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Allá en los tiempos en que se consumó la independencia de México del Reino de España, las costumbres de los habitantes de esta entonces colonia ibérica, era una mezcla de fanatismo tradicional de las Cortes en el régimen feudal, con las ideas de libertad inspiradas a los hijos que nacieran de dos razas diferentes, y que con paciencia sufrían vejaciones e injusticias de los que aun tenían los humos orgullosos y despóticos de los conquistadores de un reino salvaje.
Tres grandes grupos había de habitantes conservando las costumbres de sus antepasados: los unos y más abundantes, eran los indios, que permanecieron en los campos, lejos de las ciudades civilizadoras; los que les seguían, eran los llamados mestizos... raza nueva, meramente mexicana, que en sus venas ni corría la sangre de la raza pura indígena, ni exclusivamente la española, pues de los cruzamientos de las tropas europeas con las indias salvajes en trescientos años, se fue modificando una y otra raza, resultando una especial de grandes aptitudes intelectuales, que mereció ser llamada gente de razón; y el otro grupo, de pura raza española, que se creía ser superior a los otros y era el más corto en número. En esa época no se protegía a los extranjeros.
Los españoles que vinieron en la flotilla de Hernán Cortés como aventureros fueron los primeros padres, los aborígenes de los mexicanos de razón.
Las constantes travesías que después hicieron los buques españoles, traían a la Nueva España los políticos prominentes que habían de gobernar en el nombre del rey; y con orgullo y desprecio veían a los indianos y mestizos: sólo entre sí se casaban, para conservar sus privilegios de raza pura.
Los indios, completamente abandonados, vivían en los bosques y en los campos, conservando íntegras sus tradiciones.
Los de razón eran los que más se aumentaban, porque desde un principio observaban una vida morigerada. Vivían en las ciudades, mezclándose con los españoles de raza pura; pero sin dejarles gobernar en lo más mínimo de los empleos, ni concederles honores ni distinciones, no obstante que entre esa gente había personas de rara inteligencia, vigor y energía, y aunque disfrutaban de fuertes capitales, se les veía andar en la calle en capa de paño, pero descalzos, con sombreros de grandes alas y sin poder vivir en casa con almenas, ni montar a caballo, porque esto estaba reservado a los caballeros.
Al nacido en España se le consideraba superior y más apto que los mexicanos, aunque allá fuese un desgraciado idiota, y por recomendaciones lo traían a América con un empleo de escribiente.
La nobleza, en su mayor parte, fue criada aquí, como premio a los que ayudaron a conquistar estos reinos de los indios; otros, aunque de privilegios anticuados, estaban arruinados y venían en busca de fortuna.
Estos, en sus enlaces matrimoniales, sólo los hacían con los de su clase o con las mestizas; pero teniendo éstas mucho caudal.
Cada uno de estos círculos, tenían como religión sus tradiciones, aunque ya vivían en un país libre, segregado de la Metrópoli, y se regía por leyes otorgadas con entera igualdad para todos, sin reconocer las clases privilegiadas del sistema monárquico.
La diferencia se hacía sensible por las diversas educaciones, teniendo en cuenta, no la ley, sino la exageración de preocupaciones sociales.
Bajo esta preocupación, dominante en aquel entonces, se apreciará la historia que vamos a relatar.
En esa época, en que la libertad de los pueblos era una teoría puesta en práctica por esclarecidos patriotas, con ánimo resuelto de perecer con tal de cimentar en México las bases de un nuevo sistema de gobierno popular, que premiara las aptitudes y no los privilegios, vivía en cierta opulencia el muy distinguido señor don Juan Antonio de Vidalvaso y Matienzo, que había venido como otros muchos descendientes de familias ilustres, con el encargo de desempeñar alguno de los altos puestos de la administración virreinal, y que ya por los pingües emolumentos de que disfrutaba, ya por las adquisiciones de terreno que había alcanzado por la especial protección del excelentísimo señor Virrey de la colonia americana, gozaba de una distinguida posición social.
El hermano mayor del señor don Juan Antonio De Vidalvaso, tenía el título del condado del Olmo, y a la muerte de aquél pasó el título y los bienes a este en España; pero un primo suyo le puso pleito, sosteniendo que la institución de ese titulo era de varón a varón, y se había quebrantado la cláusula, pues indebidamente había usurpado su tío materno sus derechos de primogenitura. El primo por la parte paterna, no reclamó a su tío, que usaba del título, porque era incontestable la influencia y el poder que tenía en la corte; y no sucedía lo mismo con don Juan Antonio de Vidalvaso, que residía en la América, y contra éste sí se resolvió a reclamar y hacer valer sus derechos preferentes.
La noticia se recibió aquí en México de la muerte del señor conde del Olmo, y por no tener sucesión de varones, correspondían a don Juan Antonio, hermano carnal del difunto, los cuantiosos bienes y el honroso título del condado; a pesar de estar viviendo en República liberal, que desconoce los títulos de nobleza, todos le felicitaron dándole el tratamiento de conde, y se fue él solo a España a recibir su pingüe herencia; pero allí se encontró con la oposición de su sobrino, que se decía con mejor derecho, y quien hizo depositar los bienes y frutos del condado, para que estuvieran a la resulta de sus reclamaciones.
El pleito se enderezó directamente contra don Juan Antonio, por descender de rama femenina, y escribía a su esposa diciéndole que su abogado le aseguraba ganar este pleito, siempre que se le proveyera de fondos suficientes para sufragar los cuantiosos gastos que el caso requería; que vendiera una de sus propiedades que aquí tenía, supuesto que habían resuelto cambiar su residencia a España, para establecer como convenía a sus hijos.
Don Juan Antonio vino a México lleno, no de esperanzas, sino con la seguridad de triunfar de su sobrino, necesitando realizar otra finca para neutralizar las poderosas influencias que su contrario había puesto en juego.
En esa lucha estaban, cuando comienza nuestra historia.
La familia de don Juan Antonio Vidalvaso se componía de él, su nobilísima esposa doña Margarita de Vazconcelos y Urquijo, dama muy principal de la corte de España, hija del conde de Anzures; de su hijo Roberto y su hermana doña Eugenia, ambos jóvenes, nacidos y educados en México. De España no sabían más que lo que les contaban sus padres, respecto a la grandeza del reino español y a la alta dignidad de sus familias. Por consiguiente, tanto don Juan Antonio como su esposa, eran enemigos acérrimos de los patriotas que proclamaron y llevaron a efecto la independencia de México, diciéndose ellos españoles con la esperanza de que volvería a reinar aquí el rey de España, o irse a radicar a la corte tan luego como el pleito acabara bien, como se lo aseguraba su abogado procurador.
Para conocer bien el carácter de los protagonistas de esta historia, los dibujaremos a grandes rasgos.
Don Juan Antonio de Vidalvaso era todo un caballero por su educación y figura. Rayaba en los cincuenta y cinco años; era alto de talla; huesosa su cara, blanca como la leche; su cabellera canosa; espaciosa su frente; franca y leal su mirada; sus ojos, aunque pequeños, brillaban como dos turquesas; su andar era pausado; su vestir a la antigua; el corbatín le llegaba a las quijadas; el cuello de su levita era muy alto; siempre usaba chaleco blanco, de grandes picos en la solapa; dos clavillos hasta la altura de sus pequeñas orejas, lo demás, diariamente rasurado; sus labios apenas se perfilaban en una delgada línea, roja como el coral.
Su carácter, apacible; no disputaba, porque todos a lo que é1 decía se inclinaban, jamás le contradecían; cuando alguno le disgustaba, con el dedo índice le señalaba la puerta para que saliera. Mirando a don Juan Antonio, se veían animados los retratos que en su sala tenía de sus antepasados; su orgullo se había centuplicado, porque su nobleza se había acrisolado en seis generaciones.
Pasemos a la señora doña Margarita de Vazconcelos y Urquijo: descendía de un marqués, que con orgullo decían que por sus venas corría la sangre de los reyes. Su aspecto era altivo, arrogante; habiendo cumplido cuarenta y cinco abriles, sólo la obesidad indicaba su madurez. Usaba el pelo bajando en dos bandas que le cubrían las orejas; muy severa en cuestiones de etiqueta, su mismo esposo no entraba a su cámara sin hacerse anunciar y ella le otorgase permiso; su voz era gruesa y fuerte, como su cuerpo; siempre hablaba muy poco; sus órdenes, lacónicas; a los criados no les dirigía la palabra... llamaba a su intendente con un campanillazo, para que él le hiciera alguna reprensión o comunicase alguna orden al criado que ella tenía delante.
El señorito Roberto es un joven que cumplió ya veintidós años; tiene servidumbre personal que cuida de sus cosas. En la casa tiene su departamento separado, en donde lo visitan sus amigos; éstos son muy pocos, y todos pertenecen a la aristocracia.
Su semblante tiene el sello de la superioridad... ve con los ojos medio cerrados y de soslayo; él cree que jamás se equivoca; lo que él dice son sentencias sin apelación, órdenes que deben ejecutarse; aunque se convenza que ha sufrido una equivocación, no la confiesa, la sostiene y la lleva adelante.
Su figura es simpática, agradable; facciones correctas; cutis muy bien cuidado; siempre oloroso y aseado; se cambia todos los días la ropa interior, después de un baño aromático; sus botas siempre están nuevas, su ropa sin arrugas... El trabajo a que se ha dedicado es cuidar de su persona; sus uñas están color de rosa, con un brillo singular. No han tocado sus manos más que las riendillas de seda y el látigo con que hace trotar sus caballos.
Su ocupación es comer con amigos y divertirse, matando el tiempo que le sobra en el juego.
Respeta a sus padres como a sus dioses en la tierra... Poco los ve, porque sus horas de comer son caprichosas, pero un criado les lleva diariamente su saludo, pidiéndoles por fórmula sus órdenes.
No hay que decir que, como su padre, odia a los liberales; a los mestizos los mira con desprecio, y a los indios como esclavos.
Nos falta sólo conocer a la perla de la casa, a la señorita doña Eugenia, niña mimada por todos; es la personificación de la ternura; sus grandes ojos azules acarician al mirar; es tan dulce, tan apacible, que los que tienen la dicha de que ella los vea y sonría, sienten un bienestar y la bendicen.
Nada tiene de orgullo ni de amor propio; su madre siempre la reprende porque trata a los criados con cariño y dulzura; a esto le llama simplemente grosería indigna de una alta señora.
Los cocineros esconden los pavos, pollos o gallinas que han de matar para las comidas, porque cuando la señorita Eugenia veía a esos animales, los acariciaba, ella misma les daba de comer en sus manos, y prohibía que se les matase ni se les hiciera un mal; estaban indultados... tenían que morir de viejos o de enfermedad natural, y cuidaba de que estas órdenes se cumplieran, y como todos la adoraban, respetaban sus caprichos humanitarios...
Tenía la belleza de los ángeles del cielo; esbelta como el lirio; perfecta en sus torneadas formas; diminutos y delgados sus pies; de avispa su cintura... La bondad de su alma, se revelaba en cualquiera de sus actos, los más indiferentes. Sus padres la adoraban; los criados la amaban como el tipo de virtud; su timbre de voz, se oía como la vibración de una campanilla de oro, y sus palabras eran siempre un consuelo, una caricia... un perdón.
Tenemos conocidos con estos pequeños rasgos, lo que puede alcanzar la vista de nuestros personajes de la familia del conde, que van a figurar en el drama de la vida aristocrática, engranada con actos de los liberales, que pelearon por darle a México, su patria, autonomía y libertad, cuyo sistema respeta hasta esas costumbres contrarias al principio consignado en su carta fundamental: respeto al derecho ajeno; igualdad ante la ley.
Comienza nuestro drama con una carta de España, en que el procurador abogado de los derechos de don Juan Antonio de Vidalvaso, pide recursos con urgencia de la parte contraria, y da la fatal noticia de que el pleito se perdió en la primera instancia, pero que estaba seguro de ganarlo en la segunda, cuyos trabajos tiene ya muy adelantados.
Don Juan Antonio ha vendido lo que le restaba de su capital, y por sus negras desdichas, la quiebra de una casa en donde tenía cierta cantidad en efectivo, lo acaba de arruinar.
Don Juan Antonio y su esposa doña Margarita han tenido largas conferencias sobre su precaria situación. Ya había recurrido el primero a Juan Martel, hermano de leche de Roberto, y conseguido en el acto, sin ninguna fórmula ni documento, el préstamo de cierta cantidad de dinero para fomentar el pleito en España.
La conferencia de hoy tiene un doble carácter: mandar los recursos urgentes que su apoderado le pide, y alistar la dote para casar a su hija Eugenia.
El marqués de Cuenca, uno de los principales empleados de la administración virreinal, destronada con la independencia, no sabiendo las penurias de don Juan Antonio y creyéndole aún muy rico, aun sin contar con el buen éxito del pleito por el condado del Olmo, había propuesto el matrimonio de su hijo Carlos, presunto heredero del marquesado de Cuenca, con la señorita Eugenia, y deseando don Juan Antonio asegurar esta oportunidad bellísima de establecer a su hija, haciéndola marquesa, pretendía recurrir de nuevo a la generosidad de Juan Martel, para que le hiciera otro préstamo con la hipoteca de su pleito, que creía ganar, y dar la dote que el marqués y él convinieron, mandando al mismo tiempo los recursos a España para terminar el asunto del mayorazgo.
En esta conferencia secreta que tuvieron los esposos, y que duró toda la noche, figuró mucho el serio temor de que el pleito se perdiera, por lo que debían hacer un esfuerzo supremo para asegurar el porvenir de Eugenia con el casamiento proyectado. Para establecer a Roberto, esperaban próximamente un cambio de Gobierno, una reacción que volviera México al poder de España, y en cuya revolución, a la cabeza, estaba el marqués de Cuenca... Todo quedaría salvado, si Juan Martel consentía en darle el anticipo que necesitaba; de otra manera, estaban desde hoy arruinados.
—No quisiera que mezclaras al indio Martel en nuestros asuntos—dijo doña Margarita con resolución.
—Si pudieras conseguir que uno de los nuestros te prestara lo que se necesita de dinero y le pagaras a Martel lo que te ha prestado, me daría sumo placer; me repugna Juan Martel, tengo vagos presentimientos de que nos ha de causar muchas desgracias.
—¿Prestarme uno de los nuestros? Imposible... Si sospecharan siquiera el estado en que estamos, no me volvían a saludar; no conoces el mundo: me creen rico... mejor, así conservo el aprecio de los nuestros. Recurro a Juan Martel, porque eso no es como los otros. Juan es un hombre agradecido, que nos quiere y respeta, y él mismo me ha ofrecido darme todo lo que pudiera necesitar. La suerte lo ha favorecido. Hoy es un millonario.
—Aunque fuera un Creso, no dejaría de ser lo que es: un plebeyo mestizo de la peor ralea; tengo ciertas sospechas que ofenden nuestra dignidad.
—¿Qué sospechas son esas?—preguntó don Juan Antonio con entrecejo.
—Te caerías muerto si tales sospechas saliesen ciertas; yo espero estar equivocada en mis conjeturas, pero si no me engaño, te diré lo que pienso, para que desde hoy pongas remedio.
—Me estás dando en qué pensar.
—No es posible que lo puedas imaginar.
—Habla claro; ¿cuáles son tus sospechas?
Temerosamente, y creyendo que su esposo se iba a exaltar, dijo:
—Se me figura que Eugenia ama a Martel.
Una carcajada prolongada dio al oír las sospechas. Doña Margarita abría los ojos azorada.
—Eso ya lo sabía—dijo sin parar de reírse.
—¿Cómo?—exclamó doña Margarita,—¿no te indignas? ¿No te causa vergüenza que un vil criado nuestro ame a tu hija?
—¿Cómo y por qué me había yo de indignar? Ese cariño mutuo de hermanos lo he notado desde que eran niños; desde que jugaban juntos en el jardín.
—Pues ni así quiero que Eugenia, la noble y distinguida señorita, hija de nobilísimos abuelos, quiera a un vil plebeyo como hermano; pero mis sospechas no son de que entre ellos exista ese afecto puro, desinteresado y respetuoso que tú supones... la he sorprendido llorando, triste, guardando en su seno las cartas que Juan nos escribía desde sus minas; y una madre no se equivoca al ver en su hija los efectos de una pasión. Eugenia ama a Juan Martel con la ternura de un amante y fuerte pasión.
—¡Calla! No lo vuelvas a decir; ofendes a nuestra hija al suponerla con sentimientos tan degradados, que ensucian el armiño de su cuna... No supongas tampoco a Juan tan infame, que abusara del cariño que todos le tenemos, por recuerdo de los servicios que su madre nos prestó criando a Roberto.
—Esos servicios se le pagaron... nada le debemos.
—Juan no es ingrato, y todo acabará con el último favor que le voy a pedir; mañana lo espero con tal objeto. Casándose Eugenia, el marqués ha dispuesto que su hijo con su esposa vuelvan a España, y cesarán tus vagos temores. Yo iré también para agitar la conclusión del pleito; le pago a Martel lo que me ha anticipado, y después nos iremos todos de esta maldita tierra de bandidos, si no logramos derrocar a los liberales. Ya nada nos importará que aquí los descamisados destruyan cuanto bueno hemos hecho por nuestra verdadera patria.
—Dios te oiga y salgamos de aquí cuanto antes—dijo la señora con el más alto desprecio.
—Calma, calma es lo que necesitamos en las tribulaciones... Si Martel se niega a darme ahora lo que necesito con suma urgencia, estamos perdidos, arruinados... No sé cómo podríamos vivir. El marqués sin la dote no casa a su hijo con Eugenia... el pleito quedará perdido, y nosotros, que no contamos con nada, nos faltaría basta el sustento...—Don Juan Antonio se limpiaba las lágrimas que sus ojos derramaban, al pensar en su crítica situación.—¡Qué será de Roberto, que lo hemos criado con tanta finura y comodidad, propia al rango que teníamos! ¡Qué va a ser de Eugenia, estando nosotros en la miseria!
Doña Margarita, al ver llorar a su esposo, se enterneció también, y con dulzura le preguntó:
—¿Pero qué, no habrá entre tantos a quienes tú hiciste favores, cuando estabas en el poder, uno que te saque de este apuro?
—No hay nadie... sólo Juan Martel... es el único rico que aun me ha ofrecido sus fondos espontáneamente; pero ya le he pedido demasiado y temo que su negativa nos arroje por un abismo; de seguro que yo me moriré de la aflicción, y ¿qué harán ustedes en un país de salvajes y sin recursos?
—Nos iremos a España.
—¿Y con qué vivirán allí? Si nos vinimos precisamente porque no podíamos sostener nuestra alta categoría, y habiendo permanecido aquí más de veinte años, seremos extranjeros en nuestra patria, menos encontraremos los recursos que se necesitan para vivir con decencia. ¡Oh! si el pleito se ganara sería diferente, sólo con el depósito que hay de las rentas, seríamos ricos.
Toda la esperanza que tenían don Juan Antonio y doña Margarita, dependía de la generosidad de Juan Martel, a quien habían mandado llamar para pedirle el auxilio que con tanta urgencia necesitaban. Esperaban la respuesta del indio Martel, como el procesado la sentencia del juez, que les daría vida o muerte; si accedía a la petición, como las otras veces, sería la dicha, establecerían a Eugenia con un noble de sangre real; don Juan Antonio iría a España llevando los fondos que les daría el triunfo del pleito, y ya no volvería a México; Roberto llevaría a su madre a la corte; pero si no accedía, el mundo se les venía encima, era la destrucción de la familia.
No durmieron esa noche de la conferencia; esperaban con miedo aparecer la luz del nuevo día en que se iba a decidir si esa familia, tan orgullosa de unos títulos en litigio, era de vida o de muerte, y esta decisión la iba a dar un mestizo, un plebeyo mexicano que supo hacer dinero.
La cantidad que don Juan Antonio necesitaba era grande, si se quiere constituía una verdadera fortuna, porque la dote de doña Eugenia debía de estar a la altura del marquesado de Cuenca, y en las conferencias previas el marqués había fijado el tipo ínfimo de cincuenta mil pesos.
Además de la influencia que ejercía don Juan Antonio sobre Martel, tenía casi seguridad de que siendo el dinero para establecer a Eugenia, accedería, porque a él le constaba el cariño que la tenía desde niños, y como se trataba de su felicidad, no se negaría; mil veces le había oído decir:—Cuanto tengo es para ustedes, y está a su disposición;—lo demás era negocio, cuestión de formalidades y garantías para su devolución.
Acariciando este proyecto, casi al amanecer, aquellas pequeñas turquesas se velaron con los párpados cansados de tanto mirar al cielo artesonado de su recámara, y su cerebro siguió en sueños contando lo que importaba la dote y lo demás necesario para asegurar su completa felicidad.
Vamos a presentar a nuestros lectores al primer personaje de nuestra historia, supuesto que es el hombre que puede, con sólo un acto de generosidad, salvar a la familia del conde del Olmo, o reducirla a la miseria perpétua, con negar el favor que se le va a pedir.
Para poder apreciar sus actos, necesitamos pintarlo como a los otros, en su estampa y en sus sentimientos, por no decir su alma.
Era un hombre de treinta años de edad; sus ojos son de águila, garzos obscuros; su pelo, negro como el azabache; en su ancha frente se leía, al sólo mirarlo, la resolución firme de sus actos, que no vacila, porque la inteligencia de su mirada penetra hasta el interior de con quien habla; su color es de piñón, que alumbran y destacan sus facciones regulares; de escasa barba, sólo un espeso mostacho; no es alto, ni bajo; ancho de pecho; musculación de acero; su traje es correcto; sus maneras corteses.
¿De dónde ha salido esta raza que forma el verdadero tipo mexicano? Nada tiene del indio, mucho menos del español... se ha reproducido un injerto que ha perdido los rasgos caracteristicos de una familia, para formar otra especie que se perficcciona cada día con el cuidado de una buena educación, y que influyen para el parecido genérico el clima, las costumbres y las ideas más prominentes en su manera de obrar.
Así, no obstante que la mezcla de dos razas diferentes reconocen el mismo origen, se notan diferencias en los hijos de cada Estado.
Hermosas son las Tapatias, pero mucho más lo son las Jalapeñas. Tipos originales son las Incatecas. ¿Por qué todas tienen un parecido, si tienen padres diferentes?
La particularidad de todo mexicano, es la bondad de carácter, que simpatiza con todo el que lo trata; tendrán diferente educación, pero abrigan los mismos sentimientos de benevolencia y fraternidad. Por naturaleza, es hospitalario; generoso hasta la prodigalidad. Por un amigo da la vida; por un cariño, su fortuna; es bravo y valiente cuando se cree ofendido. Es vehemente en sus pasiones: ama hasta el delirio, y aborrece con rencor.
El mexicano es dócil con el que le quiere, soberbio con el que le desprecia, y estas pasiones las muestra en su semblante con franqueza y sin engaño. Desde el pobre ignorante, sucio y mal vestido, hasta el fino caballero que calza guante y vive en un palacio, por cualquiera ofensa que se le haga a su dignidad, mata o lo matan, en riña o en duelo: no tiene miedo a la muerte.
Si es un humilde trabajador, del platillo que él come, sentado en la orilla de una banqueta o en el cuto de un zaguán, a cuantos conocidos suyos pasan les invita a participar de lo que él está comiendo, y con gusto parte con ellos su alimento. Si es rico, con largueza gasta su caudal haciendo beneficios o satisfaciendo caprichos; serán éstos defectos que la educación corrige, pero ese es el sentir de todo mexicano que recibe un favor: es eternamente agradecido. Siendo estos los rasgos genéricos de la raza mexicana, examinaremos a Juan Martel, cuáles son sus sentimientos hacia la familia del conde del Olmo, y por qué hizo una gran fortuna.
Juan Martel era hijo de un capitán de su mismo nombre, que pereció en la guerra de la independencia. Quedó con la muerte de su padre, huérfano y muy pobre; al nacer un hermanito suyo, él tenía ocho años cuando le aconteció la desgracia.
Su madre, doña Gertrudis Morales, siendo de la clase media, casó con el capitán Juan Martel, y, como hemos dicho, al quedar huérfanos por la muerte trágica del patriota, no tenía con qué alimentar, ni podía educar a su hijo. Estaba para nacer el otro, y no dormía por pensar qué haría para salir de tan triste situación.
Doña Gertrudis tenía las cualidades propias de la raza mexicana, era hermosa, amable, inteligente y regularmente educada; se proponía ganar su vida honradamente en trabajos materiales; pero su estado se lo impedía. Al confirmarse la muerte del capitán cesó el envío de recursos, y le dijo a su hijito Juan leyéndole las alabanzas que le prodigaron al héroe los periódicos independientes:
—Esta es la única herencia que te lega tu padre: la gloria de su heroicidad.
Juanito apenas comprendía la desgracia que hacía llorai a su madre, y la decía para consolarla:
—No te apures... Dios no abandona a los pobres... algún día yo seré grande y te daré mucho más de lo que mi padre te enviaba.
—Y mientras, ¿qué comemos?
—No faltará; en México nadie se ha muerto de hambre.
En efecto, de la aflicción nació el niño, y nada le faltaba a doña Gertrudis... Todas las vecinas le mandaban bocaditos, es decir, comidas, y se turnaban para asistirla durante su permanencia en la cama.
El niño murió a los pocos días de nacido, y cuando doña Gertrudis se levantó, buscaba niños que le mamasen la abundante leche que le vino.
Una de las vecinas que lavaba la ropa de la casa del nobilísimo señor don Juan Antonio de Vidalvaso, le dijo que en esta suntuosa casa querían una nodriza; que era una familia muy buena y le pagarían magnífico sueldo.
Doña Gertrudis, como persona decente, se abochornó a la idea de entrar de nodriza; pero no le quedaba otro recurso mejor, y desde luego dijo:
—Propóngame usted; el sueldo servirá para que se eduque mi hijo.
El aspecto de la nodriza era excelente: robusta, joven aún, con las mejillas rojas de salud y de vergüenza, al ser examinada por el médico de la casa. Este dijo delante de ella:
—Espléndida leche... Para Robertito no puede usted encontrar nodriza mejor.
Quedó, pues, desde luego instalada doña Gertrudis en ese humilde empleo.
Con el sueldo de veinte pesos que le daban, puso a su hijo Juan de pie en un colegio; le quería dejar buena educación; poco o nada le importaba estar en calidad de criada.
Además de las buenas cualidades que por raza e instinto tenía doña Gertrudis, para atraerse el cariño de los amos y criados de aquella suntuosa casa, se propuso, en su humilde situación, ser útil en todo sentido a la familia que la acogió en su desgracia.
Robertito desde luego tomó el pecho de la nodriza, y se criaba muy sano y muy robusto.
Pero doña Gertrudis no se limitó sólo a criar al niño: en las largas horas que dormía iba a la cocina, y como era instruiída y bien educada, condimentaba platillos tan sabrosos, presentándolos ella misma con adornos tan preciosos, que a pesar de la resolución de la señera de no dirigir la palabra a los criados, le decía a Gertrudis:
—Bien, gracias, se lo agradecemos a usted mucho.
Esto era mucho decir, dado el orgullo de la hija de la marquesa.
La mano de Gertrudis se veía en todo: en la mesa, en la recámara, en la sala, en toda la casa.
A cuantas visitas venían, les alababa la señora a su nueva criada.—Es un portento... no sé qué haría si Gertrudis me faltara.
Los vestidos usados e inservibles de la gran señora se los daba a Gertrudis para que los usara, y ella les hacía tal compostura, que parecían nuevos.
Cuando delante de las visitas, la señora le hacia un agasajo, Gertrudis sentía bochornos en la cara, porque en la alabanza se rebajaba.
—Esta criada es la mejor que hemos tenido... no parece mexicana, ¡vamos! parece increíble... estamos servidos mejor que en España, que es cuanto puede decirse... ésta no es puerca ni ladina, ni ladrona como las otras... es una calamidad la cuestión de criados en México... las dos que nos han mandado de España, se han casado con dueños de tiendas... aquí, las criadas de allá son unas señoritas. Parece increíble de veras, que siendo ésta mexicana, no sea ladrona... todas son cortadas por la misma tijera.
Sin embargo, no confíe usted mucho en esta india—decían los nobles que venían a comer los platillos que Gertrudis condimentada voluntariamente.
Por poco tira doña Gertrudis el platón que traía a la mesa, al oír decir a una flaca descolorida:
—Sin embargo, no confíe usted mucho; algún día se acordará que es mexicana... nunca deje usted que ande en su ropero.
Desde ese día se propuso doña Gertrudis ser más cauta en manifestar sus nobles sentimientos de gratitud, porque observó que la señora desconfiaba de su honradez y tomaba precauciones. Una vez dejó abierto casualmente su ropero estando ella allí con el niño Roberto, y entró violentamente, sobresaltada, preguntándole con tono agrio :
—Gertrudis, ¿qué fue usted a hacer en mi ropero?
—Yo no me he acercado a él.
—Está abierto, y yo lo cerré dejando puesta la llave... tuve ese descuido;—y comenzó a examinar unas cajitas, diciendo: —Aquí me falta un anillo de brillantes...—y a poco,—no... aquí está; pero me falta un aderezo de rubíes.—Gertrudis sudaba al oír estas reclamaciones...—No, pues lo que es esto no se me pierde... bien me decía la baronesa... Mire usted, Gertrudis, devuélvame usted el aderezo y lo demás que haya tomado de aquí, para que no tenga que andar en justicia.
Con las lágrimas en los ojos, doña Gertrudis decía:
—Señora, no me he acercado al ropero.
Ganas le daban a doña Gertrudis de separarse de la casa, cuando dijo la señora: «Aquí está el aderezo pero quién sabe qué me faltará». Sufrió con resignación esos insultos, porque se acordó que su hijo Juan cortaría su aprendizaje, y, además, tenía ya mucho cariño a Robertito, porque en realidad era su hijo al alimentarlo con su sangre, y así se lo dijo a su señora:—Si no fuera por el cariño que le tengo a este niño, en este momento me separaría de usted.
El primer domingo que fue a ver Juan a su madre, creyó morirse de placer.
—Doy por bien sufridas mis penas, si logro que seas un hombre honrado, como lo fue tu padre.
Robertito congenió con su hermano de leche.
—¿Por qué le das de mamar a ese niño?—le preguntó con extrañeza.
—Porque soy muy pobre, y me pagan para que tú te eduques en la escuela.
No lo olvidó Juan.—Voy apurarme y acabar pronto, para que tú no trabajes.
Estas dulces caricias de su hijo, le valían miles de besos...
Desde entonces, fue el primero en su clase... Juanito Martel se sacaba los primeros premios, y en la calificación de su conducta no tenía una sola falta, puntual, estudioso, atento y muy inteligente... esas eran las calificaciones semanales. Con el talento que Dios le dio, aprendía las lecciones de una manera firme, que no se le olvidaban.
Así pasó el primer año de la lactancia de Robertito, dándole doña Gertrudis su sangre, la recompensa la recibía los domingos cuando venía su hijo Juan y le enseñaba su boletín de calificaciones, en que se certificaba que aprovechaba el tiempo y sus sacrificios.
A los dos años se le quitó el pecho a Robertito, y avisaron a Gertrudis que cesaba el sueldo de nodriza; que si quería permanecer en la casa, sólo le darían una gratificación y la manutención de ella y de su hijo.
Esa noche no pudo dormir doña Gertrudis.—Volvemos a las andadas,—se decía,—a buscar costuras que no dejan ni para el sustento,—y quien resolvió la dificultad fue Juanito, el niño de diez años. Al anunciar a sus maestros que se iba a separar, porque su madre no tenía con qué pagar la colegiatura; pero entre sus condiscípulos ricos había dos a quienes ayudaba a estudiar y adelantaron notándolo sus padres; preveían que al separarse Juanito volverían sus hijos a abandonar sus estudios, y combinaron que ellos pagarían la colegiatura para que los acompañase en sus estudios. Así es que este niño, a los diez años, era un maestro que con su trabajo ganaba su educación.
El domingo que le trajo a su madre la nueva de tener dos discípulos a quienes enseñaba a estudiar y los padres le pagaban su colegio, la madre se resolvió a quedarse en la casa como criada sin sueldo; la gratificación servía para vestir a su hijo.
—Eres ya un hombre—le decía;—sigue por esa senda y serás un caballero como lo fue tu padre.
Teniendo mucha cuenta a la familia de don Juan Antonio la permanencia de Gertrudis, quedó en la casa como nana de Robertito, a quien cada día quería más, como ama de llaves, como todo en la casa.
La señora tuvo a Eugenia, que conocemos de veinte años; en esa época era recién nacida, un primor, que no hacía más que reír a cuantos se le acercaban.
Por supuesto, que aunque había una nodriza de clase muy inferior a doña Gertrudis, mujer ordinaria, egoista y de mal carácter, doña Gertrudis era la nana de las dos criaturas, y la tenía en sus brazos todo el tiempo que no mamaba.
El domingo que llegó Juan, le preguntó a su madre quién era esa niña que cargaba.
—Es hermanita de tu hermano Roberto.
—Entonces, es también mi hermana.
—Todos lo somos, pues Dios es el padre de los cristianos.
—¿La cargo un ratito?
—No, porque la puedes tirar, es tan chiquita...
—No la tiro, dámela aquí...—y se sentó en una silla de costura.
—Tenla con mucho cuidado, mientras bordo la cuelga que le preparo a la señora.
Juan, con mucho cuidado, recibió la preciosa carga.
Al verlo, Eugenia se rió con él, y preguntó a su mamá si la podía besar.
—Bésala cuantas veces quieras.
Juan la besaba, la miraba y la volvía a besar, y la niña era contentísima.
Los domingos, los pasaba Juan cargando a la niña... después fue su ayo, cuando comenzó a dar los primeros pasos. Después jugaban, pareciéndole a Juan que se volvía de la misma edad de ella.
—Te voy a enseñar muchas cosas—le decía Juan.
—Bueno—decía Eugenia:—pero ahora cuéntame una historia de esas bonitas que tú sabes.—Y Juan le refería pequeñísimos cuentos que inventaba, en que los protagonistas eran hermanitos que querían mucho a sus hermanitas como tú, y cuando hablaba de los hermanitos, decía ella:
—Como tú.
Eugenia esperaba los domingos como una gran dicha; todo el día era para Juan, y éste contaba los días que faltaban para ir a ver a Eugenia. Sin estos ratos de delicia, no podía estar bien los demás días de la semana; los domingos hacía provisión de caricias, para estarlas recordando en las horas de descanso.
Pero fueron creciendo, y sin decirse nada, dejaron de besarse. Eugenia había cumplido diez años y Juan veinte; cuando se miraban a solas, se ruborizaban.
Juan estaba en la escuela profesional, siempre con igual éxito; pronto sería un profesor y ganaría mucho dinero para dárselo a su madre; ese era por entonces su único objeto.
Entrándole a Juan la reflexión, examinó bien sus sentimientos: amaba a Eugenia, no como hermana, y se decía:
—Eugenia me aína, me lo dicen sus ojos y cuanto ella hace por agradarme.
Juan ya no sólo iba los domingos, sino casi todos los días, y le daba cátedra de inglés y de filosofía, siendo Eugenia una discípula muy aventajada, porque a sus lecciones estaba unido el amor que tenía a Juan.
Murió doña Gertrudis y se le hizo pedazos a Juan el corazón; no lo consolaron más que las caricias de Eugenia, pero ya no tenía pretexto para estar allí a todas horas, gozando con sólo ver a Eugenia. Podía ir a la casa, pues todos lo querían por los recuerdos de los buenos servicios que les prestó su madre, pero iba pocas veces de visita, en la que tenia delante a la altiva señora doña Margarita.
Recibió su título de ingeniero, e inmediatamente partió para emprender trabajos activos; quería la riqueza, para elevarse a la altura de Eugenia: ella era muy rica y él muy pobre y deseaba tener tanto como ella.
Un día que fue de visita, encontró triste a Eugenia.
—¿Qué tienes?—le preguntó con sumo interés.
—Mi padre se ha ido para España... un pariente le ha puesto pleito... mi madre ha vendido una hacienda para hacer los gastos, y dice que puede ser que lleguemos a ser pobres.
Juan casi se alegró de igualarse con Eugenia, pero no quería que ella bajase, sino subir él.
—Tú serás rica, porque yo ganaré mucho dinero para dártelo.
Con más fervor se afanó por ganar dinero; bajó a las entrañas de la tierra, a donde el oro, tan codiciado del hombre, se esconde, y sólo se muestra al atrevido, al constante en romper las duras rocas en que está incrustado.
Juan denunció unas minas que tenían muy buena apariencia de riqueza; con sus propias manos manejaba el pico y el taladro, y en las profundidades de tiros abandonados, en donde apenas hay atmósfera respirable, pasaba semanas enteras, comiendo tortillas tostadas y bebiendo agua. En cada golpe que daba al cincel para colocar un cohete, veía la figura esbelta y fantástica de Eugenia, que lo animaba a continuar un trabajo superior a las fuerzas humanas; sin ese poderoso estímulo, habría hecho lo que los otros: abandonar los trabajos, por obstáculos que a primera vista parecen insuperables.
En las noches se desvelaba haciendo cálculos para no equivocar las distancias en los trabajos subterráneos, para cortar las vetas que contienen el oro y la plata.
Al fin ve saltar los pedazos de piedras que contenían los indicios seguros del metal tan deseado; hace los ensayos y su buen resultado resuelve el problema de acercarse a Eugenia sin avergonzarse.
—Ya no soy pobre—exclama con júbilo:—en mi mano tengo la fortuna y el poder que realiza mis dorados ensueños de felicidad. Puedo amar a Eugenia a la faz del mundo entero.
Durante sus penosos trabajos, escribe a la señora doña Margarita, pintándole su afán en encontrar la dicha como premio de sus fatigas. Para la señora es un ambicioso como cualquiera otro pobre... Para Eugenia es el sacrificio que está haciendo por su amor... No podía olvidar las palabras de «ganaré dinero para dártelo... tú serás siempre rica».
Le habla de sus recuerdos de gratitud por lo que hicieron dándole abrigo a su santa madre; para todos escribe palabras respetuosas de cariño y de ternura; a Roberto se atreve a darle el título de hermano; cuando habla de su hermana Eugenia, la letra está temblorosa.
La última carta dice: «Acabaron mis penas y las vuestras; el hombre de voluntad enérgica domina los elementos... y las adversidades; he encontrado la veta que hace mi dicha; decidlo a mis hermanos; a ellos debo mi felicidad, al estímulo de sus virtudes, a la gratitud de sus favores».
Esas cartas fueron las que encontró doña Margarita en el seno de Eugenia, y que ella veía con tanto desprecio, porque le acusaban de tener amores con un ser indigno, con uno de su servidumbre.
La indignación la cegaba; no quería descender esa madre orgullosa ni a investigar cuáles eran los méritos personales de este hombre, que por el estímulo del amor que supone, ha luchado contra las adversidades de la vida, brazo a brazo con el destino, ni el tamaño de la fortuna que ha encontrado, ni la sinceridad de sus nobles sentimientos; sólo ve al hijo de una sirvienta queriendo pisotear con inmunda planta sus altas dignidades nobiliarias.
Eugenia, al contrario, se alegra de todo corazón de que Juan so haya mostrado tan superior, venciendo los obstáculos que se oponían a sus deseos. A ella le basta saber que se cree dichoso... su desgracia la mataría... un altar le tiene levantado en su pecho... su rostro varonil fue el primero que vio cuando era muy niña, y fijo está y estará en su memoria mientras viva.
En el primer viaje que hizo Juan trayendo los cuantiosos productos de su mina de oro, lo alentaba para decirle a Eugenia:—Mira, tengo tanto o más que lo que tu padre tiene; tómalo, es tuyo, para ti lo quería, yo quiero que seas dichosa.; ¿me quieres, ahora que somos iguales?—Pero nada de esto la dijo, porque doña Margarita, estando con sus hijos al darle Juan noticia de su hallazgo, le dijo que su esposo también había obtenido cosa superior al metal: que había heredado de sus mayores el nobilísimo título del condado del Olmo, y que en lo sucesivo lo usarían allá en la corte de España, a donde irían a radicarse por su alta posición, supuesto que en México se había apoderado del Gobierno un puñado de bandidos, que pisoteaban sus títulos de nobleza.
Un abismo veía Juan Martel entre el corto espacio que le separaba de su Eugenia; ella era noble y él un plebeyo.
—¿Quién ha hecho a los nobles, señora?—preguntó Martel echando fuego por sus ojos de águila.
—El soberano, las instituciones, el régimen, que premia con honores la lealtad y la virtud.
—Luego los hombres pueden hacerse nobles por sus actos— dijo Martel.
—Necesitan estar sancionados por la autoridad, para que sean transmisibles y respetados como heroicos.
Para Juan Martel ya no tenía su riqueza el poder que suponía.
Sus esfuerzos sólo tenían un objeto. ¡Eugenia! Esta era noble y no necesitaba el oro que le traía; tenía esperanzas de que Eugenia pensase de una manera diversa de su madre, sobre esos privilegios que los reyes han establecido formando estirpes especiales. Su respuesta le borró como un relámpago el colorido de su vida. Esta joven, para él una deidad, el todo de su porvenir, seguía en un todo las ideas de sus padres. Era bastante instruido para comprender la extensión de una preocupación social. Eugenia no podía ser la esposa más que de otro noble como ella.
Salió de allí Juan triste y cabizbajo, diciéndose: es rica y feliz. No debo pensar más en las ilusiones que me había forjado en mi loca fantasía.
Al volver a su mina y darle allí la noticia de que seguía produciendo con abundancia el metal, la recibió con indiferencia, diciéndose:
—¿Y para qué quiero la abundancia de ese vil metal? Lo quería para mi madre, y ésta murió en la servidumbre, trabajando para que yo me educara... Después lo quise para dárselo a Eugenia, cuya alta posición me alentaba en mis esfuerzos, y Eugenia no lo necesita, más aprecia la gloria de sus abuelos. Si se van a la corte de España, allí ajustarán un enlace entre sus iguales, y yo, que la amo tanto, gozaré sabiendo que es feliz...
Pasado algún tiempo, le sorprendió a Juan recibir una carta del nobilísimo conde del Olmo, diciéndole a su muy querido hijo Juan que necesitaba hablarle de un asunto que no podía confiarse al papel.
La respuesta fue presentarse, en cuya conferencia el conde le felicitó por el buen éxito de sus trabajos, y le hizo la íntima confidencia de haber recibido la noticia oificial de la herencia vinculada; pero que esta feliz nueva venía acompañada de un grave inconveniente.
Uno de sus parientes por la parte paterna de su abuelo le promovió litigio, disputándole el derecho al título del condado; que necesitando fondos para defenderse, había vendido una de sus mejores fincas, que no había sido suficiente, y ahora se necesitaba un poco de dinero para terminarlo en su favor; que si podía él facilitárselo, por supuesto, con la obligación de devolvérselo tan luego como terminara el pleito.
A Juan se le alegraron los ojos; veía con júbilo que aquella noticia que le dio Eugenia de los temores que tenía doña Margarita de quedar pobres podía realizarse, pues entonces, si él no podía subir a la altura imaginaria en que estaba colocada la imagen de su Eugenia, ella bajaría hasta donde él estaba colocado. Con bastante alegría le contestó:
—Usted sabe, señor conde, que cuanto tengo está a su disposición, y me congratulo que mis afanes os sean de alta utilidad. Todo cuanto he podido adquirir lo debo a la protección que vuestra noble familia prestó a mi querida madre... disponed, señor conde, de cuanto tengo, que gracias a Dios no es poco.
—No se necesita mucho... con veinte mil pesos me basta; pero no quisiera que esto te causara algún trastorno o molestia.
—Tengo grande satisfacción de manifestarle, que me honra demasiado seros útil de algún modo.
Martel no quiso que se extendiera documento o escritura que confesara la deuda.
—Todo es de ustedes, señor conde.
—Gracias, Martel, gracias, acepto tu generosidad, pero para quedar tranquilo, le pondremos al dinero un rédito, aunque sea corto.
—Es inútil quo pongáis condiciones; ninguna acepto.
—Entonces nada recibiré, venderé otra finca y pax Cristi... dijo el conde tomando un polvo de su caja de oro.
—Pues que sea como negocio replicó Martel,—pero no admito documentos; con la palabra de usted me basta.
La segunda vez que el conde ocupó a Martel con otro préstamo, pasaron poco más o menos las peripecias del primero.
El conocimiento que ha adquirido Martel, por las confidencias íntimas que le hacia el conde, sobre su penuria y la posibilidad de perder el pleito en España, lo han alentado a madurar un plan, en el que ha combinado todas las exigencias que pudiera tener la preocupación de nobleza que los domina.
En esta tercera vez que el conde manda llamar a Martel; éste supone que es para otro nuevo préstamo y trae una resolución, fundada en la certeza que tiene por informes directos, que el pleito lo ha perdido don Juan Antonio; que no es conde y está en la miseria; hablará esta vez con franqueza, preguntándole a Eugenia si le ama, si quiere casarse con él, y si no le recibe bien, si no acepta la proposición porque no le consideren digno de entrar a ser miembro de una familia que se cree ilustre, se decidiría a guardar perpétuo silencio, y hacer, sin embargo, la felicidad de Eugenia, aún cuando se casara con otro mas digno que él. Cooperaría a que fuese dichosa, moriría tal vez de pesar, pero nadie sabría que dedicaba su cuerpo y su alma a protejer los caprichos de su amada, fueren los que fueren... su voluntad se cumpliría, aun cuando a él le costase la vida.
Para llegar a esa conferencia, en que se iban a poner en práctica diversos planes de vida futura, cada uno se preparaba según su objeto.
El conde quería, como hemos visto, casar a su hija Eugenia con don Carlos Moribarri, para lo que se necesitaba una fuerte dote y obtener fondos para ganar su pleito. En su cabeza combinaba un nuevo negocio que proponerle a Juan Martel.
El plan de Eugenia, que había siempre tenido en su mente, era aceptar por marido al único hombre que había amado desde niña, y cuyas virtudes admiraba; ante su bello sentimiento de amor por las virtudes de don Juan, desaparecían los títulos de nobleza de su familia; encontraba superior la nobleza de su amado.
El plan que había concebido Roberto, hermano de Eugenia, al oír a sus padres que el pleito estaba perdido, y que estaban reducidos a la miseria por la quiebra de la casa en que su padre tenía los fondos y la venta que habían hecho de lo mejor de sus bienes, era pedir protección a Juan Martel para trabajar con él, que consideraba inferior en todo; y si éste había hecho tanto dinero, él haría mucho más.
El plan de doña Margarita era quitar del corazón de Eugenia el amor absurdo que le tenía al hijo de una criada, y aceptara gustosa las órdenes de su padre, casándose con el hijo del marqués de Cuenca.
El plan de Martel era por demás sencillo y de éxito seguro, porque quería poner en práctica su abnegación absoluta, procurando hacer la felicidad de toda la familia del conde. La base era el inmenso y extraordinario amor que le tenía a Eugenia. La fusión de sus dos almas desde niños, le engrandeció su inspíritu y le inspiró la firme resolución de hacerse digno de ella. Las riquezas que hoy tiene las debe a la tenacidad con que lo alentaba el candor y nobleza de su amada. ¡Cuánta dicha si aceptaba ese afecto puro, que ha nacido besándola como se besa la imagen de un santo! Amor ideal, que ha crecido arraigándose en su ser de una manera profunda e inexplicable, que le obliga a hacer sacrificio de su egoísmo. Su noble objeto es identificarse con el ser amado, respetando su voluntad. Si ella amase a otro, entonces ese afecto sería fraternal, de amigos verdaderos, y duraría mientras vida tuviera; ¿podría él amar al que le roba su corazón, sus caricias? No lo sabe; él se propone querer al que ella quiera, aborrecer al que aborrezca, llorar cuando ella llore, reír si está contenta.
Pensando Martel en Eugenia, se sentía ser parte de su persona: su alma, ella la tenía, y la de ésta habita en su pecho; orgulloso está de su nobleza.
El plan era que fuese dichosa Eugenia como mejor le pareciera. ¿Ama a otro que es igual en su nobleza? Está bien, se respondía, nadie me quitará el derecho de velar por su dicha.
Ensimismado venía Martel al llamamiento de su padre, y se figuraba lo que Eugenia le dijera... Con sonriente faz le oía pronunciar palabras de consuelo.... de amor.... tú eres el único hombre a quien yo amo.... y entonces su dicha era inmensa.... pero pensaba en la posibilidad de que le dijera «tú no eres noble; yo debo casarme con otro de mi clase....» y entonces con más animación, exclamaba: «Me haré noble como me he hecho rico», pero eso era imposible, ni sus principios políticos, ni su origen llenaban las condiciones de ese fanatismo social, y se decía en su monólogo:
—Tienes razón, Eugenia, los matrimonios para que sean felices han de verificarse, no sólo uniendo dos almas que se quieren, sino que los vínculos de las familias por ambas partes sean iguales.... seré tu amigo.... comunícame tus goces y tus penas, porque soy parte de tu ser,—y Martel suspiraba cuando la veía alejarse contenta de la mano de otro hombre, que él examinaba cuidadoso para ver qué cosa tenía que él no pudo adquirir, para merecer tal compañera de su vida.
Con letras grandes de fuego veía escritas estas palabras: «Te falta y nunca podrás adquirir, la nobleza del linaje, credenciales de antaño que no puedes ni comprender, porque tú eres plebeyo; la pureza de nuestra sangre la trasmitimos a nuestros hijos, como sacerdotes de una institución que profesa la religión y la virtud tradicional; formamos una distinguida raza, que juramos no degenerar con actos innobles.— Pero la nobleza no es del cuerpo sino de los sentimientos, de los actos heroicos.—Eso es al principio, para establecer la distinción de los vulgares; después forma una raza aparte, distinguida, linaje puro que conservamos sin tacha, y cuyas costumbres rigurosas sólo inspiran actos dignos, honrosos, desinteresados... Tú no los puedes ni comprender, porque eres villano. —Sí, los comprendo—respondía Martel a la voz que en su interior oía,—que en el alma tengo incrustada la nobleza de Eugenia.... Yo no tengo esa tradición, soy hijo de un patriota que murió por dar libertad al pueblo. —Eres enemigo de los nuestros.... vete, no profanes el hogar donde se venera la gloria de nuestros antepasados.»
—¿Y tu esposo es noble, Eugenia?—preguntaba Martel en su monólogo, que quería conservar su amor sacrificando su ventura.
—Mi esposo—le respondía Eugenia,—es noble por linaje y por sus hechos personales; ahora es más noble que sus abuelos, porque ha hecho bien a la humanidad entera; se ha dedicado a la ciencia, y con su preclaro talento alumbra la senda de la virtud. Mi esposo no es como tú, que te crees grande porque has sacado de las rocas un poco de metal.... mi esposo trabaja con su cabeza, con su pensamiento. Es un hombre científico que ha descubierto muchas cosas, que la humanidad aprovecha para su bienestar.... es mucho más rico que tú, pues ejerce la caridad; por donde pasa lo bendicen; es hermoso, tierno, amoroso, ese ser privilegiado es el que he elegido para que sea mi compañero y tengamos vástagos que imiten sus virtudes.
—¿Por qué Dios no me dio esas dotes para merecer tu cariño?...
De estas ilusiones, que exaltaban la sensibilidad de Juan, exagerando el orgullo de la nobleza, pasaba a discernir sobre la realidad.
—Yo pretendo casarme con una ilustre y distinguida dama, y voy aquí, en este tren rápido, porque el noble conde me llama, como otras veces, cuando necesita dinero. El pleito lo ha perdido, lo sé bien, no es noble. Eugenia es mi igual en clase; puede ser mi esposa sin sonrojarse. Puedo también ennoblecerla, mandando un emisario que compre a los que con don Juan Antonio disputaron el título y los terrenos del condado, teniendo yo entonces la satisfacción de hacer noble a Eugenia, dándole yo, el plebeyo liberal, el título que ambicionan y han perdido.
La bella y sensible Eugenia no había preparado ningún proyecto ni plan: se dejaba llevar de sus propios sentimientos y deberes de hija obediente.
Después de la conferencia que doña Margarita tuvo con su esposo don Juan Antonio, en la que aquélla le indicó las sospechas por haber sorprendido ciertos indicios de un amor inconveniente, se reservó la señora aclarar la verdad para obrar con energía.
Doña Margarita, con el modo lacónico con que gobernaba a todos los de la casa, le indicó a Eugenia con señales, más bien que con palabras, que tenían que hablar, pues abrió la puerta de su gabinete e indicó a su hija que la siguiera.
—Siéntate—la dijo con voz de mando.
Eugenia se sentó.
—He notado que tú llorabas cuando leías las cartas del plebeyo Juan Martel, que tenía el atrevimiento de dirigirme. Me vas a decir por qué guardabas en tu seno esas cartas.
—Pues las guardaba para leerlas cuantas veces podía, porque siento un placer inmenso con lo que Juan hace o escribe.
—¿Y te atreves en mi presencia a confesar esa debilidad que nos ofende?
—Yo no sé si es debilidad y si esto ofende a alguno. Usted me ha preguntado por qué guardaba las cartas de Juan, y he contestado la verdad... usted sabe que yo no sé mentir.
—Eres una niña que no te se puede exigir tengas las precauciones propias a tu elevada categoría. Pero no has contestado a ini pregunta de por qué guardabas ocultamente esas cartas, no siendo dirigidas a ti.
—Creo haberle contestado que para leerlas cuantas veces pudiera.
—¡Eugenia!—gritó la señora en tono de reconvención.
—Señora—respondió Eugenia con humildad.
—¿Qué significa eso de ocultar unas cartas para estarlas leyendo repetidas veces? ¿Con qué objeto lo hacías, cuando yo ni siquiera las leí, viendo que eran de ese villano que nos quiere tratar como sus iguales?
—El objeto de leer repetidas voces lo que Juan nos decía de los trabajos que emprendió, era por el interés que debíamos tener, supuesto que trabaja para nosotros.
—No es cierto, es un ambicioso.
—Contradice esta calificación, el hecho de que a mi padre le ha dado el dinero que ha pedido.
—Como negocio, ¿lo entiendes? Nos ha exigido un rédito a los anticipos que ha hecho con todo género de garantías, y, sobre todo, non nos debemos mezclar en esos asuntos. ¿Tú amas a Martel?
—Con toda mi alma.
—¡Eugenia!—volvió a gritar más fuerte doña Margarita, medio levantándose de su asiento.
—Señora—volvió a repetir con humildad Eugenia.
—¿Te olvidas de quién eres y lo que vales?
—No, mamá, ¿cómo he de poder olvidar que no somos nada y que estamos muy pobres?
—No parece sino que te quieres burlar de mí, ofendiendo a nuestro linaje.
—Lejos de mí tal idea; me pregunta usted cosas que estar? a la vista, y yo respondo con la verdad; si ésta ofende, no son las palabras, sino la exactitud de los hechos positivos. Juzgo de las cosas como en realidad las veo.
—Tú has degenerado por haberte alimentado la leche de una. india mexicana.
—No sé si esa leche es la que me ha dado la razón con que pienso; pero, de todas maneras, yo no dispuse que me alimentara una india; tal vez si me hubiera criado una noble, pensaría de otro modo.
—Estás insolente.
—Siempre que se dice la verdad desagrada, no ofende.
—Nunca habías sobrepasado el respeto que me debes tener, y todo es obra de ese villano, hijo de una criada; hice muy mal de permitir que el hijo de un bandido viniese a visitar a su madre, y ¿te ha enamorado a su modo, ordinario y soez?
—El no me ha dicho una palabra de amor.
—Pues entonces, ¿por qué le amas tú, si él nada te dice?
—¡Qué culpa tengo de amar lo que es esencialmente bueno, noble y generoso! ¿Niega usted que con sus propios esfuerzos se ha levantado de la nada, a una altura donde no lo podemos alcanzar, a pesar de los títulos que no tenemos? ¿Niega usted sus virtudes, su talento, su fina educación?
—Yo no veo más que tú eres la hija del noble conde del Olmo y de mi nobilísima familia, y él es el hijo de una criada nuestra, y esto basta para que tú lo veas con horror y te ofenda cualquier pretensión que tenga.
—Repito a usted, mamá, que Juan Martel no ha puesto sus ojos en mí; muy dichosa sería si tal cosa le ocurriese; entonces sí creería que yo valgo alguna cosa.... yo soy la que sin esperanzas le admiro y le amo.
—Basta, Eugenia, ese amor es imposible... debes olvidarlo, mayormente cuando tu padre ha dispuesto de establecerte, casándote con un joven que nos honra con su linaje.
—Tiene usted razón, madre, debo abandonar mis ilusiones : él no piensa en mí.
—Debes abandonar esas ideas que nos ofenden, porque yo sé de buena fuente que Juan se va a casar con una de su clase.
—Eso no puede ser, madre, la han engañado a usted.
Por primera vez sintió Eugenia en su corazón el gusano roedor de los celos.
—Él jamás me ha dicho de palabra que me ama, pero me lo ha dado a entender en todas sus acciones; todo lo que yo soy te lo debo a ti, que me has inspirado aliento en mis empresas, mi alma es la tuya... y esto no me lo hubiera dicho si no me amara. .
Quedó ya Eugenia dominada por una profunda tristeza; no siendo esposa de Juan, poco le importaba el marido que le dieran.
Si Juan le dijera «te amo, ¿quieres ser mi esposa?», faltando a todas las reglas de la etiqueta aristocrática, lo habría aceptado sin titubear, contra las preocupaciones de su familia entera; pero cuando nada le dice, y según asegura su madre piensa en otra mujer; cuando también se le asegura que él va a dar la dote para que se case con otro, es señal evidente que no la ama a ella; que el inmenso amor que ella le tiene, no está correspondido; que debe olvidarlo y no puede. La señora mató sus esperanzas, pero no su amor.
El plan de Roberto se basaba en la superioridad que él creía tener sobre el hijo del que la crió.
—¿Qué tiene más que yo ese desgraciado? Dinero... pues yo también lo puedo hacer, y lo hará cualquiera que se proponga hacer fortuna.
Su idea era hacerle el honor a su hermano de leche de asociarse con él, para sacar el dinero de las minas, y hacerse millonario en horas. No se oponía a su alta dignidad ir a recoger el dinero que produjeran las minas de su hermano.
—Yo pienso más que Martel: habiendo sido mi criado, no me asociaré a él, esto sería indecoroso; me señalará una de sus minas y por mi cuenta se harán los trabajos; esto no envilece mi categoría.
Así, cerrando los ojos, se contemplaba estar mandando a los trabajadores que le extrajeran el oro, como lo hacen para su criado.
Este sencillo plan de ir a recoger el oro de las minas, fracasó por completo, porque Martel, al llegar a la casa del conde, encontró a Roberto y le consultó su proyecto de casarse con su hermana Eugenia.
Al entrar Juan vio a Roberto pensativo... era cuando se veía mandando a los trabajadores recoger el oro en abundancia para traérselo.
—¿Qué andas haciendo por aquí? ¿Qué dicen tus minas?
—Tu padre me ha mandado llamar.
—Ha pasado mala la noche y tal vez se levante más tarde... hablemos, mientras, de tus negocios...
—Me alegro que anticipes mis deseos; quería consultarte el negocio más grave de mi vida.
—Pues no puedes venir en momentos más propicios; yo también quiero consultarte un negocio que nos puede convenia a los dos.
—Di qué negocio es ese, el que yo traigo también te atañe; echa por esa boca, que el momento es propicio, y dispuesto estoy por mi contento a conceder lo que se me pida.
—Comienza tú, que el mío requiere mucha reflexión.
—Reflexión y madurez requiere el mío; lo podemos tratar después.
—De ninguna manera; comienza, que ya escucho.
Se sentó Roberto, dejando a Martel de pie. Algo cortado, dijo éste:
—Recuerda, hermano, que mi santa madre, también tuya, porque con su pecho te alimentó...
—Bien, Martel... bien... omite recordarme lo que sé como tú mismo. Al grano, al grano.
—Ni por pienso; estás hoy de mal humor, y mi asunto requiere que estés contento, para que me escuches con indulgencia; con ese modo con que me impides que te hable de nuestra madre, no debo seguir hablando.
—No, Mar..., te interrumpo porque estoy impaciente de escuchar tu negocio, y me sales con cosas que no vienen al caso.
—No sabes si esos antecedentes se relacionan íntimamente con lo que pretendo; con tus modos bruscos, me has quitado la idea de hablarte de mis íntimos sentimientos.
Cambiando Roberto de tono, dejando el adusto, dijo bastante serio, pero con dulzura;
—Vamos a ver. Mar..., dime tu asunto, pues sabes que tú y yo siempre hemos sido diametralmente opuestos en todo. A ti te gusta, como a los oradores, comenzar con eternos exordios desde la creación del mundo, para venir a parar en un acontecimiento de poca o ninguna importancia.
—Que me has quitado la idea de hablarte de mi asunto.
—Vamos, te ayudaré en el exordio; tu madre era una buena mujer, que vino a servir en mi casa, que se le pagó su sueldo, que la quisimos mucho y que se murió... ¿tenías otra cosa que decir de mi niñez?
—No, nada más tengo que decir.
Ese desprecio gratuitamente ofensivo de que entró a servir y se le pagó su sueldo, indignó a Martel, que dijo con reproche: —Debías hablar con más respeto de la que te dio a beber su sangre; el que no es ingrato, le da el dulce nombre de madre.
—Eso es entre ustedes; entre nosotros los nobles es muy diferente.
—¿Quiénes somos nosotros y quiénes son ustedes?
—Pues nosotros somos lo nobles y ustedes...
—Unos plebeyos—concluyó la frase Juan, casi con coraje.
—¿Pero a qué viene esa cuestión de clases que no se relaciona con los negocios de intereses que íbamos a tratar?
—Mucho vienen al caso, porque mi negocio no era de dinero, sino de sentimientos, y no admito diferencias de clases en los deberes que impone la Naturaleza, pues a pesar de tus pergaminos, que todavía no tienes, te miro de igual a igual y trato contigo de potencia a potencia.
Roberto se puso de pie, indignado, colérico.
—¿Por qué dices de igual a igual y de potencia a potencia? ¿Crees que porque tienes unos cuantos pesos te voy a considerar mi igual?
—No son unos cuantos, sino unos muchos, y no hago consistir en eso mi igualdad a ti; quieras o no, tenemos una misma madre.
—Mentira—replicó iracundo Roberto,—mi madre es la noble hija del marqués de Anzures, y la tuya fue Gertrudis, mexicana, que sirvió de nodriza en mi casa. A los reyes los crían las campesinas, y cuando crecen los reyes van a reinar en su trono y las paisanas se van para sus chozas en el campo.
—Pero cuando la campesina que crió al rey lo encuentra o éste habla de ella, con respeto besa la orilla de su vestido, dándole el título de madre, y no permitirá que nadie la insulte. No es una deshonra criar a un niño, ni ofende el recibir por ello salario. Yo, hijo de esa nodriza, levanto la frente para decirte que estamos de igual a igual en cuestión de nobleza heredada de nuestros padres por sus hazañas heroicas. Tu abuelo era un simple capitán de sus guardias, sin título de sus padres, y peleando al lado de su rey atravesó su cuerpo para recibir el arma que a su señor se dirigía, y con su muerte le salvó la vida... hecho honroso que con orgullo recuerdan ustedes. Después, el rey honró a su hijo con el título de conde del Olmo, en recuerdo de la hazaña del capitán, que pasó debajo de un árbol de ese nombre... Pero yo soy hijo de otro capitán tan valiente como el tuyo, y recibió la muerte por dar a su patria libertad e independencia... Conque, a ver si estamos iguales en honores heredados.
—¡Miserable!—fue la contestación de Roberto.—Un abismo hay entre nosotros... somos enemigos irreconciliables... sal de aquí.
—Tu padre me ha mandado llamar; luego que hable con él, me iré para no volver jamás.
Roberto salió, echándole una terrible mirada.
—Si esta indignación ha mostrado el hermano, aún sin saber las pretensiones de su enlace, ¿qué no diría el padre, la orgullosa madre y la misma Eugenia? Yo debo por completo prescindir de mis ilusiones de amor; la nobleza es un fanatismo que ofusca la razón, para juzgar si el que lleva con orgullo un honroso título de nobleza no merece estar en un presidio. Y, sin embargo, amo a Eugenia con toda mi alma; pero nada le indicaré que pueda ofenderla; haré todo lo que pueda Dor ella, dominaré mis sentimientos de felicidad conyugal, olvidaré las esperanzas de que Eugenia me ame... no tengo méritos heredados; confesarle que la adoro, sería ofenderla.
Martel quedó indignado por el infinito desprecio con que veían estos nobles el cariño de su santa y venerable madre; se veía tentado de abandonarlos en la miseria que se cernía sobre sus cabezas llenas de ilusiones; pero se acordó de Eugenia, de sus dulces sensaciones que constantemente lo habían impulsado a engrandecerse desde la escuela.
Si no hubiera sido por esta familia, habría permanecido él en la obscuridad y en el abandono en que han vivido todos sus condiscípulos y maestros. A éstos les faltana el estímulo que él tuvo para vencer dificultades que parecían insuperables; sería, sin esos supremos esfuerzos, uno de tantos que perecen en la inercia con un esclarecido talento. Martel aprendió lo que todos los que estudian su carrera, pero después de saber, trabajó con afán, sin descanso, diciéndose que para alcanzar el amor de su idolatría, era preciso elevarse hasta ella o morir en la demanda, y alcanzó la fortuna y el saber, pero no el amor que ambicionaba. Eugenia era su norte, su imán; no podía dar otro giro al objeto de su vida; a Eugenia la veía siempre en los brazos de su madre, sonriéndole, besándola... La mirada de Martel estaba fija en la felicidad de esta niña. Cuantas veces quiso abrir su corazón, le marcaban muy severamente que era el hijo de una sirvienta, y no permitían que su afecto descansara en el armiño de la cuna del ángel que era el trait d'union en las dos extremidades de los círculos sociales: el despotismo y la libertad; la tradición y el avance civilizador, que condena el statu quo de los tiempos primitivos; la razón le abría a Martel el ancho espacio a las ideas libres... su amor y gratitud le hacían envidiar las tradiciones hasta irracionales. Se hacía el esclavo voluntario de los caprichos de una niña que le robó su corazón; había formado un astro al amor ideal; llegó a jurar que amaría al hombre que eligiese el ser adorado de sus ensueños fantásticos... su amor incomprensible, absurdo, él lo divinizaba con ser el brazo que ejecutara la voluntad de su amada... para él nada quería, más que la inmensa satisfacción de que Eugenia fuera feliz a su manera, cooperando él hasta con su existencia. A esta abnegación absoluta le decía amor sublime... sin recompensa para él... era una especie de amor divino, como el que se le tiene a Dios al reconocer su omnipotencia.
Tal ternura en sus firmes sentimientos, le hizo a don Juan quedarse en donde el orgullo insensato le arrojó con desprecio, y se quedaba con sus mismas intenciones, menos invitar a doña Eugenia a descender las gradas de su altura efímera, para habitar la pocilga del plebeyo, llena de comodidades.
Aunque vehemente y resuelto a proteger a su amada por medios indirectos, su entusiasmo había decaído por el choque terrible con que su hermano Roberto ofendió a su santa madre. Con calma, y hasta con cierta indiferencia, mandó decir al señor don Juan Antonio que esperaba sus órdenes.
El señor conde vino como siempre, sonriente, tieso, con aire de protección.
—Mar—le dijo con cariño al darle un abrazo,—te esperaba con impaciencia: tengo que hablarte de asuntos muy graves; pero siéntate cerca de mí, que no quiero que mis palabras traspasen las paredes de este recinto; necesito de ti un último favor.
Martel, un tanto serio y reservado por la escena que acababa de pasar con Roberto, se sentó, diciendo:
—Puede usted decirme lo que guste.
—¿Sabes que no te encuentro con el buen humor de siempre? Sentiría que me escucharas con menos indulgencia de la que siempre has tenido conmigo; hubiera querido verte hoy alegre y contento.
—No faltan motivos de disgusto; pero puede usted estar seguro de que el respeto hacia usted y mis buenos deseos, son los mismos, cualquiera que sea la alteración que sufran mis nervios.
—Mar, temo cansar tu generosidad, pero quiero aprovechar una oportunidad que se me presenta de establecer convenientemente a mi hija Eugenia, y acabar definitivamente ese malhadado pleito, que me ha desnivelado en mis fondos disponibles.
Al oír decir Martel que se trataba de establecer a Eugenia, creyó oír mal, y le preguntó con vehemencia:
—¿De qué manera piensa usted establecer a la señorita Eugenia?
—Casándola, inocente; casándola con un titulo que supera al de mi familia.
—¿Y se puede saber quién es el dichoso mortal que ha merecido tan elevado premio?
—El hijo del excelentísimo señor marqués de Cuenca.
—Marqués de Cuenca—repetía Martel como tratando de recordar;—no le conozco, pero debe ser un apuesto caballero.
—Es alta dignidad de España, uno de la familia real.
—¡Ah!—exclamó Martel, figurándose en su imaginación a Eugenia arrastrando el manto real escarlata y corona de brillantes.—Tiene usted razón, señor conde, de querer aprovechar oportunidad semejante... sólo un rey es digno de merecer las gracias de la señorita Eugenia... ¿quién sería capaz de disputársela?... ¿Y ese príncipe real reside en España o en otra nación de Europa?
—Reside ahora en los Estados Unidos; pero vendrá a México para el día del matrimonio, si es que tú, que la quieres tanto como su hermano, le haces el señalado favor de anticipar, por un poco de tiempo nada más, la fuerte cantidad de la dote que la elevada categoría del novio exige, y que yo por circunstancias meramente accidentales, que conoces porque eres como de la familia, no puedo por de pronto suministrar.
—Señor conde—dijo Martel emocionado:—un favor voy a pedirle a usted, que está en la mano de usted el concederme.
—¿Qué favor es ese?—preguntó don Juan Antonio con extrañeza.
—Que yo sea quien dé a mi hermana Eugenia la dote que necesite, no importa la cantidad que sea.
—Imposible—respondió el conde;—eso sería indecoroso; que tú... aparecieras en el contrato de matrimonio haciéndole una donación semejante... llamaría esto la atención, y sobre todo, me daría mucho en qué pensar.
—¿Qué tiene de extraño que un hermano haga un regalo a su hermana en el acto más solemne de su vida?
Don Juan Antonio estaba perplejo; se le resistía dar a Juan la verdadera razón que su orgullo le hacía rehusar... el acto público y manifiesto de su generosidad. Con reticencias y palabras entrecortadas, le decía:
—Hijo mío, tú no puedes dudar del aprecio que todos te tenemos... pero todo esto... es acá, entre nosotros; el puesto que tú y tu madre habéis tenido en mi casa... nos impide... es decir, tú no puedes comprender la tirantez de nuestra etiqueta.
Lívido estaba Juan... A estas gentes les ofendía hasta su misma generosidad; se arrepentía de haber hecho proposición semejante... Y, sin embargo, recurrían a él clandestinamente.
—Yo sólo admito tu auxilio, celebrando un contrato para devolverte lo que a mí me prestes, con un moderado rédito... de otra manera se ofendería mi amor propio, y me obligaría a retirar la petición que confidencialmente te he hecho. Pretendo asegurarte muy competentemente cuanto tú me has hecho el favor de prestarme.
—Señor don Juan Antonio Vidalvaso, hablemos con franqueza... La nobleza de usted le preocupa hasta el grado de creer ofensivo el obsequio de un plebeyo... Ustedes me desprecian porque creen que fui su doméstico: y se degradan de que un doméstico quiera igualarse con sus altas dignidades... Yo juzgo las cosas de diversa manera: yo no he sido su criado, y mi madre le dio su sangre a un hijo de usted, y eso no es ser criado, es ser madre también... eso no deshonra; éramos pobres, pero no siervos...
—No... yo no digo... que tu madre...
—Demasiado lo ha dado usted a entender. Tan capitán era vuestro bisabuelo como mi padre... ambos fueron héroes... y las hazañas del mío honran a la humanidad, no sólo a mí, que fui su hijo...
—No me has comprendido, Mar... yo sólo quise decirte...
—Engañan a ustedes, señor don Juan Antonio, cuando les dicen que ganarán ustedes el pleito... sólo hay un medio de triunfar.
—¿Cuál?
—Eso yo me lo sé... su apoderado de usted le está robando miserablemente y le arruinará por completo... yo he amado a la familia de usted con gratitud y sinceridad, y mis desinteresados sentimientos ofenden a ustedes... los rechazan hasta con indignación.
Esta conferencia fue interrumpida por los gritos de doña Margarita, llamando a su esposo con alarma. Don Juan Antonio, sin decir una palabra de excusa a Martel, entró en la pieza de donde partían los gritos; con la precipitación que entró dejó abierta la puerta y por el desnivel de ésta se abrió más después que pasó don Juan Antonio; así pudo Martel escuchar sin indiscreción lo que en la pieza interior dijeron.
—¿Qué pasa?—preguntó el anciano azorado.
—Que Eugenia está perdiendo el juicio. Siempre tan sumisa y respetuosa, me ha faltado al respeto porque he querido que cumpla tus órdenes con agrado. Se ha negado a obedecernos, y con los ojos extraviados me ha dicho cosas que me avergüenzan... me ha dado miedo. Cuando la dije que tú estabas con Juan Martel tratando de la dote para celebrar su matrimonio, se ha enfurecido diciéndonos impropérios, insultándonos a todos... por eso te llamé; mírala en qué estado está.
Eugenia, sentada en un sillón, con las dos manos se tenía la cabeza, tapándose la cara y sollozando, sin advertir que su padre estaba delante.
Don Juan Antonio, más asustado que ofendido por lo que su esposa le decía y el triste estado en que veía a su hija, con voz temblorosa le preguntó:
—¿Qué tienes Eugenia?
Nada contestó ésta, sin variar de postura y sin cesar de llorar.
—¿Por qué te afliges tanto?
—Por nada.
—¿Qué respuestas son esas?—dijo entonces indignado,—¿olvidas el respeto que nos debes, tú que has sido un ángel de bondad? ¿Qué te aflige?
—Nuestra miseria.
—Trato de remediarla.
—Pero no por los medios que intentan; ¿me quieren sacrificar? Está bien, obedezco; que me he de casar con el hijo de un marqués arruinado, no digo una palabra, me someto al martirio; pero lo que me indigna y exalta, es que el noble conde del Olmo, para sacrificarme, descienda de su elevadísima posición hasta la inmunda cloaca de un criado nuestro a pedirle protección.
—¡Eugenia!—exclamaba el afligido padre.
—Hagan de mí lo que quieran, pero que ese vil plebeyo no dé su dinero para que yo me case: no quiero que se mezcle en este asunto.
Juan Martel cerraba los puños y estaba a punto de salir de aquella casa en que todos lo injuriaban. Las palabras ofensivas de Roberto, fueron nada comparadas con las de su padre, y no les hacía caso; pero injuriarlo Eugenia, despreciarlo a ese grado, le partía el corazón. No se fue de allí porque no podía andar, las fuerzas le faltaban, buscó apoyo y se sentó a reflexionar que todos sus esfuerzos y vigilias habían sido inútiles en su vida: el dinero que le traía a su amada, aun con el sacrificio de sus ilusiones, Eugenia se lo tiraba en el rostro con desprecio... y, sin embargo, la amaba, no podía arrancar de su corazón ni de su memoria esas horas felices que a su lado pasó en su niñez; quería en esos momentos odiarla, y no podía... hasta sus injurias respetaba.
Algo dijeron en la recámara que él no pudo oír, porque perdió el sentido al oirse llamar por el ídolo de su corazón vil criado.
Ahora la escena ha cambiado; los padres son los que lloran y se lamentan, y Eugenia trata de consolarlos.
—Somos muy desgraciados—decía don Juan Antonio con copioso llanto.—La única salvación que teníamos ha venido a tierra; estamos condenados a sufrir... el pleito quedará perdido, y nosotros reducidos a implorar la caridad pública; mis esperanzas eran que Juan Martel me facilitara el importe de tu dote para quedar establecida y enviar fondos a España, y se niega.
De un salto se puso Eugenia frente a su padre.
—¿Martel se niega a dar mi dote?—preguntó con ansia.
—Al principio, él mismo me la ofrecía; pero después redondamente se ha negado.
—¿Por qué?
—Por mi necio orgullo; le dije palabras que ofendieron sus nobles sentimientos... y me ha echado amenazas terribles, que desgraciadamente son ciertas y tendrán que cumplirse.
—¿Se ha ido?—preguntó Eugenia con ansia.
—No lo sé; en lo más acalorado de nuestra conferencia oí los gritos de tu madre, y vine, dejándole solo en la sala.
—¿Me permites que le hable?
—Todo será en vano.
—Puede ser que el cariño que me tiene nos salve.
—Haz lo que quieras; sólo te suplico que no olvides tu dignidad ante todo.
Salió Eugenia, y encontró a Juan Martel que aún estaba sentado en el sillón; al ver este hombre, a quien amaba su corazón, triste y abatido, quiso ante todo consolarlo.
—¿Qué tienes, Juan?—le preguntó con la misma voz con que en su niñez le acariciaba. Puso su mano sobre el hombro de Juan, y le dijo:—Comprendo tu martirio... somos víctimas de nuestras preocupaciones, que se tienen que cumplir contra nuestra voluntad, las leyes que la sociedad ha establecido. No te pregunto si me quieres, porque si dijeras que no, mentirías... nuestras almas están unidas desde niños; contigo platicaba estando lejos; tus triunfos me alegraban, tus penas me afligían: he gozado mucho cuando te hacías grande; vi cuando te elevaste a una altura que apenas te alcanzaba el inmenso amor que te tengo; ibas por otro camino que no es el que mis padres siguen, no comprendían tu generosidad, tus virtudes, tu misma nobleza. Nuestros cuerpos estarán separados, pero nuestras almas siempre estarán unidas... yo debo obedecer a mi padre.., nos uniremos en el cielo; mi pensamiento siempre estará recordando tus virtudes. Si yo te alenté para hacer fortuna, tú me alientas para sufrir con gusto las penalidades de la vida... nuestro mutuo amor nada tiene de vulgar, es sublime, porque nada tiene de material; no podemos vencer los obstáculos que se nos oponen para vivir siempre unidos, pero lo estarán nuestras almas, nuestros pensamientos, ya fundidos desde que tú me viste y yo te vi... ¿Aceptas este amor singular?
—Me ofreces la dicha, Eugenia; veo que tú y yo pensamos lo mismo... yo he gozado y gozaré con mi amor ideal, sublime, porque sólo quiero tu felicidad y la mía es amarte con el alma, que contigo dejé cuando, loco, quise igualarme a ti...
—¿Quieres, Juan, prestarme lo que mi padre necesita para salir de su angustiosa situación?
—Todo cuanto tengo es tuyo... para ti lo he buscado con afán... ¿qué es el oro junto a la dicha de ser amado de ti?... Me has dado la vida que creía perdida... tiene ya un sagrado objeto: cumplir tu voluntad.
—Está bien, te espero en el cielo. Adiós...—Le tomó la cara con sus dos manos, y dándole un beso respetuoso, le dijo: —Hasta la eternidad. La descomposición de mi cuerpo comienza desde que de ti me alejo, y mi alma, que es tuya por toda la eternidad, se purificará en el martirio. Padre—gritó Eugenia cuando se desprendió de los brazos de Martel,—Juan te quiere hablar.—Y ella salió para llorar a solas, como víctima inmolada al fanatismo social.
Don Juan Antonio estaba como alelado... curioso de saber qué se dijeron en tan corta conferencia, que cambió la faz de su hija; de la desesperación en que estaba, pasó a una alegría forzada. Las dos turquesitas de sus ojos con frecuencia parpadeaban; veía continuamente por dónde se fue Eugenia, y nada contestaba a Martel, que le decía con semblante halagüeño :
—Señor conde, acepto el contrato de préstamo con las condiciones que usted ha puesto... y sólo una cosa le suplico: que yo sea quien vaya a España, con el poder de usted, para que triunfe de su contrincante... Usted será el conde del Olmo... se lo garantizo con mi vida.
Don Juan Antonio no cesaba de parpadear, pretendiendo adivinar qué pacto hicieron que con tanta facilidad venció las dificultades que poco antes existían, especialmente la indignación de su hija.
Ocho días después de la conferencia que resolvió los diversos planes, el amor sublime que Juan Martel y Eugenia se juraron con renuncia y sacrificio de su felicidad positiva y material, el señor marqués de Cuenca se encontraba en el gabinete del conde, para redactar las capitulaciones matrimoniales entre Eugenia y su hijo Carlos.
—Me han dado, marqués, muy malos informes de la conducta de vuestro hijo.
—Calaveradas de jóvenes que concluyen con el matrimonio.
—Lo que me han dicho son crimenes vengonzosos.
—Calúmnias, conde; le achacan a Carlos los hechos de un mal amigo, que falsificó unas firmas, que yo he pagado para conservarle la honra, con la protesta de no volver a tener amistad con los mexicanos que lo querían pervertir. Lo mandé a los Estados Unidos mientras pasaban aquí esas habladurías ponderativas, y hoy lo tiene usted como una seda; sin embargo, por precaución me entregaréis a mí los cincuenta mil pesos de la dote, porque todavía ese muchacho necesita de una mano enérgica que lo dirija; no quiero que mi nueva hija tenga que sentir de él en lo más mínimo. Por de pronto, los enviaré a España para que conozca la corte a la futura marquesa y a mis parientes, y después Dios dirá, vendrá aquí a ocupar un alto puesto si logro derrotar a los rebeldes.
—Tenemos otra dificultad, marqués. Me informan que don Carlos está lleno de deudas de mal género.
—Exageraciones, conde; si mi hijo hace más de cinco año? que reside en el extranjero.
—Pero las deudas a que se refieren son creadas antes de partir, y las nuevas son allá en donde actualmente reside: hay quien asegura que vive como caballero de industria, haciendo trampas y actos indebidos.
—Calúmnias, conde ¿lo sabría yo, que soy el caballo blanco?... Algo se fue debiendo aquí y es posible que algo debe en el extranjero; pero ha de ser tan insignificante, que no ha merecido la pena de cobrarme, sabiendo todos que yo pago por mi hijo hasta lo que no debe. Yo le mando sus mesadas para que viva con economía relativa, porque los tiempos en que andamos son de desorden y anarquía; ya veis el estado a que nos han reducido estos mexicanos rebeldes.
—Tenemos otra dificultad, marqués. Yo doy de contado cincuenta mil pesos oro, y no me decís que pondréis otro tanto, y para vivir el matrimonio aquí o en la corte de España, siendo ambos esposos nobles, deben sostener el decoro de su rango, y lo que ambos aprontemos es bien poco a ese fin.
—Esa no es una dificultad, conde, porque desde luego pondré a mi hijo en posesión de los bienes del marquesado, y ellos solos bastan para sostener el boato de mis hijos en su elevada posición.
—La herencia de lo que tenemos la disfrutarán a su tiempo; yo hablo de la dote, que tiene otro carácter, viviendo nosotros. Debéis, marqués, entregar al contado otros cincuenta mil pesos.
—Mi hijo se dará por recibido de ellos.
—Hay quien dice que el marquesado está hoy sin tierras ni cultivo y sin productos.
—Conde, ¿desconfiáis de lo que digo? Sin duda habéis tomado informes de algún enemigo mío que trata de desprestigiarme; os mostraré los títulos íntegros de mis posesiones. Es verdad que están algo abandonadas, pero es porque yo me vine a servir a nuestro rey, que Dios guarde—dijo inclinándose,—pero mi hijo irá a hacerlas productivas, habilitando nuestro castillo
—Otra dificultad, señor marqués. Me aseguran que estáis muy atrasado en recursos pecuniarios.
—¿Y quién que valga algo, no está atrasado en este desorden y baraunda de gobierno demagogo? Nos han destronado de nuestros pingües destinos; pero ahora que nos podemos considerar de la misma familia, os diré, con el secreto que debe ser de vos también,—bajando la voz y cerrando un ojo, dijo: Tenernos arreglada una contra-revolución, contamos con el clero y con parte del ejército; dentro de seis meses a lo más, vera usted que nos llega una escuadra española, y volveremos esta colonia a la corona de España, ¿y sabe usted quién será el virrey? Un servidor vuestro... el incansable y siempre fiel a sus principios de orden y sumisión a su monarca.
—Tiempo es ya que cesen estas farsas de gobierno republicano—dijo el conde tomando un polvo de su caja de oro.
Este anuncio del alto puesto que iba a ocupar el padre del novio, allanó todas las dificultades que tan prudentemnete había hecho el padre de la novia; lo preocupó la idea del triunfo de sus ideas reaccionarias.
—Dejádlos, conde, dejadlos, que ellos solos se van a castigar; llorarán por nuestros tiempos de orden. Cada vez que hacen una atrocidad, como la de fusilar a Iturbide, digo: mejor que mejor, que comiencen a castigar a los que les ayudaron siendo rebeldes; nos ahorran este trabajo. A vos, conde, os tengo reservado un alto puesto en mi gobierno, que será enérgico.
—Gracias, señor marqués; pero si gano mi pleito estoy resuelto a largarme de aquí, no quiero vivir más entre los mexicanos.
—Yo pensaba como vos, pero no puedo negar mis servicios a mi rey; me han hecho el honor de pensar en mí para reorganizar la revolución, y tengo que sacrificarme aunque perezca en la demanda. Luego que esto quede reorganizado y recoja lo mucho que me han robado los mexicanos, nos reuniremos en la corte de España, para acabar nuestros días en paz y en calma.
—Hay otra dificultad, excelentísimo señor virrey.
—Todavía no, señor teniente del reino... ¿cuál es esa otra dificultad que su excelencia encuentra?
—Friolera, que nos falta el novio.
—Ya viene en camino; tan luego como recibió mi carta anunciándole que aquí le tenía una novia como un ángel de hermosura, noble y virtuosa, con cincuenta mil pesos de dote, me contestó: «Estoy en camino».
—Cien mil, excelentísimo señor virrey.
—Y mucho más si queréis, hay paño de donde cortar; nosotros debemos abreviar todos los pasos, para que cuando llegue esté todo listo.
—Una última dificultad, excelentísimo señor: me parece que para que se case uno que pertenece a la casa real, necesita especial permiso del monarca.
—Todas esas costumbres están hoy muy relajadas, especialmente cuando el noble habita en la colonia que se ha segregado de la corona; somos y seremos fieles súbditos de su majestad, y cumpliremos con tal requisito dando parte a la cancillería, interviniendo nuestro ministro.
Todas esas dificultades, quedaron resueltas por el marqués con buenas intenciones; se inmolaba una víctima inocente cubriendo la rapacidad con el manto de preocupaciones absurdas.
Cualquiera de las observaciones que hacía don Juan Antonio, no eran más que prudentes precauciones para asegurar el porvenir de una familia honrada. Si el padre ilusionado exige que se cumplieran las condiciones naturales de honorabilidad, el matrimonio proyectado no pedía verificarse, porque no era verdad la buena conducta del truhán, petardista, falsificador, que unos pergaminos anticuados decían estar emparentados sus abuelos con los nobles que entonces reinaban en España; no era cierto que existiera el marquesado de Cuenca despedazado por las revoluciones y guerras que sostuvo España con Francia e Italia, y si los títulos paraban en las manos del último vástago, éste no tenía ni qué comer desde que le quitaron el empleo que tenía en el último virreinato, y, por lo mismo, lejos de poder aprontar igual cantidad para la dote, el marqués quería apoderarse de ella con el pretexto de que su noble hijo aun no sentaba la cabeza; porque si se hacen publicaciones del matrimonio de don Carlos Moribarri en el lugar en que éste residía, tal vez se hubiera aclarado que no era libre para contraer matrimonio, existiendo otros vínculos de igual naturaleza, y se ahorraría inmolar a una virgen inocente a la ilusión de subir la escala de la grandeza convencional.
Sin embargo, al llegar a México don Carlos, mediante algunas mentiras y unos cuantos pesos, se concedieron las dispensas de publicaciones.
El matrimonio se arreglaba muy a la ligera, supuesto que los novios pasarían su luna de miel viajando en dirección a España. No exigía, pues, este enlace de personas ilustres, establecer casa ni preparar amas, supuesto que una petaca era bastante para contener la ropa de viaje, que se tomaría del abastecido guardarropa de Eugenia.
En la casa no se notaba ese alboroto que precede a las bodas que animan los semblantes, al abastecer el nuevo hogar que tanto entusiasma a los novios y examinan los curiosos. Tampoco se notaba esa alegría precursora de una solemnidad semejante; la novia se encerraba en su gabinete sin querer hablar con nadie; los padres estaban preocupados, ya por los defectos del novio, ya porque tenían mil dudas sobre lo que Eugenia había dicho a Martel para decidirlo a desembolsar la enorme cantidad que dio para que se casara, estando persuadidos que Eugenia amaba a Martel y éste a Eugenia, y temían que la tormenta que apenas se anunció al sentar los preliminares de este matrimonio, se desbordase en desgracias horribles, crímenes que la imaginación acalorada les hacía concebir; temores que amargaban su existencia, no obstante tener don Juan Antonio en su gaveta, cuanto creía asegurarle su felicidad.
Cuantas veces quiso don Juan Antonio amonestar a su hija sobre las precauciones con que debía tratar a Juan Martel por su inusitada generosidad, no pudo hacerlo porque Eugenia le suplicaba no le hablase de eso... porque era enteramente inútil; no lo volvería a ver.
Se esforzaba su padre en querer saber lo que dijeron cuando hablaron de la dote, pues ella sólo decía:
—Nada que pueda ofender la dignidad y el decoro de nuestro linaje... Martel es más noble que nosotros, padre mío; a sus virtudes inimitables se agrega su talento y la energía de su carácter; nada temáis de ese hombre; creed lo que os dice, jamás engaña.
Más crecía el enigma de don Juan Antonio, y parpadeaba queriendo adivinarlo. Imposible era darle la solución, que era por demás sencilla... ni en Eugenia ni en Martel existía el yo... que es la base de las acciones comunes, vulgares y aristocráticas.
No dejó de llegar a conocimiento de Eugenia la mala reputación de que gozaba don Carlos de Moribarri por sus infamias, que repugnaba, no sólo por su rectitud y decoro, en cuanto que comparaba cada hecho criminal de este noble que le habían escogido para que fuese su esposo, con la verdadera nobleza de corazón y actos sublimes del hombre humilde que ella escogió y rechazaron sus padres, porque no heredó de sus abuelos el honor de hechos pasados. Más aprecio tenía para ella que tales hechos heroicos y honorables los concibiera y ejecutara el que carecía de certificados, de que alguno de su familia fue tan noble que levantó con un solo acto a toda su descendencia.
—¿Qué importa—exclamaba con orgullosa satisfacción,—que Juan no tenga esos gloriosos certificados, si él es el noble que los siente, los piensa y los ejecuta?
Comparaba Eugenia los fraudes de Moribarri para adquirir engañando, con la generosidad del plebeyo dando lo que había ganado con el trabajo de su imaginación y con sus manos, honorablemente.
Si la comparación en lo moral le era tan desfavorable al que se decía noble por linaje, fue peor cuando Eugenia comparó su físico con el de su Juan.
Se le presentó un hombre tan repugnante, que al verlo de lejos, exclamó:
—¡Jesús me valga! ¿Ese es el hombre que me han escogido para marido? ¿Con ese monstruo me he de casar?—y se cubrió el rostro con las manos en actitud de llorar.—¡Qué diferencia entre la fealdad repugnante y la hermosura atractiva! ¡Qué diferencia entre lo grosero de uno y lo fino del otro, entre lo burdo y lo elegante!
Carlos era chaparro; usamos de esta vulgar expresión y no la de bajo de cuerpo, porque en verdad era deforme su figura: era ancho de espaldas, pequeñas las piernas; en el rostro llevaba impresas las señales de su vida pervertida; grandes verdugones amoratados tenía en su cuello; algunas manchas del mismo color en las narices; el cutis ajado y amarillento; calvo, apenas cifrando en los veintinueve años; su voz era ronca y algo nasal, lo que anunciaba tener carcomidas por dentro las fauces de su garganta. De español sólo tenía su color blanco, la barba espesa que usaba en la forma de candado, con el bigote y una ancha piocha; silbaba con exageración las eses, pronunciaba con claridad las elles y hacía dentales las ces y las cetas; los juanetes de los pies, muy prominentes; en todo lo demás era vulgar su figura.
Su traje era de casimir grueso mal cortado; fieltro de an chas alas; zapatones toscos, con puntas muy anchas; saco rabón; pantalón demasiado holgado; en todo el traje se notaba polvo demasiado atrasado que indicaba el descuido y abandono. Sus manos eran ordinarias, propias de la gente baja; mascaba tabaco y escupía chorros de saliva café por doquiera que estaba; constantemente tenía una tosecita seca y para hablar hacía un gesto, por mala costumbre, apretando los ojos con una sacudida de cabeza: usaba mucho el impersonal.
Al estar frente a Eugenia este monstruo de fealdad, saludando a su prometida, ella cerró los ojos para no verlo... presentó Carlos a un amigo suyo, otro español muy parecido a el en sus maneras y figura repugnante... Rogerio López se llamaba, inseparable de Carlos, casi hermanos hago cuenta, y hacía gestos maniáticos. La conversación de este futuro marqués americanizado, era insulsa, como que la mayor parte de su vida la había pasado entre gente baja y rastrera.
Al primero que repugnó la figura y maneras de don Carlos Moribarri, fue a don Juan Antonio, que era el tipo de la finura con que educó a su hijo Roberto. Nada más veía a su casi hermano hago cuenta, y meneaba la cabeza en señal de muy profundo desagrado, diciéndose:—Más bien parecen un par de bribones;—pero ya había dado su palabra, la dote estaba lista y se habían dado los pasos muy avanzados en esce matrimonio, para que se suspendiera por la ordinariedad visible del futuro marqués de Cuenca.
Don Juan Antonio, tan celoso de la etiqueta y la finura, se decía:
—Este marqués está degenerado... pero el título le corresponde y él se enmendará cuando vaya a la corte; aquí se ha ordinariado entre los mexicanos, era natural, y después ¡Dios nos asista! viviendo con los yankees de baja ralea; escupe sobre todo el mundo sin miramiento a las señoras, y sube sus patas sobre las sillas; pero se enmendará, ¡oh! estoy seguro que lo han echado a perder las malas compañías y los peores ejemplos.
En el círculo aristocrático de la capital de México se había extendido la noticia de que el conde del Olmo había ganado su pleito de España y que estaba riquísimo... que en dinero contante y sonante iba a dar al marqués de Cuenca cien mil pesos para los alfileres de su hija.
—¡Qué suerte tienen los picaros!—decía uno de tantos,—¿quién le había de decir a ese ratero de Moribarri que se había de casar con la joven más linda y más rica de México?
Otros doblaban caprichosamente el importe de la dote y los bienes del condado del Olmo.
Cuando la condesa, acompañada de su hermosa y aristocrática hija Eugenia, llegaba en un lando nuevo, flamante, a participar su enlace con el hijo del marqués, todos se deshacían en cumplidos y alabanzas.
—Me alegro—decía una dama,—que con este brillante enlace se les tape la boca a los enemigos del marqués; ¡decían unas cosas! Claro es que no son ciertas, pues el conde no le habría concedido la mano de tan valiosa joven.
Otras les decían:
—¡Qué elección tan acertada han hecho!... Ya vendrá la nuestra,—y las baronesas y vizcondesas que ni conocían Madrid, porque nacieron y ennoblecieron a su padre o a su esposo, cantaban el tema suspirado de volver a los tiempos del virreinato...—entonces se verá lo que nuestros títulos valen.
—Yo, aquí en el interior de mi casa, sigo las costumbres aristocráticas de mi noble esposo—decía una gorda sin corsé, que, al estar describiéndolas, era interrumpida por una voz chillona que desde la puerta le gritaba a la señora diciéndole:
—¡Niña! ¿Me diste pa las tortillas? Porque ya es tarde y se me hace mala hora.
Y la señora aristocrática, metiendo mano a su bolsa, donde sonaban llaves y dedales, no encontraba los centavos para las tortillas, y le contestaba a la india, que esperaba:
—Juana ha de tener la vuelta que di.
—Ya le pidí, y dice que mercó gitomates pa los chilaquines.
—Dispénsenme ustedes—decía la gorda,—un momento,— y salía de la sala para dar lo de las tortillas. Al volver, reanudaba la descripción de las costumbres aristocráticas, comenzando por lamentarse de los criados mexicanos.
Llegó, por fin, el día de la boda de Eugenia; don Juan Antonio había querido reformar la casa a última hora, para dar lustre a la ceremonia que debía tener lugar en la noche de ese día; por todas partes se oían golpes de los martillos que aseguraban las alfombras nuevas; criados y tapiceros que entraban con muebles nuevos, llevándose los viejos.
El coche nuevo, enjaezado, reluciente, estaba en el patio para lo que pudiera ofrecerse. Don Juan Antonio en su gabinete, haciendo cuentas sobre lo que había girado contra. Juan Martel, porque a toda cuesta quería pagarle tan luego como ganara su pleito... Martel se había ido a España con sus plenos poderes, y el buen éxito se lo había garantizado dándole dinero, en vez de pedirle, como hacía su otro apoderado. fue interrumpida la suma, porque un criado le dijo que el señor don Carlos Moribarri y su amigo el señor don Rogerio López, deseaban hablar al señor conde de un asunto muy urgente.
—Que pasen—contestó con mal humor.
El escrofuloso, acompañado de su casi hermano, entraron en el momento que el conde dejaba la pluma y se levantaba del sillón de su escritorio.
—¡Halow!—dijo en inglés queriendo estrechar su confianza con su padre político. El conde les contestó el saludo con bastante seriedad, para demostrar que no admitía esas confianzas de manazas en la espalda.
—Dispénseme que le interrumpa en sus ocupaciones—dijo Carlos con voz ronca;—ya ve que yo cumplo, esta noche me caso...
—¿Y bien?
—Que le dije que para el día 30 de julio me caso, y el 30 es hoy, estando listo.
—Y yo todo lo tengo dispuesto.
—No esperaba otra cosa. ¿Verdad que sólo da esta noche diez mil pesos?—y le cerraba un ojo.
—No comprendo lo que usted quiere decir.
Volvió a cerrarle el ojo, apretándole el brazo.
—Que esta noche, en vez de cincuenta mil pesos, yo sólo voy a recibir diez mil para los gastos.
—No sé qué habrá dispuesto el padre de usted.
—Pues eso...
—Habla claro, hombre—dijo el López,—a mí no me haces cuaje... mire,—le dijo al conde, que, estupefacto, le sorprendía el cinismo de estos hombres;—mire, este hermano mío, me debe veinticinco mil pesos... ¿No me debes eso?—dijo dirigiéndose a Carlos y mirándolo con fijeza.
—Sí, hombre... te los debo... y ya te dije que te los he de pagar... pero no seas tan exigente.
—¿Exigente? ¿Tú dices eso, Carlos?
Sin duda éste temió algo, porque cambió de tono.
—¿Quieres recibir cinco mil en este momento, y los demás..?
—Esta noche—contestó Rogerio.
—Esta noche...—Se dieron un apretón de manos, y entonces se dirigió Carlos al conde.—Tenga usted la bondad de darle a éste, por cuenta de la dote, cinco mil pesos; me consta la urgencia que tiene.
—¿Dar de la dote de mi hija antes de que se celebre el matrimonio? Es extraña la petición.
—¿Desconfía usted de mí?—dijo Carlos arrojando un chorro de saliva color chocolate sobre la alfombra nueva,—no me conoce; dije que me caso, y lo hago... ¿verdad, hermano, que cumplo lo que digo?
—Puede usted estar seguro que éste se casa, aunque después se lo lleven los diablos.
—La entrega de la dote tiene sus formalidades y no pueden omitirse.
—¿Quieres aunque sean dos mil pesos mientras?
—Pues tomaré lo que me des, pero el resto esta noche.
—Anticípeme usted dos mil pesos, le dejaré un recibo provisional, y esta noche me lo da como dinero efectivo.
—Nada puedo dar anticipadamente.
—¡Ya lo ves, hermano! No consiste en mí, te lo dije que era difícil.
—Es que tu padre quiere apoderarse de la dote, y a mí no me dejas a la luna de Valencia.
—Ya te dije que te pago esta noche, sobre mi padre y sobre todo el mundo... ya me conoces quién soy...
—Y tú sabes lo que yo sé hacer. Estáte fuerte... y silencio en las filas...
Rogerio levantó los hombros.
—Tú serás quien te arrepientas si no me cumples.
—Nos veremos en el hotel—le dijo Carlos.
—No te dejo, hermano.
—Voy a ver a mi novia.
—Vamos los dos.
—Con permiso, vamos a hablarle a la familia—y se salieron del brazo los dos hermanos.
Don Juan Antonio se agarraba la cabeza con las dos manos, exclamando:
—Este es un aviso del cielo; iba yo a hacer un disparate casando a mi hija con este bandido... primero prefiero verla tendida...
Recogía sus papeles para ir a suspender ese matrimonio, cuando entró el marqués azorado, violento, nervioso, que miró a todas partes, cerró las puertas, y le dijo al conde casi sin poder hablar:
—Conde, ya están ahí... ha llegado la hora de obrar con actividad...
Don Juan Antonio buscaba quiénes eran los que ya estaban aquí; creyó que se trataba de los dos bandidos que se habían estado disputando la dote, y comenzaba a querer dar excusas al marqués porque decididamente suspendía el matrimonio, cuando el marqués, sin dejarlo empezar, con manos temblorosas, sacó de su bolsa unos papeles.
—Mirad, conde, mirad si la Providencia no ha oído nuestras quejas...—Desdobló una carta y le hizo leer:
«Excmo. Sr. Marqués de Cuenca: De hoy a mañana debe avistarse la flotilla de bravos españoles, que ayudarán a S. E. a derrotar a los rebeldes; hay que obrar con actividad para que la guarnición de la plaza secunde el plan reaccionario... Acompaña a S. E. la lista de las personas con quien se puede contar con seguridad. ¡Abajo los demagogos y viva el rey!» Llegó la hora de las terribles venganzas... ¡Ay del que me ha insultado a mí y a mi hijo porque estábamos de baja!... Esta noche asistiré al matrimonio, pero no se irá para España... lo necesito aquí para hacer terribles ejecuciones... no tendré miramiento con nadie.
Al mismo tiempo, los papeleros gritaban:
—¡La llegada de la escuadra española a Tampico!...
—Oíd... ya anuncian mi triunfo.
Le dio a don Juan Antonio tanto miedo crearse la enemistad del jefe de la contra-revolución, que se cuidó bien de decirle que suspendía el matrimonio porque su hijo era un bandido que iba gastando la dote antes de recibirla.
—Se enmendará—se decía,—siendo el hijo del virrey tendrá que cambiar de conducta separándose de esos amigos que lo pervierten... Se enmendará, se enmendará.
Ya veía que el marqués, sin duda alguna iba a gobernar la Nueva España.
—Irá muy alto Carlos con la protección de su padre: si no hubiera venido tan a tiempo, suspendo el matrimonio, y seríamos víctimas del rencor de su excelencia el señor virrey... Gracias, Dios mío, que me has librado de las desgracias por tu divina Providencia; estaba a punto de perecer, y la generosidad de un buen hombre me salvó. Ahora la elevación del padre de Carlos hará que el hijo se enmiende de su mala vida; así lo espero al menos.
En la noche del día 30 de julio de 1829, a las ocho de la noche, la casa del conde del Olmo estaba alumbrada a giorno; multitud de carruajes en la calle esperaban a sus amos, que habían asistido a la ceremonia del matrimonio de la bella condesita del Olmo con el futuro marqués de Cuenca.
Ya se susurraba en los oídos de los nobles el gran papel que representaba en la reacción el marqués de Cuenca, y todo era alabanzas y felicitaciones por la conveniente unión de familias tan distinguidas, que formarían la valla, el baluarte de la instituciones monárquicas, de la destrucción demagógica.
El señor obispo iba a unir sus manos, para bendecir esta unión al día siguiente en su capilla particular.
La solemnidad comenzaría con el contrato.