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Arre, mula del demonio, hija de tal... si te habrás figurao que voy vendiendo bulas.
El que así hablaba caballero en su mula Tragaleguas, era un guajiro a quien llamaban por mal nombre el Catibo, y la escena es un amenísimo valle, allá al oriente, limitado por las remotísimas sierras del Yunque y Altamira, tan lejanas que un velo de vapor blancuzco, el vapor de la distancia, parecía envolverlas en nube de misterio.
Estamos en las inmediaciones de la vieja Baracoa, camino llamado de las Guásimas conducente de la ciudad de aquel nombre al partido que denominaban de la Sitiería.
Nuestro hombre subía en aquel momento la loma dicha del Guayabal, desde cuya poco elevada cumbre se alcanza el mar que palpita a lo lejos y se domina toda la fértil llanura. Mucho cielo azul, mucho campo verde, mucha brisa...... y mucho jején y sobra de mosquitos.
Allá en lejanía no aun visible, un informe montón de yaguas y pencas forman la destituida morada de la anciana Seña Petrona y su nieta Juana, que es el punto a que se dirige nuestro Catibo en su mula Tragaleguas.
—Pero, camará, si esa mula ya no pué con su alma; le observó su amigo Pedro Pablo, su Pilades, con quien acababa de encontrarse, el uno viniendo de la ciudad, el otro camino a ella.
—Le clavaré las púas hasta la tripa..
Y uniendo la acción a la palabra aguijó con los carcaños sin que por eso el longánimo cuadrúpedo se diera por aludido.
—Con ese penco ni en diez horas llegas a la Sitiería.
—Y allí me esperan antes de dos: mira Pedro Pablo, sé mi amigo, préstame tu potro y sigue con mi mula.
—Camará, veríficamente que es imposible, voy por el dotol Musiu Enrique, pá mi suegra que está con el dengue.
—¡Qué no reventará tu suegra!; pero......el mediquito francés la despachará.
—Entuavía te dura la tirria contra él?
—Pues si el hijo de tal me está sonsacando a Juana.
—Eso ya toos lo saben; y también saben que se la lleva.
—Si antes no le rompo yo una pata!
—Mira que ese hombre tiene mucho patacón.
—Si, porque tiene conciencia ancha.
—¿Qué!
—Cura bandidos que pagan bien y dá certificaos que se pagan mejol.
—No por eso dejará de desbancarte. El otro día me lo topé paliqueando con ella.
—Con Juana? Ca! si no pué sel. Sería con Seña Petrona, la agüela.
—No, con Juana mismita; por cierto que tenía el moño amarrao con un arique. Pregúntaselo a su primo Paco Pita.
—A lo que se añide que Paco Pita es un mentiroso. Si a Juana le carga el tal Don Enriquito.
—Pues te digo que los vide hablando juntos, con estos ojos que se han de comer la tierra; allí, bajo el algarrobo que está junto al chiquero.
—¿Cuándo?
—Cuándo? pues.... aquel día que hicites la diabluría del diablo de picarle la cerca a Pepe el Ñato, y que se le salieron toos los puercos, y que....
—Sí, porque ese Ñato ha cerrao el paso por su sitio, y pa ver a Juana hay que dar güelta hasta la laguna del Jagüey.
—Pues bien, se le salieron toos los cochinos, y Paco Pita y yo andamos, a la carrera pa atajarlos, y algunos llegaron hasta el sitio de Seña Petrona, y en cuanto que allegué puallí aguaité al Dotol don Enriquito.. que estaba......
—Pues por los cuernos de mi abuelo que me la pagarán él y ella, sin que les valga la bula de meco, exclamó el Catibo, rojo de ira y amenazando con los puños la distante casa. Al mismo tiempo clavó las púas a la mula que esta vez se dio por notificada y echó al paso.
—Arree, camara, que se le va la hora.
—No; ya no voy pa allá. Voy hasta la cerca de piñones a recoger pica-pica pa un remedio.
—Qué! ¿tienes lombrices? Cúrate con Don Enriquito.
—Que se vaya a curar a su abuela.
Y tendiéronse las manos en cordial despedida con la desenvoltura de jóvenes jinetes y la sinceridad de viejos amigos. Pedro Pablo sin mover ni manos ni espuelas, dio un simple chasquido con loa labios, y el inteligente potro partió Con tal ligereza y brío que parecía burlarse de la calmuda Tragaleguas.
Presentemos a nuestros interlocutores. El apodado Catibo era un joven trigueño, alto, muy delgado y muy capaz de deslizarse como un catibo o como una anguila. Estaba por los quince del hombre, es decir, unos veinte años, pero su inteligencia era mucho más joven, pues, como chiquillo de escuela, ejecutaba una diabluría del diablo, según la gráfica expresión de Pedro Pablo que era tan su amigo como lo era del Ñato y de Paco Pita.
Criose entre los pillos de la ciudad: hijo unigénito de viuda, sin abuelita que le celebrara las gracias, ni padre que le calentara las posaderas cuando hiciera una trastada, hizo de infante cuanto le dio la gana, y de adolescente cuanto le permitió su escala fortuna, tan escasa que era nula. Industriábase empero a su manera y si no de sus rentas vivía de su recursos: fabricaba trampas para tomeguines, ratones y gatos, hacia y pintarrajeaba papalotes y entre otras gracias tenía la de tocar la trompeta sin instrumento
Amarrar zapatones en gallos de navaja, enseñar habilidades a esas, maricas por sus costumbres y cuervos por su especie, que llamamos caos, operar cerdos para ceba y toros para bueyes, salvar los naranjos atacados por la oranjívora bibijagua, en todo eso maestro, maestrísimo.
Vestía a la usanza de nuestros campesinos, y bien se sabe que ese vestido es sencillo y económico menos que el de Adán; cuando en traje de visitar a la novia portaba pantalón de rusia, de pretina, con grandes bolsillos laterales, en los cuales sendos pañuelos de cuartos, camisa de listas de rayitas azules que suele ser el género más barato que nos remite Barcelona; chaleco, tirantes, medias y corbatas suprimidas por razón de calor y costo, zapatos dé baqueta cruda que en pie sin medias resultaba crudísima.
Vivía en la misma Baracoa, calle del Cocal, en una casa que por su aspecto era casucho y por su tamaño llamaremos casuchito. Pero este casuchito en que guardaba sus dos gallos de pelea, niñas de sus ojos, sólo le servía para dormir, porque durante el día vagamundeaba o pescaba. Este era su principal oficio, pescar camarones, viajacas y anguilas en las cañadas y arroyos de aquellas fragosas cercanías, a veces remontándose hasta el río Macaganigua.
Aun de aquí parece que se derivó su apodo, ya por que se deslizaba como un catibo, o porque dieron en decir que solía vender gato por liebre, es decir, catibos descabezados por anguilas.
Ya se ve que esto era un absurdo: el catibo, por más que Pichardo lo llame pez anguiliforme es un tipo que aun descabezudo y descolado se parece a la anguila como un huevo a un par de pistolas. Tiene mucho de jubo; vive aunque no abunda en nuestros ríos: su nombre técnico lo ignoro, y lo siento, porque sí lo supiera lo consignaría con mil amores.
Lo que si parece cierto es que nuestro pillín vendía gato por conejo sobre todo cuando vendía a ingleses. Así solíase denominar a los norte-americanos que si aun no menudeaban sí empezaban ya a visitar y explotar el gran futuro emporio del aceite de coco. En su casuchito también pernoctaba su mula Tragaleguas, que era su odio como sus gallos su amor. El ansiaba un potro guajamón o retinto, que potro y gallos son ídolo y afán de nuestros guajiros.
¡Y las cuarenta! oh! sin ese cancer del guajiro, gallos y naipes, vorágine que absorbe todos los ahorros, hubiera medrado y comprado su potro y hasta hubiera regalado a Juana un fustán y un par de camisones que le hacían grandísima falta.
Pedro Pablo, su inseparable amigo, era un mocetón robusto y coloradote en quien el aire puro de su tierra había desarrollado una naturaleza de hierro, a prueba de intemperies y desazones. Hijo de un bodeguero catalán como lo indicaba su apellido, Pujol, entre guajiros se había criado y hablaba el lenguaje de éstos, y vestía con más elegancia, pero también a lo guajiro. Su amigo de la niñez era el Catibo: con él había perseguido en las noches de mayo a los vivaces cocuyos, y con él había corrido tras los bautizos disputando a puños los medios que conforme a la usanza cubana, arrojaban los padrinos; pero no cabe dudar que era hombre de más peso, porque era gordo cuanto aquel era flaco. Sabía un poco más que su amigo, como que de chico su padre lo había enviado a la Ciudad Condal, y hasta componía décimas que cantaba el Catibo por los caminos como es uso de labriegos cubanos.
Era enamoradizo hasta la pared de enfrente, y como en frente de su casa lo que había era un solar yermo, ya puede imaginarse hasta que grado lo sería. Lo llamarían Juan Tenorio si ya Zorrilla nos hubiera dado ese tipo.
En otros días rindió ferviente holocausto a las gracias de la nieta de Seña Petrona, y aun consta que en cierta ocasión le regaló una lata de sardinas de Nantes que tomó de la bodega paterna: algunas veces también les prestó su caballo, para que no tuvieran, abuela y nieta, que ir sobré lomo de buey a confesarse o a alguna fiesta religiosa, únicas que tenían el privilegio de hacerlas salir de casa. Item, sabiendo que la abuela carecía de cierto mueble indispensable, que no nombro porque se ofendería mi pudor (mueble que los latinos llamaban scaphium) le regaló uno muy grande y muy barrigón, también de la bodega de papá; pues bien sabido es que en esas bodegas de campo se vende de todo, ropa, zapatos, loza, medicinas, hasta sevillanos y malagueños.
Pero Pedro Pablo era un verdadero amigo: ante el amor de su inseparable Catibo, cedió en sus pretensiones y sólo pensó en ayudarlo contra el médico Don Enriquito, inesperado rival que, en honor de la verdad sea dicho, sólo le aventajaba en lo referente a la bolsa. Y después, aunque era baracutey, es decir, hijo de Baracoa, no se quedó baracutey, es decir, soltero, pues cedida generosamente la mano de su Leonor, se casó muy luego con otra baracuteya.
Cesaron desde entonces los regalos; y había para ello otra razón potísima. Es que el bodeguero padre, percibiéndose de ellos y de que salían de su bodega, llamó al hijo y le plantó un solemne puntapié en.... allí donde suelen darse los puntapiés desde que se inventaron tales puntas.
Los dos héroes que acabamos de presentar se despidieron, dirigiéndose el uno hacia la ciudad cercana, mientras el otro a guisa de herborizador se fue a recoger pica-pica y guizazos para un remedio.
Que recogiera gatos y aun que los vendiera por conejos, y catibos por anguilas, sobre todo a ingleses... pase; pero recoger guisazos! Es la planta más inútil y perjudicial que vejeta en tierra de Cuba, ¡qué ternos hace echar cuando con su núcleo de repugnante coleóptero y sus espinas que lo asemejan a un erizo, se pega a nuestros calzones o se enreda en la cola o crin de nuestros caballos! creo que ni tiene nombre en las clasificaciones científicas, y lo siento porque sería muy oportuno comunicárselo al lector.
Por lo que respeta al Paco Pita que hemos nombrado, no nos detendremos en él porque no lo necesitamos para nuestra historia. Era un pobre diablo que jamás tuvo una peseta de sobra, y que nunca usó para cortarse las uñas más tijeras que sus dientes. También cantaba décimas y tocaba el tiple, pero tan mal que “más le valiera perecer en los climas africanos” como dice el Otelo, traducción de no sé quien, y más le valiera tocar el violón que rayar el tiple.
Y en cuanto a Juana, era una muchacha .... pero vamos a visitarla.
La casa o casucho ya lo dejamos dicho, estaba situada hacia los linderos del edénico valle, no comprendiendo la finca ni un vigésimo de caballería, un par de acres, ni necesitaban más porque nada sembraban, en terreno de vegetación espléndida, exuberante, fogosa..... cubana en fin.
¡Oh! campos de Baracoa, oh paraíso terrestre, nido de delicias, fuente de abundancia, que con vuestras brisas, flores y arroyos hacéis tan bella a Cuba y tan amable la vida, yo quisiera vivir arrullado por la música de vuestros céfiros, yo quisiera morir oyendo el armónico murmurar de vuestros riachuelos; yo quisiera que fuerais míos, y os convertiría en onzas de oro para irme a pasear por las ramblas de Barcelona con mi amigo Pedro Pablo.
Tal era el apostrofe, aunque no expresado de un modo tan poético como lo ha hecho el autor, que ocurría a Paco Pita, primo de Juana, cuando atravesaba las campiñas más bellas que rodean por el lado del Sur la ciudad más vieja de Cuba.
No trataremos de describirlas por que la naturaleza de Cuba es indescriptible e indibujable; por mucho que se exagere la hipérbole y se apure la fantasía; la realidad espléndida siempre resulta superior, y no hay pluma ni pincel para tanto. Allí, en La Sitería, no había magníficas avenidas, interpoladas de árboles, y estatuas, y búcaros y fuentes y caprichosos surtidores; no había más que la naturaleza desnuda y salvaje, y sin embargo el idioma resulta pobre para trasladar sus encantos a la memoria. Algunos naranjos cuyas pomas de oro resaltan sobre el follaje verde obscuro, como topacios sobre argentino fondo, palmas esbeltas en cuyas flecadas hojas el dormido lagarto acecha a la incauta mariposa, algunas teniendo esa cueva que labra el carpintero y utiliza el cernícalo para su nido, mucha guayaba, mucho ateje cuajado de rojos granos, y sobre todo innumerables cocoteros y platanales, porque ya se iniciaba con los norte-americanos ese comercio que había de ser poco más tarde la riqueza principal de la comarca.
Numerosos eran los sitios de labor que dispersos sin simetría por la llanura, distaban apenas doscientos metros unos de otros, y eran pobrísimos tugurios de guano de tan raquítico aspecto que no superan en mucho a los primitivos caneyes que hace cuatro siglos encontraron Diego Velázquez y sus secuaces. Algunos tienen delante, sin arte ni orden, sus matas de flores en que nunca falta el mar-pacífico y la flor de pascua, el paraíso y galán de día, acaso algún jazmín que languidece falto de abono y rodrigones y esa flor de muerto cuyo color alegre contradice su nombre. El papayo, espontáneo, pues no se le siembra, aunque sí se utiliza su grueso fruto que pende a manera de mamas de su redondo tronco, y el quimbombó sembrado por los murciélagos que arrojan la semilla, sirven allí de pasto igualmente a hombres y aves.
No hay madreselva que escale muros, porque no hay muros, sino planchas, y una palabra más vulgar que plancha expresaría mejor la idea: no hay cortina de verde yedra, velando a medias las tranquilas aguas de vecino lago, pues sólo hay si acaso, alguna bejuquera inculta junto a algún charco que llamaremos lagunato por no hallar palabra más vulgar; y sin embargo, poesía natural, flores silvestres, cubanismo puro; que los campos de Cuba no necesitan flores para estar siempre perfumados de efluvios de primavera.
Allí trinan las avecillas..... con las demás vejeces y majaderías ya repetidas hasta la saciedad por natura y por los poetas; pero lo que sí es original y sólo de Cuba, lo que no se logra en otras campiñas por bellas que sean, es en noches de verano oír una voz burlona que grita al viandante, feo, feo, feo, feííí... .simo, y para que el insulto sea oído viene precedido de un rumor seco, ronco, insonoro que parece.... no sé lo que parece. El que hace esta gracia es el cuyo platanero, cuyo nombre técnico lo sabrá nuestro Poey, y yo lo aprenderé para enseñárselo al leyente en la segunda edición.
Diríase que ha nevado cuando en las mañanas de Diciembre se cubren las cercas de piedra de blanquísimos aguinaldos, y por la noche, oh..... la noche solemne, la calma melancólica, el silencio majestuoso; ya ha cesado el acento de los labradores y el mugir de los bueyes que rumian o dormitan; ya no se óyela burlona carcajada metálica de la cotorra, ni el susurro de las abejas libando el néctar de los aguinaldos, deliciosa música comparable sólo al murmullo de la brisa en las anchas hojas de plátano o en las deflecadas pencas de la palma.
Sólo se oye de vez en cuando el ladrido de algún lejano perro, el canto del vigilante gallo, o el esquilón de la distante Baracoa que invita a la oración, tal vez el chillido siniestro de la lechuza que revuela de techo en techo o de un árbol a otro, buscando el nido en que reposan los implumes polluelos de las tojosas o rabiches.
Brisas murmurantes, aves que miseñorean, arroyos bullidores, flores silvestres, rayos de sol que cantan amor y vida y felicidad ¿qué más pudo ofrecer el paraíso que inventó Mahoma?
Los grandes árboles, orgullo de nuestras campiñas, ceibas, yagrumas, cedro, jagüey, caoba, quiebra-hacha, han sido derribados para dar lugar a cocoteros y platanares; pero la industria y el mercantilismo solo alteran, no aniquilan, la incantable poesía de nuestra primavera perennal.
Más pobres que las chozas adláteres, los más destituidos sin duda de la comarca, son los dos casuchos designados. El uno que habita Seña Petrona, viuda de León, con su nieta Juana, está rodeado de bananeros; el otro, a media cuadra distante, estaba circundado de denso guayabal, como que se utilizaba esta fruta para hacer esa deliciosa pasta exportable que tantas vidas sostiene en Cuba.
El primer bajareque es el albergue de Seña Petrona, inclinado sobre un costado a impulsos de una ráfaga platanera, se parecería a la torre de Pisa, si la torre de Pisa no fuera torre sino casucho ruinoso, aplastado y deforme, y sucio, y feo, desvencijado, con puertas de yagua, y techo de guano, y piso sin piso.
Asimismo la joven que lo habitaba, la nieta de Seña Petrona, sería una Margarita, si Margarita hubiera sido una guajira sin arte y sin medias, bella pero incuba, trigueña de ojos y pelo negros como las alas del jadío, y anduviera además en ocasiones descalza y desgreñada.
Mas si no era Juana en realidad el tipo de la Venus criolla, tampoco le faltaba su cierta dosis de atractivo: no diremos que tenía mejillas de rosa, porque a más de ser cansada la comparación sería una solemne mentira; sus bellas mejillas eran color de huevo cocido en melado; ni diremos que sus dientes eran perlas, sus labios de coral, y su cuello de cisne, porque esas metáforas ya fastidian, y porque serían soberanos embustes; pero si diremos que sin labio de coral, ni cuello ebúrneo, ni cintura de abispa ni ninguna de esas majaderías, resultaba un conjunto armónico y muy aceptable, tanto que el Catibo tenía razón en estar enamorado de ella, como parecía estarlo el mediquito francés, y como lo estaríamos el lector y el autor si hubiéramos tenido el honor de conocerla.
Vivían en una pobreza rayana de la indigencia, casi de limosna ¿qué fuera de ellas si el bondadoso Padre Sanamé no les pagara la renta del sitio, y si no las ayudaran algunos parientes, y Pedro Pablo y
Pepe el Ñato y Paco Pita que con ellas vivía y trabajaba en la granjería inmediata?
Por muebles algunos taburetes de cuero, industria casera, debida a las manos del primo Paco Pita; sobre una trípode que era más bien cuadrúpeda, pues tenia cuatro patas de palo sin labrar, descansaba una caja-fogón, y sobre ella colgando de la pared los trastos de encender, encerrados (con perdón de ustedes) ¡en un cuerno! item más, una mesa de pino, un cuasi-jarrero con dos jarros y dos jícaras de güira; en el cuarto único, un arca, una botella-candelero una imagen pegada a la pared que figuraba un San Luis, rey de Francia, dos catres mal vestidos, una alacena mal surtida, un cajón guardatrapos, y pare Vd, de contar... eh! si, había además, bajo la cama, aquel utensilio barrigón que los latinos llamaban scaphium, y que fue regalado por Pedro Pablo de la bodega de su papá.
Salvo las viajacas que de vez en cuando regalaba el Catibo, con yucas y boniatos se alimentaban y agua de miel bebían, y también puede decirse que en agua de miel lavaban su ropa, pues Miel se llama el río, cuyo afluente, el Parada, da sus aguas potables a Baracoa, a precio más cómodo que lo hiciera el inculto Maca-guanica.
Sus ocupaciones eran incesantes: la vieja cocinaba, la nieta cosía y lavaba, Paco Pita hacía dulce en la heredad colindante; y todos vivían. en paz y dormían sin miedo de ladrones, porque allí había muy poco que robar. Era además incumbencia de Juana alimentar los dos puercos, soltar y amarar el perro, porque tenían un can de medra casta, llamado Buscahuevos, viejo holgazán, de carácter bonachón y pacífico, que nada tenía de correntón con las vénuses caninas del contorno, y que como el famoso del herrero, dormía sus cuatro horas de día y ocho de noche y si se movía y hacía algo era por el hambre o las hambres que pasaba: cuando suelto, se iba a las heredades vecinas, donde nunca faltaban nidos de gallinas que fácil encontraba y cuyos huevos más fácil devoraba, a veces con la gallina que los ponía.
Diremos para ilustración del lector que era un Canículus cubensis de Linneo.
No ligaban muy bien Paco y su prima, porque aquel desde un principio se opuso a las relaciones con el Catibo, favoreciendo por razones financieras y muy plausibles a Don Enriquito, tanto que tenía que ocultarse de aquel para la prosecución de su trapicheo.
La vieja también y por idénticas razones se oponía, y preguntaba a Juana.
—¿Qué esperas tú de ese arrancado que no tiene sobre que caerse muerto?
—Sabe trabajal, mamita; contesta la nieta. El se la busca como pué?
—Lo que él sabe es hacer majaderías y robar ciruelas, y andar de Cacaseno por toas partes.
Cacaseno era por entonces la comparación más usual para una cabeza de chorlito o de pollino, lo que prueba que la obra que más se leía era el Bertoldo.
—Pero, mamita, si me gusta ese pescad más que el dotol con too su dinero.
—Escoge, pues, por un lado el amor y el hambre, y ya se acabaron los tiempos de “contigo pan y cebolla”: por otro lado el dinero y las comodidades.
—Pero sin amol, mamita.
—Sin amol! sin amol! y para que necesitas el amol ¿Yo me......(?).....en el amol.
—Jesús, mamita, que comparancias tiene Vd!
—Pues no me hables más de amol que no hay ninguna parecencia entre el amol y el dinero ¿qué harás sin dinero cuando te llenes de hijos;? porque tú no quedrás casarte para rezar, sino para....
—Mire, mamita, déjeme consurtal con el cura Sanamé: yo haré lo que el me aconseje.
—Bien, hija, ese santo hombre no puede aconsejarte sino lo que más te conviene.
Y concluido edificante diálogo se fueron, la una como ¡Sixto Quinto, en su niñez, a guardar cerdos, mientras la abuela continuó rayando yuca para hacer cativia y refunfuñando consigo misma, porque hablar sin oyentes es una de las manías que suelen aquejar a las personas que viven solas.
Dejémolas en su tarea, que ya nos está llamando un doctorcito que aun no hemos presentado.
Es preciso reconocer que el rencoroso Catibo se hallaba dominado por la pasión de los celos cuando hablaba de Musiú Enriquito, por que el tal médico no parecía tener las tachas con que su maledicencia lo adornaba.
Era suizo, que no francés: se apareció en la jurisdicción procedente de Santiago de Cuba por el año diez y nueve, y decía que había servido al gran Napoleón a quién juraba conocer al igual de su famoso médico Antomarchi; decía que lo había seguido como cirujano del gran ejército en varias campañas, hasta la batalla de Wagram en que lo abandonó para ir a perfeccionar sus estudios y pasar a la América. El autor no responde de la veracidad de estos datos, porque el autor no fue soldado de Napoleón ni estuvo en Wagram, ni tampoco responde de la honradez del doctor visto el fácil y rápido capital que había logrado.
Esa batalla de Wagram (de donde Juan Gran) era el caballo de batalla y perpetuo tema de sus conversaciones: tornábase orador y llegaba hasta poeta cuando describía en cuasi español ataques homéricos o de Homero y sablazos cídicos o del Cid. Mucho fue lo que vio y lo que trabajó e innúmeras las heroicidades que presenció en aquella acción que costó tantas vidas, e inmortalizó el nombre de un valle y de una aldea de apenas novecientas almas.
Pequeño, barbilampiño, no mal parecido ni mal hablado, más semejábase a un clérigo rural que a un veterano de las legiones de Napoleón, pues era imberbe, no como su héroe por uso de la navaja barberil, sino por que no crecían vellos en aquel terreno árido. Por Napoleón que entonces languidecía en la roca de Sta. Helena y por los héroes de Wagram solía jurar, y empinaba una copa (que ya podía haber copas en Baracoa) por los que cayeron en las Pirámides, y renegaba de aquel Hudson Lówe que, según sonaba ya por el mundo, trataba ai prisionero de Sta. Helena como el zapatero Simón al Delfín.
Pero si le faltaban talla y barbas, le sobraban apodos: llamábanlo D. Enriquito porque diminuto, Médico Judio porque nunca se le veía en la iglesia, y Dr. Juan Gran por su eterna batalla de Wagram; y también Médico Francés y no recordamos que más, por que para poner motes nuestro pueblo se pinta sobre todo cuando el blanco tiene algún ridículo, o no sabe hacerse simpático. Hay quién ha llegado a perder su verdadero nombre, que a veces esos motes populares fueron origen de nuevos apellidos.
También se pinta para murmurar: reina en. nuestros pueblos de campo la murmuración porque hay poco que hacer y menos de que hablar, y ocuparse del vecino es hacer algo.
La ociosidad, dicen, es madre de todos los vicios, y entre esos hijos de tal madre, el primogénito, el mimado, el Benjamín, es la chismografía, murmuración sorda y solapada que esconde la mano que arrojó la piedra y antepone un se dice traidor para poder ocultar la cara.
Prueba de ello que el Doctor Enriquito había traído sus papeles en toda regla ceibo cirujano de la facultad de París, y además su licencia de curar despachada por el protomedicato que en la Habana presidía el doctor Romay; sin embargo la chismografía se ensañó contra el advenedizo, tal vez sólo por que ganaba más que sus colegas.
A su yegua Moscow llamaban Moscón, a su potro Murat decían Mulato y su amor a Juana era plato de mico, por que el doctor decía platoníco por platónico.
Era, en suma, notorio que D. Enriquito no sabía hacerse amar: suprimía cumplimientos y se sobreponía con demasiada ensucianza a las mentiras convencionales de la sociedad. Ya se comprende que ensucianza es palabra exótica por él españolizada, pero voz que por inútil no podía hacer fortuna y no pasó de sus labios.
Por esos días sin embargo los franceses eran en Cuba mejor aceptos que en la época de la invasión, allá por los años ocho y siguientes en que los llamaban perros franchutes y los asesinaban sin piedad. Desde que fue impuesto Luis 18, la paz reinaba entre las dos naciones, y no estaba lejos el día en que nuestra amiga Francia enviara sus cien mil hijos de San Lus, para salvar a la revuelta España .... de su libertad y de su honra.
El doctor Juan Gran se había presentado con sombrero de pelo negro y pantalón de paño, pero pronto adoptó el traje que demanda el clima y el criollo yarey de nuestros campos.
Como vivía solo sin ariente ni pariente, y no se le conocía trapicheo de ningún género, nada extraño que algún amigo o amiga le preguntara por qué no se casaba, y él contestaba sonriendo.
—Mi señorra, yo tiene hecho un voto de castidad.
Voto detestable para las doncellas casaderas que podrían aspirar: más esto no impedía que los enfermos lo solicitaran, sin duda porque era extranjero y hablaba en medio español, aunque había otros dos médicos en la jurisdicción.
Es una gran ventaja hablar el idioma a medias y no ser a veces entendido para pasar por sabio: un sermón de púlpito cuajado de latines, patentizaba el saber del predicador, y hacia decir al vulgo—Es tan sabio que no se le entiende cuando habla.” Y luego, si ocurría algún servicio fuera de la ley, alguna dolencia que exigiera secreto profesional, alguna mujer en circunstancias extralegalmente aflictivas ¿a quién habían de acudir sino al facultativo que tal vez mañana desapareciera con su secreto del país para siempre? En tales casos Don Enriquito sabía apretar la mano, que era frase muy usada para significar cobrar gordo.
Estos servicios fuera de la ley le hacían ganar a puñadas las onzas de oro: empero no podía faltarle su Calvario que no hay dicha ni paz completa en este mísero mundo. Su Judas, su pesadilla, su perseguidor implacable era el malévolo Catibo, quién lo atormentaba con sus diabluras del diablo, sobre todo desde que lo descubrió rendido amante de Juana. Soltarle el caballo que ataba a un horcón para entrar a su visita, suscitar la ira de las abejas del colmenar que atravesar debía, huntar en algo maloliente la silla en que había de montar, estos para Catibo eran juegos de muchacho, para Don Enriquito tormentos del infierno.
No hablaban los periódicos de Baracoa, ni los científicos ni los literarios, de esas tunantadas, porque había entonces tantos papeles públicos, como hoy después que desapareció el fugaz Cocotero, pero repetíanse de boca en boca entre los vecinos ociosos, y resultó probado que el médico Don Enriquito no era hombre de armas tomar sino un pacífico buscador de oro.
—Tiene más de aquí que de aquí, decían las gentes, señalando en el primer aquí al bolsillo, en el segundo al corazón.
Y sin embargo, preciso es confesarlo, cuanto chico de cuerpo era grande de espíritu cuando se trataba del ejercicio de su profesión: contradecía la creencia popular que lo suponía un papanatas, ¿Dejar de ir a visita nocturna de paciente pagano? Eso nunca! En tenebrosa noche fue llamado por el Paco Pita para su prima Juana, atacada de torozón, o sea empacho, y aunque dudosa la paga en tan miserable tugurio, la asistió y la curó, y más bien pagó que cobró la visita, y aun diz que dicen que le administró más palabras amorosas que medicamentos, y le regaló un San Luís, rey de Francia, cosa para él de poco valor, por que suelen ser franceses y suizos anticatólicos e iconoclastas.
Lo que es su actividad y diligencia, nadie podría poner en duda; en su casa se le ve poco, sólo en la hora de dormir; de día no hay allí más que una criada negra, ni vieja ni joven, tan bozal como él, que no cocina, por que el doctor come en la fonda, ni lava, por que la ropa no se lava en casa, ni aún la sucia.
Limpio y coquetón el aposento, y ornado con tal esmero que raya en refinamiento femenil. Cómoda con espejo y sobre ella algunos libros, pocos de Medicina, los más son de aquellas titánicas batallas que acababan de alterar el mapa de Europa: algunos cajoncitos con medicamentos que acusaban la deficiencia de las farmacias baracuteyes. Al doctor Juan Gran no la había dado por inventar ninguna panacea, como era tan de uso en aquella época de empirismo medical, y sólo tenía un gavetón atestado de pomos de Le Roy, ungüento de la Magdalena bálsamo del preste Juan de las Indias y otros ya caídos en justísimo desuso. No está el estuche de cirujía, por que es bolsa pequeña que lleva siempre consigo: en una cajita de madera más larga que ancha, yace un instrumento médico-quirúrgico, cuyo nombre se sabe aunque se calla y que sirve para aplicar el benigno clister detergente:
Por lo demás sobran allí cuadros, adornos, féferes, un busto en yeso del héroe de Austerlitz, un retrato del general Mas-sena que riñó en la de Wagram, una representación de esa batalla, tomada, parece, de las memorias del general Rapp que acababan de publicarse, una vista de Lausana y lago de Ginebra, y otras muchas cosas que no enumeraremos.
Son las diez de la noche, hora en que Musiu Enrique suele retirarse ¿qué hacer en Baracoa más allá de esa hora cuando no hay enfermos, a no ser que se entretenga uno en la tienda de la esquina en cortar un traje a los prójimos?
La Baracoa de aquella época que ya tenia el honor de ser patria del filósofo Sanamé, era una ciudad.... casi como la Baracoa de hoy, porque es de las que menos han ganado a pesar de su comercio de coeos y guineos, y a pesar de la rica limosna que en 1826 le hizo la metrópoli, concediéndole facultad de comerciar con todas las banderas. Es la más vieja de la isla, como que fue en 1512 la primera de las siete villas que fundó Diego Velázquez; pero este colonizador no hizo más que fundarla, y pasó al interior en busca de Hatuey y sus secuaces; y cuando echó dos años después los cimientos de Santiago de Cuba y de Bayamo, la colonia primera por su terreno fragoso y privado de horizonte por la parte de tierra, debió quedar y quedó abandonada. Una iglesia tenía en aquella época, episcopal en su origen, y hoy no ha llegado a tener dos: en cuanto a su Biblioteca pública, su Museo de antigüedades, su Universidad, su Observatorio astronómico y su escuela de Agricultura, hablaremos más adelante cuando los tenga.
Oyese un rumor que tararea algo de la Marsellesa..... ¡alto! aquí está Don Enriquito. Acaba de llegar en su famosa yegua Moscow, y tras un silbido muy varonil para avisar a la vieja, se dirige a su aposento.
—Psit, psit, Aboukir toma aquí ¿qué tú tienes, Aboukir? Ven aquí!
Pero Aboukir no hacía caso y continuaba restregándose y dando vueltas por el suelo, como para aplastar pulgas, sitas allí donde no podía rascarse.
—Aboukir! ven aquí ¿le habrán dado algo a esta perrita? No si no hace mal a nadie.
Aboukir movía la cola, miraba cariñosa a su amo. y seguía estregando su hociquito y dando vueltas.
El doctor entra, en su cuarto cambia sus botas por unas chinelas que allá dicen cutaras, hace su taza de té, cierra cuidadosamente como quien tiene allí mucho que perder o algo que ocultar, cuenta la colecta del día y la guarda bajo llave, y en seguida, murmurando un algo musical que semeja Mambrú se fue a la guerra, se desnuda y se acuesta.
¿Para dormir?......Sin duda que es esa su intención, más no lo puede conseguir en aquella noche fatal. Apenas bajó las sábanas parece haberse envuelto en un manto de Dejaníra.
Se agita, se revuelve, se estremece, como si atacado de hidrofobia ¿qué tazántula le ha picado, qué perro lo ha mordido, que alimento o qué filtro ha derramado fiebre de rabioso en su sangre, delirios de demente en su cerebro, raptos de energúmeno en sus nervios? ¿Es acaso un remordimiento lo que vierte en todo su ser el torcedor de los réprobos, los sombríos fantasmas del insomnio, los lúgubres ægri somnia de álgida calentura?
A despecho de su ciencia y de su título de París no comprende lo que le pasa.
Pero siente que sus miembros estallan, que su sangre hierve; su cuerpo arde como si se revolcara sobre abrojos; se rasca, se desgarra, se golpea; una picazón febricitante recorre flamígera todos los ámbitos de su humanidad: no concluye de despedazarse un miembro con las uñas, cuando otro u otros le llaman con mayor ahinco......ah! el Dante olvidó entre sus tormentos el tormento de la picazón general, el febril, continúa, como de quien se hallara metido en un hormiguero.
Si un momento rendido se adormece es para delirar en horrible pesadilla.
La bóveda de la razón parece que se desgarra y el juicio y la percepción se extravían: el soldado de Wagram ve caballos desbocados, héroes sangrientos, huestes destrozadas, cornetas que suenan el ataque, tambor que toca retirada, estruendo de batallas, austríacos que huyen, franceses que sucumben, allí está el genio de la guerra lanzando de sus ojos los rayos de Austerlitz, y allí un semiheroe, un obscuro cirujano que expira, y ese cirujano es él, él mismo, herido de muerte en el fragor de la pelea.
Qué noche! Qué horrible noche!
Se lanza al fin de la cama, pero el hervir de su sangre no cesa la picazón continúa implacable, devoradora, asesina: su cuerpo amoratado y lleno de ronchas parece el de un lazarino: y cuando molido y delizante se pregunta que puede ser aquello, ve el en suelo una vaina en forma de S. (la desgraciada Aboukir la había olido) parecida a ese miriápode, o a ese bicho horrible de nuestros campos, abarto estúpido de la naturaleza, que se denomina mancaperro.
¡Entonces lo comprendió todo! el lecho había sido envenenado con pica-pica y estaba convertido en túnica de Neso.
No hay que explicar al lector, si es cubano, lo que es la pica-pica, por que bien sabe él que hasta en nuestros fastos políticos ha tenido la audacia de mezclarse esa pérfida semilla. El hecho pasa en un pueblo de campo, para celebrar la muerte de un caudillo revolucionario, daban un baile los conservadores. Unos ociosos con tubos de papel soplaron la pica-pica, y el baile hubo de concluir, porque los hombres bailaban el vito, y las damas olvidaban hasta las leyes del pudor por rascarse desesperadas.
Oh! lo que costó aquella travesura....
¡Y esa vaina infernal no tiene espinas como la zarza o la ortiga, no tiene un humor acre como el jején, es un polvillo satánico, casi invisible, que flota en el aire, que se adhiere, se introduce por la ropa y, por los poros, que abrasa la sangre, que produce la fiebre de la rabia. Ah!....
Cuba, como dice Santacilia, “no envidia primores a ninguna extraña tierra” Cuba no tiene en sus bosques víboras ni fieras, pero tiene la pica-pica más traidora que el guao y la manzanilla, y cuanto parece creado para tormento de la humanidad: y que lo será hasta que el progreso de los tiempos nos diga su aplicación y el fin, útil sin duda para que fueron creados.
Ciego de cólera el Doctor se levanta exclamando.
—A l’église, il faut en finir! y trató decorrer en busca de ceniza que es el único paliativo.
Pero los zapatos le crucifican los pies porque estaban llenos de punzadores guisazos. Se calzó entonces lo de montar y se lanzó a la calle repitiendo:
—A l’église, il faut en finir!
Esto no lo dijo al cochero porque en Baracoa no hay coches ni cocheros: tampoco a su caballo, porque su caballo no entendía más que el español. Se la dijo a si mismo y basta.
Así como Calipso no podía consolarse de la partida de Ulises, así no podía digerir el Catibo aquel perjuro paliqueo, de que le había hablado su Pilades, y que había tenido lugar bajo el algarrobo que está junto al chiquero.
Verdad es que Calipso tenía, como diosa que era el don de consolarse fácilmente, y pronto el joven Telémaco le hace dar al olvido al viejo rey de Itaca, mientras el infeliz guajiro, aparte sus viajacas y su mula, no tenía más que el amor de su Juana.
—Si él es astuto y valiente como Ayax, hijo de Telamón, yo seré el feroz Aquiles, hijo de Peleo; yo procederé con ese Hipócrates como Júpiter tonante cuando le dio tal puntapié a Saturno que lo precipitó del cielo, de modo que cayó en Italia, donde filé recibido por el rey Jano, y quedó cojo toda su vida.
Así hablara el Catibo si hubiera podido; pero como él no entendía de Hipócrates ni de Júpiteres, ni conocía más Saturno que el del extracto, ya se comprende que esa bella imprecación se debe a la erudición del autor.
El amenazaba en otros términos más incultos, pero no menos expresivos.
Era el caso que llevado de las fogosidades de su incandescente pasión, se había puesto a reflexionar y reflexionando estableció la siguiente premisa.
—Debajo del algarrobo que está junto al chiquero se estuvieron paliqueando.
De donde por lógico determinismo pasó a la siguiente consecuencia.
—Si se han hablado es porque tenían algo que decirse.
Y de razonamiento en razonamiento, vino a dar en una incontrastable conclusión que formuló en esta cubanísima frase,
—Ese palo tiene jutía!
Por donde tras largo espacio de cavilación llegó a este insólito dilema.
—O tumbar ese palo, o matar esa jutía.
Tal fue el resultado de su elucubración. Y resuelto a no dejar inulto el agravio, el irascible mancebo, después de correr, cual lóbrego velo sobre su corazón, la triple coraza de que nos habla el lírico latino, decide, guardándole Pedro Pablo las espaldas, ir a verse con su poderoso rival, y llevarle un cartel de desafío, al machete, al garrote, con los puños, con el nervioso bejuco matanegros, con lo que se quiera en fin, con tal que uno u otro o entrambos, queden machucados para el resto de sus días.
Cosa olvidada de puro sabida es que los carteles de duelo no se llevan en propia persona, sino que se envían por medio de fideicomiso de toda confianza, o sea, por un caballero digno de cargar con el sagrado depósito del honor de otro caballero, pero en los Catibos de entonces, y en la Baracoa de aquella época, todo era admitido tratándose del honor, y siempre que, aunque fuera a garrotazo limpio, este quedara bien puesto.
No era por cierto el valor lo que le faltaba, y prueba de ello que más de una vez había proclamado a la faz del mundo que el doctor parecía un mico hembra, y que Seña Petrona, la abuela, tenía cara de espantacuervos.
Así fue que desde las cuatro de la madrugada de aquel día, se levantó resuelto, y como no podía redactar el cartel, por que no sabía hacer ni la O, se dirigió a casa de Pedro Pablo.
La mañana era neblinosa y húmeda, pero eso importaba muy poco: para el honor no hay neblinas que valgan. Al dictado de su Orentes, Pilades había ya comenzado cuatro borradores que fueron desgarrados por inconvenientes; al quinto le cayó un borrón que lo inutilizó, el sexto salió tan torcido que no se podía leer, pero el séptimo quedó lo bastante bien para no necesitar del octavo.
“Señor Dotol Musiu Enrique Usté es un ¡perdió piojoso, lleno de matauras y sinvelgüenzuras, que no tiene ni jilacha porque era verde y se la comió el caballo; y me alegro que Pancha Conejo no le hizo caso y que Pepa la del hato lo mandó a pasear con too su dinero porque Usté tiene cara de aura tiñosa y mire que deje quieta a juana, que si Usté tiene dinero yo tengo mi machete de Guanabacoa, y un garrote pa romper costillas y pué Usté verse conmigo en el camino de las guásimas al pie del guayabal que allí lo espero pa enseñarle too lo que tengo de hombre y lo que Usté tiene de berraco juyullo.”
Fatalmente o mejor dicho felizmente no encontró al módico en su casa, lo que era muy natural, porque allí sólo de noche se le encontraba, y temiendo que hubiera ido a la Sitiería, metió las púas a Tragaleguas atravesó, relámpago, el barrio de Matachín, el más largo de los cinco que tiene la ciudad, echó mano al caballo de su Pilados, y se lanzó por los caminos no para ir a pescar viajacas, ni coger ciruelas, sino para plantar alto muy alto la bandera de su amol y su honol; lo que equivalía a decir, darle una paliza o jugarle alguna otra peor pasada al doctor.
Desde la loma del Guayabal en que ya se halla, se alcanza el mar que azulea a lo lejos, y se domina el valle que verdea en derredor, pero no era en aquel momento su intención demorarse a contemplar el panorama helvético (salvo los lagos) que a sus pies se desarrollaba hasta más allá de su horizonte.
Allá muy lejos al soplo de ondulante brisa mece sus hojosas ramas el algarrobo que sombrea el nido de sus amores, la habitación de su inolvidable: allí junto a su nudoso tronco ¡cuántas veces teniendo a su cabeza el infinito, a su alrededor la naturaleza espléndida de los trópicos, había murmurado a sus castos oídos palabras amorosas que el céfiro con deleite repetía, y que ella recogía con anhelosa solicitud. Allí a la sombra de aquel eden-algarrobo junto a aquel paraíso-chiquero, hubo juramentos, hubo besos, hubo apretones de mano y de seno, y.....nada más, no hubo la de Dios es Cristo.
Y bajo aquel algarrobo en este momento le aguarda y atisba y anhela su llegada la dulce ninfa que perfuma de cariño y de esperanzas las áridas lobregueces de su vida.
Sí!.... allí está ella, mirando hacia el camino, en amorosa expectativa, aguardando al ansiado de su corazón, luz de su noche, estrella de sus ansias, no diremos esperanza de su porvenir, porque el Catibo es tan pobre como ella.
Pobre sí, paupérrimo, pero consecuente o infalible cumplidor de su palabra: ha, ofrecido casarse con Juana, y se casará... si lo dejan; ha jurado una paliza al francés, y se la dará.... si puede.
Apenas divisa en lontananza la choza de su ídolo, entona alguna de sus décimas con voz robusta y vibrante, porque esa era la señal que a distancia anunciaba su presencia.
Debajo de un algarrobo
yo le canté mi cariño,
y me quedé como un niño
como un niño medio bobo.
Todavía no se oye su voz por la distancia, pero su amante lo espera: parece que el amor le hace adivinar la aproximación de su ídolo. Juana necesitaba aquel día más que nunca hablar con su adorado: había dudas.... había vacilaciones..... había yo no sé que hacelme, y así fue que en su impaciencia, no alcanzando a ver nada por el polvoroso camino, se encaramó por las tablas del chiquero en el algarrobo, que en eso era muy diestra, y por las ramas miró, buscó, indagó..... al fin, por allá entre el follaje verde y en medio de densa polvareda, ve destacarse su camisa blanca y pantalón de cotín y su sombrero nuevo con cinta verdinegra. Como viene a visitar a su amada trae espuelas de plata sobre zapatos de becerro, al cuello pañuelo de seda de vivo color atado a lo mujer, idem en las faldriqueras, machete al cinto de cabo de carey con embutidos de aquel metal, todo brillante, todo lucido, hasta la cabalgadura, pues para el desafío había pedido su potro a Pedro Pablo, mientras Tragaleguas se quedaba en el muladar comiéndose un resto de la ración del día anterior.
Por muladar entiéndase un horcón en que se amarraba la bestia.
Ya se apercibe su lejana voz que canta con entonación melancólica.
Que triste que está la luna
y el lucero en su compaña!
qué triste se queda un hombre
cuando una mujer lo engaña!
Juana se apeó del árbol con estremecimientos de alegría y se puso a escuchar con ambos oídos.
Ya se acerca, ya se oye el gualtrapear del caballo, el retintín de las espuelas su acento se distingue más y más próximo.
Cada vez que paso y miro
y te me quedas mirando
voy para casa llorando
y a cada paso suspiro
Ya llega! ya está aquí!... ella es la primera que habla, y con una voz de calandria enamorada le dice.
—Sinbelgüenza, porque has venío tan tarde.
—Prenda, porque no puo ser más temprano. No ha estao por aquí el judío francés?
—Yo no lo he visto; pero.... habló con mamita.
—Como lo sabes?
—Porque los vide hablando, y.....
—Le he jugado una que se va a acordar toa su vida.
—Qué le hicistes?
—Que le eché pica-pica en la cama y le llené los zapatos de guisazos.
—¡Avemaría, qué bruto!
—No hay naa de bruto; lo voy a jeringal hasta que rebiente o se largue pa su tierra.
—O te rebiente él a ti, borrico!
—A mí? al Catibo? entuavía no ha nació quien haiga de hacerlo. El va a pa-sar más trifucas que en su batalla de Juan Gran (Uagran).
—Pero tu has orvidao que me curó y no me llevó naa, y que me regaló un San Luis, rey de Francia......?
—Mentira! no fueron sus medicinas sino Tía Pepa la curandera con su menjurgue de hojas de curujey y rabos de lagartija lo que te curó el torozón. Lo mejor sería que nunca lo vieras ni paliquiaras con él.
—Pero si mamaita se empeña.......
—¿En que me lleve a mi el diablo, no?
—En que venga Don Enriquito, y que me hable, y me....
—Pues tú con mucha politiquería y con mucho respeto le dices que se vaya a la perra de su madre, si es que ese judío tuvo nunca madre. Entuavía hemos de ver quien lleva el gato al agua. ¿Viene mañana? ¿no es verdad?
—Sí, almediodía.
—Pues te juro que no llegará aquí; pero si vendré yo.
—Mira Pancho (habíamos olvidado decir que el Catibo se llamaba Pancho) no vayas a hacer una de tus barbaridades.
—Parece que te interesa ese mariposón que busca mujer como si fueran catibos.
—Yo no, pero.... si supieras.... abuelita se empeña... estamos tan pobres!.. porque nos morimos de hambre, y como nos morimos de hambre, resulta que no tenemos que comel, y como no tenemos que comel resulta que Don Enriquito tiene mucho dinero, y como Don Enriquito tiene dinero...
—Y por eso quieres tú jalarte pa su lao.
—Yo no quiero, yo no sé que hacelme, pero como estamos tan pobres!....
—Y que tiene que ver la pobreza con el amol....
—Yo no te quiero más que a ti, pero.. estamos tan probes.
Las razones no eran de gran peso, más pensó el Catibo que había poco amol en quien de ellas se servía, y después de meditar mucho, decidió.... ir a echar de comer a sus gallos de pelea.
Aunque no muy acordes, despidiéronse los dos atortelados amantes con dos besos chillones, y tanto que un cerdo gruñó creyendo que lo llamaban a comer. La tórtola se metió entre las yaguas y cujes que formaban su morada, y el tórtolo se fue a recoger una carga de yerba para su mula, pues nunca tuvo intenciones de brindarle otro alimento.
También recogió alguna otra yerba, pues se sabe que era aficionado a herborizar, y en cuanto a la carta de desafío parece que se le cayó del bolsillo y se le extravió. En verdad no creemos que se perdiera mucho: el estilo, ya lo ha visto el lector, no era de los más selecto; y además ......lo diremos, aunque redunde en descrédito de nuestro héroe, estaba escrita en papel de bodega.
Mientras recogía sus yerbas, el Catibo cantaba sus décimas. Las décimas son media vida del guajiro: cantando trabaja, cantando disipa sus penas, cantando dice sus amores a su trigueña. Todavía ni el Cucalambé ni Fornáris habían inundado el Parnaso cubano con algo bueno y mucho malo: ni Zequeira dos años después demente, ni Ruvalcaba muerto desde el año cinco, hicieron décimas; las incorrectas espinelas campestres que desde el año quince componía Poveda no salían de cierto círculo; pero no faltaban o oscuros copleros, sin contar que a los veinte años todos somos poetas (pienso como Lamartine) y muchos componían las suyas. Pedro Pablo se tenía por maestro en el arte.
Diz que dicen que canta el guajiro en caminos o en faenas nocturnas por distraer la soledad o por probar que no teme. Sea como fuere, hay tanta poesía en ese canto melancólico que viene a arrullar nuestro sueño, trayéndonos deliciosas imágenes de un amor correspondido o de un amor mal pagado! ¡Nos parece oír el desoído acento de Cuba que lamenta sus infortunios!
Porque esos cantos campestres son siempre amorosos predominando la nota melancólica: alguna vez jocosos y satíricos, pero entonces sólo para noche buena, fiestas, o alegres romerías.
El Catibo cantaba, cantaba, mientras recogía sus yerbas.
Dichosos quienes pueden disipar sus penas cantando.
A l'eglise, il faut en finir ; había dicho el pica-picado doctor.
Y a la iglesia se fue, en efecto, ganoso de verse con el padre Sanamé y poner término a las acechanzas y persecuciones del celoso Catibo, Otelo de nuevo cuño que, en defensa de su cobriza Desdémona, ya le había jugado muchas del peor género.
El cura Sanamé, hijo del pueblo, era el consultor ómnibus, el Mecenas general, amparo de pobres, consejero de ricos, y ejemplo de descarriados. Era hermano y meritísimo sucesor de José Policarpo, el gran filósofo, a quien no necesitamos biografiar; porque el lector, si es de Cuba, no puede menos de conocerlo ¿cómo ignorar la vida de un hombre que pertenece a nuestra historia? Y si no lo conoce, (lo que sería vergonzoso) cómprese y lea el Diccionario Biográfico-Cubano, que se vende en la librería de Ricoy, Obispo 86 por dos pesos el ejemplar. Esto es simple noticia y no reclamo.
Allí verá que el filósofo cubano José Policarpo Sanamé y Domínguez, a quien el doctor La Torre, por error o acaso por errata, llama Samaní, nació en Baracoa en 1751. El año 73 (no de este siglo, por supuesto) vistió una beca del Seminario de Santiago de Cuba, y concluyó el 74 (del siglo pasado se entiende) ya doctor en Teología, y hablando en latín, y sabiendo de memoria todos los clásicos, hasta merecer que lo llamaran la biblioteca ambulante. Su discernimiento, su honradez, su sabiduría......ah! en cuanto a sabio, difería muy mucho de la generalidad de nuestros curas de campo: sabía inglés, francés y latín, lo que no se oponía a que fuera eminente helenista y conociera el hebreo hasta donde puede conocerse hoy ese idioma.
¡Y su bondad!......como el padre Valencia lo fue de Puerto Principe, como el Padre Conyedo lo fue de Santa Clara, el padre Sanamé fue el apóstol de Baracoa; y ya que el aura popular no ha querido, que sepamos, darle ese titulo, nosotros se lo otorgamos en plena seguridad de no ser contradichos, tanta confianza tenemos en la influencia benéfica de su apostolado.
A falta de otro mérito, tenga a lo menos esta obra el muy grande de contribuir a popularizar la, fama de uno de los hombres más eminentes que Cuba ha producido.
¿Quién negaría que fue verdadero padre de su pueblo?
Su bien surtida biblioteca, como su bolsa, estaba a disposición de todos; que así gustaba ilustrar al ignorante como socorrer al necesitado: costeó la educación de su hermano y otros no parientes: Un doctor (Navarro) abogado en Villaclara, y un oidor (Garrido) de la audiencia de Puerto Príncipe, ambos ya idos, son la prueba. A él debió la ciudad la reposición de la parroquia que hoy tiene, y tantos otros beneficios, hechos bajo la sombra de una modestia tal, que muchos fueron ignorados hasta después de su muerte.
¿Porqué roban frutas los muchachos? ¿Es acaso el robo inclinación natural? He aquí preguntas que nadie podría contestar como el padre Sanamé.
Un día que el benévolo anciano paseaba higiénicamente por los ejidos de su feligresía, vino a acogerse a su amparo un chico harapiento, perseguido por un avinagrado quidam en cuyos frutales merodeaba impune el insolente rapaz.
—Ven, acá hijito, ¿no sabes que es un pecado coger lo ajeno? ¿porqué robas frutas?
—Porque no me dan que comer.
—Tu padre......?
—Mi padre se murió.
—Téngalo Dios en su gloria, pero tu madre......
—Mi madre no me da que comer.
—Ven; vamos a ver a tu madre.
El Cura visitó a aquella madre destituida, cuyos hijos ya no robaron más, porque desde entonces les daban que comer.
El hecho es auténtico, aquel chico amparado por el cura fue después.... no lo nombraremos, porque no le hemos pedido permiso para ello.
Copiémosnos un poco para corroborar. Muy joven (cuentan Crónicas) pasó a la Habana y se presentó al Obispo, hijo de Cuba, Santiago José de Hechavarría y Elguezua, con una carta de la Señora María del Carmen, hermana del prelado, y con la intención de ingresar en el gremio de la iglesia. Desatendió S. I. la petición: más oyéndolo argumentar en correcto latín, en la catedral en una conferencia del clero, quedó tan sorprendido que lo acogió en su palacio, le dio licencia de hábitos con dispensa de edad, y congrua de la mitra que disfrutó hasta su muerte, finalmente lo ordenó de sacerdote; y el joven clérigo, a pesar de las vivas instancias de S. I. que ansiaba para él campo más vasto, partió para Baracoa, nombrado cura de esa feligresía en que residían sus padres. De allí pasó a Santo Domingo para sus grados, y como la fama de su saber le precedía, el canónico magistral de aquella catedral, le encargó el sermón de la nube, el que desempeñó con éxito tal, que según declara el Pbro. Maldonado de la misma catedral “no recuerda haberlo oído más elocuente”. Mayor renombre adquirió triunfando en su polémica con un sabio rabino de Jamaica que por los periódicos retaba a los cristianos para probar la falsedad del Nuevo Testamento.
Aún estos fueron los menores de sus triunfos: su gran victoria está en la protección sorda, callada a menesterosos que sólo con gratitud podían retribuirle; leyendo su vida, creemos leer la de uno de los santos de la iglesia, y con facilidad recordamos al Carlos de Borromeo que Manzo ni admira y enaltece.
Sus sermones, algunos de los cuales se imprimieron por disposición de la curia, todavía se leen con provecho, y se imitan en nuestros púlpitos. Su elocuencia igualaba a su piedad. Aun se recuerda la frase de S. I. cuando oyéndole en conclusiones públicas, exclamó con un verso del salmista. ¿Sanamé, domine, quoniam omnia ossa mea conturbata sunt?
El autor de esta obra piensa que los huesos no se conturban porque son insensibles, y supone que David debió referirse al corazón, que es en lo moderno el centro de las sensaciones morales; pero el autor admira a Sanamé que contestó con el texto en hebreo y lo comentó en latín.
Y basta! no mereció tal hombre llamarse el apóstol de Baracoa?
Sanamé, el joven (Felipe) si no en sapiencia igualaba al hermano en virtudes: digno discípulo de tal maestro, fue como él, protector de los desheredados, y de tal manera continuaba la obra de su predecesor, que ya no se decía de Baracoa que era patria de Sanamé, sino de los Sanamé.
Honor y gloria, que la ciudad decana debe conservar en urna de cristal, porque.... (lo diremos con franqueza y perdonen los baracuteyes) no sabemos que tenga otra gloria, al menos, otra tan alta.
De donde se deduce que no podía Don Enriquito encontrar consultor más idóneo en su matrimonial empeño la palabra evangélica de Sanamé derramaba consuelo, en los afligidos y sembraba persuación en el ánimo de los irresolutos.
Cuando Don Enriquito entró, el venerable sacerdote se ocupaba en preparar un sermón para su próxima fiesta de iglesia; porque la plática edificante, sencilla al alcance de todos, con preceptos más de interés social y doméstico que religioso, era su fuerte; pero la ocupación más grave y perentoria jamás le impidió atender con paternal bondad a sus solicitantes.
Cerró, pues, el tomo de San Pablo que en aquel momento consultaba, saludó, afable, brindó, cortés, asiento, y sentándose a su vez en frente, se dispuso a escuchar.
La conversación se sostuvo en francés, idioma nativo del franco-suizo, que el erudito eclesiástico conocía al igual del español, aunque nunca había visitado la Francia.
Traduciremos empero el diálogo, para el caso que el lector no sepa francés ni latín.
—Padre, con grandísima urgencia vengo a verlo...
—¡Ah!
—Porque tengo proyectos de importancia ortodóxica erótica....
—¿Eh?
—Es el caso que yo pienso casarme y.....
—¿Y....?
—Y que lo haré aunque se oponga el mundo entero.
—!Oh!....
—Porque cuando el amor propio se resiente, dice Voltaire.....
—Uf.....!
Tras esta exclamación el sacerdote que humildemente miraba al suelo, levantó lentamente la cabeza, fijó los ojos sin rencor en el médico y con dulzura le dijo:
—No hacéis bien, hermano, en citar a ese ateo en la iglesia católica.
—Dicen, padre, (o dijo el clero) que se confesó antes de morir; pero yo no vengo a discutir tales cosas ni me importan.
—Norabuena sea. ¿Con quién....?
—Con Juana de León, la nieta de Seña Petrona.
—Las conozco; son buena gente. Ella merece salir de la espantosa miseria en que vegeta.
—Pues, justamente, padre, me caso por lástima, aunque mi posición y profesión me dan derecho a aspirar a más; yo pesco más pesetas en un día que el Catibo viajacas en una semana.
—Bendita sea la caridad y bienaventurados los que se sacrifican por practicarla.
Mutuo saludo solemne.
—Ahora, padre, es el caso que yo soy suizo, y en Suiza casi todos somos protestantes.
—Ah! hijo, eso es muy grave: el consilio de Trento legisló sobre esa materia y....
—Lo sé, padre, por eso vengo a verlo. Sé que Baracoa refunfuña y me llama judío; pero los parientes de Juana aprueban y le dicen “no seas tonta, atrapa esas peluconas.” Y aunque el Catibo rabie y reviente y sé lo lleve una legión de demonios ......
—Oh!.... Hijo, es mejor que te cases por amor que no por despecho.
Era costumbre bien conocida en el Pbro. Sanamé el tutear a los prójimos que a él acudían, sin duda para inspirarles mayor confianza, cuando concebía que en algo podía serles util. Y tenía razón: el tu armoniza con el hijo o el hermano más que el vos y el Usted.
Un momento guardó silencio como aguardando a que hablara su interlocutor, pero como el interlocutor permaneció callado, el cura con la misma dulcedumbre añadió.
—Hijo, nuestra religión no permite el matrimonio con personas que profesen otras creencias: tendrás ante todo que proceder a la ceremonia de......
—Bautizarme; lo sé y a ello voy.. ¿Ud gusta, padre?
—Gracias, no tomo. El médico tomó un polvo de rapé, entonces muy de uso, y añadió.
—Pues nos bautizaremos, puesto que es preciso.
—Sea en buena hora: la iglesia, siempre madre amorosa, abre sus brazos y da su bendición al arrepentido.
—No hay nada de arrepentimiento, padre: necesito hacerme católico y me lo hago. ¿Quiere Ud. decirme los requisitos previos?
—Un memorial de petición, testigos, pago de diligencias, un padrino, una madrina....
—Padrino? Paco Pita: madrina? Seña Petrona, viuda de León.
Y la ceremonia baptismal quedó aplazada para efectuarse, coram Baracoa, como precedente necesario al matrimonio.
Y gozoso el Padre Sanamé de añadir una oveja a su gremio, tendió con cordial sinceridad su honrada mano al neófito.
—Padre, no olvide Ud. a ese condenado Catibo, Ud. me ha prometido ver a Juana.
—Sí; yo iré a ver a Juana, veré a la abuela, las persuadiré. Mañana al medio día estaré allí.
—Y yo también estaré, padre, dijo Don Enriquito, levantándose para retirarse; me va de punto, sapristi!
—Oh!......nada de resentimientos, replicó el venerable con solemnidad, y poniéndose también de pie para acompañarlo a la puerta; el olvido y perdón de las injurias es la mejor venganza de un corazón noble. Cásate para la felicidad de esas dos mujeres y la tuya: hazte protector hasta de ese mismo Catibo que es un infeliz, y mañana, rodeado de amante y venturosa familia, recogerás las bendiciones de todos tus amados y protegidos. La bendición de un enemigo es el triunfo mayor a que debe aspirar un cristiano.
Hablando así llegaron a la puerta de la sacristía. Por el otro lado de la calle pasaba, en Tragaleguas, el Catibo, vendiendo sus viajacas, o sus pejes como él decía, y comiendo ciruelas; nunca fue a pescar sin recoger una pañolada que le servía para entretener sus ocios por el camino: bien se sabe que en Cuba ciruelas, guayabas e hicacos no tienen dueño; frutas son que coge el que quiere en cercas, playas y yermos, sin averiguar de quien son.
—Padre, lo espero mañana a las doce en el bohio de Seña Petrona.
—Allí estaré a las doce.
—Adiós, padre.
—Pax domini sit tecum.
Hasta aquí la sacra entrevista del Doctor. El Catibo que lo vio salir, sospechó.... aquel malévolo herborisador todo lo veía, todo lo adivinaba y como receló algo malo, exclamó furioso.
—Por los cuernos de mi abuelo, que esto significa algo.
Y arrojó el cuesco de la ciruela que mascaba.
—Esto significa que los dos han estado hablando.
Y se metió de un golpe dos ciruelas en la boca.
Reflexionó luego por largo espacio, y al fin concluyó:
—Y si se han estado hablando, es claro que se han dicho algo.
Y arrojó los cuescos de las ciruelas mascadas.
Su rostro se ennubleció, contrájose su ceño, giraron tigremente sus ojos, como si una idea feroz se agitara en su cerebro.
—Y si se han dicho algo, es claro que ha de ser sobre Juana.
Y rabioso se metió tres ciruelas, arrojando una que se le fue al gargüero, y a poco le ahoga.
Y siempre mascando con rabia, y agobiado de temerosas sospechas, le entró a palos a la mula, pues olía ser esto su consuelo en los derrames de su bilis; tanto que se hizo proverbial la expresión entrar a palos a Tragaleguas significando un modo injusto de saciar una incomodidad.
Si un señor feudal, esto es, el amo, perdía al juego y desahogaba su mal humor, maltratando a los esclavos, ese “entraba a palos a Tragaleguas.”
Si un chico cabezón, porque lo regañaba su papá, arrojaba el sombrero al suelo y le daba un puntapié, la mamá decía:
—Eso es, éntrale a palos a Tragaleguas.
¡Malhadada Tragaleguas! ¡Cuánto más no le valiera haber nacido gorrino!
Yegua bonita la que tenía Don Enriquito! ¡Esa si que era yegua!
Cien piezas macuquinas le había costado, precio que en aquellos tiempos mucha yegua tenía que ser para valerlas; de seis cuartas y media, oscura, briosa y todavía en estado honesto.
Además muy amable y juiciosa, tal como lo deseaba Don Enriquito, que no se preciaba por cierto de maestro en materias de equitación.
En ella al día siguiente, y después de almorzar una tortilla de huevos escapados a la voracidad tiburónica de Busca-huevos, se dirige el Doctor a la Sitiería, adelantándose al Cura, que conforme a su palabra, debía visitar en aquel día a la familia León, para convencer y persuadir a la indecisa Juana, y conseguido esto, pedir oficialmente la mano de la joven.
—Pitirrr.....re! pitirrr.....re! decían por los aires esos locuaces y malévolos volátiles, que deben su nombre a su canto, y que se ensañan contra las auras y contra las abejas.
Apenas salido del poblado se pierde el veterano de Wagram en el verde y el polvo del camino, y por efecto de los árboles que orillaban, ya bañábalo radiante luz zenital, ya se eclipsaba bajo intermitentes girones de sombra, a la manera del nadador que zabuye y surge, vuelve a hundirse y reaparece. Si no gusta esa comparación búsquese otra.
Acaso va con más calma de la que conviene, con más deseo de triunfo que verdadero amor. Diríase que mortificar al que tanto lo había atormentado a él, era su sola aspiración. Ignoraba que aquel Catibo, astuto como la anguila que otros dicen anguilla, había jurado que no vería a Juana en aquella ocasión.
Cálido y deliciose el día: pitaban los totíes sobre la cerca de piñones, murmuraban los arroyos & &, y el cejú burlón no lo llamaba feo, porque sólo lo hace durante las calladas horas de la noche.
Un silbido semejante a la seña misteriosa que hace un bandido a su cómplice, le obliga a volver la cara y llevar las manos a la cañonera de la silla; pero nada! fue una bijirita, que de tal manera imita el silbar de un hombre que parece haber aprendido por reglas.
Continuó sin temor: los árboles cantan halagados por favonio, susurra la brisa &.
Un chasquido como de quien arrea una bestia le obliga de nuevo a indagar..... nada! es un arriero, pajarraco que imita el chasquido humano, como el campanero de los bosques del Brasil imita un esquilón.
Siguió cabalgando tranquilamente, pero a poco.... ¿sería miedo? sería una desazón estomacal y altamente significativa......? ¿qué sería en fin?
Ello es que a poco andar sintió retortijones de tripas, y borborigmos, y gases que pedían salida y otras cosas; y tuvo que apearse y agacharse en la orilla del lamino, por un momento. Y mientras se despachaba a su gusto, la mansa yegua aprovechaba el solaz, y a despecho del freno, ramoneaba ansiosamente la yerba de guinea que con profusión cubría uno y otro lado de la vía.
—Pitirr..... e, pitirr.... e, decían esos pajarrillos que vienen a anunciarnos el verano, y que los guajiros persiguen a tiros cuando anidan junto a un colmenar, por su cualidad de incorregibles apívoros.
Luego montó y continuó en su camino y en sus ilusiones y proyectos; pero a los pocos pasos repitiéronse los retortijones y gases que pedían salida, y por segunda vez....
—Demonios! exclamó apeándose con trabajo, y ya cansado de tales agachamientos. ¿Qué será esto? Pues no creo haber comido nada que pueda hacerme daño. En efecto no había almorzado más que una tortilla de huevos y yerbas, con una botella de Chateau—bodega de la esquina.
—Judío!.... judío! le decían unos pájaros prietos desde la cerca; y el doctor colérico contestaba—“Imbeciles, bien merecéis vuestro nombre.”
La bestia en tanto remoneaba codiciosamente la yerba de las orillas del camino. Porque es preciso recordar que estamos en Baracoa, donde los caminos tienen aun mucho que caminar para llegar a calzadas. Entre dos cercas de piedra o de piñón una enyerbada zona de apenas ocho varas de ancho, donde jamás se arrojó una carretada de piedra, esas eran todas y son hoy la mayor parte de nuestras vías carreteras: la cizaña crece allí como en campos yermos, salvo cuando nuestros prehistóricos vehículos matan la vegetación y abren canjilones que llegan a hacer la vía intransitable.
En concluyendo su ineludible operación, el mediquito montó y picó los ijares del acomodaticio solípedo, el cual todavía masticando el último bocado, echó a andar no de muy buena voluntad, siempre la brida en dirección al sitio de Juana, aunque ya no se sentía el jinete en disposición de emprender idilios amorosos.
Los arroyos continuaban murmurando, la brisa estremecía las pencas de las palmas y los locuaces apívoros seguían su alegre y bullicioso pitirreo.
Los imbéciles judíos continuaban gritando: judío, judío.
Y el mediquito pensaba en Juana, y cavilaba en sus amores, y preparaba las frases de miel hiblea, con que había de endulzar sus oídos, cuando he aquí que por tercera vez.....
—¡Saerenom!......
Se detuvo con más rabia que miedo.
Y no pudiendo darse cuenta de aquel desbarajuste de su tubo digestivo que hasta allí más bien había pecado por el extrema contrarío, he aquí que lindezas de naturalismo puro y ajenas a todo eufemismo, salieron con furor napoleónico por aquella boca. Y después de agacharse de nuevo y de remontar con desmayada lentitud, volvió la grupa a la casa de Juana, y sin cuidarse del cura Sanamé ni de nadie, se dirigió rabioso a la ciudad con el plausible objeto de tomar una sangrienta venganza .... y un astringente.
—¡La Sainte Marie! la Sainte Marie, murmuraba entre dientes. Esta es obra de ese bandido, de ese....... Aquí una palabra impulcra brotó clara y limpia de sus labios, esto es limpia en su pronunciación, que por lo que respecta a su significación no lo era más que la que atribuyen a Cambrone en Waterloo.
—¡La Sainte Marie!.....y atravesaba aquella hermosa campiña con la rabia del
Simoan en los desiertos arenales de la Libia. Es la única palabra que brota de sus labios tremulentos.
Nada oía, nada veía, nada quería ver ni oír más que su furor; no para él trinaban las avecillas, no para él murmuraban los arroyos. Ni Aquiles en Troya, ni Atila en los campos Cataláunicos, se ocupaban en arroyos y pájaros. En aquel momento angustioso pajarracos eran para él las avecillas, burla grotesca sus gorjeos, carcajada estúpida el pitirreo de los pitirres.
Lascivo y juguetón acariciaba el céfiro su frente calcinada, sin arrancar uno solo de los infernales proyectos de muerte y venganza que bullían en aquel cerebro calenturiento, preñado de tempestades.
Para mayor desgracia el malaventurado había leído a Molière, y recordaba a cierto Pourceaugnac con quien le parecía tener marcados puntos de contacto, no en cuanto al carácter, porque aquel era un mentecato, una de las exageraciones de Molière, pero si en las circunstancias de uno y otro, y con la agravante en su contra de ser su perseguidor un insolvente Catibo, a quien no podía triturar, porque escapaba como una anguila que otros llaman anguilla.
Nada extraño que cruzando aquellas campiñas, en el gruñir de los cerdos, y el graznar de los ganzos, y el croajar de las ranas, y el pitirreo de los pitirres, le pareciera ver duendes y demonios, que armados de terrible instrumento medical, lo perseguían y entre carcajadas diabólicas, le gritaban como al Pourceaugnac.
Píglialo su
píglialo su
signor monsu
Píglialo, píglialo, píglialo su
Y renegaba de su suerte y del Catibo, de los judíos y de los pitirres, y hasta de Molière y su Pourceaugnac. como si en ese personaje se hubiera intentado un horrendo y anacrónico sarcasmo contra su propia persona.
En tanto el sol purpureaba sobre las flexibles cañas y las anchas hojas del plátano, y los bullidores riachuelos parlaban inconcientes de la tempestad que sorda y feroz agitábase con provocaciones de exterminio bajo el cráneo de un hombre.
En tan febril disposición de espíritu, llegó a la fonda. Pero los supremos destinos habían decretado que ni aun en la fonda pudiera saciar su sed de venganza. Allí en efecto supo que con urgencia lo buscaban, porque el fondero y su mujer, que también habían comido de la tortilla, se hallaban igualmente atacados de retortijones, y gases que pedían salida y otras cosas, y estaban sentados cada cual en un barrigón como el que regaló Pedro Pablo a Seña Petrona.
Aunque debilitado por aquellos desagües subcorpóreos el doctor entró como una bomba austriaca en campamento francés.
—Pero ¿quién ha hecho esa tortilla de cuernos?
—No, doctor, de camarones; contesta el fondista sin poder levantarse del scaphium.
—Y quién rayos ha hecho esa tortilla de camarones?
—Yo memo, siñó; contesta el negro cocinero.
—Pero quién, f.....ha entrado en la cocina?
—Nadie, siñó; Catibo no má, que viene a traé viajaca.
—Ya presumía yo que fuera obra de ese facineroso; pero por los huesos de Wagram, que la pagará.
Examinados, los restos de la tortilla, y patentizado el nefando crimen, el doctor compungido y abatido se dirigió a su morada.
—Pasa, Aboukir, pasa; lárgate de aquí, demonio; no estoy para fiestas; fuera, Aboukir! ¿no te vas? pues, toma!
Y la desairada Aboukir salió llevándose un puntapié que le cogió por bajo de la cola.
Expliquémosnos. La Sainte Marie era la única palabra que brotaba de los labios del doctor.
La Sainte Marie traduce en castellano la Santa María: eso lo sabía sin duda el lector, pero lo que tal vez ignora es que la santamaría es una yerba cubana que donde quiera se ve y que..... vamos, señores, que es mil veces más vehemente y más expresiva en sus efectos que la jalapa y el palmacristi, y cuanto inventaron los hombres para patentizar la utilidad de los scaphium barrigones.
El Doctor, como era de esperarse, corrió con nuevos retortijones y otras cosas a su aposento, donde por cuarta vez......y no salió en todo aquel día.
Y entretanto el Catibo paliqueaba con la Juana, debajo del algarrobo que está juntó al chiquero.
Paliqueaba el Catibo con la Juana y le decía:
—¡Anda, so perdía, farsa como la hoja del caimito: tú lo que quieres es atrapar el dinero de ese médico judío.
—Ya no va a sel judío, porque se va a bautizar; y además que....
—Además que? qué es lo que hay además?
—Que mamita no tiene la curpa, porqué mamita que es lo que va a hacel la pobrecita....?
—Si; la curpa la tendré yo, porque la curpa no cae nunca en suelo.
—Caiga donde cayere y que Dios se la bendiga. Pero la verdá, Catibo, yo no sé como tú no ves la miseria en que estamos: viviendo casi de limosna, sin vaca que de leche, sin gallinas que pongan huevos, sin zapatos, sin sábanas, su arroz, sin mantón para ir a misa, sin manteca, sin leña, sin naa. Si no fuera por mi primo Paco Pita, y por Pepe el Ñato, y por Pedro Pablo, y por mi tío tercero Don Simón, y por el Cura, yo creo que cualquier día nos encontraban muertas de necesiá.
—Es decil que yo no soy naiden, yo no sé trabajal.
—Tú sí sabes, pero mamita no tiene la curpa.
—Yo no me ganó mi dinero curando picaros, ni doy certificaos pa decil que el negro se murió del beri-beri y no, del cuero que le dieron. Yo buscaré a ese hijo de p......
—Mira, Pancho Catibo no seas ordinario, no vuelvas a decil esa palabra delante de mi.
—Bien! no diré más la palabra p.... pero ten entendió que yo tengo tu promesa, y no me importa que te enfuñingues, ni que se enfuñingue la vieja, y que si por mor del diablo el médico se casa contigo, y si tú te casas con el médico, y si el médico llega a ser tu marido, y si tu llegas a ser su mujer, y que si él médico...
Apareciose Seña Petrona.
Alta, seca y reñida con el peine, ojos verdes y túnico de percal, pelo canoso y pañuelo de bayajá, enjuta de carnes y zapatos de cuero crudo, cara arrugada y boca desdentada sin medias ni camisón, nariz cotorrona con una escoba en la mano.
—Esto es lo que faltaba! exclamó el guajiro previendo la rociada que ahora le venía encima. Y en efecto la abuela lo saludó con estas zalamerías.
—Ven acá grandísimo berraco, jugador, zangandongo, cara de boniato jojoto, que no tienes más oficio que de mataperros ¿te figuras tú que así se casa cualquiera y como quiera y con quienquiera? ¿Con qué vas a mantenernos, grandísimo Cacaseno, tragón de ciruelas? Porque yo he dé estar pegaa a ella como el jagüey a la guásima, y donde vaya ella voy yo, y donde coma ella cómo yo, y donde reviente ella reviento yo. Y tú que no eres más que un jugador y un arrancao.....
El Catibo, aturdido bajo aquel aluvión de seborucos—verdades, sólo sapo contestar.
—Es que yo si juego es por ver si gano algo.
—¿De verás? Yo creí que era por ver si perdías algo.
El guajiro se mordió la lengua y se rascó la oreja derecha, comprendiendo que lo que había dicho era una necedad Juana en actitud modesta miraba al suelo sin intervenir en el edificante diálogo.
—¿Qué más tienes que decir, bellaco? añadió la sensata Seña Petrona.
—Que yo no necesito de naiden, porque yo sé trabajal.
—Sí, tú sabes comer ciruelas y pescar viajacas, con lo que habrá bastante pa no morirse de sed porque el agua está de sobra en el arroyo. ¿No es mejor, que aceptes lo que el francés......?
—Quién? yo? Si; dele memorias de su tía; yo no quiero naa.
—Qué dices, majadero?
—Naa! naa! naa! naa! que no quiero naa de ese judío.
—Cállate la boca, Cacaseno.... y entren que ahí espera el padre Sanamé.
No con gran entusiasmo, sino antes bien con grandísimo desgano y con el gesto de quien toma un vomitivo, el Catibo se vio en la necesidad inevitable de entrar. Si no podía su escasísima palabra contestar a Peña Petrona ¿qué podría contra la veterana lógica de aquella eminencia?
Entraron.
Ella con alto grado de resolución, él bajo cero. Allí, en efecto, en la sala, si sala podía llamarse aquello, estaba Sanamé sentado en un taburete de cuero: a imitación de su ilustre hermano, nunca desdeñó visitar la choza más pobre, si había en ella algún beneficio que hacer. El digno sacerdote que esperaba encontrar allí a Don Enriquito, según se había convenido el día anterior, se congratuló de hallarse con el Catibo, sobre cuyo ánimo, o sobre cuya obcecación tenía que ejercer su benéfica influencia.
Porque, como se sabe, Juana tenía con él empeñada su palabra, y porque se temía con razón, el genio maléfico y vengativo de su amante, que algún día, exasperado, pudiera emplear algo más efectivo que la pica-pica y la santamaría.
Pero el venerable sacerdote encontró muro de piedra donde esperaba hallar un corazón blando y ya medio convencido: sana fue toda la elocuencia de su evangélica palabra. Le habló de la miseria que conminaba, de su porvenir oscuro sin un pedazo de cielo azul, sin una esperanza de descanso en un trabajar y sufrir sin tregua; le ponderó lo que el francés le daría por su acquiescencia voluntaria.
El, ante las solemnes consideraciones, ante el acento profético y conmovedor de aquel que todos consideraban como un oráculo, se echó a llorar como un becerro, pero sólo contestaba:
—Naa, naa, yo no quiero naa; yo quiero vengarme; que se largue ese judío pa su tierra.
—Pero, desgraciado, es sacrílego lo que dices; y sólo se te puede perdonar por la ignorancia en que vives y la intención benévola aunque descarriada que te guía: con ese matrimonio que no tienes derecho a impedir, la patria gana un ciudadano honrado y útil, la iglesia un creyente, y esta destituida familia un bienestar que no puedes ni podrás nunca ofrecerle.
—Naa, naa, yo no quiero naa.
—¿Qué esperas para el porvenir? Ver mañana a la mujer que amas sometida a toda clase de privaciones, y acaso deplorando el haberse casado contigo, cuando pudo hacer su dicha con otro; dar al mundo seres desgraciados que tal vez maldecirán algún día a quien los creó para una vida de miserias y de dolores. ¡Cuánta mayor nobleza es ahogar la pasión en rapto de generoso sacrificio, y labrar el bienestar de las personas que amamos, sin esperar más premio que la íntima satisfacción de nuestra conciencia! Si amas a Juana debes procurar su felicidad; y si esa felicidad hace tu desgracia, tanto más noble será, y tanto más....
—Naa, naa, yo no quiero naa.
El cura lo miró un momento, antes con lástima que con indignación, y añadió solemnemente.
—¡Cuidado si deploras algún día el haber exigido el cumplimiento de una palabra empeñada ligeramente. Vendrá mañana el arrepentimiento tardío; cuando ya no podamos enjugar las lágrimas que hemos hecho derramar, y las privaciones, y la enfermedad, y la muerte.....
El guajiro en lucha violenta entre el amor y la duda, sollozando y limpiándose los mocos, repetía:
—Naa, naa, yo no quiero naa.
Y se levantó, montó, le entró a palos a Tragaleguas y desapareció.
Juana pujó por llorar, mas no lo consiguió; el sacerdote guardó un silencio majestuoso, y la vieja sintió impulsos de arrojar a la cabeza del Catibo el scaphiam que justamente estaba en plenitud de su digna misión.
Será que la Naturaleza siempre justa y lógica pretenda imponer la admiración de sus inmarcesibles decretos, aun en los momentos en que parece castigar el orgullo de los mortales y conjurarse contra sus efímeras obras?
Siempre las grandes catástrofes fueron precursoradas o inmediatamente seguidas por el contrapeso providencial que había de poner incontrastable coto a sus desastrosos efectos.
Los huracanes y los rayos purifican la atmósfera: el bien sigue el mal como la calma sucede a la borrasca. El bien es obra de la Providencia; el mal es la obra del hombre; y aun de esa obra del mal la Providencia en sus inescrutables designios, halla el modo de derivar el bien.
Así de la caída del coloso macedónico surgió la libertad de los pueblos que había subyugado; de la crucifixión del Hombre-Dios se derivó la redención de la humanidad. Y eso que pasa en la vida de los grandes pueblos de la Historia, la experiencia ha probado que también se reproduce en la vida de los individuos.
Una máxima prehistórica nos enseña que no hay mal que por bien no venga; y en efecto aquella burla procaz jugada al Doctor por un irresponsable, debía hacerles concebir el eficaz remedio a todas las eventualidades de lo porvenir.
Porque como es de suponerse en cama pasó toda la noche don Enriquito, rumiando proyectos de represalia. Y como también es de suponerse porque eso suele suceder en las grandes crisis del intectacto se le ocurrió al fin una idea feliz, una resolución salvadora.
Llegó a comprender que en aquel báratro de pasiones volcánicas, la indecisión de Juana procedía más de miedo que de amor al Catibo, y decidió dar un golpe decisivo, jugar el todo por el todo.
—Si la comprometiera!......Si un lance injustificable, un rapto, una sorpresa, un.... cualquier cosa, la arrojara en sus brazos y enfriara para siempre el Vesuvio que fermentaba en el atrabiliario mancebo!
En esto meditó largó, muy largo espacio.
Y tal como surgen los árboles, las flores, todos los encantos de la campiña al disipar el sol el tupido velo de londonense neblina, así brotaban las ideas en su ofuscado intelecto, llegando poco a poco a esbozar los oscuros contornos de una diabólica maquinación.
Y de esta, manera soliloquió:
—Una cita secreta, en noche oscura.... un testigo, Paco Pita u otro tan tonto como este, que cuente y recuente y comente y aumente....
Momento de pausa, siempre en actitud contemplativa; los ojos fijos en algo que mira y que no ve.
Y continua, soliloquiando:
—No, nada de testigo: una escapada hasta la casa vecina, de aquellas dulceras que son mis clientes y me deben dos curas y una botella de lerua.... allí..... allí.....
Otro momento de pausa. Al fin se levantó y con febril ansiedad escribió una esquela para Juana, y luego se restregó gozoso las manos, y se admiró a si mismo y con mefistofélica risa aplaudió la inventiva de su genio.
Tenía razón en congratularse; esta vez triunfaría.
Y viose entonces ¡mirabile visu! viose al hombre que en la nebulosa víspera de aquel día sólo ansiaba vengarse, de la suerte, del Catibo, de los pitirres, y hasta de Moliére, autor de Pourceagnac, víósele alzar la frente radiosa y sonreír con el aire de un titán vencedor en la pelea.
El gozo del triunfo y del rencor satisfecho se leía en sus ojos y en toda su actitud. ¿Pues quien era. aquel oscuro pescador de viajacas y catibos para él que sabía cortar piernas y abrir vientres con título de la facultad de París?
El honor de esa misma facultad le imponía la necesidad de vencer: era el triunfo de la ciencia sobre la ignorancia, aquí más imprescindible, porque la ciencia era francesa y la ignorancia estaba en un español.
Y ese español era un provincial, un cubano, y ese cubano era un pescador de viajacas.
Juana recibió la no perfumada esquela; la miró, la olió, la abrió con ansiosa solicitud, suponiendo que contendría algún objeto positivo y significativo; pero vio y revio que sólo contenía letras negras en fondo no muy blanco, y como no sabía leer, se quedó por largo espacio como los santos en Francia, esto es, sin hacer nada.
Luego llevó la carta a la abuela, pero como la abuela tampoco sabía leer, se quedaron las dos como las estatuas en Italia.
Recabar decidieron el auxilio de Paco Pita; pero el primo Paco Pita no conocía de letras más que la o porque es redonda y la i porque tiene punto, y se quedaron los tres como los santos en el cielo.
Entonces se resolvió llamar en su ayuda al bodeguero más cercano la Nación no enseñaba a pobres, y los bodegueros, venidos todos de allende, eran el gran recurso literario; pero..... ¿y si la carta contenía algún secreto?
¡Vamos! lo mejor sería ir al pueblo, y que la leyera el mismo que la había escrito.
Enseguida el primo partió pedibus, es decir, con los pies, y felizmente se encontró con Pedro Pablo, bienaventurado mortal que sabía leer impreso y manuscrito, y este fue quien resolvió la duda.
Pedro Pablo con algún trabajo desifró y leyó.
‟Este noche yo te esperra, junto a la chiquero: tiene mucho cosa que habla, que te le gusta mucho; nada decir Paco Pita ni abuela; tu venir conmiga hasta casa de dulcería. Yo te querer mucho y cuidar mucho; yo entra por platanal, yo amarra yegua y yo va a pie hasta chiquero; tú viene sin falta.
No estaba mal la carta para la edad del autor!
¿Pero cómo (esto es lo que las crónicas no han podido revelarnos por mucho que hemos investigado) como supo el desatalentado Catibo que aquella carta había sido escrita, y que aquella cita había sido pedida y otorgada?
Sigamos el prudente consejo de Manzoni y dejemos esos impenetrables arcanos para nuestros pósteros.
Lo que si está averiguado y consta en los archivos, es que el Doctor fue puntual a la cita, y Juana no fue infiel a su palabra de asistir a ella. —¿Qué me traerá, se decía, de seguro que me trae algo.... alguna sorpresa de las que el pobre Catibo nunca podría darme....
Y en tanto ese Catibo, preparando sus revanchas de chico de escuela, sigilosamente se dirigía, noche cadente, al mismo punto, para saber si ella era capaz... oh! como rabiaría dé celos el desgraciado, al ver desde su escondrijo tras unas cepas cubiertas de florido cundiamor, aquel bulto blanco apenas perceptible en la obscuridad, que sale de la covacha y camina... camina.... hacia la orilla del platanal donde está el chiquero... y oye sus pasos sobre el pajonal de hojas secas, y oye los cerdos que gruñen al oler la aproximación de alguno que se figuran les trae de comer, y oye resoplar la yegua del médico, y ve a este recatarse, apearse, atar la bestia a un árbol, y luego se dirige hacia su amol, y la saluda, le aprieta aquella mano que el estrechó tantas veces, quizás besa aquellos labios en que dio el tantos besos chillones......
¡Ira de Dios...... en aquel momento hubiera entonado con rabia el aria de la donnae mobile, pero había el inconveniente que no la sabía, y además, ni Verdí había escrito aun la partitura ni Hugo la tragedia que le fue madre.
—Se contentó pues con lanzar su juramento de costumbre.
—Por los cuernos de mi abuelo, que les he de jugar una; y cautelosamente se dirigió a soltar el perro Buscahuevos que aquella noche debía permanecer atado.
Aquel fisípedo medio bobo así que se vio suelto comenzó a esperezarse como acostumbraba; luego se puso a escarbar como hacen los gatos cuando van a hacer otra cosa, luego olfateó a todos vientos como buscando huevos; luego alzó la pata trasera izquierda como hacen los perros antes de hacer otra cosa, y luego se fue hacia los calderos embarrados en dulce de guayaba que en descanso, en la heredad vecina, al aire libre, frente a la casa, yacían.
El Catibo deslizándose como un catibo, se dirigió al lugar en que estaba la yegua, y luego a su escondrijo, tras el enredado cundiamor donde se quedó en acecho con la quietud del matuango que así llaman los baracuteyes al aguaitacaiman.
Entanto el médico ya en mitad de su conversación, decía.
—No, no creas; no me urge, porque yo tengo hecho un voto de castidad....
—De castiá, dice Juana sin comprender.
—Pues......si, quiero decir, que tengo que cumplir un voto de continencia temporal. Mientras no cumpla yo no puedo......puntos suspensivos: y las palabras continuaron tan sotavoce que sólo Juana pudo oirías, y se cubrió la cara.
—Bien; contestó sonrojada; no tengo tanta necesiá.
Sonriose el Médico ante la barbaridad que aoababa de decir su favorecida y añadió.
—Pero eso no impide que procedamos o la ceremonia...
—¿Cuala?
—De casarnos, para salir de inconvenientes.
—¿Casarnos?.... pues ya.... pero... ay! que diablos es eso?
Acababa de oírse un ruido seco, áspero insonoro; y fue el Catibo que con la boca sonó la trompeta sin instrumento, pero de un modo tan artístico que realmente parecía un rumor venido por cualquier otra vía.
Volvieron la cara los dos amartelados con sobresalto, pero bien sabido es que el cejú platanero, antes de llamarnos feos, suele hacer un ruido semejante, y esta idea los tranquilizó; y después de mirar en derredor volvieron a su amoroso cuchicheo.
—De esa manera, continuó el doctor, te verás ya libre de privaciones, tu abuela tendrá un abrigo, y tu...........
—Pero dicen que Usté es judío, y que no cree en Dios. Dijo la ingenua guajira que sólo temía ya por su alma.
—Hija, en Dios todos creemos, cada uno a su modo. Cuando en la batalla de Wagram los soldados se encomendaban a Dios.....
—Todos se salvaron?
—No; fueron acribillados; pero dejemos esas chilindrinas, y vamos a los intereses de constitución íntima.
—Intereses de qué?
—Intereses nuestros; ven conmigo y lo sabrás.
—No, no, irme con Ud. ¿y pa hacel qué?
—Ven y no temas, hasta casa de las dulceras, que me deben......
—¿Y pa hacel qué? No, no, de aquí no me jalan pa ningún lao.
—A quien tienes que temer?
—A todo, y sobretodo a ese pobre Catibo qué no sé que hacelme con él: es muy vengativo y me quiere más que a su mula y sus gallos.
—Ese Catibo se quedará pescando catibos. Te digo que si ese mentecato se propasa......
Aquí sonó otro trompetazo sin instrumento, esta vez tan recio y tan semejante, que dudamos de donde viniera ni por cual vía se produjera.
Y ante aquel trompetazo que en el silencio de la noche serena retumbó como un lejano trueno, el perro alarmado ladró, y los cerdos gruñeron, y los perros de la vecindad también empezaron a ladrar.
Comprendieron los amartelados que algo extraordinario pasaba; aquello no podía ser cejú ni podía ser nada natural.
—Váyase, váyase! dijo Juana echando a correr.
Y el Doctor suelta una maldición y responde.
—Fíngete mañana enferma, y que me llamen.
Corrió Juana hacia la casa, mas tropezando con la cuerda del perro, fue de cabeza dando una vuelta completa de carnero, aunque sin enseñar nada, porque la noche estaba como boca de lobo, y a más no había allí ni ojos que miraran ni bocas que rieran.
El Doctor huyó también, más no encontró la yegua que se había soltado, y oyéndola resoplar junto a los calderos corrió a ella, perseguido por Buscahuevos cuyo furor azuzaba una voz que salía del platanal; pero al montar, como estaban picadas las cinchas, rodose la silla y el Doctor cayó......de fondo, por no decir de otro modo. Luego al coger la silla, huntada en algo incongruente, la rechazó con asco y montó en pelo, aplicando el acicate: más ni por esas podía la bestia moverse: tenía las manos atadas, y sólo daba saltos descompasados y ridículos. Al primer salto tuvo el jinete que agarrarse de la crin, al segundo fue al suelo, cayendo contra uno de los calderos, y embarrándose de pasta hasta las narices.
Tomó al fin la yegua por la brida, cortó las trabas, y a pie se dirigió a la casa de los dulces, cuyos dueños, clientes suyos, levantados por el escándalo de los perros, estaban parados a la puerta, como si lo aguardaran.
En tanto la abuela despierta, y creyendo la finca invadida de ladrones, salta de la cama y se esconde debajo, tropezando con y derramando el scaphium, y así, empapada en maloliente líquido, se arrastró hasta la pared, con las manos separó las yaguas abriendo una rendija, y asomando por allí las narices, comenzó a gritar:
—Ladrones, ladrones! cógelo Buscahuevos, cógelo; muérdele las patas a esos bribones.
Pero cuando esto ya Buscahuevos apaciguado, se entretenía en lamer golosamente al musiú, cuyos fondillos y toda cuya ropa estaban embarrados en pasta de guayaba.
El Catibo por su parte tomando otra dirección, picó la cerca del Ñato, apaleó a Tragaleguas, y sin cantar décimas, se perdió en la obscuridad, camino de Baracoa.
Así terminó la primer entrevista amorosa de Don Enriquito.
Era el día 6 de Julio de 1809.
—Y era el día en que una victoria más, inolvidable, había de ratificar las inmarcesibles glorias del Vencedor de Jena.
La Europa por la razón de la fuerza había aceptado una paz que no podía ser duradera, y Napoleón que la había impuesto tías una serie de triunfos, aguardaba impaciente el estallido de tanto pueblo descontento, que no se avenía con la preponderancia francesa.
Ya desde el 16 de Abril una nueva coalición y rompimiento de hostilidades despertaba la febril diligencia del león dormido en las Tullerías.
El Austria tres veces vencida y tercera vez humillada en la Moravia, confiando en la irritación de Alemania, las falaces promesas de Inglaterra y en el apoyo de Rusia y Prusia, acababa de violar el territorio de la Confederación del Rín, y 350,000 hombres a las órdenes del Archiduque Carlos, el más ilustre entre los adversarios de Napoleón, pretendían anular en el territorio el predominio francés; pero todas sus hazañas no fueron más que precedentes de la memorable jornada de Wagram en que cada francés había de ser un Leónidas, cada quebrada del terreno unas Termópilas.
Bernardott, Davoust, Macdonald, Massena, Berthier, allí proclamado principe de Wagram, tales fueron, a la sombra del Herve del siglo, los héroes de aquel gran día.
El cuatro de Julio se echaban los últimos puentes sobre el Danubio: borrascoso se presentó el día, como si la naturaleza quisiera protestar contra el furor de los hombres; pero tempestad y fuego del enemigo parecían excitar antes que entibiar el valor de las tropas. A pie unas veces, por sobre resbalosos barrizales, otras sobre su corcel egipcio Marengo, corre Napoleón de un puente a otro, y está en todas partes como si dotado de ubicuidad, para ver desfilar artillería, infantería y caballería, por entre balas y copiosas granadas. Al fin el cinco de Julio, incendiada Enzersdorf, acribillado el ejército enemigo, el francés, a los primeros rayos del sol, se despliega en la llanura de Wagram, gracias a una estrategia napoleónica, hasta entonces desconocida en los fastos de la guerra.
Con tal esfuerzo homérico quedaba anunciado el gran día. El Archiduque fue el que empezó la acción: durante la noche del cinco había preparado sus legiones y esperando que el príncipe Juan que ocupaba a Komorn llegaría a tiempo para caer sobre las divisiones francesas que amenazaban a Newsiedel, reservábase rechazar a Marsena, cortar las comunicaciones del Emperador con sus puentes, y batidas las dos alas, atacar de lleno el centro del ejército imperial.
En el fragor de los combates, y entre esa falange de héroes, que entonces asombraban el mundo, nosotros vamos a seguir con la vista a un oficial inferior, un teniente llamado Juan Bautista Renaud que pelea bajo las órdenes del denodado Lasalle. Fue Juan Bautista Renaud un mártir oscuro, injustamente olvidado por la Historia y por los suyos, que tales suelen ser los azares de la guerra! Cuántos como él, vivos hubieran logrado la inmortalidad; muertos prematuramente no han merecido una página de honor!
Estaba casado con una joven, Enriqueta, oriunda de distinguida familia de Lausana, hija de Juan Faver y sobrina del Barón de Avivar, que también servía en el ejército francés.
Aquella valiente mujer, que había acompañado a su marido durante toda la guerra de Alemania, debía derramar muchas lágrimas en aquel día tan funesto para ella como glorioso en los fastos militares de Francia.
Serian las cinco de la mañana cuando el general austríaco Rossenberg abandonó la meseta de Newsiedel, y formando sus tropas en tres columnas, atacó al Príncipe Eugenio con tal vehemencia que lo obligó a retroceder. Acudió Davoust al punto en su ayuda, y el Emperador temeroso de que el jefe austríaco se uniese al Archiduque Juan, lanzó sobre el enemigo la guardia y los coraceros, forzándolo con tan vigoroso ataque a retirarse en desorden. Desde este momento se generalizó el combate en toda la linea, y con vertiginosa rapidez se sucedieron los acontecimientos.
Al frente de un cuerpo de 35,000 hombres el Archiduque atacó a Massena quien solo podía oponerle en aquel momento unos 3,000 infantes: número insuficiente para detener la marcha triunfal del enemigo. Bernardotte quiso acudir a su socorro, pero el mortífero fuego austríaco había desalentado a los sajones, introduciendo tal pánico en sus filas, que huyeron sin que nada bastara a contener los heridos y prisioneros fueron el general Golson y dos coroneles, la división de Boudet fue rechazada y sólo las baterías de la isla de Lobau y las brillantes cargas de Marulaz y de Lasalle pudieren contener el ímpetu del enemigo que ya amenazaba al centro del ejército francés, a Essling, y los puentes del Danubio.
A poco se convierte en derrota lo que debía ser uno de los más brillantes triunfos: pero el Emperador siempre alerta corre al punto amenazado, (ahora monta-ba en Ali regalo del Sufí de Persia) ve a los sajones que huyen, la división de Saint-Cyr aniquilada y en grave riesgo las de Molitor y Legrand, y subiendo a la calesa de Massena para detallarle sus planes, le dice con sangre fría.
—Hasta aquí no veo motivo para desesperar, dos horas bastarán para convertir en derrota el triunfo del enemigo.
—Dos horas, sire! replica Massena dirigiendo la vista a las lejanas fortificaciones austríacas.
—Sí, como se siga estrictamente mi plan. Davoust se halla en estado de atacar a Newsiedel con ventaja; primero tomará a Rosenberg, casi destruida por un cañoneo de seis horas: Oudinot avanzará de frente, y la Guardia de infantería y caballería ocupará la llanura entre Wagram y Aderklan:
Massena escuchaba con ojos y oídos, siguiendo con la vista las direcciones indicadas.
—Vos, Massena, llamareis la atención del ala derecha del enemigo, dirigiéndoos sobre Aspera: Lasalle y Marulaz os precederán. Cuando yo inicie el golpe decisivo, tomaréis bruscamente la ofensiva contra los cuerpos enemigos que desconcertados no resistirán.
—Luego el cuarto cuerpo, contestó Massena, debe contener con tres divisiones de caballería a todas las columnas del llano?
—Por corto tiempo; es forzoso.