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( ). — no tengo más remedio que ir me a .
( ). — ¡a ! — sí, con un gran destino. los españoles tenemos esa ventaja sobre los habitantes de las demás naciones. ¿qué país tiene una tal, una isla de para remediar los desastres de sus hijos?
nuestra riquísima requiere acequias a millares y ningún empleado; tenemos infinitos empleados y casi ninguna acequia; el resultado es tan obvio como palpable. en una palabra, aquí se necesitan sumos ahorros y mucho descargo de pechas a los desventurados labradores. esto lo alcanza un niño de la escuela y luego nos vienen con sistemas recónditos de hacienda. ¡ teneatis amici!
en los primeros días de el mes de enero, uno de esos días hermosos, espléndidos, después de un largo tiempo de lenta navegación llegó a vista de el puerto de el bergantín . henchidas sus blancas lonas e impelido por fresco viento de el nordeste, parecía que iba a estrellar se el buque contra los negros riscos de la costa; mas cambiando bruscamente de rumbo, dirigió la proa hacia el punto medio de la estrecha boca de el puerto. el cielo azul sin que manchase su pura trasparencia la más tenue nubecilla; el mar azul también y con sus aguas tan diáfanas que a trechos permitían ver las manchas oscuras de los escollos; el sol, en medio de el cielo derramando raudales de luz por todas partes; la ciudad de , con sus casas de variados colores, con sus vidriadas almenas, con las torres de sus iglesias, con su costa erizada de verdinegros arrecifes ceñida por blanca línea de espuma, con sus cristales que heridos por el sol lanzaban destellos cual si fueran pequeños soles con sus vetustos tejados y empinadas azoteas, con los grandes murallones de piedra gris de sus fuertes asentados sobre dura roca cubierta de verdor: ¡ah!, todo esto se presentaba a la contemplación de dos viajeros, que venían a bordo de el bergantín con cierto maravilloso atractivo de que no les era posible sustraer se.
y no se debe de extrañar que tan honda impresión les causara: no habían visto sino vetustas casas de muy pobre arquitectura, y nunca, más allá de las diez o doce reunidas que constituían el villorrio. debieron haber las visto en , pero su viaje por esta ciudad fue de noche, rápido, pues que lo hicieron en diligencia, cuyos pocos mullidos asientos y espaldares aprovecharon para reponer se, con algunas cabezadas de sueño, de el cansancio y la fatiga producidos por otro viaje de muchos días, de muchas leguas, a pie firme, y a cuestas con el equipaje. aquella misma noche, se trasladaron a bordo de el bergantín que debía conducir los a , y desde él, sólo vieron las fosforescencias de las agitadas olas de la bahía de y las luces de la ciudad que en lontananza brillaban, como puntillos luminosos, entre la sombra profunda. a el amanecer levó anglas el bergantín, y cuando despertaron sólo lograron ver ya, como densa y azulosa bruma cuyo color se confundía con el de las lejanas y bajas nubes, las costas de .
el mayor de los dos viajeros aparentaba tener unos treinta años; su crecida barba; su rostro pálido por los padecimientos de la navegación en aquel pequeño buque de vela, en el cual, además, escaseaba a menudo el alimento; su calzado y sus ropas de burdo género y raídos; sus ojos rodeados de un ribete rojo por causa de una fuerte irritación de el párpado y los lagrimales, y más que todo, un desgarbo general en su persona, daban le aspecto de un hombre de temperamento enfermizo. sin embargo, sus anchas espaldas, redondos hombros y recias mandíbulas acusaban robusta complexión y convencían de que, regularmente alimentado aquel hombre llegaría a ser, con el tiempo.... un hombre gordo.
el menor era un muchacho de doce o quince años, y por cierto que no asentaría su planta en la ribera de la gran en mejores condiciones que su compañero.
había entre los dos mucha semejanza; y a aumentar la contribuía, en no poca parte, que usasen ambos, sombreros de castor alisados a contrapelo, de tiesas y angostas alas y de copas tan perfectamente esféricas que parecían medias balas de cañón; chaquetas cortas de color de siena y bordeadas por el cuello, solapas y mangas, con terciopelo; pantalones, con grandes adornos de color distinto, que pudieran creer se enormes remiendos, si no fueran simétricos y como cortados por un mismo molde; un elástico les sostenía los sombreros por el lado derecho, y por el lado izquierdo, de estos colgaban, atadas a dos cordoncillos de seda, un par de bellotas.
quien mirase fijamente a estos dos viajeros podría tomar los por hermanos; pero mejor informado, puedo asegurar a el lector que aquellos dos viajeros no eran otros que mi tío y yo.
— oye, sobrino, ¿has visto si está en el mundo la carta de recomendación de el primo?
así me dijo mi tío, suspendiendo un instante la admiración que le producía la vista de , bañada toda por la luz de el sol, a el recordar que nos acercábamos ya a el término de nuestro viaje.
me dirigí a el camarote, abrí el baúl y me palpitó con fuerza el corazón: la carta no estaba donde la había visto el día el día anterior; y todos los demás días. volví a el derecho y a el revés medias, bolsillos, mangas, y la carta de recomendación no aparecía.
alarmado mi tío con mi tardanza se presentó en las puertas de el camarote, y la revolución en que vio las ropas, y el apuro con que yo las registraba, le hicieron comprender la fatal nueva antes de que yo pudiera desplegar mis labios.
jamás he vuelto a ver hombre alguno tan desesperado. lo primero que hizo fue pegar un puntapié que rayó la tapa de el mundo, como llamaba él a el baúl. después tiró a el suelo el sombrero, lo pateó, se dio de puñadas en el estómago y vociferaba que yo era peor que un ladrón, pues que le había arrebatado su porvenir a un hombre honrado; que entrar en sin la carta de recomendación, era dar lugar a que nos confundieran con tanta gente vulgar que entraba en ella todos los días. ¡bonito papel harían nada menos que los , los recomendados por el ilustre madrileño señor marqués de , sin poder acreditar que lo eran!
los golpes y gritos subieron a punto que los oyeron el capitán y algunos marineros y acudieron todos precipitadamente a el camarote a inquirir qué motivaba semejante alboroto.
— pero hombre — preguntó incómodo el capitán —, ¿qué le pasa a usted?
— ¡nada! que este rapaz — contestó mi tío señalando me — es peor que un bandido, me ha robado mi fortuna, señor capitán, toda mi fortuna.
el capitán, que todo lo podría creer menos que mi tío tuviese fortuna que pudiera robar se le, le preguntó, en más suave tono, qué le había hecho yo.
— ¡pues nada!, me ha extraviado la carta de recomendación de el ilustre marqués de , que me daba el mejor destino de .
— no se ofusque usted tanto, señor — continuó el capitán —, busque, registre, en el barco debe de estar. ¿se ha registrado usted los bolsillos?
llevó se mi tío las manos a el bolsillo y sacó un papel doblado. ¡era la carta de recomendación!
esto lo hizo pasar tan rápidamente, y con tan cómico gesto, de su profunda desesperación a la mayor alegría, que los presentes no pudieron tener la risa.
lejos de incomodar se mi tío por el motivo de aquella algazara, les hizo coro con tan vehementes carcajadas que se le saltaban las lágrimas de puro gozo.
a la una y media ancló nuestro barco en medio de la bahía y un bote nos condujo a una casilleja de madera situada en un extremo de el muelle. a el entrar en ella se nos presentaron dos hombres, vestidos de dril azul, de grandes barbas, que llevaban en el sombrero una luciente plancha de cobre y empuñaban unos retacos. les saludamos llenos de un respeto muy próximo a el terror. y ellos, sin atender nuestras ceremonias, nos quitaron el baúl, le cortaron las amarras, abrieron la tapa, metieron la mano dentro y lo revolvieron todo de arriba abajo, de un lado a otro, estrujaron nuestras ropas y vaciaron cuanto tenían las cajas que traíamos en él. concluida esta operación nos registraron los bolsillos y el sombrero; y luego con un gesto imperativo, nos dijeron que nos largáramos de allí porque les estorbábamos ya. ¡arre!
durante el registro temblábamos como azogados. y así que concluyó y nos apartamos de aquella malhadada casilleja, acercóseme mi tío con mucho misterio y dijo me a el oído:
— , si algo hubiéramos tenido en el mundo, esos bandidos nos lo hubieran llevado.
por el momento pensé lo mismo; pero andando el tiempo he llegado a saber que aquellos buenos hombres eran los que nos suponían bandidos a nosotros, o contrabandistas, que es lo mismo, y nos registraban el baúl para ver si encontraban alguna prueba de su sospecha.
baúl a cuestas íbamos alejando nos de la casilleja, y un hombre, vestido de camiseta de lana, calzones de mahón, y gorra gris terciada, púso se a mirar fijamente a mi tío, le echó los brazos a el cuello y exclamó:
— , , ¿así te olvidas de los paisanos?
no contrarió poco a mi tío aquella confianza hecha en medio de la calle por un hombre de tan fea y vulgar estatura a otro que iba a ocupar el mejor destino de ; pero disimulando su mal humor, contestó aquellos expresivos saludos.
el hombre de la camiseta se encaró conmigo.
— ¡ santísima! — dijo —, ¿y éste es el chico? ¡pronto ha crecido el rapaz! ¿no te acuerdas de domingo ?
¡pues no habría de acordar me! apenas pronunció este nombre le abracé con efusión.
era domingo, sí, aquel domingo, que aunque de más edad que yo, había sido mi compañero de travesuras en el pueblo. jamás cogí nidos de pájaros, ni hurté uvas, peras, albérchigos o castañas que dejase de prestar me su eficaz cooperación. cierta vez que nos disparó el tío un escopetazo con sal por las piernas guardamos camas, de resultas de las heridas, muchos días; y nuestras relaciones de amistad quedaron interrumpidas, porque la familia de domingo aseguraba que yo le había pervertido el muchacho, y mi familia procuraba convencer me de que el picaro muchacho domingo me había pervertido a mí.
— ¿y adonde van ustedes ahora?
yo creo que esta pregunta azoró más a mi tío que lo que nos había azorado, a domingo y a mí, el escopetazo de el tío .
— ahora... ahora... — balbuceó.
— si ustedes quieren, comerán hoy conmigo, y luego alquilaremos un cuarto en el .
el orgullo de mi tío se resistió por segunda vez.
— , domingo, venimos recomendado? a un primo nuestro muy rico. el excelentísimo e ilustradísimo señor .
— dirás, . ¿y dónde vive ese primo?
— ¡ah!, ¿y no lo sabes tú que hace tanto tiempo que estás en ?
— por que es la primera vez que oigo tal nombre, pero si no lo han tratado ustedes nunca, debían comer hoy conmigo y seguir mis consejos. si no traen dinero yo puedo prestar les...
— gracias domingo — interrumpió mi tío —, traigo metida en el forro de la levita una letra por valor de cien reales de vellón.
— ¡ !, ¿tan rico llegas? pues no traje yo, por juntos, cinco cuartos a .
sin embargo, bastante perplejo estaba mi tío acerca de el partido que debía tomar.
¿adónde dirigir se por aquellas calles tan largas, entre tanta casa alta y sin conocer a nadie? ¿habríamos de recorrer toda la ciudad, baúl a cuestas, hasta que diéramos con el ilustrísimo señor ? y mientras tanto, ¿dónde comeríamos? ¿habríamos de dormir en los quicios de las puertas?
— ea, domingo — exclamó mi tío dando se aire de perdonavidas —, comeremos hoy contigo y ya nos dirás dónde podremos encontrar una habitación.
— pues claro está, ¡demongo! ya buscaréis a el primo. ustedes acaban de llegar y no entienden esto: yo soy aquí perro viejo — contestó domingo.
luego, metiendo se ambas manos en los hondos bolsillos y caminando con movimiento de péndulo, echó a andar, diciendo nos que le siguiéramos.
anduvimos bajo el largo cobertizo de zinc de el muelle donde había una profusión de sacos, barriles, cajas de todos tamaños, enormes ruedas dentadas de hierro, grandes pailas y masas de metal, almireces, tubos de barro, tinajones, flejes, rieles, duelas, cántaras, jarras, todo en grupos, o bien separados, o ya en hileras, o en montones más altos que un hombre; pero sin confusión, sin desorden, pues de trecho en trecho había hombres que a manera de pastor de ovejas, no dejaban que se les descarriara un solo objeto.
y por los espacios o callejuelas que se dejaban libres para el paso, entre balumba tanta, cruzaban hombres cubiertos de sudor, gritando, corriendo y dando nos empellones que hacían rabiar a mi tío. ¡si supieran aquellos estúpidos quién era aquel con quién se codeaban, ya lo respetarían más!
a salir de una callejuela formada con sacos de harina y cajas de fideos, colocadas en tan alto montón que se alzaban algunos palmos sobre nuestras cabezas, cuando mi tío retrocedió lleno de estupor.
por delante de él había cruzado vociferando: ¡con licencia!, ¡con licencia!, un centauro, un sátiro... qué sé yo lo que le pareció aquel extraño ser.
— ¿qué es eso, domingo? — preguntó temeroso.
— ¿eso...? un negro.
— ¡ah...! ¡bah...!, un negro — balbuceó cobrando ánimo.
efectivamente: ante nosotros había pasado un robusto africano, un hércules de ébano, cuyas sudorosas espaldas, llenas de desarrollados músculos, brillaban con la luz de el sol como si estuvieran barnizadas.
en un extremo de el muelle había un hombre que, retaco en mano, recibía a estocadas las pacas de heno, las cuales merced a una alta polea venían saltando por el aire desde el fondo de una gran lancha a el muelle. domingo nos enteró de que tal operación tenía por objeto investigar si las pacas traían contrabando en el vientre.
anduvimos algo más.
— ¡hola! llegamos. he aquí mi casa — dijo nos domingo señalando un bote —, ese es el mío, avisen si quieren que les lleve a dar un paseo por el puerto.
— ¿y por qué estando aquí hace tiempo no eres más que botero, domingo? — preguntó cándidamente mi tío.
— ¿y qué demongo querías?, ¿qué me hiciese un conde, no? pero otra vez no me llames botero, sino patrón. ¡vaya, lee el nombre de mi bote! ¿sabes leer, ?
mi tío se mordió los labios. y para convencer a el indiscreto patrón de que sabía leer, mascullando algo las sílabas leyó:
— el terror de todos los piratas.
— ¡y qué largo es, domingo! — objeté yo.
— así está bonito, ¿no ves que coge de una banda a otra toda la popa?
a el lado de el bote de domingo estaban atados más de treinta, y mi tío, para dar mejor muestra de su ciencia, siguió leyendo, aunque con trabajo, el nombre de los demás botes: la derrota de los cien mil gabachos. el vencedor de ambos mundos. velero de el puerto de , en las sierras de . ¡abajo los carlistas! ¡arriba !, y otros mil más por el estilo.
por algunos puntos de el muelle nos era casi imposible transitar: y mucho más, llevando a cuestas el mundo. , barriles, palancas, grandes vigas de madera, cabrestantes, tablones enormes, hombres cargados con sacos, todo se movía a un tiempo, en todas direcciones; aquello era una actividad febril, un torbellino que nos causaba vértigos, un espectáculo nuevo, desconocido y que parecía el más cruel derrumbe de todas las acariciadas imaginaciones de mi tío. ¡él, que creyó encontrar bosques de palmeras, de árboles con frutas tan bellas que semejasen globulillos de cristal de mil colores! él, que creyó encontrar indios con taparrabos de plumas pintorreadas, carcaj lleno de flechas untadas con venenoso jugo, terciado a la espalda, y narices y orejas taladradas por macizas argollas de oro que podrían arrancar se tan sólo con dar les un fuerte tirón!
domingo, más práctico que nosotros, agachando se, empinaba se, andaba hacia un lado, hacia otro, escurriendo se con agilidad de culebra por entre aquellos obstáculos. sujetos a su camisa de lana, con una mano, y llevando con la otra cogido el mundo por sus dos agarraderas, atravesamos, con no poco peligro, aquella parte de el muelle donde afluía toda la actividad comercial.
— ya hemos pasado lo más malo, que es el frente de la aduana — nos advirtió domingo.
mi tío y yo respiramos.
aunque había también tráfico en lo demás de el muelle, no era tanto como en el trecho que acabábamos de dejar.
admirábamos la interminable hilera de buques atados con gruesas cadenas a grandes argollas de el muelle, aquel bosque de mástiles, jarcias, vergas, aquella línea de proas que parecían lanzas de un ejército de gigantes que amenazaban paladinamente la ciudad.
no cesábamos de preguntar a domingo cuanto nos ocurría.
— y esos hombres, ¿de dónde son?
— ¿cuáles?, ¿aquellos tan colorados como la camisa que visten?
— sí.
— ah, son americanos.
— ¿y aquellos otros morenos, rechonchos, que en su sombrero tienen cuatro o cinco abolladuras y que ciñen ancha faja de colores?
— son mexicanos.
— ¿y aquellos otros, domingo, tan robustos, tan altos, que usan gorra de piel de oso y ropa de grueso género?
— son rusos.
— y los de anchos pantalones azules, gorra egipcia, que están sentados sobre sus dos piernas, en torno de aquel horcón, y venden estampillas y rosarios, ¿son judíos, domingo?
— te equivocas: los judíos no venden tales pequeñeces; son cristianos, son servios.
— ¡ah!, y aquellos que vienen allí, ¿son los enfermos de fiebre amarilla?
— ¡quia, hombre!, esos son chinos.
— ¡pues vive ! — gritó mi tío entusiasmado y arrojando a el aire el sombrero — ¡esto es una verdadera , sobrino!
salimos de el muelle por una puertecilla de hierro y seguimos nuestro camino por algunas calles estrechas y poco limpias, en donde algunos hombres, que no se hallaban en mejor estado que las calles, en lo que toca a limpieza, descargaban tasajo de unos carros mientras que otros los volvían a cargar de azúcar.
desde a bordo de el bergantín nos pareció más hermosa, más bella, aunque desde allí se había desvanecido ya nuestra ilusión de hallar bosques de palmeras y ver danzar, cerca de las orillas, las tribus de indios cargados de plumas y de oro. los grandes almacenes que ahora veíamos con el suelo grasiento, pringoso, con las paredes sucias, húmedas, llenas de negras telarañas, con sacos y cajas apiladas hasta el trecho, de el cual pendían cuerdas de henequén, jamones, cubos, ganchos en apiñada confusión; esos almacenes hondos, oscuros, iluminados allá en el fondo por una débil claridad azulosa que parecía luz crepuscular a mediodía, nos llenaba de tristeza profunda.
llegamos a un bonito parquecillo en el centro de el cual alzaba se una estatua de mármol blanco rodeada de jardines repletos de plantas de pintorreadas hojas y coposos árboles alineados tras los largos asientos de piedra; que también circuían aquel parque, en los cuales dormían, a pierna suelta, muchos desarrapados.
— esta es la — nos advirtió domingo —. allí en ese palacio, reside la primera autoridad de la isla de .
mi tío se descubrió.
— ¡pero, demongo, si no te ven ahora!, ¡si te vieran, vaya! — exclamó domingo.
mi tío, amoscado, disimuló diciendo que se había quitado el sombrero porque le ardía con el calor toda la cabeza.
nos detuvimos ante una casa de pobre apariencia que tenía colgado en sus balcones un gran rótulo con letras encarnadas que decía: .
mi tío subió con objeto de alquilar una habitación digna de quien iba a ocupar, dentro de poco, el mejor destino de la ; pero desde que empezó a ver el por dentro, con aquellas galerías tan oscuras y estrechas, aquellas escaleras medio desvencijadas, e inspeccionó algunas de sus buhardas mal aireadas, comenzó a encolerizar se contra la gran bestia de domingo.
¿qué diablos se habría figurado? ¿creería, por ventura, que todos eran iguales?, ¿no significaba nada la recomendación de el señor marqués de ?, ¿nada que fuera primo de , hombre de rango y de dinero?, ¿nada que iba a desempeñar el mejor destino de ?
le oímos bajar bufando contra todos los bribones que querían burlar se de él. domingo se quedó estupefacto. y yo punto menos.
— ¿pues quién te crees tú que soy yo, domingo? ¡ya no estamos en la aldea! vengo recomendado por el señor marqués de y soy primo de . ¿crees que esta mala casa corresponde a el que viene a ocupar el mejor destino de la ? — exclamó mi tío.
y por este tenor prosiguió desatinando y alborotando largo rato.
dos o tres jóvenes que llegaron, y que me parecieron estudiantes, pues venían con muchos libros bajo el brazo, se detuvieron a observar a mi tío riendo burlescamente de sus cómicas ínfulas que contribuían a ridiculizar más aún su jerga ininteligible y su traje de labriego con aquellos peregrinos y simétricos remiendos.
después se hablaron a el oído los estudiantes y echaron a correr escaleras arriba.
de seguida bajaron acompañados de otras personas, algunas a medio vestir, por lo que comprendí que eran huéspedes de la casa, y todos se agruparon en lo alto de la escalera situando se de modo de poder ver bien los toros, desde lejos.
seguramente que algo tramaban los mal intencionados contra nosotros, pues cuchicheaban, nos miraban, disputaban y disimulaban las grandes ganas de reír que tenían.
un capellán de ejército, un tal , joven de buen humor y que andando el tiempo llegó a ser canónigo, bajó dando se las de hombre serio y autorizado, se erigió juez de la atroz disputa entablada entre mi tío y domingo.
— ¿qué hay? — preguntó a éste.
— , señor cura — dijo domingo quitando se la gorra —, que me hallé este mi paisano junto a el muelle sin tener a dónde ir, y me lo traje aquí, es verdad, para que no anduviera por ahí sin tener casa, y por esto, es verdad, me ha armado camorra.
— muy bien — aprobó el capellán —, y usted, ¿qué dice? — prosiguió encarando se con mi tío.
— yo — contestó éste imitando en lo de descubrir se respetuosamente a domingo —, que todo es verdad como mi padre, señor cura, pero no riño a domingo por eso, sino porque yo vengo recomendado por el señor marqués de , el hombre más rico y más grande de , como usted debe saber, sí, señor, y yo no soy un tonto, veo que esta casa no me corresponde.
— ah, buen hombre — repuso el capellán —, aquí está usted bien; aquí nos tiene usted a todos nosotros: no estará en mala compañía. ¡ea, llamen ustedes a ! — advirtió a los de arriba —, digan le que le tenemos un par de huéspedes más. ¡vaya, arriba con ese baúl, muchachos! — nos ordenó.
y mi tío, viendo aquel señor que mandaba allí con tanta autoridad, no se atrevió a protestar, y aunque sumamente descontento, se avino a tomar una de las habitaciones que le indicó el posadero o dueño de aquel mal hotel.
cuando subimos, todos los de la casa iban tras de nosotros cuchicheando y riendo. mi tío llegó a envanecer se a el notar con cuánta admiración se le observaba; pero yo bien claro comprendí que era de burla.
— ¡vaya!, descansar un rato — dijo el capellán estrechando nos afectuosamente la mano y dando nos fuertes palmadas en la espalda. por la tarde nos convidaron a comer; se improvisó una larga mesa con dos tablas colocadas sobre dos cajones.
los comensales se mostraban muy amables y atentos. hicieron hablar a mi tío hasta por los codos, ponderando le los efectos que iba a producir su presencia en con aquella eficaz carta de recomendación y su parentesco con . y a la vez que a hablar, le obligaban a brindar y a beber.
a el terminar la comida, entre mi tío y sus anfitriones mediaba una amistad cordialísima.
yo hube de indicar le disimuladamente que no se fiase de aquellos improvisados amigos; pero se molestó tanto, que a no haber gente delante, creo que me hubiera pegado.
no sé de qué mañas diabólicas se valieron aquellos hombres para conquistar a mi tío para que se fuera con ellos aquella noche, pues iban a buscar un gran tesoro.
por mucho esfuerzo que hice no pude entender dónde querían llevar se a mi tío ni de qué más trataron.
bajé, y encontrando me con domingo, que nos esperaba en la puerta, púseme a hablar con él.
— , sabes que tu tío trae la cabeza llena de viento. ¡ , pues no se cree un duque lo menos!, ¿viste qué alboroto armó?, ¡si no viene aquel señor cura, como hay , que riño a puñadas con él! desde que me han crecido las barbas no gasto bromas con nadie.
disculpé a mi tío de el mejor modo y acepté la invitación que me hizo domingo de dar un paseo.
— ¿quieres que llame a mi tío? — le pregunté.
— no hombre; deja lo allá arriba, ya que quiere hacer se caballero. otro día ¡e llevaremos.
ya las calles iban entenebreciendo se y comenzaban a encender se los faroles de el alumbrado.
no pasó mucho rato, ni nos habíamos apartado largo trecho de el , cuando, por la misma calle que caminábamos, oímos silbidos, gritos, carcajadas, fotutazos ( campanillazos ) y golpeteo de latas. yo me asusté, pero domingo comenzó a reír de buena gana. una turba de desarrapados pilluelos de todos tamaños y colores era la que armaba aquel alboroto que hacía asomar a puertas, ventanas y balcones a los vecinos, colmando los de regocijo.
en el centro iba un hombre con una escalera, un farol y una campanilla. vestía una vieja casaca con dos grandes discos de cartón, a guisa de enormes botones, en la espalda, y llevaba en la cabeza un gran sombrero de copa, que a fuerza de manotadas le habían embutido hasta el cogote.
la alegría de aquella turba rayaba en frenesí; y el golpear de latas y sonar de fotutos era ensordecedor; a el pasar la turba por nuestro lado, casi nos arrolló; y como otros muchos que se agregaban, también nos agregamos domingo y yo, a la cola de el grupo, fuera de lo más recio de el tropel.
iban y volvían sin concierto ni orden, ya por la misma calle, ya por otras; unas veces despacio, otras corriendo; y en ocasiones hacían detener a el que llevaba la escalera y le mandaban subir por ella para que registrase los balcones o cualquier otro hueco capaz de dar paso a los tres santos reyes magos, , y , que con motivo de ser aquel día víspera de su fiesta, venían cargados de cadenas, monedas, y coronas de oro macizo y serones de perla y zafiros, para obsequiar a los que salieran a recibir los.
por eso el hombre de la escalera, a pesar de su cansancio y fatiga, no la soltaba y obedecía a el punto la orden de trepar dondequiera que la turba que le rodeaba sospechase que podían estar ocultos los señores reyes.
y cada vez que el hombre llegaba a lo alto de la escalera, el repicar de latas, los silbidos, los gritos y las carcajadas, redoblaban con verdadero furor.
— ¡a las murallas!, ¡a las murallas! — vociferaban hasta enronquecer corriendo y estimulando a el infeliz de la escala que les siguiese en su carrera desatada.
por fin, llegaron a la ancha plazuela de el , donde ya lo estrecho de la calle no les estorbaba, y se desparramaron por el terreno en confusión y tumulto, asordando lo todo con los golpes de lata y el vocerío.
pasaron los parques. en uno de ellos el dios , con una mano en la cintura, apoyaba la otra en su tridente, teniendo sumisos a su espalda como reales perros dos hermosos delfines, parecía contemplar con irónica sonrisa, desde su alto pedestal de mármol que las lejanas luces de los demás parques clareaban, aquel desfile de la pillería y aquel cándido que marchaba tan engañado a la cabeza de todos los alborotadores.
las murallas, aquellos grandes muros de piedra almenados, alzaban se macizos, sombríos a uno y otro lado todo lo que alcanzaba la vista, bordeando el ancho abismo formado por los fosos. a éstos bajó la alborotada comitiva, cuya diversión aumentaba porque el de la escalera daba bufidos de cansancio, suplicando les a menudo que se detuvieran porque ya no podía dar un paso más.
— ¡detener se!, ¿quién lo dijo?, ¡adelante, muchachos!, ¡por aquí!, ¡por allí!, ¡por allá!, ¡arriba el de la escalera, que ahora sí que vienen los reyes!
algunos habían recogido entre las basuras de los fosos pedazos de madera que encendidos semejaban antorchas, las cuales, con su inquieta luz, casi apagada por el mucho humo que arrojaban, imprimían infernal nota a la algazara frenética de la pillería que seguía avanzando a golpes de lata, cuyo eco repercutía en el macizo muro de piedra de las altas murallas y se iba amortiguando en los hondos, sombríos y solitarios fosos.
agrupando se todos en un ángulo saliente de la muralla, arrimaron allí a el de la escalera y le hicieron trepar por ella. cuando llegó a lo alto, jadeante y haciendo ya supremos esfuerzos el pobre, arrodilló se ante el farol que llevaba y dando sonoros campanillazos echó luego a correr como un desatinado por el alto muro, mientras que los de abajo seguían animando le a buscar los reyes que venían por allí, que los habían visto seguidos de muchos camellos, príncipes, criados y esclavos todos cargadísimos de oro.
y el infeliz loco o cándido jadeaba en la cima de la muralla registrando con el farol los huecos de las almenas y dando campanillazos a toda fuerza que ¡os de abajo secundaban con el repiqueteo de las cajas de lata.
a el llegar a el borde de un derribo, hecho en el muro para dar paso a una de las principales calles de la ciudad, el de arriba, por consejo de la turba desarrapada que no le perdía de vista, retrocedió hasta el punto por donde había subido para poder seguir luego, registrando el siguiente pedazo de la muralla; pero no encontró ya la escala en el punto donde antes la había colocado. ¡qué había de encontrar la!
aquí sí que la diversión llegó a su colmo: unos se arremolinaron en torno de el saliente ángulo de la muralla, riendo a carcajadas y burlando se despiadadamente de el sandio que hasta entonces les había creído de buena fe; otros, hacían cabriolas de acróbatas a la luz de las improvisadas antorchas; otros tiraban aburridos las latas con que habían estado alborotando y aseguraban a el encaramado en el alto muro que se estuviera allí hasta medianoche, que ya vería a los tres reyes magos.
pero demasiado había comprendido ya aquél toda la burla y rogaba que volvieran a colocar le la escala para poder bajar.
una gran bola de amasado fango acertó a derribar el sombrero de copa, que a fuerza de manos todos le habían hundido hasta el pescuezo a el hombre de la muralla. y a la luz de el farolillo que llevaba en la mano pudimos reconocer le domingo y yo...
¡era mi tío!
entonces comprendimos por qué con tanta asiduidad habían seguido confundidos, a la cola de el grupo de pilluelos, los estudiantes y otros huéspedes de el y por qué cuchicheaban y reían mientras la disputa de domingo y mi tío.
a el reconocer a éste, repuesto ya de la natural sorpresa, se precipitó domingo hacia la turba de pillos, y luchando con ellos casi a brazo partido, pudo arrancar les la escalera y auxiliar a mi tío que bajara de el alto muro entre una copiosa lluvia de pelotas de fango.
echamos a andar a pasos precipitados y por largo trecho siguió la turba rabiosa protestando contra domingo, que les había arrebatado su diversión, con gritos y silbidos que no dejamos de oír hasta que traspusimos buena distancia.
la chaquetilla de mi tío, única que traía, se salvó de ser enlodada gracias a la ridicula casaca que le habían puesto.
mas fue necesario llevar lo, sin sombrero, hasta el para que cambiase las demás piezas de el traje que quedaron hechas una miseria.
luego que se aseó y vistió mi tío, nos invitó domingo a pasear por la ciudad.
las vidrieras de los establecimientos repletos de mil objetos de fantasía, de género, de cristales; los mismos establecimientos en donde largas filas de luces producían vivísima claridad que se reflejaba en los suelos de blanco y pulido mármol y en los filos dorados de los armatostes y mostradores, eran admirados detenidamente por nosotros.
domingo, a guisa de improvisado cicerone, iba haciendo nos notar aquellas bellezas. mudos nosotros de admiración nos volvíamos todo ojos para que nada nos quedase por ver.
— esa es una platería — dijo nos domingo señalando uno de los establecimientos.
volvimos la cara y nuestra admisión creció a el ver brillar, en largas hileras, cucharas de plata que parecían contener cada una en su concavidad lucecillas de gas: las jarras y vasos de oro y plata de elegante forma y hábilmente cincelados, los espejos que multiplicaban hasta lo infinito aquellos objetos; ¡as lucientes tapas de los relojes colocados en estuches de terciopelo; los zafiros, esmeraldas, rubíes, diamantes, ópalos y amatistas de las sortijas, collares y brazaletes que lanzaban destellos de fúlgida luz azul, verde, roja, nacarada como las que lanzan las gotas de lluvia o de rocío adheridas a los tallos de las yerbas y atravesadas por un rayito de sol.
— di me, domingo — preguntó en voz muy baja mi tío —, ¿y esto no se lo roban?
— ¡qué han de robar, hombre! — contestó en voz alta domingo.
el dueño de la tienda que lo oyó nos miró a todos y soltó una sonora carcajada.
mi tío se puso pálido y sus puños se crisparon nerviosamente.
¡ya estaba harto de risas! la de aquel mercader le pareció más estridente, de más extraño timbre, que era repercutida por cada joya y que hacía vibrar cada vidriera y cada lámina de plata; pareció le oír que en el fondo de aquellos elegantes y lucientes vasos de delgado metal castañeaban los dientes de el platero.
«¿por qué se había reído aquel hombre?», también pensaba yo... y con esta preocupación comencé a reparar que cuantos pasaban por nuestro lado se sonreían.
ya no podíamos atender lo que nos decía domingo: caminábamos abochornados.
— ¡eh!, ¿qué es eso?, ¿estáis tristes?, ¿no os gusta todo esto?, ¿os acordáis de el pueblo...?, ¡qué demongo, hombres!, ya volveréis allá cargados de dinero como unos asnos. ¡ánimo, ahora!
hizo nos entrar en un café y pidió ron de , que según decía, era mejor bebida que el jerez y la champagne. con tantas celebraciones que hizo no nos fue posible dejar de tragar el maldito ron a pesar de que nos desollaba la garganta.
salimos muy animados de el café.
caminamos largo trecho por el borde de los fosos, donde se consoló un tanto mi tío, viendo que también otros estaban entretenidos en buscar, a el son de las latas y silbidos de los traviesos pilletes, los tres reyes magos.
a lo lejos, más allá de el oscuro terreno por donde transitábamos, por encima de la cuadrada y negra silueta de algunas casas de madera, brotaba de la tierra una claridad tenue que iba desvaneciendo se en el profundo azul de el cielo. bajo aquella especie de vaporosa nube que semejaba brillante polvillo de oro esparcido por la atmósfera, estaban los parques. a el doblar de las casas de madera, puestas allí como grandes pantallas para producir nos mejor efecto, quedó un momento turbada nuestra vista cor; el reflejo de mil luces. habíamos llegado a los parques. los coches cruzaban en todas las direcciones trazando con la luz de sus faroles, que a través de las hojas parecían apagar se y encender se, líneas y círculos de fuego; la música de la retreta que poblaba el espacio de acordes armoniosos y dulces melodías; los paseantes que ora en grupo apiñados, ora solitarios iban y venían por las torcidas callejuelas orilladas de arbustos, todo esto se presentó a nuestra vista con cierto encanto desconocido, inexplicable. el parque con sus ruidos, movimientos, luces, fuentes cristalinas, verde césped, alegres flores, nos pareció entonces una especie de soñado edén. atravesamos aturdidos aquel paseo. vimos el lleno de personas que hablaban, gesticulaban y reían, agrupadas en torno de las varias mesas de blanco mármol, por entre las cuales se movían ágiles dependientes, llevando botellas y copas, que contenían bebidas de todos los colores de el iris.
domingo nos hizo detener delante de un gran lienzo pintorreado con algo que tenía visos de representar una plaza ocupada por curiosa y apiñada muchedumbre en medio de la cual se alzaba un patíbulo, cuyas escaleras subían, haciendo asombrosos equilibrios para no caer se, un fraile con un crucifijo y rosario colosales y un hombre de feroz semblante, exageradas patillas y cargado de cadenas; tras de estos seguía una especie de oso que llevaba en la mano descomunal hacha de acero resplandeciente y que por otros adminículos y su catadura espantable no podía ser otro que el verdugo. a el pie de el lienzo, con grandes letras rojas, se leía: « ». domingo se registró los bolsillos, contó algunas monedas de plata, las puso en el borde de una ventanilla, especie de respiradero de una gran jaula iluminada por dentro, y donde estaba encerrado un hombre, el cual recogió las monedas y dio en cambio tres tarjeticas rosadas que entregamos a el entrar en el teatro.
subimos por varias escalerillas: aquella ascensión nos produjo incómodos escalofríos en el estómago y nos erizó el pelo. nos asomamos a el borde de el débil antepecho que rodeaba aquel gran hoyo y nos parecieron enanos los hombres que veíamos sentados allá abajo, en otros círculos, rodeados de barandillas, y en largas hileras de sillones.
— ¿y esto no se caerá? — preguntó mi tío a domingo.
— ¡ , está más seguro...! — respondió éste pisando con fuerza y andando desembarazadamente como para demostrar nos que él estaba habituado a caminar por aquellas alturas.
todas las personas que se hallaban cerca de nosotros se echaron a reír despiadadamente, así que oyeron la pregunta de mi tío.
éste se puso pálido de ira. ¡maldita risa que por todas partes le perseguía!
habíamos ¡segado algo temprano; pero las localidades fueron llenando se en breve tiempo.
el público se impacientaba: silbaba y aplaudía para que levantasen el telón.
— ¡falta el presidente, no ha llegado todavía! — nos hizo notar domingo.
a nosotros nos gustó sobremanera aquella facultad que se tomaban todos de silbar y aplaudir como en una corrida de toros y comenzamos a meter tanto ruido, con nuestros silbidos y palmadas, que un guardia nos hubo de amonestar para que calláramos.
esto fue motivo de nuevas risas y burlas de los que estaban sentados a nuestro alrededor.
mi tío volvió a incomodar se.
domingo, que se hallaba muy gustoso con la diversión que nos había proporcionado, nos preguntó por qué habíamos enmudecido de repente, y como le dijésemos que el guardia nos lo había advertido, exclamó:
— ¡bah!, no le hagáis caso a ése.
y volvimos a meter ruido.
— ¡diablo de presidente, cuánto tarda...!, ¿estará durmiendo...?, ¿estará comiendo...? — se preguntaban los que estaban sentados a nuestro lado.
— ¡eh, ya está allí! — exclamó domingo señalando un palco de el segundo piso que tenía adornada su barandilla con una cortina de damasco rojo y un gran escudo nacional de madera dorada.
la puerta de este palco se abrió y dio paso a un hombrecillo pequeño, grueso, algo calvo y con un bigotillo perfectamente dividido en dos partes. vestía con elegancia. llevaba un enorme brillante en el dedo meñique y una hermosa leontina de oro, que a el reflejar las luces de el gas sobre el paño negro de el chaleco, parecía despedir llamas.
un aplauso más nutrido y prolongado que los anteriores acogió la llegada de el señor presidente.
— le hacen burla por lo mucho que ha tardado — murmuró domingo.
el señor presidente, moviendo su cabecilla, tan esférica que podría servir de remate a un bolo. saludaba a diestro y siniestro.
yo no sé qué comezón le entró en la lengua a mi tío o qué mal diablo le tentó, lo cierto de! caso fue que se le escapó un agudo silbido que hizo reír todo el teatro.
haciendo gestos de cólera y lanzando amenazadoras miradas, el presidente alzó la cabeza y clavó su vista en el lugar en que nos hallábamos sentados.
mi tío, hecho casi un ovillo, pugnaba por ocultar se tras de domingo.
el oficioso guardia encaminó se a nuestro sitio, y después de mil aspavientos, nos agarró por un brazo. gracias a la oportuna intercesión de domingo y otras personas, no nos echó fuera de el teatro. quedamos abochornados, humillados; y a pesar de que ya el telón se había alzado, no osábamos levantar la vista por el borde de el antepecho, ni siquiera atender la representación.
sólo nos enteramos de los últimos actos de .
durante todo este tiempo estuvo mi tío crujiendo los dientes y crispando los puños.
— ¡oh, si hubiera podido aplastar todo el teatro de una gran puñada, lo hubiera hecho sin vacilar!
y cuando se fijaba en el sillón de el presidente daban le deseos de llorar: estaba profundamente arrepentido de haber silbado a aquel noble señor.
cuando concluyó la función apagaron se de momento la mitad de las luces; las demás quedaron a media llave. una especie de turbia atmósfera envolvía a los espectadores. mi tío entonces miró en torno suyo; y convencido de que nadie lo observaba, se acercó a el antepecho de la cazuela y echando medio cuerpo hacia afuera, mostró los puños a aquel público que se había reído de él, que a el retirar se, le volvía tranquila y despreciativamente la espalda, y murmuró con rabia:
— ¡ya, ya veremos; juro que seré algo!
después, orgulloso y satisfecho con este brutal desahogo se unió a domingo y a mí que ya bajábamos por la escalera.
en todo el camino no pronunció palabra alguna: iba con la cabeza baja. así llegamos a el .
cuando se acostó, su imaginación fuertemente impresionada hacía le ver se a sí mismo dando vueltas en vertiginosas espirales que abarcaban grande espacio y se remontaban hasta perder se en lo alto, rodeado de humeantes antorchas de pihuelos desarrapados que le encendían con sus agudos libidos y tremendos golpes de lata. y como dotados de mágica potencia, volaban también, el negro de el muelle y los hombres de el retaco; el bote de domingo y el bergantín ; las cucharas, las jarras de plata cincelada, los espejos, las luces de el y las vidrieras de los establecimientos, a través de las cuales veía, horriblemente agrandados, como el teclado de un órgano, los dientes de el platero. entraban también en la general y exótica danza los hondos fosos en cuyas oscuras concavidades creía ver lucir, a manera de deslumbradoras chispillas de fuego azules, verdes, amarillas y rojas, los topacios, esmeraldas, amatistas y rubíes. de repente cesaba aquella fantástica y aturdidora balumba y creía mi tío ver se sentado entre el círculo de luces de la gran araña de cristal de el teatro atendiendo desde allí la representación, pero con orden invertido; es decir, el público, representaba en el escenario, y los cómicos, ocupaban el sitio de el público; el presidente hacía el papel de , mientras que éste, alisando se las grandes patillas con ambas manos, apoyados sus codos en el mosquete de ancha boca, ocupaba el sillón presidencial.
a el amanecer, a favor de la débil claridad que llenaba el cuarto, pude ver a mi tío mordiendo se los puños, golpeando la almohada con furor, y oí también que murmuraba:
— ¡oh, juro que seré algo!
después de este borrascoso de nuestra llegada, una mañana, poco antes de las diez nos encaminamos a la oficina de el excelentísimo señor .
estuvimos sentados en la antesala de el despacho largo tiempo. no había llegado aún, a pesar de haber sonado, buen rato hacía, la hora de reglamento. a el fin llegó como a la una y por poco se cae mi tío de el asiento, de el susto que se llevó a el ver lo. a punto estuvo también de dar a el diablo su carta de recomendación y su destino, a el reconocer en el mismo hombrecillo grueso, calvo, elegantemente vestido que había presidido la representación de y que él había silbado. mas , interpretando por impaciencia aquellos gestos que lo eran de temor, se encaró con mi tío y le dijo:
— ¡eh!, señor mío, no se apure tanto; hay otros antes que usted.
con esto le tranquilizó por completo.
seguimos guardando antesala.
después de cambiar su levita de paño negro por otra de ligero y blanco dril, de poner se una cachucha de pajilla con visera de ámbar, de sacudir con su pañuelo la mesa y de abrir uno o dos armarios, preguntó a un señor de alguna edad de qué negocios venía a tratar.
habló le a el anciano algunas palabras a el oído.
— ¡ah!, sí, ya sé — dijo alegremente —, venga usted acá.
y sonriendo le hizo entrar, tras él, en un gabinete reservado a el que servía de puerta una cortinilla de damasco rojo dividida en dos partes iguales.
la luz de el sol que caía de lleno sobre un extenso y cuadrado patio, grandes nubes blancas que parecían orladas de luciente plata, la pesada atmósfera de el salón y un aire tibio que penetraba a bocanadas por una gran persiana de madera y vidrios de colores, primero, proporcionaron a mi tío plástico sopor y somnolencia, y luego, le sumieron en sueño profundo.
— ¡ea!, a dormir a la calle — le advirtió bruscamente, dando le un par de fuertes manotadas en el hombro, el ujier que guardaba el despacho de —, ¡babiecas estos que no saben guardar el respeto debido a la autoridad!
llegó, después de más de dos horas de espera, nuestro turno para hablar le a el señor .
pusímo nos de pie delante de la mesa de despacho y mi tío comenzó a decir de esta suerte:
— excelentísimo e ilustrísimo señor: venimos recomendados a usted para que nos busque, es verdad, por ahí, un buen destinillo, que lo agradeceremos mucho, como hay . el señor marqués de nos ha dado esta carta..., esta carta... para enterar le de cómo somos parientes suyos, de verdad, y responder que somos hombres honrados...
pero mi tío no daba con la carta de recomendación que dijo a que llevaba. registrando se los bolsillos, cambiaba de colores, corrían le gruesas gotas de sudor por la frente y la cara, ¡diablo de carta tan bien cuidada y que nunca aparecía cuando debía aparecer!
— no se apure usted tanto, señor, tenga calma — dijo compadecido de las torturas que sufría mi tío —. vea si es ese papel que está debajo de el asiento que ocupaba.
con efecto; debajo de el asiento había un pape! doblado: era la carta de recomendación.
mi tío la recogió y la presentó a .
pasó éste su vista por los renglones de la carta. a la mitad de la lectura tornó se su semblante más placentero; y señalando nos dos sillas, nos brindó asiento a su lado.
— ¡oh! sí, desde luego — exclamó a el acabar de leer la carta —, en cuanto esté vacante algún destino cuenten ustedes que serán colocados. tendré mucho gusto en complacer a el señor marqués: cuanto soy y tengo a él lo debo. y esta carta, ¿se la entregó a ustedes personalmente el marqués?
— sí, excelentísimo señor.
— llamen me simplemente : supriman los tratamientos mientras estemos solos. ahora bien: cuando haya delante alguna persona, entonces... no lo supriman ustedes..., no por mí, sino por el carácter de mi posición... mi cargo, mi... ya saben ustedes ¿eh...?
— oh, sí, señor...
el ujier interrumpió nuestra conversación con indicando a éste, por señas, que una persona que le aguardaba deseaba hablar le. — ustedes me dispensarán, señores, tengo tantas ocupaciones a que atender que a veces deseo dividir me en diez pedazos.
apenas concluyó de decir esto, salió ; y mi tío, pegando se un fuerte golpe en la quijada, exclamó:
— ¡cuando pienso que hace poco que me he dormido como un puerco delante de este buen señor!
volvió; como nos reiterara su promesa de buscar nos un buen destino, entendimos que debíamos de retirar nos y así lo hicimos. a el atravesar la antesala, el ujier, que había reprendido tan duramente a mi tío, a el notar la amabilidad con que nos había tratado su jefe, quiso congratular se con nosotros. nos detuvo sonriendo y comenzó a hablar nos de el pueblo y a aconsejar nos con mucha gravedad.
yo me senté cerca de la puerta de el despacho y con asombro oí decir claramente a :
— ¡vaya con la ocurrencia de el marqués!, ¿si creerá que no hay sino decir: ahí te van esos dos, coloca los? ¡y qué dos!, ¿por ventura andan aquí los destinos como guijarros? ¿por qué antes de que vinieran no les buscó él uno, sabiendo que es más fácil conseguir los desde allá, que estando aquí? pues no, señor, ha tenido la ocurrencia de endosar me ese par de monigotes porque son mis parientes. ¡maldita parentela la que tengo, que no hace sino gimotear y pedir! después abandonó su mesa de despacho y se colocó de modo que pude ver le retratado en los vidrios de un magnífico estante lleno de expedientes y libros.
tomó una silla, apoyó el respaldo de ésta en la pared, metiendo se la mano en los bolsillos y clavó la vista en el techo.
de cuando en cuando se escapaban algunas palabras.
— ¿en dónde encontraré dinero? — repetía.
de pronto dio se una gran palmada en la frente, comenzó a gesticular, de tal modo que parecía que se le había vuelto el juicio, y señalando el suelo, decía:
— aquí, aquí está la mina.
y prosiguió hablando solo como un insensato.
— ¡eh, plan hecho!, ese par de imbéciles serán los mineros! bueno es que lleguen a nuestro lado algunos mentecatos: el día que menos se piensa son útiles.
no pude observar ni oír más: mi tío terminó su charla con el ujier y salimos de las oficinas.
cuando nos encaminábamos a el nos encontramos con domingo a el cual ponderó mi tío, de tal suerte, la distinción con que nos había recibido y las promesas que nos había hecho, que asombrado el ingenuo botero metió se ambas manos en sus hondos bolsillos, abrió desmesuradamente la boca y los ojos, y exclamó:
— ¡qué suerte tienes, demongo!
un paredón de una casa contigua, verdeado por la humedad, y que casi podía tocar se con la mano desde la ventana por donde penetraba la claridad a nuestra habitación imprimiendo le, aún a las doce de el día, una luz de tinte lívido, amarillento, triste; un patio muy angosto, de forma triangular, sin losas, en cuyos rincones crecían entre muebles desvencijados y botellas vacías rotas, enfangadas, los hongos, musgos y helechos y alguna que otra trepadora con el tallo acuoso, las hojas verde claro, descoloridas, cloróticas; un inmenso tejado de color rojizo oscuro, cruzado de noche por hambrientos gatos cuyas negras y escuálidas siluetas se destacaban sobre el fondo azul profundo de el estrellado cielo; las paredes interiores de nuestra habitación blanqueadas hasta el suelo por innúmeras capas de lechada; dos catres, el baúl, una mesa de pino donde poníamos los instrumentos de afeite y una bujía embutida por el cabo en la boca de una botella; tal era la perspectiva interior y exterior de nuestro miserable tugurio.
era una mañana: la llovizna caía lentamente y en finísimas gotas. a intervalos una ráfaga de viento la hacía llegar hasta el interior de nuestra habitación, pues la ventana sólo tenía por defensores, contra las inclemencias de el tiempo, unos pedazos de vidrio rotos y empolvados. veían se flotar moléculas de agua casi impalpables que iban a posar se tranquilamente en los muebles, en el suelo, en la pared, en el techo; dondequiera que se pusiese la mano quedaba mojada. ésta fue la triste mañana en que nos levantamos sin tener un solo real de vellón.
mi tío estaba sentado en el borde de su cama reflexionando acerca de el modo de salir de situación tan crítica. y yo permanecía en mi lecho fingiendo dormir para dejar a mi tío en libertad de tomar el partido que mejor le acomodase.
una vez llegó hasta mi cama y comenzó a mover la con fuerza; pero ya podía haber le dado más impulso que el fuerte que le dio, que yo había resuelto no mover me.
— ¡qué bestia tan feliz! — dijo abandonando este sistema de despertar me y escogiendo el de taconear con fuerza y dejar caer la tapa de el baúl.
a eso de las doce me sacudió mi tío por un brazo llamando me holgazán y perezoso y asegurando me que venía de almorzar. bien sabía yo que no había almorzado, pero me guardé de contradecir le.
en ese momento se abrió la puerta de el cuarto. y a fe que nos sorprendió, pues hacía tiempo que ninguna mano extraña la empujaba; tan sólo éramos nosotros los tristes que por ella entrábamos y salíamos.
reconocimos en el inesperado visitante el ujier de la oficina de .
— ¡ea!, señores — exclamó —, traigo buenas noticias. parece hoy muy contento y os manda buscar. conque adiós: y hasta luego.
la puerta volvió a cerrar se.
mi tío corrió dos o tres veces de un lado a otro de la habitación buscando su levita y su sombrero. como si hubiera tenido inesperada revelación alzó con ligero movimiento la cabeza. el júbilo brillaba en su mirada, dio me tres o cuatro palmadas en la espalda y exclamó:
— , hoy empieza nuestra carrera..., viste te, acepilla te la ropa, sacude tus zapatos...
— pero, tío, ¿dónde hemos de ir bajo este aguacero...?
— es verdad, llueve; y no podemos pagar coches. pero hay que ir allá aunque reventemos.
salimos.
cuando llegamos a el despacho de no estaba con él ninguna otra persona; quizá porque llovía.
— adelante, querido? primos — exclamó creyendo, sin duda, que nos habíamos detenido por cortesía o respeto, cuando no era por otra cosa que para escurrir nos algo las ropas empapadas de agua.
— desde hoy podéis contar con el destino que os prometí — dijo .
mi tío estuvo tentado de arrojar se a los pies de su bienhechor.
— pero...
este pero le contuvo y le hizo abrir tamaños ojos.
— no disfrutaréis por ahora de sueldo alguno; no seréis más que aspirantes, ¡eh!, así se empieza.
— ¡oh!, cuán bondadoso es vuecencia...
— ¡eh!, — interrumpió —, fuera cumplidos, tutea me; seremos compañeros, a más de primos, ¿eh? ya nos auxiliaremos mutuamente.
— ¿y cuándo podremos empezar a trabajar?
— hoy es jueves..., bien; pueden ustedes dejar pasar los días que restan de esta semana y el lunes, poco antes de las diez, vengan se por aquí, que yo influiré ahora a , mi portero, para que os indique lo que debéis hacer. ¿saben ustedes leer y escribir?
— sí, señor — respondimos.
— bien; es todo lo que se necesita. ¿y estáis algo prácticos en la lectura de la letra de pluma?
— ¡vamos!, lo que es en eso, no mucho que digamos, pero, no hay cuidado, que si necesario fuese, ya me pondría en dos días más listo que un pez — contestó mi tío.
— veamos — argüyó sacando de una de las gavetas de su mesa un expediente... —, sí, veamos, no sea cosa que... hoy tengo poco que hacer; estos muchachos convierten en días festivos los de lluvia. puedo dedicar algunas horas a atender a mis amigos, ¡esa es la ventaja!, ¡vaya para los días en que trabajo como un burro!, ¿eh?
a mi tío le vinieron mil colores a la cara y estuvo demorando todo el tiempo que le fue posible la lectura de el expediente; por fin no tuvo más remedio que leer lo, y francamente, lo hizo bastante mal. después de mi tío, puedo decir lo porque esto no debe envanecer ni privar de la fama de su modestia a nadie, tomé yo el expediente y leí con tal corrección que hasta el mismo me envidió. conviene advertir que, aunque invertí con domingo algún tiempo en cometer diabluras en mi pueblo, saqué de los estudios bastante provecho a pesar de que teníamos por profesor a un tal , o , que tanto vale lo uno como lo otro. el cura de mi pueblo, reparando mis claras luces, solía decir a mis familiares:
— que este muchacho sea tan travieso, no tiene mala cabeza. si le mandáramos a podría hacer se nos allá un virrey.
pero la verdad es que si no aprendí más, la culpa no fue mía. ¡dios me libró en buena hora de haber tenido la tentación de exponer ciertas dudas y de hacer ciertas preguntas a el maestro de mi pueblo! seguro estoy de que de haber ocurrido semejante cosa, no contaría por sanas todas mis costillas. era el tal , hombre rudo, intratable y vanidoso: castigaba nos caprichosamente. si alguno de sus discípulos ponía un rabo de papel a una mosca, como él llegara a enterar se de la travesura todos los de la escuela éramos abofeteados de lo lindo sin distinción de justos ni de pecadores. aprendimos nuestras lecciones, no por afición a el estudio, sino de puro terror a la palmeta.
— ¡la letra con sangre entra! — repetía sin descanso.
y mejor manejaba aquel trozo de madera que siempre mantenía enarbolado a nuestra vista, que las pocas ideas que había logrado introducir se en el cráneo. con tal sistema de enseñanza todo ocurría muy en contra de los deseos de el buen maestro, pues nuestra sangre salía y las letras no nos entraban.
la hora de ir a la escuela era para nosotros señal cierta de suplicio: así es que a el encaminar nos a ella acortábamos nuestros pasos figurando nos que de esta suerte conseguiríamos también detener la marcha de el tiempo.
el vapor comprimido en una gruesa caldera y que brota silbando por cualquiera válvula que se abra, las aguas tranquilas de un estanque que saltan a el caer en ellas una gran piedra, nunca se movieron con tanta velocidad como nos movíamos nosotros a el salir de la escuela.
por puertas, ventanas, rendijas, por cualquier hueco capaz de darnos paso, nos escapábamos en cuanto sonaban en el reloj las cuatro, sin que nos tomásemos el trabajo de aguardar más señales ni permiso de el maestro, quien quedaba las más de las veces con la palabra colgada de los labios.
no estará de más que advierta que eran las cuatro en la escuela antes que en otro punto de el pueblo, cuya extensión no pasaba más allá de dos yugadas, y este milagro se debía a algunos muchachos que empujaban con los dedos e! minutero y el horario a el menor descuido de el maestro. pero, a el fin, todo se descubre en este mundo, y como se descubriera un día nuestra trampa, hubimos de pagar con intereses y costos a el maestro las horas que le habíamos hurtado.
por la menor falta ponía nos a escribir pliegos y más pliegos: a menudo a llenar los de palotes y como no los trazásemos derechamente, decía nos: «qué lástima no se conviertan en palotes verdaderos para romper nos la cabeza a todos».
si no nos aprendíamos de memoria las largas lecciones de catecismo que nos señalaba, encajaba nos bonitamente en la cabeza unas orejas de asno que había hecho. con frecuencia se enorgullecía de esta obra y nos explicaba que nadie le ganaba en hacer orejas.
otras veces, a más de aquel aparato, y para que la ilusión fuera completa, nos exigía que imitásemos el rebuzno de el burro. y si no acertábamos a imitar lo como él deseaba, nos daba de coces y gritaba: — así no; así.
y se ponía a rebuznar para enseñar nos.
el mejor discípulo de este buen maestro había sido mi tío. muchas veces nos lo citaba a todos para que tomásemos ejemplo de él.
por estos motivos era la escuela nuestro mayor tormento. y lo peor de el caso que no teníamos quién nos amparase de el mal tratamiento que en ella se nos daba, pues si acudíamos a nuestros padres, éstos nos decían que cuanta corrección se nos hiciera bien empleada nos estaba por tunantes, que de la misma manera habían aprendido ellos, sólo que en su época, eran más fuertes aún los castigos, cuando no se les antojaba llevar nos cogidos de el brazo a el colegio, por toda contestación, y recomendar nueva y especialmente a el maestro que nos diera mucho palo si quería sacar algo bueno de nosotros.
repito que no tomé a el estudio afición alguna y que lo que logré aprender fue más bien por miedo a la palmeta que por amor a la sabiduría. repugnaba me por extremo una cosa que había de ser adquirida a costa de dolores y sufrimientos en una edad en que la naturaleza toda sonríe y el sol parece que sólo alumbra horizontes rosados y de oro.
no sé lo que lograría aprender mi tío.
lo que sé es que por las noches me asaltaban horrorosas pesadillas, en las que mi impresionada imaginación me representaba la antipática figura de el maestro como una inmensa sombra de forma humana que todo lo cubría y que llevando en la mano una palmeta colosal daba tremendo golpe a nuestro globo haciendo lo estallar en mil pedazos; y entonces, el bello cuadro que la naturaleza ofrecía a mis ojos tornaba se en montón de informes ruinas, a través de cuyas grietas y esparcidos escombros salían clamando pavorosas voces:
— ¡la letra, la letra con sangre entra!
llegó un momento en que asociado de domingo decidí dar fin a mis padecimientos, y el tiempo que debía pasar en la escuela lo empleé en divertir me a costa de los pacíficos y laboriosos vecinos de mi pueblo, cuyos viñedos y demás frutales eran acribillados por las pedradas que les tirábamos para tumbar los frutos; ya se sabe que estas correrías terminaron por el escopetazo de el tío .
pero mi tío, que sin duda tenía instrucción sobrada, con la que le había dado su buen maestro , miraba con torvo ceño a cuantos mostraban deseos de aprender y hasta se mofaba, con mala intención, de todos ellos.
más de dos horas estuvimos hablando con después de nuestro previo examen. y tanto nos prometió, y con tanta amabilidad hubo de tratar nos, que se captó por completo nuestras simpatías.
¡ea, ya estamos desempeñando nuestro empleo!
quizá desee alguno saber en qué oficina de el estado se hallaba nuestro empleo, pues... en cualquiera, en la misma en que trabajaba .
nuestra plaza de aspirantes no tenía anejo empleo alguno determinado. por lo pronto se nos puso a sacudir expedientes.
cuando llegamos a las oficinas, aquel lunes por la mañana, el ujier, , mi portero, como le llamaba , siguiendo en todo las instrucciones que éste le había dado, nos condujo a un pequeño cuarto cuyas paredes no se veían pues estaban cubiertas por pilas de expedientes tan altas que tocaban el techo. una vez allí nos dijo que debíamos sacudir aquella papelería y volver a poner otra vez en su lugar con mucho tiento y cuidado, cuanto legajo tocáramos. nos dio un par de fósiles de plumeros, es decir unas cosas que fueron plumeros en su tiempo. después se marchó, y nos dejó más pesarosos y acongojados que si nos hubiéramos caído en un profundo y oscuro pozo.
lo primero que hicimos en cuanto volvió las espaldas el portero, fue mirar nos mutuamente la cara y bajar hasta el suelo el par de plumeros que ya habíamos empuñado con brío para el ataque y derribo de aquella muralla de papel.
estuvimos largo rato sin variar de posición: continuábamos mirando nos como dos tontos.
yo fui quien rompí si silencio.
— ¡y éste es el gran destino!
mi tío, por toda contestación, echó mano a un expediente y dio el primer plumerazo.
imitando su ejemplo eché mano a otro por opuesto rumbo y comencé a trabajar con ahínco. los plumerazos de mi tío menudeaban tanto como los míos. cada vez que sacábamos algunas piezas y dejábamos abierto un hueco en las pilas de expedientes, veíamos aparecer nuevas pilas detrás de las primeras y tras de éstas, otras, y así sucesivamente. mas no nos desanimábamos: en diez o doce días nos prometíamos terminar nuestro trabajo, llegar nos a y decir le:
— no queda un grano de polvo entre los papeles.
y él, que seguramente habría de quedar gustoso de nuestra actividad, nos ascendería a otro empleo de más categoría y provecho.
nubes de polvo llenaban el espacio de aquel departamento; columnas enteras de expedientes rodaban por el suelo impulsadas por nuestros plumeros. teníamos entablada mi tío y yo una emulación sórdida, tenaz. a cada rato nos deteníamos un cortísimo instante para reparar con disimulo el estado de nuestro trabajo; y el más rezagado redoblaba sus esfuerzos y el afán de poner se a el igual de el más adelantado. aquello era un combate mudo, una silenciosa batalla. ya estábamos imaginando nos, por lo menos, que éramos un par de cíclopes derribando enormes muros.
llegó un momento en que los golpes de los plumeros, el roce de los papeles, el polvo, el ruido sordo semejante a el de lejanos tiros de cañón que producían los expedientes a el chocar de plano unos con otros, los estornudos que dábamos por causa de aquel polvo que nos entraba por las narices y que nos era fuerza aspirar en nuestra plaza de aspirantes, formaba todo indescriptible balumba.
en este momento apareció, de improviso, bajo el dintel de la puerta, un señor de alguna edad.
— ¿qué es esto?, ¿qué demonios son estos que se han aparecido hoy aquí?, ¿quién ha dispuesto que vengan a trastear mis papeles estos hombres?
y por este tenor prosiguió gritando y pateando de tal suerte que atrajo muchas personas. mi tío estaba aterrado; y yo, punto menos.
— ¡eh!, oigan ustedes, zoquetes; digan de una vez quién os ha mandado aquí.
— pero, señor... — respondió mi tío más muerto que vivo —. nos lo ha dicho.
la contestación de mi tío contrarió sobremanera a el impaciente anciano.
pero siguió gritando:
— ¡hola! , llame usted a , corra usted, vuele usted. llegó a poco , y el nervioso señor tomó una actitud menos soberbia.
— excelentísimo señor — dijo con el tono con que habla un subalterno a su jefe —, he llegado a trabajar a la hora de reglamento, según acostumbro hacer lo todos los días, y no he podido comenzar mi despacho. verá por qué. todo esto lo han revuelto esos dos hombres que dicen que están autorizados por vuecencia.
respondió que ciertamente nos había mandado allí, pero que nosotros éramos muy estúpidos por no haber entendido lo que él de modo claro nos ordenó; que se nos había dicho que limpiásemos aquello, pero no que nos tomásemos la libertad de revolver tanto, y que, por consiguiente, volviésemos a colocar los legajos de el mismo modo como los habíamos encontrado, y nos marchásemos con la música a otra parte, pues para empezar no podíamos haber lo hecho peor.
y después, estrechando fuertemente la mano de el viejo y llamando le repetidas veces honrado y protestando que era su más querido empleado, se retiró.
en cuanto volvió las espaldas tornó el viejo, llamado , a abusar de su situación, esto es, a decir nos improperios, mientras volvíamos a su sitio, rojos de bochorno y rabia, toda aquella maldita papelería.
mi tío casi se sintió tentado a coger a aquel hombre por el pescuezo y dar le tres o cuatro sacudidas para resarcir se, de algún modo, de el mal trato que venía sufriendo por todos, desde la víspera de el día de los reyes magos en que desembarcó.
después de acomodar bien los expedientes nos salimos de las oficinas sin despedir nos de nadie, de allí con la convicción de haber molestado mucho en el poco rato que estuvimos y además, con la de que, lejos de hacer falta a persona alguna, habíamos estorbado mucho.
ya estábamos algo apartados de la puerta de las oficinas cuando vimos llegar corriendo hacia nosotros a , el portero de , quien nos obligó a detener nos por orden de su jefe, cosa que nos asustó sobremanera, pues sospechábamos que nos llamaba para ajustar nos las cuentas.
pero desde que entramos en el despacho de el señor jefe y le vimos venir hacia nosotros, sonriente y con los brazos abiertos en actitud de abrazar nos, se nos disipó todo temor.
— ¡eh! — dijo haciendo nos unos gestos muy significativos —, ¿habéis tomado por lo serio la ocurrencia?
— excelentísimo señor... — comenzó a decir mi tío.
— ¡eh!, — interrumpió —, ya sabes que somos primos, tutea me pues. yo he sido quien he tenido la culpa de haber hecho pasar a ustedes un mal rato: debí haber les preparado antes. pero, también ustedes armaron allá abajo una polvacera y un barullo de tres mil diablos, así es que no tuve más remedio que reprender los delante de .
mi tío y yo nos mirábamos asombrados y como para convencer nos de que realmente nos hallábamos despiertos.
— sepan ustedes — prosiguió — que yo comencé mi carrera por donde mismo la van a comenzar ustedes. es necesario trabajar con constancia. y sobre todo aprender a callar lo que se debe callar, y decir tan sólo lo que se debe decir, ¿eh? de eso dependerá vuestra suerte futura. vosotros que os habéis encontrado en el camino conmigo, que os guiaré, que tendré mucho interés en servir os; sí, queridos, sí, en servir os...
— ¡oh!, gracias, gracias — interrumpió muy emocionado mi tío.
añadió:
— ese cuartito en donde habéis estado fue el primer escalón que subí para llegar a la posición que hoy ocupo. conque... ya lo sabéis. pero es necesario que os sometáis a cuanto yo os ordene, que no os apartéis un ápice de el camino que yo os trace, porque si hacéis lo contrario desde luego os pronostico que no haréis fortuna y que os pesará.
calló un momento y luego prosiguió:
— mañana volveréis a la misma hora que hoy a el cuartito; sacudiréis otra vez los expedientes; pero levantaréis más polvo y haréis más ruido y confusión que hoy. cuando llegue chillará. yo volveré a reprender os. es lo único que debéis hacer por ahora, ¿eh? me alegraba infinito la idea de volver a hacer rabiar a para vengar me de los denuestos que nos había endilgado. mi tío no cabía en sí de gozo a el pensar que se hallaba nuevamente bajo la protección y amparo de su ilustre primo .
el día siguiente, a la misma hora, volvió a producir se en las oficinas la misma escena, con la diferencia de que, alentados por las palabras de , y animado también por igual motivo , el alboroto fue esta vez mayor. gritó y pateó con redobladas fuerzas; y nosotros derribamos doble número de expedientes y llenamos el cuarto con densas capas de polvo.
para completar la escena también bajó ; mas en lo que éste dijo sí hubo variación, pues encarando se con y espetando le cuatro o cinco ¡eches!, que era su exclamación favorita, le manifestó que aunque nos despidió el día anterior, llegó a compadecer se de nosotros luego que la reflexión había sustituido a la cólera; que sería contra dejar abandonados un par de infelices como lo éramos nosotros, y, por último, le recordó que todos estábamos en el mundo para servir nos los unos a los otros y para proteger nos y amar nos mucho, por lo cual debía dejar nos estar allí mientras limpiásemos el polvo a los expedientes.
— esos legajos — añadió —, se están echando a perder ahí; es necesario que se atienda a su conservación, ¿eh?, ya sabe usted que es el archivo más importante de nuestras oficinas. estos dos señores están pagados de mi bolsillo para hacer este trabajo, ya que a quien le corresponde hacer lo, no lo hace.
se puso rojo.
— señor — balbuceó —, vuecencia sabe que nadie cumple aquí sus deberes mejor que yo; pero no me alcanza el tiempo para...
— precisamente porque lo sé — interrumpió — es por lo que pago con mucho gusto esos dos hombres; de esa suerte queda usted aliviado de trabajo. y cuenta que esto lo digo porque ha dado usted lugar a ello: era mi propósito que nadie, ni usted mismo, llegase a saber lo.
— oh, gracias, gracias, excelentísimo señor. perdonad que mi torpeza no me haya permitido comprender antes rosos delicados sentimientos — replicó .
le estrechó la mano y sonriendo le dijo:
— a usted no le hace falta más que un poquito de paciencia, señor , pues es usted muy irritable; por lo demás goza usted, por su honradez y formalidad, de la estimación de cuantos le conocen... y en particular de la mía.
con esto quedó muy tranquilo un par de días, pero el tercero volvió a el temo de maldecir de la hora en que habíamos puesto los pies allí; y qué sé yo qué otras cosas maldijo además de nuestros.
la verdad era que, con permiso de , abusábamos de la paciencia de aquel pobre viejo; lo cual mucho me ha pesado después. no tenía otro remedio que trabajar en el mismo cuarto en que sacudíamos los expedientes; allí había una gran mesa en la cual se sentaba y escribía sin descanso hasta la hora que se retiraba; y el ruido, el polvo y, más que todo, nuestros malos propósitos, le traían asediado.
este era nuestro principal y más eficaz empleo: revolver le la bilis a . y a fe que lo desempeñábamos a las mil maravillas. algunos nos preguntaban con aspereza:
— ¿por qué os complacéis en hacer rabiar a ese pobre viejo?
— señor — contestábamos nosotros —, no le hacemos rabiar; nos ha mandado aquí para que arreglemos esto. ¿no ve usted en qué lamentable estado se encuentra todo? es el que tiene muy mal genio, señor, crea lo usted, muy mal genio.
con esta contestación se retiraban convencidos de que ninguna culpa teníamos. rara vez no cambiaban de repente el aspecto severo de el semblante y trataban de hacer nos olvidar la pregunta que nos habían hecho, a el oír el nombre de . más que convencedor argumento parecía este nombre un verdadero talismán.
¿ lo había mandado?, ¡pues punto en boca! era ; y todos nosotros sus profetas.
cuando nos encontrábamos con este excelentísimo señor, nos estrechaba afectuosamente la mano y con cierta maligna sonrisilla:
— ¿qué tal sigue el viejo? — nos preguntaba.
— más rabioso que nunca — contestaba mi tío.
— pues nada, adelante, ¿eh? — nos animaba el buen .
era como de setenta años de edad, de mediana estatura, de barba completamente cana, muy delgado, muy pulcro: vestía siempre desde la corbata a los zapatos de género blanco y esmeradamente planchado.
, justiciero, honrado, incorruptible, jamás dio siquiera qué murmurar durante el desempeño de su cargo. esas especies de ráfagas de desatado vendaval que barren cuanto hay en las oficinas de el estado, a la caída de cada ministerio, no habían logrado arrancar lo de su destino, como no arrancan a las bien arraigadas palmeras los más furiosos huracanes. tal era, cosa bastante rara, el respeto y consideración a que se había hecho acreedor por sus méritos.
además, necesitaba se mantener en las oficinas una persona laboriosa y entendida para que encaminase a los novicios, los cuales llegaban sin atinar con los más rudimentarios conocimientos de el cargo que debían desempeñar. y nadie más apto para tales encomiendas que , cuyas opiniones políticas jamás se conocieron. hablaba muy poco; lo que con frecuencia hacía era vociferar y poner se nervioso en cuanto se incomodaba
todos los que tenían ocasión de ir a las oficinas miraban con curiosidad y respeto aquel anciano de noble rostro que trabajaba afanosamente escribiendo siempre sin descanso, y que no hacía otros movimientos que los indispensables para cambiar los expe dientes, doblar el papel y mojar la pluma. parecía un muñeco de cera; sus acompasados gestos tenían no sé qué sello de mecánicos.
su único defecto era aquel irritable genio; pero la verdad era que el infeliz pasaba, aislado en aquel cuartito repleto de papeles, cada rabieta que le cosía los hígados. por eso sus nervios habían adquirido un grado normal de irritación: una mosca que le volase tres veces por delante, un borrón que cayera en las páginas en que escribía y un papel grasiento por el uso, eran cosas, cada una por sí sola, capaces de poner en honda conmoción todo el sistema nervioso de el honrado .
entonces se le rompía la cuerda a el muñeco. hacía gestos y contorsiones, que si se describieran, parecerían inverosímiles, dada la disposición de los huesos de el esqueleto humano.
treinta años de estar desempeñando un mismo empleo habían le proporcionado exacto conocimiento de el lugar que ocupaba cada uno de los innumerables expedientes de que estaba atestado el departamento de su cargo. apenas se le comunicaban órdenes para que facilitase datos, o bien se le pedían éstos de palabra, con objeto de poner a prueba su habilidad, que sin mirar los libros índices, que para su particular uso tenía, quitaba líneas enteras, grandes montones de voluminosos legajos, y sin abrir el que entre ellos elegía, sin fijar se a veces en los rótulos, a el entregar los decía con la completa seguridad de un matemático que presenta la fácil resolución de un problema:
— ahí va; ese es: en tal página se encuentran los datos que se me piden.
el pueblo o ciudad donde se habían promovido los asuntos; la época en que cursaron; el nombre de las personas que en ellos habían intervenido, las resoluciones que se les había dado, las leyes, reales órdenes, reglamentos, decretos sobre la materia, todo era recordado de maravillosa manera por la incomparable memoria de . toda su ambición, su gloria toda, sus aspiraciones más caras, se hallaban reconcentradas en aquel cuarto cubierto de legajos con los cuales tanto se había encariñado. su mayor goce era que se le celebrase su idoneidad para el cargo que desempeñaba.
— ¡ah!, ¡amigo! — decía fingiendo una modestia que de seguro no podía tener, pues bien convencido se hallaba de que nadie le sustituiría con ventaja —, ¿de qué me servirían entonces más de treinta años de práctica?
nunca se le había intentado ascender a cargo de más categoría: en primer lugar, porque eran de mayor sueldo y de menos responsabilidad, ciencia y trabajo; y en segundo lugar porque nadie se atrevía a sustituir lo en el cargo que a la sazón desempeñaba.
durante los treinta años de permanencia diaria en su departamento nada más que dos veces había tolerado que extrañas manos tocasen sus papeles; y eso porque no dependía de su voluntad el impedir lo. una vez fue cuando comenzó su rápida y brillante carrera, gracias a las influencias de su padre. y la otra, fue por la época de que trata esta relación, cuando se nos hizo sentar plaza de aspirantes, es decir, que de esta segunda vez éramos nosotros los profanadores de los tesoros confiados a la honrada conciencia de y en los cuales ya había puesto codiciosas miradas .
ahora, sin mucho esfuerzo, podrá imaginar se cualquiera lo molesto que estaría el bueno de a el ver sus expedientes rodando por los suelos y maltratados por nuestros inservibles plumeros; y también a el ver la mesa, donde escribía, cubierta de una capa de finísimo polvo que estampaba la figura de cualquier cuerpo que sobre ella se posase; incluso los codos y el extremo de los dedos de el pulcro empleado.
una vez se permitió indicar a , que con objeto de que no le causáramos molestia con la limpieza de los expedientes en las horas de el trabajo, nos permitiera entrar en el departamento mientras él estuviera ausente de allí, a lo cual se opuso con tenacidad el anciano, diciendo, con una energía que nunca creimos ver le desplegar delante de , que eso no lo consentiría él nunca mientras fuera empleado.
a el otro día de este incidente corrían, como igualmente válidas por las oficinas, dos versiones distintas: una decía que había sido destituido; y otra, que voluntariamente había presentado su dimisión. esto nunca quedó de el todo claro.
general causó en las oficinas ver saltar, de improviso, a mi tío, de simple sacudidor de expedientes, nada menos que a el empleo que ocupaba , tan pronto como éste hizo dimisión de su destino.
«¿qué sabrá ese mequetrefe?, ¿habránse visto pretensiones semejantes?, ¡y le han puesto de sustituto de el empleado modelo, de el más instruido!»
así se expresaban los más caritativos compañeros de mi tío.
algunas personas pasaban por la puerta de la oficina, que hasta entonces había estado a cargo de , alargaban un tanto la cabeza, registraban con la vista lo interior, y se retiraban confusos. otras llegaban hasta la mitad de el departamento, titubeando como si hubieran equivocado el camino, miraban con perplejidad a su alrededor y se salían de allí balbuceando excusas.
y mi tío, ¡quien le viera!, tan orondo, con su rostro rebosante de satisfacción. , el ujier de , le había saludado aquella mañana con mucho respeto: le había llamado don, y le trataba de usía. su semblante mejoró mucho en pocas horas; aquellos ojillos tristes velados como por opaca nube, aquel aire amanerado, encogido como si le apretasen mucho las ropas iban desapareciendo rápidamente; chispeaba su mirada, y arqueaba los brazos moviendo los a el compás con donaire.
iba y venía de una esquina a otra de la habitación, siguiendo la línea diagonal de ella, con precisión matemática; tosía con fuerza; sacaba a el azar un expediente de el archivo, hojeaba lo con presteza, mascullaba palabras, hacía muecas, sonreía, metía se la mano entre el cuello de la camisa, daba patadas de impaciencia y volvía a su sitio fingiendo no encontrar en los legajos lo que buscaba.
luego tomaba un pedazo de papel, trazaba muchos números, los , los restaba sin preocupar se, ni poco ni mucho, de la exactitud de el resultado. acabado el pliego tomaba un cuadernillo entero, llenaba página tras página de , , echaba les alrededor rúbrica tras rúbrica y garabateando lo todo, de extremo a extremo, comenzaba igual tarea con otro cuadernillo.
— ¡eh!, bien veo que se trabaja — dijo entrando de rondón en el despacho.
mi tío, sorprendido en su ocupación, que mucho distaba por cierto de ser todo lo útil que había supuesto su protector, trató de ocultar disimuladamente los borroneados pliegos.
— tenemos mucho que hablar y más que hacer, amigo — prosiguió tomando una silla y sentando se cerca de mi tío —, hemos dado el primer paso con menos dificultades de las que yo imaginaba: es buen augurio. ahora es preciso que te enteres, querido primo, de cuáles son los expedientes terminados y cuáles no lo están. haz una lista de unos y de otros. aquí tienes el abecedario de que deberás servir te a el escribir los títulos y señas de los legajos.
y así diciendo sacaba de el bolsillo un pedazo de papel, lleno de extraños signos y lo entregó a mi tío.
este recorrió con mirada angustiosa aquellos trazos, y a medida que su examen avanzaba ponía se taciturno.
, adivinando lo que le preocupaba, objetó:
— bien sé que no podrás aprender lo en dos o tres días, pero sí en una semana, y entra en mi plan que no pase el término de ahí, ¿eh?
estuvo tentado mi tío de decir a que tal aprendizaje era superior a sus fuerzas y que por consiguiente renunciaba a su empleo, ¡aquel empleo tan apetecido!
— no hay que desanimar se, , te pronostico que llegarás a ser algo; pero también te digo que si empiezas a creer que la cosa más insignificante es un gran obstáculo, te perderás sin remedio. he notado que hacías gestos de desaliento mientras mirabas el papel que te he entregado; si no te es posible recordar los signos de memoria en una semana, ¡vaya!, te concedo dos, ¿eh? pero lo esencial es que lo aprendas. ciertas cosas que escribas no deben entender las más que tú y yo.
quedo un momento con la vista fija en el techo.
mi tío no apartaba la suya de el pliego que tenía entre las manos; y a medida que examinaba el contenido iba convenciendo se de que tardaría mucho más tiempo en su maldito aprendizaje, que todo el que pudiera conceder le su digno jefe.
bruscamente se levantó y exclamó:
— no me gusta descubrir a nadie mis proyectos con anticipación; lo preciso por ahora es el índice de los legajos. conque manos a la obra, , ¿eh?
y sin decir más se retiró.
todo el afán que tenía mi tío en emborronar papel y fingir que escribía mucho y muy de prisa, antes de la visita de su protector, se había trocado en una quietud extrema.
ni apartaba la mirada de el pliego de garabatos que se le había entregado, ni hacía el más mínimo movimiento; parecía extinguida, por un instante, la vida de aquel cuerpo; hasta sus ojos habían perdido el brillo con que poco antes les animara el júbilo.
— si me permitiera traer aquí a mi sobrino, compartiríamos el trabajo.
eran cerca de las dos.
mi tío se hallaba tan abstraído que no notó que , el portero de , con honores de ujier de toda confianza, había entrado con una pila de expedientes que dejó encima de la mesa.
así que vio mi tío el enorme bulto de papeles tan cerca de él, sorprendió se, y después que pasó un buen rato se atrevió a hojear los. en la última página de cada uno vio que se hallaban escritas invariablemente estas palabras: «pase a informe de el oficial primero de...»
«¡ese es mi actual empleo! — pensó enorgulleciendo se de ver su título reproducido en tantas hojas de pape: cosido como grandes libros —. ¡empiezo a ser nombrado ya. esto va a la carrera!»
y por este tema prosiguió levantando mil castillos en el aire y a considerar se el hombre más afortunado de el mundo.
en tan grato entretenimiento vino a interrumpir le un escribientillo, que sin ceremonias púso se le frente por frente de su ancha mesa de el despacho, y le dijo:
— de parte de el oficial cuarto de la vigésima sección vengo a pedir los expedientes que estén ya a la rúbrica.
mi tío oyó la voz de el intruso mandadero como el canto de millares de chicharras. la palidez mortal cubrió su rostro.
el escribientillo, que seguramente no debía de ser muy bien intencionado, notando los apuros que pasaba mi tío, creyó oportuno apurar le más.
— y me ha advertido que se los lleve cuanto antes, porque ya hoy no queda mucho tiempo.
— bueno — balbuceó mi tío —, ¿y qué tengo que hacer?
el tono con que pronunció el pobre estas palabras, habría conmovido las peñas; pero el tunante escribientillo debía ser más duro que ellas, pues lejos de dar la menor señal de compasión, continuó en su tonillo sarcástico:
— ¡hombre, señor jefe, hablando con el debido respeto, creo que eso debe saber lo usted mejor que yo!
— pero... — atinó a replicar mi tío sin atinar a qué medios acudir para salir de aquel atolladero.
el escribiente parecía gozar con las torturas que sufría el novicio jefe. — bien, diré que todavía no están despachados — repuso con la misma flema; giró sobre sus talones y ya se salía de el despacho, cuando mi tío le tiró de la levita.
— joven, no sea usted tan violento, no me pierda usted, espere se un poco — suplicó con voz temblorosa y casi apagada.
— ¿y qué quiere usted que yo le haga? ya estará creyendo se mi jefe que esta demora mía será porque me he ido a tomar refrescos a el café. es la primera vez que sucede en esta oficina semejante cosa. no puedo detener me más.
— ¿y usted no me lo podría arreglar, aunque no fuera más que para enseñar me? mire usted, con una vez que me lo enseñase ya lo sabría yo para siempre — rogaba mi tío.
el chancero escribiente tornó se más afable.
— sí, señor — repuso —, es trabajo bien penoso, pero podríamos arreglar nos; precisamente la oficina más recargada de trabajo es ésta. aquí hay ocupación para cinco o seis hombres, crea lo usted; yo no sé cómo usted se ha atrevido a aceptar este cargo. por lo pronto le advierto que el que venga aquí está expuesto a reventar el mejor día. únicamente , que tenía tanta práctica, podía sobrellevar tan pesada carga. y ya sabe usted, a el fin... dimitió.
oyó se en esto la tronadora voz de el portero, que llamaba a el escribiente quinto de la oficina de...
— adiós, que me llaman — exclamó marchando se precipitadamente el joven que hablaba con mi tío.
éste quedó presa de la mayor angustia, hojeó con rapidez todos los expedientes que tenía sobre la mesa: los volvía y revolvía a todos lados, queriendo embeber se ansiosamente todo su contenido y con precipitación tal, que no atinaba a coordinar las ideas.
en esta tranquilidad le halló el escribientillo, tras el cual, también se llegaba a el despacho de mi tío, el señor oficial que antes mandó a buscar los expedientes que estuvieran a la rúbrica.
la turbación de mi tío aumentó.
— mandé buscar los expedientes despachados y se me ha enterado de que no están aún.
— sí que lo están — contestó con voz apenas perceptible mi tío —, éstos son.
y presentó a el oficial cinco o seis legajos.
— bien sabía yo — regañaba éste mientras pasaba la vista por las páginas — que no podía poner aquí a nadie que no estuviese a el cabo de estas tareas... pero, ¡no veo aquí el informe de esta oficina!
cierto que no estaba. mi tío había alimentado, por un instante, la ilusión de que aquellos dos hombres que le estrechaban sin compasión entendían tanto de el asunto como él mismo o poco menos, y tuvo la osadía de poner les en sus manos los expedientes tales y como los dejó sobre la mesa.
— oh, no, aquí no hay nada y ya es muy tarde, diremos a lo que pasa para que no suponga que la falta depende de nosotros y nos eche una reprimenda como él sabe echar las — argüyó el oficial a el terminar su examen.
y se puso a silbar una cancioncilla.
la turbación de mi tío llegó a su colmo: pedía de todo corazón a la tierra que se abriera y le tragara y para apoyar su petición apretaba con las pantorrillas los travesaños de su asiento hasta lastimar se los.
— ¿y cómo arreglar esto? — murmuró.
el escribientillo y su jefe cambiaron una mirada de inteligencia.
— nosotros podemos encargar nos de atender este despacho mientras usted aprenda lo que debe hacer — contestó el primero —, mas es necesario — añadió sonriendo y frotando se las manos —, que nos pongamos de acuerdo sobre la retribución que merece nuestra tarea excesiva, sin duda alguna. ¡oh, no tiene usted idea de lo que le costará poner se a el corriente de los asuntos de esta oficina! ¡lástima que haya dimitido , el perjuicio es para todos!
mi tío no se atrevía a decidir.
— bien, nosotros nos vamos ahora a concluir nuestro trabajo: usted pensará lo que debe hacer; éstas no son cosas que se resuelven de momento.
ambos se marcharon dejando a mi tío más perplejo que antes y maldiciendo de la hora en que le vino a las mientes ocupar un destino, cuyo desempeño comenzaba a costar le ya tantos malos ratos.
«¿quién le aconsejaría la conducta que debía seguir?, ¿qué se haría? no le dio otras instrucciones que las relativas a la formación de el índice de los expedientes: ¿creería inoportuno enseñar le los deberes de su nuevo cargo?, ¿los sabía él por ventura?, ¿había tenido ocasión de saber lo?», pensaba el atribulado novicio. engolfado en estas cavilaciones se hallaba, cuando el portero entró a advertir le que ya era hora de que su usía se retirase, si gustaba.
mi tío, aturdido completamente, tomó el sombrero y salió de las oficinas sin tener conciencia de lo que por él estaba pasando.
lo que más le preocupaba era que fuese a destituir le, por su notoria incapacidad, de el tan codiciado empleo.
¡infundados temores los de mi tío! sabía muy bien, que mucho tiempo transcurriría antes de que pudiera cumplir las obligaciones de el cargo que le había confiado.
seguramente que en todo deseaba servir a mi tío su digno protector, pues a ello le compelían, tanto el parentesco que mediaba, como las consideraciones y favores que había recibido de el señor marqués de ; por eso se encargó de proporcionar a mi tío un par de escribientillos, cuyo sueldo vino a formar se con el de el otro empleado tan inteligente y honrado como ; y que, también como éste, hizo inesperada dimisión de su empleo por estos días, con asombro general de todos.
a fuerza de ver trabajar, de leer lo que escribían y oír lo que hablaban, aquellos infelices muchachos sobre los cuales recayó toda la carga de el despacho, comenzó mi tío a entender algo. pero ni daba plumada, ni abría expedientes. se iba habituando a permanecer horas enteras sin hacer nada, mano sobre mano.
y luego, a el llegar a el , dejaba se caer pesadamente en una silla y exclamaba:
— ¡cuánto he trabajado hoy!, ¡estoy medio muerto!
— adelante, tío — replicaba le yo, que por disposición de no iba a las oficinas, sino que, también por orden suya, permanecía en casa aguardando la vacante de un destino regular.
pero notaba que iban transcurridos ya dos meses y que mi tío no daba señales de disfrutar sueldo alguno; sus ropas íbanse cubriendo de zurcidos que con paciencia singular hacía él mismo; su sombrero de media bala de cañón había perdido su esférica forma a fuerza de las abolladuras; y sus zapatos le obligaban a andar con los talones para que no se quedasen fuera de el pie, todo sin que tuviera por conveniente renovó nos y adquirir otro traje y otro calzado más adecuado a la posición que había logrado ocupar tan de improviso. por delicadeza no me atreví a indicar le nada respecto de este asunto a pesar de las exclamaciones que me hacían algunos amigos.
— di a tu tío que luzca su dinero, que no sea miserable; enhorabuena que anduviera mal vestido mientras no pasaba de la categoría de empleado meritorio gratuito y honorífico; pero que ande hoy en esa figura, es ridículo. , desengaña te, es ridículo.
tantas fueron las bromas por el estilo que a el fin me decidí a indicar le algo.
— de eso mismo pensaba hablar te hace algunos días, sobrino, mas me daba pena.
— ¿pena de qué, tío?
— hablemos claro, sobrino, no debo ocultar le lo que pasa.
el tono con que pronunció estas palabras me alarmó sobremanera. ni remotamente pude figurar me dónde habría de ir a parar con tal preámbulo.
— sí, sobrino — continuó —, ya no sé qué pensar de nuestro primo . ya ha pasado tiempo desde que estoy en el empleo y no veo una peseta. ya me sé el abecedario que me entregó más bien que mi padre; escribo con él mejor que con mi letra natural y no habla nada de paga.
— pues, reclame la usted, tío.
— ya la he reclamado.
— ¿y qué dice?
— dice que divide mi sueldo entre los dos escribientes que me ha puesto, que es justo que ellos lo ganen pues están haciendo todo el trabajo.
y luego, dando repetidas vueltas y haciendo mil contorsiones para examinar su traje, murmuraba:
— ¿verdad que ya mi traje está muy bien usado?
— ¿y por qué no le indica usted algo a ? él os podría prestar...
— pero, muchacho, ¿estás loco? ¡dios me libre! el día que le pedí para un par de zapatos, ¿no me llamó botarate, y me dijo que como me diera por andar figurín me tiraría de el asiento de en que con tanto compromiso suyo me había colocado? ¡bah!, sobrino; tú no conoces bien a : es buen hombre, pero como le toques sus intereses es capaz de andar a coces y cabezadas. ¡cuando yo te digo!
a el buen domingo fue a quien acudimos en aquel crítico momento y legramos que nos prestara una corta cantidad.
también , el dueño de el , nos traía muy acongojados. todo el día se pasaba regañando, en voz alta, que como paisanos suyos que éramos no quería estrechar nos; pero que él era un pobre y se perjudicaba teniendo y manteniendo de balde huéspedes en su casa. ya le íbamos cargando más de la cuenta y las cosas no podían seguir de la misma manera.
— comprendo, sí, señor, comprendo — decía sacudiendo su cabeza crespa y desgreñada —, que ustedes son protegidos de , pronto tendrán con esto buena fortuna, y entonces serán ustedes muy ingratos si no se acuerdan de mí; pero está muy mal que vivan ustedes en mi casa, ahora, sin pagar me, y comiendo como comen, es verdad. ustedes deben ir junto a y decir le sin temor, es verdad, que la letra de los cien reales de vellón que se trajo en el forro de la levita, está más que cobrada y gastada. yo les acompañaré a ustedes donde el señor , es verdad, y les apoyaré; ya verán ustedes si él afloja la mosca; y arreglando nuestras cuentas, quedamos en paz. ¡pues no había de aflojar la! ea, vamos allá, ¿cuánto aventuran ustedes a que paga? yo bien lo sé. él es un hombre soltero: come en casas de familia para no pagar fonda, es verdad; duerme con un amigo suyo en un palacio y no le cuesta nada. ya debe tener un dineral. ¡ah!, ¿y sus negocios? lo que es él maneja, maneja, es verdad.
pero ni por ésas. en vano animaba el buen , por la cuenta que le tenía, a mi tío. éste era capaz de dejar se degollar antes que seguir los consejos de el posadero.
le tenía un miedo cerval a . había oído afirmar que era muy quisquilloso, y que en cuanto se irritaba creía ofendida su autoridad, y mandaba a cualquiera a la cárcel, si no le ocurría peor pensamiento.
mas el goce que proporcionaba a mi tío la posesión de su empleo compensaba todos estos disgustos.
en cuanto se sentaba en su despacho, que le parecía un trono, muy cómodo desde que por ministros responsables le pusieron aquel par de escribientillos, se disipaban sus tristezas. ¡no le habían engañado sus esperanzas; su destino era el mejor de la !
aquel nuevo traje que merced a el préstamo de domingo pudo adquirir le traía enorgullecido. caminaba con paso más firme, alzaba más la cabeza, ahuecaba la voz y mandaba, como un general a sus rancheros, aquel par de infelices escribientillos que con la mirada baja, cayendo se les a pedazos las ropas y todo ellos de clorosis y miseria, se excusaban humildemente y sufrían sin osar quejar se.
hasta el mismo domingo no podía menos que mirar con aire respetuoso a mi tío y decir a cada paso, grandemente admirado:
— ¡qué suerte tienes, demongo!
a el dirigir se una mañana a su despacho con , dos o tres días después que estrenó su traje mi tío, se encontró con éste en la escalera, le miró con extrañeza, varias veces, de arriba a abajo y frunciendo el entrecejo, se alejó murmurando:
— ¡eh!, ¡malo!, aquí hay aigo. ah, no puede uno fiar se de estos escribientes: no sé cómo se les emplea aquí. ¡pillos, tunantes! ya le habrán abierto los ojos a ese bobalicón. entonces..., peor para él. ¡país de pillos!
y a el entrar en su despacho se sentó en una silla, clavó la vista en el techo y murmuró:
— ¡eh!, aquí abajo se maneja.
el despacho de estaba situado en el piso superior o principal de el edificio y venía a quedar precisamente sobre el de mi tío. así es que cuando señalando el suelo , aquel día en que por primera vez hablamos con él, aseguró que allí abajo estaba la mina, se refería a el despacho de mi tío que entonces, según se recordará, lo desempeñaba el honrado .
extrañó mucho mi tío aquellos gestos que vio hacer a y las pocas palabras que le oyó murmurar; por más que se hilvanaba los sesos para encontrar le significación sólo conseguía aumentar dudas sobre dudas.
«¿y en esta tierra no es costumbre cambiar se de traje cuando el que se usa está inservible?», se preguntaba.
a poco rato bajó , entró en el despacho y llamando a mi tío aparte le habló de cosas indiferentes, mientras, con disimulo, le examinaba de arriba abajo, admirando cada vez más la buena calidad de el traje que vestía.
empezó a interrogar lo hábilmente, para obtener la plena confirmación de sus sospechas.
pero mi tío, que a pesar de toda su vanidad era un inocentón, le contestaba con tanta ingenuidad que desconcertaba por completo a .
por fin dijo le éste, mirando le de hito en hito para que no se le escapara el efecto que pudieran producir le sus palabras:
— , voy a quitar le los escribientillos auxiliares. ya debes de estar muy a el corriente de los asuntos de esa oficina. es preciso que empieces a trabajar por tu cuenta, ¿eh?, esto es lo que nos conviene a los dos.
a mi tío no le causó mucho efecto esta noticia.
— cuando vuecencia guste — fue lo único que contestó inclinando se respetuosamente.
la verdad era que ya mi tío había aprendido algo. él mismo se admiraba de sus adelantos. antes, abría un expediente y a el ver tanto sello, rúbrica, nota y tanta letra y garrapatos distintos, le parecía una especie de rompecabezas que a pesar de toda su santa paciencia nunca acertaría a descifrar. ahora, que había visto trabajar a los escribientes y les había pedido algunas explicaciones, comprendía que todo era claro, sencillo, y se los leía unos tras otros regocijado de sus propias capacidad e inteligencia.
se entusiasmaba tanto y era tanto su afán de dar a conocer su ciencia, que a veces las emprendía con los mismos que le habían enseñado espetando les una explicación tan detallada y animosa de el asunto de que trataban los legajos, que aburridos aquéllos de locuacidad tan inútil e importuna, pretextaban cualquiera diligencia urgente fuera de el despacho para que, viendo se el otro sin oyentes, callara de una vez.
con frecuencia se salía tras los fugitivos, expediente en mano, y alzando la voz todo lo más que podía para que también se admiraran de su ciencia cuantos tuvieran ocasión de observar le, seguía impertérrito su charla.
y cuando no tenía nadie que le oyese hablar, hablaba solo; bastaba le el encanto de oír se a sí mismo.
poco podía importar le, pues, que le quitase aquel par de escribientillos.
además, el hábito de sentar se ante aquella mesa de despacho le había hecho ir perdiendo el temor y el desaliento, que sintió los primeros días, a el contemplar se subido, de golpe y porrazo, a tan alto lugar, frente a lo desconocido.
— ya no necesitas tu par de mentores — prosiguió diciendo —, quiero que quedes aquí solo, es decir, yo te guiaré, ¿eh? y además es época de que comiences a tener esto. ¿lo ves?
y mientras así hablaba sacó de el bolsillo de su chaleco un montón de monedas de oro nuevas y relucientes, y gozaba con el retintín que producían a el precipitar se unas sobre otras.
mi tío no apartaba la vista de el montón de monedas.
— ¿qué miras? — le preguntó entre mohíno y vanidoso .
— ¡que son bellas — contestó entusiasmado mi tío —, y tan bellas, vive mi padre, que me las comería!
— ¡eh!, quita allá, ponderador, quisiera ver lo.
— pues vea lo, excelentísimo señor.
y más pronto que lo dijo echó mi tío mano a una moneda, la llevó a la boca, y se la engulló en un santiamén, dejando a tan estupefacto que todo se le volvía mirar le la boca y contar las monedas que le quedaban en la
entraron en el despacho dos personas.
y como seguía creyendo imposible que aquel hombre se hubiese tragado la moneda, se echó a reír y murmuró:
— ¡bah! si querrás engañar me como a los muchachos.
lo cual dio ánimo a mi tío para arrebatar le dos monedas más y engullir se las también.
ya de esta vez no le gustó nada a la broma, y la hubiera emprendido a cachetadas con mi tío si no temiera que los recién llegados pusieran en duda su decantada bondad.
por el contrario, a mi tío le gustaron mucho aquellos ricos bocados; y como a las claras se le conocía en el rostro que se le había abierto el apetito, se echó otra vez en el bolsillo, por precaución, las monedas que había sacado, y disimulando cuanto pudo su mal humor, advirtió: