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Era una hermosa tarde de otoño de 1838. La vegetación empezaba a cubrirse de ese velo oscuro, de ese tinte fúnebre que anuncia la proximidad del invierno.
El sol terminaba su diurna carrera coronando el horizonte por nubes de zafir y de esmeraldas, el resto del cielo estaba puro y azul, azul del Plata tan aterciopelado y triste.
Una breve brisa doblaba apenas los tallos de las blancas y rojas margaritas que esmaltan los campos de Buenos Aires, besaba la frente de la pensativa violeta entre sus verdes hojas, mientras que el corpulento y triste ombú continuaba en su desdeñosa inmovilidad que sólo los silbidos del pampero podían turbar.
A lo lejos volaban espantados los repugnantes chimangos, las blancas gaviotas iban graznando a esconderse entre los juncos de la laguna, entremezclándose a los gritos de estos pájaros el agudo y fatídico chillido del chajá que atravesaba allá a lo lejos el desierto.
Los relinchos de los potros, el bramar de los toros, los balidos tristes del cordero, el ladrar de los perros y el galope seguro de los caballos resonando por el campo, todo anunciaba en fin del día, la terminación de los afanes del campesino que después de una jornada de fatiga se recoge a sus ranchos para gozar algunas horas de reposo y solaz.
Aquel que no ha atravesado las verdes y desiertas llanuras de Buenos Aires, que no ha aspirado el agreste perfume de las flores que en el verano esmaltan sus campos, que no ha visto las secas y parduzcas ramas del cardo elevar sus vástagos espinosos en el invierno; ¡no puede comprender toda la poesía que encierran los cuadros de la vida del campo, en el Sur de América!
En medio de una verde y dilatada llanura se elevaba a algunas leguas del ancho Paraná, la estancia de uno de los sicarios del tirano argentino. Esta casa hecha de cal y ladrillos cuyas habitaciones eran cómodas y regularmente amuebladas, era lo que se llama en el lenguaje del campo, «una azotea».
A su lado, bien que un poco apartado se elevaban los ranchos, como una tradición viviente del origen primitivo de la estancia. Toda estancia tiene sus ranchos que forman los dos departamentos esenciales de la casa. En primer lugar la cocina, que siempre es mi rancho grande (el rancho, quiere decir una casa con las paredes hechas con algunos palos groseros cubiertos de barro y estiércol, y el techo de paja) en segundo lugar es el galpón.
La ramada es siempre cubierta pero no siempre tiene paredes. La ramada da cabida de día a algunos instrumentos de labranza; de noche es el dormitorio general de los peones, menos el capataz que generalmente tiene su cuarto.
La cocina es un cuarto sin adornos de especie alguna —tal vez una mesa donde amasan el pan casero que sirve para el gasto de la estancia—; en el medio del suelo de ésta es el lugar donde siempre arden trozos de leña habiendo alrededor algunas cabezas secas de animales, que sirven de asiento y en un rincón del cuarto están dos o tres ollas de hierro con altos pies y los indispensables asadores, especies de barras de hierro para ensartar la carne del asado.
En cuanto a la ramada, fuera de los instrumentos de labranza, nada más hay en ella. Tanto el gaucho como el peón, su cama consiste en su recado o apero, como ellos le llaman; duerme vestido, y su cuchillo, su lazo, las bolas y el tirador, todo queda con él día y noche y mientras vive, faltarles estos aderezos, es faltarle un miembro de su cuerpo, un brazo, una pierna.
La estancia de que hablamos era rica y bien acondicionada, pero como no haremos más que entreverla de lejos, sentada en su verde llanura, rodeada de su indispensable plantación de duraznos, con su tambo, su tranquera y su palenque al frente y costados, no nos detendremos a examinarla más.
La hora del descanso de las fatigas diurnas había pues llegado para el habitante del campo. Una vez en las casas queda sólo encerrar los ganados en sus respectivos corrales que son en número y dimensión adecuados a los trabajos y riquezas de la estancia, atar las vacas lecheras en el tambo, los caballos a soga con su cena en el palenque y cerrar la tranquera.
Una vez hechas estas últimas operaciones, el mate circula alegremente y después de una hora de reposo cada uno come con buen apetito un pedazo de asado y bebe una taza de caldo.
La noche era una de esas noches sin luna de cielo transparente y estrellado llena de poesía y de misterio.
Los habitantes de la estancia, sentados en círculo uno a la par de otro escuchaban en silencio aquel de entre sus compañeros que al compás de una guitarra cantaba unas sentidas décimas de amor, verso sin pulimento, hijo del corazón o del dolor que los dictó, música tan selvática y sentida como las palabras, tristes y monótonas como el desierto.
El cantor había dado al viento la última frase de su canto y la mano apoyada con negligencia sobre su guitarra, parecía bajo la impresión de la música que acababa de ejecutar, sus compañeros en silencio parecían escucharle todavía. De repente en medio del silencio resonó el eco fatídico del gallo.
¡Las nueve y media! —dijo una mujer de la rueda—. Al mismo tiempo resonó a los lejos el galope igual y mesurado de un caballo...
¿Oyes? —preguntó uno de los peones al otro que estaba a su lado.
Es un caballo solo, dijo tomando la palabra el más viejo del círculo.
Poco tardó el ladrido de los perros en anunciar que el pasajero que a aquella hora cruzaba por el campo se dirigía a la estancia misma; un relincho lejano, advirtió que su caballo reconocía el pago y los relinchos de los otros caballos le respondían dándole la bienvenida, los perros reconociendo sin duda un amigo cesaron de ladrar y, un instante después, un hombre a caballo franqueaba la tranquera.
Abrid; —gritó el desconocido— traigo órdenes apresuradas y un despacho para el señor Juez de Paz; me manda S. E. el Ilustre Restaurador.
A esta palabra mágica, la tranquera se abrió de par en par y dio paso al jinete.
El Juez de Paz, que era el dueño mismo de la estancia, salió en persona a recibirlo y haciéndolo entrar a la sala, cerró la puerta tras sí, quedando a solas con el enviado de su amo.
A sí se llamaba el personaje que a hora tan inusitada llegaba a la estancia con un mensaje tan importante.
Miguel, era uno de esos seres infelices abandonados por una madre criminal en la puerta de un hospicio. La nodriza que le dieron era campesina, así él se crió en el campo y desde la edad de catorce años era gaucho.
Prefería la libertad del desierto a cuanto pudieron ofrecerle de bienes y comodidades; su caballo tordillo era todo su tesoro, era el único que tenía, su guardarropa lo llevaba consigo y, no obstante, Miguel siempre andaba aseado, porque él mismo tenía cuidado cada dos días de lavar su ropa en el arroyo que hallaba al paso.
Ninguno de los arreos indispensables a la persona y al caballo del gaucho le faltaban, y todos en el mejor estado posible.
Como era bien comportado todas las puertas le estaban abiertas; después de eso, Miguel era tan silencioso, tan comedido que era generalmente querido por todos los estancieros.
Su estatura alta, su talle flexible y delicado y sus maneras suaves al paso que tenían la natural tinte selvática debido al medio, a su estado y educación.
Con todo, su aire era distinguido y su fisonomía triste al paso que regular, no carecía de un cierto tinte poético. Era demasiado blanco para un campesino; sus cabellos finos y rubios le caían sobre los hombros en rizos naturales; sus ojos grandes, azules, una extraña expresión de audacia y altivez; su nariz, pequeña y cerrada indicaba un carácter disimulado, su boca pequeña y punzó estaba guarnecida de unos dientes blancos y pequeñitos, era la boca de un niño; con todo, si abandonaba su natural seriedad, era sólo para marcar en ambos lados del rostro dos imperceptibles líneas de un desdén sin límites. ¡Miguel, era uno de esos hombres que han nacido para ser un ángel o un demonio!. Su voz era un poco velada pero profunda en sus modulaciones, su palabra corta y mordaz, su marcha, lenta y segura como de un hombre que no conoce el miedo.
Su inteligencia natural lo elevaba sobre todos sus compañeros y como payador era considerado el mejor de los dos lados de la Provincia, Sud y Norte.
Miguel, era el más afamado domador, y el vaqueano más seguro, porque desde Buenos Aires hasta el pie mismo de los Andes era fama que él conocía a ciegas, y los mismos pampas del desierto al verlo cruzar en su tordillo las calladas llanuras de la Pampa se contentaban con saludarlo amigablemente desde sus toldos y ofrecerle un pedazo de yegua asada y a veces alguna linda jerga como presente de amistad; después de eso Miguel podía conversar con ellos porque sabía su lenguaje.
Entre los diferentes trabajos que tomaba o ejercía, contaba también el de chasque; era reconocido por su discreción, prontitud y diligencia en desempeñar cualesquier misión, y por eso el ojo perspicaz del tirano había sabido escogerlo entre tantos otros gauchos que llevaban aquella vida errante o incierta.
Miguel había rehusado todo empleo o distinción, pero Rosas tan montaraz como él, conocía las guaridas del gaucho y lo mandaba llamar siempre que una comisión delicada se ofrecía, en que temiese escribir, porque entonces la palabra servía a sus fines, porque la palabra proferida, sólo deja tras sí el recuerdo de lo que fue, mientras el papel es un documento peligroso que mañana puede aparecer como un testimonio importuno: y el astuto déspota bien conocía sus intereses en esta ocasión, para no fiar a la pluma sus órdenes que después de ejecutadas debían tomar el carácter en su resultado de un exceso de adhesión por parte de sus partidarios.
Miguel era pues el mensajero más seguro y discreto que se podía encontrar. A pesar de su natural inteligencia y buenas cualidades, no podía juzgar hasta qué punto se envileció sirviendo los odiosos y sanguinarios fines del tirano, que él consideraba bueno y justo porque tenía sus maneras y su lenguaje, porque era el gobernador de la Provincia que Miguel creía legítimamente electo, y después de eso sin noción de ningún género, sobre el derecho de cada hombre, y sobre el verdadero sentido de la palabra «Libertad»; no creía obrar sino muy bien sirviendo al Dictador, a quien por otra parte estimaba personalmente, porque aunque rico y presidente, le daba la mano, lo hacía sentar en su presencia, tomaban mate juntos y conversaban largamente de caballos, de yeguas, de trillas, de aperos, de potros y de todo aquello que pueda interesar la atención del gaucho y luego el gobernador siempre terminaba diciendo:
—Amigo Miguel no deje de venir de vez en cuando a tomar un cimarrón.
Así que el Juez de Paz hubo cerrado la puerta de la sala, sentose al lado de una gran mesa que se encontraba en el medio del cuarto, e hizo señas al mensajero de que hiciera otro tanto.
El Juez de Paz del Baradero, era uno de los más viles esclavos del tirano; era un hombre tan falto de luces y de experiencia, que no reconocía el horrible sistema a que se vendía. Era una de esas figuras vulgares y estúpidas que sólo son susceptibles de trocar su natural nulidad para tomar el carácter de fieras carniceras.
Una vez sentados ambos personajes, trataron de examinarse mutuamente a la manera de los gauchos: es decir, con esa ojeada oblicua tan rápida como el pensamiento, y que es peculiar a nuestros campesinos.
La desventaja quedaba toda de parte del Juez de Paz que no sólo como hombre de ciudad no poseía perfectamente esta manera de investigación, sino que lidiaba con antagonista muy superior en inteligencia y diplomacia.
Después de una corta pausa, empezó el Juez de Paz la conversación, porque entendió que el mensajero se limitaría sólo al rol de dejarse interrogar.
—¿Viene del pueblo amigo? —preguntó el Juez de Paz.
—Es verdad —respondió el otro arrojando sobre el interrogante una mirada oblicua como si quisiera penetrarle al fondo del alma.
—¿Habló con el viejo? —continuó el Juez.
—Así fue: —replicó Miguel.
—Por supuesto que le platicó de mí.
—Mándale muchas memorias y este decreto que hará usía publicar mañana en el pueblito y el domingo después de misa, por el teniente Alcalde. Y al acabar de decir estas palabras sacó Miguel de debajo de su poncho bichará, un pliego cerrado con los sellos de la República.
El Juez abrió el pliego y pudo comprender por la ninguna importancia de su contenido, habituado por otra parte a las astucias de su amo, que aquella no era sino la capa de algún misterio y que la verdadera misión del mensajero era otra.
El decreto en cuestión era sumamente favorable a los habitantes de aquel distrito, doble motivo para sospechar que se exigía de la parte de ellos alguna prueba de adhesión.
Después de una breve pausa en que el Juez de Paz hacía estas reflexiones y su compañero le echaba en silencio las inacabables ojeadas oblicuas, procuró reatar el hilo de una conversación que había terminado el primer capítulo de la embajada; esperando para el fin el verdadero desenlace.
—¿Qué novedades corren por el pago de los puebleros? —preguntó el Juez.
—Barcos que suben el Paraná, dicen por allá que hay, —replicó Miguel.
—¿Cómo cuantos serán?
—Yo no sé más que de unos, y esta fue acompañada de una mirada significativa.
—¡Ah! —dijo el Juez.
—Parece —continuó el joven— que viene de pasajero un enemigo de la Patria.
—¡Un salvaje unitario! —exclamó el Juez parando las orejas como el tigre a la proximidad de su presa.
—Es posible, —dijo Miguel—, según informaron al viejo, en mi presencia.
—Entonces es preciso que esta noche misma me ponga de vigía con gente armada en la costa del Paraná.
Basta con que allá nos encontremos mañana a la noche. Ud. tiene que publicar mañana de mañanita el decreto que traje: deme dos hombres seguros y bien armados, nada más.
—¿Y si el barco llega mañana de día?
—Según entendí platicar, —dijo Miguel—, no debe estar hasta de aquí a dos días, el barco viene subiendo la corriente y el patrón es entendido. Esta madrugada Ud. me manda a reconocer el monte para hacer un corte de leña en él, con dos peones de confianza, y mañana a la noche Ud. mismo llega en persona para principiar el corte, con toda la gente armada porque dicen que andan bullas de unitarios. De ahí, cuando el barco enfrente a nosotros, el patrón ha de pasar para pedirnos carne fresca: aquí Miguel miró de frente al Juez y calló.
El Juez por su parte estaba de boca abierta, oyendo al mensajero, entrándole apenas en la cabeza el diabólico o hipócrita plan que por la boca de aquel mozo le trazaba su amo.
Era claro que alguno de los emigrados argentinos que habían tenido la dicha de escapar de las uñas del lobo, se dirigía por el Paraná a Corrientes o al Paraguay y que el tirano quería apoderarse de su persona sin aparecer como violador del ajeno pabellón, bajo el cual se había confiado la persona contra quien se tramaba tan inicuo plan; era claro que este infeliz estaba vendido desde Montevideo de donde era probable que venía ciudad dominada entonces por don Manuel Oribe, hoy verdugo y teniente del tirano asesino Rosas.
El decreto debió excitar entre aquellos habitantes tanto reconocimiento como entusiasmo. Luego enseguida, estando en la faena de cortar leña a la orilla del río, apareció un enemigo del sosiego público: andaban bullas de unitarios, ¡quién sabe si aquél no venía a desembarcar en la Provincia para atentar a la tranquilidad del país, o a la preciosa vida del restaurador!...
Era tan natural que aquel Juez de Paz y los vecinos del distrito, en prueba de gratitud, le ofrecieron la cabeza de aquel salvaje unitario que encontraban al paso.
Faltábale saber al Juez de Paz si el sujeto en cuestión debía ser remitido vivo o si sólo su cabeza separada del cuerpo, debía llegar a Buenos Aires.
Con este fin interrogó a Miguel en estos términos:
—¿No le parece amigo que haríamos un bien de agarrar ese pícaro unitario que quien sabe lo que viene a hacer por aquí, y remitírselo al viejo, vivo o muerto? —Y en la reflexión con que fueron pronunciadas estas últimas palabras estaba encerrada la cuestión que decidiría del destino del prisionero.
—Los que mueren, —contestó Miguel con voz triste—, nada pueden decir, de nada sirven, al instante se vuelven polvo y gusanos, cuando me hubieran de regalar un caballo yo prefería que fuera vivo porque muerto ¿de qué me podría servir?
El Juez de Paz entendió que no era la vida del individuo en cuestión lo que quería el tirano, él deseaba el hombre; ¿era en rehenes de la fidelidad de alguno de sus secuaces, o tan solo antes de darlo la muerte quería gozarse, en sus lágrimas? ¿Llenarlo de privaciones, de injurias, de oprobios, de males y darle una lenta y cruel agonía?
Quien sabe; lo que parecía indudable al Juez, era que el tal sujeto debía ser muy odiado de Rosas para quererlo tener vivo entre sus uñas.
Mientras él hacía estas reflexiones, Miguel se puso de pie, habiendo concluido su misión.
Convenidos en todos los puntos diéronse ambos las buenas noches.
El Juez encerrose con llave y cerrojo; en cuanto a Miguel, tomó su recado y tendiéndolo bajo un colosal ombú al lado de su caballo, no tardó en dormirse profundamente.
Era este el noveno día, después que la Balandra «Constitución» había visto desaparecer tras sí la linda población de Montevideo.
Los pasajeros que traía a su bordo eran: un hombre de unos 36 años, una mujer algunos años menos y un niño de unos 9 años de edad, que respondía al nombre de Adolfo.
Estos personajes componían la familia de Avellaneda.
El doctor Avellaneda era el argentino emigrado, vendido al tirano por su teniente Oribe, entonces presidente de la República del Uruguay.
Su mujer y su hijo lo acompañaban en este viaje, ¡cuyas funestas consecuencias estaban ellos bien lejos de prever!...
Era un hermoso día del mes de Mayo; tiempo había que el sol doraba las copas de los árboles que reflectan sus frentes colosales en la, limpia corriente del Paraná.
El río argentado y sereno apenas se permitía algún leve pliegue en la superficie de su cristal, la brisa murmurando entre el follaje de los árboles venía cargada de los aromas de las moribundas flores del otoño, y de las hierbas olorosas que crecen en las selvas vírgenes de nuestro Delta.
La balandra se adelantaba suavemente por en medio del río evitando aquí y allá las verdes islas que como inmensas esmeraldas flotantes asoman sus curiosas frente de los senos del Paraná.
Las hojas del verde ceibo, caían secas y amarillas una a una de su tronco, como una a una suenan en la eternidad las horas pasajera de la transitoria vida del mortal...
La calandria modulaba oculta en el enmarañado bosque sus suaves cadencias, y el martín pescador arrojando su triste silbido, inclinaba su pico rosado hasta el borde del agua y luego que sacaba su diminuta presa, huía contento a su nido... alguna vez entre las matas relucían los ojos del yaguareté o tigre, o sobre el fayá de las flores granas, ostentaba sus hermosos colores el guaá; ¡y allá, a lo lejos como un gemido de dolor, se escuchaba el ave agorera de los guaranís, el melancólico curucú siempre escondido en el centro de la selva más impenetrable!
Los últimos adioses de la vegetación bajo aquel cielo puro y azul, en medio del silencio y de la majestad de la naturaleza, tenían algo de tan solemne y tan melancólico, ¡que no basta la palabra a describirlo!
La cubierta de la balandra, presentaba el cuadro siguiente:
El doctor Avellaneda, estaba sentado hacia un costado del barquichuelo; era un hombre alto, flaco y pálido. Su fisonomía noble y tranquila era como el transparente de una alma más noble pero agitada y combatida por la tempestad de la vida.
Una barba negra y fina sombreaba su rostro varonil; su ancha y calva frente era el asiento de la inteligencia y de todas las más distinguidas facultades del espíritu; su nariz aguileña y regular, su boca pronta a la palabra y sus ojos negros a flor de rostro, coronados de arqueadas cejas, de largas pestañas, y bajo los cuales se veían dos círculos violetas, traicionaban el orador locuaz, el literato infatigable que ha gastado las mejores horas de su juventud en estudios profundos, y tal vez el político que luchó para dar a su patria leyes y constitución. El doctor Avellaneda, tal como acabamos de describirlo, con sus maneras suaves pero dignas, con su voz sonora y melodiosa, era uno de esos hombres—tipos que una vez vistos no se olvidaban más.
En el momento de que hablamos, un silencio profundo reinaba sobre la cubierta de la balandra, sólo interrumpido por el ruido de la quilla cortando las aguas, y por todos esos ruidos armoniosos del bosque.
El doctor Avellaneda, sentado en uno de los costados del buque, con una mano sosteniendo su frente, con la otra caída negligentemente sobre la rodilla, dejaba girar sus ojos sobre el magnífico panorama viviente que se desarrollaba ante su vista. Su rostro expresaba en aquel momento una profunda aunque suave tristeza; parecía que una lágrima estaba pronta a correr por sus pálidas facciones. A medida que las lejanas y floridas escenas de su primera juventud le venían a la mente, ¡los azares de la vida errante del proscripto le eran más amargos! A medida que contemplaba la riqueza y hermosura de su suelo patrio, ¡más amarga se le tornaba su peregrinación por tierra extraña!
¡Aquella patria tan bella cuanto amada, aquella patria a dos pasos de él y de la cual lo alejaba tal vez para siempre, la voluntad de un hombre!... ¡El capricho y la tiranía del usurpador de la soberanía del pueblo!
Su mujer sentada a dos pasos de él con los brazos cruzados sobre el pecho, ya fijaba sus ojos sobre las verdes orillas del río, ya con una especie de angustia, sobre el rostro pálido y triste de su marido, ya con inquieta ternura sobre la cabeza infantil de su hijo que recostado sobre el borde, se divertía en contar los yacarés que venían según su costumbre siguiendo la embarcación, o ya al oír el lúgubre quejido del curucú, con un estremecimiento involuntario arrojaba una mirada de desconfianza sobre el patrón de pie sobre la toldilla fumando tranquilamente su cigarro.
La mujer de Avellaneda, no era bella, pero tenía uno de esos rostros, donde el Señor se complace en grabar en signos misteriosos las nobles facultades del alma, su rostro no era bello, pero poseía el difícil don de expresar todos los sentimientos con la misma facilidad de la palabra, con la misma rapidez del pensamiento, y si las circunstancias lo exigían, sabía tomar también una tal expresión de estupidez, de indiferencia y de intranquilidad que engañaría al observador más suspicaz; porque esta mujer, naturalmente viva de imaginación y apasionada de carácter, poseía a la vez una voluntad de bronce y una fuerza tal de carácter capaz de acallar y encubrir las sensaciones más tumultuosas de su alma, y su voz sumamente melodiosa, resonaba segura y llena en el momento de mayor peligro sin traicionar sus sufrimientos interiores.
El patrón de la balandra de pie sobre la toldilla, fumaba tranquilamente su cigarro de paja.
Era un hombre bajito y regordetón, nervudo y velloso de cuerpo; su color era cetrino, estrecha la frente, pequeños y vivaces los ojos pardos, semejantes casi a los del gato montés. Una ancha cicatriz le atravesaba el rostro barbudo, pero de tan singular manera que parecía que el hombre tenía dos caras partidas al medio.
Era muy raro verlo sonreír, y por lo general su rostro presentaba un tipo de estupidez e indiferencia que era sólo la máscara de su sórdida codicia y maldad. Este hombre era un genovés llamado Caccioto.
Dos o tres marineros sentados a proa y un loro ceniciento que decía desvergüenzas en todos los idiomas conocidos, componían el cuadro de la cubierta de la balandra «Constitución».
Mientras que la balandra se adelanta lentamente por medio del Paraná, conduciendo al doctor Avellaneda a las manos del tirano, víctima de la más horrible traición condescienda el lector en volver con nosotros algunos días atrás para ver qué circunstancias presidieron a tan negra trama.
El doctor Avellaneda era como ya sabemos un emigrado, mejor diremos un proscripto cuya cabeza, ya había sido puesta a precio por el tirano.
Fugitivo y escapado apenas de las garras del tigre, vivía pacíficamente retirado en Montevideo con su familia, ejerciendo su profesión de abogado, con tanto talento como probidad. Pero no era él el único proscripto refugiado allí, y el espectáculo de aquella emigración laboriosa y honrada, que ganaba casi tranquilamente su pan a la corta distante de cuarenta leguas de Buenos Aires, era para Rosas un espectáculo odioso que le ocasionaba fiebres de cólera. Llevado del deseo de sangre y de lágrimas que lo devora, hizo un infame tratado con Oribe que de Presidente de un país libre e independiente, descendió a ser el ministro de los crímenes del salvaje usurpador argentino.
Rosas exigió la entrega de los emigrados que vivían pacíficos en la capital de la República del Uruguay; pero Oribe temió tal vez indignar el pueblo contra sí por tan inaudita e infame felonía y contentose sólo con encarcelar los emigrados y en seguida mandarlos desterrados al Brasil, donde ningún recurso se les presentaba para vivir.
El doctor Avellaneda había sido de este número, y después de una residencia de algunos meses en la isla de Santa Catalina, volvió a Montevideo porque su manera de vida, adquirida por tantos años, no lo dejaba habituarse a la monotonía de aquellos isleños pescadores.
Eacute;rale imposible a él, hombre acostumbrado a las luchas del foro y a los grandes trabajos intelectuales, poder pasar sus días en el ocio y la inacción.
Al volver a un país del que acababa de ser desterrado, su objeto era arreglar definitivamente sus negocios, recoger los restos de su fortuna y tomar consigo a su mujer y su hijo para ir a establecerse en Corrientes, país nuevo y que necesitaba hombres de algún saber, para tomar una forma más nueva y civilizada: allí pues encontraba él un vasto campo donde ejercitar su actividad intelectual y sus luces.
Una vez en la rada de Montevideo, trasbordado en un buque de guerra hizo su proposición al gobierno y esperó la respuesta...
Algunos días después, Avellaneda recibía de manos de Oribe la respuesta que Rosas le había trazado desde Buenos Aires... Y esta era favorable al odiado proscripto porque lo ponía, por medio de una vil traición, ¡entre las manos del caribe! Una vez en tierra, arreglados sus asuntos y expedito para partir, cuidó en buscar un hombre fiel a quien poderle fiar su vida, porque no se le ocultaban, los riesgos que corría debiendo en su tránsito a Corrientes enfrentar lugares peligrosos, ocupados por tenientes de Rosas.
El verdadero patrón de la balandra Constitución era un joven llamado Lostardo, genovés también, pero enteramente diverso de Caccioto. El doctor Avellaneda le había corrido con un negocio de éste obteniendo un pleno suceso, y en seguida como Lostardo era un pobre mozo que apenas ganaba de que vivir, el doctor no le pidió nada por su trabajo, haciéndose en el marino genovés, un amigo seguro y sincero.
No podía confiarse en mejores manos y así, arregló todo perfectamente.
La víspera de su partida una orden positiva del Presidente, obligó a Avellaneda a embarcarse con su familia, y esperar a bordo la madrugada del día siguiente, en que la balandra debía darse a la vela.
Pero los pasos del proscripto habían sido seguidos; convencido Oribe de no poder seducir a Lostardo se había arreglado de manera que suplan era infalible; no excitaba por su rapidez sospecha alguna y todo venía tan naturalmente que nadie podía sospechar la verdad.
Vamos a ver cómo todo sucedió a medida de sus deseos y en mal de Avellaneda.
Las diez sonaban lentamente en la triste campana de la Iglesia Matriz y «las diez han dado y sereno», repetían las voces de los guardianes de la noche, diseminados por la ciudad.
Era una noche tibia y serena como sólo se encuentran en el Plata. La luna triste y silenciosa surcaba el éter transparente, y ligeras nubecillas empezaban a velarla por instantes.
En aquel momento, tres hombres atravesaban con paso rápido y seguro la gran plaza. Uno, el más alto, iba adelante en tanto que sus dos compañeros lo seguían respetuosamente a cierta distancia. Iban los tres embozados en sus capas, a pesar de que las moribundas brisas del verano no permitían aún usar de mayor abrigo, pero era evidente que aquellos tres hombres evitaban ser conocidos.
Al acabar de atravesar la plaza, estos tres individuos echaron a andar por una calle todavía iluminada por las luces de las tiendas y almacenes y por la cual andaba aún bastante gente; los hombres redoblaron el paso y en breve empezaron a descender por una de esas calles que tiene Montevideo, en declive y que casi todas van a dar al muelle.
Esta calle, llamábase antiguamente de «San Juan» y creo que hoy de Ituzaingó. Esta calle como más próxima a la mar que estaba enteramente a oscuras y sólo a la mitad de una de las veredas se notaba aún el reflejo de luz que salía de un cuartejo redondo, llamado por todos el «cafecito de San Juan».
Los honrados propietarios de este café servían sus marchantes con esmero, y a pesar de la desnudez del cuarto, y de las ningunas comodidades que él ofrecía, el café que allí se tomaba era tan bueno y los guisados que allí se comían eran tan gustosos que siempre el café tenía concurrencia; pero ya se sabía que siempre era ésta decente y juiciosa porque el dueño del cafesito de San Juan no habría consentido por nada en el mundo admitir en su casa borrachos o pendencieros.
Al llegar enfrente de la puerta del café, el hombre que iba adelante se paró y sus compañeros lo imitaron; entonces bajando un poco el emboce de la capa arrojó una mirada rápida al interior del cuarto. Dos hombres cenaban sentados tranquilamente en una mesa: el primero era un joven de unos 25 años de edad, tostado por el aire del mar y por los rayos del sol; su aire era franco y abierto y su fisonomía no carecía de cierta gracia y belleza varonil; el que le hacía compañía parecía ser un otro marinero inferior a él.
Como el embozado se disponía a seguir su camino, los dos marineros salieron del cafesito, después de pagado su escote, y la voz agasajadora del dueño del café, pronunció estas palabras.
¡Buen viaje, siñor Lostardo! Addio Piero.
Los marineros les respondieron a su vez, y pronto el ruido monótono y firme de sus pasos resonó en la calle desierta, ese paso del marinero donde parece que hay algo de extraño, como del hombre que poco habita la tierra.
Estos cinco personajes continuaban a bajar hacia la orilla del mar, cosa que no demandaba mucho tiempo en la pequeña ciudad de Montevideo.
Pronto llegaron frente a esos sombríos edificios de piedra llamados las bóvedas; allí el más alto de los tres embozados de capa, hizo señas de parar a sus dos compañeros que obedecieron a su mandato, y él continuó solo, en seguimiento de los dos marineros.
Los dos italianos andaban en silencio y su sombrío acechador, apenas asentaba el pie sobre las lisas piedras de la calle con miedo de ser notado.
Una vez pasadas las bóvedas, bajaron todos tres a lo que hoy se llama el muelle de Lafón; es este un grande malecón de piedra que facilita el embarque y desembarque de los diferentes productos que forman el comercio del país.
Sobre este muelle están establecidas algunas de las oficinas del resguardo, prolongándose a la derecha hacia la plaza llamada de la Aguada; y dejando a su izquierda el muelle.
Los lugares en que nos acompaña el lector en este momento son en extremo bulliciosos de día pero de noche reina un profundo silencio: de día, el ruido del tráfico mercantil, los juramentos y las desvergüenzas en todos los idiomas, porque de día aquellos sitios son el verdadero receptáculo del cosmopolitismo y muy embarazado había de verlo quien pretendiera reconocer la nacionalidad en aquella nueva torre de Babel. De noche todo enmudece y se tranquiliza; los silbidos amenazantes del huracán, o el blando murmullo de las olas y las ráfagas de la brisa que trae el eco lejano de la canción del infatigable pescador, el ruido monótono de los remos de algún bote; la errante cantinela de algún descansado marinero y de rato en rato la voz del sereno que canta la hora y el ¡«quién será»! de los vigilantes centinelas que guardan la costa.
Llegados al muelle de Lafón los dos marineros, se dirigieron al lugar donde su bote había quedado amarrado. Después de investigar un poco, Pedro dijo al que parecía su superior:
—Non lo trovo mai ¡per Dio!
Lostardo, a quien estas palabras eran dirigidas, iba a responder sin duda: cuando detrás de una de las casillas del resguardo se oyó un silbido; éste fue contestado con otro igual y casi al mismo tiempo una gruesa piedra acertadamente dirigida vino a dar de lleno en la frente del joven patrón que cayó al suelo anegado en su sangre ¡y sin poder dar ni un gemido!
Su compañero pronunció una horrible blasfemia y echó a correr gritando socorro; en aquel momento un hombre bajito y de gruesas formas, salió detrás de la orilla más próxima y acercándose al herido sacó de los bolsillos de éste, que yacía sin movimiento y sin sentidos, algunos papeles que guardó cuidadosamente, y tornose a ocultar con presteza, porque una porción de gente, corría hacia el lugar donde estaba Lostardo.
Pedro lo levantó ayudado por los otros y un oficial que parecía llevar la voz de mando los gritó:
«Al hospital el herido».
En efecto; la comitiva principió a alejarse, y en breve un profundo silencio sucedió al ruido que por un instante había turbado la tranquilidad de aquellos sitios.
El hombre bajito oculto detrás de la casilla, salió entonces, y el alto embozado en la capa a quien seguíamos desde la Plaza Mayor, salió también de los arcos de un oscuro portón desde donde había asistido como testigo ocular a todas las escenas que acabamos de describir; pasadas todas con una indecible rapidez.
La luna que poco antes se encontraba velada de ligeras nubes, reapareció más luminosa y serena, por eso mismo. Los dos hombres se aproximaron uno al otro; el encapado abrió enteramente el embozo, y la luna dando de lleno en su rostro, mostraba un hombre de unos cuarenta años de edad, sus cejas negras espesas juntas, y un rostro largo, macilento, y de color acobrado; ojos grandes y verdosos que brillaban en la oscuridad como los ojos de los gatos; no carecía de cierta dulzura en el mirar, mas según en las circunstancias en que de hallaba el individuo, o los sentimientos que la animaban, su mirada se volvía vidriosa, y un algo de sangre, de odio y de atroz, se reflectaba en ella. Grandes bigotes cubrían unos labios amoratados y finos, que cuando se abrían daban paso a unos dientecitos blancos y puntiagudos, semejantes a los de los negros minas. Debajo de su sombrero se ocultaba una frente achatada y estrecha, donde era imposible divisar el menor destello de inteligencia o de nobleza; y si hubiera descubierto su cabeza, un frenologista diría al verlo que ¡era la cabeza de un famoso asesino!
¡Este hombre era el Presidente Oribe! En cuanto al individuo oculto tras la casilla, y que con tanto acierto acababa de poner a Lostardo en manos de los cirujanos, y de apoderarse de sus papeles, al pálido reflejo de la luna, el lector podría distinguir en su rostro barbudo, una cicatriz tan extraña que parecía dividirle la cara en dos.
¡Esto equivale decir que era Caccioto...! Y Caccioto era el bombero de confianza, el confidente particular del Presidente Oribe.
Llegados uno a la par de otro, Oribe se sentó sobre una grada de piedra, y Caccioto quedó en pie a corta distancia con su pesada gorra de piel de oso encasquetada; porque aunque aquellos dos hombres, estuviesen colocados en tan diferentes posiciones sociales, no por eso sabían menos en su conciencia, que el crimen los igualaba, y que allí no había presidente ni marinero, sino dos malvados. —Muy bien Caccioto, —fueron las primeras palabras de Oribe a su digno confidente. Unas de aquellas raras y extrañas sonrisas, vino a entreabrir los labios severos del hombre, y respondió con un tono de falsete: —¡Un tantino, mio caro patrone!
Oribe continuó: —Eres un famoso tirador de piedra, creo que le diste en un ojo.
—¡No! respondió Caccioto, —sono certo que foi al mezzo de la testa.
—¡Ah! ¡Bravísimo! pero vamos, ¡te apoderaste de sus papeles!
Caccioto llevó la mano al bolsillo de su cabestán y sacó una gran cartera de cuero negro. —Dopo il matino che lo seguiva Ecellenza, tuto el día, e cuando andó a la capitanía, e nella casa del consinatario ni fine sabea tanto come lui, tutos los negocios.
—¿Tienes el bote listo?
—Credo que sí.
—Avellaneda, ese infame unitario duerme a esta hora o espera su fiel Lostardo, ¡pero se engaña del todo! tú te presentas en lugar del tal tonto de Lostardo, llevas sus papeles que mejor prueba de que el otro delegó el mando en ti, a causa de su herida, que tú tendrás cuidado de decir que la recibió en una pendencia.
—¡Certo! replicó el bombero.
—Por lo demás, —prosiguió el presidente—, ya tienes mis instrucciones, creo que el viento es favorable, aprovéchalo para salir del Puerto y una vez ese unitario en manos del Restaurador, echa la balandra a pique.
Oribe se levantó para retirarse sin duda, pero Caccioto no se movía.
En aquel momento la luna dando de lleno en el rostro de aquellos dos pícaros, era fácil de ver la mirada socarrona y desconfiada del que tácitamente decía:
—«Mio caro padrone non andevo via senza il dinaro che me avete promeso» y los ojos centellantes de furor, de avaricia, y de odio de Oribe que le respondía:
—Si no me fueras necesario te mataría, ¡te destrozaría con mis uñas!
Un silencio significativo reinaba entre los dos. Oribe sacó una bolsa llena de oro, y la arrojó a los pies de su confidente, con un movimiento cólera indescriptible.
Caccioto a su vez, sentose sobre las anchas piedras del muelle Lafón, mientras Oribe de pie a algunos pasos de él, parecía el demonio del crimen que surgía por un momento en persona a la faz de la tierra.
El italiano sacó del misino bolsillo de su cabestán, una linterna sorda, y empezó a contar el dinero con todo sosiego.
Te he dicho, —le dijo Oribe temblando de ira, que el viento es favorable, y que sería prudente dar a la vela, porque puede Lostardo haber vuelto en sí, volver su compañero y...
Caccioto sacó en silencio del seno un ancho cuchillo de monte y lo volvió a esconder.
En su horrible lenguaje quería decir: si vuelve mientras estoy aquí lo asesinaré.
Después que hubo concluido de contar el dinero dijo:
—¡Questa e la meta!
—El resto lo recibirás en Buenos Aires cuando el salvaje unitario esté en manos del Gobernador. Otra sonrisa de Caccioto que respondía: —¡Ma! mio caro padrone, ¡credo que una carta de lla V. E.!...
Oribe sacó un papel del seno, y lo entregó a Caccioto; éste, acercándose a la luz de la linterna sorda, abrió el pliego y se puso a leerlo.
—¡Cómo! ¡Bribón!, exclamó el Presidente. Caccioto le contestó con su risita sarcástica: —Mismamente que il maior Montero que Rosas mandó fusilar a la Recoleta, ¡eh!....
—¡Pues qué! ¿tú sospechas de mí?
Caccioto por la primera vez quitose respetuosamente su gorra.
—Col perdone de la V. E. son precauciones qui prendo.
—¡Acaba! —le dijo Oribe furioso.
Caccioto bajó la escalera y sacó el bote oculto entre unas piedras, entonces levantó la voz diciendo a su amo y víctima al mismo tiempo, pues encontraba un placer en atormentarlo.
—Ahora me ne vado vero a la V. E. pero credo que no mancará il negocio.
Porque estás bien pago y seguro; contestó Oribe.
—¡Vero! —dijo Caccioto. Cuanto se fa uno pagar para hacer il bene, con piú razón per cometere un crimen, si deve domandare il denaro.
—¡Tú llamas un crimen entregar ese unitario! ¡Los unitarios no son hombres, son cosas!
La respuesta de Caccioto, fue una carcajada, tan horriblemente infernal y sarcástica que Oribe se sintió temblar ¡hasta la última fibra de su ser!
Un sudor frío le mojó la frente, rechinó los dientes y con una sonrisa feroz murmuró:
—¡Oh! yo me vengaré de ti, ¡italiano!
En ese momento Caccioto se alejaba reinando tranquilamente y pensando consigo: —No te serviré más; eres muy mezquino; Rosas es más malo que tú pero al menos arroja el dinero a manos llenas al paso que roba más que tú también.
El presidente quedó de pie sobre la muralla de piedra.
A lo lejos resonaron las once.
Una hora transcurrió aún, cuando en la rada se oía el rumor de la cadena de una ancora que retiraban del fondo del mar y mientras la lenta campana daba a lo lejos media noche y que la voz triste y uniforme de los serenos repetía la hora en medio de la ciudad dormida. La balandra Constitución salió del laberinto de buques que contenía en ese tiempo la pequeña bahía de Montevideo.
Como lo había dicho Oribe, el viento era bueno, y la nave impelida por él, pronto con todas sus blancas velas tendidas, empezó a deslizarse por las aguas semejante a la blanca garza que vuela de noche entre los juncos de la laguna.
Al ver alejarse la balandra, Oribe de pie sobre las piedras del muelle la seguía con vista torva, y melancólico; era su segundo crimen.
¡Era la segunda vez que vendía la sangre inocente!... a su pesar se estremeció y la memoria de Cipriano el amigo do su juventud y compañero de armas ¡le vino a la mente!...
De repente con un movimiento brusco tornose a embozar en su capa y empezó a alejarse con ese paso rápido del hombre que parece querer ¡huir de sí mismo! Por el lado opuesto que él se alejaba, dos hombres llegaban al muelle con andar vacilante... Uno de los dos traía vendada la frente y por su marcha se comprendía que sólo lo mantenía en pie ¡una de esas profundas e invariables resoluciones de la voluntad del hombre!
Al llegar a la orilla del mar su primera ojeada fue hacia su buque... no viéndolo, los dos, por su movimiento rápido dirigieron una mirada para fuera del puerto y pudieron ver la balandra ¡que se alejaba a toda vela!
El hombre de la venda, arrojó uno de esos gritos sin palabras donde la desesperación, el dolor y la rabia se expresa en una sola inflexión de la voz; ¡uno de esos gritos que parten el alma de quien los da y llevan una especie de pavor a quien los oye!
—¡Pedro! exclamó, per dio; stiamo venduto come due cane.
Lostardo, que el lector debe de haber reconocido en el hombre de la venda: hizo un movimiento como si quisiera precipitarse al mar, y alcanzar a nado su buque: pero Lostardo estaba al fin de sus fuerzas y de su coraje, su ser físico como su ser moral sufrían una horrible revolución y cayó sin conocimiento en los brazos de su fiel compañero.
En medio de una ancha plaza formada por un claro del bosque, estaban reunidos el Juez de Paz del Baradero con su gente y el gaucho Miguel.
Divididos en diferentes grupos aquí y acullá, los gauchos se divertían jugando los naipes; otros conversaban a media voz entre los árboles, el Juez de Paz que siempre se encontraba preocupado con su dignidad, sin querer asociarse con nadie, se aburría a las mil maravillas. El pensativo Miguel, se entretenía puliendo varillas de álamos, pero era este entretenimiento un disfraz con que según su carácter observador, él procuraba siempre penetrar a los otros.
En medio de la plazuela, ardían fogones a cuyo alrededor se asaban frescos y gordos costillares de carne y en un pozo lleno de brasas se podía distinguir una cabeza de ternera con cuero, que se asaba también.
A la orilla del río estaban diseminados tres o cuatro hombres con sus hachas en la mano a guisa de quien se preparaba a cortar leña, pero en lugar de trabajar como parecía su designio, estos hombres sólo se ocupaban de conversar, y como sus palabras y pensamientos pueden dar a mis lectores una idea del país donde pasan estos sucesos y demostrar claramente verdades que están hoy casi desconocidas aunque contemporáneas; nos entretendremos oyendo la conversación de los fingidos leñadores.
—Ha visto señó Julián; —decía un mocetón de unos 20 años a otro leñador, —que cosa tan sonza esta de estar aquí con el hacha en la mano, cuando no es posible todavía comenzar el corte de leña, pues los árboles están aún hojosos.
El sujeto a quien iba dirigida esta alocución respondió:
—Y velai, tres días que aquí estamos amolados con perdón de Ud. ño Simón, añadió dirigiéndose a aquel viejo que el lector recordará haber distinguido un instante la noche pasada en la estancia, que se describe en el primer capítulo de esta obra.
El viejo movió la cabeza con desdén y continuó con los ojos fijos en el agua corriente.
El otro prosiguió:
—¿No era mejor estar trabajando en la estancia o asistir a la función del pueblito a causa del papel que mandó el viejo? —¡Bien haya amigo Santiago, el hombre! Pucha que dende que él está de gobernante nosotros los campesinos estamos en el candelero.
—Es verdad, contestó el que había dado principio a la conversación, y ahora si que nos respetan los puebleros; ¡cajetillas del diablo! ¡que antes ni por un demonio se querían poner chaqueta! aver que ahora andan de poncho y diz que el viejo va a dar orden para que mesmo en Buenos Aires anden ¡tuitos de chiripá y calzoncillos! ¡cosa linda ha de ser, ver a todos los tinterillos de gauchos!
Una risada general acogió esta salida, sólo el viejo Simón estaba serio.
El mocetón animado por esta aprobación se dirigió al viejo.
—Apuesto que ño Simón no me oyó por eso se quedó mustio.
El viejo levantó lentamente la cabeza y miró a su interlocutor de pies a cabeza, como se dice vulgarmente; después dijo con calma:
—Te oí bien Santiago, ¿qué hay con eso?
El otro replicó:
—Como no señó Simón.
—¿De qué?
—Pues no halla Ud. gracia, ¡ver los cajetillas de poncho y chiripá!
—¡No! no me hace gracia eso porque mira tú, si viniera un gobernante pueblero y quisiera mudar nuestro modo de vestir, a nosotros no nos había de acomodar, porque dende chicos así nos enseñaron a vestir; pues lo que no quieras para ti, no quieras para tu prójimo.
—Sí, respondió Julián; pero los puebleros son unitarios y los unitarios no son nuestros prójimos porque diz que el Papa los descomulgó.
Simón sacudió la cabeza con su desdén habitual. Santiago añadió:
—Ño Simón, es medio amigo de los unitarios.
—Yo soy amigo de mis paisanos, respondió el viejo.
—Sí, pero los unitarios, ya ha dicho el viejo en su gaceta que no son argentinos.
—Sí: —dijo Simón con amargura— ¡son judíos! y los que peliaron sobre los Andes y entre los Andes, ¿qué eran?
—¡Eran porteños!, dijo Santiago.
—¡Y Lavalle, Suárez, Díaz, Videla Olavarría! ¿qué eran? Esos que llamas unitarios ¿qué son?
—Sí, ¿pero pa qué son ahora enemigos de la Patria?
—Y sin ellos, ¿tendrías vosotros Patria, hoy?
¡Ah! dijo Julián; ¡siempre que existiera el viejo! Ninguno más patriota que él.
Simón descubrió su pecho cruzado de honrosas cicatrices y dijo: —¡Estos son recuerdos de la Independencia de la América y de la libertad del Uruguay! Desde 1810 hasta el año 28, no supe nunca lo que era descanso... He conocido todos los jefes y soldados del ejército de los Andes, he asistido a todas las victorias y derrotas... ¡nunca vi en ellos al gobernador Rosas!
¿Y eso que quiere decir? preguntó Julián.
Nada, dijo bruscamente Simón.
—Este señó Simón, continuó Santiago, es enemigo de la federación... ¡¡¡y hasta del viejo!!!
—¡No lo permita Dios! dijo Julián.
—¿Por qué? preguntó el viejo, con sosiego.
—Porque...
—¡Me matarían! continuó Simón. —¿Qué me importa vivir o morir? ¡Lo que yo deseaba nunca he de ver!
—¿Qué deseaba Ud?
—¡¡¡Paz!!! respondió el anciano en voz grave. ¡Si, cuando los españoles nos derrotaban en Cancha Rayada, o huían ellos mismos en Suipacha, yo hubiera sabido lo que habría de suceder más tarde!... ¡no enristraba ni una sola vez la lanza! ¿Para qué? ¡Para ver hoy matarse hermanos contra hermanos!
—¡Pues a mí no me importa nada de eso! dijo Julián; gobierne el viejo y ¡viva la Federación!
—¡Ah hijito el mozo federal!, dijeron los otros gauchos presentes en la contienda.
El viejo bajó la cabeza en silencio y ahogó un suspiro pronto a escaparse ¡del fondo de su corazón! Era un antiguo soldado de la Independencia, un guerrero de Mayo que había visto las carnicerías de Moquegua y de Forota, y había cantado el "Oíd Mortales..." ¡en la cuesta de Chacabuco y al Sol de Avacucho! Era Simón un pálido recuerdo de los hombres de entonces; había militado bajo los Balcarceses, ¡hoy muertos en el destierro...! viejos paladines de la Libertad que huyendo del tirano, encontraron una tumba en la tierra extraña donde fueron a dejar sus restos a la sombra del insulto, ¡por lo menos!
Simón había cargado mil veces lanza en ristre, a la voz mágica de Belgrano, ¡y por fin lo había visto colocar en su féretro de gloria, envuelto en la Bandera Nacional! Había conocido al severo San Martín ¡y visto a Bolívar!
Los colosos de la América, todos eran familiares a la memoria de Simón.
¡Todos estaban grabados con caracteres indelebles en su mente! ¡La cruz de Salta!... la cima de los Andes, el fragoso Perú, el ardiente Quito, las fértiles campiñas Orientales más tarde, todos eran lugares que el vela sin cesar, ¡poblado de sus héroes, de los patriotas y soldados de la Patria!
El oscuro salvaje Rosas, cabecilla de ayer, que jamás aspiró el humo de la pólvora ni oyó el estridor de los aceros de la pelea, ¡sólo le inspiraba horror y desprecio! Él, ¡Rosas! el profanador de los sagrados dogmas de Mayo, el perseguidor atroz de la virtud y del talento, ¡el que había clasificado de unitario a todo aquel que la riqueza o el mérito favorecía!
La conversación continuó:
—Vea Ud., dijo Julián, que pasaba por el exaltado del pago, es preciso ser un unitario muy taimado para llegar los bienes que el viejo ha hecho al país; ahí está el decreto que mandó el otro día diciendo de que todo gaucho es hombre libre y puede ir a la votación y de ahí también que siempre que un federal neto precise de caballos, puede tomarlos, no importa la marca y aunque lo demande al Juez, diciendo que es para servicio de la santa causa no le hacen nada ¿y que dice Ud. a esto ño Simón?
—Digo, respondió el viejo, que para que vosotros fueseis hombres libres eligieseis por vosotros mismos las autoridades del país es que nosotros los soldados de Mayo derramamos nuestra sangre. ¿Qué cosa nueva viene a decir el gobernador?
Mire amigo, dijo Julián, mejor es no platicar del viejo porque ¡Ud. me hace calentar!
Y esto diciendo empezó a acariciar el cabo de su puñal.
Simón sin hacer caso de su amenaza continuó: ¿Qué estamos nosotros haciendo aquí?
—Eso es lo que digo yo, interrumpió Santiago, ¿qué diablos hacemos aquí nosotros?
—Estamos aquí por mandato del viejo, ¿o el Juez nos quiere apacentar solamente?
—El misterio no tardará en reventar, dijo Simón, sacudiendo la cabeza como quien está convencido de que Rosas no daba un sólo punto sin nudo.
En aquel momento salía de detrás de una isla la proa de la balandra Constitución que las vueltas del Río y las islas que en el medio de él surgían, habían impedido ver hasta entonces.
—¡Barco! gritó uno de los hombres que estaba en la orilla; y Julián a esta voz desapareció detrás de los árboles y entrando en la plazuela se acercó al oído del Juez de Paz, y después de decirle algunas palabras secretas, volvió a su puesto no sin que esta maniobra fuese percibida por Simón; así cuando Julián volvió sus ojos se encontraron con los del viejo, y por uno de aquellos movimientos internos espontáneos, cada uno de ellos sintió que enfrentaba su enemigo. Porque el odio como el amor tiene sus instantes únicos en la vida, instantes en que es irresistible la impresión que recibimos y en que una muda pero tácita revelación tiene lugar.
Así que Caccioto enfrentó los leñadores, como en aquella parte del río desde el buque podían cogerse las ramas de los arboles, él les preguntó:
—¿Hay carne fresca?
Julián tomó la palabra.
—Pues no amigo: cuanto quiera.
Rápido como el rayo, Caccioto ayudado de los marineros bajó las velas y largó el cable a tierra para que amarrasen la balandra; porque es el modo de fondear en los ríos, cuando el tiempo es sereno, y no hay peligro de temporal.
La mujer de Avellaneda seguía estos movimientos con inquietud; cuando la noche de su partida habían visto llegar a Caccioto en lugar de Lostardo, su temor había sido sumo, pero los papeles del joven patrón que el otro traía consigo parecían una garantía de que era un amigo de Lostardo, quien por sus heridas estaba inhabilitado de poder dirigir la embarcación la cual por otra parte no podría demorarse en el puerto.
Así, Avellaneda había creído lo que muy hábil y astutamente le había contado Caccioto; pero su mujer sintió una especie de angustia que muchos llaman presentimiento y que raras veces engañan: Así, ella no perdía movimiento al patrón y al ver la balandra amarrada a tierra se acercó a su marido instintivamente como si temiera verlo desaparecer de su lado.
Avellaneda, por su parte, no estaba tranquilo y sus ojos fijándose en los de su mujer le decían que tomaba por imprudente la conducta del patrón.
Así, llamó a éste aparte y le dijo:
—Creo que Ud. haría bien en desamarrar y seguir río arriba.
—¿Porqué? preguntó el genovés —Avellaneda repuso —porque yo soy un proscripto, como Lostardo, debió decirle; esta gente puede querer saber quién es el pasajero que Ud. lleva; mi nombre es demasiado conocido y de esto puede resultarme un mal muy grande, tal vez perder mi vida o cuando menos ser conducido como prisionero.
—¡Oh! —dijo el bombero— osté está baco il pabillone di Montevideo e dopo no stiamo a la guerra per ahora.
—Eso es lo de menos —dijo la mujer de Avellaneda, el Presidente Oribe y su digno amo don Juan Manuel Rosas, no se paran en medios.
Caccioto dijo, afectando indiferencia:
—Entonces voy a tomar la carne in terra con lo marineros e andiamo, ¿eh?
—Sí, —respondió Avellaneda, hará Ud. bien y lo mejor era no tomar cosa alguna.
Caccioto hizo como que no le oía y dando su silbido semejante al del muelle de Lafón, puso la tabla a tierra y bajó con los marineros en busca de carne...
Una vez en tierra, internose con los hombres en la plazuela acompañado de los marineros.
Un hombre quedó el último en la orilla del río; éste dando una ojeada en torno de sí, miró luego para los pasajeros y encontró sus miradas inquietas fijas en él; entonces el hombre cruzando los brazos hacia atrás a la manera de los presos hizo señas a Avellaneda y desapareció entre los árboles.
Este hombre era Simón, que al ver al proscripto Avellaneda, como hombre habituado a las revoluciones, conocía también las tramas de la tiranía y de un golpe adivinó todo, tanto más cuanto conocía a Avellaneda personalmente por haberlo visto el año 28, cuando este mozo sólo con la edad de 26 años, había sido nombrado primer ministro de gobierno.
Mamá, dijo el niño Adolfo con aire de zozobra, ¿has visto el viejo que iba detrás de todos lo que hizo?
Sí, —le contestó su padre, ¿y qué entiendes por eso?
Papá; ¡con las manos amarradas atrás llevan a los presos! Y al decir estas palabras, Adolfo empalidecía mirando a su padre porque su precoz inteligencia, le enseñaba el riesgo que en aquel momento los amenazaba.
¡Adelaida! —dijo el doctor a su mujer— sea lo que quiera, que el Señor nos envía, te recomiendo a mi hijo... y ¡ten resignación!
Adelaida pálida y casi sin aliento apretaba las manos de su marido entre las suyas heladas y mojadas de un sudor frío.
¿Tú temes algo? —le preguntó ella a media voz.
El doctor la miró tiernamente, porque la pobre mujer con aquella pregunta quería encubrir sus propios temores que se traicionaban hasta en el mover de sus labios.
Después de un corto intervalo, el Juez de Paz con algunos hombres y el patrón de la balandra subían por la tabla.
Adolfo se acercó a su padre pasando su manecita alrededor de su cuello y fijando sus ojos en los recién venidos.
Avellaneda tomó un aire indiferente y Adelaida con aquella fuerza de carácter que poseía y de la cual ya hemos hecho mención, serenó las veloces palpitaciones de su corazón y miró agradablemente a aquellos, cuya sola vista le helaba de pavor, hasta la última gota de su sangre.
El Juez de Paz los saludó con indiferencia; ellos correspondieron del mismo modo.
Los semblantes anunciaban la curiosa impaciencia de ver llegar el fin de aquel drama, por parte de los satélites del tirano, mientras que las víctimas destinadas al sacrificio, apenas ocultaban su terror.
El Juez de Paz, pidió sus papeles al patrón y éste sin resistencia los entregó, después de examinarlos en silencio se los devolvió y pidió su pasaporte a Avellaneda; éste sin inmutarse se puso de pie y le dijo:
—No tengo pasaporte, traigo sólo conmigo la orden de deportación a Corrientes.
—¿Su nombre de Ud? —replicó el Juez.
—Valentín de Avellaneda —dijo el proscripto, con un timbre de voz tan sonoro y lleno, que impuso respeto a los que le oían; y en seguida como si se envaneciera de cuanta virtud y saber encerraba aquel nombre, posó una mirada serena y majestuosa por los que le rodeaban...
Una corta pausa sucedió... El Juez volviéndose a él, le dijo —baje Ud. a tierra.
—No es posible —contestó Avellaneda— soy proscripto de Buenos Aires, desterrado a perpetuidad y mi cabeza está puesta a precio; conozco perfectamente cual sería mi suerte al poner el pie en tierra.
—Luego ¿Ud. confiesa que es un salvaje unitario? —preguntó el Juez.
Avellaneda se sonrió. —He dicho tan sólo que soy un proscripto, cosa que Ud. sabe también como yo.
—¿Pues aquí no corre Ud. el mismo riesgo?
Estoy bajo el pabellón Oriental y si estoy condenado a caer en manos de mis contrarios, quiero por lo menos que me prendan a bordo de un buque perteneciente al Estado del Uruguay y en el cual flamea la bandera de su nacionalidad.
El Juez de Paz se mordió los labios, y volviéndose a su gente les dijo:
—Amigos: ¡el salvaje unitario Avellaneda, el enemigo taimado de la Patria y de la santa causa de la Federación, en fin, atentador del sosiego público y de la preciosa vida de S. E. el ilustre Restaurador de las Leyes, está delante de nosotros! Apenas acababa de pronunciar estas palabras un grito uniforme le respondió:
¡Mueran los salvajes unitarios!
¡Viva el Restaurador de las Leyes! Y todos los caudillos desnudaron sus armas y los rostros tomaron un aspecto amenazador.
—Amigos —continuó el Juez, hace tres días que S. E. os ha dado una prueba nada equívoca de su amor de padre, correspondámosle como hijos; entreguémosle su enemigo.
¡A muerte el salvaje unitario!— gritaron todos aquellos engañados campesinos, y Julián el más atrevido de entre ellos alzó el brazo sobre el proscripto; pero una mano de acero le comprimió la garganta, haciéndolo retroceder al centro del grupo de donde había salido.
Julián todo aturdido procuraba desasirse de aquella especie de collar de hierro y apenas libre de él, volvió el rostro espumando de coraje y encontró la mirada profunda y serena de Miguel.
—¿Porqué se mete Ud. en lo que no debe? dijo Julián conteniendo apenas su furor.
—¿Porqué levanta Ud. el brazo armado sobre un hombre indefenso y desarmado? ¿Sobre un hombre que ya pertenece al señor Juez de Paz? —respondió Miguel.
El Juez de Paz que nunca olvidaba que en la comedia de la vida, él representaba un papel importante, alzó la voz imponiendo silencio; agradeció a Julián su celo que sin embargo tachó de imprudente y aprobó la acción de Miguel.
De esta manera no descontentó a ninguno al paso que tampoco dijo cosa que valiese de nada. A ese respecto el Juez de Paz era hombre entendido porque no desconocía ese lenguaje embrollado de la insignificancia, que Shakespeare ha calificado, también en su Hamlet.
¡Palabras! ¡Palabras! ¡Palabras!
Como lo había dicho Miguel; Avellaneda pertenecía ya al Juez de Paz, pero era necesario el aparato y llevarlo amarrado, requisito sin el cual no se hacía nada bueno.
Entonces dio orden a dos hombres que eran Santiago y Julián, de apoderarse de Avellaneda.
Adelaida se arrojó casi desmayada a los brazos de su marido que ella amaba con pasión, derramando un torrente de lágrimas. Adolfo cuyos instintos de hombre empezaban a revelarse había tomado un grueso bastón y con el rostro encendido de ira, los ojos llenos de lágrimas se colocó delante de sus padres, como si sus débiles fuerzas bastasen a salvarlos de los males que les amenazaban.
Julián fue el primero que se movió y Adolfo descargó su palo sobre él. El campesino furioso alzó su cuchillo sobre el inocente y valeroso niño, que tan naturalmente procuraba defender a sus padres. Julián con los ojos centellantes, iba a descargar el golpe cuando por un rápido movimiento se sintió retener el brazo de manera que la presión era tan fuerte que parecía quererle quebrar el hueso.
Estaba muy reciente el recuerdo para poder desconocer la fuerza hercúlea que lo doblegaba de nuevo.
Los ojos del imperturbable Miguel volvieron a encontrarse con los de Julián, pero por esta vez, Miguel temblaba de indignación.
—¡¡¡Cobarde!!! —fue la palabra que sus labios convulsos pudieron proferir.
El Juez intervino de nuevo y a pesar de las lágrimas de Adelaida y de su hijo vencido por su natural flaqueza de niño; Avellaneda, buen y honrado ciudadano, fue conducido a tierra amarrado como un malhechor.
A pie por medio del campo rodeado de los dos seres que tanto amaba, emprendió su marcha entre dos filas de hombres a caballo armados de tercerola y sable desnudo en la mano.
A cuatro leguas de la margen del Paraná en medio de una de esas selvas o florestas que en el lenguaje de los campesinos llaman islas, vense aún esparcidas las ruinas parduzcas y desiertas de un monasterio, que según tradición del país era una fundación de los primeros Jesuitas que vinieron poco después del descubrimiento del Río de la Plata por Solís.
Haría por lo menos dos siglos que la desierta capilla del monasterio era sólo habitada por las fatídicas lechuzas y que sus anchos y sonoros claustros estaban solos y pavorosos como las tumbas de los muertos.
El tiempo sereno y agradable había sido sucedido por un aire tempestuoso y de lluvia; el cielo azul y brillante por las negras nubes de la tormenta, así como en la vida del hombre se truecan las horas de placer en llanto, las risas en dolores, las esperanzas brillantes, en amargas realidades.
La noche había llegado oscura y amenazadora, un viento caliente del norte, soplaba con violencia agitando tumultuosamente las robustas copas de los anchos ombúes, las frentes elevadas de los álamos, las negras ramas del ciprés; el trueno retumbaba en medio de la selva, relámpagos de fuego entreabrían las negras nubes que giraban en enormes grupos por el espacio.
Los rugidos del jaguareté, los aullidos de los perros montaraces, los balidos de los tímidos corderos y una infinidad de ecos lúgubres o pavorosos se mezclaban sólo a la voz profunda y majestuosa de la tormenta que se acercaba como la tremenda maldición de un Dios irritado.
Sin embargo, en el monasterio abandonado sucedía un rumor inusitado; bajo su techo desierto, la vida, este negro drama cuyo límite de cada día es la eternidad; ostentaba sus escenas, y en corto cuadro era la copia fiel del mundo.
Llantos, risas, opulencia, miseria, vicio, virtud, compasión, indiferencia, todos unían allí sus opuestos colores, todo se mezclaba en pequeño grupo para dar la idea exacta de los elementos de que se compone nuestra humana existencia sobre la tierra.
En medio de la Iglesia levantada, otrora como homenaje de la divinidad, ardía una grosera hoguera cuya amarillenta llama esparcía triste claridad en derredor; las naves laterales yacían en profunda oscuridad esparcidas al pie de las columnas que la sustentaban, hombres de pie con la tercerola en la mano, estaban silenciosos e inmóviles como las viejas estatuas de los despojados santos que aún permanecían en los nichos de sus altares. Casi enfrente del altar mayor donde sólo había quedado una cruz colosal con el Cristo crucificado; sobre un poco de paja estaba recostado un hombre, pálido; cargado de cadenas, pero cuyo rostro sereno y noble sólo revelaba su profunda compasión por los dolores de los dos seres que tenía a su lado; eran estos una mujer pálida y desgreñada, cuyo rostro desfigurado, ojos llorosos y miradas vagas, revelaban una de esas desesperaciones que el corazón humano no es bastante a contener; y un niño arrodillado y que comprimía sus sollozos, oraba con las manecitas cruzadas sobre el pecho, ¡con aquel inocente fervor de la cándida niñez!
¡Era ésta la familia Avellaneda!
De cada lado del altar otros dos hombres armados guardaban el preso.
Eran estos dos individuos, un viejo tostado y ennegrecido por el sol, cuyo rostro varonil y marcial revelaban el antiguo soldado.
Su estatura más que mediana, sus miembros fornidos, era el tipo de uno de esos hombres como ya no hay hoy; su rostro era largo y huesudo, su nariz aguileña, su boca bien cortada y franca, la frente alta y apenas coronada por algunas raras mechas de cabellos más blancos que las nieves eternas que coronan el Chimborazo; sus ojos grandes, negros, tenían una tristeza particular; parecía al mirar aquel hombre que era extraño a cuanto lo rodeaba y que su pensamiento siempre estaba en otros lugares o remontando a otras épocas pasadas y lejanas.
Era el viejo Simón.
El otro era un joven de cabellos rubios, de ojos tristes, azules, que en aquel momento eran más tristes todavía y que parecía concentrar todas sus facultades en oír las palabras graves que lentamente pronunciaba Avellaneda.
Sus miradas iban de uno a otro de aquellos tres personajes y después las volvía hacia Simón, y los ojos del antiguo lancero encontrándose con los suyos, tenían tal aire de simpatía por él y por aquellos tres infortunados, que Miguel, pues era el mismo, sentía una especie de revolución extraña en sus ideas y manera de ser.
El silencio de la capilla era profunda, la voz sonora de Avellaneda, era la única que resonaba con las últimas palabras que profería para los suyos. Afuera, los aullidos de las fieras del bosque, el silbido del viento entre los claustros como un gemido de muerte y el eco del trueno retumbando en la llanura vecina... En el primer claustro ardían hogueras y el resto de la gente del Juez de Paz jugaba y bebía reventando de rato en rato una viva carcajada satánica y burlesca.
Los sollozos del niño Adolfo, los ayes dolorosos de su madre, completaban este cuadro que no basta mi pluma inhábil a trazar con todos sus claros y oscuros.
—¡Adelaida! —decía el preso— serena tu corazón y vuelve los ojos a ese Dios de bondad que él te dará fuerzas con que sobrellevar este golpe: su mujer sacudió la cabeza con incredulidad.
—Es la última noche que pasamos juntos —decía Avellaneda— y es necesario emplearla mejor que en llorar. Yo necesito que ustedes me presten atención y recojan mis últimas palabras, porque ellas y mi bendición de esposo y de padre es lo único que les puedo legar.
—¡Oh!, tú no morirás, —exclamó Adelaida dolorosamente. —¡No! Aparta de mi mente ese horrendo cuadro, yo imploraré, yo rogaré, me arrastraré a los pies de ese hombre.
—¡No! —dijo Avellaneda— será todo inútil, mi muerte debe estar decretada, y Rosas no sabe qué cosa es la piedad. Deja que se cumpla mi destino; tú debes conservarte para nuestro hijo; ¡no me lo dejes completamente desamparado sobre la tierra...! él te recordará los días que hemos pasado juntos en el mundo, ¡en él revivirá mi nombre y mi recuerdo!
Y al decir esto, besó a Adolfo en la frente.
—Papá; ¡déjame morir contigo como el hijo de aquel valiente capitán, que fusiló Rosas, en San Nicolás de los Arroyos, junto con su padre! —decía el niño.
—¿Qué dices Adolfo? —No, hijo mío; vive para consolar a tu madre y para vengar un día tu patria, si es que ese tirano que hoy la despedaza no ha caído ya en holocausto de tanta sangre como ha derramado.
—¡Oh, papá! ¡Cuánto odio a ese hombre!
—No odies el hombre —respondió el preso— detesta el tirano de tu patria; no lo odies porque asesina a tu padre, al fin yo no soy más que un miserable grano de tierra, detesta en Rosas, el opresor de tus paisanos, el enemigo de la ley, del honor, de la virtud y cuanto noble y buena tendencia tiene el corazón del hombre; cuando llegues a serlo, no persigas a ninguno de su familia, porque ellos no tienen la culpa de sus crímenes. Adelaida —prosiguió dirigiéndose a su mujer — que el ejemplo de tu marido que va a perecer en el cadalso, no te haga infundir egoísmo y dureza en nuestro hijo; críalo como hombre, enséñalo temprano a luchar contra la opresión, enséñalo a considerar en cada semejante un hermano. Adolfo —dijo volviéndose a éste—, mira que todos los hombres son hermanos; nunca niegues a tu semejante aquel amparo o servicio que exija de ti, sé generoso con todos, parte tu pan la mitad para ti y la otra para quien veas que lo necesite.
Sigue la carrera de las leyes, pero no con el fin de enriquecerte; no defiendas sino aquellos que en tu conciencia reconozcas justos y no llores dinero a los pobres sino aquel muy absolutamente preciso para no hacerte daño a ti mismo. Nunca seas juez para no verte obligado a firmar la muerte de un hombre: eso es bárbaro y antihumanitario.
Nunca seas fiscal porque el papel de acusador es infame.
La defensoría de menores y esclavos es la más bella colocación posible, aspira a ella y ve de obtenerla para ser verdaderamente el apoyo de los desvalidos...
Adolfo oía a su padre con una especie de veneración religiosa, en tanto la desesperación de Adelaida aumentaba gradualmente, al paso que más y más profundizaba la horrible pérdida que hacía en un esposo adorado y en un hombre de tan altas virtudes, que difería tanto del común de los individuos. Desde que naciste, hijo mío — prosiguió el doctor— me ocupé de escribir un tratado particular para tu educación moral, está entre mis papeles y ruego a tu madre que si puede salvar nuestro equipaje te enseñe a leerlo todos los días y te explique constantemente aquellos puntos que tú no entiendes, siguiendo las máximas que yo he trazado para ti, allí darás la mejor prueba de respeto y amor a mi memoria.
Cuando un día quieran echarte en cara mis cadenas y el patíbulo que me espera, recuerda que tu padre te dice ahora, últimos instantes en que te ve, que muero víctima de un tirano feroz y sanguinario, mis crímenes son: mi amor al país donde he nacido, un nombre sin mancilla y un poco de inteligencia que Dios ha querido concederme...
En aquel momento un trueno espantoso retumbó y un relámpago hizo empalidecer la luz de la hoguera, iluminando la colosal figura del Dios—hombre crucificado. Los silenciosos centinelas se santiguaron. La tormenta rompió enteramente en su furor.
Avellaneda a pesar de sus cadenas, medio se sentó sobre la paja, su hijo y su mujer lo rodearon con sus brazos y los tres quedaron unidos como un solo individuo.
Avellaneda continuó: —¡Nunca me han parecido tan dulces vuestras caricias como en este momento! Será porque es la última vez que mis ojos os ven, que oigo el eco de vuestra voz, que escucho las palpitaciones de vuestros corazones...
—¡Pobres! —dijo— reuniendo aquellas dos cabezas queridas sobre su pecho; yo soy el más feliz de los tres, yo voy a morir... pero vosotros que siempre vais a echarme de menos...
¡Oh, quién podrá nunca colmar el vacío inmenso que vos dejas! —prorrumpió su mujer. —¡Oh! ¡Dios no es justo cuando consiente al crimen triunfar de la virtud y de la inocencia!
Avellaneda no respondió, temiendo que su voz no traicionase las violentas emociones de su corazón. —Al fin era mortal, era joven aún, y dejaba tras sí, una existencia doméstica lo más feliz posible. Le costaba separarse y dejar abandonados sin consuelo aquellos dos seres tan amados.
Desde el momento en que les dijera adiós hasta el cadalso, siempre habrían de transcurrir algunos días, cuya soledad y amargura lo asustaban más que las bocas de los fusiles asestadas a su pecho.
El silencio volvía a reinar absoluto, cuando entró el Juez de Paz con otros personajes que habían venido del pueblo del Baradero con el fin de hacer un sumario al inocente Avellaneda. El proscripto pensó que su última hora había llegado.
Antes de que Rosas hubiera colocado en los fastos de la historia argentina los meses de abril y octubre de 1840, antes que despojándose completamente de todo velo de respeto a las leves y a la humanidad y hubiese patrocinado los horrores de la mazorca y el fusilamiento de los 57 primeros de Acintiá y Tucumán y acostumbraba a matar judicialmente sus víctimas haciendo tomar a sus particulares venganzas, el color de ejecuciones judiciarias; para eso había levantado el proceso del los Reinafés, sus incautos cómplices y el de don Domingo Cullen.
A la verdad que más vale en nuestra opinión este último partido de mostrarse cual es, que el infierno que antecedió la muerte del francés Bacle, y de tantos infelices a quienes hizo fusilar juzgándolos antes, por los tribunales que él manchaba y profanaba convirtiéndolos en ciegos instrumentos de sus maldades y venganzas.
Avellaneda pertenecía aún a esa época, en que Rosas temía mostrarse tal cual es, un salvaje asesino sediento de sangre y de riquezas hecho el amo absoluto de bienes y vidas, gracias a la manera con que ha sabido desenfrenar las masas bárbaras de un país conmovido y revolucionado aun por la declaración de la Independencia y habituado a una guerra sin tregua ni cuartel.
Consecuente con este infame sistema adoptado por su amor, el Juez de Paz así que se apoderó de Avellaneda, lo condujo a aquel monasterio en ruinas y convocó las autoridades del pueblo a fin de levantar una sumaria información cuyos fundamentos eran mentiras inicuas y atroces que tomaban reo al inocente pasajero que seguía viaje para Corrientes en la balandra Constitución.
El proceso de la nueva víctima del caribe, se fundaba primero en la declaración del patrón, en la misma que afirmaba el Juez que se había tomado también la parte de acusador, y en una serie de descabelladas presunciones, que ellos tomaban por otras tantas evidencias que deponían contra el acusado.
Cuando el Juez de Paz entró en la capilla con sus dignos acompañantes, mandó poner en pie a Avellaneda, sentáronse ellos en las gradas del altar, y para llevar a cabo la farsa principió el interrogatorio.
Acerquen a este salvaje unitario para acá, —dijo el Juez.
Dos guardias colocaron el preso enfrente a sus torpes verdugos y continuaron a sostenerlo porque el peso de cadenas con que lo habían cargado no le dejaba movimiento alguno, impidiéndole guardar un perfecto equilibrio en pie sin ayuda de los otros. De la manera cómo lo colocaron, quedaba frente a frente con la imagen de Cristo y fijos los ojos en aquel símbolo de la redención y del martirio, esperó sereno e indiferente el principio de aquella indigna ficción de la justicia.
Avellaneda cargado con los honrosos grillos de la tiranía, ante la figura de Dios—hombre crucificado, en tanto que sus sicarios volvían las espaldas al altar, parecía allí como el símbolo de la humanidad esclavizada demostrando toda la inutilidad del sacrificio y martirios del Cristo.
—Es usted —preguntó el juez— el salvaje asqueroso unitario Valentín de Avellaneda.
—Soy —contestó el proscripto— el doctor don Valentín de Avellaneda, abogado de profesión y amante de mi patria como debe serlo todo hombre de honor. —Juez. —Déjese usted de pataratas — usted es un salvaje unitario.
—Felizmente. —replicó el doctor— ni usted ni los suyos saben lo que dicen; en cuanto a su amo de usted, ese sabe perfectamente lo que hace y lo que dice, como sea conveniente a su sistema.
—No insulte usted al gobierno.
—Hace mucho tiempo que no hay gobierno en la República Argentina, sino un tirano atroz que la enluta y destroza.
—¡Y no poder degollar ahora mismo este hombre! —murmuró el Juez; de allí continuó en voz alta.
—¡Por qué ha venido usted al Paraná!
Porque era el camino para Corrientes.
¡Mentira! Usted venía a desembarcar con el fin de atentar a la tranquilidad del país y tal vez a la preciosa vida de S. E. el Ilustre Restaurador de las leyes.
—Acabe usted si es su intención hacerme fusilar ahora mismo, lo prefiero yo a escuchar tantas infamias y desatinos de la boca de un hombre que se llama ¡¡¡Juez de Paz!!! Título sagrado que está profanando el vil ejecutor de las venganzas de un déspota.
—¡¡¡Modérese usted!!!
¡Silencio! ¡Ciervos del Tigre Argentino!
¡Silencio! ¡A la voz del libre y del patriota! ¡¡¡Del hombre que lleva alta la frente y pura la conciencia, del hombre que marchará al suplicio más sereno que sus verdugos, más sereno que el monstruo que no podrá dejar de temblar azorado cuando sepa mi muerte!!!
Adelaida y su hijo de rodillas con las manos tendidas hacia el proscrito parecían implorar que no acelerase su muerte.
El Juez de Paz confundido con aquella palabra, rápida, vibrante y sonora, con aquella mirada noble y majestuosa que a su pesar le obligaba a bajar los ojos buscaba en su mente insultos y sandeces con que contrarrestar el lenguaje soberbio y soberano de Avellaneda.
Los dos hombres de cada lado del altar, les temblaba la carabina en el hombro.
Simón le parecía oír sus héroes Moreno y Castelli abogando por los derechos hollados del hombre.
Miguel por la primera vez de su vida comprendía el inicuo papel que había representado por ignorancia de verdades que ahora como rayos herían su dormida inteligencia y la despertaban de un golpe.
Mientras que Avellaneda apenas pudiendo sostener sus hierros, con el rostro animado, el ojo brillante, la sonrisa del desprecio en los labios parecía burlarse de sus acusadores y gozar del imperio absoluto que su alta inteligencia y su virtud le daban sobre aquellos bárbaros.
—Señores —dijo el Juez— están ustedes oyendo la audacia, la terquedad de hereje, taimado y sucio unitario, él insulta las leyes de la patria en la persona del Ilustre Restaurador de las Leyes; ¿qué más prueba de su contumacia? ¡Señores! No lo dudemos. Este vil, traidor y salvaje inmundo asqueroso unitario venía con el designio de asesinar a S. E. y revolucionar el país. ¡Señores! Firmemos el acta de acusación y una felicitación a S. E. porque la Divina Providencia se ha dignado conservar sus preciosos días, salvándolo de las asechanzas de este feroz y contumaz unitario.
Una carcajada sarcástica y feroz resonó en medio del silencio que hizo estremecer los circunstantes y que perdiéndose entre las arcadas de la iglesia parecía repetirse en cada uno de los ángulos.
Todos miraron en torno de sí agobiados, pero nadie sospechó que fuera ninguno de los que allí estaban.
Si hubieran podido penetrar las espesas sombras que cubrían el coro, habrían podido distinguir el bulto de un hombre que llevaba en la cabeza una gorra de piel de oso y una cicatriz en el rostro que lo hacía de una cara dos.
Hombre satánico que se burlaba de Dios y del infierno, del bien y del mal.
El Juez de Paz continuo: —Este debe ser algún salvaje unitario escondido entre estas ruinas.
Otra carcajada respondió a estas palabras.
Los campesinos empezaron a temblar azorados creyendo que sería el ánima de algún fusilado que andaba errante por aquellos agrestes sitios y todos principiaron a rezarle un padre nuestro en voz baja con el fin de su descanso eterno.
El Juez de Paz, a más de su superstición natural, temía ver su dignidad comprometida y temiendo si hacía otra alusión a los unitarios que otra nueva risada no lo comprometiera más y más, trató de que se firmaran los dos papeles, cuyo contenido era obra del mismo Rosas.
Después de firmados, volvió a sentarse y habló así:
Señores: nosotros podíamos hacer fusilar en el instante este monstruoso unitario.
Un sollozo de Adolfo interrumpió al Juez, al mismo tiempo, un rayo cayendo en algunos de los apartados aposentos del monasterio hizo estremecer el edificio hasta en sus cimientos.
El horror de la tempestad, los rugidos de las fieras y el sitio en que se encontraban tenía sumamente atemorizados los gauchos.
Sólo tres de entre aquellos hombres eran insensibles a vanos temores.
El viejo lancero, porque él había oído la voz de la tormenta entre los Andes, allí donde moles inmensas de nieve rodaban con estrépito al abismo y donde gruesas piedras volaban como simples granos de arena.
Miguel, porque su alma era más elevada y animosa y porque en aquel momento se operaba en él una de aquellas revoluciones extrañas que mudan un individuo totalmente en otro.
Y Julián, quien de un natural salvaje y feroz, ardía de odio y de venganza contra la familia del proscripto, contra Miguel y hasta contra el viejo Simón, que nada había hecho sino sorprender su acción en el bosque.
El Juez continuó:
Sin embargo, de los delitos de este asqueroso unitario que merecía la muerte ahora mismo creo que debemos entregarlo vivo en las manos de S. E.
¡¡¡Apoyado!!! —Contestaron las otras máquinas judiciarias.
—Yo mismo en persona quiero ponerlo a la disposición del Ilustre Restaurador de las Leyes.
—Estoy muy cansado de estar en pie —dijo el preso— acabe Ud. su farsa y déjeme descansado una vez que no muero ahora y que debo prepararme a probar todas las torturas que el tirano me imponga; bueno será contemplar mis fuerzas para que la diversión de los tormentos que me prepara, le dure más tiempo.
El Juez se levantó diciendo:
—Acomoden ese asqueroso unitario por ahí; múdense las guardias y téngase pronto para partir cuando yo lo ordene.
Avellaneda volvió a ser acostado sobre la paja, puso su hijo a su lado en tanto que su mujer de rodillas ante el altar se preparaba a pasar orando el resto de la noche.
Los centinelas fueron renovados y todo volvió a quedar en el más profundo silencio.
Cuando según la orden del Juez de Paz los centinelas fueron relevados, Miguel apenas libre de su tercerola, en lugar de procurar descansar como iban a hacerlo sus otros compañeros, salió al aire libre y como aquellas ruinas le eran familiares dirigiose a una especie de recinto que tal vez sirvió en otro tiempo de jardín o cementerio a los Jesuitas.
Miguel sentía su cabeza pesada, su corazón oprimido, el aire le faltaba a sus pulmones érale estrecho el claustro, necesitaba el viento que soplaba con violencia, necesitaba de encontrarse al descampado en medio del horror de la tormenta que la lluvia calase sus vestidos... Sentía, en fin la necesidad de aturdirse, para serenar el tropel de emociones y de ideas que lo agitaban.
Como todas las almas nuevas y timoratas, el joven gaucho, se veía por la primera vez de su vida en contienda con su conciencia.
Sus simples creencias se rompían de un golpe haciendo lugar a una multitud de reflexiones o incertidumbres espantosas para un hombre, que como Miguel, tenía una inteligencia bastante clara aunque inculta.
Al encargarse de aquella misión había imaginado en el doctor Avellaneda una especie de oso, y encontraba en él y en su familia seres interesantes y simpáticos... Corredor de los desiertos era también la primera vez que se le ofrecía a la vista un hombre encadenado.
Sobre todo, antes de conocer al proscripto él lo creía sinceramente un enemigo de la patria, un malvado, pero aquellos consejos de Avellaneda a su hijo, su noble lenguaje para con sus acusadores, todo confundía y martirizaba a Miguel.
Fatigado de alma y de cuerpo cayó al pie de un árbol con esa especie de abandono de un ser que sufre y duda de lo que hasta allí respetó como verdad.
Un relámpago de fuego brilló en aquel momento y Miguel pudo ver los cabellos argentados y el rostro triste del viejo lancero que se encontraba a su lado con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud meditativa y solemne.
—Sí las palabras que voy a proferir, hubieran de llevar mi cabeza al suplicio —dijo Simón— ni así mismo me callaría porque si no me engaño el caballo es de buena raza aunque le hayan dejado tomar malas mañas.
—Es verdad —contestó el joven— el mejor árbol tuerce el tronco cuando el vástago no se cría derecho.
—No sé si me habré equivocado joven, pero creo que Ud. tiene un buen corazón; esta mañana ha salvado delante de mí dos vidas que sin Ud. habrían sido infaliblemente sacrificadas...
La primera vez, —replicó Miguel— no hice más que cumplir con las instrucciones que se me dieron a respecto del preso; en la segunda seguí el impulso natural de todo hombre cristiano de defender al débil.
—¿Y cómo puede Ud. si es cristiano, haber llenado una comisión tan infame como ha sido la de contribuir a entregar este hombre inocente?
—¡Inocente!... ¡ah! desde que he conocido este hombre, que lo he oído hablar, estoy en la mayor confusión... ¡no sé qué creer!... Pues que el gobernador será como él lo llama... ¡¡¡Un tirano!!!
—Es verdad, joven; es un tirano espantoso. Si Ud. hubiera conocido los viejos de la patria vería la diferencia que existe entre aquéllos y este hombre que hoy está de gobernador en Buenos Aires.
—Yo nada sé señor, Simón: criado en el campo, viviendo siempre en el desierto, a nadie conozco y sirvo al gobernador porque es el único que me ha hecho algunos bienes, a él le debo mi caballo, mi apero, y siempre me está haciendo regalitos.
—¿Y dinero?
—Ha querido darme por diversas veces pero yo no lo he recibido nunca.
—Es Ud. más ignorante que culpado.
—Pero dígame señor Simón ¿es cierto que este hombre, este preso, es inocente?
¿No lo ha oído Ud. hablar a él mismo?
¡Es verdad! y dijo cosas tal y cual solía decir el cura en otros tiempos.
—¡En otros tiempos! —respondió el viejo con amargura— cuando los ministros del altar predicaban sólo la unión y el amor del prójimo: cuando no se gritaba en los púlpitos «¡Mueran los salvajes unitarios!»
—Pero dígame por su vida señor Simón ¿qué vienen a ser los unitarios?
—¿Ud. no ve Miguel que los unitarios o los que califican así son argentinos como nosotros?
—Sí por cierto; más son los puebleros.
—¿Y Ud. cree que el gaucho no es hermano con el pueblero?, ¿no ve Ud. que es la misma patria? Es también como decir que el hombre de color no tiene carne y huesos como el blanco y que no tiene iguales derechos que éste.
—Por fuerza, yo he visto negros y blancos morir, y lo mismo muere uno que otro; pero volviendo a los unitarios, el gobernador me ha dicho mil veces a mí mismo que los unitarios eran herejes, y enemigos de la patria y que si no fuera por él vendían el país al extranjero.
—Mire amigo, yo soy patriota viejo y no de estos tiempos; yo conocí los días de la España, crea que era mejor que hoy.
—¿Qué dice señor Simón, el tiempo de los godos era mejor?
—Por supuesto amigo; nosotros es verdad que éramos colonos de la España, pero todo el mundo trabajaba quieto en su casa, no se prendía, no se degollaba a ninguno, el país era rico y todos vivíamos como hermanos.
—¿Mas, Ud. peleó contra la España?
—¡Sí amigo! y peleé bien, a lo menos mi intención era buena, porque creía servir a la patria; ¡mas si yo hubiera adivinado que tanta sangre vertida era al cohete! Si hubiera pensado que todo había de servir para que Rosas hiciera tanta herejía con la patria, ¡nunca amigo! nunca el viejo Simón era capaz de ser soldado.
—Pues yo creía que el gobernador también había sido héroe de la patria.
—¡Dígaselo Ud. al lancero Simón! Jamás amigo él peleó, ¡ni sabe lo que es eso! es al contrario, cuando en el año veinte mandaba los colorados de las Conchas y que el viejo Martín Rodríguez (hoy desterrado en Montevideo) quiso entrar a la Plaza me contaron los mismos colorados que su comandante se escondió por ahí y mandó decir al general en jefe que le acababa de dar un cólico y nombrase otro comandante; ¡de susto el hombre se fue en dos aguas!
—Mas, señor Simón, este hombre, ¿está preso?
—¿Pero cómo pudo Ud. servir en semejante comisión?
—¡Que quiere amigo! el gobernador me mandó llamar, para otro negocio que creo era sobre parejeros, entrando a platicar conmigo, entró un hombre que diz que le traía unos pliegos, él los pidió, leyó, y de ahí dice que aquella carta le daba aviso de cómo un barco iba Paraná arriba y traía un unitario que venía a revolucionar la campaña y matarlo a él; mas, el patrón del buque había descubierto el enredo y que cuando el unitario quisiera saltar a tierra, el patrón, si el gobernador mandaba gente al Paraná iba a preguntar «si le daba carne fresca», y que esta era la señal; el hombre que traía el papel habló también mucho del caso, y así que se fue el gobernador me rogó que viniera yo en persona y me enseñó lo que había de decir al Juez de Paz del Baradero; diome también unos despachos como credenciales y sobre todo me responsabilizó porque el preso le llegara sano y bueno porque diz que es mozo que estima mucho y no quiere hacerle mal ni vengarse de él.
—¿Y Ud. creyó todo de buena fe?
Por fuerza.
—¿Y está ahora de la misma opinión?
—¡No! ahora dudo... el preso me parece hombre bueno... ¡no tiene cara de asesino! ¡no! y estoy arrepentido.
—Si al arrepentimiento no sigue la reparación, ¿de qué sirve arrepentirse?
—¡Cierto! ¿Ud. cree que lo podremos salvar?
—¡Es Ud. un valiente sujeto Miguel! ¡Bien! Somos amigos desde este momento amigos en vida y en muerte.
—¡Lo juro! —exclamó Miguel— poniéndose de pie y tomando la mano del viejo.
—¡Juremos! —añadió éste— juremos delante de Dios que nos oye y está en todo lugar; salvar al doctor Avellaneda, sea aquí, ¡¡¡sea en Buenos Aires!!!
—¡Lo juro! — pronunció el joven con voz profunda.
—Separémonos —dijo el viejo— podrían haber notado nuestra ausencia, yo iré primero, vaya Ud. una media hora después.
¡El canto de un gallo resonó!
—Es el segundo canto del gallo —dijo Miguel— son las once y media, después del tercer canto entraré yo.
Y los dos nuevos amigos se separaron.
Miguel quedó en el mismo lugar; su cabeza era un caos, y no podía darse cuenta de lo que sentía.
Era un hombre del campo, sin instrucción ni trato alguno de gente; viviendo de la vida montaraz y errante del venado que puebla nuestros desiertos; amando la libertad por instinto y prefiriendo dormir bajo un árbol, comer una mulita o perdiz muerta por él o a sujetarse a trabajar regularmente y tener un género de vida cierta y arreglada; tal vez porque era una de esas naturalezas indómitas y caprichosas para las cuales todo sistema detenido y arreglado de antemano es inútil.
Un hombre de esta clase, no podía comprender de un golpe que las opiniones políticas de un individuo no pueden jamás ser delitos de muerte.
No podía comprender que el hombre tiene derechos sagrados de propiedad y de seguridad individual, que sólo son atropellados por los tiranos.
Prefiriendo ser un pobre gaucho sin acomodo, a ser un buen y prevenido peón, Miguel posponía los bienes transitorios de la existencia a la soberanía absoluta de sus acciones. Esta libertad de sí mismo, esta materialidad de la idea libertad él la comprendía y amaba con pasión, pero había aún alguna distancia para que llegase a comprender la libertad intelectual, y lo que vale el libre albedrío de cada hombre.
Habiendo visto sólo de lejos la sociedad, tampoco podía saber qué pactos son los que la ligan, ni lo que los hombres se deben entre sí recíprocamente.
Por vez primera confusas ideas de todo esto se agolpaban en su mente que él no podía ni descifrar ni ver con su verdadera luz.
¿Por qué se ha de hacer un delito a toda esa masa de hombres ignorantes, que siguen a Rosas, desenfrenados por la falsa creencia de que la libertad es el derecho de hacer cada uno lo que quiere?
Hombres que se persuaden, que la federación, la causa Americana y don Juan Manuel Rosas son la Trinidad Política, un mismo y sólo individuo: que creen que para ser verdaderos americanos necesitan parecerse a los pampas, odiar todo cuanto no sea atraso y retroceso, y considerar como antinacional cuanto no sea grosero y grotesco y ordinario; lenguaje, vestido, maneras, ¡cuanto rasgo puede, en fin, caracterizar un pueblo!
El doctor Avellaneda había dicho a su hijo que todos los hombres eran hermanos; había calificado la pena de muerte como bárbara y anti—humanitaria, y en vez de recomendar a su hijo venganza y odio, sólo le encargaba ¡perdón y justicia!...
Miguel era uno de esos jóvenes que el año 1829 estaba aún como si dijéramos en la cuna, era entonces un muchacho de diez o doce años pero muchacho del campo, desde que tenía edad de fijarse en lo que los otros decían, sólo había oído palabras de sangre y de odio; era pues la primera vez que llegaba a sus oídos el lenguaje de la civilización y de la humanidad.
Sucedíale como al hombre privado largo tiempo de la vista y que de un golpe la recobra, sucediendo a las tinieblas la luz más viva.
Largo rato pasó luchando con lo que es necesario aprender, porqué sólo vagamente puede el hombre percibirlo por sí mismo: y mucho después del tercer canto del gallo, fue a arrojarse en un rincón del claustro donde dormían sus compañeros.
Sin embargo, el viejo Simón no había venido al claustro a entregarse al reposo; una vez separado de Miguel, empezó a maquinar él cómo podrían hacer evadir al prisionero, porque quería aprovechar las buenas disposiciones del joven, y sobre todo salvar aquella interesante familia de las uñas del lobo carnicero.
La tempestad continuaba en todo en furor; torrentes de lluvia soplaban la tierra; la hora era avanzada y los centinelas que estaban de guardia eran vigilantes. Ningún medio posible se presentaba a la imaginación del lancero, a lo menos por aquella noche.
Si no hubieran de emprender el viaje al otro día; si la casualidad o el mal tiempo hicieran con que la conducción del preso se demorase un día más y una noche, entonces Simón esperaba lograr su designio; mas era necesario prevenir a la familia Avellaneda y concertarse con Miguel, único que podría ayudarlo.
Dos hombres contra doce o veinte que allí había, no contando el Juez y sus adherentes, era empresa descabellada, si a lo menos fueran cuatro, dos podían hacer frente mientras los otros facilitaban la evasión del preso; era pues necesario recurrir a la astucia y ver de sacar el mejor partido posible de la posición ventajosa de Miguel, como enviado extraordinario y principal instrumento, bien que inocente, de aquella horrible trama.
Después de mil vueltas y proyectos, Simón había logrado detenerse en uno, que le parecía el más fácil.
Si quedaban aún una noche más, así que todos estuviesen entregados al sueño, era invitar los otros seis hombres que guardaban el preso a vista a que fueran a descansar, esto no era difícil de obtenerse si lo pedía Miguel de quien no era posible sospechar; por otra parte, los campesinos no son maliciosos y sobre todo ignoran que cosa sea la disciplina militar.
Una vez solos los dos, cargaban el preso y lo llevaban a lo más apartado de las ruinas: allí lo quitaban los grillos, tres buenos parejeros ya estaban prontos; en uno montaba el doctor, libre de sus grillos, en los otros dos se colocaban Miguel y Simón. El primero como mejor jinete, y más fuerte llevaría la mujer de Avellaneda en ancas de su caballo, y el segundo colocarla a Adolfo delante de sí. Los tres hombres armados correrían hasta la margen del Paraná; allí entraban en la balandra, y por bien o por mal obligaban al patrón a continuar viaje a Corrientes, por consiguiente, evadíanse todos juntos.
—La mujer de Avellaneda, no sosegaba por su parte; arrodillada al pie del altar, parecíale un sueño cuanto le sucedía; pero como todos los caracteres firmes y resolutos, no se detenía mucho en los lamentos: su marido estaba a dos pasos de ella encadenado, y tal vez en breves días o sumidos por el resto de su vida en una prisión, o condenado a muerte sin dilación.
Sus lágrimas de mujer, sus dolores de esposa, la sangre toda de sus venas derramada gota a gota malograrían salvarlo: era necesario acallar los llantos, serenar el alma y aguzar la imaginación para luchar por medio de la acción y de la fuga contra las sanguinarias miras del tirano.
Adelaida se sentía capaz de arrastrar los mayores peligros; nada la amedrentaba, salvar su adorado Valentín, ese era el objeto y por lo tanto el resto, costare lo que costare, érale indiferente.
Pero ¿a quién volver los ojos en aquel lugar? Oro y joyas tenía consigo, ¿mas estaba ella cierta de seducir ni con el dinero aquellos fanáticos?
Recordaba bien la acción de Miguel por la mañana, pero, esta no era bastante garantía para arriesgarse a proponerle que libertarse a su marido y además de eso como dirigirse ella, a gentes desconocidas y enemigos todos.
Por lo menos, para seducirlos, requeríase tiempo y sobre todo poderlos comprar separadamente uno a uno.
Si Adelaida hubiera podido imaginarse que tenía dos amigos que se preparaban a intentarlo todo por el preso, su espíritu habría descansado un poco; bien es verdad que ella se juraba interiormente sino era allí, sería en el mismo Buenos Aires que intentaría substraer aquella idolatrada cabeza al cuchillo de los verdugos.
Entre tanto, Simón no dormía aunque fingía hacerlo profundamente, y así que vio entrar a Miguel arrastrándose y dando vueltas como de quien tiene sueño inquieto logró quedar acostado lado a lado con su nuevo amigo; y su voz bien baja lo impuso de sus proyectos: Miguel los aprobó, prometió toda su influencia y arrostrarlo todo, y así pasaron la noche en ajustar lo que debían hacer el día siguiente.
Mientras aquellos dos hombres movidos de simpatía y de generosa intención conspiraban a su favor, y que su esposa también tomaba mil planes quiméricos, Avellaneda dormía tranquilamente, con ese sueño del hombre que en medio de las tempestades de la vida, conserva sosegada y pacífica su conciencia.
El día que sucedió a la noche que acabamos de describir, amaneció triste y lluvioso, con todo era probable que según tiraba el viento hacia el S. O., la tarde sería serena y que tal vez en esa noche o en la mañana siguiente seguiría viaje al Paraná la comitiva; porque estaba decidido que llevarían el preso embarcado hasta Buenos Aires.
El día transcurrió sin accidente y los dos amigos encontraron medio sin excitar sospecha alguna de lanzar dos o tres ojeadas significativas a la señora de Avellaneda.
La noche llegada, entró la primera guardia a las seis, a las diez se mudó la segunda, en ella entraron Simón y Miguel que debían ser relevados a las dos de la mañana. La tarde había sido serena, las estrellas brillaban en el firmamento azul y un suave pampero, empezaba a orear los caminos.
Al tercer canto del gallo, es decir a la media noche, la gente que se hallaba en el monasterio dormía toda y la familia de Avellaneda fingía hacer otro tanto y los centinelas no cesaban de bostezar y restregarse los ojos. Miguel fue uno por uno diciéndoles que si estaban fatigados se retirasenqueél y su otro compañero guardarían al preso el cual visto su enorme peso de cadenas no podía ni mover las manos.
Los gauchos encontraron buena la proposición y se echaron en uno de los rincones de la iglesia; pronto el estruendo de sus ronquidos atestiguó que dormían a pierna suelta.
Cuando hubo pasado un buen cuarto de hora, Simón salió por una puerta lateral, de allí a unos breves instantes volvió, entonces en silencio los dos hombres dieron sus tercerolas a la valerosa Adelaida y ellos con el mayor cuidado posible cargaron entre los dos al preso: Adolfo levantaba las cadenas para que el menor ruido no se oyese. Así salieron los cinco por la misma puerta lateral que había mostrado Simón hacía un corto espacio.
Llegados al fin de un largo pasadizo entraron en un vasto salón todo en ruinas que parecía la sala llamada Capitular; allí hicieron alto y mientras Simón ayudado de Adelaida libraba de sus prisiones al proscripto, Miguel ayudado del inteligente niño ensillaba y bridaba los caballos que ya tenían preparados de antemano.
Cuando Simón y Miguel se bajaron a cargar el preso en la iglesia, una especie de masa andante, un bulto en fin, se movió del coro desde donde era observador y mudo testigo de todo; con paso de tigre los había seguido por el pasadizo; él había visto caer los hierros de Avellaneda y así que no le quedó duda de su intento, se volvió en silencio por el mismo camino, en derechura a donde estaba el Juez de Paz.
Dormía éste a pierna tendida, soñando que Rosas en premio de la presente hazaña le daba la comandancia general de la campaña del Norte.
Recordado en lo más gustoso de su sueño, levantose azorado y casi se le escapa un grito de terror. El personaje que tenía delante de sí, era un hombre bajito y regordetón, con una gorra de piel de oso calada hasta los ojos y una horrible cicatriz que extraña y espantosamente lo desfiguraba.
—¿Quién sois? —dijo el azorado Juez.
El hombre sonrió —sono il patron de la balandra —respondió Caccioto, pues era él en persona.
—¿Es hora de partir? —preguntó el Juez levantándose de sobre su recado que le servía de cama, y poniéndose su poncho a toda prisa.
—Sí é hora, ¡perqué lo preso se ne vá!