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Marcharon toda la noche, saliendo al despuntar el día sobre uno de los picos que dominaban el desfiladero donde combatieron poco antes entre la sombra.
Arriba, en el perfil de las rocas, soslayado por el cierzo que vibraba al rape su cáustica titilación, bajo el alba descolorida aunábase el grupo con el monte.
Los cerros almenaban el contorno. Aquel levantamiento de piedras, sin más terreno que llenar, gibábase en cumbres; y éstas en un pausado insomnio, a medias se desembozaban de la noche. La misma presencia de la madrugada contribuía a la soledad. Diafanidades de hielo cristalizaban el ambiente. Algunas breñas agujereaban a trechos con sus manchones la uniformidad gris. Y en una de las cumbres, a pico sobre el valle o más bien grieta que hacheaba el hueso mismo de la montaña, el grupo de jinetes se atería en un estremecimiento de harapos.
Casi todos en mulas, algunos en caballos míseros, resguardadas las piernas por guardamontes de peludo cuero, flojas las riendas, sin mirarse, sin hablarse, esperaban algo.
Los animales trasijados de fatiga, despeados por los pedernales, ensangrentados los encuentros por el monte, empeoraban en lamentable murria. Colgaban sus crines en greñas sobre las agobiadas cervices; en las cambas de los frenos coagulábase con sus babas la herrumbre. Los guardamontes, la carona de cuatro puntas que a la vez batían la paleta y la ijada del animal, el recado y las riendas de cuero crudo, aperaban a éste.
Llevaban los hombres calzoncillo de cordellate hasta la rodilla, chiripá de picote o cocuyo, camisas andrajosas, sombreros de lana y espuelas de hierro calzadas sobre el desnudo talón.
Unos altos, delgados hasta la enjutez, tenebrosamente cabelludos y barbudos; otros retacones, lampiños, como vientres de tinaja los semblantes; prieta o cobriza la color de todos. Bajo sus girones resaltaba una pujante topografía de pechos y bíceps. Carne morena curtida a esfuerzo y a sol y relevada como a martillo. Sus ojos de carbón malvelaban preocupaciones taciturnas. Sobre sus espaldas, el pelo trenzado culebreaba con aspereza silvestre, sin una ceniza de tiempo entre sus hebras.
Las cabalgaduras vaheaban en la nitidez glacial el calor de sus bofes. Asombraba que bestias tan ruines sufrieran semejantes cargas de miembros; pero lo podían y aun dormitaban algunas encogiendo un jarrete. Hombre y bestia amalgamábanse en la mutua afición sin el estorbo de una idea. Nada más que una cosa quería el jinete: correr. Nada más que una cosa sabía el caballo: correr. Y de este modo el caballo constituía el pensamiento de su jinete.
Aquellos hombres se rebelaban despertados por el antagonismo entre su condición servil y el individualismo a que los inducían la soledad, el caso de bastarse para todo que ésta implicaba y el trabajo reducido a empresas ecuestres. El silencio de los campos se les apegaba, y así sus diálogos no excedían de dos frases: pregunta y respuesta. Sus conversaciones limitábanse a algún relato que los oyentes apoyaban con ternos. En las ocasiones graves departían meditando en alta voz. Si discrepaban, el choque de los juramentos antecedía brevemente al de los puñales. Y sólo borrachos reían.
En dos clases de montoneras organizolos el caudillo al invadir el godo. Unos formaron las partidas volantes que escaramuceaban a la continua: voluntarios, prófugos, desertores de los ejércitos regulares. Otros guarnecían sus aldeas en grupos locales, reuniéndose cuando el enemigo se introducía en sus jurisdicciones. Promulgaban en tal caso la convocatoria; reconcentraban sus ganados en las espesuras; disponían sus trojes en las copas de los árboles. Con tropilla o caballo de tiro concurrían a los puntos designados y batallaban su parte. Los que sólo tenían caballo de non, efectuábanlo en éste. Los más pobres tragábanse a pie las leguas. Pasado el trance, restituíase a su pegujal cada uno, pastoreando y cultivando otra vez como honrados labriegos.
Así los humos de las rancherías y los incendios que por la noche bordaban con hilo de oro las sierras; los caminantes que rumiando su coca arreaban recuas de jumentos y los labradores que desvolvían sus rastrojos; el silencio en inminencia de emboscadas, la población tanto como el destierro, hostilizaban de consuno al español.
Los de las partidas volantes se asalariaban por el saqueo, consideraban rebaños y tropillas como orejanos de la patria y aliciente de la guerra. Comían poco así, mas comían ajeno y esto les placía. Pesado a bala y medido a puñal lo saboreaban mejor. Detestaban al rey como a un patrón engreído y cargoso en la persona de sus alcaldes, bajo la especie de sus gabelas; persuadiéndolos más que un principio un instinto de libertad definido por las penurias soportadas. Hambrunas, ojerizas contra la piel blanca tan susceptible de mancharse por lo mismo; añoranzas del aborigen, aspereza de la desnudez — todo eso acumulado, enfervorizaba su sangre. Carnívoros feroces, abusaban del ají en sus comidas; y la llama de la especia añadía calor al de ese entusiasmo cuyo torrente se alborotaba en el cauce de sus venas. Hacha en mano desmontaban encharcando el piso de sudor. Pialando daban contra el suelo a una yegua disparada, firmes cual monolitos en la crispación equilibre de su musculatura. Por juego retenían del corvejón a una mula, como a una cabra. Capaban sus toros chúcaros tumbándolos por los cuernos a medio campo. Acosaban al potro en doma, rasguñándole los sobacos en el peor momento con la espuela y tendiéndolo de un rebencazo si se fatigaban. Hartos de vagar por esas cumbres en satisfacción andariega, amaban con todos sus tuétanos. Cuando no, bebían. No realizaban por cierto un ideal de hombre sino un tipo de varón.
El grupo aquel tenía armas. Fusiles que recortaron sumergiéndolos en el agua después de caldeados hasta medio cañón, suplían de tercerolas montados en urgentes escalabornes. Pertrechábanse también con chuzas de punta ferrada o simplemente endurecidas al fuego. Algunos cargaban boleadoras. Todos facones y lazos. Industria tosca, pero eficaz.
Entre las armas y los sombreros figuraban dos morriones y un sable. El hombre que lo esgrimía calzaba botas, lo cual era otra singularidad. Cierto aire bélico lo particularizaba; algo indefinible, pero definitivo. El arqueo peculiar de su bigote, su manera de combar el pecho. Después otros indicios. En el brazo derecho, adheridos a sus andrajos, ostentaba una jineta y un escudo blanco y azul en el que se leía Tupiza. Bajo el otro morrión tiritaban girones de chaqueta prendidos con seis botones de ordenanza. Aquel grupo, o mejor aún gavilla, parapetábase en el peñasco, arrecido por la intemperie. La bruma de la madrugada desvanecíase en las alturas; sus desgarrones develaban nuevas cumbres. Por un claro de horizonte entró en escena un cerro nevado.
—Muerde el aire!
La voz que esto decía, sonó extrañamente en aquella mar de silencio. Un chifle taraceado en colores pasó de mano en mano. Aparecieron las tabaqueras, y minutos después fumaban los jinetes doblada una pierna sobre el arzón. Esto los alegró al parecer, pues varias sonrisas apaciguaron el erizamiento de algunas barbas. Platicaron. El hombre de la chaqueta narraba. Desde muy adentro en el Alto Perú, hervían las montoneras. Todo andaba mal, sin embargo. Derrotas tras derrotas. Pero ya palparían la realidad los maturrangos así que se resolvieran un poco más. Los otros recapacitaban. Verdad. Desde el año catorce con Pezuela, el godo impertérrito tramaba invasión sobre invasión, y bien que rechazado siempre no escarmentaba nunca. La montonera pugnaba también y el conflicto más y más se empedernía. Aquella invasión anunciábase con tropa selecta, un virrey nuevo, jefes de mi flor: mas, dividida en destacamentos, a la busca de las vituallas que secuestró desde el principio la montonera, poco ofendía.
Ésta no gozaba por su parte de un estado mejor. Hasta los Dragones Infernales disolvíanse deshechos. Dos de sus soldados, esos de los morriones, llegaron la víspera en un burro propalando el desastre. Pero la guerra seguía, y la trabajaban bien, a talonazos en el ijar de los brutos, a lanzadas en el enemigo. De pronto faltaban los recursos. Las tercerolas transformábanse en garrotes, los chuzos en leña...
Percibiendo una palabra más distinta, el sargento se volvió en ese instante; preguntó algo, la distancia, el rumbo, con un acento que apenaba. No le contestaron, y él, soliviando resignadamente los hombres, se recluyó otra vez en su silencio.
En desfilada, con la vibración de un birimbao gigantesco, cuatro, seis, diez cóndores cruzaron casi rozándolos. Describieron un vasto círculo, vinieron otra vez en una brusca conversión de diagonales. Un gaucho se refocilaba arrollándose la camisa para que ventearan su costillar baleado. Algo les interesaba en el boquete lleno aún de brumas. Nada se veía en él, pero ya el sol, como una oblea carmesí, nacía entre nieblas de índigo. De oro y rosa bicromábanse los cerros de occidente. Flotaba un olor de aurora en el aire. Sobre la escueta cima de la loma frontera, un buey que la refracción desmesuraba se ponía azul entre el vaho matinal. Por un momento los escarchados ramajes parecieron entorcharse de vidrio. Al fondo, la cordillera overeaba como un cuero vacuno, manchada de ventisqueros. Algún mogote que decoraron como de un muelle encaje efímeras nieves, eslabonaba aquella enormidad con la inmediata serranía. Allá cerca, la masa arrugándose en plegaduras de acordeón, suavizaba su intensidad cerúlea; y el matiz tornábase violeta ligeramente enturbiado por un sudor de cinc. El macizo oleaje de roca apilaba en una eternidad estéril sus bloques colosos. Muy lejos, en alguna umbría, un tordo cantaba. Está rezando, decían los hombres. Algunos se persignaron en silencio.
Bruscamente, los animales enderezaron las orejas. Un jinete repechaba el faldeo que los patriotas escalaron de noche a tientas. Su cabalgadura apezuñaba con estrépito. Las tercerolas se prepararon. Pero casi al instante, el busto de un hombre y la cabeza de un caballo surgieron del cardonal que cerraba la senda, y aquél imprecó:
—Sargento!
Retrepándose en su montura, la mano en la visera, el dragón titubeaba. Sus hombres, sonrojados por el sinsabor de la derrota, agachábanse desconfiando. El capitán! Cómo soportarían el trepe que les echara! Cómo lo moderarían sin abochornarse!
A un tiempo jefe y patriarca de sus gauchos, lo idolatraban éstos. Nunca mandaba directamente; imbuía más bien su coraje:
—Si no vamos, creerán que es de miedo... En las ocasiones solemnes:
—Vaya!... ya están con miedo; pero ellos tienen más.
Y la partida lo enmendaba con un prodigio.
Bien montado comúnmente, guiaba el fuego en una yegua manca, y acometía.
—Si no compiten, decía al partir, los boto por maturrangos.
Todos se portaban jinetes.
Presentíanlo adivino. Sus caballos le anticipaban secretos de guerra. Y como bravo... ¡el más de todos!
Cierta vez le vaciaron las tripas. Las recogió, enjuagándolas en agua tibia para que el sebo no se le enfriase; las metió dentro. Una vieja le cosió la herida, y él, en tanto, braveaba a rugidos un patético yaraví.
Hombre de familia, muy mesurado de pensamiento y obra, trocábase fácilmente en fantaseador de imposibles. El combate lo apasionaba, sin conmover, no obstante, su reposo. Araba el peligro en amelgas tan profundas, que a cada refriega remachábanle de nuevo los abismales del lanzón. Su táctica apechugaba siempre en línea recta. Designaba al enemigo con expresiones indeterminadas: allá, eso. Muy sujeto de velar tres noches al lado de un herido, preconizaba entre sus soldados locuras heroicas. Cuando alguno sucumbía en el lance enfurecíase con él, le culpaba todo. Después resarcía a la viuda con algún ganado, apadrinaba a los huérfanos. Si alguien aplaudía su acción, lo arrestaba por entrometido.
Respondíanle todos los cuatreros del pago, pues a cada cual le apañaba una trapacería. Regimentó aquella turba gregal a sus expensas, sin espulgarle mucho el doblez. Con tal que prometieran la catadura y el despejo, se toleraba de postulante al mismo diablo. Y si resultaba un poco foragido, ¡de perlas! Si perpetró homicidio en duelo leal pertenecíale impune. Ya alistado, tanteábalo en persona con una camorrita, y según las agallas del prójimo confirmaba la admisión.
Como se le extraviase cierto día una virola de las acciones paseó sin chistar durante un rato frente a la partida, arredrándola con inquisidora esquivez. De repente acogotó a uno, lo estaqueó acto continuo sentenciándolo "por bárbaro". Ejecutada la pena, le regaló la otra virola y el insurrecto confesó su delito. A los tres días desertaba. Entonces el jefe se condenó a sí mismo, "por bárbaro" otra vez.
Temían más sus sobarbadas que un cañonazo en el vientre. ¡Pobre del chapetón aprisionado en día de viento norte! Quinientos, mil azotes le educaban el genio para empezar; que emborrachándose el jefe, prefería degüello. En tales ocasiones se encelaba. Su mujer huía a campo traviesa, sin tiempo más que para arrebozarse en una sábana, encomendándose al capataz. Pacificaba éste al caudillo acostándolo en su propia cama, con suplicas y mimos; y al día siguiente, aunque emperrado todavía por no recular, concedía lo que le pidiesen.
Halagábanlo sobre todo con proezas, cuanto más fantásticas mejor; y él las retribuía como un presente con francachelas rumbosas. Conocíanle por única debilidad el amor. Pero no le hipotecaba, eso no, sus bastardos al destino. Distribuía a cada uno su plantel de terneros y su rancho decente. Aliviaba a toda la parentela. Luego ¿qué firmeza le resistía? Si fascinaba a la más ducha con sólo requebrarla, si la más altanera se le encariñaba como una palomita al domesticarla en ardorosa premura el magnetismo de su enlabio! Por eso envidó siempre a quiero seguro en el juego del amor.
Allá sobre la cumbre, ya desmontado, abrazaba al grupo en el centelleo de sus ojos. Propendía sin duda a un desagrado; mas, como notara la ausencia de un hombre encaró al sargento, y las cejas se le subieron por la frente, interrogando.
Moviéronse apenas los labios de aquél en un estupor de angustia. Los rocines derrengados, la escuálida tropa, pregonaban el contraste; y escarnecido por su evidencia, afligíalo la luz como un rubor.
La soledad amplificaba rumores. Un relincho saludó el despertar de las lejanas dehesas. Jefe y sargento aproximáronse silenciosos al desfiladero en cuyo fondo negreaban los cóndores. A poco trecho, aquél señaló un cadáver; y más allá un trozo de lanza con su banderola. La montonera discutía más lejos, refunfuñando.
El subalterno, arrimándose un poco, exponía el percance en secreto, como avergonzado de oírse.
...Oscuridad... Sorpresa... Noche...
...Encovó a los godos en la encrucijada... Setenta, más o menos... No los embistió, porque llevaban infantería... no se usaba... Operó mal con la noche... Una descarga... Otra en respuesta... Y cada grupo se desbandó por su lado...
Él pujó solo. Trucidó algo de un mandoble...
La narración se encadenaba.
...Mucho trabajó para no rezagar la gente. Esforzose toda la noche en esto, y despistado, calló por no deprimirse ante sus hombres. El resto lo presumía. Dios lo asistiese... y que lo fusilaran.
El capitán difería con malos modos.
Lindo espectáculo ante la guardia chapetona! Ya lo supuso cuando se retardaron la víspera, rastreándolos, en consecuencia, desde el amanecer. De sus gauchos, bisoños al fin, no le extrañaba. ¡Pero de este sargentón!... Pucha con los célebres Infernales!
Y a su vez como quien derrumbaba bloques en frívola catástrofe, aludía con los nombres heroicos: Tupiza, Las Piedras, Tucumán, Salta, Potosí, Vilcapugio, Ayohuma, Venta y Media, Yavi...
Las pupilas del sargento achicáronse en chispas. Esos nombres componían su historia, sus ocho años de pelea. Cada uno le dolía en una parte, pues si no lo condecoraron por algunos, en todos lo hirieron. Y he aquí que la adversidad de un fracaso oscuro defraudaba semejante grandeza.
El capitán nada entendía. Las libaciones del chifle que le ofrecieron cuando llegó, amoscábanlo torvamente. Su escarpado rostro se oscurecía. El chambergo, el poncho de vicuña tapándolo hasta las botas, sólo descubrían un matorral de barbas, y entre ellas los ojos amarillos, la nariz ensanchada como un rastro de león, la pulpa cárdena de los labios. Amonestaba golpeándose la bota con el rebenque y a cada tranco la cumbre disminuía entre sus espuelas.
Detúvose por fin impartiendo una orden que refrenó lo murmullos con un laconismo de cintarazo. Su dedo indicaba la banderola en el plan del derrumbadero. Los de la partida, arrimándose, comentaban:
—Es un pedazo de lanza...
—Cortada de un hachazo.
Las miradas se dirigieron al sable del dragón.
—Qué tajo!
Mientras, éste, afianzado en el arma, iniciaba su descenso por el talud. Cierta solemnidad trágica subyugó las cabezas como un viento. Preveían la cosa. El caudillo lanzaba su hombre a la muerte por esa rampa de vértigos y pedrones.
Casi vertical, no afrontaría sus llambrias gigantescas. Alguien reflexionó en voz alta que, sin descalzarse, resbalaría tal vez...
El dragón rehuyendo toda charla, levantó una pierna. Amarilleó por debajo el pie desnudo, sin rastro de suelas. La ordenanza exigía botas, y como lo exigía...
Nadie se sorprendió pues ese pie valía un argumento en las circunstancias.
El sargento descendía.
Cada paso duplicaba un riesgo de muerte. Desprendíanse grandes rocas rodando con rebotes inmensos al fondo de la quebrada. Aguzado el ojo por la ansiedad, detallaban con precisión anómala los accidentes del terreno bajo las plantas del caminante.
Piedras crispidas de lunares multicolores o bañadas de gris ferruginoso; farallones tremendos; riñonadas de cuarzo. Las yaretas hinchándose en verrugones de musgo amarillento, lubricaban traidoramente su cojín. Cardones salteados con esbeltez guerrera flanqueaban el declive en una dispersión de asalto.
El imponente peregrino arrostraba los riesgos empinado su morrión y sable en mano. Ese matorral, aquel tronco, salváronlo de inminentes tabaladas. Un airecillo de puna retozó peligroso punzando jaquecas y nauseando mareos. Supremas anhelaciones enervaban al militar. De cuando en cuando, torcido por violenta apoyatura llameaba un lampo en el sable. Manos y piernas se crispaban entonces...
Un chispeo de mica espolvoreaba las peñas. Profundos follajes, en conos de choza o en platitud de acamados céspedes, escondían precipicios bajo sus felpas. Un molle, un aromo de anaranjadas motas, cubrían por momentos al dragón.
Arriba, apretados sobre la cornisa del abismo, los montoneros respirando apenas, enmudecían. El jefe secó en dos gorgoritos las escurriduras del chifle. ¿Cuánto duraría eso? Un siglo y un minuto equivalían.
El sargento bajaba siempre.
A trechos dudaba un poco enjugándose la frente con el puño. La partida resollaba entonces, enormemente. Vaciló una vez, y bajo el titubeo de sus pantorrillas, cerro y corazones se bambolearon. Un esguince lo equilibró.
Descendía siempre. A reculones ahora, pues el dolor le ceñía los tobillos. Adivinábanse crujidos, calambres bárbaros en la armazón de aquellas vértebras.
Recuperóse un momento después, blandió el acero y fue a alcanzar con las últimas zancadas el fondo del precipicio cuando el pie le falló. Claudicó un instante aún, y tropezando definitivamente saltó al abismo.
Chocando contra árboles y peñas su cuerpo desataba enormes argayos, zangoloteábase en golpes horribles. De pronto una rama lo encajó. Revolviose un momento con manos y piernas como un insecto panza arriba; mas las piedras que consigo deleznaba forzaron, descargándosele encima aquel conato de resistencia...
Un rumoreo excitó sordamente el grupo.
—Silencio!
Las cabezas se inclinaron.
Desligándose penosamente del alud que lo trituraba, el demolido reo se incorporó sobre los codos. Demoró un momento como ratificándose; procuró salvar después el trecho que mediaba entre él y la banderola. Una sobrehumana decisión prestábale ánimo para intentar semejante esfuerzo. Reparaban desde arriba, bien que vagamente, sus piernas quebradas, su cuerpo estrujado como un odre, las desgarraduras atroces que lo lastimaban. Sobresalía bien visible una costilla rota por debajo de la chaqueta. Ni se indignaban ni compadecían, tanto estupor les causaba aquello, tanto dominio ejercía sobre su voluntad el temido jefe.
Por fin, dislocándose en contorsiones, siempre a la rastra con sus piernas, sobre los codos que sangraban sin duda hasta el hueso, el hombre no distaba ya más que un paso de su presa. Un silbido de viento atravesó el grupo. Crujieron distintamente las tascadas coscojas. La banderola palpitaba allá abajo sobre el verdegal como un ala de mariposa.
Cuando el herido la aseguró en sus manos irguió el busto ante la partida que lo observaba, empavesado de arambeles, tan pálido que lo advertían a pesar de la altura.
Pero mientras sacudía el trofeo, un gesto de victoria lo transfiguró. Vieron en su boca el grito que hasta ellos no ascendía, sintiéronlo en el corazón, y en un eco de sollozante clarinada se lo devolvieron:
—¡VIVA LA PATRIA!
Y el capitán, con el pecho como una fogata de alcohol, transportado por el alma que irrumpía en ese grito; fatal de entusiasmo, tremendo de justicia, devorando en su crueldad un frenesí de remordimiento y de orgullo, atrajo uno de los hombres al azar, estrecholo entre sus brazos, y sobre aquellas crines épicas, ante el pueblo de montes, en presencia del sol — lloró de gloria.
El aguacero amenazaba del norte. Una nube empequeñecía el firmamento, borraba las líneas del paisaje — arboledas, cumbres — en su esfumación. Ladeaba al Poniente oscuro el sol ya cubierto. Un perfume de humedad serenaba el aire. Tufaradas de calor agravaban con pesadez de asfixia al meditabundo decaimiento de las hojas. Abrumaban el cénit membranosas telarañas sobre las cuales el nubarrón desbordábase como un derrumbe de arena. Al opuesto lado del cielo se profundizaba en una acuosa claridad. Desde allá oreaba a intervalos una brisa perezosa entre murmullos de follaje.
La tormenta rezongaba y sus rezongos rebullían brutalmente atragantándose en retumbos. Una vanguardia de nubarrones ocupaba a gran paso las alturas. El ambiente afoscábase más y más en una cálida modorra, adhiriéndose con tibiezas de sudor, mientras a lo lejos, por la falda de la serranía, rasaban cirros semejando despavoridas aves.
El gris de la siesta lividecía. Al agotado jagüel acudían con azorado trote algunos bueyes, escarbaban el polvo, mugían presintiendo el chaparrón. En la arboleda cantaban las chuñas como riendo a la loquesca.
La borrasca crecía asumiendo una tétrica solemnidad. Ya no quedaba en el sur invadido sino una faja celeste. El toldo de la tempestad se imbricaba denunciando granizo; el cielo descendía en masa sobre las cumbres cual un golfo de algodón, y aquellos vapores disolvían en impermeable oscuridad el horizonte. De tal tiniebla, barcinada por cuprosos jaspes, desprendiose un copo blanco análogo al humo de una reventazón. Ahora ya no había cielo: sólo masas informes de luz siniestra y de oscuridad, confusamente rodadas sobre los campos. Transcurrió un instante de quietud. Todavía silbaron en las cañadas algunas perdices. Emigraron en la punta del viento que se iniciaba desordenando nubes, bandadas de pájaros.
La obscuridad del fondo se ahumó, adquiriendo un tono leonado; abriose ya muy cercana y sobrevino una palidez verdosa que absorbió la perspectiva Un trazo de llama caligrafió enérgicamente la nube, detonando poco después a la distancia como el barquinazo de una carreta colosal.
Ralas gotas aplastáronse en el suelo con golpe mate, como pesetas. El aguacero ocultaba ya las circunstantes lomas. Una larga bruma se desgreñó en el cielo; soplos de huracán bascularon la selva; las frondas más altas esbozaron gigantescos saludos. Nuevos relámpagos encendieron sus flámulas. Las gotas trotaron con mayor presura. El rumor del chubasco se alzaba a rugido, y por instantes, sobre ese borborigmo de caldera, precipitábanse a la brusca desmesuradas carambolas. Agujereando los ramajes el viento se atornillaba en expansión ciclónica, barrenaba los árboles entre resoplidos de órgano. El vientre de la tempestad ensangrentábase de tajos. Una trama de noche y agua diluvial envolvía el comienzo de la refriega.
Al definirse aquellos preludios, la dueña de un ranchito edificado a la vera del monte, una vieja embozada en burda pañoleta, apareció llevando un trozo de mate con ceniza que volcó en cruz sobre el patio para conjurar la granizada. Gritó luego alguna cosa, un nombre cuyo final se aflautó en la ventisca, y poco después brotó de los matorrales la cabeza cetrina de un niño.
Contaría éste unos cinco años. Su melenita tusada en cerquillo le cimbraba sobre las cejas. Cariampollado y un tanto prógnata, este rasgo lo asemejaba vagamente a un lebrato y sus ojillos negreaban como granos de piquillín. Traía arañadas las piernas, encostradas las manos, pues al llamarlo su abuela encontrábase junto al arroyo, moldeando en la arena húmeda un hornito sobre su pie.
El viento se colaba por su camisa cuya falda pendía fuera del calzón atado en bandolera. Entró a la cabaña con la mujer cuando el granizo lapidaba ya con fuerza. La acantaleada quincha rezumaba adentro en largas goteras, trepidando con temeroso rumor bajo aquel crústico bombardeo. Por suerte el vendaval refiloneaba apenas la casucha con su potente verberación.
Al fondo del desmantelado interior colgaban madejas de hilos charros. Por una esquina, un tiesto despedía nauseabunda exhalación de orines en que legiviaban añil; y en el tirante envejecían amanojadas raíces junto a una balanza de mates.
Frente a la puerta, sentados en sus monturas, seis hombres consultaban sobre el aguacero. Eran seis chapetones que llegaron ese día indagando por los insurgentes y sus vacas a la vieja, cuyo marido encabezaba una partida. Naturalmente, se dieron contra la pared de asombro vago con que el ademán de la mujer les cerró el horizonte en respuesta. Ignoraba todo. Aquel vecindario acataba a la autoridad contentándose con poco en punto a gobierno.
Su rostro se desvaía con la impasibilidad de un mueble. Mentía a buen seguro; pero su facha astrosa no autorizaba ni un latigazo. Les espetó una retahíla de embelecos.
Qué rebeldes iba a denunciar por esos pagos!... Allá no se comunicaban con ninguno. Toda gente de paz, dedicada a lo que le concernía, trabajando cada cual como Dios manda. Ella, velay, tejía frazadas, ponchos, consistiendo en esto su industria. Hasta les tapizó por delante el suelo con una alfombra bilicia que probaba su habilidad.
Moraba con su nieto, sola en su viudez. Y no por jactarse, pero escasamente la superarían en punto a urdimbres y lanzaderas. Estribaba en el discurso, no más...
Adoptando la posición, en cuclillas junto al telar construido sobre cuatro estacas a dos palmas del suelo, explicó. Casualmente labraba una caronilla entonces. De un empuje a la cárcola alzó las dos hileras de lizos y aparejó la lanzadera. Un golpe de pala después para apelmazar los hilos...
Los soldados invectivaban categóricos; pero ella se evadía por entre sus preguntas y arrollando cursivamente una de sus mechas, bizqueaba.
¡A una pobre tejedora como ella qué le reconvenían! Vacas?... De dónde, con semejante guerra! Que no los convencía su desnudez y su abandono?
Y tras acatarrarse de súbito para mayor grima, refugiábase trapaleando en su monserga.
Esa caronilla que un vecino le encargó, salvábala ahora. ¡Cinco reales en un paro de tres meses! A peine también urdía algunas prendas; pero la amilanaba ya el trabajo, los costos para recoger sus colores raigales: en las punas el socondo que tiñe de colorado, la tola que da el amarillo. Por las pencas durante días enteros en busca de grana... Y lo que es plata, ni pizca. Cambalacheaba sus obras por maíz, a dos almudes cada colcha. Si permitían, los obsequiaba con algún trabajito...
—...Viva el Rey! rugió uno de los godos, enfadado por aquella cháchara. Esos rebeldes! Qué sabandijas! Negaban sus ovejas alegando supersticiones estúpidas. Que si vendían una mermaba el rebaño... Igual cuando no conciliaban todas las reglas al sacrificarla, pues la habían de voltear mirando al naciente, recoger su último aliento en la escarcela de la coca, no carnear sino a la puesta del sol...
Mas ya bastaba de pretextos. El bosque plagado de montoneras amagaba también con el hambre; y para colmo, la avilantez de esa pelarruecas los engañaba sin escrúpulos. Cuando bien que oyeron balar ahí cerca al comenzar la borrasca. Perra de bruja! Al infierno con sus estropajos y coloretes!
Brilló un sable sobre la tela, zumbó el altibajo y una lluvia de hilos rojos como chorritos de sangre cubrió el rostro de la vieja. En ese momento empezó el chubasco.
La manga de granizo resolvíase en aguacero. Sobre los árboles golosos de frescura eléctrica, las rachas pulverizaban el chaparrón, tan denso por instantes, que el día rayado de agua se tupía profundamente. Chales de lluvia azotábanse sobre la fronda, flameaban los relámpagos, y los truenos entreveraban gigantescamente sus monólogos.
La nube de la piedra, cuyo es el mugido, cedía el campo a la de lluvia, que habla. Y ésta, en una ampulosidad de vocales, rotaba trajines de catapulta rebotando avalanchas contra pórticos de bronce. Retiñían después trallas crepitantes, cascaduras de matraca que el cielo repercutía como una azotea; deslumbrantes hachazos partían trozos de bosque; embrollábanse, disparadas de tráfagos en la altura, nudos de ruido enorme, cataratas de estrépitos.
La mujer entendía como en su transporte esa conmoción de las paridas nubes; y a su influjo abejeaban en su cerebro las ideas, murmurando como en un bosque invernal la hojarasca. Con palabras combatientes traducían los rumores del temporal.
Viva la Patria! decía aquel tartamudeo de colosos; y en vítores prorrumpían las quebradas llenas de turbión, las bolsas de huracán que reventaban sobre los árboles. La guerra despeñándose de las alturas, encrespaba furiosamente la barba de Dios en raudal de espumosos ríos; frotaba triscas sonoras en rotación de artillerías supremas, y mezclando remembranzas de la mitología regional con ese fragor de las procelas superiores, advocaba a la antigua madre de los cerros, la Pacha Mama, el destino de las pandillas cuyos fierros cercaban el país.
Y la mujer robustecía hasta la certidumbre aquellas interpretaciones; y en su espíritu desfilaban los años unos tras otros cual los árboles de una perspectiva fugaz — cien años... doscientos... trescientos — reavivando enconos de dominación, aguantes de servidumbre e inminencias de desquite.
Los antepasados de cobre protestaban en su desmirriado linaje. No se los comprendía del todo, porque, en vez de clamar, tronaban; pero embravecíalos, sí, un estridor de cólera, un encargo de venganza contra esos sayones del rey que deshacían los telares con sus manazas brutas...
La vieja entrecerró los ojos; pegósele al galillo una herrumbre de llanto, y como en ese instante recordara al niño, ilógica pena la estranguló en sollozos.
El chico recelándose de los hombres, se acurrucaba tras la puerta con montaraz inquina, aunque embargado de admiración por las armas. Cejijuntando, imitaba sin advertirlo la expresión de aquéllos. Su fiereza de cachorro precoz, curtido en los pastoreos de la puna y ya jinete, se descogía ante los soldados.
Ajustó a su cintura las boleadoras de cuartillas de oveja; improvisó una escopeta con la guía de los lizos — una caña rajada en su extremidad y bifurcada por un travesaño que al apretar aquella se disparaba; y envolviendo su honda en la nuca simuló galopes sobre un cráneo de buey. Los hombres juraron sordo, desplaciéndoles la jugarreta del muchacho. Entonces éste, para atravesar con más cautela, imitó a los pájaros cuando galanteaban, cuando anidaban, cuando caían en sus lazos, mientras el resto de la bandada, en brusco remonte, surcaba el aire como una bandera de pluma, Desnichador famoso, copiaba sus rasgos a maravilla. Poco a poco, garlando, concertó actitudes: las avizoras mímicas del loro, las enfáticas venias de la torcaz, los flébiles arrullos de la tórtola compungida. Se pomponeó a pasitos de coqueta como la calandria y a trancos de agrimensor como el flamenco. Más pronto, fatigado de la pantomima, tornó a su sitio.
Escampaba. El arroyo deglutía gorgoriteando, y sonoro como un derrumbe de quincalla vertíase sobre las piedras su raudal. Por los aguaduchos convergentes al jagüel boyaban amerengados copos de espuma.
La vieja, entretanto, arrobábase en la contemplación de su nietecito, con silenciosa ternura. Cuánto le costaba, en efecto, de angustias y de promesas! Pues como cuidadosa ella fue siempre la más. Cada que podía le propinaba sangre de cóndor para alargarle la vida; y todas las tardes, cuando le voceaba por las lomas el espíritu, no se le perdiera y le aojaran las brujas, temores recónditos roíanle el alma. Cardón tras cardón desfloraban juntos para san Marcos, patrono de las hierras; y aquellos florones con su carnación de aponeurosis, agradaban al santo. Y cuando se volvían pasacanas sabrosas, diezmo de frutas le consagraban.
El muchacho inquietábase otra vez en su forzada retención. Los pies de los hombres, con sus botazas, proporcionáronle un solaz. Acercó a ellos su escopeta y disimuladamente empezó un pimpín. Los realistas en su fosca desazón, cavilaban demasiado para regañarlo; pero él, incitado por aquella aquiescencia, escatimaba cada vez menos sus golpes. La caña tocando bota por bota, acompasaba ya el estribillo de otro juego:
Gallinita ponedora,
Poné uno,
Poné dos,
Poné tres,
Poné cuatro
Poné cinco...
Casi de repente nordesteaba la nube. Sobre el faldeo blanco de granizo, corría una pincelada de sol. Como dorada velutina lloviznaba un polvo acuoso, último resto del chubasco. Por los claros del firmamento diluíase en agua de arroz el ampo de los cúmulos. La próspera tierra espirituaba perfumes; y de un hormiguero cuya mambla fofa vaporizaba densamente, surgía un trozo de arco iris en refulgencia de azarcón.
Bajo el algarrobo familiar, los caballos de la partida poniendo anca a la lluvia boceaban en mustio duermevela. Sus dueños, en el interior del rancho, discutían la marcha próxima, rejurando su indignación contra esa tormenta cuya espalda enorme se dibujaba a lo lejos. Triscaba otra vez sobre las botas la escopeta de caña:
Poné seis,
Poné siete,
Poné ocho,
Tapá tu biz...
En repentino arranque un soldado manoteó al niño, hundiéndolo entre sus rodillas. Alto el rebenque, vomitaba sobre él excesivas blasfemias. El rotoso calzoncito empezó a gotear...
Casi entero desaparecía en el pliegue del capote aquel vástago de montonera que el hombre tronchaba, como desquitando en él los sangrientos extravíos de la selva. Su juego vejaba. Ah, bribón!... ¿No se divertía ese pergenio zaparrastroso en golpearles los pies con su artilugio?... Casta de coya traicionero ¡ahora vería!
Cinco azotes acardenalaron sus piernas que pateaban desesperadamente en el aire; y de abajo, en media lengua que la infancia y la aspereza dialectal degeneraban, se le oyó chillar como un cabrito degollado:
—¡No, tatita... no... io shabo shel güeno!
El terror consiguiente, eliminó todo intento de protesta. Fuera, apelotonado contra la pared, lloraba el niño. La vieja se acuclilló a su lado, mentón sobre las rodillas, las manos trabadas en torno. Cargábansele hacia abajo los carrillos como una masa de cobre que restringía en tufos el lendroso pelo. Y entre soponcios, hibridaba de quichua una invocación de la cual percibíase el "Dios padre, Dios hijo":
—Dios yaya, Dios Churi...
Así por fuera; mas por dentro saturábase de ponzoña. Ráfagas de odio devastaban su corazón; su ancianidad miserable palpitaba en esta idea: avisar a los hombres reunidos en la pulpería cercana, imponerlos del talión que la tormenta clamoreara en su oído.
Los caballos dormitaban allí...
Sonó un chapoteo...
Una arrancada...
Un latigazo.
Y el niño partió a media rienda bajo los árboles.
Sorprendidos, los godos requirieron sus carabinas tirando al azar contra la fugitiva silueta; pero en ese instante llovió otra vez.
Cierta nube rezagada llegó enturbiando la tarde, un trueno en la punta, asperjando chorros de regadera, llevándose por los matorrales, a la rastra, los hilos sueltos de la lluvia. Y cuando pasó, el bosque separaba ya a los soldados del fugitivo.
Allá en la pulpería, los hombres de la montonera local apuraban desde el amanecer tinajas de chicha. Aprovechando una tregua, el pulpero sopló ese día la corneta de los jolgorios. Convidados por el son de ese cañuto a cuyo extremo encorvábase en pabellón el cuero de una cola, acudieron los insurgentes. El negocio arruinado por la guerra, liquidaba en tal forma créditos insolutos.
Así que votaron a la Pacha Mama su parte de licor y de coca, los bebedores entregáronse a su desenfreno con bestial avidez. Al mediodía la parranda arreció.
Si al locro le echas vino,
Qué será sobre el tocino...
Y lo canturreaban definiendo su gula en un tesón de borrachera. Sangrientas binzas estriaban los ojos; el sueño apretaba los párpados como una faja de arena, pero ninguno se rendía; eso deshonraba. Atrofiándose con progresivas libaciones, discernían menos cada vez. Acedábanse sus axilas; nadaban en sus cráneos las ideas como cuajarones de sangre. Embrutecidos por el alcohol y por la lucha, algo feroz les afieraba el empaque; pero sus almas eran de una vasta simplicidad como las de los bueyes, y aun en aquella hora de orgía babeaban sonrisas de bondad.
De rato en rato uno invitaba:
—Tomo y obligo!
—Pago! mantenía el interpelado; y cada uno se racionaba un botijo.
Así proponiendo y retrucando brindis, emulaban el día entero entre escancias y obligos. El silencio se ensimismaba progresivamente bajo los chambergos. Las vidalitas incoherentes de las primeras horas, las tremolinas pronto apaciguadas con apelaciones a la familia y a la amistad, expiraban en lóbrega hurañía. La borrasca traqueó inútilmente su trifulca sobre ellos.
Hubo un instante de horror en esa taciturnidad de beodos. El pulpero, a quien acosaban recuerdos de su mujer fallecida poco antes, ululó un sollozo maldiciendo su suerte. Espantáronse los animales; y como entonces tirotearan los godos al niño, nadie lo advirtió.
La carrera de un caballo sacudió un momento después ese sopor de repletos. El galope se sujetó ahí cerca, chapaleando el lodo. Asomaron a la puerta los montoneros. El jaez de la bestia constituía por sí sólo una alarma; pero sin valorar el acto en la temeridad de su borrachera, dos salieron al rastro, volviendo muy luego con un envoltorio, amarillos y a escape. En el suelo depositaron su carga.
Allá sobre un poncho el niño se moría, pues una bala lo tocó al partir, perforándole los riñones. Dieron con él cerca del rancho, a cuyas goteras el eco de unos gemidos les advirtió riesgos próximos; y prescindiendo de aventurarse más, por juzgar posible una sorpresa, traían consigo al pequeño postillón con que la vieja les encargaba memorable escarmiento.
Un silencio en que se hinchaban sollozos atenaceó las gargantas con su astricción de nudo. Arrodilláronse en torno del mensajerillo, temulentos aún de alcohol y de sorpresa.
Cerrados los ojos, regando de sangre tumultuosa el suelo, aquel niño propiciaba con su holocausto victorias futuras. La agonía opacaba su faz donde las lágrimas que arrancó el rebenque godo escribieron dos prolongadas vírgulas; y al endurecerse en la última convulsión, su endeblez se ahusaba — pobrecito! — como triste candileja que gasta en suprema oblación su resto de llama.
La muerte heroica lo acuñaba en su bronce. Entraba a la gloria al poder de su sacrificada inocencia, sahumado por la fragancia del bosque, bajo la tarde que lo ungía de inmensidad celeste. De aquella pobre camisita volose algo irreal como la sombra de un suspiro. Los hombres lo notaron y una ráfaga de bravura barrió de sus frentes el estupor infame. Frenesíes de coraje enconaban sus corazones. Semejante muerte aparejaba un torcedor irremisible.
Montaron algunos. Las espuelas del abuelo repicaban en sus talones, pues se estremecía como si le diera el viento, y su encono los poseyó.
¡Arriba, al bosque de los acechos mortíferos donde la guerra se rebozaba de espinas y de fronda! Arriba, lanzas! Arriba, sables!
Los caballos piafaban sonoros como bronce, salpicando su espuma sobre el niño.
¡Arriba, al combate orquestado de alarido, a las cargas contra el godo que les asesinaba su niño patriota! Arriba, sables! Arriba, lanzas! Y parecíales que al arrancar, se llevarían por delante el cielo con las cabezas.
Levantaron el cadáver, tan ligero que aparentaba un pollito; reclináronlo en un catre bajo el crepúsculo techado por nubarrones de cinabrio espeso como un suntuoso plafón — y uno de los montoneros, reverenciándolo, mojó sus dedos en el coágulo de la herida, y con ademán sombrío se santiguó por la señal de la patria.
Entre los oficiales de la montonera había un capitán medio literato y que sabía latín. No cargaba borlas de doctor, pero componía coplas y además adoraba al Imperio. Las cargas de Murat le sonaban a poema. De los libros que en pipas sedicentes de vino y sal traían a Buenos Aires los contrabandistas, algunos le cayeron a mano. Fueron allá con las carretas que echaban seis meses de viaje, en petacas y almofrejes clandestinos.
Aquellas caballerías de la Francia que como las nubes en el cielo tempestaban en la tierra; aquellas águilas, aquellos sables, lo mareaban; pues el capitán, como buen poeta, tenía algo de héroe y aun por tal se jactaba sosteniéndolo a sablazos. Gran proclamista además, con doble razón lo querían los montoneros. Gallardeaba asimismo anacrónicos boatos, luciendo sobre galoneado chupetín un antiguo falucho a lo Carlos IV que confeccionó con los colores nacionales.
Sus treinta y cinco años conservábanse esbeltísimos; y como se afeitaba el bigote, parecía un adolescente. Su puño casi femenil blandía con noble donaire una lanza cuya arandela de plata parecía, de tan pequeña, un apagador; pero cuyos botes encomiaban con legendario renombre la pujanza de su dueño.
Aquel oficial desempeñaba a pesar de sus dotes una misión subalterna: cortar las comunicaciones del ejército realista aprisionándole sus correos, con cuyas escoltas combatía a diario.
Declarada la guerra a muerte, inventó un método que excluía la ejecución de prisioneros inermes. Proponíase al maturrango en desgracia un combate singular con cualquiera de los insurgentes. Si aceptaba, moría peleando; si no, se le ahorcaba por cobarde. De morir, a lo menos, con gusto; y de luchar, siempre a la iguala, decía el capitán; y si la montonera aminoraba un poco en ello, su honor no perdía desde luego, mientras por otra parte sus filas se depuraban de lo peor.
En tales duelos ocurrían peripecias terribles. Cierta vez cayó un godo a la trampa. El capitán hallábase con tres hombres solamente, dispersos en exploración los restantes; pero no vaciló por ello y el adversario aceptó la partida, comunicada que le fue. Era un húsar formidable, casi puro pelo la frente, cavo el ojo, enarcado en alero el bigote — lindo animal de guerra.
Arraigado en su empaque con una macicez de cubo, esperó a su contrario. Y fue cosa de un instante. No más que al comenzar le volteó una quijada de un hachazo. Mismo golpe para el segundo. En cuanto al tercero, de un revés lo despabiló como una vela.
Sucedía eso por primera vez, más no extrañaba al capitán. Desde el principio, el hombre aquél le llenó el ojo. Pero costaba demasiado, y además precisaba combatir, cumpliendo la palabra.
El capitán desenvainó envidando con una ojeada; mas, apenas los sables se tocaron, saltó el suyo en un desarme maestro. Una llamita le empurpuró los pómulos, con la natural angurria de rajar en dos al soldado. Este no se inmutó. Conservaba exactamente su guardia, medio enterrados los talones, sorbiendo el aire con anhelación profunda, la frente partida por una raya de sudor.
Desarmado por tercera vez, el oficial permanecía incólume. Contenía quizás al húsar el respeto del grado o alguna inexpresada simpatía que emanaba de aquella mocedad. Entonces el capitán con un dedo en que la irritación del fracaso vibraba, le señaló el camino. Qué hacerle! Se había ganado su libertad y luego le perdonaba la vida. Que se marchara, pues, a propalar su victoria en detrimento de la patria. El hombre se quedó con él.
Semejantes episodios lo afamaron, comentándose su historia por los campamentos. Pronto a un viaje para arreglar cierto mayorazgo en España, había sobrevenido la Revolución: y, aunque de familia opulenta se empobreció por la causa, reservando como único patrimonio los papeles que narraban cosas del Emperador.
Sus cojinillos, tanto como los huecos de los árboles, servíanle de armarios; y nunca rehusó un folleto para tacos de carabina; pero entre los bagajes del español hallaba libros de cuando en cuando. Constituían su botín, y los gauchos se lo privilegiaban reverentes. El capitán era buen católico. Alguna vez trajéronle un volumen que resultó misal de campaña y él lo devolvió con una escolta.
Lo único que lo mortificaba era carecer de un clarín con qué pregonar sus cargas. En vano lo había pedido; en vano disputó a sus hombres más hábiles para que se apoderaran de uno en cualquier forma; en vano realizó proezas capaces de inmortalizarlo, en el intento de arrebatar uno al enemigo. No tenía clarín, y sin música no hay guerra, suspiraba quejoso.
Cuidaba mucho sus cabellos, apartándolos sobre las orejas en dos bucles castaños. Trasuntaba abolengos su aquilino rostro. Prócer su estatura, acrecíala con la marcial costumbre de mirar por encima del horizonte. Durante sus diálogos paseaba frente al interlocutor, pero sin darle nunca la espalda, como los felinos, ezquerdeando elegantemente. Los montoneros prendados de él, se hacían matar porque los viera morir.
Su espíritu abrupto jamás llegó a disciplinarse en la táctica, incomodándole como una bajeza todo disimulo ante la muerte. Él lo entendía en romance: por palestra la montaña y el firmamento por bandera. Una lanza, una vidalita, un caballo, el bosque, componían sus posibles. Empero, su independencia no comportaba necedad. Al contrario, poseía todas las reglas como el mejor; y mientras se deprimía el uso de la lanza, su partida de lanceros refutaba soberbiamente la aserción. Pero, eso sí: él reglaba las cosas a su gusto, y la muerte como una perra gruñona, no se atrevía con su temeridad.
Dejáronle, pues, aquella capitanía con que sus hombres lo invistieron, sin conferirle despachos aunque sin desconocérsela tampoco.
—No sólo me han nombrado capitán, sino que me han casado, explicaba él sonriendo a su lanza. La mujer del capitán, decían los hombres. Y, en efecto, no se le conocía más afición en femenino.
Sus cóleras embellecíanlo con una especie de interna luz. En la dilatación de su pensamiento su frente semejaba la hoja de un sable. La ira le encrespaba el cabello como una brisa eléctrica, vibrando en la dilatación de sus narigales y en la chispa de sus ojos: — ojos de batalla que embravecían con magnetismo sagital su jaspe verde.
Pronto la calma, una paz en la que se refundía cierto vapor de tristeza, amparaba su exaltación como una grande ala. Sus coplas se plañían de amores. Desvivíase por las criaturas y los caballos.
Una ahijadita suya peligraba de sarampión. Inmediato a la choza donde yacía, acampaba un retén enemigo; pero el capitán reflexionó que el estruendo de un combate dañaría a la paciente. Su posición le aseguraba el triunfo y abandonola no obstante, alejó al enemigo a costa de una pantorrilla baleada. Fuera de aquella cicatriz contaba nueve y ni una sola condecoración. Odiaba a los puebleros más que los gauchos mismos. Decíase que cuando operaba sobre el ejército español, en el mismo real enemigo dormía noche por medio, con la querida de un coronel.
Relajábase en un largo asueto la disciplina de aquel grupo; sus exploradores nada traían; mientras continuaba la invasión. El capitán, falto de órdenes, distribuía el tiempo entre la atención de su caballo y la escansión de sus trovas. La selva tornaba a la quietud anterior de sus verdores. Un laurel muerto servía de caballete a las monturas. Chuzas y sables, suspendidos de los gajos, criaban velozmente el orín de la holganza. Los caballos convertíanse en raciones; sus cueros en toldos. Los restantes pacían cerca de un manantial cuidados por un solo hombre; y el del capitán se les reunió abandonando su pesebre, cuando fue necesario emplear todo el maíz en el mote de la tropa. Ésta ociaba a su gusto y el jefe, en una crisis de descuido o contagiado quizá por la confianza y la inacción, se emperezaba igualmente. Por toda precaución conservaban su orden de pernoctar con las tercerolas a la cabeza.
Los días enervaban con su largura; pasábanlo, aunque algo hambrientos, demasiado bien, y aquello, si no irritaba, aburría.
En eso ocurrió un incidente que vino a divertirlos en su abandono. Al cabo de muchos días, los exploradores volvieron con presa. Tratábase de un ciego que desde Tucumán se dirigía a Jujuy buscando su familia. Cómo llegó hasta esos parajes, por los despoblados, sin lástima ni socorro, nadie lo supo. Por alimento, según dijo, agenciábase algarrobas y mistoles; por bebida, tragos de lluvia en las huellas de los caballos. La miseria se atareaba en sus pingajos revejidos por los soles y aguaceros. Contaría como sesenta años. Una mecha blanca se hispía a través de su sombrero; y tal para cual la barba, esparcía un ralo brote sobre el perigallo senil. Traía a la espalda, por todo haber, una alforja con bayas del bosque y un violín rabón de cuerdas. Comúnmente silencioso, mamullaba su mate de la noche tarareando suaves tonadas en un recogimiento evocador; y cuando una de ésas, sus dedos sarmentosos vagabundearon sobre la guitarra del campamento, y largó su voz de opaca dulzura, casi como un vagido, los más herejes sintieron una falla en el corazón. Cantaba el viejo los estribillos aldeanos, el romance de algún famoso bandolero, con octosílabos enredados en el rasgueo como pájaros en el ramaje, titilando una lucecita sobre el agua de sus ojos. Por las noches, cuando al amor del fogón contaba cuentos — la historia del niño que salió a rodar tierras en un potrillo de siete colores, o la de los hechiceros que se transformaban en tigres capiangos — cada cual le reconocía rasgos de padre. Si bostezaba, su leñosa faz llenábase de arrugas concéntricas, como un sirle; y ésta era su única mueca, pues jamás reía. De aquí que lo sospecharan indio, acertando tal vez, porque refería cosas del tiempo de Tupac-Amarú — una representación del Ollantay, el drama quichua de las rebeliones, así como la ejecución de los revoltosos.
Habíanle encordado el violín cuyo arco no muy desvalido de clines funcionaba aún; y a su compás sorprendiolo el capitán una tarde cerdeando las cuerdas con un nuevo son. Era la marcha de la patria aprendida a las bandas militares; toda la música, pero sólo la primera estrofa.
El capitán la sabía también, mas nunca habíalo impresionado como aquella tarde. Cundía algo de religioso en esa canción entonada por un hombre tan viejo, cual si de las razas en ruinas reverdeciera una esperanza secular erigiéndose por su boca en árbol de música. Y como si adentro se les iluminase la mirada, vio la sorda voluntad con que los árboles y cumbres asentían a la evocación del verso.
Veneró desde entonces al mendigo, en tanto que hondos escrúpulos remordieron su corazón. Mientras él urdía coplas que sus hombres cantaban, la Canción no se oía a la hora de la muerte. Mas, si semejante conducta importaba un sacrilegio, él la remediaría; y la voz de la patria levantaríase sobre aquellas cumbres llevándose a la gloria espíritus y fervores.
Esa misma noche se realizó la escena. Los hombres, de pie ante el fogón, atendían; y cuando el viejo entonó las primeras palabras, instintivamente, como ante una presencia superior, se descubrieron. La llama a pincelazos bruscos iluminábales las barbas. Cabizbajos cual si los rozara un aire del otro mundo, cruzadas las manos sobre el tirador, escucharon en silencio. Las fisonomías permanecieron impasibles, pero poco después una voz pensó en la sombra:
—Parece un rezo!...
El capitán se inspiró. Enseñarles la marcha, creándose una banda de tragaderos que reemplazaran al ausente clarín. Formar con el último verso del coro el estribillo de la victoria y la antífona del peligro. Así redimiría su pecado de lesa patria, sustituyendo con el himno sus vidalitas baladíes. Bronco un tanto, quizá aquello beligeraría como un arma.
Y qué colaboraciones! Bordarlo a lanzadas, ritmarlo a sable, con la galopada tierra por tambor y los jarretes por baquetas. Cargas de hierro y cargas de música entre el tumulto de mandobles brillando como las rayas de un aguacero:
¡...O juremos con gloria morir!
Por toda disyuntiva, un juramento de gloriosa muerte. Nada más para las arremetidas al compás galopante del decasílabo; ese solo verso bramado, suspirado, reído en la familiaridad de la muerte, mientras reservaríase la estrofa para las solemnidades a modo de una suprema diana.
Y el capitán suponíase ya, jineteando al frente de sus hombres en la fresca mañana, las lanzas diagonales al firmamento, joyante el sol en las pieles de los caballos, recto sobre el enemigo, al trote, al galope, a la carrera, remolineando la carga sobre erizamientos de bayonetas. Y en tanto el verso belísono espoleando los corazones, pordelanteando a los regimientos enemigos, repicándoles la muerte sobre las nucas. Y los hombres, alegres de rugir aquello, echados al costillar del caballo tras el tundido guardamontes, zambulléndose en la descarga y reapareciendo — ¡ah hijos de una! — con un godo ensartado en cada chuzo.
En su táctica singular, ese arbitrio entraba seriamente, dado que ella limitábase a dos términos: cuando la partida abundaba lo suficiente, bastaba para triunfar; cuando no, sobraba para morir.
Comenzaron, pues, las lecciones. El ciego coreaba, el capitán dirigía, y con esto los hombres, que lo adoraban ya, lo santificaron. Era su cura, puesto que les enseñaba las oraciones de la patria. Algunos se confesaron con él.
La siesta ardía como una roncha en el ambiente. Semejando grumos de azúcar, se desleían cirros en la profundidad del firmamento. Sobre los collados que amurallaban el horizonte con sus lomos vacunos, cruzaban sombras de nubes. Crudamente lavado por el sol, el paisaje se descoloraba en una tremulación de vidrio neutro. El polvo reflejaba visos de albayalde. En la napa de luz de la siesta rielaban largos temblores. Minúsculas trombas bailaban en los caminos. El silencio pesaba como un bloque. En el manantial que abrevaba hombres y bestias, el agua corría silenciosa como el tiempo.
Alrededor del claro donde acampaba la montonera, erguían su columnata los árboles por entre cuyas hojas atigraba el sol la tierra. Las aves guarecidas en el follaje cotorreaban apenas, sobresaltándose con bruscos volidos entre rupturas de ramitas. Asomaba tal cual ardilla confianzuda, mirábalo todo, y azorándose desaparecía en un parpadeo. Avispas rojas encendíanse como chispas al cruzar extraviados haces de sol.
Más alto aún, el techo del bosque desarrollaba su arquitectura, enramándose con ojivales entrelazamientos de glorieta.
En puro azul los jacarandáes, los lapachos en ramilletes rosa, en borra dorada los garabatos, fingían su florescencia primaveral zarazas y felpas. Algunos ya con su traje de estío, esponjaban verdores profundos, trasudaban otros sus resinas. Destacábanse entre aquella vegetación las breas, satinados de verde sus troncos glabros. Con esbelteces de cucaña lanzábanse los cebiles: los cedros tendían como nadadores, brazos gigantescos a través de la maraña; los nogales como que protegían con doméstica paternidad, y los palos santos recelaban en su corazón fragancia y fortaleza. Aquí y allá un palo borracho de tronco oval que parecía tachonado de pernos, prodigaba al sol sus florones crema. Algún quebracho pregonaba corajudas longevidades, tenacidad de fibras cauterizadas por el tanino como jamón magro. Las flores de ceibo purpureaban con una carnalidad de mucosas. El tronco de laurel, aderezado de caballete, desaparecía casi bajo un ropón de enredaderas por entre cuyos resquicios se agrietaba su forro paquidérmico; parecía una madrépora constelada aquí y allá por el azuloso lucero de las pasionarias, adormecíanse los cuchicheos del follaje; la tierra sudaba frescura, y mientras el sol, afuera, se deshacía en brasas como un tizón, la partida sesteaba.
Junto a las monturas algo se movió en el silencio. Una víbora se descolgó a lo largo del tronco con la suavidad de una bordona, al mismo tiempo que el mendigo alzaba la cabeza.
Nada!...
Así transcurrió un minuto hasta que todo se durmió otra vez. Agitáronse de nuevo las hojas; el cañón de una carabina apareció entre las monturas, y sólo el mayor silencio advirtió que andaba gente en el bosque.
El simultáneo estruendo de treinta tiros convergentes, despertó a los dormidos, raleándolos con seis bajas; y los más, requiriendo sus tercerolas; los restantes sin advertencia ni para esto, a gatas, a saltos, en una agazapada confluyeron.
Mas el bosque retumbó con nuevos estampidos y nuevas bajas aportillaron el grupo. Dos se pararon espalda con espalda, mientras los otros corrían cazados de todas partes, una puntería sobre cada uno, la muerte sobre todos: ése abalanzándose a las ramas como postrer recurso, éste trotando en torno de los cadáveres sin ningún objeto, sordos a las voces del oficial, acorralados, irremisiblemente perdidos, cuando entre el estrépito de la carnicería se elevó un canto.
Era el mendigo, que llorando de miedo tentaleaba hacia la muerte, implorándolos en el trance supremo con la voz misma de la patria. El capitán aprovechó ese momento. Su voz, ronca de angustia, increpó:
—Canallas!... Puercos!... Así nos dejan solos!...
Y pistola en mano, los alineó en torno del viejo. Uno se dio vuelta todavía y de un balazo lo dejó tendido. El cobre de los semblantes advino a bronces. Era su modo de palidecer. Alguien, oculto entre las ramas, intimó rendición. Los hombres se atiesaron con un estremecimiento, y el capitán, avanzando al frente, respondió:
—Viva la Patria!
Un instante...
—Fuego!
Tronó otra descarga, mas ahora respondía la montonera. El tiroteo se generalizó de parte a parte, pero los godos elegían a mansalva precipitando la circuición. Entonces el capitán codeó al ciego que se prendía de sus ropas, gimiendo, y el himno brotó otra vez en un sollozo.
Ya no era el estribillo de los combates, sino la diana de reserva para los grandes días, la que nunca se entonó hasta entonces, atraída por augusta corazonada a los labios del ciego:
¡Oid mortales!
—Rendíos!
—Viva la Patria!
—Fuego!
—.......
Quedaban quince. Blancas humaredas surgían de los matorrales. Oyose crujir, al montarse, los gatillos de los fusiles.
Libertad! Libertad! Libertad!
Espontáneamente las bocas se abrieron, y fue como una avenida de música arrollando el aire. Ahora ya nadie huía. Cantando se animaban; y cubiertos de humo, flotaba el himno sobre ellos a la manera de un solemne pabellón. Alternado con las descargas, irrumpía incesante. De imprecación se volvía salmo y de salmo despedida. Más bajo cada vez, rasgábase ahora en una endecha de heroísmo, lanzada al desamparo contra la montaña, contra el bosque, contra la muerte que diezmaba desde la oscuridad; y dos o tres agonizantes se alzaron sobre las rodillas para entonarlo también.
Ya sin esperanza, sorprendidos, justificábanse muriendo. Queríalo así su capitán y así lo aceptaban, identificándose más con él en ese honor de la última hora. El enemigo no atacaba, hería de lejos, contenido por la exaltación de coraje que suscitaba el canto. Y éste mecíase cada vez más solemne sobre la erupción del tiroteo. Los talantes se agrandaban a palmos en su vibración. Como águilas salían de las barbas los versos. Y mascados por esas bocas feroces, golpeaban contra los pechos enemigos acorazados con árboles.
Desde el bosque primitivo, su clamor de esperanza decía a los mortales cuál se levantaban las naciones y se rompían las cadenas de la evocación de semejantes moribundos. Un mendigo y diez insurrectos descamisados a quienes la tumba les subía por las piernas, flacos de gazuza, peludos como animales, cantaban así su propio holocausto, foscos anunciadores de una aurora que no verían. El sol bajaba. Un escalofrío les indicó que ya apuntaban sobre ellos otra vez:
Y a sus plantas rendido...
—Fuego!
El verso se cortó como una cuerda, pues el mendigo cayó otra vez. Varios tiros convergieron a su cabeza tirándolo boca abajo como en el revolcón de un corcovo.
Aquella muerte decidió la catástrofe. Sobrecogidos de pavorosa estupidez, estrecháronse unos contra otros como las hebras de un nudo. Un vago deseo de acabar pronto sustituyó al entusiasmo del sacrificio, y la pelea degeneró en un fusilamiento.
Las mandíbulas se desencajaban; algunos se cubrían el rostro. El capitán comprendió también que el fin llegaba. Caído el anciano, su clarín, y un poco su abuelo también, ya no les quedaba media docena de suspiros.
Con clarividencia especial su mente minuciaba nimiedades y deseos, locos deseos de gritar le venían, pero no encontraba qué.
El canto, aquel delirio de un minuto, acababa de pasar como un trago de vino. De sus devaneos imperiales no conservaba ni el recuerdo. Una bala le voló el falucho, y entonces acudió el grito buscado para retar al último plomo:
—Hijos de puta!... Metan fierro!
Fuego! aulló por última vez el bosque, y bajo la humareda acuchillada de fogonazos cayó el resto de la banda.
La tarde diluía en su frescor las fragancias silvestres. Un rayo de sol, regando de luz el soto, se estiró hasta el capitán, y bajo los árboles oscuros, como besándolo, le alumbró la frente...
Si me hubieras avisado
Cuando te ibas a bañar,
Yo te habría hecho un pocito
Llenito de agua de azar.
Ay, ay, ay, ay, ay...
Déjame llorar...
Que sólo llorando
Remedio mi mal.
Rasgueaban ágilmente los mozos, aun con siete horas de fandango, pues jaranearían hasta la noche sin parar, a charango y guitarra. El instrumento indígena con sus ocho pares de primas dispuestas sobre un carapacho de quirquincho, atiplaba una especie de llantito melodioso, fingiendo distancias y detallando melancolías, a dúo con la vihuela requintada por más primor. Para floreos y posturas bastaban los trastes del primero, sobrándole aún clavijas en previsión de habilidades superiores.
No las poseían los bailarines, aunque danzaban muy bien sus gatos y escondidos. Tratábase de unos mocetones patriotas que se encontraban allá de paso — seis para cuatros mozas — y por esto los excedentes emparejaban con los instrumentos.
Entre un remolino de ruedos almidonados a rabiar y flecos de calzoncillos, las mudanzas describían primores, redobladas a talón sobre el piso. Una cueca arrastraba dos bailarines en el lánguido ritmo de sus figuras:
En el mar de tu pelo
Navega un peine,
Y en las olitas que hace
Mi amor se duerme...
Vidita de mi vida,
Dame un besito,
A la moda 'e mi tierra
Repicadito.
Y luego una anotación picaresca:
Negrita yo soy un pobre,
Pobre pero generoso;
Como el hueso de la cola
Pelado pero sabroso.
La habitación oscurecida por su alero excesivo, contenía apenas a los bailarines. Petacas y catres amontonábanse en el corredor; pero arrimada al muro del fondo, una mesa obstruía la mitad del cuarto, cubierta por un rimero de flores en el que los chillones claveles de lana se confundían con los vástagos de cilantro y de toronjil. Lianas pendían del tirante formando una enramada a un cajoncito verde que ocupaba la mesa, y en el fondo del cual, medio incorporado hasta sobrepasar con su cabeza los bordes, veíase un cadáver de niño.
Desde tres días atrás lo conservaban entre cuatro candiles, amenizando con zapateados su angelización que iba a transformarlo en el numen del hogar, mientras su cara, al manirse, profundizaba un fruncimiento superciliar de muñeco lúgubre bajo el clarín de su gorra. Había muerto emponzoñado por la leche de la madre, que lo amamantó temerosa todavía ante un supuesto ataque de los españoles.
Las muchachas, entornando los ojos, besándoles las pantorrillas sus trenzas, muy graves en la blandicia del paso, se zarandeaban sofaldándose ligeramente, o con las manos como colgadas de los brazos abiertos, granizaban castañetas:
Si tu corazoncito
Fuera de azúcar
Todo el día estuviera
Chupa que chupa.
Y los mozos escurrían su mirada de oblicua malignidad, que el chambergo velaba oportuno, por las mejillas de un moreno entre dorado y bermejo como la corteza de las granadas, hasta los corpiños de tirante redondez y los tobillos de cenceña escultura. Estaban realmente lindas con sus crenchas negrísimas volteadas a la derecha en símbolo patriótico, y sus angaripolas que, a pesar de la descalcez, resultaban un lujo para las viejas camisas de los galanes.
Pertenecían éstos a la montonera capitaneada por el padre del angelito y como más próximos, llegaron la tarde anterior. Del cuartel general se congregaba a los caudillos lugareños para una concentración en la selva; los chasques habían comunicado ya la orden, y sobrellevando el accidente que le arrebataba su primogénito al año de matrimonio, aquél no quiso ser menos y citó para la madrugada.
De un galope se pondrían al amanecer en el sitio indicado; y como el cementerio distaba, antes de partir sepultarían detrás de la casa al niño. Allá a la luz de las velas, entre el follaje y las flores, aflojábansele sobre el pecho sus manos de acemita entre las cuales contradanzaba un vuelo de moscas. Tosía a ratos en la trasalcoba el dueño de casa y la madre del fallecido salía de allí con mate para los huéspedes.
Cabizbajo, con el sombrero sobre los ojos, el guitarrero se le dormía al encordado, mientras su compañero tamborileaba a compás en la caja de la vihuela. Las llamas de los candiles oscilaban al revolotear de los pañuelos en los melindres de cuecas y mariquitas; el aire polvoriento ribeteaba de colorado los ojos, y el zumbido mosquil rondaba más profundo en torno del muerto. La danza se trocó en momento por canciones, para que una de las morochas atendiese las pailas donde hervía el arrope de la chicha funeral.
Afuera, la soledad se extendía hasta el horizonte extrañamente difuso en el vaho de horno del sol. Reinaba una siniestra quietud, algo alarmante como la precedencia de un acecho. Aquella paralización implicaba aprensiones. Ni un trino en las nemorosas quebradas, ni un balido en las praderas...
A la sombra de tres talas cuyas copas llovían frescura como anchas regaderas, las pailas hervían en sus hornallas de barro. El brebaje indígena daba punto y la muchacha era docta en ello. Desde dividir en dos porciones la harina de maíz cuya cuarta parte dispuesta en ázimas tortillas se masticaba, amasándola con las otras tres en el fondo de un cántaro y levigando todo en agua caliente; hasta reducir a jarabe el poso para mezclarlo después con el líquido decantado y fermentar la composición. Y qué chicha! Fuerte como fuego vivo, gorda, estrellada por lúnulas de oro en la sazón que azucaraba sus heces.
Recogida la saya entre las rodillas al paso que se atajaba el humo con la mano izquierda, removía la joven aquellos caldos cuya sonora digestión exhalaba acaramelado aroma. Atizó el fuego, y aproximándose a un cacharro donde avinagraban restos de fruta, volcó el líquido en el perol para aflojarle el verdín. Al inspeccionar una paila vacía, espejose en ella la moza, sonriendo vagamente a su deformada efigie; mas como advirtiera entonces el silencio anormal, miró al horizonte inquieta, como interrogando. Una calina sospechosa enturbiaba aquella serenidad. Dos gallinas picoteaban con inquieto desgano las zurrapas de la chicha en preparación. Cundía por el aire una especie de tristeza. Llegaban a ratos rumores de la reanudada tertulia, con el eco de alguna copla perdida:
Tiene mi paisanita,
Un diente menos;
Por ese portillito
Nos entendemos.
Bajo el corredor un perro acezaba. Aquel silencio, aquella taciturnidad entre tanta luz, sobrecogían el ánimo. Inquiríase sin motivos prodigiosos rumores; y desde el cielo que cejijuntaba a pesar de su limpieza, el sol vertía una dejadez letal.
La joven no reparó mucho en aquellas singularidades. Atraída por la jarana y a la vez corrida por el bochorno, regresó al rancho. Polcábase a más y mejor. Relevados por sus compañeros, los músicos se desquitaban ahora. Bajo la ramada, la patrona atendía unos tamales en avanzada cocción. A todo esto, la tranquilidad del aire se agravaba prometiendo una siesta espantosa cuando junto con lo que alertó un tero en el bajo, ladró bruscamente el perro.
—Gente!
El modo de ladrar anunciaba los tropeles que el animal sentía. Los mozos desde el patio, con una mirada exploraron el contorno. Faldeando la loma vecina, un regimiento avanzaba sumergida su cabeza en el bosque. El caudillo gaucho apoyándose en las jambas de la puerta, olfateó el peligro; calculó sus probabilidades, y a una señal que dio, los seis montoneros se deslizaron entre los árboles.
Seguro ya de aquellos hombres que economizaba, entró. Las mujeres jesuseaban junto a la mesa en consternado grupo; mas, omitiéndolas en su premura, el jefe se preparaba rápidamente. A manotones recogió los frenos; dirigiéndose a una alacena y arrancando su cortina, sacó de ella un trabuco que cebó al instante. Luego, en tres saltos, ganó a su vez la espesura.
Los otros aguardaban allá. Mantendríanse en ese punto para no desamparar a las mujeres. El enemigo no ofendería, quizá, retirándose así que se proveyera.
Sentían sus tropeles y voces en indistinto rumor, al mismo tiempo que notaban la aplastadora asfixia de la atmósfera, esa serenidad que en lo inmóvil recelaba lo inquieto. Ni los lagartos aprovechaban aquel calor. Por las serranías no se cuajaba una niebla. En tremulaciones de llama mecíase el ambiente; de loza caldeada parecía el cielo, y los limpiones del piso reverberaban como rescoldo.
Uno de los hombres escaló entre tanto el guayacán que los cubría, atisbó disimulado por su propia atalaya. De abajo, los otros seguían sus movimientos. Su mano señaló, arrumbándose a la ranchería con desesperado ademán, mientras surgía tras los árboles un borbotón de humo. La casa ardía, y el centinela, descolgándose de rama en rama, puso los pies en tierra. A bocanadas de coraje y desesperación, dijo de esas cosas descosidas que entiende el peligro.
Fuego... Los canallas... Las mujeres...
Entonces la rabia les reventó en los sesos. Alzáronse furibundos y a través de los árboles se lanzaron. El bosque pasó sobre sus cabezas como un sueño. En dos suspiros salieron sobre el patio lleno de hombres y de caballos que el humo envolvía con su membrana pardusca.
Junto a las hornallas, una feroz patulea revolvíase en torno de las mujeres, sin duda, pues bajo el montón de piernas columbrábase trozos de bayeta y de fustán. Y promiscuando en ese botín de placer, mientras los unos violaban a su guisa, baldeaban otros el pozo vecino, precipitándose sobre el cubo con borborigmos bestiales. Habían saqueado esa mañana una bodega, y borrachos de vino, tanto como el sol, mancillaban hasta el asco aquella ración de carne rebelde.
Su salacidad piafante cubría el rumor del incendio. Acoplábanse a pleno sol, con los raigones del tálamo, hambrientos de mujer, abandonando sus cabalgaduras y empabellonando sus carabinas al azar, entre un berrenchín que brutalizaba más el espectáculo.
Al estruendo del trabucazo que estalló sobre ellos, desembocaron los insurgentes blandiendo sus facones. Una pelotera de cuerpos se anudó con furia ciega revolcándose por el suelo. Los asaltantes bandearon el grupo, multiplicando puñaladas bajo el revoleo de sus ponchos, echando en resuellos el ímpetu de su envión, enguantándose de sangre hasta los codos. Agigantados por la desesperación, corneaban profundamente a la soldadesca, sembrando el suelo de greñas ensangrentadas. Unidos como una traílla hacían presa por todas partes. Mientras la culata del trabuco molía cráneos, las dagas abrían brecha; y en el ímpetu del primer choque, la tropa, verdaderamente carneada, retrocedió.
Mas el contraataque sobrevino, apenas los asaltantes se aislaron en el círculo de sus facones. La banda goda refluyó sobre ellos en una erupción de tiros y bayonetazos. Brilló por un instante el trabuco sobre las cabezas, al extremo de un brazo rojo que martillaba...
Entre las filas españolas ondeó un penacho de jefe, la cerviz de un caballo se destacó entera, gritaron los de atrás algo como alarmas, y en ese instante, con mugido de subterráneo huracán, bramó la tierra. El suelo falló bajo los pies como peldaño errado de una escalera. Un ansia de mareo basqueó los estómagos, estropajo las piernas, rodó dentro los cráneos sonoros perdigones. El temblor! El temblor! clamaban desuniéndose con el horror de un crimen los combatientes; y la sombra roja del humo que los envolvía, daba una lobreguez infernal a la escena.
Sucedía al primer terremoto un tremor amenazante; la tierra tiritaba como el brazuelo de un caballo, y en sus honduras continuaban los rumores: una ebullición de grandiosos ecos repercutidos por cavernas.
Repentinamente cambiado, el paisaje ya no era el mismo. Una ofuscación polvorienta sofocaba el aire; los caballos se desbandaban con azoramiento furioso. Cruzaban el guardapatio grietas profundas y una tripa de arrope se metía por entre dos cadáveres.
Del rancho sólo quedaban penachos de varillas sobre un escorial humeante. Un horcón subsistía abrasado, y de su corteza, las llamas en súbitos volidos, escapaban como pájaros rojos. Entre la humareda, el féretro se destacaba salvo con sus toronjiles y sus claveles postizos.
Los combatientes asendereados por el remezón, medíanse como fieras atemorizadas, presintiendo un castigo en esa intervención de la catástrofe. Y de entre ellos, una mujer espantosa, la madre, se levantó también.
Desgarradas las ropas, al aire los pechos estrujados en la pugna atroz contra esa lujuria de batallones, los ojos nadando en sangre, sacudíala un tropel de sollozos mudos perceptibles tan sólo en el temblor de su mandíbula.
Avanzó hacia el incendio, posando sobre las ascuas, sin sentirlo, sus desnudos pies; y como los soldados intervinieran, renovose la lucha. Ahora combatían las mujeres, con las manos de sus morteros y las armas de los caídos. El trabuco se abocó, mortífero, vomitó su espantable carga, y en la convulsión de un segundo terremoto, la muerte rodó otra vez bajo los árboles. A tumbos sobre la conmovida tierra pirueteaban los cuerpos. Bañados por la melcocha ardiente que las violadas les arrojaron al rostro, tundidos a tizonazos, mordidos, los chapetones talionaban a su vez, mientras al rededor torcíanse los árboles y los cerros galopaban por el horizonte.
La segunda refriega, menos viva aunque más encarnizada, concluyó con ese remezón. Los insurgentes habían caído todos. Cuatro de las mujeres yacían abiertas a tajos, con los dedos crispados entre mechas feroces, pasmadas las bocas por el ansia de morder. La otra, la madre, se alejaba seguida por su perro, con el niño a cuestas, medio quemada. Cuando los demás morían, ella penetró por los escombros arrebatando el cadáver. Su cabellera desvaneciéndose en una llama, como un encaje, y ahora, surgida de la quemazón, flagelada por sus propios andrajos, personificaba el desastre.
Sin volver su cabeza que las llamas pelaron, caminaba entre los horrores del cielo y de la tierra, destruida ella también por el interno derrumbe. Sobre su cadera cimbraron los pies del difunto, marchitos ya; los pobres pequeños pies que el perro lamía a ratos.
Entre los árboles y los pedrones descuajados, aquella figura cohibía a los hombres. Los escombros, los cadáveres con sus entrañas abiertas que el enemigo broceara al doble escarnio de sus bayonetas y de su lascivia, encomendábanle desquites. Huía hacia las rebeliones de la selva familiar, con su hijo muerto, y su desnudez trágica poseída por el hombre extranjero, entre las montañas que temblaban con su dolor. Llevaba consigo la muerte como un emblema y la catástrofe le clisaba el corazón con un juramento de odio. Semejaba una bandera en el tiritamiento de sus harapos. Sus entrañas partidas como las de la comarca natal, escondían también volcanes. Desarraigados todos sus vínculos por la fatalidad y el crimen, era la gran solitaria que durante las noches peregrinaría llorando por la selva su pesar, hasta fundir el alma en llanto, y ya sin alma metamorfosearse en tal cual pájaro de leyenda, conservando sólo el ay de su congoja en las travesías desamparadas; o suscitando en fogones y campamentos con la gemebunda continuidad de su leyenda, furores trocados en heroísmos, propósitos inspiradores de hazañas — llorosa su vigilancia, lloroso su sueño, hasta que la vida le fuera por el hilo de sus lágrimas.
Oprimía sobre su pecho aquel pedazo de carne suya, negándolo a la tierra cautiva, con tal desesperación, que algo de cadáver embebía sus huesos.
El sol bañaba implacable las serranías empolvadas por el temblor. En el silencio sobreviniente, gañían los perros. Y la transeúnte de las catástrofes rodaba entre los restos de la convulsión, espectro agobiado por su carga de muerte, mientras un clarín alzaba su alarido de bestia feroz sobre las ruinas.
La calurosa noche transpiraba humedades de tormenta. Sólo se veía sombra y no se divisaba cielo. Adivinábanse en las tinieblas, árboles, montes, como otros tantos seres de temerosa inmediación. Alguna luciérnaga parpadeaba a lo lejos. Callado el aire, enmudecían también las hojas.
Previendo un chubasco, la servidumbre pernoctaba en los galpones famularios de la finca. Únicamente en el corredor susurraban dos voces de cuando en cuando, pues los interlocutores al parecer más pensaban que discurrían.
Inmediato a ellos columbrábase el caballete de las monturas, y sobre el poyo un brasero apagado. Palpitaban fuertes los pechos de las personas, que eran hombre y mujer.
—...Siempre? rogó uno.
Y al cabo de un tiempo no breve:
—Siempre!... suspiró la otra.
Y continuó el silencio.
Noches antes, la montonera local capturó en un páramo vecino quince rezagados, que avivaban con las cajas de sus fusiles y los bastos de sus monturas un mezquino fogón. Del degüello general salvaron solamente dos oficiales, pues a éstos los preservaban para canjearlos como rehenes. Uno sucumbió en el camino; el otro llegó muy enfermo a la finca donde se acuartelaban sus vencedores.
Pertenecía ella a una joven viuda cuyo prestigio totalizaba en adoración verdadera los afectos del lugar; pues como madre y señora de todos era; y así, de madre y señora, le decían sus mucamas.
Descubría a los asuntos mal avenidos el arrequive de cada cual; providenciaba noviazgos; ayudaba a bien morir y adoctrinaba a los huérfanos. Más que andar, se deslizaba semejante a una nube. Esclarecía su beldad una cabellera zaina de oro. Llamábase Asunción. Sus veintinueve años eran como un ramo de flores. Tenía las manos de pálida finura, transparentando sus puños venitas violetas; la frente apacible como el agua, negligente la sonrisa y azuleando en sus ojos la ternura de una tarde primaveral.
Una de las primeras que sacaron la cara el Año Diez, lo abonaba desde que enviudó, con más ahínco todavía. El marido, enfermo, no concurrió a la guerra sino con su fortuna; y a su muerte, ella, ejecutando sus mandas, equipó una partida.
Reconociendo su fidelidad de albacea, tachábase de infeliz su matrimonio. Cierto día un hombre habíala pedido; ponderándolo de rico; apenas lo conocía y se desposó por obediencia. Sacó de sus nupcias incompletas una medrosa avidez de amar con la que se complicaban exquisitos dolores. Empero, su talante recataba la lucha con benévola dignidad. Su emoción no era ciega llama ni raudal preso; antes flor en capullo, a espera de céfiros amigos, como la del tarco familiar que, con la primer temperie, apunta en la desvestida rama.
El temperamento se imponía, no obstante, en la bravura zafírea del ojo cuando revivía la estirpe solariegos orgullos; en el mirar ceráuneo si la cólera refulgía; en los labios vivísimos. Su ternura latente se trocó en lástima del realista vencido. Horrorizáronla al principio las parihuelas de troncos, el sibilante anhélito del herido, un rostro traspillado por la fiebre. Después se impuso la caridad.
Dejaría el pobre sus hijos, un padre valetudinario tal vez, en la lejana España. La guerra lo embastecía sin disimular su vigor pregonado por su fértil vello; y los soles que lo atezaron en la campaña no habían marchitado enteramente su cálida palidez. Deliraba con luchas y correrías, no recordaba al viejo ni a los niños. Claro! Militar cuadrado, su alma de hierro no albergaba una memoria para aquellos seres.
Una noche habló por fin de su pueblo, de Lima, en una charla incoherente que mezclaba nombres de regimientos realistas a proezas de caballos. Entonces ya no le perdonó la señora. Además de enemigo, resultaba traidor — cierto! — traidor, esclavo del godo. Para qué servía ya?...
Á pesar de la antipatía, más se empeñaba por él en una especie de clemencia desdeñosa. A su cabecera se lo pasaba, con una apatía invencible que sólo sacudía para propinar las prescriptas pócimas: cortezas febrífugas o vulnerarias mixturas que la médica elijaba en secreto. Aborrecía a esa comadre. Su nariz oleosa, las hileras de porotos partidos que subcercaban sus órbitas, su cutis percalizado por la vejez, su truhanería siniestra a la que coadyuvaba cierta majestad científica, doblaban de terror la malquerencia. Estremecíala el chancleteo de sus ojotas. Al decir de las gentes, provocaba lluvias estaqueando panza arriba al sol, sapos que flagelaba con ortigas. Y recelábase por igual sus comentarios y sus agüeros, pues a bachillera nadie le ganaba para divulgar los tiquis miquis del vecindario. Así, la dama recobró su bienestar cuando, ya bueno el paciente, regresó aquella bruja a su rancho, rumbosamente pagada con una ternera de dos para tres.
Comenzaron, entonces, los eficaces ocios de la convalecencia, junto al catre del oficial, en coloquios de una dulzura casi triste. Él, por lo común taciturno, poco hablaba. Una que otra frase de gratitud alimentaba las conversaciones; pero ya los ojos se amistaban, así callasen las bocas. La mirada del convaleciente impetraba misericordias, desvalíase en mansedumbres a despecho de la situación ambigua. La otra respondía con esquiveces e indulgencias, ambas aquerenciándose más y más en la afición; pero frustrábanla ellos, pues la simpatía naciente antojábaseles deslealtad. Él se sabía prisionero, ella responsable ante la patria; y si uno lo encubría con altivez, la otra dimidiaba en la angustia su corazón, no acertando a preferir entre sus escrúpulos de patriota y aquella molitiva indolencia que la agobiaba como un mal.
En veces, en brusca conformidad, amañaban su destino. Atribulábalos la fatalidad; la pava con su dormilón murmullo adioseaba separaciones, y el aceptado sacrificio endurecíales el alma...
Pero los campos verdes enmelaban más que nunca sus aromas. Tal cual jilguero albriciaba idilios, y una como demisión infantil amansaba sus corazones. La patria, el rey, la guerra, convertíanse en una afable divinidad que desde el ápice de sus eternidades los anegaba en su compasión inmensa; y sus almas disolvíanse en esa bondad como dos gotas de miel en una tisana.
La convalecencia seguía. Llegó la oportunidad de los paseos al atardecer; hasta el corral donde bullían los cabritos de la parición reciente. La primera vez ella había invitado como al descuido, con volubilidad que enmascaraba inquietudes. Compareció el oficial en el patio, lleno de barbas, encabestrillado aún. Los peones soslayando torvas miradas, saludaron silenciosos; los perros arrufaron, oliendo en el hombre aquel algo enemigo.
El oficial se demudó. Sin un gesto, tremantes los labios, cruzó a la par de la señora. Ella, con una mirada, contuvo la manifiesta ojeriza; mas el paseo fracasó. Volvieron más apartados que al salir, extremando él hasta la minuciosidad su cortesía.
Lo odiaban... Bueno! y qué? Cosa más sencilla!... Pero él por su parte... De no recobrarse a tiempo, espantaba a sablazos semejante ralea. Mas si la suerte le deparaba esa amargura, el rey merecía más. Esa misma noche definiría su posición, provocando un desenlace. Viva el rey! y todo concluía con un degüello.
Pero, y ella? Ella?... ¡Se resarcía de sus pociones, de sus fundas con encajes, entregándolo imbele a los peones y a los perros! Bien lo presumió cuando lo invitara al paseo. Reía y reía. Gozaba de antemano con su ira ante las cantaletas de la servidumbre...
Lágrimas más bien de dolor que de ira le escaldaron los ojos redoblando su cólera. Ya no se acriminaba tan sólo; se despreciaba. Necio! ¿No se sorprendía paliando cobardemente la hipocresía de la pérfida? Y su indignación rebufaba otra vez.
Hermosísimo! Un oficial del rey convertido en monigote del gauchaje! Pero esa misma noche, esa misma, acababa todo.
La señora se excusó de la cena aquella noche.
Semejante contratiempo exaltó su furia. Temía sus reproches, por eso se esquivaba. ¿Mas qué de extraño en todo ello?... Y deseaba tanto verla, no por verla, no, sino por aplastarla con su altivez decidiendo su destino, que casi le manda recado a pesar de la afectada indisposición.
En fin, un sacrificio más por sus convicciones y su deber.
Por instantes la pena se exacerbaba de ironía. Prisionero... Prisionero de una mujer! Cuánta mengua! ¿No parecía un romance caballeresco — el paladín en manos de la fada su enemiga?... Prisionero y — qué vergüenza! — a discreción de una mujer!
Con la noche, ya desfogados los ímpetus, invadiéronlo las nostalgias del terruño, del ejército victorioso, sin duda, en Tucumán. Si lo recordarían siquiera sus camaradas del Gerona, ¡sus jefes del Imperial Alejandro! Ellos por allá, entre aventuras y jolgorios, tan lejos del compañero herido en mala guerra y con la perspectiva de un degüello para final.
En esto de sus meditaciones, oyó a la distancia lastimeras súplicas, después convulsivos ululatos de perros, una insólita agitación en los galpones, nada después...
Más se le enjorguinó el alma con eso. Ya no lo añusgaba el llanto, bien que le ardieran los párpados como por la tarde.
Pobres muchachos esos de la tropa! Cuánto lo querían!... un toque de clarín a esa hora y en ese estado! Lloraría, lo adivinaba. Y luego, ¡qué desamparo el suyo! Cómo necesitaba un caballito, un perro, cualquier cosa para querer!
Incomodábale el corazón batiéndole el pecho como una aldaba de bronce. A tufaradas atosigábalo otra vez el sofocón de la injuria. Bah!, por último, todo acababa al otro día. Cuestión de tiempo.
El refrigerio del alba consiguió aliviarlo un poco. Al volver de un sueño, con el sol alto ya, vio, mirando en torno, que la joven se desprendía de su cabecera. Llevábase el jarro que agotó él durante el desvelo, lindísima con sus papillotas al desgaire y su deshabillé de luto. Atravesó la pieza con su andar flotante, y sin volverse desapareció.
¡Cuántas veces, al curso de la enfermedad, habíala visto así, enternecido hasta las heces! ¡Cuántas había encarnado en ella a la hermana que imploraría del destino! Y así mismo, sin discrepar un punto: rubia, delgada, tristecita para mejor cobijarla en su devoción:— como ella en todo.
¿No cometía una indignidad sospechándola de hipocresía? Cómo no lo advirtió el día antes, cuando injuriaba de soez al mismo ángel enfermero que quién sabe por qué favor merecía?
Una humedad lenitiva como un colirio le enturbió los ojos; y ante el buen consejo de la mañana, estimó que apenas la desagraviaría haciéndose matar por ella.
A la tarde, repitiose el paseo, en una bien visible ausencia de peones que agradeció con toda su alma como un precioso don. Cuestionaron la guerra y el país, él proponiendo, ella objetando en charla cordial, casi disputando como dos amigos, cuando de un bosquecillo salió un hombre con el caballo de la rienda.
Disculpábase aduciendo excusas en una fosca turbación. Su saludo de la víspera había recalcitrado porque él veía un enemigo en el oficial. ¡No lo despidiese la señora! Era tan de adentro en la estancia, que aquello equivalía a decretarle la orfandad. Allá se crió, allá quería morir. A su parecer bastaba con los azotes.
Esto inquietó vagamente al realista. Recordó los lamentos de la pasada noche, los gañidos, el movimiento insólito y casi temblando preguntó. Un destello de cólera airó los ojos de la dama. Sí, por su orden se había castigado a aquel badulaque, se había ahorcado a la perra, y de ahí los ruidos. En cuanto a ése, que se fuera. Fincas y partidas abundaban para conchabarse. En las suyas no cabían bellacos.
Caminó el hombre un poco, después de haber saludado, y a tiempo que el otro intervenía, se volvió de golpe:
—Bueno, se alzaría entonces como un matrero. Vendría de noche, a ver la estancia solamente, y con que no le echasen los perros se contentaba. ¡Que le diera su bendición la patrona... y a correr su destino como le ayudara Dios!
El oficial intercedió entonces, accediendo aquélla. Agradeció el paisano con un balbuceo, guardó el doblón con que lo gratificó el huésped y se marchó.
Durante la noche entera pensó este último en la patria. Qué parangón cabía entre ese rasgo y su lealtad? La patria!... No residía en ella algo de la joven? Y él, a su vez, no pertenecía al mismo suelo americano después de todo? Su punto de honor no era sino timidez. La deserción clareaba más y más el ejército realista, pues los soldados criollos se pasaban a docenas. Por qué había de ser un menosprecio? Valía más, entonces, combatir contra su propia tierra? En el fondo, realista o patriota, se moría lo mismo.
Algunos días más tarde, la señora, en uno de los paseos cotidianos, se insinuó con más viveza sobre el desamor que atribuía al militar para con sus deudos. ¿Tanto lo absorbía la guerra, que padre, hijos, todo lo había de sacrificar? No se lo reprochaba, pero lo sentía...
El militar se asombró risueñamente. Reproches? ... Aun merecidos, nada valieran para con lo que le debía. Pero supuso mal. Por huérfano metiose soldado casi desde niño, y en cuanto a matrimonio, fuera de la espada...
Caminaban lentamente por un callejón de cercos entretejidos de enredaderas. El ocaso proyectaba sobre la inmensidad flabeliformes haces rosas. Algunos balidos cruzaban el ámbito. En las chozas encendían fogatas claras.
La joven seguía con más pausa aún, y dominada por el estupor que comportaba su regocijo. Mullíase la tierra bajo sus pies. El alma se le guarecía muy adentro con una especie de pavor. Sentíase desamparada en medio de una gran luz. Así, tal vez, sería la muerte...
El oficial meditaba también. En ese momento, la pugna de su lealtad con su amor, se decidía. ¡Con ella, sí, con ella hasta la muerte! La gloria, la carrera truncada, la posible tacha de defección?... Qué importaba! solo en el mundo, sin un cariño, no cifró en ella durante las malas horas toda la excelencia de su querer?
La ceja de la naciente noche subía. Bucólico vientecillo los abanicaba como lánguido tafetán. Un atajacaminos se levantó casi de sus pies, voló abajito un instante, se ocultó más allá, surgió de nuevo. Con notable atención seguían sus cabriolas casi interesados en que loqueara sin pararse para retardar la ya inevitable decisión.
El militar, poco a poco, se angustiaba con la sensación de una inmensa vaciedad. Ella por su parte, acongojábase en el pasmo de una abismadora claudicación; mientras por el aire, difluyendo con zurdas gambetas su flaccidez de hilacha, el ave, a flor de tierra, cual una almita negruzca, atenuaba un vago aleteo de pluma floja cuyo vuelo eludía la fuga con furtiva guiñada, calladamente, como atufado en felpa. El oficial habló por fin, y esa noche, desde el corredor oscuro, eligieron la estrella de su suerte común en el cielo de la patria.
—... siempre! respondió la señora.
Para la eterna súplica, la constante promesa de eternidad. Abríase la noche sobre sus cabezas a modo de una profunda flor. Por el cénit, las estrellas de Orión se destacaban entre todas como un señuelo de siete ovejitas blancas. La contemplación adormecía sus tiempos. La prodigiosa vida de los astros insinuaba en sus pechos un indeciso afán. Alguna frase venía en recuerdo del pasado, pues el porvenir se desvanecía en el optimismo de sus mirajes. Refería ella sus ensueños; él su animosidad, sus torturas cuando creyó en la befa aquel día; y cómo se le entró por el pecho el cariño semejante al arrullo de una tórtola invisible. Bebían el estío en las auras con una suerte de embriaguez que embarnecía visiblemente al oficial. Ella, con un tuco anudado en su pañuelo, se daba la luz del insecto relumbrante, que envolvía en romántico misterio sus manos meditativas, su faz cavada de sombras bajo la vislumbre, sus ojos, su cabellera y la flor del aire con que se la bien armaba. Y a los decires del amado apaciguábala inefable misticismo, como si le cayera derecho sobre el corazón un rayo de luna...
Por ruego de aquél punteaba en ocasiones para alguna endecha antigua o espinela amorosa las cuerdas de la guitarra. Ah galardones de la dicha expresa en versos campesinos! Ah tristes ingenuos que resucitaban infortunios, porque el amor, como el vino, revive las penas! Ah quejas del corazón que ya no podía más de tanto fruir en su deleite:
De aquel cerro verde
Quisiera tener;
Hierbas del Olvido
Para no querer...
El día se agrisaba ligeramente. A ratos, desde las fisuras que el sol abría en las nubes, una evasión de claridad refundía en deleble amarillez lejanos verdores. Por quebradas y vertederos el gauchaje confluía en grupos a la estancia, loando a la patrona y por anticipado a la revista tanto como al festín que celebrarían su boda. Echaban el resto ese día en tientos y chapeados. Así, no más, no se asistía a suceso de tal calibre!
Y empezaban los comentarios:
Por eso, desde que convaleció el herido, la señora se enrulaba el pelo sobre la frente. Seña mortal!
Qué ojo el del godazo! Godo?... no; americano, de Lima. Y la patrona se acordaría del refrán:
Ah Lima,
Quien no te conoce no te estima.
¡Caramba con la patrona, qué conquista! ¡Un jefe nada menos para los hijos del país! Ché, y jinete que no parecía peruano! Con su labia y sus quereres trastabillaba cualquier corazón. Y eso que la patrona no se la daba por un real menos.
Ahora, qué crías de mi flor las que irían a sacar! Si no nacían obispitos o coroneles... Porque machitos serían, a buen seguro, dado que en el tiempo de guerra multiplican los varones.
En la finca, al paso que funcionaban los osladores, íbase machacando en confección de potajes las alcamonías cuyo buen olor anticipaba suculencias. Otros mosqueteros acudían. Un viejo que siempre montaba en macho, con la mayor de sus hijas, doncella esquilimosa a quien achacaban un hijo del cura, y que no obstante sus dengues, ingería a guisa de desayuno, unos tras otros, tamales insolados de ají. Un antiguo pretendiente de la viuda, mocetón lauto al cual magnificaban unas espuelas de cincuenta y cinco onzas. Contaban que una vez, como lo hiriesen cuando se disponía para una cueca, ordenó "firme la niña" y se la bailó entera escupiendo sangre por la puñalada. Ya casó; mas pleitaba con su suegro que le hacía robar hacienda, y a quien, en castigo, unció con un toro, malmatándolo en la prueba. Una solterona ricacha, que dormía en marquesa y eruptaba a cada paso, porque, afectada de mola, se le subía la madre continuamente; y dos señoronas más, cuyo fausto inaudito se ostentaba en una vajilla de loza, pero que de cicateras mateaban con granzas y ordeñaban personalmente su rodeo...
A eso de las diez, la partida montó, disponiéndose en semicírculo sobre la playa frontera. Tremolaban en los chuzos banderolas nuevas. Algunos caballos lucían testeras rojas; otros coleras trenzadas con follaje. Apareció el oficial, de paisano, en un malacara pisador que estornudaba generosas furias. Su silla era de entrapada, así como el mandil guarnecido de oro. Por insignias llevaba un galón en el sombrero y la espada al cinto. En el tupé de su caballo se encrespaba una piocha de cintas blancas y azules.
Junto a él, en un blanco crinudo — ¡la patrona! Un murmullo se levantó de la concurrencia. Los montoneros se codeaban.
De "color bandera" vestía. Celeste la falda y blanco el corpiño; celeste el polí que formaba su tocado; celeste el cordón de seda de las bridas, celeste la fusta y celestes las crines de su corcel. Una pompa realmente solar la alhajaba, fulgurando en centellas sus dedos excesivamente anillados de brillantes, sus pendientes que goteaban fuego, su collar de perlas que la descotaba en blancuras casi lunares, su tahalí de pedrería, el tisú argentino de su bata y las lentejuelas de oro que recamaban su brial. Y sobre aquel serpenteante relámpago que era su cuerpo, las cocas rubias de la cabellera la aureolaban escapándose del polí como las carrilleras de una gálea imperial. Florecía el regocijo en sus mejillas. Airosa se cimbreaba en los lomos del animal, que con la vibración de su brío la estremecía como a una flor del agua la corriente.
Piafaban ardorosos los caballos de la montonera. Al enfrentarla, la pareja con un breve impulso arrancó al galope. Hasta la punta fueron, sentaron allá los caballos que escarceaban pidiendo riendas — volvieron. Ahuecóse en el giro la pollera de la amazona, descubriendo entre randas una botina de tabinete azul. Otra rayada, y afirmándose en los estribos, la espada en alto, el jefe arengó.
Fue como si en una reculada la serranía se abriera sobre una mar de luz.
Soldados: Al campo del honor nos convida nuestra adorada patria. Allí nos exhorta, o por la deseada y tranquila paz, o para preferir la muerte antes que caer bajo el ominoso yugo de la esclavitud.
Subyugaba aquella voz de combate rebotando en los cerros: la voz del jefe que aconsejaba lealtad. Flagraban en su acero fugaces lampos. A cada acción, su caballo alfaba.
Amados compatriotas: Si la libertad de nuestra patria ha ocupado siempre en vuestros ánimos el lugar preferente a cualquier sacrificio; si la celosa atención a sus progresos os ha hecho olvidar de vosotros mismos, se os vienen ya a las manos los preciosos momentos de calificar a la faz del mundo, que vuestros heroicos esfuerzos saben realizar los sagrados anhelos que os empeñan.
Aclamaba a la libertad con una verba combustible como la pólvora y numerosa como un redoble de tambor. Y después, volviéndose para la señora, le expresó la fidelidad de esos valientes que a su amparo luchaban, comprometiole los laureles, prometiole la victoria en arras sublimes. Ella la simbolizaría en los combates, con su nombre en los labios morirían, y para demostrárselo mejor, a ella en persona la jurarían por bandera.
Desmontaron junto con la partida, y el jefe cruzó su espada sobre el pecho de la patrona.
Uno a uno, los montoneros depositaban sobre la hoja el solemne beso que en una brumita pasajera se desvanecía. Y a través del acero, la bandera viviente sentía en sus entrañas el magnetismo de esos espíritus, como una concepción. La misma castidad de aquellos ósculos que implicaban un compromiso de muerte, añadía a la ceremonia algo de terrible. Ya herida por el amor, tantas emociones la vencían. A cada beso un alma oscura entraba como soplo de huracán en su ser desfalleciente. De sus ojos, sin una palpitación, sin un suspiro, se deshilaba el llanto. Por instantes revertíale de adentro un borbollón de orgullo. La proximidad del amante circundábala de fortaleza. Pero otras almas venían a juramentarse en ella, otras, otras, y el endeble ser rebosaba de nuevo en llanto.
El silencio que la escena producía, solemnizábase ganando con su emoción al oficial. Por la cinta de acero corrían de corazón a corazón efluvios en que la esencia de dos vidas se sublimaba. Y los besos seguían cayendo en el seno de la amante como gotas de perfume amargo. Vida tras vida, todas se le consagraban en ellos. En nombre de la patria, cuya grandeza resumía, aceptaba esa oblación de existencias. Los labios vibraban de unción y respiraban entusiasmo. Santificábanla esas bravuras que de ofrenda le imponían en el pecho sus devotos. El cielo con sus nubes, la tierra con sus montes, componían el altar de su triunfo. El alma de tal tierra, la luz de semejante cielo, la abnegación de aquellos combatientes, substanciarían el ser que procreado en calipedia heroica, iba a encarnar en el suyo su prez como garante de prosapias ilustres.
Frisaban la seda del corpiño los foscos bigotes. Los corazones desbordaban como vasos rebosantes en inseguras manos, y el ¡viva la Patria! en que se vertieron, participó del rugido y del sollozo, cuando el jefe, con brusco ademán, blandió la hoja empañada de alientos.
El payador de la comarca partíase a la guerra con dos amigos.
Traían mucho camino por la sierra, con bastante gazuza, y como el enemigo ocupaba todos los pasos, corríanse a su flanco de trasnochada afinando sus sigilos. Aproximábanse a la finca de su último patrón, hombre de avería en otros tiempos, firme patriota cuya frente aguantaba sin pesadumbre ochenta años más frescos que la espuma de las cascadas.
Si por probo lo querían, lo respetaban por veraz. Sus chacras y sus talegas enorgullecían a la región. Ahora escaseábanle al hombre las peonadas, pues él mismo emancipó a sus esclavos para que montonearan, bien sabido era, costándole más de cuatro mil pesos aquella manumisión.
Así, no iban por conchabo, sino a agenciarse de cabalgaduras y de vituallas para la tentativa; pues según mentaban los expertos, en la guerra superabundaban para el hijo del país, godos y vacas ajenas.
El viejo aquel apreciaba mucho al cantor, admirándole dos cosas sobre todo: la poesía y el coraje. Daba con gusto una vaquillona de pella por una copla, y una plaza de capataz al tercio por un revés de fantasía. Fanático por la Revolución, había renunciado al de que ennoblecía su apellido, y acababa de arruinar, hospedando tropas, un ingenio que constituía su principal haber.
Aunque algo majadero por la edad, su alegría emparejaba con su fortaleza. Conservaba todos los dientes; no hacía talón con la lengua cuando se afeitaba. Por espacio de veinte mil noches había leído con incansable entusiasmo un solo libro: la Historia de Carlo Magno y de los Doce Pares de Francia.
Sentado en su sillón de vaqueta, recogiéndose sobre las rodillas el balandrán de paño, sobresaliéndole las orejas de las botas que tragaban su calzón de prunela, sujeto a la nuca para no mortificar la sotabarba el sereno, con el rapé y las despabiladeras al alcance — hundía entre las páginas su nariz de nobiliario fuste, que la falta de bigote aun realzaba, y durante una hora rugían los añafiles; Oliveros hendía yelmos y cabezas hasta los dientes; Floripes restañaba las heridas de Guy de Borgoña; Roldán trucidaba cabezas de paganos y la giganta Amiota alardeaba sobre la puente de Mantible. Después, cuando la felonía de Ganalón ocasionaba aquel pasaje en que Roldán, agonizando, invoca a Durandal: "¡Oh espada de gran valor, la mejor que nunca fue forjada!" — invadía al anciano un sordo coraje; sus pestañas de algodón se humedecían, y con ojos que esmerilaba el llanto inquiría nuevas del ausente emperador.
Alguien le calificó una vez sus bélicos monigotes de fábulas y pasatiempos. Fue una de las raras ocasiones que lo vieron disgustarse seriamente. Retrepose en el sillón, vibrándole empalidecida la punta de la nariz, titilando enérgicamente los hollejos de sus párpados.
Mentira el almirante Balam?... El gigante Farragús?... Mentira, no? Se figuraban que ni el más sabio de los hombres era sujeto de llenar con falsedades un libro de ese tamaño?
Enojado, astillaba con sus uñas el carey de la tabaquera; y en sus labios, que las canas, con menudo brote, exasperaban como hojas de melonar, escocía el reniego favorito:
—¡Voto a Tristán de Cartas!
Dormían de tiempo atrás en la finca, pues ya mediaba la noche. En el cercano chiquero, las ovejas revolvíanse a ratos con sordo trajín sobre el colchón de boñigas; unas desveladas por el celo, las otras adormecidas en una beata plenitud de rumia. Como un caserón recién enlucido, el ámbito de la noche estaba lleno de luna y de silencio. La gente reposaba en el patio sobre catres y monturas. Algún perro, circulando silenciosamente alrededor de los dormidos, olfateaba una cabecera junto a la cual se enroscaba luego. Abiertas de par en par, las puertas ahoyaban con sus vanos la sombra. Bajo la ramada, y junto al horno, vaporizaba entre exhaustos tizones la olla jabonera, saponificando con dejo alcalino sus chicharrones. Por la techumbre escurríase una comadreja en merodeo, con la suavidad de una tira de faya.
Mientras tanto, un ejército de nubes subía del horizonte. La humedad condensábase en motas por el cielo, donde la luna, hasta entonces quieta, marchaba ahora. Los caminantes llegaban en ese momento al guardapatio. Detuviéronse junto al pozo y deliberaron bajito. Los perros, al reconocerlos, saltaban al rededor acezando y rabeando. Era una imprudencia despertar la gente a esa hora; mas las montoneras organizadas a gran prisa, no aguardaban.
Ocurriósele entonces una idea al payador. El patrón gustaba mucho de los versos; él traía consigo su guitarra y en su repertorio unas décimas, las favoritas de aquél. Décimas patrióticas compuestas cuando las victorias de Tucumán y Salta para glosar una epístola de Goyeneche hallada en los bagajes de Tristán, y en la cual anunciaba éste el envío de un sable cuya vaina requería compostura. Despertarían al anciano con un rasgueo de vihuela y el primer pie de la glosa, convirtiéndola en serenata de despedida.
Aprobaron el expediente, así sacarían caballos y bastimentos para el viaje. Entre sonrisas, bajo los alones de sus chambergos, idearon la conjuración. Desenvolvieron la guitarra que venía en un poncho, a resguardo del sereno; y acuclillándose, con dos tientos ágiles como suspiros, el mozo afinó en temple del diablo para cantar su glosa. Crujieron las clavijas, murmuró una nota que se descolgó por la cuerda como una arañita, y un momento después el payador alcanzaba la cuja donde su patrón dormía con la nobiliaria nariz vuelta hacia el firmamento.
Un gallo cantó en ese momento la media noche, y por instinto los caminantes alzaron la vista para confirmarlo con la luna. Allá arriba librábase en silencio un combate entre el astro y las nubes. Profundizaban éstas sus moles con la grandiosidad de una selva, virando deslizamientos sobre resbaloso cristal. La luna flotaba en un claro que por contraste con el inmediato candor parecía un remanso negro. Desmoronó al pasar uno de aquellos rocallosos picos, descubriendo terrones de plata; se sumergió en la abundancia brumosa, desvelose a medias entre turbios vahos, se hundió de nuevo y por fin corrió hacia una infinitud de vago celeste, rodando por el borde de una nube como una perla de hielo sobre el bozo de un cisne. La escena modificábase sin cesar. Las nubes, bajo la incidencia luminosa, pasaban del gris torcaz al blanco de magnesia. En ciertos bordes exaltábase el esplendor hasta un matiz azul eléctrico, opalizándose en trémulas ternuras de cuajadas. A ratos la luna retraíase en una serena latitud; mas a poco regolfaban desde el horizonte vedijas pardas, que aproximándose a ella cobreábanse levemente; alcanzaban una traslucidez de alumbre y verdegueaban por último hasta pasar frente al astro, iluminándose de argentina escarcha las unas, otras conservando su opacidad entre espejos de lóbrego azogue.
Aludes sin eco rodaban por las planicies celestes; copas de robles fantásticos se retorcían. Sobrepujaban a los promontorios sombrías eflorescencias de tapioca, casi instantáneamente ahogados en la expansión de grandes borrones cuya movilidad engendraba aquella orografía negra, aquel derrumbre de árboles prodigiosos y cargas de nieve que algún desnivel de los cielos amontonaba en el camino de la luna.
Luego, toda esa inmensidad declivó al horizonte. Como bajeles desancorados, con lentitud majestuosa, las nubes partieron esmaltándose de plenilunio o proteizando sobre la marcha sus siluetas. En copos desflocados, en lanosas gibas, fraccionose su deleznable grandeza. La luna bogaba en su soledad magnífica por una confluencia de luminosos piélagos, vulnerando en parábola de quimérico proyectil aquella fantasmagoría que el horizonte enterraba como una fosa.
El cantor, siempre a gatas, llegó por fin junto al lecho del anciano; enderezose colocando su pie izquierdo junto al cabezal, y a vuelta del ademán con que se empinó el chambergo sobre la nuca, el canto empezó:
Ahí te mando, primo el sable;
No va como yo quisiera:
de Tucumán es la vaina
Y de Salta la contera.
Dulcemente, el dormido abrió los ojos, sonrió a la copla que aleteaba en torno de su cabeza, y permaneció cruzadas las manos, subrayada la nariz por una sonrisa. Las sombras de las nubes pasaban sobre su rostro como telarañas. En las habitaciones, tras las puertas entornadas ahora, parpadeaba un candil; crujían enaguas, oíase trastornos de menaje, cuchicheos de las mujeres que se arreglaban preparando a la vez el mate, con cautelas premiosas. Mientras, el payador proseguía:
Cercado de desventuras
Desdichas y desaciertos,
No distingo sino muertos,
No veo sino amarguras.
Los hijos de estas llanuras
Tienen valor admirable:
Belgrano, grande y amable,
A mí me ha juramentado,
Y pues todo está acabado
ahí te mando, primo, el sable.
Ahora se veía bien la faz del cantor —picada de peste, oblicuos los ojos, ralo el bigote de mestizo. Su camisa arremangada descubría los venudos brazos; y el calzoncillo, muy corto, desnudaba desde la escamosa rodilla al pie. Varias cicatrices bordaban aquel semblante. Rastros de turbulentas payadas en que el vencido dejó por los suelos fama y tripas; rúbricas de empresas célebres para birlarle la manceba a un corregidor, o distraerle los cuñados a una adúltera pintona, o sacar del cepo algún cristiano que por ratería se descuartizaba en los maderos judiciales. Un costurón en la nariz fechaba su más picante aventura.
Como en la alcoba de las muchachas no había más puerta que la medianil con la de los mayores, gateaba por una de éstas aproximándose al nido de su cortejo, en la oscuridad, tan caviloso de que lo apernara algún perro, que se llevó de narices un travesaño de la mesa. Al estropicio, la vieja se enderezó.
Momentos de angustia. Mas, sobreponiéndose valeroso, al tiro concibió la salida. Con los dedos apeñuscados se rascó a golpecitos tangenciales sobre el temporal, y tras un breve silencio, la vieja, engañada gruñó fuera perro! y se durmió. La guitarra reía anchurosamente la segunda décima:
Cada jefe, testimonio
Dio de ser un adalid;
Díaz Vélez más que el Cid,
Rodríguez como un demonio;
Aráoz por patrimonio
Tiene la índole guerrera;
De Figueroa, a carrera
Me libré, si no me mata...
Estoy ya de mala data;
No va como yo quisiera.
Y qué pico de oro el condenado! Al cura su tutor, le ayudaba a misa en latín y le descifraba los libros de letra chica. De esto se le pegaron como suyas las picardías de Pedro Urdemalas, cuya historia leía asiduo. Sabía de memoria varias novenas; y así, mascullando gozos y letanía, se aficionó a la parranda y a los versos, hasta que se desgració por una moza rompiéndole la guitarra en la frente al entenado del alcalde, y abandonando la tutela parroquial para bribar en chacota perpetua. Excelente músico, no ignoraba uno de los cinco tonos para temple de vihuela. Por derecho para canciones, por falso para yaravíes, por el del diablo para las gauchas; y hasta los de tresillo y por música, difíciles entre todos. En los fogones contaba vidas de santos y remedaba a la perfección el lenguaje de los presentes. A guapo y galán nadie le competía, pues cabriolaba lo mismo un zapateado que un zafarrancho a puñal. En los velorios, seguro que se aparecía de botarga espantando gente; o que desleía sen en las pavas, sobre todo cuando excedía en el trago; pero era muy servidor, eso sí, aunque de bebida cargosa. Los préstamos y los convites lo tenían de la cuarta al pértigo, mas, queriéndolo las muchachas, con chichisveos se resarcía. Nadie como él para argumentarle a una celosa o asediar a una ingrata.
Forest, Superí y Dorrego,
Perdriel, Álvarez y Pico,
Zelaya, en laureles rico,
Y Balcarce, brotan fuego.
Arévalo, de ira ciego,
Su patriotismo no amaina;
Me han cebado una polaina
Los tales oficialitos,
Y ahora dicen los malditos:
De Tucumán es la vaina.
Las nubes, reteniendo su carrera, soldábanse en témpanos blanquecinos a través de los cuales amortajaba el paisaje, como leve ceniza, la vislumbre lunar. Una agravación de silencio coincidió con esa atonía gris. La cara del viejo, inmóvil en su éxtasis, tomaba la misma lividez del firmamento; y en la serenidad de cien leguas que rodeaba el paraje, la glosa concluía petulando travesuras, al compás del bordoneo que se desgranaba denso y mate como una gotera de agua hirviendo sobre un reseco piso:
Por fin ese regimiento
Llamado número uno,
Me ha dado duro escarmiento.
Y es tanto mi sentimiento
Que ya existir no quisiera,
Pues la fama vocinglera
Publicará hasta Lovaina.
Que es de Tucumán la vaina
Y de Salta la contera.
Con el último verso, el anciano apartó sus colchas tendiendo una mano al mozo. Pedía sus prendas: las botas... el balandrán... su sillón.
Orden de no dormir en la estancia. Mate y cigarrillos para los huéspedes; y al alba, caballos, que así marchaban con la fresca. Caballos de su marca, eh?... la marca de parrilla, con sólo dos barrotes y un martillo.
Confusos, ponderaban ellos tanta generosidad, agradeciéndola. Valdría cada uno dos, en esos caballos. Bien conocían la marca — una greca de seis líneas, las tres perpendiculares más largas que las transversales, y dos barrotes internos paralelos a ésas; cada hijo del patrón añadía uno; y su nuera viuda, como ya no cabían más, pues sumaban ocho, había agregado otro martillo. Pero como famosa, la del viejo, la primera. ¿Parrilla con dos barrotes y un martillo?... Enfrenar a ojos cerrados! Para qué se molestaba el patrón! Podía auxiliarlos con cualquier cosa, no más...
—No, no; ¡qué le aspaventeaban tres mancarrones! La patria merecía mucho más, pero cada uno daba según sus posibles. Bien que lo motejaban de tacaño los vecinos. Se equivocaban. Él sabía sus cosas. Gastaba el peso como medio cuando se debía, y de no, cicateaba el medio como peso.
Todavía se recordaba su boda entre la gente de edad. Hasta volatines había costeado de Potosí. En la plaza del pueblo, durante una semana, la gente bailó y comió hasta empacharse. Se cantó una misa a san Isidro, con ceremonial de rango y procesión en la que dos bailarines, disfrazados de bueyes, deleitaron a la concurrencia. Tres hermanos suyos condujeron el guión como alféreces de la misa. Tirose manchancha de reales cuando terminó el casorio.
A la cabeza del cortejo nupcial, enancados en un rosillo, cuyos escarceos contenía a guisa de gamarra una cadena de plata maciza, los novios partieron al galope, mientras el acompañamiento prorrumpía en vítores agitando ponchos y pañolones, y desplumando gallos vivos en conjuro de la infidelidad...
La novia recibió como presente de sus cuñados una esclavita, y el novio le compró un Don al mulato bastonero de los fandangos.
Ahora, viejo ya, recordaba con gusto esas glorias de los tiempos de antes y no le economizaba a un jolgorio. Así, cuando Dios lo llamara a cuentas y le preguntara: Florencio, te regalaste? Podría responderle: Sí, mi Dios, sí me regalé.
—Pero la gente con sus habladurías! No más un hombre acomodado desamparaba a cualquier botarate, ya le negó una sed de agua al pobre y no comió huevos por no tirar las cáscaras.
Los pasajeros asentían con vagos monosílabos que espoleaban aquella trasnochada elocuencia.
—A la guerra, no?... Bien hecho! El varón precisaba aguerrirse, amadrinándose con el peligro. Ah, una llapa de mocedad para largarse lanza en ristre por esas puntas, con tanto buen americano! Plata... Caballos... Todo, hasta los zarcillos de su mujer donaría.
Y palmeando el sillón, como si lo obsedieran sus evocaciones catedrales, empalmó en el tema caballeresco. ¿No osaron negarle como una ficción sus Doce Pares y su Emperador? Y no estaban hirviendo esos pagos de Oliveros y Roldanes? ¡Cabal! cabal! Bien lo había pensado una vez: Si este Roldán parece criollo hasta por el apellido!
En aquel momento las nubes ralearon, y una cumbre repentinamente bañada de luna sonrió a lo lejos.
Iba a aviarlos con vituallas, un amasijo que leudaba adentro, quesos cuya adelantada caseación perfumaba desde el zarzo. Por el momento, una copita de aguardiente añejo. Nada lo embebecía a él tanto como el valor. Al hombre valiente lo sufría hasta ladrón. Era la primer virtud. El arzobispo Turpin, velay, cortaba cabezas de moro tan bien como Ricarte de Normandía...
Los montoneros, beborroteando su aguardiente, oían aquellos nombres un tanto sorprendidos; mas, comprendiendo que se trataba de algunos coroneles antiguos, relaciones del patrón, bajaban la cabeza respetuosamente.
El viejo, implicando cada vez más un aplauso en la aquiescencia, pues ni admitía duda sobre tan precipuas historias, proseguía, ya entrenado en la narración caballeresca, tajando escudos y desguarneciendo arneses.
Veneración y silencio de los oyentes. A miles de leguas, mediando toda la anchura del mar y todo un abismo de historia, Durandal resucitaba en esa chifladura los legendarios desafíos. Quedaba todavía una credulidad para las descomunales pajarotas de la caballería andante; y ella se comunicaba por instinto a aquel poeta insurgente, que paladeaba, junto con el relato, una actitud de brava herrumbre en esos apelativos de paladines.
Sería ridículo, pero de ningún modo imposible. ¡Mentira los Doce Pares! A él con ésas, y los patriotas venciendo en cada recodo a los vencedores de Roldán. ¿Mentira los Doce Pares?... Gauchos y todo — ¡aquí te quisiera ver, Carlomagno!
Con el frescor matutino desvanecíanse los vapores. La luna descendía acompañada por una estrella, y el alargamiento de las sombras imprimía algo de fúnebre a los objetos.
Preguntados por su arsenal, los forasteros enseñaron sus cuchillos. El viejo sonrió, fuese callado a dentro, y volvió poco después con un regalo para el cantor, según dijo. Los hombres supusieron un pichel de guarapo, dadas la forma y dimensiones del objeto; pero se engañaban. Lo que había enfundado allí era un trabuco de bronce cuyo gatillo agriaba crujidos bajo el pulgar de su dueño. Y con el arma un chifle de pólvora. Para mixto servía el pedernal del yesquero, y a falta de plomo se cargaba con piedras. No como esas tercerolas delicadas de paladar, que sólo aguantaban cartuchos.
Aquel naranjero veterano, con su carraspera de herrumbre en el gañote y una bizma de pita en la culata, escupía a lo demonio cuando llegaba el caso. Poco esbelto era, sin duda; pero ladraba la muerte como un cachorro de cañón. Temblaban entonces los caballos en diez cuadras a la redonda. Tres vidas de hombres cabían en el fulminante abanico de su disparo. Cuando joven, relumbraba en las trifulcas como una alhaja; chasqueaba limpiamente su colmillo de hierro al montarse sobre la cazoleta, y al regar su pólvora sobre el peligro, parecía un florero de metal coronado por un tulipán de fuego.
Decrépito ahora, sus regüeldos terrificaban aún. Tenía nombre como un perro, se llamaba el Ñato. No se trataba de un naranjero cualquiera; éste no pateaba, y de celoso no sufría una pulga en el oído. Descargado, servía de cachiporra; cebado, era como si llevase uno a la cintura el infierno en una píldora.
Confiábalo al payador, pues no de vicio lo conocía por ladino y aseado de conciencia. Pero no se contentaba con esto, y deseando una despedida digna de su fineza, le regalaría también unos confites de los que solían gulusmear los Doce Pares.
Tosió una risita coja, frunciendo los párpados con la malicia de su traspensamiento; una guiñada le corrió desde el labio a la ceja como un buscapiés, y entre la asombrada gratitud del mozo, hasta la boca le colmó el sombrero de doblones.
Borneándose sobre su caballo cayó a la cancha el viejito.
Desde que los chapetones ocuparon a Jujuy, se encariñó con ellos. Vuelta a vuelta prodigaba consuelos a los descorazonados, recetas a los enfermos, un informe al oficial de servicio y risueñas bellaquerías a todos. Cuando al aproximarse el ejército los vencidos emigraron a Salta, él, un tanto por sus achaques y otro por afición al rey, se quedó en su choza suburbana, arrumbado como un cachivache. Un día sí, otro no, se arromadizaba horriblemente, exagerando un poco, tal vez, su caducidad; pero insistiendo tanto en ello, que no resistían creerle. En caso de duda, descubríase silencioso; y ante sus canas enmudecía toda objeción.
Montaba a caballo doliéndose con desafinados gargajeos. Y cómo no! si hasta choznos contaba ya. En sus mocedades había hecho de platero, acreditando unos mates cuyos mangos remataban en cresta de perdiz. Cierto es que no le confiaban prendas sin peros y refunfuños, porque solía desplatarlas; y aunque las devolvía bien parejas, a los primeros frotes se les notaba ya la liga. Cosas de maldicientes, afirmaba él.
Inepto ya, industriaba en cucharillas de cuerno y escudillas, o apunchaba peines. Su respeto rayaba en timidez. Que los otros se amotinaran, prefiriendo los generales porteños a su Sacra Real Majestad, se le daba a él un comino. A él no lo sacaban de sus casillas a dos tirones. Y aunque — para qué mentir — lo afectaba tanta devastación entre sus paisanos, ¡bien se les empleara por metidos a empresarios de grandeza!
Tanto lindo mozo pudriéndose panza arriba por esos peñascales! Tanto parejero deszocándose al botón! Tánta siembra desperdiciada, y lo peor: tanto valiente comprometido en aquella lucha con perdularios hijos de mala madre!... De modo que le asistía razón para sus protestas y detracciones contra esos mocosos, emperrados con la patria como si algo les hubiese de dar. Y que les menearan sable de lo lindo. Ya que no a las buenas, a las malas se les asentaría el juicio!
Estos propósitos demostraban su sensatez y lealtad, aunque en ocasiones lo asaltaban intermitencias de estupidez. A su polítropo palabreo sucedía el mutismo. La vena metafórica daba en seco. Mas estas viarazas concluían pronto, interpretándose entre sus camaradas por manía o mal humor. Su fisonomía, compuesta de una barba en escobillón que le pululaba los pómulos, una epidermis de cordobán y dos ojazos perrunos, nada decía en su tranquilidad astuta. Y sólo se le notaba la devoción realista desde que prevaricó por el rey.
Figuraba como sargento de los maturrangos un traidor a la montonera. Muy distinguido por sus jefes, gozaba también las predilecciones del viejo, cuyo proceder análogo absolvía su infracción; pero aquél conocía su nombre y su culpa, y desde el primer momento le cobró una tirria mortal. Él le adeudaba todos los sinsabores de que su espionaje — objeto de su permanencia en la ciudad — adolecía.
No sin costo habíanlo inducido a aquella misión, pues codiciaba como los demás su parte en la presa goda; pero su perspicacia y sus socaliñas señaláronle aquel otro destino. Entonces, por disciplina, se sometió.
Preferíanlo por exacto en el cumplimiento de las órdenes: pues a tanto llegaba su estrictez que la más mínima omisión exponía con él a serios equívocos. Referíase un incidente a propósito:
Al estallar la guerra, merodeaba como cabo de una partida. Cierta vez el jefe partió, encargándole para el día siguiente la ejecución de un reo. Quedaron con él tres hombres, uno de los cuales, que era amigo del condenado, abogaba en su favor. La fuga parecía imposible, pues el cabo vigilaba en persona; las súplicas volvíanse inútiles con aquel viejo que se incrustaba como en cal y canto en la consigna. Era necesario, entonces, sacar partida de aquella misma rectitud.
El soldado pidió conferenciar con su jefe a solas, para consultar un asunto de conciencia.
—No bien amaneciera ajusticiarían al prójimo ése; era claro. Pero aquí empezaba la dificultad. El jefe había ordenado bien claramente fusilarlo, lo cual significaba ejecución a fusil. Y cómo lo iban a efectuar, si no tenían más que tercerolas?...
El cabo miró vagamente por sobre los árboles, estiró el labio inferior, rascando al mismo tiempo su cigarro con el meñique. Su perplejidad fingida, tradújose durante un rato en apagadizos pestañeos. ¿A que lo fusilaba ahí mismo para que no fuesen camanduleros y se burlaran así?...
Al fin, simulando que se aclaraba, en un definitivo encogimiento de hombros:
—Tiene razón, dijo; eso sería tercerolearlo.
Dos horas después, un chasque ganaba momentos para solicitar del jefe la interpretación; y esa misma noche el prisionero fue indultado, ratificándose en semejante forma aquel verbo tan original.
A favor de su rigidez un poco tozuda, el hombre ocultaba sagaces amaños. Su duendesco sombrerote agregábale algo de bonachón que en presencia del tránsfuga crecía aún; pues abominando de él, así lo amansaba. Los bigotazos que distinguían entre todas aquella faz, multiplicaban su encono. Y con qué prolijidad los acariciaba el maldito! Y cómo los cuidaba! Semejante puerilidad llegó a embargarlo de tal modo, que todas sus inquinas localizáronse al fin en ese mostacho.
El ejército iba a marchar cuando volvieran los destacamentos que procuraban víveres; su comisión concluía entonces, y aprovechando la ocasión quería despedirse de él con una broma memorable.
Al cabo de laboriosas rumias, llegó a elaborarla su malignidad. Había descubierto un tahur en el felón y cultivaba hábilmente en él nostalgias de juego. Remembró parejeros como luz, que corrían dos cuadras en un credo; otros que en tiro de una legua se venían sobre el freno hasta la raya. ¿No consentiría el jefe una carrerita de a cuatro reales por despuntar el vicio? Él, en su picazo, se animaba; pues con dolencias y todo el solaz lo remozaría. Además, un picazo tan mancarrón, quizá ni galopara. Con cualquier mostrenco del parque se lo igualaría.
Las condiciones?... Eso se arreglaba fácilmente. No incomodándolo en los remesones, quizá se desempeñara. De lo contrario, se divertían a sus expensas y esto le agradaba también. Al fin los viejos no servían para más, y adonde irá el buey que no are!
No había rastros de insurgente por los contornos; mas, para no arriesgarse, podrían correr en la Tablada, hacia el norte, es decir cuesta abajo como carrera de pollinos. Los parejeros no daban para más.
Metió parola de tal modo, que el tránsfuga se tentó. Candongueando mucho, arrancaron la licencia. El viejo, transfigurándose en la propaganda, entusiasmó a los soldados, aduló a los jefes con su facundia pintoresca.
Todo el mundo iba a jugar: y él, por su parte, si le ayudaba el apóstol Santiago, patrón de las carreras...
Con el traidor, sobre todo, derretíase de marrullero, mirándolo entre jocosas jactancias. Le ganaría cortando a luz y sin rebenque. Ni soñase igualarlo con un matungo como ese tordillo que eligió.
Efectivamente, los parejeros justificaban cualquier chiste; y el picazo con sus orejas peludas, su cerdeada cola, sus largas cernejas, presentaba la catadura más deplorable. Sin embargo, su reciente pelecha, bien que empañada de polvo adrede; la vivacidad de sus ojos, la delgadez firme de su barriga acusaban una adulteración; pero los maturrangos no entendían jota de aquello, y el bribón del viejo lo explotaba.
Aquel caballo era su "crédito", y con él se había quedado para estar pronto a cualquier evento. Rápido, de aguante, y con vasadura negra que resistía mejor las asperezas. Día por día lo afeaba diestramente, y hasta lo contramarcó, aplicándole caldeada la argolla de la cincha sobre un lienzo enjabonado, para convertirle la marca de media luna en rodela; pero al mismo tiempo compartía con él fraternalmente su maíz y su algarroba; y si en realidad no conversaban, entendíanse a respingos e interjecciones. Todas las tardes se efectuaba aquella comunión de afectos. El hombre llegaba al palenque, pienso y balde en mano. Empinadas las orejas, estremecido por breves crispaciones su eréctil belfo, el caballo saludaba con relinchitos sordos. Y mientras a la luz del cielo grisáceo donde lucía una desamparada estrella, acompasábase la masticación del cereal, el viejo, apoyada la mejilla en sus brazos puestos sobre la cruz de la bestia, se abismaba en sus recuerdos. La melancolía crepuscular, como una hebra de humo, lentamente ascendía en su alma; y sus ideas adormíanse al forrajeo de suculencias que roznaba en el morral. Por los maizales erraba un chispeo de luciérnagas. La sequedad revenida del pesebre trocábase en un vaho sedativo, apenas sombreado por ligera acedía. El agua del balde, reflejando la vislumbre estelar, se arrugaba cual un sombrío argentpel. La Vía Láctea difundía en las alturas su lloradero de manantial; y a medida que el hombre aglomeraba pensamientos, las lomas vecinas llenábanse de noche.
Rememorando estas cosas tranqueaba el viejo en su picazo. La tarde se amodorraba en una calurosa luminosidad, cianurando el cielo. Frondosas eminencias encajonaban la llanura a cuyo fondo erguíase la sierra como una mole de hierro fundido. Una nube inclinábase hacia el sol, adquiriendo en su descenso espesores de ova. Sobre una pared distante, algún cacharro concentraba la luz en un punto ardentísimo, especie de llaga ustoria hormigueada de agujas. Los soldados concurrían al esparcimiento improvisando tiendas con sus capotes.
El viejo desafiábalos al pasar con sátiras incisivas como puyazos. Qué, no arriesgaban siquiera una onza?... Y ofrecía empeñar su poncho calamaco que acarralaba profusamente la vejez. No fueran collones! ¡A ver dónde estaban esos reales!
Los soldados muequeaban acerbas sonrisas. Jugar?... Si ya ni aliento les quedaba!
Qué diferencia entre aquella diversión y las fiestas de otros tiempos!
El insurgente recordaba carreras en tardes así, centelleadas de sol.
Mientras llegaban los parejeros, la concurrencia bullía. Los más nerviosos no se apeaban; iban de grupo en grupo tomando lenguas; recibían y encomendaban recuerdos. Otros, bajo algún carretón empinado para armar pulpería a su sombra, parrandeaban con las pulperas al doble crepitar de las bordonas y del sebo rabioso de las frituras. Más allá una tabeada:
Al que tira!... Al que espera!... Pago!
Perfilándose en guardia, semiflexas las rodillas, sosteniendo con la mano izquierda el poncho y sompesando la taba con la derecha en pronación, el que tiraba resistía impasible el bullicio, mientras uno de su bando se comedía a aplanar el sitio que el astrágalo marcaría al caer con su rastro de carnicol. Al fin las apuestas concluían. El jugador enjugaba su diestra en el polvo: empinaba su chambergo; encogía un poco las piernas... y despedía el chirimbolo. Si éste sorteaba, los comentarios; las discusiones si hacía pinitos; si perdía, las disculpas: Claro! Quién iba a jugar con tabas culeras?... Y cuando arribaban los parejeros, cuánto alboroto en la pista! Cuánta apuesta instando a ultranza con puñados de patacones!...
Qué distancia de esas reuniones a tan deslucida jugarreta!...
El del tordillo presentábase a su vez. Sin trámites ni requilorios desensillaron. Aquél se descalzó en un santiamén, ajustó su faja, y tras una caricia a sus lozanos bigotes, saltó a caballo. El viejo ultimaba idénticos preparativos con desesperante pachorra. Invirtió varios minutos en abrochar las pihuelas de su espolín de hierro. Una sonrisa socarrona le enjaretaba las mejillas en el pregusto de su lograda morisqueta. Agachado, chacoteaba al traidor.
—Por qué montaba en yegua? El que lo hacía, nunca llegaba a juez. Cuanto a la carrera... Bah! La llevaba a la fija, y rifaba su pingo en cinco onzas una vez concluido el lance.
El contrario atusaba nerviosamente su bigote, sin responder. Por último el insurrecto montó.
Los rayeros, dos cabos formales que sabían algo de la cosa, ocupaban su sitio, cuadrados militarmente y muy poseídos de su papel. Lerdeando deshacíanse los grupos. Varios oficiales asestaban sobre la pareja sus anteojos. Un coronel fumaba, enhiesto en su mula. En la cinta de la cancha, erguíanse a ratos minúsculas trombas. Algunas matas de pasto medraban sobre el andarivel.
Decreciendo el bochorno, estridulaban ya por las arboledas algunas cigarras. En el horizonte segmentábase el disco solar; y la nube, al rasar su borde se cobreaba ardientemente, exaltándose después en lobregueces de ocre dorado y de colcótar como un pámpano otoñal.
Los corredores, enderezando sus caballos a la pista, aflojaron un poco. Un breve trueno, una polvareda... La primera partida. Éstas se sucedieron, pues el del tordillo, percibiendo la ventaja de su rival, mañereaba. Al fin lo cansaría con sus galopes infructuosos.
El viejo daba changüí de buen grado. Rejuveneciendo en la pugna, ya no clarineaba catarros al montar ni se alebronaba con miserias de lisiado. Después de cada partida, desmontaba para refrescar su caballo; y sin esfuerzo, agilitándose con alborozado brinco, se encaramaba una y otra vez.
Recogidas las cervices, devorando la pista en sus remesones, los caballos partían de nuevo. Y el hombre de la patria, reavivando su instinto de horda al poder de esa vibrante estructura cuyos trasportes regía, perforaba con sus ojos la selva propicia de los ardides y descomponía su cachaciento envés, sorbiendo a tragos aquellos aires de país libre, que arboledas y cerros le mandaban con los hálitos de la tarde.
Sus dedos envarábanse de impaciencia entre las bridas; arrebatábanlo presuras de victoriosa carrera a toda la furia del animal, por los campos abiertos, en desfilada a su flanco los montes. La nube roja, desde las alturas, pregonaba degüellos. Arriba, en pulpas de tomate, rielaba sobre oropeles su bermellón; degradábase al encarnado, luego, y ya en la base, rutilando escarlatas al confundirse con el astro, deflagraba como en una apoteosis sus estruendos de color.
Frente a frente con el hombre, la serranía ofertaba su trinchera. Allá el gauchaje concluía la mensura de la patria a punta de chuzo y patas de caballo; allá residían las indiadas fieles, con sus hileras de ojos vigilantes, sus pedradas tremebundas y su artillería de estaño. Y el corazón le cabresteaba para allá con un angustioso dolorcito de calambre.
Continuaban las partidas. Desde la raya, los espectadores, molestos con tanta dilación, pedían que largaran. El viejo aventuró un reproche, pues su caballo pintaba ya en sudor. Ese fraude infringía lo convenido, prorrogando excesivamente la cosa.
Por fin igualaron los animales. Partieron al galope, a media rienda, equidistando siempre, casi sobre las crines la mejilla, altos los rebenques cuyas lonjas ondulaban en el aire.
A un tiempo castigaron. Fue como un gran relámpago negro.
Pasaron entre una polvareda y un raudo redoble de jarretes, afinándose como navajas los brutos en el estirón de la arrancada.
Llegaron ante los rayeros, paleteando el tordillo entre vociferaciones de triunfo, cuando el patriota arremetiéndolo, con imprevisto empuje, lo asobinó de un puntapié. Bajo la pelotera rayó el suyo; corrió al sitio donde el traidor hozara la tierra, y tras un alarido de éste ahorcajose otra vez emprendieron la fuga, y enseñando entre sus dedos un mazo de bigotes.
Los realistas, perplejos, socorrían al camarada. Apoyándose en su cabalgadura, el miserable revolvía despavoridos ojos. Su rebanada boca burbujeaba arroyos de sangre; y como el tajo le descubría los dientes, en el mismo horror del castigo que lo mutilaba, reía sangrientamente su inabolible risa.
En tanto, una minúscula polvareda delataba allá por las lomas la fuga del insurgente, cuyo sombrero escarapelaron desde ese día los bigotes del traidor.
Esperábase de un momento a otro un cuerpo realista, que convoyando un arreo esquilmado a las más distantes poblaciones patriotas, en la frontera misma del Chaco, retrogradaba sobre la aldea muy dificultada por la sierra y por las lluvias.
Arriscábase aquélla hasta lo inexpugnable en las cercanías del pueblecito; inundaban éstas los próximos campos, lamiendo ya su progresivo embalse las rancherías del suburbio, sin que nada las retuviese. Esa tarde acababa de diluviar con borrasca deshecha, persistiendo un calor de mal augurio.
Los dos vecinos más encopetados del lugar, el cura y un cabildante potosino que regenteaba desde allá sus ingenios, contrariábanse sobre todo con aquel temporal, pues adjudicándose la representación del rey a quien profesaban culto idéntico, mantenían prisioneros en la capilla parroquial a seis viejos patriotas impedidos por sus achaques de ingresar en la montonera. Ésta, cooperando a la campaña por su lado, merodeaba lejos según se deducía por un parte recibido la tarde anterior, pero dada su rapidez proverbial, podía plantárseles cualquier día en la puerta, premiando su fidelidad con un par de raciones de horca.
El chasque aquel era el único sobreviviente de cierto exterminio efectuado la semana anterior en la vanguardia de la fuerza invasora. Internada ésta al azar de su correría, algunos indios capturados en los bosques le mencionaron una gran concentración de vacas que los patriotas tenían no lejos de allí, casi desguarnecida en el seguro del secreto y de la distancia. Pero no había camino; menester era navegar aguas arriba de un río próximo, para lo cual se ofrecían a remar en sus piraguas. Sin confrontar mucho la narración, el jefe a cuyos ojos se hermoseaba con rasgos de leyenda, infrigió toda disciplina lanzándose a la aventura.
Viajaban de día solamente, pues el río fuera de madre uníase a extensos pantanos cuyo peligro abultaban las tinieblas. Ya la primera noche, uno de los remeros, saltando de rama en rama, había procurado escamondar los árboles secos; mas desapareció entre chapaleos alarmantes, devorado, al decir de sus camaradas, por los caimanes que infestaban el estero.
Como proejaban, remolcando a la vez una balsa con sus bagajes, adelantaban poco; pero muy luego se infiltró en sus ánimos la sospecha de que los guías trampeaban el juego. Deteníanse a cada momento para pescar, en previsión, decían, de posibles retardos: ventilaban en su lengua prolongadas cuestiones, perjudicando la celeridad de la maniobra; y cuando se los conminaba a explicarse, omitían una respuesta categórica. Maltratarlos, habría comprometido todo en un combate o en una deserción; y así el jefe, aunque muy alarmado, resolvió vigilar durante la noche, absteniéndose de darse por entendido del asunto.
El tercer día, al caer la tarde, las sospechas arreciaron. Ensotábanse con toda evidencia entre ensenadas inextricables, fuera de todo cauce ya, bajo el silencio casi fúnebre de la selva inundada. Solamente un pájaro de trino melancólico gorjeaba a intervalos irregulares, allá lejos en la fronda negra. El agua, al empuje de los remos, burbujeaba con murmullo triste; mangas de mosquitos acaloraban la sangre hasta el furor, y un vaho de ahilada tibieza, contaminando fiebres con su desabor de hongo, maceraba las carnes en una flaccidez de putrefacción. Así vino la noche y así fondearon, reprimiendo apenas torvas intenciones, como sepultados por la temerosa enormidad del bosque que la noche espesaba y la parálisis tórrida del ambiente; cuidadosos de no mostrarse miedo bajo la respectiva capa de impasibilidad salvaje y de castellana altivez, en una roedora tensión de nervios y de voluntades.
Mas, de allí a poco, el cacique, interpelado decididamente, condescendió por primera vez a una respuesta. Sí, desviaban un poco el rumbo, mas para vadear cuanto antes las aguas aprovechando su mismo desborde. Conservaban la buena dirección, y al otro día, temprano aún, tocarían cerca del real patriota. Dicho esto revistó con una mirada a sus hombres, acurrucose en el fondo de su canoa y se durmió.
Su ejemplo no influyó, a pesar de la seguridad relativa que dimanaba de su discurso; y pasaron la noche en vela, si bien forzados no poco por los vampiros cuyo vuelo rozaba sus cabezas desflocándose en espeluznante vellosidad.
El día amaneció serenísimo, coloreándose fogosamente de aurora. Puestos al remo los indios, el cacique reiteró sus seguridades con sonrisas de vaga ambigüedad, cuyo efecto retratábase instantáneamente en el rostro de sus compañeros que redoblaban el empuje. Semejantes signos auguraban al parecer el prometido fin, y una vislumbre de alegría flotó sobre la fosca lividez de los navegantes.
Reviviendo pesadamente el fresco del alba, sus ojos escaldados de insomnio contemplaron en silencioso estupor la imponente pompa del amanecer sobre las aguas.
Ensanchábase la selva hasta el horizonte en una especie de golfo salvajemente solitario, que confinaban arboledas lúgubres en su impenetrabilidad. Ni una arruga disgregaba su cristal sombrío, sobre el cual erguíase único, acentuando la tristeza del paisaje, el ampo de una garza. La superficie, en tersura de lastra especular, azogábase con una interna coloración de teja fundida, exaltada a púrpura de mortecina escoria, que luego se clarificaba en cárdeno gris. Culminó al oriente un banco de niebla lóbrega, franjeado por una orla rojiza que herrumbraba con su reflejo las aguas del confín. El cielo se inflamó hasta el cénit en una traslucidez de cereza. Sobre la estela de la almadía cabrillearon las aguas de un oleoso muaré; empañó un vago lila la transparencia oscura del pantano, y bruscamente el sol emergió entero, carminando la bruma en una humareda rosa de fuego de Bengala.
En ese momento, el pájaro de la tarde anterior gorjeó otra vez; pero no ya en el ramaje, sino en la canoa misma; y al trino semejante con que le respondieron de la arboleda, antes que la certeza de la traición se coordinase con acto alguno de los realistas, una nube de dardos partió del bosque. Y sobre los árboles unos, otros al pie con el agua a la cintura, brotaron guerreros en clamoroso enjambre. Pintarrajeados en guerra, enflechaban sus arcos o revoleaban sus cachiporras, pirueteando y riendo con carcajadas crueles que el cristal cuarzoso de los bezotes deformaba en brillos siniestros, mientras llovían sin tregua sobre las víctimas los casquillos emponzoñados.
Fue una cacería entre las aguas, al azar de la macana o de la flecha, y el sobreviviente que trajo la noticia confirmaba su narración con un codo triturado en la refriega.