duda; bien clarito se lo decían aquellas miradas mortecinas, insistentes, apasionadas; aquel afán de agradarla, aquel empeño en mimarla. Pero ¿por qué no hablaba, por qué no se lo decía, así quedito, sin que nadie lo oyera?
La huérfana levantó al cielo los ojos, y al hundir sus miradas en las profundidades del éter, respiró como queriendo beber las olas de aquel piélago cerúleo. Alegre, como la alondra que descubre desde los trigales el primer albor del alba, principió a cantar bajito, tan bajito que casi ni ella misma se oía. ’
En ésto entró Gabriel, de prisa, sin reparar en la joven. Esta le iba siguiendo con la mirada a lo largo del corredor. El ebanista llegó a la puerta, hallóla cerrada y, con los nudillos, dio en ella dos golpes sonoros, tan, tan, a los cuales respondió la huérfana cantando en alta y apasionada voz:
¡Tan! ¡Tan! Niña, a tu puerta
llamando Amor está...
Al oír el inesperado canto Gabriel se estremeció, pero al punto dominó su emoción.
—¡Ah! ¡Conque aquí está la cantadorcita!—Y se acercó al lavadero, agachándose para pasar bajo los tendederos, que se rendían al peso de las ropas empapadas.
—¡Cuidadito con hacer una diablura! ¡Cuidado con ese mantel! ¿Qué horas son estas de venir a la casa? Doña Panchita fue a recoger la ropa de las Robles, y, por lo visto, mi don Gabriel hace san lunes. ¡Bueno, bueno!... avisaré a la señora...
—Hoy nadie trabaja. Hasta don Pepe, con todo y ser el maestro, se pasa el día platicando con su vecino el militar.
—¡Y eso qué, Gabriel! Yo quiero que sea usted más trabajador. ¡Para vagamundear: el domingo!
—Así se hará. Tiene usted mucha razón; pero en lunes, ni las gallinas ponen.
—Sí que ponen, y las lavanderas lavan. Aquí estoy yo: así me he pasado toda la mañana.
Carmen, que ni por un momento había dejado el trabajo, exprimía, al decir esto, un lienzo hecho un rollo, torciéndole y retorciéndole con todas sus fuerzas. El agua escurrió primero a chorros, luego en delgados hilos y límpidas gotas, hasta que por fin el lienzo quedó enjuto. La huérfana hacía esta operación inclinándose hacia adelante, con la falda recogida en plegones para no mojarse enaguas y pies, luciendo desnudos los brazos, torneados y cubiertos de finísimo vello.
—¡Lavan, sí—replicó el mozo—y cantan que es un regalo! ¡Cantan que es una gloria! ¡Tan! ¡Tan! Niña a tu puerta...—e interrumpiendo la copla y riendo, agregó: —Esta noche, señorita cantadora, me cantará usted. Ya la guitarra está pidiendo que le hagan cosquillas. El otro día, al entrar, le oí decir quedito, muy quedito: ¡quiero cantar!... ¡quiero cantar!... Y hoy cantará; tendremos música: hay que darle gusto. Ella en pago cantará aquello de las golondrinas y las madreselvas que no, volverán.
—No cantará, Gabriel; no cantará porque no tiene cuerdas.
—Se encordará.
Carmen sonreía alegremente, y Gabriel clavaba en ella una mirada lánguida y amorosa. Notóla ella y para evitarlo dijo, levantando al cielo sus hermosos y rasgados ojos:
—¡Qué cielo tan azul!
—Muy lindo!—contestó el mancebo, sin saber lo que decía.—Cantará usted, ¿no es verdad? Esta noche, después de la cena, criando Tacho venga? No, no quiero que venga. Le diré esta tarde que no estaremos aquí... No quiero que oigan a usted, ni Tacho, ni nadie; sólo yo... ¿no es cierto?
—¡A Dios! Y ¿por qué?
—¡Vamos... porque, no me agrada que otro la vea a usted; ni que digan que es usted bonita... vaya! ¡no me gusta!... ¡yo soy así, como celoso!...
—¿Celoso?
—No; celoso no. ¿De qué? ¿Ha dicho usted alguna vez que me quiere? ¿Se lo he dicho yo? ¡La verdá es que yo la quiero a usted mucho, pero mucho, mucho... y tampoco se lo he dicho hasta ahora!
Carmen callaba encendida, trémula. Gabriel también temblaba. Ella no alzaba los ojos, y él no hubiera podido resistir una mirada de aquellas pupilas negras como la noche, que centelleaban bajo la sombra de rizada pestaña.
—Hasta hoy,—continuó Gabriel—hasta hoy nunca le dije nada... Con los ojos sí. ¿No lo había usted comprendido?
—¿Yo!... no... no... más bien sí..... y yo también Gabriel... Pero, váyase, váyase... Nos van a oír. Doña Panchita no tardará en volver... Vea usted que Malenita nos está mirando desde allá.
Gabriel se fue pasoa a paso.
—¡No olvide usted las cuerdas! Si no, no habrá canto esta noche... Romanas, ¿eh?
Una alegría jamás sentida llenaba el alma del muchacho; el corazón se le salía del pecho. Le daban ganas de morir.
Llegó al zaguán, y dirigiendo al cielo una mirada vagamente dulce, exclamó: ¡Qué cielo tan azul!
Adentro la huérfana seguía cantando:
... ¡Niña, a tu puerta,
amando—Amor está!...
Perdonemos al pobre muchacho sus vanidosos alardes. La joven le trataba con afecto y cariño fraternales, pero, a decir verdad, nunca había dado motivo para que Gabriel dijera que se entendían. El ebanista estaba temeroso de que otro pretendiera conquistar el corazón de la huérfana; sabía que Tacho era un pillo muy largo, y juzgó del caso hacer constar que el pajarito tenía dueño.
Gabriel era vanidoso. Vanidades pueriles eran las suyas, pero al fin vanidades. Se creía guapo, simpático, elegante; pretendía ser muy hábil en su oficio, y se preciaba de consumado jinete.
Cuanto a lo primero, puede decirse que no andaba el mozo lejos de lo cierto. Se comparaba con sus amigos y compañeros y por fuerza tenía que creerlo así. Estos, celosillos y hasta envidiosos, no podían negar la superioridad del muchacho y le otorgaban sin escrúpulos la palma de la guapeza obreril.
Cierta ocasión, pasando ante la ventana de unas señoritas, muy afamadas por su riqueza, hermosura y elegancia, oyó que unas pollitas, a cual más linda, se dijeron: ¡Mírale, tú! ¡Mírale! ¡qué apuesto que es! ¡qué bien vestido y qué airoso!—Aquel elogio que de tan alto venía, le mareó; se le fue la cabeza por los precipicios de la vanidad, y desde entonces puso especial cuidado en vestirse bien; no tanto en los días de trabajo cuanto los domingos, y días de fiesta en que, iba siempre hecho un veinticuatro, y pocos de los de su clase alcanzaban a igualarle en lo majo y estrenador. Sus amigos solían decirle: —¡Gabriel: te echas encima cuanto ganas!—y así era.
Gustaba de situarse en las esquinas, no sólo para lucir sus trajes domingueros, sino para gozar de un placer casi infantil. Cuando pasaba por allí una señorita guapa y emperifollada, el mancebo descendía de la acera y saludaba correctísimamente. ¡Qué brillo el de aquellos ojos, si el aristocrático pimpollo correspondía al saludo con una sonrisa y una palabra de agradecimiento!
De tiempo en tiempo, el día que estaba más plantado, se daba una pasadita por las ventanas aquellas de las susodichas admiradoras, para darles golpe. ¡Simpleza más grande! Ellas, a las veces, paraban atención en el mancebo y se dejaban decir, entre dientes, un piropo. El mozó, más ancho que un pavo se volvía todo oídos para recoger la frase halagadora; pero de ordinario no se fijaban en él.
Una de tantas ocasiones, al verle, se rieron con mucha malicia. De fijo que aquello era una burla. Esto le pudo mucho, y, murmurando una insolencia, humillado, colérico, siguió adelante, resuelto a no volver a pasar por aquella casa. Este lance le curó un poco de sus achaques de vanidad, y desde aquella tarde se declaró enemigo de mujeres ricas y emperejiladas, por bonitas que fuesen: —¡Caritas! ¡Esas catrinas no sirven para nada! ¡Más orgullosas y más groseras!En cuanto a sus habilidades de ebanista, don Pepe Sierra estaba muy satisfecho de su oficial. Ya le fiaba trabajos difíciles; tocadores tallados, camas suntuosas, monumentales roperos. Gabriel lo hacía todo sin que nadie pudiera poner pero a lo que salía de sus manos. Nada de ojear catálogos extranjeros para tomar idea; no, señor; nada de eso. El mismo maestro se quedaba turulato cuando el muchacho se acercaba con un dibujo en la mano, diciendo: —Señor maestro, vea usted; voy a ponerle al tocador esto, lo otro y lo de más allá; aquí, estos grifos; en la cornisa, un bocelito de dos pulgadas; en el copete, estás hojas... ¿le parece a usted bien? —¡Bueno, bueno!—contestaba el maestro, reprimiendo un arranque de admiración...
Don Pepe era generoso. Una vez, al dar término y remate a un elegante mueble, que el dueño pagó largamente, (tan satisfecho así quedó de la obra), el maestro decidió gratificar al habilísimo ebanista, y dándolé un billete de a cincuenta pesos, le dijo: —Tú lo trabajaste, tú lo ganaste: toma, ésto es tuyo: empléalo bien. Gabriel no puso él consejo en saco roto y se echó encima buena parte de los cincuenta duros.
Los compañeros le bromeaban después, invitándole a copas: —Convídala, hermano; para eso y más te alcanzan los cincuenta grullos del aparador. —¡Qué! ¡Si ya no me queda ni medio! —¿Pues qué hiciste con tanta plata? -Me di una manita de barniz...— Sin embargo, luego pagaba el gasto sin mezquindades ni tacañerías.
Gabriel no era lo que se llama un charro. Sentábase en la silla con cierta naturalidad y gentileza, y nada más. Para manejar el caballo era un colegial. El se daba humos de jinete experimentado, y cuando se hablaba de chárreo salpimentaba la conversación con muchos términos del arte, que en boca suya caían en gracia y hasta parecían darle cierta autoridad en la materia.—¡Papas! ¡Puras papas!—decía Pancho Solís.—En buen aprieto se vio aquel día que fuimos al herradero, cuando el torete lo acorraló contra la puerta... pero eso sí, él cuenta que coleó y manganeó méjor que Ponciano... ¡ni los becerros! Y cuando se lo encontraba, echándole el brazo, le decía: —¡Ahora, Ponciano! ¿Cuándo te vas para España?—Pronto, hermano:— contestaba Gabriel—tú serás mi Oropesa; Tachó, mi Celso, y ya verás cómo venimos pintados en La Lidia.
Todos le querían y se disputaban su amistad. Seco y áspero en su casa, fuera de ella pecaba de comunicativo y amable. Cuando estaba de buen humor conversaba con cierta gracia y donosura, y no hábía poder humano que le cortara la hebra. En el fondo era irascible. Pocas veces se atufaba; mas cuando llegaba a montar en cólera, era un león exasperado; ciego por la ira no reparaba en nada y nadie podía detenerle. Una tarde, en que no estaba para bromas, por una chanza, inofensiva de por sí, pero molesta por lo repetida, se le subió la mostaza a las narices y arremetió, formón en mano, contra uno de sus camaradas que por milagro, escapó, de sus furores. Gracias a que don Pepe acudió a tiempo, si no aquella ¿tardase hubiera cometido en el taller del pacífico Sierra un delita que hubiera dado quehacer a los periodiquitos vocingleros de la ciudad, tan afectos a escándalos gordos y tan amigos de crónicas patibularias.
El bromista fue despedido, y Gabriel amonestado por don Pepe, con una dureza muy extraña en el maestro, que era persona de esas a quienes se les pasea el alma por el cuerpo. El oficial se reportó a tiempo, y ofreció ser en lo de adelante menos arrebatado y belicoso.
Hay en en primer amor un sentimiento de lúgubre tristeza. Acaso provenga de que el enamorado, en medio del éxtasis de la pasión correspondida, presiente lo fugitivo de su dicha, rauda como el paso de las estrellas errantes, y acierta a comprender que, a poco, el cielo de su alegría quedará velado y obscurecido por las brumas de la desconfianza y del dolor.
No a todos es dado explicarse el por qué de la fúnebre tristeza que parece enlazarlos arrobos del primer amor con los postreros instantes de la vida. No parece sino que la muerte nos acaricia lisonjera cuando el amor suspende, en nuestros labios, la expresión de los afectos, hace afluir la sangre a nuestro pecho, y anubla nuestros ojos, con una lágrima de felicidad. Quién acertará a declarar las ocultas, y misteriosas relaciones que hay entre el amor y la muerte? Esta vela con misteriosa sombra las alegrías de la pasión correspondida, y próximos a rendir el último suspiro, cuando los pálidos soles de la vejez nos recuerdan que estamos cerca de la tumba, las memorias del amor primero, tan puro, tan noble, y de ordinario malogrado, vienen como una oleada de savia primaveral, a reanimar, aunque por breves horas, nuestro aterido y desmayado corazón.
Este dulce sentimiento de tristeza dominaba a Gabriel, después de haber oído de la huérfana la confesión ingenua de su cariño; confesión hecha más bien con los ojos que con la boca y nacida de lo más profundo del alma. Pero el ebanista no entendía, ni se daba cuenta de estas sutiles filosofías; en su carácter y rudeza no cabían delicadezas tales, y como si sacudiera de su alma aquel anhelo de morir, entregó su mente a los sueños, su corazón a la esperanza, y todo su espíritu a la inefable ventura de amar y ser amado.
Y hubo canto aquella noche, sí que lo hubo, a la luz de la luna, en el corredor, bajo el alero, al pie de un pilar, cuando las vecinas se habían encerrado ya, y doña Pancha, más afecta a la plática y al chachareo que a melancólicas enamoradas trovas, tejía con chismes y cuentos de todo género la trama de una conversación por extremo interesante con la señora portera y su esposo el viejo militar.
El plañidero instrumento, con su nueva encordadura, sonaba que parecía una orquesta. En manos de la huérfana, muy tañedora, reía y se querellaba: ora prorrumpía en vivísimo allegro, ora discreto y tímido murmuraba amorosas frases y lloraba y gemía.
Al pie de un pilar, en el ancho espacio iluminado por el satélite, cuyos rayos dibujaban sobre los ladrillos del piso la ondulada línea del alero, extendió el mozo un petate fino y nuevo, y colocó contra la columna una sillita tosca. En ella tomó asiento la huérfana, y a sus pies quedó el mancebo, fijos los ojos en la beldad cantora. El grupo era bello. ¡Cómo no recordar al verle los dibujos de las novelas románticas, en que de rodillas sobre muelle almohadón franjado de oro, pajecillo gentil dice ardientes amores a una castellana soñadora, entre cuyas manos vibra con trémulo canto la quejumbrosa mandolina!
Tras los acordes del preludio, tras el rasgueo nervioso, al son de uno de esos acompañamientos populares, desatinados e incorrectos, en que los bordones hacen el gasto, y que provocan la risa de los músicos sabihondos y de verdad, pero en los cuales palpita la vida con todas las ternezas amorosas y con todos los arrebatos de la pasión, entonó la joven, en sol menor, una rima de Bécquer, lánguida como las brisas de los cármenes sevillanos, con una melodía importuna, si se quiere monstruosa, vamos, un pecado mayúsculo contra los cánones del arte, que pretendía interpretar a maravilla las divinas estrofas del poeta.
Gabriel callaba embelecado, y mientras tornaban al balcón las fieles avecillas y se abrían las madreselvas escalando las tapias, aquellas dos almas jóvenes y amantes se confundían en una sola, como dos llamas de una misma fogata como dos notas de una misma lira.
Atraídas por la música, las vecinas fueron abriendo sus puertas y acercándose a escuchar la canción que entonces andaba en boga, la hermosa canción de las golondrinas, que las muchachas del patio se sabían de memoria, y que Malenica guardaba de letra de imprenta, pues el licenciado, a ruegos de su amiga, la había puesto en El Radical. Magdalena tenía sus puntas de letrada y sabidilla, y sus ribetes de librepensadora y protestanta.
—¡Qué imprudentes y qué curiosas!—pensaba Gabriel. —¡Que oiga desde su puerta cada cual, y no venga a servir de estorbo! ¡Vaya con las moscas!
De las golondrinas pasó Carmen a otros cantares. A petición de Malenita: cosas de Marina y las coplas del Boccaccio; para contentar a las del 15: la jota de los ratas, la mazurca de los marineritos y el vals del Caballero de Gracia, el hermoso vals del Caballero de Gracia.
Cuando Carmen callaba y reinaba en el concurso el silencio del aplauso, oíase a los pájaros de doña Pancha, que en sendas jaulitas asistían al concierto, aletear y gorjear en lo más obscuro del corredor.
El portero, dando al olvido sus bilis y su reuma, muy erguido, y sentencioso, con una mano en la espalda, mascando el extinto tabaco y escupiendo tinta, escuchó a la cantora y celebró sin habilidad con el ¡caray! más entusiástico de su admiración. También quiso oír sus canciones favoritas: la Lola y el No me mires por Dios te lo pido... pero la huérfana no sabía de esos vejestorios.
Gabriel se daba a los setecientos mil diablos coronados y no dejaba de repetir para su zarape: —¡Gente más mosca, nunca la he visto! ¿Quién les ha dado vela en el entierro?
Disgustado y mohíno manifestó rudamente sus enojos y con tres palabras, bruscas y redondas, dio término al concierto:
Las vecinas se retiraron contrariadas y murmurando:
—¿Qué me dice usted de la Calandria, Petrita?
—¡Ay, mi alma! ¿Y usted qué me dice del calandrio, hijita? ¡Ayúdeme usted a sentir!
Entre los admiradores de la cantadora estaba el monaguillo de Santa Marta.
Angelito era un muchacho de trece años, listo, precoz, malicioso, travieso. Procedía de uña honrada y antigua familia de artesanos, un tiempo muy acreditados por su habilidad en el arte de San Crispín y sobre todo por lo puntuales y exactos en el cumplimiento de sus compromisos, cualidad rarísima entonces y justamente merecedora de los favores del público. Todos los Jiménez eran cristianos a carta cabal.
Los caprichos de la fortuna y los progresos mercantiles dieron al traste con su fama y les quitaron la parroquia; pero ni estás desgracias, ni las ideas y usos modernos fueron parte a debilitar en ellos la fe vivísima y la piedad ardiente, características de su antiguo linaje, y, como sus padres y abuelos seguían alistados entre Terceros y Servitas y afiliados a la hermandad de la Vela Perpetua.
Dos generaciones de Jiménez vieron como cosa propia la máyordomía del Señor de las Tres Caídas; lo mismó antes que después de la desamortizáción de los bienes de las manos muertas. Cuando a otras, harto vivas, pasaron las casas que un antiguo cosechero de tabacos legó in extremis para el culto de la venerada imagen, y la ley anuló las expresas y terminantes voluntades del testador, don Jesús Jiménez, el maestro don Chucho, como entonces le llamaban, abuelo materno de Angelito, no sé dio por vencido y declaró que no le arredraban las penurias de la mayordomía, y que mientras hubiera quien de su mano se calzara y no se acabaran en el mundo las pieles y la suela, no faltarían a la imagen su lámpara diaria, su función clásica el tercer viernes de Cuaresma y su procesión lucida y solemne el Martes Santo. Y lo cumplió. A fuerza de economías y privaciones los cultos fueron mejores y más brillantes que en otro tiempo. ¡Qué altar y qué adornos! ¡Qué túnicas bordadas y ricas estrenó el Nazareno! ¡Qué funciones aquellas, tan bien dispuestas, las que hizo el maestro Chucho! ¡Y qué paso aquel del Martes Santo! Con legítimo y fundado orgullo solía referir el monaguillo las glorias de aquella procesión, cuyas magnificencias memorables habían llegado hasta él, con. otros muchos sucesos conservados por la tradición doméstica. Aquella procesión sobrepasaba a las de otras mayordomías, y sólo era inferior, y eso no siempre, a la que salía el Viernes del templo de Santa Marta, costeada por un caballero muy renombrado y opulento. En la procesión de los Jiménez no faltaban los gremios, con sus ángeles de largos mantos y ancha y esponjadísima veste, a los cuales servían de caudatarios niñas y niños; las unas de palomas, envueltas en largos velos de gasa, y los otros de frailecitos, muy rapados y orondos, ostentando el hábito de todas las órdenes monásticas habidas y por haber en ambos mundos.
Aquello sí que era bueno: tras los acólitos que llevaban la cruz alta y los ciriales, iba el mayordomo con el estandarte de la cofradía, y enseguida, entre dos hileras de invitados, los ángeles anónimos, de ahuecados toneletes cuajados de aljófar, piedras y lentejuelas, luciendo penígeros turbantes y alas salpicadas de monitos de mil colores. Después los Arcángeles: San Miguel con su bastón de Juez de lo Civil; San Gabriel, con su ramo de azucenas, y San Rafael, que sobre la rica veste endosaba la esclavina del peregrino, exhibiendo un pescado sonante como una sarta de cascabeles. Las caudatarios marchaban en formación promiscua, palomitas y frailes. Las unas, con velos de tul y coronas de rosas; los otros, luciendo el hábito azul del franciscano o la capa blanca de San Juan de la Cruz, el traje mixto del dominico o el sayal pardo de los menores. Estos con ramilletes, aquellos con picheles llenos de agua de olor; las palomas con lindos canastillos de flores deshojadas, y al fin, rodeado de las mujeres más bellas de los gremios, el Señor de las Tres Caídas, en el cual los espectadores fijaban las miradas con mayor interés.
Media ciudad podía dar testimonio de la magnificencia de aquella procesión.
Las andas en que estaba colocada la imagen pesaban tanto, que apenas podían con ellas doce cargadores. Eran de cedro, magistralmente talladas. Ocho columnitas doradas, de graciosa esbeltez, sostenían un palio purpúreo, en cuyas orlas brillaban primorosamente bordados los instrumentos de la Pasión. A cada lado, cuatro grandes faroles de hojalata, coronados con garzotas de vidrio, azules, amarillas, rojas y blancas, dentro de los cuales ardían, por lo menos, seis codales de cera purísima.
La peana dorada, simulando una nube, atraía todas las miradas: parecía un gigantesco merengue de circunvoluciones caprichosas, suaves y gallardas. En torno de ella, los Jiménez, con mano cuidadosa, colocaban grandes, antiguos y valiosos jarrones de porcelana, con primorosos ramilletes de papel plateado, interpolados con guarda-brisas muy hermosas que daban al conjunto un aspecto maravilloso. De esas guarda-brisas ya no hay, ni para remedio.
La estatua era obra de un afamado escultor guatemalteco, y con esto queda dicho todo. ¿Quién no tiene noticia de los escultores centroamericanos que proveyeron de imágenes, por mucho tiempo, templos y monasterios de Nueva España?
El Nazareno había sido representado de rodillas, rendido al peso de la cruz; la una mano apoyada en un canto crudelísimo, tirito en sangre, mientras con la otra sostenía el madero afrentoso.
Dulce y dolorido el rostro; fisonomía resplandeciente Con los fulgores divinos; ojos bañados en llanto de perdón; mirada inefable y misericordiosa; mejillas pálidas, con la palidez del moribundo; los pómulos lastimados, hasta dejar asomar los huesos, y los labios secos por la sed y el dolor. El artista economizó en la imagen sangre y cardenales e hizo gala en el rostro de una expresión que movía a penitencia y llegaba a lo más íntimo del alma.
¡Esas sí que eran procesiones! ¡Qué de gente! ¡Todos los gremios, todos los sacerdotes, muchas señoras ricas de saya y mantilla! ¡Y qué música! ¡Aquéllas sí que eran marchas religiosas! Don Chucho se preciaba de que en su paso no repetían los filarmónicos ni una pieza; él no lo permitía, y para eso, con tiempo, avenía voluntades, restablecía la armonía siempre alterada entre los hijos del divino arte, y les pagaba hasta las ganas. Con tres meses de anticipación ponía en manos del director el repertorio de la cofradía, repertorio antiguo, es cierto, pero muy selecto y devoto, (seis o siete marchas sagradas) aumentado, a instancias de un trompista innovador, con la de Yonc, que no era muy del gusto del piadosísimo mayordomo, enemigo de novedades y reformas.
A fuerza de oír en casa todas estas cosas, Angelito se las sabía al dedillo, y suspiraba por aquellos tiempos de bendita fe y de religioso entusiasmo. Entonces sí que había Semana Sarita; ahora todo era tristeza y matraqueo.
Con que gracia, ante un grupo de amiguitos boquiabiertos y atónitos, refería el monaguillo aquellas magnificencias que eran otros tantos timbres de gloria para la familia Jiménez, de la cuál había venido a ser Angelito el último y más vigoroso vastago.
La madre del chico, viuda de un talabartero llamado en vida Pedro Vázquez, y después de muerto tu padre o mi difunto, según él caso, conservaba fielmente la tradición religiosa de la familia, y todo su anhelo hubiera sido que Angelito alcanzara a gozar de tiempos tan buenos como los que a ella le habían tocado, si más altas esperanzas no se abrigasen en aquel corazón maternal.
Siempre desearon los Jiménez que uno de la familia vistiera la sotana, pero el Señor no quiso concederles tanta dicha. ¡Qué gran día para ellos, aquel en que un Jiménez cantara su primera misa en el altar del Nazareno!
Algunos, que por su buena cabeza hubieran podido llegar a los altares, se vieron obligados a dejar la naveta y el roquete por la chaira y el cerote; otro abandonó el cirial por la espada y murió peleando a las órdenes de Osollo: y uno, en vísperas de ser trasquilado por las episcopales tijeras en Puebla, y en pocos días, sucumbió, víctima de horrendo tabardillo.
En Angelito estaban cifradas las más risueñas esperanzas de la familia Jiménez, ya muy mermada, y en finiquito, y de más a más, pobre y casi miserable. Pero Nuestro Padre, Jesús, remediaría todo, y entonces, el ahora solícito monago subiría el altar con planta trémula, para ofrecer la hostia inmaculada.
El maestro de la Escuela de la Purísima Concepción de María Santísima, a cuyos cuidados y ciencia estaba confiado el niño, para que de sus doctos y piadosos labios aprendiera las primeras letras, en las horas que le dejaban libres sus deberes eclesiásticos, se quejaba grandemente de Angelito, y, reclamando por su impuntual asistencia a la escuela, solía decir a la madre: —Doña Salomé... el muchacho no es tonto: en un santiamén se aprende la lección, pero con tantas faltas no sacará buey de barranco.
La madre no se descorazonaba; volvía a la casa, ajustaba cuentas al chico, le daba una tunda, y le recordaba, bañada en llanto, las virtudes de sus abuelos y su amor a la Iglesia, y luego, a solas, pedía a Dios que le hiciera entrar en santa vereda y le inspirase vocación religiosa. Como el padre González distinguía al monago, manifestándole mucho afecto, Salomé esperaba que, merced a la intervención del vicario y a vueltas de pocos años, ingresara Angelito al Seminario de la Diócesis para salir de allí hecho un presbítero.
Ya se figuraba la excelente madre ver al hijo de sus entrañas, vestida la sotana de seda en las grandes fiestas, predicando en el pulpito de Santa Marta un sermón atiborrado de latines y repleto de Santos Padres, o entonando en el altar del amado Nazareno, un gloria in excelsis a cuyos ecos retemblarían las bóvedas y vidrios del sagrado recinto. En sus piadosas fantasías, la buena madre se deleitaba imaginándose los pormenores de la misa nueva, con todas sus bellezas y ternuras, al fin de la cual, cantado el Te Deum, iría ella, con envidia de todas las madres, a arrodillarse delante del joven levita para besarle las palmas recientemente ungidas. Pensando en esto se le llenaban los ojos de lágrimas y la voz se le anudaba en la garganta. Hasta llegaba a decidir, in pectore, quienes serían los padrinos del cantamisano; los seglares se entiende, porque él padrinazgo eclesiástico correspondía, por derechos de gratitud y honor, al padre González, protector del flamante sacerdote, y al llmo. señor Obispo de la Diócesis.
Pero Angelito no llevaba trazas de asentar cabeza. Cuando no tenía en la iglesia vísperas, misa o distribución, en vez de ir a la escuela, como lo deseaba el celoso maestro, íbase calle arriba, hacia los ejidos próximos y a los cerros cercanos, en busca de mayates, lindos y tornasolados coleópteros, si era tiempo de guayabas; a caza de nidos de primaveras y verdines, en marzo y abril; a cortar popotes en noviembre; y en días calurosos a la presa de una fábrica, para nadar y zambullirse alegremente; o, lo que era peor, a las dehesas de una hacienda distante a montar becerros y sacar vueltas a los toretes, porque el chico mostraba más afición a la tauromaquia que al estado eclesiástico. Y tal y tan viva que muchas veces, revestido con el manto de grana y la blanca y encarrujada sobrepelliz, que a diez varas trascendía a liquidámbar, asistiendo de rodillas y cirial en mano a los oficios divinos, si con el cuerpo estaba en el templo, con la mente andaba en la Plaza de Toros. Cómo el coso no distaba mucho del templo, y hasta él llegaban, turbando el recogimiento de los fieles y la elocuencia del orador, los alegres ecos de la música y el vocerío frenético de la multitud taurófila, más de una ocasión Angelito, a la hora de reservar, ido y embobado, no acertaba a tocar a tiempo la campanilla, fijo como estaba su pensamiento en el toro muerto y en el matador triunfante, que a paso lento y donairoso, bajos el estoque y la muleta, cruzaba el ruedo para dejar los trastos, saludado por el entusiasmado concurso, siendo necesaria una reprensión del preste para sacarle de su profundo arrobamiento.
Las vecinas del patio de San Cristóbal le odiaban a muerte, por las maldades y fechoría con que las tenía acosadas. Si se descuidaban echaba a volar los pajarillos que en jaulitas de caña alegraban con su canto el amplio caserón; maltrataba a los gatos regalones, tomándolos del rabo y hondeándolos por alto; ataba latas ruidosas a la cola de los falderillos mimados; manteaba con una cuerda a los sabuesos del militar, o ensayaba en ellos, con las garrochas de los tendederos, sus habilidades de picador.
El sacristán de Santa Marta también lo detestaba. Diariamente recibía el capellán quejas y más quejas contra el granuja; pero nada valía. A todo contestaba compungido o con una respuesta aguda, convirtiendo en cariñosas risas los enojos del clérigo.
Siempre, acabada la misa, se llegaba el sacristán diciendo:
—¡Padre: que Angel así... que este muchacho asá! ¡Que hizo, que tornó!
—Ten paciencia, hijo:—contestaba el clérigo, un anciano sapientísimo y amable,—ten paciencia: así era el buen padre Rivadeneira y el santo le sufrió todo con santa calma, esperanzado en que el pilluelo llegaría, con el tiempo, a ser honra de la Compañía y lustre y gloria de las castellanas letras. Así era también fray Luis de Granada: un pillastrín que traía revueltas calles y plazuelas. Ten paciencia, que acaso este pícaro escriba más tarde otro Cisma de Inglaterra y otra Guía de Pecadores.
Y volviéndose al chico y tirándole suavemente de las orejas le decía, entre serio y risueño:
—Sé bueno, muchacho; sé bueno. Mira: hay santos de todas clases, profesiones y oficio, hasta soldados y cómicos, menos, acólitos. Procura ser bueno para que luzcas, el primero, en los retablos, el manto rojo y el roquete del coloradito. Toma este mediecito nuevo por la misa que me acabas de ayudar, y vete con Dios!
El sacristán, a pesar de su evangélica mansedumbre, se quedaba rabiando.
A la verdad que el chico era insufrible: se robaba las velas para poner altaritos en su casa; se comía las hostias, si el sacristán dejaba a mano la cajita, y ¡horror! en la misa de madrugada, cuando había pocos fieles en el templo y la obscuridad favorecía sus designios, en el breve espacio que el sacerdote tardaba en ir, después del lavatorio, del lado de la Epístola al centro del altar, para decir al pueblo: " orate frates,” el bribón dejaba caer el manotejo, y metiendo la cabeza por bajo la credencia desayunaba con el vino de las vinajeras.
Por lo demás Angelito era bueno, sumiso y servicial, y el capellán de Santa Marta, lo mismo que el padre González, se hacía lenguas de la diligencia y acierto con que desempeñaba cualquier encargo. Remedaba a los predicadores con pasmosa exactitud, y en sus juegos eclesiásticos, ante un concurso de granujas y pilletes, predicaba unos sermones que revelaban talento y prometían mucho. Los buenos eclesiásticos se encantaban con el chico cuando le oían imitar a cierto orador sagrado muy célebre y popular, exclamando con acento vibrante y atropelladas frases:
—"¿A dónde vamos a parar?... ¿A dónde, católicos? ¡Al caos, a la disolución, a la barbarie! A la barbarie sabía que es la peor de todas! ¡A la barbarie de las ilustraciones del siglo, al abismo horrendo en que caen las sociedades que se olvidan de Dios!... ¡Pero... invoquemos la intercesión de María, de su divino Hijo las bondades, y del Eterno Padre las misericordias infinitas!...
Los clérigos celebraban y aplaudían riendo a mandíbula batiente las irrespetuosas parodias del granuja, y terminaban por darle una sopa de espeso y fragante chocolate y una docena de consejos.
No había remedio. Aquel niño era la piel de Judas. Ni el sacristán, ni las vecinas, podían ajustarle la cuenta; éstas porque el chico sabía escapar a tiempo; aquél por las incalificables tolerancias del bondadoso capellán.
Aquellos amores iban viento en popa.
De nada valieron a doña Pancha la experiencia y la malicia de que hacía alarde a cada momento. Delante de la quitañona los amantes se trataban familiarmente, como dos amigos de confianza, como dos hermanos, con afecto desinteresado y natural. Ni una miradilla apasionada, ni una palabra cariñosa que pudiera delatarlos.
La vieja se decía: —¡A mí no me la pegan! ¡Mucho ojo, Francisca, mucho ojo! No estará por demás que pongas en juego tu malicia. No te la darán; acuérdate de que amor, dinero y pesares son como las guayabas, que no pueden estar escondidas. Yo no digo que Gabriel sea malo, no; pero, al fin, es como todos, de carne y hueso; también tiene alma, y no le corre atole por las venas. La muchacha está bonita; de rechupete, como dice ese deslenguado de Tacho, y es natural que le guste a mi hijo. Que le guste está bueno, yo no me opongo; pero nada de enredos, nada de enreditos, no señor, eso sí que no. Buenas cuentas le daba yo a don Eduardo. Y bien visto, puede que a Gabriel le convenga, la muchacha. Es limpia, trabajadora, vamos, muy mujer. Harían buena pareja. Ella es linda como una rosa, y él muy bien parecido. ¡Lástima que Carmen sea así, tan alzada! Sí, porque, eso sí, es muy alzada. Siempre con que si su hermana es la más bonita; con que su padre es muy rico, y que ella es muy decente... ¡y esto sí que no me cuadra, no me cuadra, no me cuadra! ¡El día que yo vea algo se arma la de Dios es Cristo!... Mas, pensándolo bien, con todo y lo fantasioso que es, si Gabriela quisiera, y Carmen al muchacho, todo se podía arreglar. Ese señor es muy rico... ¡Yo no quiero que le deje herencia, qué le ha de dejar! pero podría, si eso fuera, proteger al muchacho: Gabriel ya sabe el oficio; como que se pinta para trabajar, y don Eduardo podía armarlo, darle trabajo, protegerlo, ponerle una carpintería con todo lo necesario. Así Gabriel trabajaría en su casa. Lo que sí sería muy malo era que fuésemos a salir con una barbaridá; con que aquí están las velas. Francisca, mucho ojo, acuérdate de que entre santa y santo paré de cal y canto.
Las vecinas tampoco si habían dado cata de ello. Por más que observaban con finísima suspicacia, las acciones y pasos todos del ebanista y de la huérfana, no habían podido pescarles ni tanto así. O todo era mentira y calumnia o los amantes andaban muy listos. Sin embargo, el monaguillo aseguraba que una noche, al volver de los maitines, en Santa Marta, vio al carpintero conversando con la Calandria, en la puerta que daba a la calle. —¡Vea usted! —decía una—¡qué escándalo! ¡Fíese usted de las mosquitas muertas!,—Podían ser embustes del chico qué se pintaba para decir mentiras y contrapuntear a las comadres. Para aclararlo todo, Petrita ofreció andar lista: a ella le era fácil, porque vivía pared de por medio. Paulita prometió hacer otro tanto. Salomé juraba y perjuraba que si Ángel lo había dicho, cierto sería.
El monaguillo decía verdad. Una noche, al llegar, vio que en la puerta del cuarto de Carmen estaba un bulto, un hombre envuelto en un zarape y con el sombrero hasta los ojos. Por el cuerpo: Gabriel. Angelito no afirmaba que fuese el ebanista: bien podía ser otro.
Era el mancebo, pero esa vez hablaba con doña Pancha, y no había motivo para escándalos y murmuraciones.
A media noche, cuando ya la quitañona estaba en el tercer sueño, roncando como un sochantre, llegaba el mozo, daba un toquecito, y la Calandria acudía al llamado del amartelado doncel. Este no se recataba de los transeúntes, salvo en el rarísimo caso de que alguno de los vecinos del patio no hubiera vuelto a casa.
Para evitar un chasco, antes de ir a acostarse, recorría el caserón, preguntahdo por todos, conversando allá
y acullá, con éste o aquellas, y, pasada la revista, que terminaba en el portal, donde echaba el último párrafo con el portero, al cual ofrecía un buen puro, se despedía de doña Pancha y de la huérfana.
Las habitaciones de éstas estaban contiguas al cuarto de Gabriel, de modo que la comunicación era muy fácil para los tórtolos por las puertas exteriores.
Lloviera o tronata, fuera la noche clara u obscura,—y el verano es muy pluvioso en aquellas regiones montañosas—no importaba, estaban a un paso, y Gabriel no faltaba a la. cita. Entrevistas sigilosas y sobresaltadas, tan dulces, como llenas, de inquietud, inocentes como las de dos niños-que juegan a los novios.
Ella de pie, casi en el umbral, abierta media hoja de la puerta; él, por de fuera, embozado hasta los ojos como un galán, de Peón Contreras, recelando de los transeúntes y atentóla los menores ruidos del interior, sin atreverse siquiera a estrechar las manos de la huérfana, manos de lavandera, suaves y tersas por el uso diario de la lejía.
Amados instantes de libre plática, cuyo recuerdo alegraba las eternas horas del día; para ambos breves como un suspiro.
—Vete, Gabriel; yo no quiero que te vayas, pero piensa que tienes que trabajar mañana. Luego te estarás cabeceando, en el taller.
—¿Tienes sueño?
—No. ¿Y tú?
—Yo no. ¿Sueño cuando estoy junto a ti? ¡Si no siento las horas! ¡Se me hacen tan chicas! Largas... las que paso en el trabajo. Si no fuera porque estoy pensando en tus ojitos...
—Veniste a las doce, y van a dar los dos... ¡Cállate! No, no es nada... creía que alguno venía...
—No temas... todos duermen. Si tú vieras: toda la tarde estuve pensando en ti. Ya te dije que estamos haciendo un tocador muy bonito, de nogal, con su cubierta de mármol, aconchado, y un espejo, ¡qué espejo! Al colocarlo esta tarde pensaba yo en ti. Como el otro día me dijiste que tenías antojo de un buen espejo, pensaba yo: así quiero otro para Carmelita. Cada vez que me miraba yo en él me parecía que iba yo a verte allí. ¡Qué luna! Clara y limpia como el agua más pura. El día que yo trabaje por mi cuenta tendrás uno así. Son caros... sobre todo los biselados; pero ahorrando podremos comprar uno, no muy grande... ¡para qué tanto! Te haré un tocadorcito, sencillo, de buena madera, con una luna de esas gruesas, en que se ve uno muy adentro. Cuando uno quiere a una persona, como yo a ti, todo nos parece poco para ella. Ya Verás; entonces, cuando menos te lo esperes, te doy la gran sorpresa.
—Y hasta bailaré de gusto al verlo. Lo colocaré frente a mi cama y diré: él me lo hizo y por eso le tengo tanto cariño. Quiere uno mucho las cosas que le dan las personas que nos tienen estimación, ¿no es verdad? El guardapelo que te enseñé el otro día me lo regaló mi padrino, el comandante; por eso lo quiero mucho y lo cuido tanto.
—Verás qué casita te pongo: chiquita, pero muy bien arreglada. ¡Ni la de Rámón Pérez! ¡Y eso qué él gana mucho!... Ese oficio deja harto. Cada año va a la costa; lleva frenos, estribos, sillas, ¡de pacota! y todo lo Vende muy bien a los jarochos que van a las fiestas. No creas, también en la carpintería se gana la plata. Ya ves al maestro: está rico, tiene casa propia, se trata bien, cada rato va a México... Y ¿de dónde salé todo eso? ¡Pues del taller! Para eso estamos allí nosotros, pegados al banco y al torno, duro y duro con él formón. Yo también ganaré así dinero el día que trabaje por mi cuenta... Tú, en tu casita, cuidándolo todo; yo, en el taller, trabajando recio para que nada te falte. Pero, ¿me has de querer mucho, mucho, mucho?
—¡Sí, Gabriel; más, mucho más que tú a mí!
—¡Eso sí que no, Carmelita!
—¿No? ¡A que sí! No por interés, sino porque me quieres tu; no, ni por eso: sólo por quererte.
—¡Ay, Carmelita! Dicen que las mujeres olvidan a uno; que son muy variables; como el viento... que ya sopla por aquí, ya sopla por allá. ¡Ojalá que siempre me digas lo mismo! Lo que es yo, te quedré siempre, lo mismo que ahoy.
—Y yo también, Gabriel... ya te lo he dicho.
—Si pudiera, mañana me casaba contigo, pero...
—Mira: ahí viene el sereno.
Sentíase ya el viento fresco de la madrugada y se percibían los mil rumores de la ciudad que se desperezaba. El guardián nocturno, ocultando la linterna entre los pliegues, de su pesado capote azul, pasó lentamente, rozando al ebanista. Este saludó:
—Buenos días, vecino.
—Buenos días...—contestó el sereno.—Ya mero sale el sol!
—Ya mero, vecino!—replicó el mancebo, sonriendo alegremente.
—¡Vete, Gabriel!—dijo la huérfana.—Ya empieza a amanecer.
—Espera, espera, que nadie nos corre. Dime, Carmelita, ¿te casarás conmigo?
—Sí... ¿por qué no? —Y tu papá... ¿te dejará?
—¡Quién sabe! No hables de eso, Gabriel, cuando el día que nos casemos está tan lejos! No me hables de eso...
—Dime: ¿verdad que te gustaría más vivir con tu hermana, tratada como ella, vestida como ella, que es tan lujosa?
—No me digas esas cosas... ya te lo he dicho. Si me quieres, dame ese gusto.
Gabriel contrariado se mordió los labios e insistió:
—¿Por qué siempre que te hablo de eso no me quieres responder? Dime que sí; que sientes ser pobre y no vivir como ella, y no tener esos vestidos, y no ir a esos bailes de los decentes, como ella va. El otro día, cuando pasamos por la casa de tu papá y nos detuvimos a curiosear el baile, me pareció que te pusiste muy triste al ver a tu hermana...
—¡Y qué bonita estaba! ¿Te acuerdas qué vestido?
—Dímelo, dímelo, dímelo; y no te vuelvo a hablar de mi cariño, ni de mi amor, ni de nada... Seremos como antes. Yo acierto a comprender que cómo vas a quererme, siendo yo pobre... un artesano...
—No seas cruel. Pobre te conocí, pobre te quiero, y te he de querer. ¡Te debo tantos favores! ¡Cómo no he de quererte! ¡Tú mama me ve como a hija!...
—Entonces, me quieres por gratitud, ¿no es eso? Gratitud, no más... ¡Yo no quiero así! Nada me debes; yo he hecho por ti lo que haría por cualquiera. Lo que hay en mi cariño, en mi amor para ti, eso no lo comprendes, ni lo estimas. Mira: yo haré por ti, Carmelita, cuanto tú quieras; todo, todo, hasta dejar a mi madre... ¡Y eso que la pobrecita ya está vieja y enferma! Mi padre me dejó así, chico; y ella me crió; me mandó a la escuela; me puso en el taller; me dio oficio y me hizo hombre trabajador y honrado. ¡Carmen, tú no me quieres! No sientes el mismo amor que yo siento por ti. Si vieras con qué alegría trabajo, pensando en ti. Yo no sé explicarme, porque no tengo palabras, pero, la verdá, desde que me dijiste que me quieres todo es bonito para mí; hasta la noche más obscura me parece estrellada. Si tú me dieras un desengaño, yo me iba de aquí, lejos, muy lejos, me hacía soldado, me daba a la bebida... hasta creo que me daba un balazo!
—¡Virgen Santísima! ¡No, eso sí que no! ¡Dios nos libre! Mira, Gabriel: con el tiempo te convencerás de cómo té quiero yo; con toda mi alma; como yo sé querer. Yo, si tú me olvidaras, me moriría...
Y enlazando sus brazos al cuello del ebanista le estrechó contra su pecho, trémula, apasionada, ebria de amor.
El mozo regocijado abrazóla también, y, después de un rato de silencio, le dijo cariñosamente:
—¡Vete a dormir, Carmelita... Me voy contento. Quiéreme así... siempre así!
Gabriel volvió a su cuarto y la Calandria cerró la puerta poquito a poquito, para que no rechinaran los goznes.
Estas entrevistas eran diarias. Aquellas trasnochadas y aquella privación del sueño necesario dañaban a la huérfana. Tenía la color quebrada, las rosas de sus mejillas se iban marchitando, y en torno de aquellos ojos meridionales aparecían cada mañana violadas tintas que sólo se borraban muy avanzado el día.
La joven se mostraba cansada, displicente; ya no llevaba al lavadero la dulce alegría primaveral de sus canciones; ni, como en meses anteriores, estaba lista para el trabajo.
Parecía enferma.
—¡El mal de la madre!—decía doña Pancha.
—¿Qué tiene usted, Carmen?—le preguntaba Malenita.
—Nada.
—Usted está enferma... Ya se van acabando las chapitas, hijita. Usted tiene cara de anémica. Que venga el doctor y que lo diga. ¡Esta anemia, hijita, que nos mata! Nada de medicinas... ¿me entiende usted? Ya estoy harta de píldoras y de baños de regadera. De tres años acá me ha caído encima toda el agua del Diluvio. Jurado dice que, píldora a píldora, me he tomado ya la llave del cuarto. Coma usted bien, hijita; buen bisté, buena carne, papas, buen vino...
—¡Si no tengo apetito!
—¿No tiene usted apetito?... Pues una copita antes de comer!
—Tomo pulque.
—No, hijita: coñac. A mí me prueba eso muy bien.
—Pero usted toma mucho... ¡ya se lo he dicho!
—¡Hija! Y me volveré borracha..., ¡qué hemos de hacer! ¡Si no fuera por eso! Jurado me trae mis botellitas de coñac. ¡Sólo así, hijita, sólo así!... Véngase a comer conmigo...
—Tengo que esperar a Gabriel: ya es hora de que venga.
—¡Que venga cuando quiera, hijita! ¿Qué obligación tiene usted de esperarlo? ¡No es usted su mujer, ni su criada... vaya!
Y quieras que no, con gran disgusto del ebanista, la huérfana se sentaba a la mesa del tinterillo y de su amiga.
Después de la comida, cuando Jurado estaba ausente, Malenita sacaba del ropero un libro de pasta roja y dorada, las Poesías de Plaza o los Versos de Acuña, y principiaba la sesión literaria. Magdalena leía en voz alta, con acento trémulo y cierto énfasis teatral, páginas y más páginas. La Ramera y el Nocturno merecían siempre los honores de la repetición.
—¡Qué alma, hijita; qué alma la de estos hombres!
—Magdalena,—como decía el portero, entre terno y terno,—era muy leída y escrebida. Había estudiado cuatro años en una escuela superior, y de allí sacó ciertas aficiones literarias que la llevaron derechito a los brazos del tinterillo. No sabía zurcir unos calzones, ni hacer una taza de chocolate; pero estaba repleta de Sintaxis, de Geografía y de Historia, lo cual no era parte a librarla de ciertos disparatillos ortográficos. No era capaz de freír unos frijoles, pero sí de recitar y declamar con frenesí versos y más versos. Años atrás le habían confiado el papel de Lola en Flor de un día, y desde entonces cobró tal afición al teatro que de buena gana se hubiera metido a cómica. Cuando Enrique Guasp vino a los teatros de Pluviosilla, con Muñocito y Concha Padilla, tuvo en Magdalena una admiradora apasionada. En resumen: una romántica al uso. No se sahumaba con paja, ni bebía vinagre para estar pálida; no sufría la nostalgia del cielo; pero suspiraba por otro ambiente y se sentía infeliz en medio de una sociedad que no supo comprender a Acuña y de la cual dijo pestes sobre pestes el destorrentado Plaza, en quien veía la culta Magdalena el non plus de los poetas habidos y por haber.
—Hijita, me va usted a decir la verdad... Yo soy su amiga, amiga verdadera, amiga del corazón... Nuestras almas se comprenden, se identifican... Me va usted a decir lo cierto. No desconfíe de mí... no, hijita. ¡Es tan dulce aliviar nuestra alma del peso de un secreto! Una confidencia tiene mucha poesía. Usted tiene amores con Gabriel.
—¿Yo?... ¡Yo no!
—¡Cómo que no! Sí, sí; usted es muy reservada, y hace bien en serlo con los demás, pero con una amiga, con una hermana, como yo. Vamos, hija, si ya todo lo he comprendido. Gabriel la quiere a usted... ¿no? Y usted está también chiflada por él... ¿no? ¿no? ¡Sí, que sí ¿Quiere usted que le diga lo que he visto?
—¿Qué?—preguntó la joven encendida.
—¿Qué? A su tiempo... yo lo diré a su tiempo... Las paredes tienen ojos y oídos... y cuando uno menos lo piensa... hasta las piedras hablan... Hijita, los novios piensan que nadie los ve. No me lo niegue, hijita. Como dice Plaza:
Con qué placer en la noche
que a descansar nos obliga...
Carmen estaba roja como una amapola, y decía para sus adentros: —Esta nos ha visto...
—No, Malenita. A mí me simpatiza...
—Y usted a él... ¿no es verdad?
—Sí...—contestó la joven con voz trémula.
—¡Y lo negaba usted! ¡Eso es poca confianza!
—¿Poca confianza?... ¡No, Malenita, eso sí que no!
—¿No le ha dicho a usted nada?
—Sí... pero...
—No hay pero que valga, hijita. No me lo niegue. Si yo la vi a usted la otra noche... y Angel también.
—¿Me ha visto?
—¡Vaya! ¡Y como es tan pico-flojo y no calla nada!
—¿Qué vio? ¿Algo malo?
—Malo no. Vio a usted hablando con Gabriel en la puerta de la calle... cuando volvía de los maitines. .
—Pues no es cierto, porque a esa hora no he hablado nunca con Gabriel.
—¡Pues eso dice!
—Pues dice mal, y miente. Yo le diré a usted, Malenita; es verdad que yo he hablado con él, pero a otra hora, más tarde. Vea usted lo que son las gentes. ¡Más embusteras y enredadoras!
—¡Ay, hijita! ¡Qué les importa! Cada uno hará de su capa un sayo. Lo que usted necesita es quien la aconseje en estos amores. ¡Es usted muy niña! No tiene experiencia, hijita, no tiene usted experiencia. A mí, con franqueza, no me gustan esos amores. ¿Qué le ha visto usted, hija, a ese muchacho? ¿Que es buen mozo? ¿Que es simpático? Conformes, hijita, conformes; pero, ¿qué esperanza, qué esperanza tiene usted con Gabriel? Es bueno, trabajador, hasta elegante... conformes, hija, conformes; pero para otra, no para usted; para otra, sí, para otra; para Petrita, aunque la pobre es tan así, tan sin gracia; para la hermana de Anastasio Romero, no para quien debe y puede aspirar a más. Tiene usted, hijita, la desgracia de no ser hija de matrimonio, es lástima; pero si eso no fuera y viviera usted con su padre, ¿quién de esos artesanitos se atrevería a mirarla? Oiga usted, Carmen, óigame usted; hay que salir de la esfera en que nacimos; los tiempos ya son otros; la ilustración pide, vamos, manda que procuremos subir... subir, hija, subir, ¡sea como fuere! ¿Qué esperanza tiene usted en Gabriel? ¡Hija, desengáñese: un carpintero no dejará de ser toda la vida... un carpintero!
—¡Por Dios, Malenita!
—Pero vamos: por ahora eso no se le ha de quitar a usted de la cabeza... ¿Por qué hablan ustedes así, en la puerta? ¿No ve usted que están expuestos a que cualquiera los vea?
—Pues ¿cómo?
—¿Cómo? ¡Hija!... ¡cosa más fácil!... ¿No están juntas las dos puertas? Pues que entre Gabriel al cuarto de usted... y si no quieren estar con la zozobra de que doña Pancha los oiga, usted se pasa al de Gabriel. ¡Claro, hijita! ¡No sean ustedes tontos!
—¡Cómo! Eso no. ¡Qué diría mi mamá!
—¿Ahora sale usted con los escrúpulos? ¡Ranciedades! ¡Ranciedades, hija! La que no se cuida sola, ni bajo todos los cerrojos del mundo está segura. ¡Tonteras! ¡tonteras! Bien digo: usted necesita quien la aconseje.
Esto decían, después de la comida, en torno de un velador, sobre el cual, entre dos copas de anisete mezclado con coñac, estaba abierto el libro predilecto de la ilustrada Magdalena.
—Eso sería muy feo...
—Sí... ¿sería muy feo? Peor es que estén toda la noche en la puerta, dando parte de los chicoleos a cuantos pasan... ¡O herrar bien o quitar el banco!
Llovía a cántaros. Un aguacero de agosto, torrencial, interminable, de esos que impiden a los generales ganar las batallas y que pasan a la posteridad como una prueba de los caprichos de la veleidosa Fortuna.
Apenas pudo Gabriel oír, y eso muy confusas, las últimas campanadas del reloj de la Parroquia que daba las doce. Con atento oído esperó la repetición, y abrió la puerta. El agua rebotaba en las baldosas de la acera e inundaba el umbral, el dintel goteaba y el arroyo, muy crecido, tenía por cauce toda la calle.
El ebanista afirmó en sus hombros el zarape, se caló el jarano y apoyándose en las jambas se asomó a la calle.
¡Ni alma! ¡Qué noche tan obscura! De trecho en trecho, las esquinas, las linternas de los serenos que refugiados en las puertas resistían el viento, escondiendo el rostro dentro del pesado capuchón. Los aleros parecían cascadas y la inconmensurable serie de sus chorros, a la luz de los faroles, un gran fleco de cristal salpicado de amarillentos diamantes. Al estrépito del agua en los baldosas juntaba el viento sus resoplidos de gigante y la corriente el runrún invariable y monótono de sus ondas arrebatadas, en cuyas crestas centelleaba con chispas efímeras el reflejo de las luces, bregando con las sombras.
De tiempo en tiempo, un relámpago; en seguida, un trueno lejano que resonaba sordamente en la cordillera, donde la tormenta fugitiva y ya sin vigor quemaba los últimos cartuchos, incendiando con fuegos de hornaza nubes y cimas.
Junto a la puerta, casi a los pies del mozo, un perro vagabundo, aterido y famélico, roía con tesón un hueso hediondo y descarnado. No dejaba su tarea más que para acercarse y lanzar un quejido penoso.
Gabriel retrocedió un paso y con el mayor cuidado recogió en dobleces las anchas bocas de su estrecho pantalón para preservarlas del fango, y de puntillas se dirigió a la puerta inmediata. Allí, echóse atrás el sombrero, vio por el ojo de la llave lo que pasaba en el aposento, y luego, aplicando los labios a la cerradura, silbó quedo, muy quedo, el dúo de Juramento. A poco se entreabrió la puerta y apareció la huérfana, vestida de blanco y envuelta en un rebozo.
—¡Qué noche! Creí que no vendrías... pero, ya lo ves, te esperé. ¡Jesús! ¡Cómo llueve!
—¡Sal... ni quien pase!
—Espera...—dijo la joven, recogiendo con ambas manos su blanca y ruidosa falda.—Cierra con mucho cuidado.
Gabriel tiró suavemente de la hoja.
—¡Ya! ¡Pasa! ¡Pegadita a la pared! Mira bien y no pises en el charco... ¡Cuidado con ese perro sarnoso!
En dos pasos la enamorada pareja quedó a salvo de la lluvia.
—Dispensa: se me olvidó taparte con mi zarape... pero no te mojaste... ¿verdá?
—Apenitas... el salpique de las canales...
Mientras la muchacha sacudía su vestido, Gabriel cerró la puerta, encendió una cerilla, y con ésta una vela que estaba sobre la mesa, en una botella que le servía de candelero; arrojó sombrero y abrigo sobre el catre, y con un movimiento descabeza llamó a la joven.
—Toma; aquí están estos listones. Después de la raya los fui a comprar. Mira si están buenos... ¿así los querías?
—Veré...—Carmen tomó el paquetito; presa de nerviosa agitación rompió precipitadamente la envoltura y se acercó a la mesa para examinar el obsequio.
—¡Bonito color! ¿No había azul pálido? Me parece que éste tira a verde...
—Azul es y pálido. Ya lo verás mañana... Ya sabes que de noche estos colores se confunden. Ahora parece verde-mar, como mi corbata... compáralos.
La huérfana deslió la cinta y colocando una punta de ella en el pecho de Gabriel observó un instante el efecto.
—Ya verás, Carmelita... ¡qué distinto color! Acerca la vela.
—¡Tienes razón!... ¡Ahora, muchas gracias! ¡Muchas gracias, señor mío!
—¡Te verás más linda con esos listones!... ¡Lo que se llama linda!
—Te parece... A mí todo me cae igual. A mi hermana... ¡Eso es otra cosa!... ¡no se ve lo mismo de negro que de azul!
—Pues a mí tu hermana, digan lo que quieran los catrines que le hacen rueda, no me gusta, ni de azul, ni de negro. Ya quisiera para un día de fiesta estos ojitos que parecen dos luceros, y esta boquita, y estos dientes que parecen granos de elote, tan parejitos y tan blancos, y este pelo quebrado...
La joven estaba hermosísima. La luz de la vela daba de lleno en su rostro; el óvalo magnífico de su cara, rodeado por los pliegues del rebozo, tenía la palidez del marfil; sus rasgados ojos centelleaban de alegría; los rizos negros que caían sobre la frente hacían resaltar la blancura purísima de las mejillas, y al sonreír los graciosos y gruesos labios dejaban ver dos medios aros de perlas.
Gabriel había ido señalando cariñosamente con el dedo cada una de las perfecciones de Su amada, y al llegar a los cabellos, tomó la gentil cabeza de la doncella entre sus dos manos y atrayéndola a su pecho y acariciándola exclamó:
—¡Eres tan linda, Carmelita! ¡Como tú... no hay dos!
Carmen contestó con una carcajada, tratando de apartar los brazos del ebanista.
—¿Para qué compraste tanto? ¡Es mucho! ¡Con dos varas!
—Por si necesitas más... son cuatro.
—¡Cuatro! Me parece que no... Mira:—-Y principió a medir la cinta, con toda la extensión de su mano del pulgar al meñique. Una, dos, tres, cuatro... una, dos, tres, cuatro.... dos! Una, dos, tres...
Gabriel la interrumpió:
—¡Qué vas a medir así! ¡Con esas manitas! Aquí está la vara...
Y sacando del bolsillo de la chaqueta .un metro de latón y desdoblándolo pausadamente agregó:
—De este lado... hasta aquí... Mira: una, dos, tres..
—Déjame, yo... ¿Una, dos, tres, cuatro?... ¿Tres varas ?...
—No, por el otro lado, Carmelita...
—Eso es, tienen razón: una, dos, tres, cuatro... y un poquito más.
—¡Ya viste! ¡Ah, tonta! ¡Bonitas manos para medir! ¡Mala estás para tendera! Deja eso y ven; aquí, junto a mí.
La joven tomó asiento en el catre que se quejó con un crujido prolongado. Carmen, medio reclinada en las almohadas, con felina indolencia, libre del rebozo y dejando ver el busto escultural, el airoso cuello y las gruesas y largas trenzas que caían paralelas sobre el turgente seno. Gabriel, junto a ella, en una silla de pino, tosca, sin barniz, a horcajadas, puestos los brazos en el respaldar, y con el alma en los ojos, contemplando a su amada.
—¿Sabes? Quiero decirte una cosa... que acaso te disguste... que tal vez no te agrade, pero... ¡Ya no puedo acallármela por más tiempo!...
—¿Qué cosa? ¿que me disgustará? ¿qué?
—Yo creo que sí... Me ocurre que no será de tu agrado...
—¿Celitos tenemos? Como siempre... ¿celitos sin razón? Gabriel, tú ves visiones... Un mosquito lo conviertes luego, luego, en un elefante. Di.
—¿No hay enojo?
—Di.
—No; primero ofréceme que no lo habrá...
—Di lo que tienes que decirme, que si no hay motivo, ni son desconfianzas que ofendan...
—Pues oye; no sé por qué tienes unas amigas... que... la verdá... ¡la verdá no me gustan!
—¿Amigas yo? Pero... ¿qué amigas, Gabriel? Si no trata más que con las de casa. Me dijiste que no visitara a las Domínguez, y no he vuelto; vi que te caían mal las Ortega, y lo mismo... ¿qué amigas?
—No vayas tan lejos, no vayas tan lejos, que en esta casa vive la que yo no quiero; y si las Ortega son como son, y las Domínguez como ya tú sabes, la que yo digo es peor, sí, Carmen, peor, mucho peor.
—¿De quién hablás?
—De tu amigota, de tu gran amigota, de esa mulata que mal rayo parta, de Magdalena...
—¿Qué te ha hecho, Gabriel, para que así hables de ella? Al contrario, siempre tiene buenas ausencias de ti...
—¡Buenas ausencias! ¡Buenas ausencias! ¡Lo que menos! Si no tiene palabra buena, ni obra que no sea mala; ya se ve, su vida lo dice. Yo no me espanto de que las gentes sean así; ¡qué me voy a espantar! pero no me gustan las hipócritas... Mira tú: una mujer como esa, que vive enredada, sí, Carmen, enredada con ese huizachero de todos los diablos, porqué esa es la verdá, y lo cierto se ha de decir. Yo la conocí cuando vivía con el gachupín de La Santandcrina; después la tuvo Arriaga, el teniente, un macuache que todas las noches llegaba borracho y le daba unas tundas de Jesús me valga... Los dos la echaron a la calle y entonces encontró su pichón, el huizachero... ¡si hay hombres que de a tiro pierden la vergüenza! Y la pasea, y la saca del brazo, y la lleva a los toros, y a la comedia... y ella muy ancha, como verdolaga en huerta de indio, y la da de honrada, y de rica, cuando no es más que una soberana...
—¡Gabriel! No hables así... ¿qué te ha hecho?
—¿Qué me ha hecho? Debías preguntarme lo que te ha hecho a ti.
—¿A mi? Nada; ser buena y cariñosa conmigo; regalarme cuanto puede; llevarme a comer a su casa... No, Gabriel; será buena o mala, yo no lo quiero saber. Yo lo que sé es que con mi mamá fue muy gente; que se manejó como pocas.
—Eso sí es cierto; a mí no me ciega la pasión; yo no lo niego... pero así es ella: una de cal y otra de arena... ¿Sabes lo que ha dicho? ¿Lo sabes?
—No.
—Pues antier, y ayer, y esta mañana, fue, como siempre, a saltar el pico en casa de Salomé, esa beata que bien baila... y tal sería lo que dijo que ella le paró el alto y la llamó al orden.
—Pero acaba, Gabriel: ¿qué dijo?
—Dijo que mi señora madre y yo te habíamos recogido por interés del semanario que tu padre da; que yo, por otra razón, porque... motivado a que tenía amores contigo... y malas intenciones; que así quedaba yo en la arena y junto al río; que- mi señora madre y yo teníamos hecho el plan para que tú... No quisiera decirlo, Carmelita, no quisiera... pero es preciso que te lo diga... para que tú dieras un tropezón... ¿me entiendes?...—Gabriel temblaba indignado, colérico, rabioso.—Y entonces, quisiera que no quisiera, tu padre te dejara casar conmigo. Que teníamos esperanza de que te dejara algo de herencia, o, cuando menos, que una vez casados, porque no habría otro remedio, y al fin eres su sangre, me pusiera un taller, y así saldríamos de hambres. ¡Tú dirás! Cuando a mí me basta y me sobra con mi trabajo; porque no soy flojo, ni borracho, y sé el oficio, ¡vaya! (aunque me tome la mano en decirlo), como el que mejor; cuando con mi trabajo, con estos brazos, gano más de lo don Juan roba en el Juzgado a los que caen en sus manos, y tengo para sostener, no digo a ella, a cuatro mejores, sin deudas, ni trácalas; cuando...—Aquí la voz de Gabriel principió a ponerse trémula— cuando, tú conoces bien a mi señora madre, que es... yo no lo digo porque es mi mamá... pero es muy buena; tiene muy buen corazón, y es honradota, y ni antes, ni ahoy, ni nunca, tuvo enredos con nadie; cuando yo te quiera tanto, tanto, tanto, Carmelita, como ninguno te quedrá! ¡Dime si alguna ocasión te he faltado... ¡ni tanto así! ¿verdá? Y mira: soy hombre como todos... ¡pero te quiero mucho, mucho!
En vano trataba el ebanista de dominar su pena. La cólera que poco antes le poseía se había cambiado en profundo dolor. Viendo su dignidad herida, lastimado su amor filial y la castidad de su cariño puesta en duda, sentía que se le desgarraba el corazón. Su indignación vino a convertirse en amargura, y el acento nervioso y enérgico con que un momento antes inculpaba a la del tinterillo fue tomando, por una serie de naturales transiciones, los tonos de la ternura dolorida, melifluos y temblorosos, hasta que, al fin, no pudo más y acabó en un sollozo ahogado. Gabriel, apoyados los codos en el respaldar, ocultó el rostro entre las manos para que la huérfana no viera que dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
Después de una larga pausa, durante la cual Carmen no se atrevió a decir palabra, el muchacho prosiguió:
—Y no es esto todo. Dijo también, que ya estaríamos contentos: que tú venías cada noche aquí, a mi cuarto...
La doncella sintió que la sangre se le subía al rostro.
—Que sólo mi madre, que era una tonta, no se daba cuenta de lo que pasaba; que confiaba en ti de sobra... y que si en arca abierta el justo peca... cuanto más nosotros que... no somos unos santos.
—¡Eso es una infamia! ¿Quién te lo contó?
—Quien lo sabe; quien lo oyó todo. Primero, Tacho me dijo algo, y creí que eran sus guasas de siempre; luego, Enrique López, ahora que fui a la barbería. Me preguntó por ti; me encargó que te dijera que tenía dos canciones nuevas que te iba a enseñar; me bromeó contigo, como lo hace siempre, y apenas se fueron los marchantes y nos quedamos solos me lo dijo todo.. Ayer, cuando Salomé le llevó la ropa, le despepitó el chisme. Después yo atrapé a Angel, le metí plumas y vomitó todito.
—¡Gabriel! ¡Ya los conoces! ¡No serán falsos!
—No; porque Tacho y Enrique son mis amigos... y el muchacho no lo había de sacar de su cabeza....
—Tú no sabes de lo que es capaz.
—Y tú no conoces a Magdalena... ¡Esa no te quiere!
—Conque ayer Malenita me dijo que para mañana me convidaba a comer: que Jurado tenía visita... un señor rico...
—Pues no irás.
—¿Por qué? No me han de quitar un pedazo...