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La diligencia iba que volaba. Sin embargo, me parecía lenta y pesada como una tortuga. Ya no me causaba repugnancia el hedor de los cueros engrasados, ni me ahogaba el polvo, ni me arrancaban una sola queja los tumbos del incómodo y ruidoso vehículo. Hubiera yo querido duplicar el tiro, emborrachar a los cocheros y hostigar a las bestias, a fin de recorrer en pocos minutos las tres leguas que faltaban para llegar a Villaverde. Aniquilado por la impaciencia, me arrinconé en el asiento, delante de la anciana y junto al ganadero; recogí la indomable cortina y me puse a contemplar el paisaje, aquellos campos fértiles y ricos, aquellas montañas cubiertas de abetos, vistos diez años antes, a través de las lágrimas, una fría mañana del mes de Enero a los fulgores purpúreos del sol naciente.
Nada había variado: las arboledas, más copadas, conservaban la misma disposición, el mismo aspecto; el caserío de la hacienda próxima volvía ante mis ojos igual, idéntico, como una estampa admirada en la niñez, y que el mejor día, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos épocas dichosas. Blancas las paredes del lado del Poniente; las orientales, pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la Costa. Las enredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos en la cruz de hierro, hacían gala de sus festones floridos, y en las cornisas, en los tejados, en los árboles, friolentas palomas, pichones tornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.
El triste Octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, y al soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremecían y dejaban caer las muertas hojas.
En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vacía, y orilladas a un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado doblegadas al yugo y seguidas de los gañanes, media docena de yuntas que volvían de los barbechos. En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, una parvada de ocas; los techos pajizos envueltos en la gasa del humo vespertino; detrás, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con aires de arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada, rejuvenecida al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrieras luminosas y en las verdes persianas un interior elegante y rico.
Fondo de aquel hermoso cuadro, graciosa cordillera, valles conocidos y amados, un cielo límpido y puro, por el cual ascendía la creciente luna semivelada en un celaje.
—¿De quién es esta hacienda?—pregunté.
Hícelo, acaso con el pensamiento, porque nadie me respondió. La anciana dormitaba; el ganadero doblaba cuidadosamente, por la milésima vez, su valioso zarapo multicolor.
—¿Cómo se llama esta finca? ¿De quién es?—repetí.
—Santa Clara.... Es de un tal Fernández....—murmuró el campesino, exclamando en seguida, sin dejar el jorongo:—¡Buena boyada! ¡Hartos pesos! Alzan aquí unas cosechas, amigo, unas cosechas... que... ¡vaya!
Seguí entregado a la contemplación del paisaje.
Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras una casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis tías, dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.
Único amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de conocer a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocos sacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo volvía hecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le sombreaba los labios; no había malogrado tantos afanes, y en él cifraban las buenas señoras toda su dicha.
Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista la alcoba y la merienda. ¡Ah! sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado. La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su cama albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin duda, el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajado de cruces.... ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército, honor y gloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y en Veracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió a S.A.S. a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo, enfermo, y... pobre.
Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San Luis Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tía Carmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión. Piadoso obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y la tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el humo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante de un altar, resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir el Pan Eucarístico.
Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulcísimo como San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que vestían mantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en una mano áureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.
De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la sién de rosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el brazo con un moño de moaré flecado de oro. Y luego, la salida del Templo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban las campanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas cargadas de azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los naranjales, sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromas embriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los jinicuiles florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes en obsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí, ¡qué fiesta tan hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobre blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólo salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas, llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecían diamantes. En grandes jarrones de porcelana española,—los viejos jarrones de la familia,—frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas; y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos, blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas y caducas balsaminas,—los chinos de castor,—que de ordinario engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquel banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.
En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical, ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy grave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a su nieto.
Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:
—Te falta una cosa, Rodolfo....
—¿Qué cosa, tía?
—¡Dar gracias, Rorró!...
Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.
¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no sé qué, algo como una sombra de fugitivo dolor!
El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y el caserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba el templo, cuyas campanas convocaban a la oración.
En las vertientes, en los repliegues de las montañas, en las espesuras del valle, fulguraban las hogueras. La noche obscurecía los matorrales cercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear de los vaqueros; un ejército alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, y en el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.
Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y lánguida, se me antojó rendida de cansancio. A la pálida luz del astro nocturno columbré los principales edificios: el convento de los franciscanos, pesado y sombrío; la iglesia del Cristo con su arrogante cúpula; la Parroquia, la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en una loma, siempre tapizada de mullido césped, la capilla de San Antonio, donde las muchachas solteras y sin galán iban a rezar y a decir aquello de
Bendito San Antonio,
tres cosas te pido:
salvación, y dinero,
y un buen marido;
y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacional reñían tremendas batallas.
Allí, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras de caballos el día de San Juan.
Poco tiempo, pocas horas, y de mañanita iría yo con algunos amigos de la infancia a recorrer aquellos sitios. Subiríamos al campanario para mirar desde allí el magnífico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan bello para mí, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.
La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar no sé qué gabela de seguridad pública, con lo cual no había contado el pobre estudiante escaso de dineros. ¿Qué hacer? ¿Le detendrían si no pagaba? Lleno de angustia registré mis bolsillos.... ¡Nada! El ganadero comprendió lo que me pasaba, y desprendido, francote como era, veracruzano al fin, pagó por la anciana y por mí, antes de que dijésemos una palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le oía sereno e inmutable, y echando ternos contra el Gobierno, que cobraba semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvió a su asiento y a su zarape multicolor.
Allí el vehículo comenzó a dar tumbos y más tumbos. Las calles de Villaverde estaban peores que la carretera. Fui reconociendo las casas y sitios de aquel barrio perdidos en mi memoria. Tenduchas solitarias, alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas y miserables; expendios de bebidas y comestibles, donde grupos de obreros y campesinos charlaban y fumaban frente a un vaso de toronjil o de naranja amarga. Más adelante jarcierías y almacenes de pasturas; ancho portal en que pernoctaban unos arrieros, y cerca del cual ardía una fogata; luego, la calle anchísima.... Allí más animación, más vida; gentes que iban y venían; el alumbrado público, faroles con lámparas de petróleo, que solo servían para dejar que se viese la obscuridad; jinetes que volvían de las haciendas y de los pueblos cercanos; un almacén de ultramarinos, EL PUERTO DE VIGO, iluminado profusamente, centelleando en las botellas, en los frascos y en las latas de sardinas el reflejo de los quinqués; una botica soñolienta, hipnotizada por sus reverberos y sus aguas de colores, la botica de don Procopio Meconio; delante del mostrador un marchante en espera; detrás un mancebo que hacía píldoras, y en la puerta el dueño, de charla con un amigo.
Al pasar por el Convento reconocí al P. Solis que sabía muy tranquilo, embozándose en la capa; dos calles adelante al doctor Sarmiento, lo mismo que siempre, con levita larga, el bastón bajo el brazo y el sombrero espeluznado caído hacia la nuca. Por fin... ¡la Casa de Diligencias! El zaguán abierto de par en par, personas que aguardaban, mozos dispuestos para cerrar la puerta luego que entrase el ruidoso vehículo.
¡Hemos llegado! El Administrador, un joven cejijunto, de negra y espesa barba, un poquito cargado de espaldas, sale a recibir a los viajeros, seguido de varios curiosos, los cuales, viendo que no han llegado amigos, ni parientes, ni personajes notables, ni muchachas bonitas, se retiran mohínos, haciendo un gesto de contrariedad.
Pronto las mulas quedan desenganchadas. Un momento antes entraban sudorosas, echando espuma, sacando chispas del empedrado; ahora se pasean solas por el gran patio, arrastrando las cadenas, sonando sus cadenas tintinantes.
El ganadero recoge cajitas y bultos chicos, se echa al hombro el zarape, y baja de un salto. Cortés y comedido ayuda a la anciana que no sin dificultades llega a tierra, toda envarada y adolorida. Sigo yo, cargando el abrigo y la exigua maleta estudiantil, y buscando a mis tías. ¡En vano! ¡No estaban allí! Se habrían retardado.... Creerían que la diligencia llegaba más tarde.... Me dispuse a salir cuando sentí que me tocaban el hombro.
—¡Aquí estoy! ¿Ya no me conoces? ¿No me conoce usted? Soy Andrés.
Era un antiguo criado nuestro que cuando la familia vino a menos dejó la casa y se dedicó al comercio.
—¡Andrés! ¿Tú?
—¡Qué grande está usted!
—No me hables así. ¡De tú! ¡De tú!
El buen viejo, trémulo de emoción, arrasados en lágrimas los ojos, me echó los brazos.
—¡Estás hecho un hombre! ¡Y qué buen mozo! ¡Si el amo viviera!... ¡Si tu mamá pudiera verte!...
—¿Y mis tías?
—No vinieron.... Ya sabes: como doña Carmelita está un poco mala....
—¿De qué?—pregunté inquieto.
—Lo de siempre.... Los achaques.... Anda, que te están esperando. Dame la maletita. ¿No dejas nada?
—No; mañana temprano vendrás por el baúl.
En marcha. A la salida me despedí, muy de prisa, de mis compañeros de viaje.
Andrés no dejaba de verme ni de acariciarme. A cada paso me decía.
—Pero, niño... ¡si estás tamaño!
Tomé por calles que conducían a la casa paterna. En ella debían vivir mis tías. Nadie me había dicho lo contrario hasta que Andrés me detuvo:
—¿A dónde vas? ¿Ya no conoces tu tierra?
—A casa.
—Si ya no viven donde antes.
—¿Pues dónde?...
—Por aquí....
Echándome el brazo me impulsó a seguir por una callejuela.
—¿Cuándo mudaron de casa?
—¡Uh! ¡Hace tiempo! Como vendieron la casita.... Yo les dije que no lo hicieran; pero fue preciso....
Estas palabras del antiguo servidor de mis padres fueron para mí como un rayo de luz. Todo lo comprendí. La situación de mis tías era, sin duda, por extremo precaria. Ahora me daba yo cuenta de la tristeza que informaba sus cartas; ahora estimaba yo en lo justo la magnitud de sus afanes y de sus sacrificios.
Andrés prosiguió:
—Están muy pobres. No han querido decirte nada para no afligirte. ¡Las pobrecitas te quieren mucho!
—¡Que si me quieren! ¡Vaya!
—Nada les digas. Veremos a ver por dónde salen. Para tu gobierno: ya no pueden seguir dándote la mesada. Las ayudo cuanto puedo, pero ya comprenderás que no les doy mucho; los tiempos están malos; no se paga un peso.... Sin embargo, si quieres, haremos un esfuerzo, cueste lo que costare. ¿Tienes que estudiar mucho todavía? Pues si no es mucho, si no es mucho alcanzará. ¡Aunque me quede sin nada! Al fin, para lo que yo he de vivir. Al fin no hago más que pagar lo que a los amos les debo....
Y sin dejarme contestar pasó a otra cosa.
—Pero, niño... ¡si estás tamaño! ¡qué grande! ¡qué buen mozo!
Detúvose delante de una casa de pobre apariencia. Asió el llamador, y
—¡Tan! ¡Tan!
No tardaron en abrir. Apareció una joven que me miró con insistente curiosidad.
—Entren...—dijo.
—¡Doña Carmelita!—gritó Andrés, entrando,—¡Doña Carmelita! ¡Aquí está el niño! ¡Muy grande! Y... ¡muy formal!
No sabía yo por dónde dirigirme. Llegaron a mis oídos voces conocidas, sonó en la cerradura de la puerta contigua ruido de llave, y salió mi tía Pepa, tendiendo los brazos.
—¡Muchacho! ¡Muchacho! ¡Mi Rorró, ven, ven para que te abrace!
Estrechándome, repetía con su locuacidad de siempre:
—¡Niño de mi alma! ¡Si estás tan alto que no te alcanzo! Entra para que te veamos.
La emoción la ahogaba. Me besó en las mejillas, como si fuera yo un chiquitín. Estaba llorando. Me dejó húmedo el rostro.
—¡Entra para que te vea Carmen!—Y agregó sigilosamente, agarrándome de un brazo:—La pobrecilla está muy malita, muy malita. Te vas a entristecer al verla. No te lo hemos dicho para que no perdieras la tranquilidad en tus estudios. El doctor Sarmiento dice que no tiene remedio; pero que la cosa va larga; vivirá así, tullida, más o menos, pero que eso de sanar, sólo por milagro.... Pero mira, mira, tengo mucha fe en la Santísima Virgen. Entra, Rorró, entra. La pobre Carmen se va a poner tan contenta. Todito el santo día ha estado diciendo: «¿Por dónde vendrá mi señor don Rofoldo? ¿Por dónde vendrá? ¡Dios quiera y no le pase una desgracia!»
Entramos en la salita. ¡Qué pobre y qué triste! De una ojeada, a la luz de la vela que traía la joven que nos abrió la puerta, aprecié lo que encerraba: algunos muebles vetustos; sillas seculares de alto respaldar y garras de león, resto de antiguos esplendores domésticos; dos rinconeras con sus nichos de hoja de lata; un sofá tapizado de cerda.
En la pieza siguiente, cerca de la ventana cerrada, yacía la enferma sentada en un sillón de vaqueta, envuelta en grueso pañolón de lana. En la cabeza tenía un pañuelo blanco, atado bajo la barba.
—¡Rodolfito!—exclamó con acento débil—¡Rodolfito! ¡Ven, dame un abrazo; mira que no puedo levantarme!
Llegué a su lado y me incliné para estrecharla contra mi pecho y darle un beso en la frente. Tenía los ojos arrasados de lágrimas. Apenas podía hablar. Levantó el único brazo que tenía expedito, y me acariciaba con dulzura infantil.
—¡Aquí, a mi lado! Siéntate aquí, mientras te ponen la cena. ¿Tendrás hambre, no es cierto? Se come muy mal por esos caminos. ¡Pepa, Pepa! Pon la vela aquí, cerca, para que vea yo bien al señor de la casa.
Tía Carmen arrimó la mesita, en la cual, en un candelero de latón, ardía con luz rojiza una vela de sebo. Como no me viese a su gusto, insistió impaciente:
Obedeciéronla. Me senté a su lado. Andrés y tía Pepa permanecían de pie delante de nosotros. Desde la puerta, que daba paso a las habitaciones interiores, la joven nos veía. Era alta y esbelta; vestía de blanco, y me pareció de singular hermosura.
La enferma secó sus lágrimas. Siempre fue adusta y severa; jamás lisonjeaba, nunca tenía una frase dulce y afable. La enfermedad había quebrantado aquel carácter entero, férreo, como de una pieza. Ahora tenía ternuras y delicadezas que conmovían profundamente.
—¡Vamos, ya te veo a mi gusto! ¡Jesús! ¡Qué guapo que estás! Mira, Pepa, mira: ¡ya tiene bigotito! ¡Enterito a su abuelo!
Su voz era débil y apagada. Como si el pensamiento la abandonara para volar hacia las regiones de ultra-tumba, quedóse la anciana silenciosa, fija en el suelo la mirada. Después de un rato prosiguió, sonriendo dolorosamente, con esa sonrisa de los ancianos próximos a morir:
—¿Cómo me encuentras, hijo? ¿Mal, verdad? ¿Te acuerdas? ¡Antes tan fuerte, tan activa! ¡Estaba yo en todo! Ahora, aquí me tienes, como presa, como si tuviera grillos... ¡peor que si los tuviera! Aquí me tienes, clavada en el butaque, sin poder dar un paso; sin poder ayudar a tu tía. ¡La pobrecilla, que no para! Y yo que en nada le aligero el trabajo; antes, al contrario, le doy quehacer. ¡Estos nervios, hijo! Don Pancho Sarmiento, (es muy bueno con nosotras, ¡si vieras!) dice que todo lo que tengo es cosa de los nervios. ¡Nervios, nervios, y ello es que a mí se me van las fuerzas más y más cada día!...
Cuando dijo esto me hizo una señal de inteligencia, como indicándome que la engañaban, que ella no creía nada de cuanto le decían acerca de su enfermedad.
—Que te pongan la cena. Mientras hablaremos de otra cosa. Para cosas tristes, tiempo habrá.
Procuré tranquilizarla. Le referí mil casos de enfermedades nerviosas que tenían aspecto de gravísimos males, y que con el tiempo y el cuidado habían desaparecido, dejando a los pacientes buenos y sanos.
Pareció convencida y, volviéndose a mí, me dijo sonriendo:
—Te habrás paseado mucho. Vas a ver esto muy triste. Tendrás razón, hijo; aquí nadie se mueve; todos viven como cansados, como abrumados de fastidio. Saliste bien de tus exámenes, ¡ya lo sabemos! Nos lo dijo Ricardito Tejeda la noche que vino a visitarnos. El pobrecillo te quiere mucho. Nos contó que tenías mucho miedo. Nosotras rezamos por ti; Pepa fue a misa ese día, y yo le encendí una lamparita a San Luisito, a tu San Luisito, para que te sacara con bien.
Y dime, ¿te entregaron el dinero que te mandamos para el traje? Ya sabemos que sí; pero te lo pregunto por saber si te lo dieron a tiempo.
—Sí; y por cierto que sentí mucho que ustedes hicieran ese sacrificio....
—¡Ah muchacho! ¿Ya vienes con lo del sacrificio, como en todas tus cartas? ¡Qué sacrificio!
—No, tía, pero....
—Era preciso que te presentaras bien. Por fortuna en esos días recibimos un dinerito, el de la casa. ¿Ya sabes que la vendimos?
—Sí;—contesté—creo que me lo escribieron.
—Tú dirás: ¡estaba ya tan vieja! En reponerla se hubiera gastado más.
Comprendí que trataban de engañarme, de hacerme creer que vivían cómodamente.
—Mira, Pepa: que le pongan a éste la cena. ¡Se come tan mal por esos caminos!...
Mi tía, la joven y Andrés se retiraron al comedor. No tardaron en llamarme. La joven se presentó diciendo:
—Que ya está la cena....
Acaricié a mi pobre tía, y pasé al sitio donde me esperaban. Las buenas señoras quisieron tratarme a cuerpo de rey, y sin embargo, ¡qué cena tan modesta y tan triste!
Cerré la puerta, dejó en la mesa la brillante palmatoria, y de un soplo apagué la bujía.
De codos en el alféizar me puse a contemplar el cielo. Los vientos otoñales habían extendido en pocos minutos negro manto de nubes, uniformemente obscuras, y sólo en un punto ralas y tenues, hacia el Oriente, donde a través de blancos velos dejaban adivinar las más altas regiones del éter, los océanos superiores del aire, limpios, surcados por mil celajes voladores. Oíase el ruido lejano de la lluvia. Las plantas del jardincillo se balanceaban rumorosas. Las adelfas columpiaban sus tallos flexibles; los floripondios mecían en la obscuridad sus campanas de raso, y en la espléndida copa de un naranjo las primeras gotas, gruesas y resonantes, caían con ímpetu extraordinario, precursoras de un largo aguacero.
Estaba yo en la casa de los míos. Pero ¡ay! qué triste aparecía ante mis ojos. No era aquella casita la casita alegre y risueña que me vio nacer, que albergó mi niñez y que me vio salir de allí bañado en lágrimas. ¡La casa de mis padres era ajena! ¿Quiénes la habitaban? Acaso quien no era capaz de amarla y de estimar sus bellezas. Allí murieron mis padres, dejándome en la cuna; allí el abuelo se durmió tranquilamente en el Señor; allí corrió mi vida regocijada y venturosa. ¡Con qué pena dejarían mis tías aquella casa, centro de todos sus afectos, relicario de los más dulces recuerdos! Me la imaginaba, y mis ojos se llenaban de lágrimas. Bien visto, estaba solo; las buenas ancianas pronto emprenderían el eterno viaje, y me quedaría yo abandonado en un mundo que me causaba miedo.
La lluvia arreciaba. Truenos lejanos, pálido fulgurar de relámpagos distantes, anunciaban que la tempestad invadía la cordillera. El agua caía a torrentes. En el naranjo aleteaban los pájaros, amedrentados al sentir inundado su nido. Una mariposa nocturna pasó rozándome la frente.
Encendí la bujía y cerré la vidriera. Allí estaba mi lecho de niño: la camita de hierro con sus blancas colgaduras, y por la cual había yo suspirado tantas veces en el frío y desolado dormitorio del colegio. Allí estaba el aguamanil provisto de todo, con su toalla tejida por la tía Pepa. Junto a la cama, arriba del buró, el cuadrito de San Luis Gonzaga. Enfrente, sobre la cómoda, el retrato del abuelito. A un lado un estante lleno de libros, y cerca de la ventana el pupitre del escolar, el negro pupitre de estudiante, compañero cariñoso del niño, confidente de sus amarguras, casi testigo de sus triunfos, mudo depositario de sus esperanzas. Allí había colocado la mano discreta de la tía mis primeros libros de estudia, conservados cuidadosamente en la familia; desde el Catecismo de Ripalda y el Fleury, hasta la Gramática de Iriarte, aquella gramática atiborrada de malos versos, que puso en mis manos don Basilio, el eterno alcalde de Villaverde, una noche inolvidable, la noche del reparto de premios.
Abrí los libros. Aun conservaban en sus guardas la caricatura del maestro, don Román López, el pomposísimo Cicerón, como le llamábamos porque nunca hablaba del orador de Túsculo sin aplicarle rimbombante epíteto, y legibles todavía, notas, significados de inusitadas voces, sólo usadas de tal o cual poeta; listas de condiscípulos condenados a ser detenidos dos o tres horas, por no haber acertado con no sé qué dificultades horacianas.
¡Felices tiempos aquellos! ¡Cómo varían las cosas! ¿Dónde están las alegrías de aquella época? ¿Dónde los infantiles regocijos? ¿A dónde se fueron las ilusiones rosadas, las mariposillas de la infancia? Ahora todo ha cambiado; no hay sueños para el alma; la frente, antes soñadora, tiene ya la palidez del primer dolor; ya probé las amarguras de la vida, y sé que sus dejos se quedan en los labios para siempre.
En uno de los libros, al abrirle al acaso, tropezaron mis ojos con un nombre de mujer: ¡MATILDE! Así, entre dos admiraciones, como un grito de alegría, como la expresión de la más dulce esperanza, como la confesión de un afecto sofocado en el pecho, que un día se nos escapa irresistible y delata ante la malicia estudiantil, ante la cruel y dura indiscreción de los condiscípulos, que una mujer de ese nombre tiene en nuestro corazón un altar, donde recibe culto y homenajes; donde sólo ella reina, señora de todo afecto puro, dueño de todos los pensamientos, soberana de nuestro albedrío. Y me pareció mirar una niña pálida y rubia, esbelta y graciosa, de grandes ojos de color de violeta; una niña en cuyo semblante puso el cielo angelicales bellezas, que ataviada gallardamente con rica veste azul, corta la falda, dejando ver unos pies brevísimos, pasaba y huía, e iba a perderse entre la sombra que proyectaba en el muro el blanco lecho: la dulce niña objeto de mi primer amor, de ese amor primero que embalsama con su aroma de azucenas la más larga vida, toda una existencia.
No pude contenerme, y llevé a mis labios aquel libro, aquella página, aquel nombre que no gusto de repetir, aunque resuena en mis oídos como celeste melodía; que está grabado en mi corazón; que no se aparta de mi mente; que para mí expresa todo cuanto hay de tierno y puro y santo aquí en la tierra.
No le olvido ni le olvidaré; quizás porque de niño le escribí tantas veces, a todas horas, en todas partes, en los libros, en los cuadernos, en cualquier papel que tenía yo cerca, cuando en mis manos había un lápiz o una pluma. Nombre escrito en las arenas de la ribera; en las cortezas de los árboles; en la bóveda azul las noches consteladas, trazándole con el pensamiento, como sobre una pauta, de estrella en estrella, para verle extendido por los espacios ilimitados, irradiando en divina canopea.
¡Cómo me río ahora, al copiar estas páginas, de mis romanticismos de entonces! ¡Cómo me burlo de aquellos raptos amorosos, de aquellos éxtasis quijotescos! Pero ¡ay! no lo hago impunemente; que me hiero en el pecho, me desgarro el corazón como si me arrastrara yo sobre él un haz de espinas. Y sin embargo, aquello era una locura, un delirio de loco. Aquella vida siempre dada al ensueño, siempre mecida en los columpios de la fantasía, alimentada y nutrida con platillos lamartinianos, era desviada, acaso perniciosa; pero ¡ay! tan bella, que cada hora, suya se me antojaba como el canto de un poema sublime cuyas delicadezas y excelsitudes nos arrancan de esta pobre vida terrena y nos llevan a vivir en un mundo ideal; me parecen como una sinfonía adormecedora, algo como la música de los grandes maestros, así como de Mozart, Beethoven o Wagner, que nos saca de la penosa y prosaica vida material y por breves horas nos hace felices, aniquilando en nosotros todo dolor, todo fastidio.
El cansancio me tenía rendido; el estropeo del viaje en la malhadada diligencia me había magullado de pies a cabeza, y principié a sentir el desmayo precursor del sueño. A los diez y siete años siempre se duerme bien. Ni tristezas domésticas ni el recuerdo de venturas desvanecidas nos quitan el sueño. La cama albeaba en un rincón; el cariño velaba cerca de mí, y el aguacero con su ruido monótono me arrullaría dulcemente. ¡A la cama! Un soplo.... ¡Pfff! Ahora, como dijo Bécquer:
A dormir y roncar como un sochantre.
No sé a qué hora desperté. Desconocí el sitio en que me hallaba, me volví del otro lado y seguí durmiendo hasta las ocho de la mañana. No quisieron, sin duda, despertarme, para que me desquitara de las desmañanadas del Colegio.
—¡Que duerma hasta que quiera!—dirían las buenas señoras.—Harto habrá madrugado en diez años de encierro.
La luz que se filtraba por las junturas del techo y por las hendiduras de la ventana, alegre y regocijada me hizo dejar el lecho. Fuera resonaba la escoba cantante de una barredora inteligente, cantaban pajarillos y cacareaban las gallinas. Un gallo ronco lanzaba, de tiempo en tiempo, su canto de ensoberbecido sultán.
Presentía yo hermoso día, uno de esos inolvidables días que dan a las almas de los niños festivo buen humor; uno de esos días que convidan, a sacudir el yugo escolar para irse por los campos a tenderse bajo los álamos del río, cabe las ondas murmurantes, cerca de las piedras cubiertas de musgo, lejos del dómino cetrino e irrascible, lejos de las coplas del Iriarte, de las discusiones del Foro y de las catilinarias terríficas; día de los más bellos para salar. Me olvidé de mi edad, me imaginé que tenía siete años, me persuadí de ello, y me dije:
—Lo que es hoy, me desayuno, y dejo al pomposísimo don Román con sus odas y sus églogas. ¡Allá se las avenga! Ahora.... ¡Al cerro del Cristo, a las dehesas del Escobillar, a cortar guayabas en las sabanillas que bordan las orillas del Pedregoso!
Y, dicho y hecho, en pie. Pronto estuve listo. No procuré cambiar de traje, y me puse el muy empolvado de la víspera, que me olía a lo que huelen los caminos de la Mesa Central, a sequedad y tierra estéril. Cuando entré en el comedor,—¡qué comedor!—una pieza de seis varas cuadradas, mi tía Pepa, muy risueña y parlera, me esperaba sentada a la mesa.
—¡Por Dios, Rorró! ¡Quieres que me dé un ataque! Son las nueve, y aquí me tienes, sin probar bocado, en espera del caballero, mientras éste duerme como un marqués. Carmen no ha dormido en toda la noche, pensando en ti, muy contenta de haberte visto. ¡Tiene tu tía unas cosas! Dice que pronto liará el petate; que ya viniste y que, tal vez, eso nada más espera Dios para llevársela. Así sucede todos los días; siempre amargándonos la vida con tristezas, siempre haciéndonos llorar. Pero ¡vaya! a todo esto ni quien piense en el desayuno.... Señora Juana: ¡aquí estamos ya! ¡El chocolatito! Tú tomarás café con leche, ¿no es eso? Ustedes los muchachos no gustan ya del chocolate; dicen que es antigualla. Yo, hijo, como tu abuelo, chocolate y nada más; chocolate bueno eso sí. Mira, Rorró: a eso sí no puedo acostumbrarme, al chocolate malo. ¿Comes algo? Dílo, muchacho, que para eso estás en tu casa. Señora Juana: a ver qué le hace usted a Rodolfo.... ¡Hay que chiquear al niño!...
La buena de mi tía, no me dejaba hablar. Suelta de lengua, viva, ingeniosa, era difícil cortarle el hilo una vez que principiaba a hablar. No bien pidió el almuerzo, siguió diciendo:
—¿Ya sabes que está con nosotros una joven? ¿No la viste anoche?
—Creo que sí....
—¡Muy buena! ¡Muy buena! ¡Cómo un pan de gloria! Y te quiere mucho.... Parece que te conoció desde que eras así. ¿Te acuerdas qué travieso? ¿Te acuerdas de cuando rompiste el juego de café de tu tía Carmen? Me parece que te veo: te fuiste a esconder en la bodega. De allí te sacamos para que vinieras a comer, y viniste pálido y lloroso. ¡Tú dirás! Por unos cacharros cualesquiera.... Eran de China, y muy bonitos; pero qué importaba. ¡Todavía se acuerda de ellos tu tía! ¿Por que te sonrojas? ¡Vaya, hijo! ¿Todavía tienes miedo de que te castigue tu madrina?
Efectivamente, el recuerdo de aquella diablura me sacaba al rostro los colores. Se trataba de un precioso servicio de café, de legítima procedencia chinesca, que mi abuelo compró en un puerto del Pacífico, a bordo de un navío inglés que volvía del Celeste Imperio. Era el encanto de la casa. Un día, jugando a la pelota, ¡chas! quedó hecho pedazos.
—Pues bien, como te iba yo diciendo:—prosiguió mi tía,—es muy buena muchacha... y te quiere mucho. Las últimas camisas que te mandamos las hizo ella, y ¡con qué cuidado!
—Dígame usted, tía, ¿quién es esa joven?
—¡Ahora te diré!—e interrumpiéndome, gritó:
—¡Angelina! ¡Angelina! ¡Ven acá!
Y continuó, dirigiéndose a mí:
—Está, con Carmen. Si tú vieras: es muy hábil para todo, muy hacendosa, o, como dice, señora Juana, muy mujer! Es la alegría de la casa. Parece un pajarito que a todas horas está cantando. Nos tiene un cariño, un amor... que.... ¡Si te diga que pareces de la familia! ¡Qué cuidados con Carmen! Es muy viva, muy sabia; escribe que es un, encanto! Ya conoces su letra; ella escribe cuando yo estoy con la jaqueca. La pobrecita ha sido muy desgraciada. ¡Dios le dé un buen marido!...
—Pues... pedírselo a San Antonio¡
—Lo merece, hijo, lo merece.
—Ya tendrá novio, ¿verdad, tía Pepa? O, por lo menos, sus amartelados....
—¿Qué? ¿qué dices?
—Que ya tendrá novio....
—¿Novio Angelina? ¡Por Dios, Rorró! ¡Qué otro vienes¡
Y en tono dulce y suplicante agregó:
—¡Ay!, ¡Rorró! ¡No hagas malos juicios de las personas!...
En aquellos momentos llegó la joven. Tímida y cortada se detuvo en el umbral; bajaba los ojos, y al parecer distraída jugaba con la punta del delantal.
—¿Me llamaba usted, doña Pepita?—dijo.
—Sí,—respondió mi tía,—para que conozcas al sobrino. ¿No deseabas conocerlo? Pues aquí lo tienes. Ya lo ves.
La doncella murmuró una excusa. Mi tía continuó, dirigiéndose a mí:
—Aquí tienes a la que, con esas manecitas, te hizo las camisas que te gustaron tanto; la que bordó aquellos pañuelos que te mandamos de cuelga el día que cumpliste diez y siete años, ¡Mentira parece! Y quien te conoció, así, chirriquitín, que cabías en un azafate...
Elogié las habilidades de Angelina. Esta, confusa y contrariada, no alzaba los ojos para verme.
Mientras señora Juana ponía delante de mí el café, el pan, la mantequilla, y no recuerdo qué más, y en tanto que la tía Pepa me servía, admiré a la joven. Era alta, esbeltísima y arrogante; había en ella esa externa y encantadora debilidad de las personas sensibles y delicadas que reside en todo el cuerpo y que se revela en todos los movimientos. Su rostro era de lo más distinguido. Pálida, con palideces de azucena, aquella carita fina y dulce se hacía casi marmórea por el contraste que producían en ella lo negro de los cabellos y lo espeso de las cejas. Permanecía con la vista baja, con cierto aire gazmoño, sí, gazmoño, que no me causó buena impresión. ¿Cómo hacer para que me dejara ver sus ojos?
—Vea usted, vea usted. Angelina...,—dije precipitadamente,—ese pajarito que está bañándose.
Volvió el rostro, levantó la cabeza, y miró hacia la jaula.
—¿Ese es el que ha estado cantando?
—¡Ese!—contestó, volviéndose a mí.
¡Qué hermosa! Ojos negros, luminosos, húmedos; nariz delgada, fina, correctísima; boca agraciada; mejillas en las cuales se dibujaban apenas lindos hoyuelos, que más acentuados, al reír la joven, serían encantadores.
—¡Buen cantante!—díjele, mirando al pajarillo.
—Le molestaría un poco. Desde muy temprano se suelta cantando. A veces,—agregó, haciendo un mohín risueño,—está insufrible.
Pude gozar entonces de la belleza singular de aquella boca, de aquellos labios rosados que dejaron ver, al plegarse dulcemente, una dentadura irreprochable.
Mi tía Pepa se entretenía con el chocolate, y yo me servía en una rebanada de pan la fresca e incitante mantequilla.
La anciana, como si quisiera establecer entre nosotros una corriente de recíproca simpatía, exclamó después de engullirse una sopa.
—Oye, Angelina: Rodolfo está muy contento de las camisas que le mandamos, y dice que nadie las hará mejores. Elogia mucho las marcas de los pañuelos, y....
—¡Ay, señor!—murmuró la joven, trémula, y levemente sonrojada.
—Y dice también...—prosiguió la santa señora, en un arranque de indiscreta sencillez,—dice... que....
Comprendí la inconveniencia de mi tía, y la interrumpí.
—Tía, ¿qué tal, está bueno el soconusco?
Pero ella no me oyó, o no quiso oírme.
—Dice que si ya....
—¡Tía!—exclamé sin poderme contener.—¡Eso no debe decirse!
—¡Adiós! ¿Y por qué no?
—Porque no.
Angelina, turbada, nos veía con penosa curiosidad.
—¡Qué tiene eso! Dice que si ya tienes novio.
La doncella se estremeció de pies a cabeza, se encendió como una amapola, y bajó los ojos avergonzada.
—¡No!... ¡no!...—repitió entre dientes.
—Ya lo ve usted, tía. ¡Qué malos ratos le hacemos pasar a esta buena niña!...
Oyóse el repicar de una campanilla. Tía Carmen llamaba. En esto encontró la doncella su salvación.
—Usted perdone...—dijo—la señora necesita de mí.
Arrodillado delante de la enferma conversé largo rato. La pobre anciana, aunque dulce y cariñosa, en realidad fue siempre áspera y severa, acaso agria. Contábase en la familia, que en su primera juventud se distinguía de mi madre y de mi tía Pepa en lo festivo de su conversación, en lo dulce de su trato. Alegro y bulliciosa, muy dada a fiestas y saraos, encanto de toda buena sociedad, a los veinte años se tornó silenciosa, reservada, melancólica. ¿A qué se debió tal cambio? Ello es que la Carmelita, (así la nombraba el abuelito), renunció a los espectáculos, moderó su lujo en el vestir, se apartó del trato de sus compañeras, y engrosó las filas de las solteronas, innumerables en Villaverde. Pero no era, como ellas, murmuradora y amiga de censurar a toda bicho viviente, vicio de cortijos y poblachones, donde no se vive más que para espiar a los vecinos y relatar diariamente cuanto éstos hacen o dejan de hacer. En mi tía Carmen no arraigó la murmuración ni halló tierra propacia la maledicencia, acaso porque a la nobleza de su alma repugnaba todo lo bajo y miserable. Por lo contrario, en todas ocasiones salía en defensa del ausente, desgarrado en su buen nombre por las tijeras del gremio solteríl. De aquí que todos la quisieran y la respetaran; de aquí, sin duda, que nadie, o muy pocos, gustaran de penetrar en los misterios de aquel cambio de carácter, para ninguno inadvertido, que más que tal era resultado de una resolución hija de una voluntad inquebrantable y firme.
Se dijo,—así me lo contó una vez don Basilio,—que todo provenía de un desengaño amoroso. Tía Carmen no tuvo, como todas las muchachas de Villaverde, muchos novios. Para la festiva y bulliciosa señorita el amor era cosa muy grave y muy seria, con la cual no debía jugarse, sino algo, único en la vida, que se alcanza vivo, noble, duradero y dichoso; que asegura la felicidad o resulta malogrado, pasajero e infeliz, y al cual todo corazón bien puesto, toda alma elevada debe permanecer fiel en todos los instantes de la vida, hasta la hora de la muerte. Fue el caso,—responda de la historia el señor alcalde,—que mi tía residió en Pluviosilla varios años, a la sazón que mi abuelo desempeñaba allí un importante papel político. Como era natural, no le faltaron a la tía Carmita muy finos galanes, donceles amartelados que no la dejaban ni a sol ni a sombra; que desde la esquina le hacían unos osos fenomenales; que la seguían a todas partes, lo mismo a las distribuciones piadosas en la iglesia de San Francisco, que, todos los domingos, a la misa de diez en el templo de San Juan de la Cruz, que era, en aquel antaño, la preferida de todas las muchachas lindas y en privanza, como ahora, en estos felices días, la misa de ocho en Santa Marta.
En un paréntesis agregaba el señor alcalde, que mi tía era uno de los palmitos más codiciados de la piadosa y próspera Pluviosilla. Y no lo dudo: en la familia se conservó durante muchos años, una miniatura hecha en Jalapa por Castillo, una miniatura, que, al decir de mi abuelo, era de mérito singular; en la cual aparecía la Carmita con una hermosura y una cierta, majeza, dignas del pincel de Goya. Majeza y hermosura que nada tenían de ordinario, vulgar y provocativo, cierta gracia andaluza, sevillana, que robaba las miradas y cautivaba el corazón.
Había que verla en aquel retrato: amplio el escote; corto el talle; desnudo el torneado brazo; ricillos en las sienes; rica, donairosa mantilla, y ladeada peineta de boca de olla; ni más ni menos que la reina, doña María Luisa. ¡Con razón los pisaverdes y lechuginos de Pluviosilla se bebían los vientos por mi hechicera tía!
Sucedió lo que tenia que suceder, (aquí entra lo más importante de la historia del señor alcalde), que un gallardo capitán, guapo, discreto, elegante como el que más, logró clavar una saeta en aquel corazoncito de roca, y consiguió que la rubia Carmita pusiera alma y vida en tan brillante y codiciado oficial. Hallósela éste en un sarao; bailó con ella una contradanza y una ceremoniosa cuadrilla, declaróle su atrevido pensamiento, y la señorita dijo, terminantemente, que estaba dispuesta a dar la blanca mano a su admirador, siempre que el afortunado galán (que la escuchaba atusándose el audaz bigote), se dirigiera, como hacerlo debe todo caballero de altas prendas, al jefe de la familia, al señor mi abuelo. El galán, a quien abonaban no sólo particulares prendas sino también nobilísimo abolengo, habló a su jefe, y con toda solemnidad pidió la mano de la señorita. Todo se arregló a maravilla; disponíase ya la boda cuando estalló en el Interior un pronunciamiento. El regimiento tuvo que salir de Pluviosilla, y el matrimonio quedó aplazado. De todo esto nada se sabía en la ciudad. La familia hizo de ello un misterio, y los murmuradores se contentaron con repetir que el capitán Fuenleal estaba loco por mi tía, pero que ésta envanecida y orgullosa de su hermosura, jugaba con el corazón de su amartelado, sin dejarse coger en las amorosas redes, sin dar prenda que la comprometiese más tarde. Pasaron los días, los meses y los años, y nada supo Pluviosilla del capitán Fuenleal. Unos contaban que había muerto en campaña, después de batirse como un héroe; otros que pereciera en un duelo a que le llevó una aventura escandalosa; quienes que se había casado en Guadalajara con una rica heredera; quienes qué estaba procesado por un delito que la Ordenanza castiga con peña de muerte. Hasta que un día la rubia Carmita dio en vestir lutos, y lutos fueron por toda su vida. Parece cierto—así lo asegura don Basilio,—que Fuenleal pereció en un duelo; pero no garantiza que fuera por causas de escandalosos amoríos ni por altos motivos de pundonor militar. Mi tía permaneció fiel a la memoria de su único amor, fiel a su brillante y apuesto capitán.
Esta es la historia de la pobre anciana; a esto se atribuía su cambio de carácter, la melancolía de su rostro sus vestidos de luto, su acritud y su aspereza aparentes. «Es una rosa,—decía don Basilio,—una rosa que de un día para otro se convirtió en cardo.»
Siempre agria e intolerante conmigo hasta que dejé la casa paterna, hoy, acaso fuera por los sufrimientos de la enfermedad, se mostraba dulce, afable, tierna. Se afanaba en mimarme, se complacía en satisfacer el menor de mis caprichos, y no sabía qué inventar para tenerme contento.
—No, hijito;—decía,—nosotras hemos sido contigo lo que debíamos ser: hemos hecho las veces de madre. Has que quieras; estás en tu casa; eres como el jefe de la familia. Aquí estamos para servirte y obedecerte. Pero qué, ¿vas a salir con ese traje?—agregó viendo el mío empolvado y sin aliño.—No, vístete otro mejor. Andrés trajo ya el baúl... Vístete; sal a pasear, a que te vean....
Y al oírme decir que deseaba yo ir a vagar por los ejidos de Villaverde y por las márgenes del Pedregoso:
—Pero, dime: ¿estás loco? No: eso será otro día. Ahora, ponte elegante, y sal a visitar a los viejos amigos. Ni un día ha pasado sin que pregunten por ti. Visita a don Román, tu maestro; al doctor Sarmiento, que es tan bueno con nosotras; a don Basilio, que te quiere tanto; al señor Fernández.... No; a ese no, porque no te conoce. Es el dueño de la hacienda de Santa Clara. ¡Muy buena persona! Ya irás con Pepa. Ya verás: tiene una hija como una plata. Aquí no le faltan pretendientes.... Ya la conocerás.... ¿Almorzaste bien? Pues anda, vístete, y sal a pasear.
Hubo que obedecerla. No venía muy provisto el baúl; no había en él mucho con que engalanarme; pero en dos por tres, con ayuda de tía Pepa y de Angelina, saqué la ropa, y pronto me presenté delante de la enferma hecho un veinticuatro.
—¡Eso es, así, como persona decente!—dijo: Tía Pepa Y Angelina me seguían. Una me veía de arriba abajo con aires de satisfacción maternal. La doncella, desde la puerta del corredor, donde los pajarillos cantaban alegremente, me miraba con interés. Cuando yo volvía el rostro, ella fingía componer una planta que lucía en el pretil hermosos ramilletes de encendida, flores.
Ya en la puerta me gritó tía Pepa:
—¿A qué hora vuelves? Te esperamos a comer.
Al fin de la calle me ocurrió regresar para ir a la casa del dómine. Angelina estaba en la ventana. Sin duda había salido a verme.
Al pasar la saludé. Díjele algo que la hizo sonreír.
¿Qué había en el rostro de la doncella que me trajo a la memoria la angelical figura de Matilde, la dulce niña de mi primer amor?
Villaverde es una ciudad de ocho mil habitantes. Situada entre los repliegues de una cordillera, en valle pintoresco y dilatado, circundada de risueñas colinas y de montes altísimos, Villaverde, como la isla de Calipso, goza de una constante primavera. No agotan calores estivales la mullida grama de sus dehesas, ni los vientos glaciales del Citlaltépetl marchitan la exuberante lozanía de sus florestas. Para ella no hay más que dos estaciones: la que engalana los campos con los dones de Abril, y la pluviosa que renueva los no empalidecidos verdores de las selvas y de las llanuras.
Allá por las últimas semanas de septiembre acaban las lluvias diarias y copiosas, los cielos se despejan, y principia lo que suelen llamar los villaverdinos el veranito de octubre, frescos y hermosos días, cuyas alegres y límpidas mañanas y cuyos crepúsculos áureos y nacarados vienen a ser como la nota regocijada de la elegiaca sinfonía otoñal.
Después las brumas entristecen los paisajes, y con ellas, puntuales mensajeras del plañidero noviembre, llegan a las dehesas y se esparcen por laderas y rastrojos las flores amarillas.
Repentinamente, una mañanita, los campos aparecen como espolvoreados de oro de Tíbar, y los picachos y las cumbres se envuelven en gasas cenicientas.
Así durante los meses invernales. A fines de febrero las nieblas se remontan, y se van, para que las montañas luzcan sus nuevos trajes, el vistoso atavío con que se engalanan, los árboles al advenimiento de la primavera, la cual se acerca precedida de arrasantes huracanados vientos, que se llevan las frondas caducas, siegan las ramas muertas, hinchan con su hálito vivífico yemas y brotes, y aceleran el desarrollo de los capullos.
Estos vientos huracanados recorren los valles, bajan al fondo de las hondonadas, barren las llanuras e inundan de mil aromas la ciudad: olores de líquenes y musgos, esencia de azahar, suave fragancia de liquidámbar y de mil flores campesinas.
Id entonces al Escobillar, subid a la cercana colina, y gozaréis del más hermoso panorama; trepad a lo más alto, y tendréis ocasión de admirar la fecunda vega del Pedregoso, celebrada mil y mil veces por los poetas de Villaverde, y cantada en exámetros latinos y en liras arcaicas por el pomposísimo Cicerón.
Imaginaos una llanura siempre verde, limitada en todas direcciones por obscuras montañas y risueños collados. El tono subido de los bosques hace resaltar el tinte alegre de los prados y de los campos de caña sacarina.
El Pedregoso, gárrulo y cantante en las quebradas, sesgo y cerúleo en los planíos, corta en dos partes la ciudad. Sinuoso aquí, recto allá, corre como una serpiente hacia la barranca de Mata-Espesa, libre de arboledas en algunos sitios, oculto en otros por las alamedas y los naranjales.
Desde lo más alto de la colina del Escobillar veréis la ciudad como un juego de dominó esparcido en un tapete verde, cortada por la cinta plateada del río a cuyas márgenes se agolpan caserones y templos.
¡Singular alegría la de aquel valle! ¡Espléndido panorama el de aquel paisaje en que se mezclan y confunden la serenidades de la tierra fría con la vegetación abrumadora de las regiones cálidas! Pero ¡ay! no busquéis en los habitantes de Villaverde una alegría placentera, como pudierais esperarla, en harmonía con la naturaleza; no busquéis allí caracteres regocijados, espíritus afables y risueños. Villaverde es la ciudad de los espíritus desalentados y melancólicos; es la ciudad de las almas tristes.
¿Cosa del clima? No; porque ciudades de la misma región y de naturaleza idéntica son animadas, alegres, festivas, jucundas, como decía el pomposísimo Cicerón. Los villaverdinos son de semblante triste, y en sus labios tiene la risa dolorosa expresión, como en gentes contrariadas y pesimistas. Se me antojan prematuramente envejecidos; seres desventurados para los cuales murió en crisálida la mariposa azul de las juveniles esperanzas.
Esta tristeza de las almas, en contraste con el risueño aspecto de los campos, trasciende a todo: a los edificios, a las calles, a los trajes, a las personas, a su trato, a sus maneras y a su lenguaje.
Los villaverdinos no se entusiasman por nada; hay en su vida algo—o mucho—de la inmovilidad budística, sólo comparable con esas lagunas adormecidas, en cuyas aguas, eternamente límpidas y serenas, se retratan como en espejo clarísimo las copas de los árboles, los pompones de la enea y la obscuridad de las cercanas espesuras; lagunas perdidas en lo más recóndito de los bosques, muertas, heladas, sin peces ni ovas, que cualquiera creería de cristal, que no se estremecen al beso de la luz meridiana, cuyo reposo no turban cefirillos juguetones ni huracanes bravíos.
Son los villaverdinos un tesoro de virtudes. En su mirada se transparentan la mansedumbre y la benevolencia; es en ellos ingente la piedad, y al par de ésta sobresale la resignación. Pero el sentimiento religioso no es en las almas villaverdinas plácido y activo, sino, por lo contrario, lúgubre, apocado, meticuloso. La abnegación y la caridad, las grandes virtudes del cristiano, fuente de alegría en todas partes, en Villaverde, aunque espontáneas, tienen algo que en ocasiones causa disgusto y repugnancia.
De todo recelan los villaverdinos; a nadie conceden su confianza; todo se lo temen de los extraños, tanto lo malo como lo bueno; nada les place; todo lo censuran; a nada se atreven por miedo a los demás; viven con el día y nunca piensan en lo venidero.
De aquí que no prosperen ni adelanten; de aquí su mezquindad y su pobreza vergonzantes. Son una especie de cristianos fatalistas. Lo que ha de suceder, sucederá, y no sucederá de otra manera. Por eso no medran ni progresan; por eso lo malo se perpetúa y reina soberano en Villaverde; por eso los alcaldes son allí eternos, y las bodas muy raras, y por eso allí nada cambia ni varía. Villaverde es una ciudad en petrificación. Pueblo por excelencia agrícola, mira cultivados sus campos como hace cien años, rinde los mismos productos, cosecha los mismos frutos. Y gasta y consume hoy lo mismo que gastaba y consumía hace veinte lustros.
Las casas como cortadas por el mismo patrón; los trajes iguales; las caras parecidas; unísonas las voces. Los varones, agrios, displicentes, huraños, sombríos; las mujeres, tímidas, asustadizas, amables, pero con amabilidad monjil. La vida como las cosas y las personas.
Pero en medio de esta rara inmovilidad, secreta y silenciosa como la sorda y lenta labor de la polilla, una guerra sin treguas ni victorias, una guerra de pasiones bajas, rastreras y mezquinas, ruines y dolosas, en que todo bicho viviente toma participación; los unos capitaneados por la envidia, los otros acaudillados por la codicia, todos azuzados por la murmuración y aguijoneados por la maledicencia de los que se dicen ajenos a toda rencilla y enemigos de chismes y rencores.
En Villaverde se murmura de todos y de todo; se averigua qué hacen, y en qué se ocupan los demás; se lleva cuenta y razón de los actos de cada vecino; nadie ignora hasta lo más secreto de la vida de los otros, y quien vive más alejado de los mentideros—que los hay a docenas, en boticas y tiendas de ultramarinos—pudiera inventariar de memoria las ropas de quienes no pisan los umbrales de su casa más que por Corpus y San Juan.
Puede afirmarse que todo villaverdino, al meterse en la cama por la noche, sabe de cualquiera de sus paisanos cuántas cucharadas de sopa se engulló ese día, así se trate del vecino más conspicuo como del bracero más humilde.
Villaverde no pasará nunca de perico perro. ¡Qué ha de pasar! Si a sus hijos todo los alarma; todo paso adelante o atrás los inquieta, y ni por la gloria celestial,—que es cuanto hay que ofrecer,—fijarían un clavo fuera del sitio en que le fijaron sus abuelos.
Me diréis:—¿Y los extranjeros? ¿Y los que de fuera vienen, no dan a esa ciudad en petrificación ideas nuevas, nuevas costumbres, savia de vigor que transfundida en ese organismo le rejuvenezca y reviva? ¡Ay! No; el extranjero se aviene pronto al medio. Enriquece en pocos años, explotando a los villaverdinos, y se va a gozar a otra parte de los duros atesorados. Algunos, pocos, lo hacen así; los más, a los dos o tres años de haber llegado, son ya unos villaverdinos completos, ni más ni menos que si allí hubieran nacido; como si de rapaces hubiesen guerreado en homéricas pedreas al pie del cerro del Cristo, en pro o en contra de la Escuela del Cura; como si hubieran salado en las dehesas del Escobillar, y aprendido latines en los bancos del pomposísimo Cicerón. A poco en nada difieren de mis paisanos; reúnen los cuatro reales, se prendan de alguna villaverdina modesta, hacendosa y pacata,—que las hay lindas como una rosa y buenas como el pan de gloria,—y... lasciate ogni speranza voi che entrate!
La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población, seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura!
De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina. En su localismo se advierte una originalidad digna de ser apuntada. Alardean de recibir bien al extraño; pocas veces alaban y ponderan las cosas de la tierra, antes por el contrario las apocan y menosprecian; miran con indiferencia cuanto hay en la ciudad: la belleza de los campos y la hermosura de las mujeres; critican acerbamente cuanto tienen; fingen que nada de otras partes les sorprende; y podéis, con toda libertad, hacer trizas cualquiera cosa de la tierra en presencia de un villaverdino, seguros de que no dirá nada en contrario, antes bien, acentuará la nota burlesca. Pero si observáis con detenimiento a mis paisanos no tardaréis en descubrir que viven pagados y enorgullecidos de sus cosas; que para ellos no hay otras como las suyas, y que no las quieren distintas porque creen, de buena fe, que no las hay mejores.
De lo que sí no hacen misterio, de lo que se muestran francamente satisfechos, es de la ingénita lealtad que atribuye a los villaverdinos la leyenda de su viejo blasón. Muéstranse merecedores de cuantas lindezas les dice el mote; prodigan en todas partes la heráldica presea, en edificios, sellos, telones, marcas de tabacos y botellas de cerveza; repiten la empresa en inscripciones castellanas y latinas, en discursos, en documentos oficiales, en periódicos,—que también tiene periódicos Villaverde—y hasta en los sermones sale a relucir el famoso lema, concedido a mi querida ciudad natal por la Muy Católica Majestad del Rey Don Felipe IV. Fuera el consabido lema poderoso estímulo para mis paisanos, si éstos entendieran las cosas a derechas, pero Villaverde es la tierra de las ideas falsas, y el mote lisonjero de su blasón sólo sirve para que los villaverdinos vivan estacionarios y no suelten los andadores para entrar, libres y decididos, por los amplios caminos de la vida moderna.
«En Villaverde—dicen sus hijos—no se hace política». Y sí se hace, pero por debajo cuerda, a la calladita, de modo vergonzante, sin riesgos ni peligros, sin temor de verse derrotados y blanco de odios, rencores y venganzas. Y como por buenos que sean los diestros que están en el tendido, si los lidiadores son malos, mala resultará la corrida; para los buenos villaverdinos no hay chupa que les venga, ni capote que les salga a gusto. Así no consiguen nunca lo que desean y viven condenados al perpetuo alcaldazgo de don Basilio, conspicuo villaverdino, reflexivo y listo, que intriga más de lo que parece y que sabe más de lo que suponen sus paisanos.
Estos son muy celosos de sus glorias y admiradores fidelísimos de sus hombres ilustres. No son los tales muchos, ni muy conocidos, pero los villaverdinos traen a cuento sus nombres, en toda ocasión, vengan o no vengan al caso.
Dos son los principales. El uno, general victorioso en no sé qué batallas, que la Historia olvidadiza habrá registrado en sus páginas inmortales, antiguo cosechero de tabaco, hombre nulo, cuyo habilidad consistió en rodearse de media docena de ambiciosos villaverdinos, los cuales le encumbraron, a fuerza de charlatanismo y demasías, hasta donde propios méritos y altas dotes de inteligencia nunca le hubieran elevado. El general cayó pronto del encumbrado puesto, y acabó sus días, triste y descorazonado Cincinato, en miserable ranchejo, cuidando de unas cuantas vacas tísicas y estériles. En aquel retiro fue hasta oí último día dechado de patriotas, modelo de firmeza política, y allí murió, como Napoleón, de una enfermedad hepática, despreciando a los villaverdinos, y burlándose de sus antiguos partidarios,—a quienes atribuía el fracaso que le echó por tierra,—y siendo objeto de la incondicional admiración de todos sus paisanos.
Para que tan ilustre nombre pasase a los pósteros,—así lo dijo en cabildo pleno el pomposísimo Cicerón,—el apellido ilustre del general fue aplicado a todo establecimiento público, escuela, teatro, hospital, paseo, etcétera, etcétera.
Una lápida conmemorativa,—los villaverdinos se parecen por la epigrafía,—señala al viajero la casa en que nació el grande hombre. La Escuela Nacional se llamó: Escuela Pancracio de la Vega; el hospital: Hospital Pancracio de la Vega; el teatro,—un teatrillo en proyecto, nunca concluido y frecuentemente visitado por volatines y comicotes,—Gran Teatro Vega, y así lo demás.
La otra gloria villaverdina fue un buen clérigo que nunca se acordó de su pueblo natal; un sacerdote austero, sencillo y trabajador, gran teólogo,—al decir de don Román López—que llegó a canónigo angelopolitano, y después a obispo, honor a que nunca aspiraron los villaverdinos; que nunca pensaron alcanzar, y que los llenó de alegría ¡Obispo un hijo de Villaverde! ¡Cielos! ¡Qué dicha! Desde entonces sueñan mis paisanos con que Villaverde llegue a ciudad episcopal. Y lo será; sí, señores, lo será. Eso, y más, se merecen sus piadosos hijos.
No digáis en Villaverde que no tiene grandes hombres; no lo digáis, por vida vuestra, porque luego os replicarán mis paisanos, así sean jornaleros, o abogados, o médicos, o propietarios vuestros interlocutores:—«¿Y el Señor General Don Pancracio de la Vega? ¿Y el Ilmo y Reverendísimo Señor Don Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo in pártibus de Malvaria?».... Si está presente el pomposísimo os dirá:—«¿El General de la Vega? ¡Gran político! ¡El Mecenas de todos los poetas veracruzanos! ¿Mi maestro el Ilmo Señor Obispo de Malvaria? ¡Gran teólogo! Amigo, amigo... ¡no hay que darle vueltas! ¡El Melchor Cano de Villaverde!»
Mi querida ciudad natal es pobre, paupérrima, como decía don Román. Una agricultura descuidada es para ella la única fuente de riqueza, gracias a las lluvias, que allí, como en Pluviosilla, no escasean. El suelo es fértil, pero le falta riego. El Pedregoso con su cauce hondísimo no basta para las necesidades de la tierra.
A la pobreza debemos atribuir la indiferencia de los caracteres y la tristeza de las almas. En Villaverde nada se desea, y a nada se aspira; todos están contentos con su suerte. El porvenir es obscuro, y anhelarle risueño sería una locura. El alcalde perpetuo, don Basilio, dice, cuando de esto se trata: que en esa falta de aspiraciones está la dicha de Villaverde y la felicidad de sus gobernados. El vive muy satisfecho. Con el producto de seis u ocho solares y de un rancho cafetero le basta y sobra para vestir a la señora alcaldesa, y a su hijo, un muchacho idiota hinchado de vanidad.
En Villaverde se trabaja poco, lo suficiente para comer, no andar desnudo, pasar el día, y ¡santas pascuas! Quien se excediese en el trabajo sería un tonto de capirote. No por eso ganaría más. Así dejara el alma en la tarea no se guardaría en el bolsillo, ni achocaría para el arcón media docena de duros. En Villaverde se gana poco, y la vida es cara. Los méritos de un servidor, de un empleado, son mayores y más estimados cuando gana poco. Aquello parece una escuela de franciscana pobreza, una hermandad de miseria voluntaria. En Villaverde nadie paga, ni aunque le ahorquen, más de lo que pagaron sus abuelos, allá en los tiempos felices del estanco del tabaco, época venturosa para mi querida ciudad, lo mismo que para Pluviosilla, su vecina afortunada y próspera.
Pero me diréis:—«¿Y esas haciendas, esas fincas, que, como Santa Clara y Mata-Espesa, levantan prodigiosas cosechas? ¿Santa Clara, Mata-Espesa, dijisteis? Pues queda dicho todo. En ella cifran los de Villaverde prosperidad y bienestar.
El pomposísimo Cicerón, en sus días de murria, cuando no tenía un real, y se olvidaba de los grandes autores del siglo de Augusto, y renegaba de Villaverde, y no se le daba un ardite la susodicha empresa del glorioso blasón, me decía de sus paisanos:
—¡Unos verónicos! ¡Unos verónicos! ¡Ni buenos ni malos! ¡Para ellos... ¡ni pena ni gloria!
Y añadía, mesándose el copete ralo y encanecido:
—¡Está en la sangre! ¡En la sangre!
¡El aire de la tierra natal! ¡Qué grato y qué fresco esa mañana! El sol inundaba el valle y dibujaba en los muros de las vetustas casas la sombra ondulada de los aleros. De las húmedas montañas, bañadas la víspera por copiosa lluvia, soplaba un vientecillo halagador y perfumado. Seguí hasta las afueras de la ciudad, a fin de gozar, siquiera fuese por breves horas, del magnífico panorama que se extendía delante de mí: variado lomerío, dilatada llanura, espesas arboledas que dan pintoresco fondo a la capilla de San Antonio, una iglesita que tiene aspecto de melindrosa vejezuela. Faldeando la colina va el camino de la sierra, desde allí quebrado y pedregoso. Por ahí subían lentamente unos arrieros, silbando una canción popular, arreando a unos cuantos asnillos enclenques cargados de loza arribeña: ollas y cazuelas vidriadas que centelleaban con el sol. Un ranchero, jinete en parda mula, venía por el llano, y allá, cerca de las vertientes del Escobillar, trazaban las yuntas surcos profundos en la tierra negra y vigorosa. Los galanes las seguían paso a paso, guiando el arado, muy enhiesta la crinada pica. ¡Qué benéfico el aire de las montañas! Insufla en los pulmones vida nueva, acelera la sangre y comunica a las almas dulcísima alegría. ¡Cómo suspiré, durante diez años, en las soledades del Colegio, por aquellos sitios y por aquel espectáculo! ¡Cómo, mil y mil veces, a la hora de la siesta, desde el balconcillo del dormitorio, ante la colina poblada de cactos, cansada de las arideces del Valle de México, soñé despierto con la húmeda belleza de la tierra natal!
No puedo olvidar aquellos tristes días. Jueves y domingos salíamos de paseo, a lo largo del fangoso río, cuyas aguas parecían dormidas a la sombra de los sauces piramidales. Allí, cerca de una hacienda, frente por frente de una aldea salinera, entre cuyos montículos estériles yergue una pobre palma, mísera desterrada de fecundo suelo, su empolvado penacho, había un sitio que hasta en lo más crudo del invierno hacía gala de sus hierbajes verdes. Era mi sitio predilecto. Mientras la turba estudiantil iba y venía buscando nidos en los árboles, o, vigilada por el Padre Rector, jugaba al salta-cabrillas, yo me tendía en la hierba, y dejaba que mi pensamiento volara más allá de la populosa ciudad, más allá del obscuro lago de Texcoco. Y volaba, volaba, tramontaba los volcanes, y seguía, a través de bosques y espesuras, en busca de regiones amadas, de rostros amigos, de voces cariñosas. Entonces, el paisaje que yo tenía delante se iba borrando poco a poco: el suelo pajizo; la acequia fangosa; la llanura inundada; los chopos cenicientos del camino polvoso, siempre lleno de viandantes; las hileras de sauces melancólicos; la ciudad lejana, túrrida, envuelta en pesados vapores; la aldea salinera, situada como en un islote; la remota cordillera de Ajusco y los picachos de la Cruz del Marqués. Bañados en la luz de brillante crepúsculo, surgían ante mis ojos valles y colinas, llanuras y dehesas, bosques y heredades, en donde la rica vegetación de las tierras cálidas desplegaba su frondosidad incomparable. El Citlaltépetl, corona espléndida de las serranías, aparecía bañado en rosada luz, como si le iluminaran los fuegos de la aurora. Tornaba yo a la casa de mis padres. Villaverde me convidaba a recorrer sus calles desiertas, y el acento tierno y conmovido de los míos resonaba en mis oídos regocijado y amante.
De aquel ensueño me sacaba la voz del Rector o el toque de Ángelus en la cercana Catedral. Honda tristeza se apoderaba de mi espíritu, y lento, retrasado, perezoso, volvía yo al colegio, entregado a la subyugadora melancolía que despierta en los jóvenes el espectáculo siempre nuevo de la tarde moribunda, de la llegada de la noche. Dulce nostalgia; anhelo de algo sublime; grato sentimiento de muerte, que alivia, consuela, y eleva las almas hacia la bóveda celeste, ya entenebrecida y salpicada de luceros.
El sueño de aquellos días de largo destierro, la ilusión de aquellas tardes invernales, era una realidad. Estaba yo en Villaverde.
¿Adónde iría yo? ¿En busca de los amigos de mis primeros años? Acaso me recibirían indiferentes y fríos. Regresé por donde había venido, y al azar, sin darme cuenta de lo que hacía, me interné en la ciudad, por las calles céntricas, camino de la plaza. Me detuve en el puente. El Pedregoso, el gárrulo Pedregoso corría, como siempre, límpido y parlero; como le vi tantas veces cuando era yo niño: espumoso al tropezar con una roca; cerúleo y adormecido en sus pozas umbrías, bajo el dosel de los álamos, queriendo arrastrar a su paso las espiras lánguidas de los convólvulos perennes.
Buscaba yo rostros conocidos, y muchos vi, pero empalidecidos, como fotografías borradas. Todas las gentes me miraban curiosas, como si quisieran reconocerme, para llamarme por mi nombre. Temerosas de un chasco no se atrevían a hablarme, y se daban por satisfechas con verme de pies a cabeza y examinar mi traje de cortesano. Me pareció que unas a otras se preguntaban al verme:
—¿Quién es éste? ¿A qué vendrá?
¡Pobre de mí que había soñado con un recibimiento caluroso! Todos me conocían, me vieron crecer y me tuteaban.... Me detuve en un tenducho, y pregunté por don Román López. El tendero salió a la puerta, y señalándome una casa me dijo:
—¡Allí, joven, allí!... ¡En aquella casa pintada de amarillo! El ruido de los muchachos le dirá ¡dónde! ¡Allí está la escuela!
¿Y si mi buen maestro, si el pomposísimo no me recibía cariñosamente? Eché calle arriba, y llamé a la puerta de la Casa de Estudios. Así solía decir el dómine. No gustaba de que su establecimiento fuese equiparado ni con la Escuela del Cura ni con la Escuela Nacional.
Un chico abrió la puerta. Un muchacho jetudo, de cabello erizado y ojos lacrimonos. Había tormenta. Alguna tempestad producida por un concertado gallego o por alguna oración de infinitivo revesada y de tres bemoles.
El granuja sonrió al mirarme, viendo en mí el iris de la suspirada bonanza.
—¡Pase usté!—me dijo.
—¿El señor maestro?...
—¡Pase usté!
Y me colé por la puertecilla del cancel.
Ruido de la chiquillería que se ponía en pie. Movimiento de sorpresa en el dómine....
—¡Silencio!—exclamó, levantándose y subiéndose a la frente las antiparras. Y dirigiéndose a mí:
—¡Adelante, caballero!
Dejó el libro en la mesa, un horacio antiquísimo, y vino paso a paso a recibirme.
Atravesó el dómine por entre la doble hilera de bancos, diciendo a los chicos que tomaran asiento. Los muchachos le obedecieron cuchicheando. Se felicitaban sin duda, de mi llegada. Don Román vestía su eterno traje, su traje típico: pantalones anchos; larga levita negra, verduzca y mugrienta; chaleco blanco, pringado de rapé en las solapas; el cuello de la camisa altísimo, arrugado, sin almidón; ancho y apretado corbatín. Así le conocí cuando era yo niño, cuando mis buenas tías me confiaron a la férula resonante de aquel buen anciano, maestro de dos o tres generaciones de villaverdinos. Esto de la férula no es figura retórica; el pomposísimo la tenía, y muy sólida, de perdurable zapotillo, ennegrecida por el uso. Verdugo diligente e implacable, dispuesto a vengar en las manos infantiles el menor desmán, cualquiera osadía contra los poetas del siglo de Augusto, don Román no se andaba con chicas, ni tenía piedad; quien la hacía la pagaba, así fuera el hijo del alcalde.
Don Román se detuvo a dos pasos de mí. Me vio atentamente, y componiéndose los anteojos me preguntó en tono de notario aburrido.
—¿Qué mandaba usted?
No tardó en reconocerme, y abriendo los brazos exclamó:
—¡Rodolfo! ¡Rodolfo! ¿Tú por aquí? Ya sabía yo que de un día a otro llegarías.... ¡Bendito sea Dios! ¡Y qué crecido estás! ¡Alabado sea el Señor que me concede verte hecho un varoncito, un lechuguino de lo más guapo! Y... ante todo, ¡ya lo sé! ¡ya lo sé! Como siempre estoy preguntando por ti. Ya sé que has salido muy aprovechado.... No como estos asnillos que para nada sirven. Ni uno solo de estos bribones sacará buey de barranco.
El pobre anciano, loco de alegría, se complacía en mirarme, y me abrazaba, y pasaba por mis mejillas sus manos larguiluchas y exangües.
—Pasa, muchacho; vamos a la sala.... Tengo muchas ganas de platicar contigo. ¿Y tus tías? Como siempre ¿no es eso? Las pobrecillas siempre afligidas y achacosas.... A toda hora pensando en el sobrinito, en el sobrinito mimado. ¡Quiérelas mucho, Rodolfo! Por ti... ¡hacen milagros!... Pero, ¡qué tengo que decirte, cuando eres tan bueno y tan noblote! ¡Pasa, muchachito, pasa!
Decía esto acariciándose e impulsándome hacia adelante, entre la doble hilera de bancas. Los chicos abrían tamaños ojos para verme, como sorprendidos de la rara dulzura de su maestro. Cerca de la mesa se detuvo don Román, volvióse hacia la chiquilleiía, y prorrumpió solemnemente, en tono de sermón:
—Este, éste que ven ustedes, es uno de mis discípulos más queridos. Muchas veces, muchas, os he hablado de él. Es inteligente, bueno, estudioso.... Tomadle por modelo. Este sí que no me daba, como ustedes, tantos disgustos; éste sí que no hacía concordancias gallegas, y se sabía al dedillo los pretéritos, y entendía, como un maestro, al dulce Virgilio, al conciso Tácito, y al asiático y pomposísimo Cicerón.
Ya me lo esperaba yo. Milagro que no acabó el discurso con algún exámetro oportuno. Los chicos, al oír el consabido epíteto, sonrieron maliciosamente, señal de que el apodo puesto al maestro por nosotros diez años antes, seguía en uso. Los bribonzuelos reían y se miraban unos a otros con caritas de diablillos regocijados.
—Vamos:—prosiguió—os doy la mañana, a fin de que celebréis la llegada de mi discípulo muy amado. Pero, oídme; nadie se irá hasta que suenen las doce. Quedaos aquí, sin cometer faltas. El mejor día volverá este joven, y os examinará, y ya veremos, ya veremos cuáles son vuestros adelantos en la hermosa lengua latina.
Don Román levantó la cabeza y agregó:
—Tú, Pancho Martínez....
Un mozuelo trigueño, vivaracho, de simpático aspecto, salió al frente.
Mientras el niño acudía al llamado de su maestro eché una ojeada por el salón. En nada había variado. Los mismos muebles, los mismos objetos; las papeleras manchadas de tinta, con letreros en las tapas, grabados a punta de cortaplumas; el pizarrón, el mismo pizarrón de otro tiempo, en su caballete verde; la mesa del dómine ocupada por los mismos libros, todos muy bien colocados. Allí estaba la campanilla, con el mango roto, y el tintero circundado de plumas de ave,—don Román no usaba de otras,—y al lado la palmeta de zapotillo. En las paredes, ennegrecidas y desconchadas, dos o tres mapas amarillentos; arriba del sillón magistral, muy pulido y resobado, la Virgen de Guadalupe, la patrona de la escuela; delante de la imagen una lamparita, un vaso azul lleno de aceite obscuro, en el cual sobrenadaba una mariposilla moribunda.
No bien entramos en la salita se oyó el vocerío de la turba escolar, festiva, retozona. Ruidos, carcajadas, estrépito de libros cerrados de golpe, las mil y mil voces, francas y alegres, de la dichosa libertad infantil.
El anciano retrocedió colérico. Abrió la puerta; por ella se precipitó desbordado, recordándome felices años, un torrente de ingenuas carcajadas. Don Román, severo e irascible, dictó nuevas órdenes, amenazó con duros castigos, y luego, haciendo un gesto de dolor, pronto borrado por una expresión resignada de tristeza, vino al estrado.
—Siéntate, siéntate aquí, en este sillón. ¡Qué gusto me da verte! Cuando te fuiste creí que no me volverías a ver.... Estoy ya muy viejo. ¿No me ves? En Febrero cumpliré los setenta y dos. Los achaques me tienen triste y desmazalado. Tú consideras todo esto, ¿no es verdad? ¡Viejo, enfermo, solo y pobre! ¿No te parece cosa triste, cosa que parte el alma, esta situación mía después de haber trabajado tanto? Todos ustedes se van logrando. Tengo discípulos en toda clase de oficios y profesiones. Unos, en altos puestos de la política, los que fueron más desaplicados, (muchos no pasaron del quis vel quid); otros en la Iglesia, (dos me han dado ya la comunión); otros, médicos, y buenos médicos; otros abogados; otros, como tú, en camino de ser gente de provecho.
A decir verdad, nunca valí gran cosa ni por la conducta ni por la aplicación; de seguro que pocos estudiantes dieron más guerra que yo al pomposísimo maestro. Pero tal era de bondadoso el señor don Román. Cuando estaban en sus bancos, todos eran flojos, incapaces, asnillos; luego, con excepción de aquellos por extremo perdularios, todos resultaban excelentes, cumplidos, aprovechados.
Pero es lo cierto que don Román me quiso siempre como a un hijo; que me trató con suma benevolencia; que pocas veces sintieron mis manos los golpes de su férula, y que el buen anciano, no obstante su pobreza, me dio lecciones durante dos años, sin exigir de mis tías extipendio alguno.
Me apenó ver a mi maestro tan triste y abatido, cuando estaba tan cerca del sepulcro. Hubiera yo deseado ser rico, riquísimo, para ampararle contra la miseria, darle cuanto quisiera, y comprar para él, si tal cosa fuese posible, salud y mocedad.
—¿Te he dicho que estoy pobre? Pues estoy más pobre de lo que tú puedas imaginártelo. Tengo pocos discípulos. ¡Ya viste cuántos! Sólo faltaron dos; unos bribones que se van a salar todos los días; unos pícaros que no tienen remedio. ¡Qué hemos de hacer! Hijo mío, nadie quiere que sus hijos aprendan el latín. ¡Tú dirás! ¡El latín que es la llave de las ciencias! Ni latín, ni otras cosas; todo lo que puedo enseñar, todo lo que sé, cuanto aprendiste aquí. Dicen que estoy atrasado; que mi manera de enseñar es ancrónica, ¿has oido? ¿anacrónica? Eso lo dicen los pedantes de hoy en día; y todo porque mascullan el francés. Eso dicen los que aquí aprendieron todo lo que saben, y que ahora no quieren confesar que me lo deben todo. Dicen que ya no sirvo para nada.... ¿Para nada? Pues a que no se ponen delante de mi, y abren el Tácito, o el Terencio, y traducen el pasaje que yo les señale? Pero eso sí, sin que se ayuden de versiones francesas... Oye: lo que más me duele, lo que me llega a lo más vivo, lo que me desgarra el corazón, lo que siento aquí, como la hoja de un puñal, es que dicen....—El pobre anciano quería llorar; el rostro se le contraía dolorosamente, su voz se iba poniendo trémula, en sus ojos asomaba una lágrima,—dicen...—hizo un esfuerzo y acabó—¡qué estoy chocho!
Me partía el corazón al ver al pobre anciano. Lloraba como un chiquillo. Deseoso de alivio y de consuelo vejado por la maldad y la ingratitud, abría su alma, sencilla y llena de dolores, a un pobre muchacho que años antes fue su discípulo y del cual esperaba frases compasivas, palabras cariñosas.
—Y como dicen que estoy chocho, y como andan repitiendo eso por todas partes, me faltan discípulos, y faltándome discípulos me falta trabajo; y sin trabajo, como tú lo comprenderás, me falta dinero. ¡No hay remedio! Me moriré de hambre, y me enterrarán de limosna. Diez o doce discípulos, que pagan poco, ¡y es cuánto! Unas leccioncitas ¡y nada más!
—Don Román,—respondí—no hay que abatirse. Nada es eterno; los tiempos varían... el mejor día....
—Sí, hijo mío, variarán los tiempos, quién lo duda, pero no para mí. No me queda más que prepararme para morir cristianamente. Pobrezas, miserias, hambres, contumelias, todo lo sufro con paciencia. Lo que me apena y me amarga, lo que me contrista y conturba es la ingratitud.
—No hay que abatirse, señor maestro. En cambio tiene usted la gratitud y el amor de muchos.
—¿Abatirme? ¡Eso no!—replicó en un arranque de energía.—¡Eso no! Nadie me verá rendido. Al contrario: altivo, con soberbia dignidad. Por eso no me quieren. Siempre que se ofrece les ajusto las cuentas a esos ingratos, a esos charlatanes. ¡Que lo diga Agustín, ese macuache, que aprendió aquí, aquí, todo lo que sabe, y que ahora está de Director, (¡yo no sé lo que podrá dirigir!) de Director de la «Escuela Nacional». El otro día,—aquí sonrió satisfecho el buen anciano,—el otro día, publicó en «La Voz de Villaverde», (el periódico ese que sacaron cuando las elecciones del Jefe Político), un papasal, dándosela de espíritu fuerte, de libre pensador, y yo,—el dómine habló quedito, como temeroso de que le oyesen—¿qué hice? Tomé la pluma, y burla burlando le puse de oro y azul. Mandé a «El Montañés» tres comunicados de chupa y daca. Hijo: mi hombre vio lumbre, y gritó, pateó, rabió. Pero no escarmienta, y sigue disparatando a su gusto en esa «Voz de Villaverde» que no es voz ni cosa que lo valga, sino un papelucho asqueroso, indigno de una ciudad que, como la muestra, es patria de tantos hombros ilustres, como el General de la Vega, y mi respetable y siempre respetado maestro el ilustrísimo Sr. D. Pablo Ortiz y Santa Cruz, Obispo «in pártibus» de Malvaria. El mejor día, luego que me deje el reuma, le largo un artículo morrocotudo, en latín, en latín crespo y ciceroniano, y entonces ya veremos, ya veremos si es capaz de entender una palabra... ¡una sola! ¡Y el otro! ¡otro que bien baila! ¿Ocaña, Jacinto Ocaña, el que vino de Pluviosilla tan sabio como un guardacantón, y que ahora regenta la «Escuela del Cura?» Este no habla mal de mí en los mentideros, ni me insulta en los periódicas, ni se burla de mis canas en la botica de Meconio, no; pero un día, en «El Puerto de Vigo», en la tienda de mi compadre don Venancio, cuando ya se acercaban los exámenes, dijo que no quería que yo fuese de sinodal a su escuela porque mi método es «anacrónico». ¿De dónde habrá sacado la palabreja? Así dijo, y eso que yo le hice el discurso que pronunció el 16 de Septiembre. Yo no fui a los exámenes. El señor cura, que es persona excelentísima, me invitó; pero ¡mamola! ¡no fui, no fui!... ¡Qué había de ir este pobre viejo! Ocaña vino después a darme satisfacciones, y con mil hipocresías me negó lo dicho.... ¡Embustero! Si yo lo supe todo por boca de Santiaguito, el hijo de mi compadre don Venancio, que es mi discípulo. El chiquillo me contó la cosa del pe al pa. Pero, hijo mío: no hablemos más de eso. ¡Estoy muy contento; me da gusto verte tan grande! Dime: ¿has aprendido bien? ¿vas a seguir los estudios? Síguelos, síguelos, que harás buena carrera. Todavía te acordarás del latín, ¿verdad? Ya lo veremos. Vendrás, y veremos si puedes traducir una cosita que tengo guardada por ahí: una oda sálica al Pedregoso, nuestro rojo Tíber. ¡Te gustará, estoy cierto de que te ha de gustar!
Dieron las doce en la torre de la Parroquia, y en las demás iglesias de Villaverde. ¡Las campanas de la ciudad natal! Grave y solemne la de la Parroquia; gritonas y disonantes las del Cristo; destemplada la de San Antonio, muy compasada y majestuosa la del convento franciscano.
Otra vez la bulla, el vocerío, el cerrar de libros y el estrépito de gavetas.
—¡Voy a ver a esos diablejos!—dijo contrariado el anciano.—¿Me aguardas o te vas? Mira: ven una noche; de noche estoy aquí, no salgo nunca. De noche no tengo que lidiar con el rebaño; ven y oirás la odita. Pero antes ¡dame un abrazo! ¡Vaya, muchacho, si eres ya un hombre! Di a tus tías que por allá iré.
A la salida me detuvo en la esquina unos cuantos minutos. Iba delante de mí un grupo de chiquillos que venían de la «Escuela Nacional», alegres, parlanchines, con sus bolsas de brin en bandolera, muy cuidadosos de sus tinteros, unas botellitas tapadas con un corcho y pendientes de un hilo que los granujas se enredaban en el índice de la mano derecha. Casi a mi lado avanzaban paso a paso algunos discípulos de don Román, con el Nebrija bajo el brazo, serios, graves, orgullosos, muy pagados de su ciencia, como personas de altísimos saberes. Mientras los escolares se detenían en la esquina para emprender en la parte más llana de la acera un partido de canicas o de burras, los latinistas del «pomposísimo Cicerón» siguieron de largo, volviéndose para mirarme con cierta curiosidad entre burlona e impertinente. Al fin de la calle, delante de una tienda, una carreta, tirada por una yunta, aguardaba la salida de los gañanes. Estaba cargada de barriles de aguardiente y pilones de azúcar blanquísima, cuyos cristales, heridos por el sol, centellaban con diamantinas luces. Los animales, entornados los ojos, parecían dormitar. El buey de la izquierda, un hermoso buey sardo permanecía inmóvil; el otro, blanco, manchado de negro, se azotaba el lomo con la cola para espantar las moscas que le hostigaban. En la parte posterior de la carreta, sobre el barandal, descansaba la crinosa pica.
A mi paso, en todas las calles, en ventanas y puertas, veía yo rostros que no eran nuevos para mí. Al contemplarlos yo como que se reproducían vagamente, allá en los rincones más escondidos de mi memoria.
Hombres y mujeres me miraban con insistencia y examinaban atentamente mi traje, sorprendidos del corte de mi ropa, del pantalón ceñido, entonces al uso; de la americana cortita; de mi corbata roja (que los villaverdinos decían de «chinacos»); de mi sombrero abombado, blanco, salpicado de puntitos negros, como si me le hubieran asperjado de tinta.
Antaño los villaverdinos tenían en el extranjero que llegaba a su pintoresca ciudad motivo de burla y diversión. Principiaban por reirse del color de sus vestidos y de su manera de llevar el cabello. Cuchicheaban de él en sus bigotes, le cortaban un sayo, y luego acababan por imitar lo que censuraban,—y de la peor manera.
Hace mucho tiempo que no pongo los pies en Villaverde, y entiendo que mis paisanos son ya más cultos, pues de allá me escriben, y me dicen que ya no son así: que ya no gustan de presentarse mal vestidos; que adoptan las modas acertadamente, y que en las sastrerías villaverdinas se reciben figurines nuevos cada tres meses. Pero entonces, cuando acaecieron los sucesos que voy a referir, era otra cosa. Los más guapos usaban zapatones de gamuza; el traje de charro, mal hecho y peor elegido, era el usual, y por eso los jinetes y cócoras de la vecina Pluviosilla, donde siempre hubo, aun entre los obreros y gente del campo, charros muy galanos, llamaban a los petimetres de Villaverde los «charritos de barro».
En la plaza de la blasonada ciudad nada había variado: la Parroquia estaba intacta, igual, como la dejé diez años antes, con su graciosa cúpula de azulejos, su torre arruinada, abriéndose al peso de sus campanas «ponderosas»,—como decía don Román—la yerba crecida en el cementerio; el frontis del templo, festonado con espontáneos helechos que a lo largo de las cornisas lucían sus palmas séricas, y coronaban con gallardos plumajes el susodicho blasón que los villaverdinos ponen en todas partes.
Arrimado a la torre, en su rollo grietado y leproso, el cascado reloj virreinal, con su esfera de mármol y sus agujas doradas, invisibles para quien las viese de lejos, porque las ocultaba el ramaje de soberbios ahuehuetes, a cuya sombra se refugiaban los lechuguinos que cada domingo, después de la misa de doce, se instalan allí para ver a las muchachas que salen de misa muy emperifolladas y de ataque. En el cuadrante un clérigo melancólico, pensativo, fumando, como un árabe delante de su tienda; en el corredor baja de las Casas Municipales un policía haraposo, con el fusil al hombro, paseándose; y allá por la Calle Real, centro del miserable comercio villaverdino, una recua, un pordiosero, y el doctor Sarmiento, muy de prisa, echado el sombrero hacia la nuca; figura invariable, tipo eterno del médico de las poblaciones cortas.
La plaza, mejor dicho el centro de ella, jardín en otro tiempo, gracias a los empeños de un prefecto santanista, se conservaba como yo la dejé. En medio la fuente secular, ancho pilón de ocho lados con surtidor de granito, en forma de alcachofa, del cual salía poderosamente grueso chorro de agua cristalina, que cuando el viento huracanado de invierno le hacía pedazos inundaba las baldosas del contorno. La barda de cal y canto estaba ruinosa y desconchada; los bancos derruidos y desportillados; y los naranjos que circundaban la fuente, anémicos, devorados por las hormigas. En un arriate, el único que parecía tal, algunas plantas frondosas y lucientes, enflorecidas y galanas.
Atrajo mi atención al costado del templo, un edificio nuevo, una casa magnífica, de brillante aspecto; magnífica para Villaverde y para aquella plaza donde todo es mezquino y vulgar. Linda casa, de airoso alero, de anchas y rasgadas ventanas, con rejas de hierro, vidrieras elegantes y umbrales de mármol.
Las ventanas del salón estaban abiertas. El ajuar lujoso, los cortinajes, los muros empapelados, los espejos, los grandes cuadros con grabados finísimos que representaban escenas bíblicas (el casamiento de Isaac, Ruth y Booz, Rebeca en el pozo), todo, todo indicaba la riqueza de quienes allí vivían.
Sonaba brillantemente el soberbio piano. Manos habilísimas tocaban en él una redowa muy aplaudida, «La caída de las hojas», música soñadora y lánguida que delataba un ejecutante melancólico.
Me detuve cerca de una reja. Entonces pude columbrar el interior: gracioso jardín, amplios y frescos corredores, pretiles llenos de macetas con rosales, camelias y azaleas, jaulas y jaulitas, una pajarera llena de canarios que cantaban regocijados.
En un espejo, frontero a la ventana, vi quién tocaba. Era una joven rubia, ataviada con modesto traje blanco, uno de esos vestidos de muselina de hilo, frescos, ligeros, vaporosos, que tanto sientan a las muchachas núbiles: trajes que llevan con singular donaire las pollitas de Villaverde y de Pluviosilla. ¡Qué gallarda caía en torno del taburete la ondulante cola de aquella falda!
Concluída la redowa, la hermosa señorita siguió jugando en el teclado. Primero, escalas rapidísimas, cuyas notas se desgranaban como las cuentas de un collar; luego pasajes favoritos, temas predilectos,—un fragmento melódico, arrullador y deleitoso.
De pronto, cuando menos lo esperaba yo, dejó su asiento la tocadora. Cerró el piano y corrió a la ventana.
¡Linda, hechicera criatura! Pero ¡ay! no pude contemplarla. Seguí adelante, y seguí dulcemente impresionado. Me parecía que oía yo detrás de mí el ruido de la ondulante falda de muselina. No tuve valor para volver el rostro.
¿Por qué en aquel momento pensé en Matilde, la dulce niña de mi primer amor? ¡Ay! ¿por qué creí ver delante de mí un rostro apenado, lloroso y dolorido, el rostro de Angelina?
Minutos después, al entrar en mi casa, salió a mi encuentro la gentil doncella. Estaba radiante de alegría. Al mirarme, se encendió... y bajó los ojos.
Andrés vino a visitarme. Le invité a dar un paseo por las orillas del río, y entonces me declaró que mis tías estaban en la miseria. Para sostenerme en el colegio, sin que nada me faltara, habían hecho toda clase de sacrificios. Redujeron sus gastos a lo menos posible, y trabajaban del día a la noche, cosiendo, confeccionando pastas y conservas, y haciendo flores artificiales. En cierta época torcieron cigarrillos para «El Puerto de Vigo». Pero el mejor día enfermó tía Carmen. Una enfermedad, muy común en Villaverde a la entrada del verano, la postró en el lecho. Pasó la disentería, pero la pobre anciana quedó achacosa. Aunque aparentemente sana, estaba herida de incurable enfermedad. Al principio se presentó un síntoma que no acertaron a explicarse las buenas señoras:
Algo—decía la enferma—como hormigueo en la columna medular; algo que descendía, rápido como relámpago, hacia las extremidades inferiores. En ocasiones, vértigos que duraban un instante y que dejaban a la paciente cansada y sin fuerzas. Así durante algunos meses. Después no volvieron hormigueos ni vértigos, pero sobrevinieron convulsiones, muy fuertes en el brazo izquierdo, el cual, pasado el acceso, quedaba débil y entorpecido. Vino el doctor Sarmiento: recetó pomadas y bebidas tónicas; prescribió alimentos sanos y nutritivos, ejercicio moderado por la mañana y por la tarde, y durante las horas intermedias sosiego y reposo.
La anciana no quería estar mano sobre mano; pero tuvo que obedecer las órdenes del médico en vista de los progresos de la enfermedad.
Desde entonces pesó sobre la tía Pepa todo el trabajo, el cual, como es de suponerse, no bastó a las necesidades de aquella casa, ni para sostener al sobrino, para sostenerme en el colegio. Tía Pepa dijo:
—«¡Que se venga! ¡Que no siga estudiando! Aquí le buscaremos un empleo, cualquier destino en que se gane alguna cosa». Pero la enferma se opuso a ello:
—«Que acabe el año,—replicó—¡Dios dirá! Acaso para entonces nos paguen la pensión».
Y así pasó un año, y buena parte de otro. Nunca me faltó nada; nunca dejé de recibir, con toda puntualidad, el dinero que desde un principio me señalaron para atender a mis gastos. Sólo una vez, por mayo o junio, no recibí el dinero en los primeros días del mes. Escribí; y vino orden para que un villaverdino ricacho, de años atrás establecido en la Capital, me diese veinticinco duros.
Por Andrés vine en conocimiento de que entonces vendieron la casita, la hermosa casita en que nací, donde murió el abuelito, donde murieron mis padres. Nunca fuimos ricos; teníamos lo necesario para pasar la vida; pero todo se fue acabando poco a poco; aquello era lo último que nos quedaba. En verdad que la tal casita no valía gran cosa; sin embargo, no había en Villaverde otra mejor. Ninguna más amplia, ni más alegre, ni más cómoda. Tenía agua corriente, y un gran patio, que mis tías habían convertido en hermoso jardín, donde se producían hermosas flores y magníficas frutas; naranjas de China, como almíbar de dulces; aguacates, muy afamados en Villaverde; chinenes, blancos como la leche y sin una hebra; jinicuiles riquísimos, anchos, aromáticos, carnudos; guayabas-manzanas deliciosas. Estas las daban unos árboles plantados por el abuelito, quien trajo la simiente de las Antillas.
Vinieron las escaseces, la pobreza y la miseria. La enferma iba de mal en peor. Las convulsiones eran diarias, y duraban dos o tres horas. El brazo izquierdo no le servía para nada; las piernas fueron debilitándose, y la buena señora no pudo caminar sin el auxilio de ajena mano. A las amarguras de la pobreza se juntaron en mi pobre tía otras mayores: las que le causaba ver que su hermana trabajaba del día a la noche, sin que ella la pudiese ayudar. Tía Pepa hacía flores, cosía, y daba lecciones de lectura y de catecismo a una veintena de niños.
No pudieron conseguir que la pensión fuese pagada. El gobierno no estaba en condiciones de hacer esos gastos, decían; pero yo he creído siempre que para quienes entonces estaban en privanza no fueron nunca simpáticas las ideas de mi abuelo. ¡Qué entendían ellos de pelear en defensa de la patria, en Tampico, en Veracruz y en Churubusco! ¡Qué les importaba a ellos que se murieran de hambre unas pobres viejas!
Andrés acudió en auxilio de mis tías; hizo por ellas y por mí cuanto pudo; pero el fiel servidor no tenía mucho: un tendejón insignificante, y paremos de contar.
Mis tías conservaron siempre en su pobreza su amada dignidad. Nunca pidieron ni un real a sus amigos, (y eso que los tenían muy ricos y dispuestos a socorrerlas) y prefirieron imponerse las más duras privaciones, antes que molestar a nadie. Se privaron de cuanto les pareció superfluo,—y nada superfluo había en aquella casa,—y hasta de lo más necesario. Me duele el corazón cuando lo recuerdo; se me humedecen los ojos al apuntarlo aquí: mi tía Carmen se negó a medicinarse para que no me faltase nada.
Con el dinero de la casita hubo para algunos meses. Saldaron un gran adeudo de contribuciones, me proveyeron de ropa, y me adelantaron el importe de mis gastos dos o tres meses.
Entonces vino Angelina a nuestra casa. La infeliz había quedado huérfana. El sacerdote que la tomó bajo su protección la puso allí, al verse obligado a desempeñar la cura de almas en un pueblo de la sierra, que a la sazón estaba infestada de guerrilleros y bandidos.
Algún amigo de la familia habló de mis tías al párroco, y Angelina se quedó con ellas. El sacerdote les pagaba una corta pensión. El cura era pobre, y no podía derrochar el dinero así como quiera. Sin embargo, sobradas pruebas dio de generosidad.
Era preciso renunciar a todo; prescindir de estudiar; no pensar en ser médico o abogado, y perder la risueña esperanza de suceder al doctor Sarmiento o de heredar la clientela del Sr. Lic. Castro Pérez, el más ilustre jurisconsulto de Villaverde.
No había más que ponerse a trabajar. ¿En qué y cómo? Sólo Dios lo sabía. ¿Cuándo? Cuanto antes. Andrés se encargó de allanar el camino. El desinteresado servidor me propuso que volviera yo a la Capital para continuar los estudios.
Sacrificaré—me repitió—hasta el último medio. Eso no era posible. Convinimos en que hablaría con algunas personas de las más ricas de Villaverde, particularmente al señor Castro Pérez, para que me proporcionaran empleo. Cualquiera sería bueno, se ganara mucho, se ganara poco. El caso era trabajar.
¿Seria yo capaz de aliviar de alguna manera la precaria situación de mi familia? ¿Me sería dable corresponder a los sacrificios de aquellas cariñosas ancianas que por verme dichoso habrían dado su vida? Confieso que en aquellos momentos me faltó el valor. ¿Qué haría el inexperto escolar, apenas salido del colegio, convertido en jefe de familia? Respondía de su diligencia, de su abnegación; pero no fiaba en sus aptitudes. Le alentaba saber que en Villaverde todos le conocían; que allí, de tiempo atrás, todos los suyos merecieron consideraciones de los más conspicuos villaverdinos. Le alentaba esto, pero al mismo tiempo miraba en ello cierta dolorosa humillación ¡Valor! Ayúdate que Dios te ayudará.
Dejóme triste y abatido la conversación de Andrés. La generosidad de aquel servidor, fiel en todo tiempo a sus amos, me llenó de admiración. Andrés no tenía familia; no conoció a sus padres; le dejaron huérfano en muy temprana edad, y pasó la infancia en el campo, desempeñando rudísimas labores, al servicio de gentes que lo trataban mal. Solía recordar las amarguras de esa época, y contaba minuciosamente sus trabajos y sus penas; pero nunca le oímos quejarse de la aspereza de sus primeros amos, ni jamás se le escapó una palabra en contra de ellos.
Mi padre le sacó del rancho donde vivía, le tomó a su servicio, y el mancebo fue bien pronto digno del cariño de todos nosotros.
No quiso casarse.
—¿Para qué?—contestaba.—¿Para qué? No me hace falta la familia. Ustedes son mi familia, ¡ustedes son todo para mí!
Cuando la familia vino a menos, y mis tías no pudieron ya retribuir sus servicios, Andrés, más por ser útil a nosotros que por deseos de medro, nos dejó y fue a establecerse en un pueblo cercano. Con sus ahorros, ya muy mermados por haber subvenido secretamente a las necesidades de la familia, puso una tienda, y allí, a fuerza de trabajo y de economías hizo un piquillo, que,—como decía,—le bastaba para vivir y auxiliar a las señoritas.
Cayó enferma mi tía Carmen, y Andrés se dijo:—«¡A Villaverde! No debo vivir lejos de la familia. Ahora más que nunca necesitan de mí. ¿De qué sirve ir a verlas de cuando en cuando?»
Traspasó, malbarató el «changarro», lió el petate, y se vino a Villaverde. En Pluviosilla hubiera estado mejor y habría medrado fácilmente, pero como su objeto era vivir cerca de mis tías no vaciló en trasladarse a la budística ciudad.
Mientras residió en Santa Rosa venía cada ocho días, sin faltar nunca, así lloviera a cántaros. Entre ocho y nueve de la mañana, allí estaba Andrés en su caballejo, muy cargado de frutas, semillas, y aves de corral. Al irse, domingo por la tarde o lunes muy tempranito, no dejaba de poner en el comedor cuatro o cinco duros; acaso buena parte de sus ganancias.
De tiempo en tiempo recibía yo en el colegio algún regalo suyo: magníficas frutas, mangos cordobeses, piñas amatecas, y naranjas-limas. Algunas veces dinero, después que pasaba la cosecha del tabaco y del café. Al recibir los diez o doce pesos me decía:—«¡Andrés está en fondos!» Y me alegraba yo por él y por mis tías.
Cierta ocasión recibí una cajita de puros. Me la entregó Ricardo Tejeda. Dentro de la carta de la tía Pepa venía una tira de papel, en la cual escribió Andrés, con aquella su letra torpe y desgarbada: «Para que chupes. Ya eres grandecito, y ya te gustarán los buenos puros. Decía mi amo que un puro bien revoleado disimula la arranquera».
Entonces no me gustaba el tabaco. Ricardo se fumó todos los puros. El domingo se me presentaba hecho un figurín:
—Rodolfo: dame uno de aquellos de nuestra tierra.
El dio cuenta de los tabacos; él, que no tenía necesidad de disimular la arranquera.
El fiel servidor, establecido en Villaverde, allá por el barrio de San Antonio, en una tienda que se llamaba «La Legalidad», fue, como siempre, una providencia para las tías. Desde luego resolvió que ellas le asistieran, y por ello pagaba más de lo justo.
—Que nada falte;—repetía—veremos hasta dónde alcanza la pita.
Nada de esto me dijo; lo supe más tarde de boca de la tía Pepa. El buen viejo se limitó a ofrecerme lo que acaso no le era dable hacer—gastarse cuanto tenía.
Ni la salud de Andrés ni su «piquillo» resistirían cuatro años de gastos, y cuatro años, cuando menos, me serían necesarios para que tuviera yo un título y pudiera tratar de compañero al doctor Sarmiento o al Lic. Castro Pérez.
Hube de conformarme con lo que la suerte me deparaba. Me resigné a dejar los libros y a renunciar a las alegrías de la vida estudiantil, para buscar en Villaverde lo que tal vez no faltaría: un destinejo que me proporcionara cada mes algunos duros.
Confiaba yo en la bondad de mis paisanos, en la benevolencia de nuestros amigos, para quienes no era un misterio la situación precaria de mis tías. Me lisonjeaba la idea de que iban a cesar en aquella casa dificultades y miserias. Tal vez, en lo futuro, gozaríamos de vida más tranquila; y, a decir verdad, me halagaba ser el jefe de la casa. Con más dinero la enferma sería mejor atendida, la veríamos aliviada, y acaso recobraría la salud.
A nadie comuniqué mis proyectos. Procuré, no sin esfuerzo, que me vieran alegre y contento. Estaba yo apenado y triste. No me creía yo extraño en aquella casa, ni me sentía degradado al recibir de las pobres ancianas cuanto me era necesario; no; porque el afecto filial con que las veía, y el cariño maternal con que siempre me trataron, alejaban de mi ánimo toda idea mezquina y todo pensamiento humillante. Durante varios días estuve abatido. Por la noche, a buena horita, me encerraba yo en mi cuarto, metíame en la cama, y me ponía a leer. Leía yo páginas y páginas, sin parar mientes en los conceptos. En un vetusto armario me hallé varios libros: una Historia de Napoleón; no recuerdo qué obra clásica de arte militar, y ¡oh dicha! dos o tres volúmenes de Walter Scott. Tomé uno, «La Novia de Lammermoor». En pocas noches le di fin. Al acabar la última página advertí que aquella lectura había sido inútil. Mi cabeza no estaba para novelas.
Temprano, antes de que se despertaran mis tías, salía yo al patio. Allí me lavaba yo en una gran jofaina que desde la víspera ponían para mí en el borde de la fuente, entre los tiestos floridos, bajo la copa aparasolada de un floripondio cuyas campanas de raso se columpiaban al soplo vivífico de los vientos matinales, mientras en jaulas y ramajes cantaban los pajarillos la incomparable alborada otoñal. El agua retozaba en el surtidor y caía desbordante en el pilón. En la superficie del cristalino líquido bogaban pétalos y flores caídos durante la noche. Se me antojaban esquifes, gondolillas maravillosas en que bogaban seres invisibles.
Volvía yo a mi cuarto. A poco principiaba Angelina su matinal faena. Pronto resonaba en el corredor el ruido de su escoba. En los labios de la joven susurraba alegre cancioncilla que parecía un eco suave, apenas perceptible, de la que cantaban los alados músicos en su prisión de cañas y en la copa de los naranjos ornados ya con amarillas pomas.
Al salir me detenía a conversar con la doncella. Tratábala yo como a una hermana predilecta, y procuraba inspirarle confianza; pero ella se mostraba siempre, reservada y asustadiza. Sin embargo, no tardé en comprender que aquel airecillo gazmoño que tanto me chocó en Angelina el primer día, no era más que timidez de bondad, muy en harmonía con su carácter y su belleza, muy natural en quien había tenido tanto que llorar.
La plática, iniciada con una frase lisonjera en elogio de su diligencia, se iba enredando poco a poco, sin saber cómo, y más de una vez la tía Pepilla vino a interrumpir nuestra charla.
¡Dulces instantes aquellos! Angelina, de pie cerca del pretil, envuelta en el rebozo, caídos los brazos con placentera indolencia, entre las manos la escoba perezosa. Yo a horcajadas en una silla, o puesto un pie en el travesaño. Ella, escuchándome cariñosa; yo, bañado en la luz de sus rasgados ojos.
A las veces, si algún ruido nos anunciaba que tía Pepa venía, sin motivo, sin saber por qué, nos despedíamos de prisa, y salía yo con rumbo a los barrios más distantes.
Volvía yo a la hora del desayuno. Ya la casa estaba lista: barrido el corredor, arreglada la salita, dispuesta la mesa. La doncella solía sentarse a mi lado. Me atendía y me servía como una hermana cariñosa al chicuelo preferido, dispuesta a satisfacer todos mis deseos y caprichos, adivinándome el pensamiento.
Mi tía parecía complacerse en aquella dulce y sencilla fraternidad. Cualquiera que nos viese juntos a los tres, habría creído que éramos dos hermanos, y que la anciana era nuestra madre.
El desayuno duraba frecuentemente una hora. Tía Pepa charlaba a su sabor. Yo y Angelina no sentíamos correr el tiempo. La anciana se levantaba para ir a sus quehaceres, y al pasar detrás de nosotros se detenía y nos acariciaba; a mí, estrechando mi frente entre sus manos; a ella, dándole una palmadita en cada mejilla.
Un campanillazo solía poner término a nuestra conversación. Era que tía Carmen llamaba.
—¿Dónde está mi Angelina? ¿Qué hace mi Angelina que no viene?
Entonces iba yo a saludar a la enferma. La pobrecilla pasaba muy malas noches. Padecía insomnios, y ataques de convulsión que la obligaban a dejar el lecho por algunas horas y a pasearse por el aposento, apoyada en el brazo de Angelina.
—¡Es para mí una hermana de la Caridad!—me decía la tía Carmen.—Conmigo no tiene la pobrecilla sueño tranquilo.
Y a Angelina:
—¡Pobre de ti! ¡Eres muy buena, muy buena! ¿Qué obligación tienes de velar mi sueño? Me da pena llamarte, ¡sí, me da pena! Si lo hago es porque no quiero despertar a Pepa. La infeliz cae rendida, y ya no está para eso.
En tanto que yo conversaba con la enferma, en el corredor más lejano se reunían los discípulos: veinte o treinta niñitos de las principales familias de Villaverde; un coro de querubines traviesos y mimados.
Pronto resonaba en el patio el rumor alegre del estudio. La buena señora daba lección a cada niño, y luego se ponía al trabajo en una mesa larga y angosta.
De manos de mi tía, hábiles por extremo, salían todos los ramilletes que adornaban las iglesias de Villaverde. Flores de mil clases y colores. Unas, fantásticas, de papel dorado y plateado; otras, las más bellas, tan propias y bien dispuestas, que, a cierta distancia, nadie las distinguiría de las naturales. Allí, torciendo alambres, enhebrando capullos, acocando pétalos, pintando hojillas, se pasaba mi tía toda la mañana, y toda la tarde. Sólo dejaba su labor para atender a los niños y tomarles la lección.
La joven venía en ayuda de la anciana. La doncella se pintaba para aquellas labores. De su mano recibían flores y ramilletes el último toque. ¡Qué guirnaldas y qué festones aquellos! Gallardos, sueltos, flexibles, como las guías de convólvulos y cabrifollos que sombreaban la fuente. Las rosas... ¡ah! ¡las rosas! Lindas y espléndidas salían de manos de la anciana; pero Angelina las embellecía al tocarlas. Un tallo duro, una hoja rebelde, un pétalo sin gracia, todo recibía de la joven singular hermosura. Parecía que a través de los ramilletes pasaba un soplo primaveral que daba a las flores vida y lozanía.
Los niños, atraídos por tanta belleza, dejaban sus sillitas, y paso a paso se iban colocando en torno de la florista. Con las manos detrás, ocultando el libro, permanecían largo rato, embobados y boquiabiertos, delante de tantas maravillas.
A las doce concluía la tarea. Los criados llegaban por los niños, y era la hora de la lección. Mi tía se mostraba severa, fruncía el ceño, reprendía, amenazaba. Los chicos preferían que Angelina les tomase la lección. Ella, paciente y bondadosa, conseguía que los niños estuvieran atentos, y con una mirada o una caricia ponía orden en aquella turba de diablillos rubios, vestidos con faldellines de seda.
Angelina era una muchacha muy inteligente. Escribía con mucho primor. Linda letra la suya; suelta, cursiva, elegantísima, sin que lo donairoso de los trazos le hiciera perder esa suavidad del carácter femenil que no sólo se manifiesta en el estilo, sino que trasciende a la forma de las letras, siempre que la mujer no presume de sabia o gusta de llamar la atención. Difícilmente se le escapaba una falta de ortografía. Escribía como hablaba, con mucha naturalidad y sencillez, sin rebuscar frases ni atildamientos, siguiendo el orden lógico de las ideas, ajena a la calculada afectación, que hace del estilo epistolar una cosa insoportable y ridícula. Mas no por eso caía en el extremo opuesto, en las fórmulas de rito y en los conceptos de estampilla. Era muy dada a los libros; pero sólo leía cuando se lo permitían sus quehaceres. Leía todas las noches el «Año Cristiano», y se sabía al dedillo las vidas de los santos.
Una noche le tocó leer la vida de Santa Teresa.
—¡Jesús!—exclamó.—Si ya me la sé de memoria. ¡Puedo repetirla del pe al pa!
Y como tía Carmen dudara, Angelina refirió, con muy buen acuerdo y muy donosamente, la vida de la mística.
Cosa rara en una joven; gustaba de los libros serios y se perecía por los históricos. Había leído tres o cuatro veces la «Historia» de Alamán, y solía atreverse contra los juicios del célebre escritor, no sin gran disgusto de mi tía Pepa, para quien los dichos de don Lucas eran un evangelio.
Discurría de historia patria con mucha donosura, sonriendo, sin fatuidades ni alardes de saber. Valdría la pena consignar aquí el juicio de Angelina acerca de algunos libros. Para ella no había mejor novelista que Fernán Caballero, ni peor novelador que Pérez Escrich.
—Abrir un libro de esos, la «Mujer Adúltera», la «Esposa Mártir», y tener sueño, ¡todo es uno! ¿Novelas? De Fernán Caballero. Sus personajes me parecen vivitos, de carne y hueso. ¡Aquello sí que es verdad! Comen, duermen.... ¡Si me parecen gentes a quienes trato todos los días! Yo no entiendo de esas cosas.... pero los libros de Fernán me gustan porque pintan la vida tal y como es. ¿Ha leído usted «La Gaviota?» «¿Elia?» «¿Lágrimas?»
—¿Y de Cervantes, qué me dice usted, Angelina?
—¡Eso es aparte! «¿El Quijote?» Es algo que parece novela y acaso no lo es....
—Pues entonces....
—No acierto a explicarme. Si, es una novela; pero algo hay en ese libro que le pone por encima de todas las novelas.
Me pasaba largas horas conversando con Angelina. A pesar del estado de mi ánimo y del abatimiento de mi espíritu, cuando tejía con ella la red de viva plática, recobraba yo mi buen humor de otro tiempo, y me volvía alegre y jovial, y me olvidaba de esas enervantes melancolías que han sido, y acaso todavía lo son, nota sombría de mi carácter; de este carácter mío soñador y lánguido, dado a la pereza y al fantaseo, al delirio vago y a la meditación sin objeto. Perniciosa melancolía, nacida tal vez en mi alma cuando viví lejos de mi familia, condenado a las soledades de un colegio, cuyos claustros vetustos entenebrecieron mi espíritu; melancolía que me arrastra a los campos y a la espesura de los bosques, para extasiarme largas horas ante el espectáculo deslumbrador, a orillas de laguna adormecida, escondido entre los juncos; o para abismarme en la contemplación de una flor desconocida, modesta y rústica beldad. Sentimiento tristísimo de la naturaleza que me hace odiosos el mundo ruidoso y frívolo y los atractivos de una sociedad vanidosa; sentimiento profundo de las bellezas del mundo físico, sentimiento que desarrollan en mí los poetas y novelistas románticos. Por fortuna me he redimido un tanto de las preocupaciones y falsas ideas del romanticismo, y aunque no del todo exento de ellas, pues aun me queda en el alma lamartiniana levadura, miro la vida de otro modo, no pretendo que todo sea a mi gusto y a medida de mi deseo, y vivo tranquilo, como vive toda buena persona, sin que me atormenten poéticos anhelos, ni me divaguen devaneos inútiles, ni me amarguen delicadas sensiblerías.
A las diez de la mañana tomaba yo el sombrero y me iba a pasear por la ciudad. Al principio preferí los arrabales, los callejones sombríos, las márgenes pintorescas del Pedregoso o las plazoletas de la Alameda, vasto cuadro sembrado de fresnos, al pie de la colina del Escobillar; alameda sin flores y sin árboles copados, que por lo apacible y retirada me era gratísima. A la sombra de un naranjo, el único crecido y frondoso, en cuya copa anidaban bulliciosos pajarillos, pasaba yo la mañana. Allí, en un asiento musgoso y desportillado, me entregaba yo a la lectura de mis autores favoritos; allí leí la «Atala» y el «Renato»; el «Rafael» y la «Graciela»; allí devoré el «Conde de Monte Cristo», y repasé, por mi mal, algunas novelas de Jorge Sand, que acongojaron mi corazón y dejaron en mi alma sedimentos de acíbar. Allí gusté de la poesía de Zorrilla. ¡Zorrilla! Le conocía yo; le había oído leer de un modo maravilloso sus admirables versos, aquellas serenatas que eran, en labios del poeta, miel de abejas, susurro de arboledas, cantos del agua en las acequias de la Alhambra; música del cielo. Allí aprendí de memoria muchas composiciones del incomparable soñador de Milly: «El Lago», «El Crucifijo», «Las Estrellas». Aun las recuerdo, y suelo repetir:
Ainsi, toujours poussés vers de nouveaux rivages,
Dans la nuit eternelle emportés sans retour....
Y allí, preciso es que lo confiese, allí cometí un pecado mayúsculo, del cual no me arrepentiré debidamente en los años que me restan de vida. Me pasó lo que a los gastrónomos: principian por gustar de los buenos platillos, y acaban por invadir la cocina y preparar ellos mismos los guisos predilectos. A fuerza de leer versos me dio por hacerlos. Malísimos salieron los míos, a juzgar por lo que dijo de ciertos sonetos un periódico villaverdino. Publiqué los tales sonetos en «El Montañés», previa la aprobación de don Román, quien los tuvo por buenos y muy buenos, antes y después de que «La Voz de Villaverde», «La Sombra de Vega», y cierto periodiquín de Pluviosilla los hicieran trizas y pusieran al autor como chupa de dómine. Por supuesto que no salieron con mi firma. Firmélos: «Anteo», y el seudónimo sirvió para que mis críticos extremaran la zumba. Entiendo que mi literatura poética no era inferior a la muy aplaudida de los más afamadas poetas de Villaverde, el «pomposísimo» y el Lic. Castro Pérez, quien, de tiempo en tiempo, tenía sus dares y tomares con las esquivas deidades del Parnaso. Discípulo aprovechado de don Román, criado en los clásicos, como él me dijo, dióme,—a pesar de mis aficiones románticas,—por la poesía mitológica y horaciana. Cantaba yo la vega villaverdina, el «sesgo» y «undívago» Pedregoso, y la hermosura de mis paisanas. En el último soneto puse sobre los cuernos de la luna a la dulce Angelina, oculta bajo el poético nombre de Flérida.
Los rivales de mi maestro, Jacinto Ocaña, el director de la «Escuela del Cura», y Agustín Venegas, el de la «Escuela Nacional», creyeron que el sonetista era el «pomposísimo», y al domingo siguiente, cuando esperaba yo elogios y aplausos, salió en «La Voz de Villaverde» un articulejo desentonado y cáustico, en que ponían a don Román de oro y azul.
Corrí a verle:
—¿Ya leyó usted?—le dije al entrar.
—No, muchachito.... ¿Qué cosa?
—Lo que dice «La Voz».
—No; no quiero leer esos disparates. Ya me imagino lo que dirán.
Pero la curiosidad pudo más en el dómine que el desprecio con que miraba a sus rivales. Después de un rato de silencio me dijo:
—¡Dame ese papasal!
El anciano se caló las gafas, se compuso en el asiento, y principió a leer el artículo editorial.
—No, a la vuelta. Una crítica de los sonetitos aquellos....
—¿Y quién es Agustín Venegas para meterse a crítico?
—Lea usted.
Don Román estrujó el periódico y leyó.
A las pocas líneas se puso trémulo, pálido, balbuciente.
—Han creído que usted es el autor. Lamento lo que ha sapado. Nunca pude imaginar....
—¡Bellacos! ¡Fátuos! ¡Presumidos!—exclamó.—¿Quiénes son ellos? ¿Qué obra los acredita para darla de sabios y de críticos? Les perdono las ofensas. Lo único que no puedo perdonar es la ingratitud. ¡No les temas! ¡No te asustes! Escribe, muchacho; escribe, y ¡que rabien! Tú harás algo; al paso que ellos.... Así se quemen las pestañas años y años, cuanto escriban servirá nada más para que envuelvan cominos en la casa de mi compadre don Venancio.
—¿Contestamos?
—¡No! Eso se quieren ellos, que les den tela. Oye, oye un consejo. Nunca salgas a defender tus escritos. La modestia... ya lo sabes.... ¡Nada tengo que decirte! Conozco bien a esos necios. Por eso no he dado a la estampa los sáficos aquellos que te gustaron tanto, la odita al Pedregoso. Mira, Rodolfo: no hablemos más de esos bellacos.
Serenóse don Román, sacó la tabaquera, tomó un polvo, y, quitándose las gafas, me dijo en tono cariñoso:
—Vamos: ¿qué piensas hacer? Sigues los estudios, ¿o te quedas en tu tierra, y en tu casa, para buscarte la vida? Hablé ya con tus tías. Las pobrecillas quisieran verte médico, abogado... pero ya sé, ya sé que las cosas andan malas, como yo me las figuraba. ¿Habló Andrés con Castro Pérez? Mira: yo le veré esta noche. Allí puedes ganarte alguna cosa; poco, poco, porque ya lo sabes, en Villaverde todo es roña; ¡pero algo es algo! Por lo pronto.... Después, ¡ya veremos!.... Estoy cierto de que te colocará; se lo pediré, y no ha de negármelo. Le recordaré que fue amigo de tu padre.
Andrés había hablado ya con el abogado, pero nada obtuvo: promesas, ofrecimientos.... Sólo Castro Pérez podía darme trabajo. El doctor Sarmiento se interesó en favor mío, y prometió a mis tías arreglar el asunto. Así las cosas, corrían los días y las semanas, y el empleo deseado no venía. En verdad que la idea de alejarme de Villaverde no me halagaba. No sólo me detenía en la budística ciudad el amor de los míos, no; cuando me ocurría que acaso sería preciso ausentarme, pensaba yo con tristeza en Angelina.
Había ya entre nosotros cierta intimidad fraternal, dulce y respetuosa, que me hacía grata la vida en Villaverde. En ocasiones pensé: ¿si estaré enamorado? No; hasta entonces aquello era una amistad afable, un afecto sencillo que mi tía Pepa fomentaba a todas horas. Una vez la buena señora, se dejó decir:
—¡Ay, Rorró! Si alguna vez piensas casarte... busca una mujer como Angelina.
Estábamos solos. Mi tía trabajaba en sus flores, y yo, cerca de ella, me entretenía oyéndola.
—¿Le gustaría a usted que me casara con Angelina?
—¡Cómo no!—exclamó alborozada.—¡Si es tan buena! ¡Si te quiere tanto!
No sé por qué se me encendió el rostro. Nunca pensé que Angelina pudiera amarme. Y bien visto el caso ¿por qué no? Angelina era muy digna de ser amada. Me ocurrió averiguar si alguien había puesto los ojos en ella.
—Y diga usted, tía: ¿No ha tenido novio Angelina?
—¡Por Dios, Rorró! ¡Desde el otro día estás con eso!.... No, señor. Angelina es una niña muy juiciosa. Angelina no tendrá más novio que aquel que llegue a ser su marido. No es ella capaz de jugar con el amor.
—Así lo creo, pero.... Dígame usted: ¿no ha tenido pretendientes?
—¡Ah! Eso es otra cosa. ¡Así!—y mi tía juntó los dedos de la mano derecha, y los movió como para indicarme una multitud de personas.
—En Pluviosilla,—prosiguió—¡muchos! Un español rico; un mancebo de botica muy burlón y endiantrado, capaz de reírse hasta de su sombra; un colegial muy guapo, que le hacía versos; otros, y otros. Aquí... aquí....
—¿Quién?
—Uno nada más.
—¿Quién?
—Amigo tuyo, condiscípulo tuyo....
—¿Pepe López?
—No.
—Diga usted, tía....
—Adivina.
—¿Eduardo, el hijo del alcalde?
—No. Eduardito es un pedazo de alcornoque. ¡El, el hijo del alcalde, prendarse de una muchacha pobre! ¡Cuándo! El enamora a Gabrielita Fernández....
—¿A la jovencita rubia, la que toca muy bien el piano?
—¿Ya la conoces?
—El otro día la vi en la reja.
—¡Guapa! ¿No es verdad?
—¡Reguapa! ¡Linda como un sol!
—Eduardo se perece por ella.
—Entonces, ¿quién es el pretendiente de Angelina?
—¡Adivina!
—¿Jacinto Ocaña?
—¡Dios nos libre!
—¿Agustín Venegas?
—¡Jesús me valga! ¿No te digo que es amigo tuyo?....
—¿Ricardo Tejeda?
—¡El mismo que viste y calza!
—¡No es rival temible!—dije para mí.
A veces iba yo a charlar en la botica de don Procopio Meconio. En aquel famoso mentidero, centro recreativo de ociosos y desocupados, se reunían a todas horas los jóvenes más guapos y los viejos más parlanchines de la budística ciudad. En aquella botica concurrían: Venegas, espíritu fuerte, liberal de la nueva echada, republicano incipiente, muy enconado contra el malaventurado ensayo imperial; Jacinto Ocaña, monarquista hasta la médula de los huesos, que siempre que hablaba de Maximiliano, se descubría respetuosamente, y que a cada instante trababa disputas con Venegas, sacando a bailar la Saratoga y el Tratado Mac-Lane; el doctor don Crisanto Sarmiento, retrógrado por los cuatro costados, que vivía suspirando por el régimen colonial, que se hacía lenguas de Revillagigedo, que de buena gana viera restablecido en México el Santo Tribunal de la Fe, y que cuando alguno hablaba de la Independencia, decía, echándola de agudo:
—La maldita «india pendencia» que nos tiene hechos una lástima.
Y no sé cuántos más, entre quienes figuraba el dueño de la botica, el invariable don Procopio, jugador desenfrenado, que había convertido aquel templo de Galeno en un santuario de Birján. Solíamos ver allí al P. Solís. Venía de tarde en tarde, a la hora en que había menos tertulios; se leía de cabo a rabo los periódicos, y luego... ¡a charlar con Sarmiento y con Venegas! Mientras don Procopio jugaba adentro con sus cofrades, afuera, delante del mostrador, en presencia de los compradores, se enredaban pláticas que frecuentemente se convertían en disputa. Venegas se complacía en atacar al caído Imperio; Sarmiento le defendía acalorado y lleno de brío. El republicano se ensañaba contra el Catolicismo; el médico decía pestes del partido liberal. El pedagogo, muy encariñado con el «Catecismo Político» de Pizarro Suárez, alegaba no sé qué razones, en favor de la tolerancia de cultos, y oponía a los dichos de su contrario algunos de aquellos argumentos protestantes tan usados por los periódicos a fines del 56 y principios del 57. El médico montaba en Júpiter; sacaba a relucir sus argumentos en forma, su ciencia de seminarista, y, por último, a los desahogos de Sarmiento contestaba con dicterios.
El P. Solís, reflexivo y cachazudo, se estaba quedo; oía y callaba, hasta que para calmar los ánimos, terciaba en la disputa. Primero, tal era su táctica—se iba derecho hacia el doctor; le concedía la razón, pero censurándole acremente sus exageraciones de monarquista.
—Iturbide, (a quien el Acta de Independencia llama: «un genio superior a todo elogio») hizo una tontería. En nuestro tiempo nadie se improvisa rey ni emperador. Papel tan alto sólo cuadra a quién fue mecido en regia cuna, a quien nació en las gradas de un trono. Un pueblo no se da a sí propio, sólo «porque así lo quiere», un buen gobierno y buenas instituciones. Es preciso que se los busque de acuerdo con sus tradiciones; es necesario que tenga en cuenta las enseñanzas de su historia; es preciso que las instituciones y la Forma de gobierno le vengan apropiadas, como a mí la sotana, a usted la levita, y a este joven el saquito corto. Ahí tiene usted explicado lo efímero del imperio de Maximiliano.
Luego, pasando a la cuestión religiosa, decía sereno y reposado:
—Amigo, amigo don Crisanto: entiendo que la Iglesia no patrocina ni monarquías ni repúblicas. Para ella, cualquiera forma de gobierno es buena... ¡cuándo es buena! Poco le importa que el jefe de un Estado se llame rey o presidente o emperador. No, amigo; no hay que pretender eso que usted quiere. Nada de identificar la cuestión política con la cuestión religiosa.
En seguida cerraba contra Venegas. Era de oirle cuando, en un estilo conciso, breve, incisivo, ponía en la picota los dislates del pedagogo que nada sabía a derechas y todo se volvía palabras sonoras y retumbantes. Se burlaba de él; se reía a más y mejor de sus conclusiones luteranas, y después rebatía, con mucho acierto, los errores del mozo.
—¡Joven! ¡joven!—prorrumpía en tono de sermón.—Esta Constitución que usted pone por las nubes, no ha sido hecha de acuerdo con las necesidades del país. Hago punto omiso de cuanto hay en ella contra la Religión. Pugna contra nuestras costumbres. Nuestro prelado no está educado para esas libertades. Dígame usted: si yo para contestar una demanda tendría que consultar con Castro Pérez, o con cualquier tinterillo, ¿qué haré si un día llego a diputado y tengo que legislar? Y cualquiera puede llegar a diputado: usted, el doctor, ese indio que va por allí, muy cargado con su soberanía, yo.... No, yo no, porque soy sacerdote, ministro de un culto, y por ende no soy ciudadano más que a medias. Pues ¡claro! o no sabrían ustedes lo que habrían de hacer, y votarían a la buena de Dios, o lo que es más seguro a la buena del Diablo. Ahora, cuanto a las perrerías esas que ha vomitado usted contra la Santa Madre Iglesia, vamos al grano, señor y amigo mío: no sabe usted lo que se dice. ¡Ya se ve! Toda su ciencia de usted está en el Catecismo de Nicolás Pizarro. Vamos, joven: beba usted en fuentes más limpias, y no hable por ahora de cosas que no entiende. ¡Y aquí paz, y después gloria! Y ¡adiós, amigos! Me voy; no he rezado el oficio, y es la horita del chocolate. ¿Ustedes gustan?
El exclaustrado se iba; Sarmiento se componía la chistera y tomaba el portante, y Venegas se marchaba diciendo pestes de frailes y retrógrados.
Nosotros nos quedábamos comentando la conversación de los tertulios, hasta que a las seis me iba yo a instalar en un asiento de la Plaza, para oír tocar a la señorita Fernández.
Conviene saber que la familia Fernández era mal vista en la ciudad. Su cultura chocaba a los buenos budistas de Villaverde. Cuando compró la hacienda de Santa Clara, el señor Fernández vino a vivir a mi ciudad natal, y procuró relacionar a los suyos con lo mejor de Villaverde.
Pero éstos no hicieron relaciones con nadie; mejor dicho: los villaverdinos no correspondieron a los deseos de la señora y señorita Fernández. Sólo intimaron éstas, con Sarmiento y el P. Solís, pues aunque visitaron a las principales familias de la ciudad, mis buenas paisanas no dieron muestras de estimación por las recién llegadas.
Las gentes de Villaverde, las mujeres particularmente, no veían con agrado los usos y costumbres de la familia Fernández. Murmuraban de ella, susurraban acerca de la señorita tonterías y burlas, y, como es natural, a la simpática y elegante pollita nada de esto le agradó.
—¿Gabriela Fernández? ¡Más orgullosa! ¡Más frívola! ¡Qué pagada de sí! ¡Qué entonada! ¿Qué se estará creyendo? Si creerá que en Villaverde no hemos visto lujo ni elegancia.... Sí, sí, ya sabemos que dice que esta población es una hacienda grande.... Creerá que viene a deslumbrarnos con sus exterioridades y sus trajes. ¿Y todo por qué? Porque sabe tocar el piano. Allí está Luisita Castro Pérez que toca tan bien como ella, y sin embargo es modesta y humilde. Pues se engaña; no hemos de visitarla ni por una de estas nueve cosas. ¡Que gocen de su lujo y de su dinero! ¡Que luzca Gabrielita sus trapos caros! Para nada necesitamos de ella. ¡Qué gusto!—repetían las envidiosas.—¡Qué gusto! Todos los muchachos de aquí salen con cajas destempladas. ¡Mejor! ¡Mejor! ¡Quién les manda enamorar marquesitas! Y bien visto, ¿quiénes son los enamorados? ¡Eduardito... sólo Eduardito! El muy tonto, como tiene dinero, como su padre es rico, está seguro de que le hará caso.
Mis paisanos no tardaron en advertir que, tarde a tarde me pasaba yo las horas oyendo tocar a Gabrielita. Una noche, al entrar en la botica, oí que hablaban de la señorita Fernández, y que decían algo de mí. Pronto supe que en todos los corrillos, en todos los mentideros, en cada casa, decían y repetían que estaba yo enamorado; que me bebía los vientos por la hija del acaudalado dueño de Santa Clara.
Una tarde recibí una cartita de don Román, una esquela muy punticomada, escrita gallardamente, con aquella la excelente letra de Palomares que años atrás dio a mi maestro fama de habilísimo pendolista.
«Como te lo ofrecí anteayer, estuve anoche a visitar al señor Lic. Castro Pérez para hablarle acerca de ti, y de lo útil que podías serle en el despacho. Díjele cuanto me pareció oportuno: le hablé de tus buenas prendas, de tu buen carácter, de tu índole laboriosa, de tu instrucción sólida y bien dirigida, y de la dificultad en que te hallabas para seguir los estudios y la carrera tan brillantemente iniciada, así como de la necesidad en que te veías de buscar algo productivo. Oyóme de buena voluntad (lo cual me pareció de buen agüero) y me prometió ocuparse en el asunto a la mayor brevedad. Juzgo necesario que le hagas una visita, cuanto antes, y te recomiendo que trates a mi amigo (que lo fue también, y muy íntimo, del señor tu abuelo) con tu genial y característica bondad, con la cortesía que te distingue. Castro Pérez se paga mucho de exterioridades, y para tenerle propicio es necesario halagarle. Es maniático, y la menor cosa le contraría. Ya te dejo preparado el campo. A ti te corresponde lo demás.
«Ven por acá. El hígado me tiene desde ayer molesto y «achicopalado». Ven, charlaremos, y te enseñaré algo que te gustará mucho; unos exámetros que forjé anoche contra esos «sabios» de «La Sombra» y de «La Voz».
Me dio mala espina la esquelita de mi señor maestro. Desde luego pensé que iba yo a tratar con un hombre de mal carácter. Esto me puso disgustado. Me imaginé que Castro Pérez era uno de esos abogados viejos, peritísimos en cuestiones de Jurisprudencia, pero en lo demás unos ignorantes de tomo y lomo; un señorón de aldea, pagado de su fama y de su ciencia, de esos que suspiran por todo lo antiguo, y que siempre están mal dispuestos para todo lo nuevo; un fantasmón iracundo, gruñón, de esos que ven con desconfianza a los jóvenes, y que se complacen en censurar a todas horas la educación enciclopédica de estos tiempos, la cual, si bien no produce sabios a granel no cría fátuos, como tantos viejos que yo conocía, encastillados en su saber hipotético, muy vanidosos y engreídos con su ciencia; ciencia exígua y mezquina que les conquista en el pópulo vil admiradores y monaguillos de amén que aprueban cuanto dicen los Sócrates de aldea, así suelten éstos el mayor disparate. En una palabra: me imaginé que Castro Pérez era uno de esos abogados viejos, repletos de latines, que se saben de memoria las Partidas, que tienen pujos de canonistas, y que escriben errar con «h»; «teólogos de capote», como los llamaron «in illo témpore»; peritos en las triquiñuelas jurídicas, pero vacuos de todo lo demás; habilísimos para ocultar su ignorancia, y desdeñosos de cuanto no entienden; que miran a todo el mundo con aire de protección, y que apareciendo graves y sesudos, mostrándose inaccesibles y huraños pasan por unos portentos y vienen a ser, en pueblos y ciudades como Villaverde, señores de vidas y haciendas.
Nada sacaréis de ellos si no os mostráis humildes, sumisos, incondicionales admiradores de sus personas. ¡Ay de vosotros si no os acercáis a tan excelsos caballeros, aparentando que todo lo esperáis de ellos! ¡Ay de quién no les rinda parias! De seguro que nada obtendrá; de fijo que a todo le contestarán con monosílabos, y saldrá de allí colérico y desesperado.
Me repugnaba seguir los consejos de mi maestro. Entendí muy bien lo que éste me quería decir con aquello de «te recomiendo que trates a mi amigo con tu genial y característica bondad»; pero me chocaba presentarme tímido y meticuloso como un donado, aparentando una estimación que no pasaba en mí de los límites de un respeto vulgar y corriente, como el que concedemos a todos por razones de urbanidad y cortesía. ¿Qué hacer? Me dispuse a seguir los consejos del «pomposísimo Cicerón», y de tardecita, poco antes de que sonara el «Angelus», me encaminé a la casa de Castro Pérez. Vivía a espaldas de la Parroquia, en un caserón vetusto y sombrío.
Cuando llegué al zaguán me vi tentado de retroceder e ir a charlar a casa de don Procopio. Hice de tripas corazón y avancé hasta la puerta del despacho.
—¡Adentro!—dijo una voz atiplada.
—¿El señor Castro Pérez?
—¡Adentro!—repitió la voz de falsete.
Era el escribiente. Mala impresión me causó tan delicada personilla. Era un muchacho pálido, ojeroso, exangüe y consumido por el trabajo; un infeliz, condenado, sin duda, a prisión perpetua en aquel mundo de legajos y mamotretos; siempre inclinado sobre aquella mesita cubierta con un tapete de bayeta verde, delante de aquel tintero de plomo lleno de tinta espesa y natosa.
—¿El señor Castro Pérez?
—¡En la otra pieza!—me contestó el covachuelista.
—¿Puedo pasar?
—Pase usted.
Me colé de rondón. Mi hombre, casi tendido en una poltrona, cerca de la ventana, revisaba un legajo. Al sentirme se incorporó contrariado, dejó el asiento, y fue a cerrar la puerta, acaso para que no pudiese oirnos el escribiente.
—¿Qué mandaba usted?—me dijo frunciendo el entrecejo.
—Mi maestro, el señor don Román López, me ha recomendado....
El rostro de Castro Pérez cambió de expresión.
—Vamos, joven,—murmuró levantándose, y ofreciéndome un asiento,—aquí tiene usted una silla.
Mi hombre volvió a su poltrona, y luego, por sobre los anteojos, me miró de pies a cabeza.
—¿Qué se ofrece? ¡Ah! ¡Ya recuerdo! ¿Es usted el joven que desea entrar de amanuense en esta casa?
—Sí, señor.
—Pues bien.... Veremos, veremos si es usted útil. Aquí tenemos mucho trabajo. Ya sabe usted: mi clientela es numerosísima, y por ende no falta quehacer. Si quiere usted trabajar....
—Es lo que deseo...—murmuré, bajando la vista, mientras el abogado me miraba de hito en hito.
—Pues bien, así lo quiero, trabajadorcito. Diez amanuenses he cambiado en este año, y, a decir verdad, ninguno me ha dejado contento. ¡El mejor no valía tres caracoles!
—No pretendo valer mucho; pero... procuraré, bajo tan buena dirección, aprender en poco tiempo cuanto sea necesario.
Castro Pérez sonrió, y a dos manos, juntando el pulgar y el índice se compuso los anteojos, y luego, dándose palmaditas en el abdómen, echóse atrás y me interrumpió.
—¡Nada de lisonjas, joven! Nada merezco de cuanto dicen de mí....
Hablaba lenta y pausadamente, oyéndose.
—Es usted por extremo modesto...—¡Aquí!—me dije.—¡Aquí del incienso!—¿Quién no tiene noticia de los talentos de usted, de su saber profundo, de su fama, de su acrisolada honradez?
Estos elogios me sonrojaban.
—¡Bien! ¡Bien! Veremos si obtiene usted lo que desea. Está usted eficazmente recomendado por Román. Me dice que fue usted su discípulo, y de los más aventajados....
—El señor mi maestro me quiere mucho, y es conmigo demasiado benévolo. Deseo trabajar, y estoy seguro de adelantar al lado de persona tan recomendable. ¡Quién no sabe que es usted el primer abogado del Estado de Veracruz!
Castro Pérez se hinchó como un pavo, se meció en la poltrona, fingió sonrojarse, y me dijo:
—¡Al grano! ¡Al grano! ¿Conoce usted el ramo?
—No, señor.
—Pues entonces, ¿cómo solicita usted una ocupación que le es desconocida? Tengo buenas noticias de usted. Ya Román me dijo que es usted un muchachito inteligente, que sabe usted hacer bonitos versos.... Pero, es cosa sabida: no son los mejores empleados los que se andan todo el día a caza de consonantes....
Me dieron ganas de estrangular al viejo.
—Señor:—repliqué—es cierto que hago versos; pero no vivo entregado a tan grata ocupación. Además, tengo entendido que usted... suele hacerlos... ¡y muy hermosos!
—¡Gracias, joven! ¡Restos de mis aficiones juveniles! En verdad que la poesía suele cautivarme, pero sólo de tiempo en tiempo. ¡Bien, bien, bien!
Esta era su muletilla.
—Espero que usted en memoria de mi abuelo.... Ya don Román le hablaría de las circunstancias en que me encuentro. No puedo volver a México; no puedo seguir los estudios, y estoy obligado a buscarme un pedazo de pan....
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! Así lo hace un joven delicado. Veremos, veremos si me sirve usted. Pero debo advertirle que... hasta dentro de una semana no podré resolverlo. Mañana veré si puedo conciliar varias cosas. Vuelva usted por acá, viernes o sábado.... Y.. diga usted. ¿Tiene usted buena letra?