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cursábamos el quinto año de preparatorios en la . estábamos en la época de examen, y las bandadas de estudiantes, que acudían en esos días a los claustros, eran numerosas e indisciplinadas.
los que ya habían pasado por la dura prueba, se presentaban radiantes, contentos, bullangueros, y sin más mira que la de matar el tiempo molestando a los profesores, ayudando a algún compañero con los soplos, robando con el más refinado disimulo una bolilla de la urna, para ajustar la a la que el interesado había estudiado, o promoviendo todos los desórdenes posibles, para hacer se acreedores a las amenazas de o a las efectivas de el cancerbero , que los arrastraba a el encierro como a corderos empacados que les tironean de el pescuezo.
eran entonces los buenos tiempos de la vida estudiantil, que echamos muy de menos los que cargamos el sambenito de una profesión y los que han pasado de la a el comercio sin satisfacer sus aptitudes o su codicia.
la puerta de la era entonces un hormiguero; un entrar y salir incesante de alumnos: grandes, chicos, bien y mal vestidos, pero todos alegres, decidores, impávidos, con su programa apretado como el filo de un facón.
se hacían corrillos, se armaban disputas, se entablaban discusiones serias, se convenían partidas de billar en el famoso café de , se completaban rabonas y excursiones a la , haciendo inventario de los bolsillos, se inventaban travesuras de todo género, y, por último, se buscaba siempre una víctima en el transeúnte distraído que acertaba a caer en desgracia ante la mirada fiscalizadora de los que hacían la guardia de la puerta para molestar a el prójimo.
si la víctima se resignaba a los motes impertinentes, a las zancadillas o los proyectiles que se le arrojaban con hondas de goma, santo y bueno, todo concluía bien; cuando mucho, algunos aplausos y una silbatina; pero, si el elegido era altanero y quería vengar el ultraje, la rechifla tomaba proporciones muy serias, y el desgraciado que osaba indignar se se veía envuelto en el enjambre de muchachos que se lo repartían como cosa propia para hacer le arrepentir se de su cólera temeraria.
en el interior, la marea subía en proporciones colosales. en el largo claustro, con su techo blanqueado y agrietado por la humedad y los años, resonaban mil voces confusas, risas, protestas, reclamaciones aplausos, vivas, pequeñas ovaciones tributadas a los examinadores o a el examinando que había obtenido una clasificación de sobresaliente.
un momento de silencio, de calma transitoria, de respeto, era impuesto por la figura venerable de el rector que aparecía por la puerta de la secretaría echando una mirada benévola, curiosa, por encima de aquellas cabezas juveniles, una mirada vaga, que abarcaba todos los ámbitos y que traducía mal el ceño forzado que quería imprimir el doctor a su fisonomía simpática.
la aparición duraba un segundo; el rector se retiraba a su gabinete a completar una estrofa rebelde o a marcar con lápiz de color un manuscrito histórico, y la nota de la bulla, de el vaivén, de el toletole, empezaba a recorrer en crescendo la escala de el desorden.
recuerdo siempre la impresión que me produjo la entrada en la en un día de examen. salí de mi casa con calofríos, y como quien va a tomar una posición por asalto, empecé a meditar mi plan de ataque: a el llegar a la puerta, me faltaron las fuerzas, se me iba el coraje como la sangre en una hemorragia, hice una tentativa atrevida, enérgica, tomé una resolución suprema; me presenté indefenso, esperando ver mi sombrero abollado, volando por las bóvedas de el claustro, y mis espaldas sometidas a el repique de mil puños frenéticos, pero no tuve tiempo de escurrir me: un grupo de alumnos de segundo año de latín salía triunfante de el examen y en ese mismo instante invadía la puerta y la acera; me encontré envuelto en el torbellino de abrazos, de apretones de manos, de los cuales me tocaron algunos efusivos que retribuí tímidamente, sin saber a quién ni por qué, hasta que pude desprender me de el grupo para colocar me en la vereda opuesta.
las felicitaciones, los pésames, las imprecaciones, estaban en su apogeo en los corrillos que se habían formado en la plazoleta de el mercado, especie de foro donde los estudiantes hacían sus conciliábulos.
algunos atravesaron, pasaron por mi lado, y entre ellos dos de semblante triste, alterado por el disgusto, por el despecho y la vergüenza; se advertía en el acto que el examen había sido funesto y que toda la culpa y la responsabilidad eran de los maestros.
se consolaban recíprocamente, execrando a el texto, y especialmente a , que había tenido la mala inspiración de preguntar les veinte renglones de sintaxis.
a diez pasos de mí, uno de ellos, más nervioso y exaltado, tomó el texto de la materia, lo abrió en dos, como una res descuartizada, y, acompañando el acto con una interjección callejera, lo tiró a el fango.
me acerqué lentamente a reconocer las hojas esparcidas por el suelo, y vi una fila de versos latinos dispuestos en columna cerrada, nutrida, mal impresos, borroneados, anotados con lápiz; hojas estrujadas por una mano nerviosa e injuriadas por dos manchas de el índice y de el meñique, plantados con violencia, y que parecían decir, como en el canto : , , ch'a te le squadro.
eran los , aquellos temas latinos que autorizaban todas las protestas, todas las violencias y hasta el ultraje de arrastrar los por el lodo...
yo me sentí oprimido, desconcertado, indeciso, y con el miedo de que mi memoria me traicionase, empecé a repasar rápidamente, como un conjuro, el mascula sunt maribus, etc., tomando las primeras palabras de los cuadritos de los géneros, hasta llegar a uno muy sabido, que se le tenía como de mojón para medir desde allí quince o veinte renglones... maribus junges, dije con toda la fuerza de mis pulmones: los géneros estaban intactos en mi memoria, como mariposas clavadas con alfileres sobre un corcho. mi pesadilla era , uno de cuyos trozos había traducido y ordenado la noche anterior entre una cabeceada de sueño y un sorbo de café; la traducción, el orden y la fábula se habían evaporado.
unos pilluelos que pasaban, recogieron piadosamente el libro maltratado, se lo repartieron equitativamente y fueron con toda tranquilidad a sentar se en la esquina, con la esperanza de descifrar los jeroglíficos de su contenido.
¡qué envidia les tuve en ese instante!... ¡no tenían que rendir examen de latín!...
era menester entrar, no había más remedio que someter se a las horcas caudinas y recibir aquel bautismo de neófito, para ingresar en la masonería estudiantil... aproveché un momento de calma y me lancé como un perseguido a el interior de el claustro.
ni una cara amiga, ni una mirada alentadora; el egoísmo estudiantil fomentado por el miedo.
no se oía más que el ruido de las urnas y de las cajas, que hacían sonar las bolillas, y las voces imperativas de los examinadores, que hacían sus preguntas como jueces que rastrean la confesión de un delincuente.
a cada instante oía la biografía de los catedráticos pintada a grandes rasgos en tono subido, se trataba de el enemigo y la benevolencia estaba de más.
— ¡qué suerte si te examina !... en medio de todo, es bueno, no es rencoroso; a el contrario, a los barulleros les hace pasar para evitar se el fastidio de lidiar con ellos... estas y otras noticias se daban los compañeros para ahuyentar el miedo.
— ¡ah! si me examinara a mí... — pensaba yo para mis adentros, y sin conocer lo, sin haber lo visto nunca, le cobré cariño, cariño que le conservo y que le guardamos todos los que hemos sido sus discípulos y su pesadilla...
un observador habría tenido tela para hacer cuadros espléndidos de ese conjunto de cabezas, de fisonomías, de gestos, de actitudes: en ese desfile de caras alegres, serias, preocupadas, audaces, inquietas, graves, con la grotesca gravedad infantil d los doce años. allí se hablaba de , de , de y de toda la falange clásica, con la misma llaneza que emplea un académico.
el examen estaba preparado a la buena de ; cada uno llevaba en su memoria las preguntas y respuestas hilvanadas con una hebra frágil: el orden, los pretéritos, los nominativos, las oraciones de relativo, estaban acomodados en las circunvoluciones cerebrales como en un estuche. ¿para qué servía todo aquello? ¿por qué nos hacían estudiar así? nadie lo sabía; era menester aprender lo, repetir lo, ordenar lo y... doctores tiene la ...
recuerdo que estudiando el tercer año de latín, nos hicieron traducir, copiar, estudiar y aprender de memoria, con orden y todo, una tragedia en tres actos, en prosa, en la que figuraban personajes antipáticos, y hasta, si no recuerdo mal, una mujer de mala vida cuya conducta escandalosa nos daba mucho que pensar.
menos mal cuando se trataba de , de la , de las fábulas y de las ; en estas últimas me reprobaron.
esta confesión me honra, aunque parezca una paradoja. cuando, después de muchos años, leí el precioso libro de sobre la juventud de julio , y me encontré con un tan distinto de el que en otra época me enseñaron a execrar, ¡cómo lamenté que la suerte le hubiese sido adversa! con él cometieron la injusticia de lanzar lo a la posteridad como un ser a quien se debe tomar con pinzas: conmigo la de reprobar me por no hacer confesión pública de sus maldades.
sus fechorías, que yo ocultaba piadosamente en mi ignorancia de estudiante, me valieron un aplazado, que me hacía languidecer y mirar el mes de marzo como el ancla de salvación.
yo debí mi desgracia a las pillerías de , reales o inventadas; otros, tuvieron que llorar sobre la correspondencia de con su hija , aunque el gran orador le hablase de preparar los baños de .
cuando el señor decía con voz meliflua, y que a pesar de el tono no inspiraba confianza: — niño: los nominativos. ¿eh?... ¿los nominativos?... — hubiéramos preferido que se nos dijera: — niño, pare se usted de cabeza sobre un cuchillo...
el pobre , bondadoso y suave, entornando sus párpados y comprimiendo se el vientre con sus manecitas cortas, gordas y relucientes, era el paño de lágrimas; a él iban todas las quejas, todos los zumbidos, todas las protestas, todas las lamentaciones, todas las reclamaciones de injusticias reales o imaginarias, y a todos contestaba con la misma mansedumbre: — presente se usted en marzo...
llegó el día de examen de quinto año; los alumnos de este curso tenían ya otro aspecto, muy graves, circunspectos. algunos, que habían tomado a pecho las lecciones de filosofía, aparentaban cierto desdén académico por los de años inferiores; se habían leído a el padre , magullaban los argumentos de y de sobre la existencia de , como quien rompe nueces con los dientes, y la misma metafísica con sus embolismos, sus interminables e insulsas discusiones sobre el espacio y el tiempo, revestía a sus ojos las formas colosales de un gigante, y mientras algunos hacían corrillos para hablar de sus novias — que lo eran generalmente las muchachuelas de el barrio —, otros se preguntaban gravemente las bolillas de el programa para hacer gimnasia de la memoria. los filósofos, que se habían dejado crecer el cabello y lo usaban alborotado, como si la filosofía y los peines fueran enemigos irreconciliables; que escribían versos llenos de desaliento, y para quienes la vida era a los veinte años una carga abrumadora, la mujer una serpiente de cascabel y los hombres un almácigo de egoístas, seguían paseando se por los claustros, buscando los rincones solitarios, donde las arañas, más filósofos que ellos, tejían sus primorosas telas en la obscuridad, en el silencio y sin recompensa.
protestaban de la química, esa ciencia que se encerraba en las retortas y en los matraces, que no admitía más discusión que la de la teoría atómica, que acababa de asestar un golpe de muerte a la de los equivalentes. la ciencia de las probetas, con sus precipitados de color de iris, no les merecía el más mínimo respeto. ¿qué eran , , , y , a el lado de , de , de y de la falange de menor cuantía encabezada por y terminada en una cola que hacía flamear a coma lancha atada a un hilo?.
amaban las paradojas, los problemas absurdos, los silogismos como juguetes de sexta ballesta, las cuestiones revestidas pomposamente con títulos de textos apolillados, como el ejemplar de el hombre transcendental, que se balanceaba en un programa de segundo año de filosofía nebulosa; la enseñanza superficial, frívola, de acceso fácil, que no fatigaba la inteligencia, que daba rienda suelta a la charla y a la oratoria de los que tenían la circunvolución de un poco desarrollada. en cambio la química, la física, las ciencias naturales, eran cosas imposibles.
y allí adentro, en ese gabinete forrado de armarios de pino, pintados de punzó, imitando un cedro que no figura en ninguna flora, con vidrieras desaseadas, impregnadas de polvo y de humedad, con las pilas de retortas, de embudos, de hornillos, de bolas de y otros objetos de arsenal químico, que les hacía estremecer: las exhalaciones de amoníaco, de ácido sulfúrico, las chispas que saltaban de los hornillos incandescentes, el oxígeno que se escapaba por un matraz mal lacrado y el pizarrón negro, tieso, puesto como una pantalla delante de el banco donde se hacían los experimentos, les ocultaba una trastienda donde el sabio doctor hacía sus primeras armas con los alambiques, los reactivos y el análisis químico.
era curioso ver a uno de nuestros filósofos parado junto a la pizarra, sin argumentos que discutir, sin réplica que arrojar a la arena de el adversario, y, en cambio, con la fisonomía severa e impaciente de el malogrado doctor , que le decía secamente: — escriba usted el ácido nítrico y el ácido yodrídrico. — los filósofos se quedaban tiesos, temblorosos, con la tiza en la mano, sin poder trazar esos jeroglíficos diabólicos; miraban alternativamente a el catedrático y a la pizarra, y por último a el techo, abovedado de el aula, con una expresión de resignación desdeñosa que parecía parodiar aquello de " perdona le, , que no sabe lo que hace. "
con qué fruición habrían visto caer la pizarra en pedazos, si hubiesen tenido las trompetas milagrosas que derribaron los muros de , para proclamar allí el juicio final de la química, emprendiendo el saqueo y el pillaje de los armarios.
cómo gozaban cuando en un experimento reventaban las burbujas de o un matraz se hacía añicos en un descuido; aquella ciencia positiva de estudio, de experimentación, era una tortura para esos espíritus elegidos, que guardaban la pureza de sus ideales como las vestales en el templo.
¡ah! el hombre transcendental, la existencia de , la conciencia, el espacio, el tiempo, en fin, el tira y afloja de los argumentos, que se tiraban a la cara como puñados de tierra, para ofuscar se... y no les faltaba levadura a esos cerebros; todo era culpa de la mala y pésima dirección tan hueca, tan absurda, tan árida como el estudio de los temas, de los latines, con toda su secuela de pretéritos, de nominativos, de órdenes y desórdenes, estudiados de memoria.
nuestros maestros hacían lo que humanamente les era posible: ellos comprendían el estudio de esa manera; ajustaban la enseñanza a su criterio formado en el ambiente de la época. no les hagamos un reproche; a el fin y a el cabo, algunos jirones de y de nos hacen dragonear de entendidos cuando encontramos citas latinas que procuramos ordenar, haciendo cadena de el sujeto, de el verbo y de el complemento de la oración, olfateados con el instinto fonético que nos imprimió la costumbre de andar a la caza de el orden como animales de presa...
volvamos a el examen, y aquí aparece nuestro protagonista, nuestro héroe, el estudiante de más coraje que hayamos conocido, el que supo afrontar el peligro de un examen con la impavidez de un griego ante los persas, con la calma de ante el senado romano: un colmo portentoso de audacia, de sangre fría, de indiferencia, una figura que no se borró nunca de nuestra memoria, una fisonomía que nos bastó ver de nuevo, después de muchos años, para recordar la intacta, un judío errante de la , un paria, que anda todavía en busca de carrera, de fortuna, y que la suerte traidora y parcial no ha tocado con su dedo mágico.
habíamos formado un corrillo en el piso alto, en el claustro que daba acceso a el salón de grados, la clase de química y a la de ciencias físico-naturales; de tiempo en tiempo, salía de el aula un examinando, colorado, jadeante, haciendo girar su sombrero entre sus manos temblorosas, y la ovación improvisada, ruidosa, cordial, daba la enhorabuena a el que había salido triunfante. era el examen de física, examen serio, de prueba, de verdadera prueba y en el que cada estudiante era escudriñado en sus antecedentes, su aplicación, sus faltas de asistencia y el número de barullos y desórdenes que había promovido.
los examinadores tomaban aspecto grave, imponente, y para nosotros, cierta satisfacción mal encubierta de perseguir nos, de despotizar nos y hacer nos caer en el error, como que anda a la busca de almas para perder.
si el examinando no contestaba inmediatamente una pregunta y el profesor procuraba encaminar lo, pase, aquello era de buen augurio y merecía nuestra aprobación íntima y nuestra simpatía; si el profesor se quedaba callado, gozando, a nuestro entender, con las tribulaciones de el compañero, veíamos entonces una intención siniestra y malvada que nos servía para cargar le la medida de nuestro odio en la rechifla de salida.
de pronto, y causando general sorpresa y curiosidad, asoma por la pesada escalera de mármol que remataba en el vestíbulo de el claustro, la sombra de nuestro desconocido colega.
el murmullo, la conversación, el bullicio confuso y desalentador para un extraño que caía allí como un aerolito, cesó por encanto: un silencio solemne, salpicado por cuchicheos y preguntas sotto voce, hizo detener en el umbral a el extraño personaje.
era un alumno de quinto año que iba a rendir su examen; nadie lo conocía, jamás había frecuentado la clase, y sólo supimos que aquel era su objeto a el afrontar tan peligroso percance, cuando él mismo, con una timidez de doncella, nos preguntó sin dirigir se directamente a ninguno: — ¿hoy hay examen de física? — sí, señor, — le contestó uno, y nuestro hombre, sin decir palabra, se introdujo sin miramientos y por equivocación en el salón de grados, cuya puerta estaba inmediata a la escalera.
detrás de él entramos todos; la curiosidad y la figura misteriosa de el estudiante-aerolito nos habían arrastrado.
tenía la traza de un héroe de sin tener la distinción de el talento y la chispa de la audacia inteligente.
alto, muy alto, flaco, con la flacura de el hambre, con una cara puntiaguda, demacrada, amarillenta, con esa piel lisa, estirada, como si algún maleficio le hubiese hecho perder la movilidad que da la expresión fisonómica. los ojos negros, tristes, pensativos, que vagaban en dos órbitas demasiado grandes, ahuecadas como las de un muerto; frente alta, fugitiva, con arrugas prematuras y más acentuado que en el resto de la cara el color de pergamino viejo; una cabellera alisada con la palma de la mano mojada.
la expresión de el miedo y de la desconfianza, trazada en líneas resaltantes, hacía pendant con el azoramiento que se dibujaba en la comisura de sus labios entreabiertos y en los relampagueos fugitivos de sus ojos de demente. una hilera de pelos desiguales, finos, erizados, circundaban esa cara envejecida a los veinte años, revelados por un bozo que parecía tiznado con un corcho.
el inmenso salón de grados, medio desmantelado y grotesco, parecía sumergir lo en el vacío. había tomado asiento en uno de los escaños laterales y de allí miraba para todas partes como si quisiese grabar en su memoria el recuerdo de los muebles antiguos y de los cuadros que adornaban las paredes.
alguien le observó que allí se daba examen de y que en la sala contigua podría dar el suyo de ; nuestro enigmático colega se levantó, echó una última mirada a el damasco anticuado que cubría el estrado de los catedráticos, volvió los ojos a el cuadro de el doctor , que pareció seguir lo con una mirada compasiva, y abandonó la sala...
el pobre iba mal vestido; con un levitón largo, arrugado, calumniado por algunas manchas rebeldes, lustroso en los codos y deshilachado en el ruedo amplio y mal cortado.
hacía sonar sus pisadas, como si en vez de zapatos tuviera un fuelle en cada pie, y comprimía nerviosamente en sus manos garfias un programa rotoso y borroneado.
a el poco rato de ingresar en el recinto de examen, suena un nombre desconocido para todos, y de pronto, como movido por un pinchazo, y cuando buscábamos con la mirada a el dueño de tal apellido, el individuo estaba ya erguido, tembloroso, transfigurado, y hacía girar la manija de la urna para sacar su bolilla. a la segunda vuelta, salta una: el número 13, fatídico, estaba grabado con tinta negra, de relieve, en la pequeña esfera de madera. mala estrella, pensamos, y, efectivamente, el desgraciado empezó a revolver su programa, a acomodar se en el asiento, a fingir un poco de tos, y, por último, dijo con voz apagada: — no la sé. — ¿eh? saque otra — le dice el malogrado doctor , con su acento francachón y bondadoso; vuelta a la urna, y otra bolilla, saltarina como un grito, cae en el platillo de madera: número tantos. ... un suspiro suave y un aire de resignación cristiana que le habría envidiado un mártir, acompañan a otro: — no la sé, señor. — hombre, saque otra, vaya, saque otra — le dice de nuevo el catedrático, inspirando le un poco de coraje para disimular por su cuenta la vergüenza de el rechazo. salta la tercera bolilla, más retozona que las dos primeras, y el desdichado abre desmesuradamente los ojos, deja caer los brazos como dos ahorcados, y balbucea de nuevo su estribillo: — no la sé.
— ¿y qué sabe usted? — le pregunta el catedrático en el colmo de la impaciencia.
— yo sé los imanes.
— ¿los imanes? bien, diga usted los imanes.
— los imanes — empieza el afligido examinando... — los imanes... señor... no los sé...
desapareció como una sombra sorprendida por un rayo de luz que la borra de improviso; y se deslizó por la escalera, haciendo sonar sus canillas largas y descarnadas y los fuelles de sus zapatos agujereados.
lo tengo por delante, con sus puertas desvencijadas, leprosas de mugre y de pintura descascarada; sus paredes, haciendo vientre, próximas a estallar por falta de equilibrio y por el cansancio de tanos años de absorber humedad, miasmas y raíces de palán palán, que forcejeaban como ganzúas por abrir se camino a través de las grietas.
ese recinto fúnebre, desolado, aislado de el resto de el vetusto edificio de el hospital, estaba encuadrado en la cumbre de el barranco de la calle de , y más dispuesto a dar se un tumbo a el primer soplo de el , que a quedar se en su sitio para servir de morada transitoria a los muertos de la clase de .
apenas franqueada una puerta, tembleque como un ebrio, se presentaba la faz desconsoladora de lo que se llamaba anfiteatro: una pieza rectangular, húmeda, pintarrajeada de amarillo sucio, con un cielo raso de lona blanqueada, con grandes manchones de agua filtrada por la lluvia, y haciendo esfuerzos por no desclavar se sino lo necesario para dejar ver el techo negro, apolillado, morada silenciosa de insectos de todo género.
pavimentada con chapas de mármol, puestas de mala gana; siempre cubiertas de manchas de sangre negruzca y pegajosa, de trecho en trecho.
dos aberturas laterales, cubiertas con un enrejado de alambre roto y tironeado por los alumnos traviesos y los curiosos que solían acudir a recrear se con el espectáculo de un cadáver abierto.
el mobiliario hacía pendant a el conjunto; lo completaba. escalonadas, mal dispuestas, y muy propias para tullir a cualquier cristiano que tuviese la resignación de estar se sentado durante la lección en esos escaños duros, fríos e incómodos.
en el centro, una mesa de mármol, sostenida por pilares de argamasa y ladrillo, como las que sirven en las sacristías; en el fondo, dos armarios desquiciados, sobre cuyo techo se ostentaba, a guisa de letrero, una pomposa inscripción latina, con letras grandes, negras, fúnebres, y que cada uno traducía a su antojo, valiendo se de los restos de nominativos y pretéritos que le habían quedado en la memoria.
en los días de invierno, el viento era insoportable; las ráfagas heladas de el río que penetraban zumbando por las rendijas, hacían tiritar a los alumnos que rodeaban la mesa con la avidez de ver en el cadáver el trayecto de una arteria dura, rígida como cordón, y rellenada de cera y cardenillo.
algunos castañeteaban los dientes, mientras se restregaban las manos coloradas y entumecidas; otros marcaban el paso como soldados que han hecho alto.
el profesor, de pie a la cabecera de la mesa, con su bisturí a guisa de punzón, trazaba sobre el cadáver el trayecto, la posición, las relaciones de los órganos puestos a el descubierto, en tanto que el alumno de turno leía en un mal traducido texto la lección designada.
en el patio, mejor dicho, en el amplio resumidero que rodeaba la sala y debajo de un cobertizo sostenido por una viga vieja, se arrojaban los despojos inservibles; aquel pedazo, cubierto por el alero medio derrumbado, era una sucursal de el anfiteatro. sobre una tarima forrada de zinc, se disecaba en verano, y de un tirante transversal se colgaban las piezas anatómicas que querían conservar se.
en el ángulo que formaban las paredes de el cobertizo, un fogón primitivo, con una caldera de tres pies, para cocinar a los muertos.
era un espectáculo poco simpático el ver aquellos despojos humanos pendientes de un clavo y sujetos con piolas: piernas que les faltaba la piel, y cuyos músculos, color vinagre subido, tomaban matices negruzcos en distintos puntos, dejando ver en otros una faja brillante, nacarada, tiesa, un tendón estirado, que había sido bien raspado con el bisturí para rastrear la inserción de el músculo. algunas veces pendía de la viga una mano descarnada, seca, medio momificada por el frío, en cuyo dorso serpentean nervios, venas, arterias y un manejo de tendones que se irradiaban hasta la extremidad de los dedos, cuyas uñas de color plomizo parecían haber crecido por la falta de tejidos blandos que las rodeasen. estas piezas, a el parecer abandonadas allí, servían a los alumnos para los repasos; generalmente eran escamoteadas por los más rezagados, que no querían dar se el trabajo de preparar las ni de soportar las incomodidades de estudiar a el aire libre.
ya era la mano perfectamente disecada; otras, una pierna, los pulmones enjutos, sin aire, colgando como dos jirones de trapo y adheridos a la tráquea que servía de piola; el corazón, el noble músculo, lleno de cera, hinchado, repleto, sin la apariencia y la forma poética que le asigna el misticismo: un corazón anónimo, colgado de un clavo.
sobre la mesa, trozos en preparación, a medio disecar; la parte que tocaba a cada uno en el reparto de el cadáver que había servido para la clase.
una cabeza desprendida de el tronco, arrojada allí como a el acaso, y que hubiera podido servir de modelo a el artista, con los matices, las líneas, la expresión, ese conjunto de medias tintas en gradación sucesiva, desde el pálido cera a el escarlata.
algunos, con los párpados entreabiertos, dejando ver los ojos apagados, sin brillo y cubiertos por ese líquido glutinoso que les hace perder completamente toda expresión.
en esa continua revista de restos humanos, solíamos encontrar algunos muy bellos: figuras varoniles, de rasgos acentuados; individuos que habían muerto a consecuencia de traumatismos, y en los que el padecimiento no había tenido tiempo de imprimir su huella.
una de esas cabezas, con su cabellera intacta, negra, lacia, cayendo sobre la frente pálida, marmórea, dejando ver dos cejas espesas, bien modeladas en arco sobre una nariz afilada, recta, y encuadrada la cara por una barba tupida, larga, enmarañada, salpicada de sangre, conservaba esa fisonomía inmóvil, esa expresión doliente de los últimos instantes, y su pupila dilatada, parecía tener avidez de luz en las misteriosas tinieblas de la muerte. era una linda cabeza para transportar la a el lienzo y figurar la leyenda bíblica de , comprimiendo la con crueldad inconsciente, con su mano fría, nerviosa, en un plato de bronce cincelado.
¡qué exuberancia de material para esbozar telas de impresión! pero en aquella época no había tiempo para pensar en las bellezas de las piezas anatómicas ni en las leyendas bíblicas; teníamos por delante un programa de anatomía, largo, difícil, enojoso por sus detalles y por el tecnicismo grotesco que debíamos aprender de memoria, y todos nos afanábamos por sacar de el escalpelo y de el libro el mejor provecho posible.
el frío, la intemperie, los días húmedos, la incomodidad de el local, los miasmas, los malos olores que despedían las piezas en descomposición, la curiosidad, siempre creciente, de escudriñar todos los rincones de el cuerpo humano, nos hacían olvidar la poesía con que la imaginación quería revestir aquel antro, donde, a pesar de todo, se estudiaba mucho y se aprendía bastante.
teníamos un catedrático ilustrado, paciente, bondadoso, entusiasta por la materia, que había desterrado el sistema de las lecturas monótonas a el lado de el cadáver; nos trataba como a buenos amigos y nos inspiraba, a el mismo tiempo que amor a el estudio, esa emulación que hacía sobresalir a las inteligencias bien preparadas.
el mismo había hecho allí su carrera; en ese mismo anfiteatro había pasado las mismas penurias y afrontado los mismos peligros, y de ese hospital ruinoso, antigua morada de frailes mendicantes, salió el doctor con fama hecha de cirujano habilísimo.
nos enseñó anatomía con los escasos elementos de que entonces podía disponer, y el atractivo de sus lecciones, nos hacía pasar por todo con la alegría de estudiantes y la despreocupación de los veinte años.
los días en que no había cadáver para disecar, estábamos descontentos, de mal humor, y cuando pasaba mucho tiempo sin que se abrieran las puertas derrengadas de la sala mortuoria, empezábamos a recorrer las salas de enfermos, para espiar a la víctima que debía caer en nuestras garras.
¡ni un tísico! solían decir los más desalmados, con el desaliento de el que tiene hambre y no encuentra en su cajón revuelto ni un mendrugo.
los tísicos eran los muertos apetecidos por su flacura, que permitía estudiar los distintos órganos, sin necesidad de una disección laboriosa.
repentinamente, la tarima de los muertos soportaba tres y más desgraciados, que estaban allí estirados, rígidos, descalzos, pobremente vestidos, con la cara vuelta a el poniente, alineados uno a el lado de el otro, formando, muchas veces, un contraste lúgubre.
en esa antecámara de el anfiteatro se amortajaban los infelices parias que habían sucumbido en el hospital; en la pieza contigua se hacían las autopsias.
muchas veces, a el entrar allí distraídos, nos encontramos de improviso con ciertas caras y ciertas expresiones cadavéricas que, sin querer lo, nos hacían apresurar la salida.
eran dos cuartujos de techo bajo, sombríos, húmedos, con esa humedad pegajosa y molesta de las piezas que han estado cerradas mucho tiempo; amenazaban ruina; una ventana alta daba vista a el patio, donde habían crecido libremente las cicutas regadas con las aguas servidas de el anfiteatro.
las hojas de la ventana, continuamente abierta, soportaban caritativamente el muro de el techo, que amenazaba desplomar se.
la primera vez que penetramos en ese recinto lóbrego y frío, como un sepulcro abandonado, retrocedimos instintivamente; el espectáculo era poco alentador, y si no nos hubiese llevado el amor a el estudio, seguramente no habríamos vuelto.
era menester, por otra parte, ocultar esas impresiones de aprendiz, so pena de oír las pullas de compañeros más avezados, y con sistema nervioso y estómago mejor dispuestos...
a cierta altura de nuestros estudios, teníamos necesidad de cadáveres de mujeres, que era menester solicitar de el hospital respectivo.
las beatas de aquel establecimiento oponían, generalmente, una resistencia ridícula para entregar los, y cuando lo hacían de buena gana, nos enviaban los cadáveres más inservibles.
generalmente nos remitían viejecitas atrofiadas por los años y la consunción, o cadáveres en estado de putrefacción tal, que hacía imposible el estudio.
cierto día, sin embargo, y después de muchas instancias, hicieron una generosa excepción a la regla.
una mañana entramos en el anfiteatro en circunstancias que el guardián se restregaba las manos con aire satisfecho.
era un famoso ebrio consuetudinario; andaba siempre tambaleando y gruñendo por una futileza cualquiera, el alcoholismo crónico que lo había degradado, hasta hacer le perder sus facciones de figura humana, no le impedía manosear todo aquello como si se tratara de la cosa más sencilla.
hablaba de los muertos, de los restos humanos como hubiera podido hacer lo de las achuras de un matadero.
el vicio había embotado su inteligencia, arruinado su sensibilidad y pervertido tan por completo sus gustos, que el alcohol que se empleaba para macerar las piezas anatómicas, y no pocas veces el que ya había servido, pasaba de las cubetas de el anfiteatro a el estómago de el guardián con una facilidad asombrosa.
esa mañana estaba menos ebrio que de costumbre; los compañeros traviesos no le habían hecho rabiar, amenazando le con destripar lo cuando muriese; su fisonomía reflejaba cierta satisfacción, como si todo el alcohol de las cubetas circulase por sus venas; sonreía con una sonrisa babosa, dando a sus labios amoratados y carnudos un pliegue oblicuo, como si quisiera sonreír se sólo por mitad; sus ojos de lobo marino hacían guiñadas, pestañeando como las lámparas de aceite próximas a extinguir se; el colorete de sus mejillas flácidas, caídas, había subido de tono: esa mañana estaba más idiota que ebrio.
era un hombre como de cincuenta años, pero revelaba tener más; la vida de anfiteatro y las contiuuas libaciones de líquidos espirituosos, lo habían embrutecido; su estado normal era la ebriedad; cuando no estaba ebrio, era insoportable.
la satisfacción de esa mañana provenía de que las beatas de el hospital de mujeres habían mandado un cadáver en buenas condiciones para la disección.
, este era su nombre de anfiteatro, quién sabe si el de pila, había sacado el cadáver de el humilde féretro de pino y lo había tendido sobre la mesa de mármol.
mientras él seguía paseando se y hablando entre dientes, con monosílabos ininteligibles, nos acercamos a observar a la muerta. era una joven de formas bellísimas; la morbidez exuberante de sus contornos se conservaba perfectamente; se veía a el primer golpe que la enfermedad había sido de corta duración, y que su organización robusta y fuerte había sucumbido a un choque violento.
completamente desnuda, con la cabeza reclinada sobre el hombro izquierdo, los brazos caídos y en flexión hacia atrás, contribuían a levantar más su seno marmóreo y amplio. sus cabellos negros, lacios, abundantes, servían de almohada a su bella cabeza; tenía los ojos cerrados y velados por largas pestañas, relucientes, unidas en una espesa franja que hacía más dulce la sombra que proyectaban sobre su semblante color de cera.
una cara que debió ser muy bella y que la muerte no había alterado; sus labios pequeños, con comisuras afiladas, estaban entreabiertos, dejando ver una dentadura compacta, blanca y diminuta; la barba redondeada como una bola de marfil, tenía en el centro una depresión, como hecha con el dedo; largas hebras de cabello estaban pegadas a sus sienes y corrían a lo largo de sus mejillas para perder se en el dorso.
todos los atractivos de la mujer hermosa habían sido paralizados por el frío de la muerte.
la rigidez cadavérica, la corrección de sus formas mas contorneadas y esbeltas, la blancura mate de su cutis terso y suave, le daban el aspecto de una estatua caída de su pedestal, pobre pedestal de fango, tal vez, en el que se había hundido para satisfacer las exigencias de la carne, que despotiza a la que se ata con cadenas a su frágil carro de triunfo.
sus manos finas, pequeñas, delicadas, con dedos afilados, parecían haber se crispado en un esfuerzo supremo, por asir se de el hilo de la vida, que sus ojos de moribunda veían próximo a romper se.
sus pies de niña, diminutos, arqueados, completaban la belleza de el conjunto, haciendo más visible la distinción de la muerta.
no podía saber se quién era. no había en esas cuatro tablas de pino que la encerraban ninguna inscripción; en la tapa, una cruz sencilla, blanca, hecha con dos palmos de cinta, clavada en los cuatro extremos. eso era todo.
sus ropas estaban en un rincón: un vestido viejo, herencia de alguna otra desgraciada, y una camisa de hospital. esos pobres trapos habían servido para amortajar la.
¡cuántas reflexiones se agolpaban a nuestra imaginación a el pensar en las condiciones de ese cadáver que teníamos por delante!
era para nosotros simplemente una muerta para la clase de anatomía, que iba a ser abierta, cortada, dividida y repartida entre los alumnos, muchos de los cuales se disputarían la mejor presa. la belleza de esa mujer nos hacía entrever una historia borrascosa, triste; una historia que se puede escribir en una página, porque la historia de todas estas desgraciadas se parece. y si no la tenía, sentíamos necesidad de inventar la, sentíamos necesidad de hacer la revivir, hacer la mirar con el fuego de sus ojos apagados, hacer la sonreír con esos labios voluptuosos, hacer la caminar, para ver mover sus flancos flexibles; animar la, dar le vida, hacer latir su corazón; llevar la sangre, el color de sus tejidos, hacer levantar como una ola de voluptuosidad ese seno amplio, macizo, marmóreo; convertir la en lo que era, devolver la a la vida, a el calor, a la luz y cubrir la desnudez de su cuerpo con las telas suaves, que más de una vez lo habrían rodeado.
si nuestros compañeros supieran, pensábamos, mientras ellos están en la sala, curando enfermos y aprendiendo a hacer vendajes y aplicar apósitos, nosotros estamos aquí haciendo poesía de brocha gorda, sin más testigos que la cara embrutecida y las miradas hoscas de , ¡cómo se reirían, qué excelente oportunidad para dar rienda suelta a sus bromas!
un alumno de medicina, un estudiante de anatomía, que convierte los muertos pobres, vulgares, el vientre ya medio verdoso por la putrefacción, en estatuas caídas o en desgraciadas, las cabezas de ciertos muertos en imágenes de el , hubiera sido una novedad impagable y se habría tenido tema para colgar le un sambenito y mortificar lo durante un mes.
¡poesía con las muertas de el hospital!... una infeliz cualquiera, medio achinada, que había caído en el hospital, como una de tantas, a ocultar vergüenzas y sus faltas, y a la que una peritonitis embarcó para la eternidad, es claro, en un cajón de pino sin chapas, sin galones plateados, sin coronas de violeta de trapo teñido — más benéfica a la tierra por la restitución generosa que hacía de su cuerpo, rico en materiales de combustión.
allí concluía el ideal, la poesía, y empezaba la realidad desnuda, fría, brutal, como la cara de .
su vida habría sido como la de todas: un día en la opulencia despilfarrada, conquistada en la especulación de la carne, puesta en pública subasta, y los demás, en el vaivén de la miseria, de la degradación, hasta bajar la pendiente rápida que las lleva a morir desconocidas, cansadas, en la cama de un asilo.
seguía paseando se, haciendo sonar el manojo de llaves que llevaba atadas de una piola llena de sangre: de vez en cuando dirigía sus miradas torcidas hacia el cadáver, y meneando la cabeza, parecía significar que aquello era nuevo, nunca visto, que tal vez una buena propina por el hallazgo le facilitaría el medio de concluir el día entregado a sus mejores libaciones.
llegó hora de clase; el profesor no se dio ni por entendido de la belleza, de la frescura, de la morbidez de el cadáver.
empezó su lección con la seriedad que le era habitual, y los compañeros, algunos de los cuales habían fijado más la atención sobre la muerta, no podrían menos de decir: ¡qué bonita habrá sido esta muchacha! ¿de qué habrá muerto? — parece que no ha sufrido mucho, pues estaba bien conservada, — se conoce que no ha tenido familia, y otras observaciones c voce, que en nada distraían a el catedrático que iba disecando pacientemente los que debíamos estudiar.
los alumnos se habían agrupado, estrechando se alrededor de la mesa para escuchar mejor la lección y poder apreciar más de cerca la conformación anatómica y la disposición, de las vísceras que se ponía a el descubierto.
era un momento de distracción, y cuando ya no veíamos en la muerta la heroína de un idilio, ni una desgraciada que hubiese pasado por esa serie de aventuras en los vaivenes de la suerte, sino un cadáver para la clase de anatomía, nos llamó la atención un personaje exótico, cuya cabeza salía por encima de las demás, y que había entrado en puntas de pie, evitando todo rumor para estar a sus anchas contemplando por entre los grupos la disección de la muerta.
la cara de ese individuo no nos era desconocida; a pesar de su flacura, de sus ojeras y de la expresión de dolor, de piedad, que se dibujaba claramente en sus facciones, se aclaró en nuestra memoria la imagen de este individuo. era el mismo que años atrás había hecho una entrada tan original y desgraciada a la clase de , para dar su examen sobre los imanes.
¿qué hacía allí? fue la primera y la más natural de las preguntas. era quizá un curioso, uno de los tantos que solían olfatear el anfiteatro para descomponer se e ir a contar en seguida a el círculo de sus amigos los horrores que habían presenciado con una valentía de héroes.
ir a el anfiteatro en día de clase, cuando se abren los cadáveres y se extraen las vísceras arrolladas a la muñeca, o se hunde la mano en la cavidad abdominal, entre la sangre negra, coagulada, para ir a desprender un riñón o cualquier otro órgano; presenciar ese espectáculo, ver lo de cerca, aspirar esos malos olores, tocar con la punta de el dedo una parte cualquiera de el muerto, era para los profanos una proeza que bien equivalía a la que referían otros, de haber pasado a media noche por el cementerio, sin pestañear, o hacer apuestas de penetrar en él sin el más mínimo temor de los muertos es claro, ¡qué les van a hacer los infelices! — referir estas aventuras, acentuando los colores, agrandando el cuadro recargado por la impresionabilidad o la exageración de cada uno, era adquirir fama de despreocupado, de hombre hecho, y tal vez muchos de ellos se han sentido espeluznados cuando en el silencio de la noche han leído un libro de , sin más compañero que el silencio y el tic-tac de el reloj.
nuestro personaje no había ido allí seguramente a entretener se, ni con la despreocupación de el estudiante vago que se mete en todas partes por cohonestar su haraganería.
su cara decía mucho, y los movimientos que hacía de vez en cuando, significaban perfectamente que la escena que tenía por delante no le era indiferente.
su permanencia allí fue de pocos momentos; en puntas de pie, callado, cabizbajo, con las manos cruzadas sobre los faldones de su levitón descolorido, se dirigió a el patio, donde empezó a pasear se despacio, y meneando lentamente la cabeza.
en un rincón estaba el cajón de pino y las ropas de la muerta; sospechando lo, se paró delante de esos humildes despojos, y desde lejos pudimos contemplar lo sacando su pañuelo para enjugar sus lágrimas.
sin saber por qué, nos inspiró compasión. a pesar de su figura ridícula, de su conjunto pobre, desairado, nos dimos cuenta de que ese hombre desconocido venía siguiendo el rastro de el cadáver que estaba sobre la mesa de mármol.
y ese sentimiento de compasión que experimentábamos, se exaltaba más en nuestro espíritu a el pensar que, si se encontraba allí ese individuo a la terminación de la clase, no le faltarían pullas, indirectas y hasta diabluras más pesadas con que podrían asaltar lo los compañeros.
salimos de el anfiteatro movidos por ese sentimiento, por el temor de ver lo comprometido en una broma estudiantil y por la curiosidad que sentíamos de averiguar algo sobre tan extraño individuo, a quien ya en dos ocasiones habíamos visto de una manera tan singular.
sin vacilar, nos acercamos, y con el aire de dueños de casa, le preguntamos sin ambajes si buscaba a alguno de los alumnos.
nos miró con cierta desconfianza, y como abochornado de que se supiera el motivo que lo llevaba a aquel recinto, nos dijo: — he sabido que esa muerta, en vez de ser conducida a el cementerio, fue traída aquí para el estudio, y como me interesaba por esos restos, he venido a cerciorar me...
— ¿luego, usted la conocía; era, acaso, algo de usted?
— era todo — nos replicó con acento imperioso, y siguió mirando con ojos idiotizados el cajón de pino y los vestidos amontonados sobre el lado de el patio.
teníamos un hilo de la historia y no queríamos soltar lo tan fácilmente: un retazo de novela viviente por delante, una especie de libro trunco, cuyos capítulos empezaban con el examen de física, con la rechifla de los alumnos, el encono de los catedráticos y la huida de el hombre de los imanes, como le llamábamos, cada vez que nos acordábamos de el examen — y una escena patética, conmovedora, un pequeño drama en el anfiteatro, sin que los demás lo sospecharan.
— ¿y qué harán con los restos de el cadáver? — nos preguntó de pronto.
— los restos van a el cementerio en el mismo cajón en que han venido, solos o acompañados de otros.
pareció disgustar le la respuesta, pues se quedó un rato pensativo; no quisimos decir le lo peor, decir, que a veces, no volvían a el cajón ni a el cementerio, pues los estudiantes los utilizaban para hacer sus preparaciones, y generalmente eran preferidos los de mujer para extraer los huesos de la pelvis y los de el cráneo.
hizo entonces ademán de retirar se, y, efectivamente, empezó a marchar hacia la puerta. nosotros que no lo perdíamos de vista, y menos desde el instante en que se nos ocurrió que pudiera tratar se de un individuo medio alocado, nos pusimos a el lado de él, y seguimos acompañando lo hasta el primer patio, donde tenían su habitación los practicantes.
en el anfiteatro nadie había notado esta aparición misteriosa.
el hospital de hombres era una especie de ciudad de enfermos. tenía sus callejones anchos, espaciosos, rodeados de filas de corpulentas acacias, que proyectaban grandes manchones de sombra sobre los cuartujos de los practicantes; una serie de patios como plazas, algunos con dibujos y laberintos de jardín, otros incultos, abandonados, donde crecía a su antojo la hierba, que era segada de vez en cuando, por uno de los locos, que tenía el triple oficio de jardinero, peón de cocina y mandadero.
era un resto arruinado de la época colonial, un antiguo convento de padres , que sostenían con limosnas aquel recinto de caridad, y en donde se refugiaban enfermos y convalecientes, para compartir con los santos varones los beneficios espirituales y corporales de la casa.
la gran puerta de entrada, maciza, claveteada, con el corte señorial de una morada suntuosa; enseguida, el vestíbulo amplio, sombrío, pintarrajeado con figurones que no decían nada y que, sin las inscripciones emblemáticas que tenían a el pie, habrían pasado inadvertidos; una serie de puertecitas de convento a ambos lados, y después, las salas de los enfermos, formando grandes cuadras unidas por uno de sus cantos.
respiraba por todos los ámbitos un ambiente antiguo, rancio; los sillones de baqueta, labrada groseramente, los escritorios de la oficina de el ecónomo, el gran péndulo, que se ostentaba como una obra de arte y un recuerdo histórico de la época de la , que se cuidaba como un objeto precioso en la sala de administración; era un reloj de mesa, con pie de alabastro y mármol negro, en el que se había fijado una chapa de oro, que llevaba grabada una dedicatoria de los oficiales ingleses heridos y prisioneros, y a quienes los padres habían asistido prodigando les todo género de atenciones; un dístico latino completaba el pensamiento de gratitud de nuestros enemigos de entonces.
describir en detalle el resto de el hospital, sería hacer la historia de las miserias y de los dolores que se encerraban en su cuatro paredes. aquello era pobre, desaseado, antihigiénico, inculto.
de noche, era imponente, lúgubre, pavoroso; los grandes patios que servían de salas a los enfermos, estaban envueltos en sombras siniestras, y la escasa luz de algunos mecheros de gas, les daba un aspecto fantástico; los locos vagaban por los canteros de el jardín, moviendo se lentamente, cabizbajos, hablando solos o dando gritos como aullidos de un animal extraño; hubieran hecho retroceder a el más despreocupado.
en los meses de invierno, nublados, tristes, aquella soledad, aquel silencio, tenían algo de cementerio. los árboles desnudos, mostrando el esqueleto de sus ramas secas, heladas; uno que otro enfermo que se atrevía a cruzar rápidamente aquel descampado y las hermanas de caridad, con sus gorras blancas, como gaviotas con las alas abiertas, que atravesaban el jardín para ir a rezar a su capilla, la monotonía de los toques de la campana de llamada y los repiques descompasados de las de la torre de , la aparición de algún practicante malhumorado, y tiritando de frío, que estaba de guardia y acudía a el llamamiento; esta repetición sucesiva de las mismas cosas, de los mismos toques, de el mismo ambiente, de los mismos dolores; los heridos, los moribundos, las mismas impresiones, los mismos padecimientos, las mismas quejas, todo aquel conjunto triste, abrumador, para un espíritu débil y reflexivo, acababa por engendrar la nostalgia, y nos hacía desear la libertad, la calle, las horas fuera de el hospital, como a los internos de los colegios que cuentan día por día y minuto por minuto la época de salida.
había, sin embargo, cierta vanidad oculta en ser practicante interno, en vivir a el lado de los enfermos, en estar a la mano con todos los sufrimientos y con todas las lacras, y por esto se veía en las puertas de las habitaciones el nombre de cada practicante, esculpido pacientemente, como un anticipo de gloria, en ese monumento en ruina, de el que hoy no quedan sino los escombros.
habíamos instalado a el hombre de los imanes en nuestra habitación; receloso y turbado, miraba de arriba abajo las paredes, los rincones, las vigas de el techo, contemplando el arreglo de la vivienda, tal vez con sorpresa de ver la tan desmantelada y sombría.
tiritaba de frío y había doblado sus largas piernas para esconder debajo de la silla sus botines agujereados; con las manos cruzadas sobre las rodillas, sostenía su sombrero de copa, medio abollado y deslustrado por el uso.
nuestro prurito era hacer le hablar, hacer nos contar en detalle todos los antecedentes de la muerta; preveíamos algo de romancesco en la vida de ese personaje que se nos presentaba con la faz simpática de una pobreza heroica: la comparación y el tipo están buenos para entonces, para nuestro cerebro, impregnado en aquella época de las lamentaciones elegíacas que nos inspiraban los libros de literatura sentimental que estaban en boga.
ahora, lo miraríamos con la indiferencia de el que entra en un gabinete de vistas y a través de lentes ordinarios ve la desolación y la ruina pintarrajeadas en bastidores de papel; el egoísmo que levantan los desengaños, pone una barrera a la sensibilidad.
se había acomodado en un sillón, dando más soltura a su cuerpo rígido como una tacuara, y después de un momento de silencio, y cuando ya se hubo familiarizado con nosotros por las atenciones que le prodigamos, nos dijo así de improviso:
— esa muchacha no era mala, tenía muy buen corazón, pero sus pasiones la dominaban completamente; era una voluntad débil para resistir a las tendencias ardientes de su organismo; yo he luchado con ella lo que nadie podría creer, pero ni los ruegos, ni las amonestaciones, ni las amenazas, han podido desviar la de su camino torcido.
había nacido para enfangar se, y lo ha conseguido, lo ha conseguido plenamente; reconocía el bien, sabía diferenciar lo de el mal, tenía conciencia plena de sus actos, de sus afecciones; raciocinaba como un filósofo, sabía que le causarían gran daño sus caprichos, pero su voluntad era impotente para resistir, nada ha podido detener la.
cuando se veía subyugada, asediada por mis cariños, por mis consejos, por mis sacrificios; cuando comprendía que me había arruinado, que había tirado a la calle mi carrera, mi porvenir, mi nombre tal vez, en el fondo de su alma me agradecía todos estos sacrificios y los beneficios que podían reportar le, pero se me escapaba, huía, se pasaba los días fuera de mi casa, y volvía después, abatida, enfermiza, desgreñada, con el fango hasta los ojos.
yo quería abandonar la, echar la brutalmente de mi casa, tirar le a la cara su ingratitud, su corrupción, en fin, hacer la crujir entre mis manos como un armazón que se destroza, pero cuando me asaltaban esas ideas horribles, me creía loco, y yo mismo huía de mi habitación para rozar me con las gentes, distraer me con el ruido y ahuyentar los malos pensamientos que me asaltaban.
¿cómo podía yo sostener un cariño indigno, fomentar una pasión entre un ser bueno como yo y una mujer pervertida, depravada y que se complacía en jugar con mis sentimientos, con mis palabras afectuosas, con mis demostraciones de un amor inmenso, inquebrantable?
me dominaba, me dominaba como a un perro fiel con sus miradas, con las sobras de sus caricias, con sus promesas de corrección y con el cansancio que solía retener la a mi lado una semana, un mes, hasta que, ya repuesta, sonriente, más hermosa que antes, más provocativa, más sensual y más serpiente que mujer, se escurría de mis manos.
era la fatalidad que la empujaba por la pendiente: hay seres que no pueden contener se, que no pueden dominar se; una fuerza irresistible los lanza, adelante y van en derechura a el delito; inconscientes, ciegos, irresponsables, tal vez, de sus actos, hijos de esa perturbación transitoria y frecuente que embarga su mente.
así era esa infeliz que están destrozando en el anfiteatro.
cambie le el nombre, invierta el sexo, substituya una pasión por otra, coloque la en un ambiente propicio, y tendrá esa larga serie de seres anómalos, originales, depravados, delincuentes y desgraciados.
esa mujer ha tenido sus facetas brillantes, no era todo lodo; tenía sus arranques buenos, sus días de arrepentimiento, de lágrimas, sus súplicas de perdón y sus propósitos de enmienda, esos sentimientos hacia el bien, esas tendencias fugaces de reparación, esos momentos lúcidos en los que veía por delante el abismo cada vez más ahondado, que ella misma cavaba a sus pies. solía estremecer se y volvía hacia mí con los brazos tendidos, con los ojos azorados y llorosos, con las facciones alteradas por el miedo, y entonces me pedía protección, jurando me que no volvería a las andadas, que haría una vida ejemplar. , ya no le creí; estaba muy acostumbrado a oír la en esos arranques, que en el fondo eran sinceros, y partían de la convicción profunda de que debía cambiar de rumbo, pero que se desvanecían cuando cesaba la exaltación de el momento.
esa mujer joven, toda nervios, podía haber sido artista; se apasionaba por todo lo bello, lo grande, lo heroico; había conseguido instruir la, le hacía leer los pasajes más conmovedores de los pocos libros que tengo en mi biblioteca, levantaba en su alma sentimientos puros de religiosidad hasta el misticismo; me hice poeta para tocar la cuerda sensible de su corazón de niña; le hice entrever un mundo de bellezas en la paz de el hogar, en la tranquilidad de la familia; todo en vano: ni la religión, ni el arte, ni la felicidad, tenían para ella atractivos duraderos; estos sentimientos pasaban por su corazón y por su cerebro como ráfagas, sin dejar huella y sin modificar en nada la pasta maldita de que estaba hecha.
era adorable en esos momentos de reflexiva mansedumbre, y cuando anhelaba volver sobre sus pasos para recuperar el tiempo perdido, y emplear la fuerza de voluntad de que disponía en escuchar la voz de la razón.
pero cuando la dominaba la pasión y ella se entregaba dócil a el demonio de el mal, era detestable, ebria, vulgar, ladrona, impúdica, provocativa; hubiera llegado hasta manchar sus manos con sangre, si la fatalidad hubiese puesto enfrente de ella un rival o un ser cualquiera que odiase.
¡qué cúmulo de pasiones bastardas se amontonaban como nubes siniestras en ese horizonte brillante un minuto antes! era como si le diese el mal: me desconocía, me insultaba, me reprochaba mi pobreza, mi carrera abandonada, mi negligencia para el trabajo, la humildad de sus ropas, la estrechez de nuestros medios de vida, la existencia retraída que llevaba, y como un animal dañino que se complace en destrozar lo todo, así destrozaba una por una las ilusiones que me había hecho concebir. era implacable, ingrata, malvada, su ser se transformaba: erguida, pálida, desencajada, centelleando los ojos, los puños crispados y acercando los con movimientos nerviosos a mi rostro, me arrojaba a la cara todas las infamias que profería su lengua de demente. luego, huía rápidamente, y durante una temporada; sabía que iba a envilecer se, a prostituir se, a cubrir se de raso, de joyas que desgarraba y pisoteaba cuando volvía en sí de ese rapto de aberración.
consulté a varios médicos. uno de ellos, amigo de la infancia, que me tenía cariño sincero y que más de una vez me había tironeado, increpando me la negligencia con que miraba mi posición, no tuvo más respuesta que la de su afecto: es loca, histérica y corrompida, echa la de tu casa, y que siga su camino de perdición; tus esfuerzos son palos dados en el agua. me trató duramente, y cuando me oyó expresar en términos bondadosos para sus veleidades y miserias, me miró azorado, con lástima, y tal vez con desprecio. — ¡qué dirán las gentes! — agregó, y me dio la espalda. yo me encogí de hombros, y quedamos a mano.
había abandonado por ella mi familia, mis amigos, mi carrera, todo, todo lo había sacrificado. era un soñador; solo, desamparado, no tenía otro ser con quien vincular me: ya no me llamaba hacia esa mujer el atractivo sensual, no sentía la irritación embrutecedora de la carne; no, esa alma extraña, enferma, original, desgraciada, me tenía constantemente en jaque. era natural que fuese mala, perversa, degradada; ¡cómo podía ser de otra manera, su organismo estaba conformado así!; pero yo debía salvar me: quería abandonar la y hacer un esfuerzo para volver a la superficie social, de donde había desaparecido; mi resolución venía tarde; ya no tenía aliento; caído en el fondo, pasaba oscuro, desconocido, feliz con este incógnito que me deja arrastrar tranquilamente una existencia que ya me repugna.
no sé hacer nada, no puedo ocupar me en nada; soy un hombre inútil. una vez recogí mis libros, y mis programas de estudio, intenté dar un examen, fui a la , regularmente preparado, pero aquel recinto, lleno de juventud, de alegría, de bullicio, de savia y de porvenir, se volvía hacia mí protestando; me rechazaba como a un ingrato, como a un hijo pródigo que vuelve a el hogar con hambre, pero no contrito. todo lo encontré extraño, las caras de los compañeros me parecían más satisfechas, más alegres, más desdeñosas para mi incuria, para mi pobreza; hice esfuerzos supremos por reaccionar; mi primera impresión fue huir como un criminal, estaba humillado, confundido; hice ánimo y penetré en la sala de examen; llegó mi turno, y con toda la estupidez de un idiota, no supe qué decir ni qué contestar; salí desesperado, enfermo, abochornado; me parecía que todas las risas, que todos los rumores, que todas las pullas de los estudiantes, eran dirigidos a mí. en la puerta encontré algunos compañeros, que se sorprendieron de ver me.
quisieron detener me, estrechar me la mano, preguntar me algo de mi vida, de mi ausencia, de mi estado miserable, que debió sorprender los; los esquivé con toda descortesía y enfilé la calle, como un hombre perseguido por la justicia.
y, sin embargo, no sentía remordimiento; no me creía culpable, tenía un objetivo elevado, me había impuesto una misión, quería redimir a esa mujer a costa de mi propio sacrificio, sentía por ella amor y rabia, me había propuesto luchar con la fatalidad que me la arrebataba, que la transformaba como una pasta dócil, pero a el fin caí vencido; era un imposible, una fantasía superior a mis fuerzas: era enderezar una planta que crecía torcida.
un día, cuando estaba más insoportable con sus agresiones, cuando ya había agotado todos mis esfuerzos, toda mi lógica persuasiva, toda mi ternura, que en los momentos buenos la conmovía hasta hacer le llorar, y cuando llegué a persuadir me de que todos mis esfuerzos eran inútiles, y de que no harían más que agrandar la mancha que me había arrojado encima, la abandoné, con la firme resolución de no ver la más.
mi cariño por ella no había menguado. ¡oh, cuánto hubiera pagado porque fuese buena, afectuosa, y hubiese correspondido a mi sacrificio!
hace de esto pocos meses. la he visto en diversas circunstancias, la he seguido, la he espiado, y he podido comprender que, si no se había corregido, había cambiado de manera de ser; pasó un mes sin que la viera, y a el leer una mañana en un diario la noticia de que se había suicidado una joven, tuve la sospecha de que fuera ella, por las señas, que coincidían perfectamente: su edad, su posición y algunos otros rasgos.
la suicida — agregaba el diario, ha sido llevada moribunda a el hospital de mujeres. puse en práctica todas las diligencias posibles para ver la, pero mi esfuerzo fue inútil: llegué tarde: muerta, su cadáver había sido transportado a el hospital de hombres para servir a la clase de anatomía.
mis presentimientos se realizaron; la infeliz se había suicidado, había cumplido su designio fatal, de el que tantas veces la alejara mi mano que velaba sobre ella.
muchas veces me he preguntado, qué son esos seres que, cual ella, cruzan la vida como inconscientes, que van a estrellar se contra el primer escollo, sin rumbo, sin concepto definido, sin saber a qué atener se y sin poder deliberar lo que harán mañana; seres que dan todo lo bueno y todo lo malo con prodigalidad vituperable, que tienden la manta a el caído para socorrer lo, para ayudar le, para enjugar sus lágrimas, y con la misma mano generosa, noble, caritativa, borran los rasgos más simpáticos para hacer se culpables, odiosos, y muchas veces criminales.
en esos cerebros así conformados, hay un germen de el mal en estado latente, que alcanza a atenuar la influencia social y la educación; pero que, en definitiva, hace sus estragos cuando la ocasión es propicia: falta el sentido moral, falta el equilibrio, falta en el cerebro la cámara obscura donde se reflejan las imágenes reales que dan la medida de los actos, de las deliberaciones, con la conciencía plena de las impresiones recibidas: son los ciegos morales que tropiezan a cada instante.
después de esta larga, relación, interrumpida de trecho en trecho por observaciones y recuerdos, el infeliz se levantó, nos tendió la mano, y nos dijo:
— mi misión está concluida; yo no he podido hacer más por ella; esa mujer ha salido de el caos; conocí a su familia; la recogí de la calle mezclada con barro; quise dar le techo, abrigo, pan y un nombre, pero ella prefirió volver a el fango de donde había salido.
era su destino.
la calle tenía un aspecto brillante: el movimiento, el lujo, la ostentación de las cosas y de las gentes, el vaivén de los paseantes, de los desocupados, de los mirones.
a lo largo de las aceras corrían las filas de mujeres hermosas, vestidas lujosamente, tal vez con lujo demasiado ruidoso para salpicar lo en las calles desaseadas; grupos de niñas bellísimas, alegres, frescas, bulliciosas, que conversaban fuerte, dirigiendo se saludos cariñosos de vereda a vereda, como podrían hacer lo en un salón; cortesías correspondidas, bien o mal, a los gomosos, que hacen la moda de los saludos y de las piruetas; cuchicheos mezclados de risas y de indirectas picantes, miradas perdidas, apagadas, rescatadas con sonrisas significativas; la correspondencia en la calle de los que se entienden en la casa, en la hora de visita, y que no pueden decir se todo lo que quisieran, por temor de los que ven y lo adivinan...
corrillos de empleados, que han pasado la piedra pómez y el cepillo áspero para borrar la huella de la tinta de sus dedos afilados, lustrosos, cuidados con esmero; tiesos, cepillados, ajustados a la moda rigurosa, como una llave de precisión, con su bouquet en el ojal, sus bigotes doblados como cuernos y encerados con cosmético perfumado.
esparcidos en las esquinas, interceptando el paso, haciendo crónica de bailes, de teatros, hablando de la , de , de , de todas esas celebridades de el arte, que seducen, que entusiasman con sus notas, y que tal vez se admirarán de encontrar se reunidas en este gran centro, habiendo oído decir por allá que todavía bailamos en camisa a el lado de el fogón.
la calle presentaba el aspecto de un salón inmenso, a el descubierto, a el aire libre; todos los paseantes hablaban fuerte, sin reposo, sin afectación; nuevos grupos se incorporaban a los ya instalados, y como si alguna noticia extraña, inusitada, hubiese producido alarma, no se oía más que exclamaciones de sorpresa, de disgusto. algunos se desprendían de la rueda y tomaban la calle por su cuenta, sin reparar en las señoras y en las niñas que habían venido desde media cuadra dando la última mano a un saludo especial y de circunstancias; otros atropellaban, sin miramiento, a el primero que se le cruzaba a el paso, y sin pedir disculpa ni dar se por entendido de las protestas de el contuso, seguían cabizbajos su camino.
la bulla, el movimiento, el cuchicheo, las risas, las exclamaciones de sorpresa, las despedidas estrepitosas, efusivas y de pésame, hacían coro a el ruido de carros, carruajes y tranvías que cruzaban en distintas direcciones la estrecha calle.
aquello parecía un corso: larga fila de carruajes lujosos, tirados por caballos de raza, algunos improvisados, salidos ayer de el caos de la fortuna, arrastrando a sus felices dueños, repantigados en sus asientos, como si toda la vida hubieran gozado de la bienaventuranza; otros, revelando a los primeros su alcurnia, sus generaciones de carricoches y de antepasados retirados a la vida de el campo con sus remiendos y achaques.
las vidrieras de las casas de negocio, ostentaban sus mejores objetos, como para aguzar la codicia de poseer los y sublevar los bolsillos de el transeúnte.
había en un escaparate, adornado como un altar, un puñado de brillantes sueltos, sin engarce, apiñados, transmitiendo se el brillo; piedras riquísimas, de gran valor, que parecían mover se, tiritando, como salidas de un baño. a el ver las así, movedizas por la refracción chispeante de los rayos de luz que se quebraban en sus facetas, se las creería animadas como pescadillos saltones. un curioso que las contemplaba con avidez, decía sotto voce: da ganas de comer las. tal vez esos apetitos de aguzaban más su bolsillo que su estómago.
largas cadenas de perlas, haciendo guirnaldas en sus estuches de peluche, deslustradas, modestas, adheridas, como clavadas a zafiro de gran tamaño, parecían desprendidas de un turbante y puestas allí para buscar el seno turgente que debía ostentar las, como el pie de la cenicienta con el zapato de oro.
en seguida, la larga serie de joyas de bueno o pésimo gusto, salpicadas de trecho en trecho por objetos de arte.
más allá, los tejidos, los brocados, los muebles de gran valor, lo que cuesta un ojo de la cara, y parece esperar con impaciencia que lo rescaten de la exhibición: estatuas, bustos, bronces, cerámica; el bazar continuo que todos conocemos, que hemos visto cien veces, y en el que buscamos instintivamente, a el pasar, un objeto nuevo para recrear la vista.
todo ese cúmulo de chucherías y de cosas inútiles, con su cachet aristocrático y la posición mágica con que están colocadas para herir mejor la retina y el bolsillo de el paseante.
la concurrencia se había hecho inmensa: por momentos había que detener se, porque se hacía difícil el tránsito; las conversaciones eran más animadas y por todas partes no se oía más que hablar de el ruidoso descalabro de la .
era la noticia de última hora que había llegado a la calle como el preludio de una catástrofe agigantada por el miedo o por el arrepentimiento de los que habían expuesto su caudal, su crédito y tal vez su pan de cada día, en la ruleta disimulada.
en una esquina se había formado un corrillo democrático alrededor de dos criaturas pequeñas y harapientas que hacen gemir dos violines, sacando algunas notas de , entre los sonidos desacordes de sus cuerdas, chillonas como un vidrio raspado con un clavo.
dos pequeños inmigrantes, venidos de quién sabe dónde, tal vez de vuelta de una gira por el mundo, en busca de fortuna y de las caricias que les niega su hogar errante.
recibían en ese momento una ovación de aplausos y de centavos, que les arrojaban generosamente los que se deleitaban con la escena, generosidad correspondida con una canción popular que entonaban con voz aguda, y con acompañamiento de violín y de silbidos de los muchachos vendedores de diarios, que miraban a los artistas callejeros como colegas. la pequeña tiple podía contar a lo sumo nueve años, parecía una viejecita con su vestido largo, su delantal hasta el suelo, su pañuelo arrollado sobre el pecho y atado atrás sobre las caderas; flacucha, despeinada, de facciones acentuadas, ojos vivos, grandes, inteligentes, comprimía contra el pecho su violín como a una criatura que se acaricia para que no llore.
su acompañante no tenía más edad que ella: un muchachito movedizo, despejado con cierto aire de audacia provocativa, dibujaba en los rasgos de su fisonomía picaresca; bailaba dentro de su ropa más que holgada, y tan pronto hacía mover rápidamente el arco de el violín, como atrapaba en el aire una moneda de cobre que, sin mirar la, sepultaba en su bolsillo, conociendo por el tacto su valor.
cuando vemos estas pobres criaturas, huérfanas de afectos y de enseñanza, rodando por las calles como pájaros sin nido, viviendo de sus propios recursos y obedeciendo tal vez a las amenazas y a la maldad de sus padres o de sus dueños, y que llevan dibujada en el rostro la precocidad maliciosa de los que han aprendido lo malo en la materialidad brutal de las escenas que no han podido esquivar, recordamos esas crónicas que hielan el alma y en las que las víctimas han sido precisamente esos pobres parias, sacrificados a todas las crueldades y todas las aberraciones de el bajo fondo humano.
su canto, sus alegrías, sus movimientos, su indiferencia, su edad, todo esto, muy propio para disimular la realidad, nos aleja, a el contemplar las, de reflexiones amargas sobre su situación y sobre su porvenir.
algunas vidrieras empezaban a iluminar se con los focos brillantes de las lamparillas eléctricas, que ponían de relieve la inferioridad de los mecheros de gas con su luz triste y amarillenta.
la tarde empezaba a despedir se perezosamente; la neblina avanzaba por las calles como una gran bocanada de aliento; el viento molesto, frío y húmedo, daba la señal de retirada.
en medio de aquel vocerío, de aquella bulla confusa y animada, de aquel vaivén de personas y de vehículos, vimos pasar rápidamente la figura escuálida de aquel personaje romancesco que encontramos en la y en el anfiteatro.
caminaba a grandes trancos, haciendo balancear sus brazos como para no perder el equilibrio, paraba se de trecho en trecho, echaba una mirada a una vidriera, se quedaba como absorto, con la vista fija en los objetos puestos en exhibición en alguna de ellas, sirviendo de estorbo inconsciente a los paseantes, que lo empujaban, lo codeaban, y hasta alguno, mal humorado por el encuentro, le dirigía pullas que él escuchaba con la indiferencia de el que desafía el enojo ajeno contra su propio fastidio.
visto así de atrás: alto, más flaco, con su pescuezo de cigüeña saliendo de su levitón desteñido como empujado por los omóplatos; grandes, chatos, dibujados sobre la tela como un cliché.
cubría su cabeza un sombrero alto de felpa, espeluznado en distintos puntos, viejo, con las alas recortadas y ribeteadas con desgarbo; aquel sombrero medio cubierto por una tela de merino, arrugada y cosida atrás con una hilera de cuentitas de vidrio, era suficiente para caracterizar el gusto, la despreocupación financiera de el dueño.
estaba de luto, tal vez en memoria piadosa de aquella desalmada que lo había hundido en la miseria, que lo había segregado de la sociedad y que le hacía caminar por las aceras como un escarabajo.
el infeliz tenía una cara desolada; le había crecido la barba y el cabello con el desaliño de la miseria y de el abandono; las huellas de un gran padecimiento moral estaban impresas en sus miradas vagas, tristes, sin expresión; la escasez, el hambre tal vez, se pintaban en la flacura y en la palidez amarillenta de sus carnes.
era un contraste ver aquel hombre joven, educado, con la preparación suficiente para labrar se con el trabajo una posición social, con el aspecto mal disimulado de un pobre vergonzante, en medio de aquel bullicio, de aquella feria continua de el lujo, de la riqueza, de la distinción, empujado, desairado, mirado con desdén y menosprecio por los que pasaban a su lado, esquivado tal vez por los que fueron sus amigos y condiscípulos, y él, impasible, mal vestido, raído, con manchas en las ropas, mezcla de ridículo y de desprecio por las conveniencias sociales, indiferente, enfermo, caído en el marasmo de el abandono, suicidando se poco a poco tal vez por la anemia de un cerebro que funciona con un solo objetivo, con una sola aspiración: no hacer nada, ser inútil, caer en el fango poco a poco como un palo roto que el mar tira a la playa en una arcada de espuma y de resaca.
había perdido hasta su lado sentimental; ya no se sacrificaba por una pasión que le hacía olvidar todo, que se había apoderado de su juventud y de sus ilusiones; no tenía el mérito ni el heroísmo de el que lucha con la miseria y de el que prefiere el amor a la ciencia, a el trabajo; ya no tenía derecho a vivir como un buzo debajo de la capa social.
había franqueado los umbrales de la edad seria y no podía impunemente salir a la calle a ostentar sus miserias y sus trapos sin sentir se culpable. la lucha de el trabajo era tan noble y tan elevada como la que había gastado sus mejores fuerzas y su savia cuando abandonó la para entregar se a los caprichos de una mujer.
todo el mundo trabajaba, todo el mundo se enriquecía, por todas partes veía palpitar el progreso, el bienestar.
la ciudad se había transformado en diez años. si durante ese tiempo hubiese estado ausente, a el volver, habría abierto la boca hasta las fauces con el asombro de el débil que ve un prodigio en cada adelanto.
¿cuál había sido su vida? ¿qué había hecho? sus ropas y su aspecto lo decían claramente.
había tenido que cambiar de domicilio y de barrio varias veces; unas porque los alquileres se le amontonaban como enemigos y lo esperaban a fin de mes con una garra de hierro; otras, porque le echaban abajo la casa para edificar.
estaba en un continuo vértigo; un día de asombro, otro de disgusto, y así iba rodando, hasta que tuvo que abandonar el centro y arrinconar se en los suburbios. allí mismo no le dejaron tranquilo, los huecos se llenaron, casas y palacios se habían improvisado en pocos meses, y la soledad, el silencio, el bienestar que podía disfrutar, eran transitorios; los suburbios desaparecían, la ciudad iba avanzando alegre, elegante, con sus calles abiertas, adoquinadas y el ruido, el bullicio, de que era su mortal enemigo, le tocaba una nueva retirada.
era un inservible; su cerebro empezaba a atrofiar se en la inacción, quiso volver a sus libros, la ciencia de su tiempo había envejecido; nuevos descubrimientos, nuevos adelantos, le ponían en el caso de renunciar a su empresa; la literatura, sus versos, sus versos mal rimados que figuraba en las gacetillas como intrusos, no le despertaban ya los entusiasmos que había acariciado en su imaginación de estudiante; el estro no se presentaba a calentar su imaginación y lo dejaba con los codos apoyados sobre la mesa, como un espiritista que ve llegar su evocación. su inteligencia se había derrumbado como se había derrumbado su organismo. hojeó varias veces sus papeles y se encontró con una novela empezada: la leyó y la encontró estúpida; sus personajes era gentuza o tipos triviales que sólo habrían servido para formar un romance de pacotilla sin ideales y sin objeto.
recordó haber escrito un drama: uno de los protagonistas era un infeliz, a quien su mujer hacía zancadillas; él la quería de buena fe, como saben hacer se querer todas las mujeres de los dramas.
no estaba tan mal, se dijo para sí, el pasaje aquel en que muere fulana arrepentida y perdonada; estaba regular, era conmovedor, una genererosidad cicatera: perdonar porque se muere. en fin buscó y rebuscó su manuscrito y sólo pudo encontrar algunos fragmentos en una mesa, donde los ratones habían hecho una especie de inclusa.
su cerebro, debilitado por los ayunos y por las cavilaciones que lo torturaban continuamente, le hacía padecer de largos insomnios, en los que daba rienda suelta a formar castillos en el aire, propósitos de estudio, de trabajo, reflexiones e inculpaciones amargas sobre el tiempo perdido, programas fabulosos cuya realización le traería un mar de oro, en el que alguna vez podría hundir sus manos, acostumbradas a acariciar las sobras de centavos y papeles mugrientos, que solía ganar en trabajos mezquinos y que le producían apenas para saciar tres días a la semana un hambre guardada durante tantos años; era avaro sin tener nada, avaro por miseria, por escasez; a veces hacía sonar los centavos en sus bolsillos para experimentar una impresión voluptuosa, naciente en su sistema nervioso de neurótico y de hambriento. cuando soñaba con la riqueza, deseaba tener un colchón de oro donde revolcar se como un perro y gozar hasta el desmayo con el cosquilleo de el metal precioso.
en esas largas noches de insomnio y de frío, se tendía sobre su cama en la actitud de un muerto; cruzaba sus largos brazos sobre el pecho, detenía su respiración ruidosa, abría desmesuradamente los ojos en las tinieblas y procuraba percibir la forma de los objetos que tenía a su alrededor; a veces le parecía que todo aquello se movía lentamente y avanzaba hasta él con aire de reproche y de amenaza; figuras extrañas de hombres y de animales se dibujaban en las paredes, donde se había caído el revoque. esos manchones negros, huecos, que tomaban en la penumbra de la vivienda las formas más caprichosas, los miraba fijamente y se pintaban después en su retina, en forma de cabezas monstruosas, que le daban calofríos como a un niño.
otras veces hacía desfilar ante sus ojos la figura de sus amigos y condiscípulos; todos ellos habían adquirido una posición social con su trabajo, su talento, con su aspiración. ¡es tan fácil adquirir la!
médicos, abogados, ingenieros, ministros, diputados, comerciantes, todos ellos estaban en la cúspide de una montaña que él miraba desde la llanura, como un pigmeo, y no se sentía ya con fuerzas suficientes para emprender el viaje en la huella escabrosa que otros habían salvado airosamente. veía sin envidia, sin prevención, el bienestar de los demás; hasta los más inservibles habían ascendido; lo que les negara el talento se lo concedió la fortuna; pero a el fin, a fuerza de luchar, a fuerza de caer y levantar se, habían trepado.
el estaba allí desfallecido, pobre, olvidado, sin rumbo, sin saber qué hacer, sin recursos. estaba de más, y si alguna vez su desaliento lo ponía en el colmo de el abatimiento, no encontraba ni objeto a su existencia; pensaba en el suicidio, y aun ese recurso supremo de los que creen haber lo perdido todo y buscan en el olvido un consuelo a su egoísmo, le parecía que le negaba sus derechos. ¿qué grandes dolores había sufrido? ¿qué contrariedades intensas de esas que laceran el alma en lo más íntimo y a fuerza de gravitar sobre los espíritus apocados acaban por horadar la piedra como la gota de agua? no había constituido un hogar, no había perdido ninguno de esos seres queridos que a el desaparecer desgarran las fibras más sensibles; no había sido padre; había vivido como un parásito, soñando constantemente y viendo pasar los días y los meses con la indiferencia de el que a nada aspira o de el que aspira a cosas imposibles; no era digno de el suicidio, y aunque tuviese valor para poner en práctica una resolución heroica, su conciencia se revelaba contra sus propósitos y lo volvía a la realidad de su impotencia.
me moriré de hambre, solía exclamar en el silencio de la noche, interrumpiendo por un momento la hilación de sus ideas, pero este género de muerte le parecía largo, fastidioso y tal vez no consiguiese su objeto; se había acostumbrado, como los fakires, a los largos ayunos, y tal vez podría pasar se mucho tiempo sin comer.
pensaba en la política, en la política de el día; sentía no haber se afiliado a un partido cualquiera; él consideraba eso como una masonería, en la que todos son hermanos para ayudar se; muchos de sus amigos debían todo lo que eran a sus vinculaciones políticas. habían empezado su caudal en esa carrera, y a fuerza de tesón y de habilidad habían obtenido lo que él jamás se habría imaginado.
cuando se acordaba de algunos, más pobres que él y que comparaba a los ratones que le habían devorado su drama, y los veía muy ufanos, echando atrás la solapa y pasando a su lado con aire satisfecho, encontraba todavía una sonrisa en sus acciones desencajadas. algunas veces eran exclamaciones de sorpresa, y, como si los tuviese por delante, levantaba en la oscuridad de la noche su brazo largo y flaco como una espada, para decir: tú, tú, en esa posición... y luego añadía: yo debo estar loco o ser muy desgraciado.
en el fondo, debemos hacer le justicia, sin embargo, él no había alargado su mano para pedir, su espina dorsal estaba intacta, tiesa, rígida, y en su frente de pobre, de desgraciado, de paria, tenía un poco de altivez que no había enajenado.
luego, miraba a la sociedad desde su cueva, sin las pretensiones de un ; él no exigía no pedía nada, no era pesimista, miraba el conjunto que le parecía bueno, no tenía por qué quejar se ni hacer reproches, y su filosofía brotaba de su estómago; aspiraba a muy poco, no había podido seguir su carrera, no tenía preparación para producir algo que valiese la pena de ser hojeado, no acataba tampoco en su soberbia de pobre lo que otros lanzaban con petulancia a la circulación diaria como muestra de talento; levantaba luego sus puños, comprimiendo los fuertemente, y se decía a sí de improviso: soy fuerte, puedo trabajar, puedo conseguir dinero y tener lo que otros han conseguido: una posición holgada; lo demás, vendrá a su turno. el problema se reducía para él a sacar una mano, a asir se de un dedo, a poner un pie, y luego daría el salto; seguramente acertaría en el golpe. iba refinando su cálculo, sutilizando sus medios de acción, jugando una partida de ajedrez con los escasos elementos de que podía disponer.
y así, cavilando, pensando y haciendo cálculos y signos cabalísticos en el aire, esperaba el sueño que calmase su sistema nervioso exaltado.
una mañana se despertó más temprano que de costumbre; abrió los ojos, y un signo marcado de disgusto y abatimiento se pintó en su fisonomía; estaba delante de la realidad, él, que durante cuatro o cinco horas se había visto transportado por la fortuna en alas de una posición que sólo podía realizar en el sueño.
sus trastos viejos, abandonados, parecían mofar se de su engañosa situación: miraba alternativamente a un armario abierto de par en par, como una casa saqueada, y un escritorio de caoba, deschapado y polvoriento, que soportaba de mala gana una pila de libros, de diarios, de manuscritos entremezclados con mendrugos de pan y cortezas de frutas secas; luego, a las paredes, de donde habían emigrado algunos cuadros de regular mérito.
quedaban los hilos colgados de clavos herrumbrados, por donde trepaban las arañas para escalar sus cuevas. se levantó rápidamente y en un rasgo de desesperación le dio tentación de prender fuego a la casa; aquella miseria, aquel abandono, aquella mugre, lo ahogaban, ya no podía vivir en ese ambiente; su origen, sus antecedentes, el bienestar de que antes había disfrutado, le tironeaban el deseo de algo mejor.
en un movimiento brusco hizo rodar por el suelo una pila de libros; uno de ellos, desencuadernado, amarillento, con anotaciones garabateadas en las hojas, quedó abierto de par en par en el suelo, luciendo una curva como un vientre y en el que había un verdadero tatuaje de líneas y trazados; ese librajo era su enemigo más implacable, el que había conseguido ultimar su carrera con un golpe de gracia, un libro de física, que a fuerza de ser manoseado en un determinado capítulo — el libro lo hacía de por sí — bastaba tirar lo a el suelo para que aquella página funesta que se ocupaba de los imanes, quedase en exhibición. cuando se inclinó y se encontró con aquel capítulo ante sus ojos, toda su sangre anémica se le subió a los pómulos, se acordó de la rechifla de la y de la huida en el día de examen, y como si aquel libro fuera sensible a su enojo y a sus recuerdos, le dio un puntapié que le hizo rodar a un rincón, luego recogió piadosamente un código que le habían regalado cuando aún tuvo esperanza de seguir su carrera, lo abrió con curiosidad, leyó dos o tres artículos y en seguida pensó que aquello se habría acomodado muy bien con sus ideas: habría sido un magistrado honrado, y modificó un poco sus pensamientos con respecto a la justicia; que había siempre considerado como un laberinto de embrollas.
había caído también sobre el enladrillado de el pavimento: lo recogió, sacudió cuidadosamente el polvo de sus hojas y lo colocó de nuevo sobre el escritorio: — muy bien escrito — dijo pausadamente, — tiene mucha razón , los ejemplos que encierra son de un valor incomparable, pero es poco práctico para nosotros, para nuestra sociedad nueva y de carácter diverso de la que él nos pinta; jamás podré yo realizar los ideales y los prodigios que él nos hace ver; es preciso tener una colectividad y un individuo tallado en el molde de sus personajes; todo está muy bueno, el carácter, el deber, el ahorro, pero, ¡ah! la ayuda propia — y aquí se quedó meneando tristemente la cabeza. en ese momento se fijó que una hormiga luchaba con todas sus fuerzas por levantar de el escritorio un pedazo de corteza de nuez, y que otra, cargaba con igual materia, se arrastraba bamboleando se hasta el borde de la mesa para llevar ufana su hallazgo. esta lección, dada así de improviso, con tanta elocuencia de un hecho tantas veces admirado y tomado como ejemplo de trabajo, de perseverancia, de paciencia, le hizo abochornar... meneó de nuevo la cabeza y dijo con acento de reproche: tiene razón, soy un necio.
en el derrumbe de libros y folletos había caído también ; los mejores representantes de su ingenio original estaban en el suelo: l'assommoir y , comprados en un montepío de libros viejos, esparcían a su alrededor esa atmósfera acre y malsana que impregna el papel manoseado, como el aliento de los ebrios que se tambaleaban en sus páginas.
recogió a y estuvo hojeando la pacientemente; detenía se de vez en cuando para exclamar: — ¡oh! ¡estupendo, qué estilo, qué belleza, qué naturalidad, qué filosofía amarga y positiva! — a el llegar a el último párrafo pareció estremecer se, dejó caer el libro como si hubiese tocado la mano temblorosa y cubierta de pústulas de viruela de la infeliz . luego, dijo entre dientes: — a , a — y haciendo un gesto añadió: — quizá.
tomó en seguida l'asommoir y se sentó, cruzando sus canillas, en un sillón medio derrengado que hacía los honores de el mobiliario abigarrado de la vivienda.
muchas veces se había deleitado leyendo páginas, conocía la historia de cada uno de sus personajes, los había seguido en sus evoluciones y en las distintas fases de su vida, como si fueran antiguos camaradas; se había vinculado a su suerte por el parentesco de la miseria y de las ideas, tenía allí sus simpatías, sus rencores, sus enemigos y tan pronto se sentía conmovido a el leer la historia de , buena, hacendosa, infatigable, como se indignaba por las brutalidades de su marido, que había caído de el taller en la taberna y de la taberna en el hospital en las convulsiones estrepitosas de el delirium tremens.
odiaba a muerte a : ocioso, embustero, egoísta, con el refinamiento simulado de un animal felino que acecha pacientemente su presa; suave, reluciente, enmelado como una babosa, siempre sonriente, atento, lleno de chiste, haciendo se rogar con cierto aire de señor que le daba superioridad entre la turba de sus amigotes, y cierta preferencia mal disimulada entre las mujeres.
era su pesadilla: cuando leía l'asommoir y aparecía el abominado personaje, solía doblar la faja y exclamar: — ¡eh! miserable, eres el más peligroso y el más malvado de el gremio.
cuando llegaba a la escena de la entrada de en casa de la , para dar le parte de su casamiento en esa noche de verano sofocante, mientras la hermana de el que iba a ser su esposo estaba ayudando a su marido en ese taller estrecho, sombrío, caldeado por hornillo, nada le parecía más desolador que esa miseria cubierta por el polvo de oro que sacaba a el limar el engranaje de las cadenas; mira a esos dos personajes trabajando como bestias, arremangados, sudorosos, despechugados calentando una marmita de patatas a el lado de un crisol, lanzando miradas de desconfianza a y mirando a el suelo por el temor de que se le adhiriese algún desperdicio; groseros, huraños, fastidiados, jadeantes en un rincón de un quinto piso, haciendo lo posible para que fuese lo más pronto para no interrumpir su tarea que les importaba algunos céntimos.
esta es miseria de buena ley, esta es calamidad que aquí no se conoce, y cuando , tímida y contrariada, abandonaba el tugurio de los que iban a ser sus cuñados y la veía en el bulevar, adonde la había seguido su imaginación, respiraba ampliamente, se pasaba su pañuelo por la frente como si él también hubiese estado encerrado a el lado de el hornillo, y exclamaba: — ¡gracias a !, no cuesta tanto aquí el pan nuestro de cada día.
el viejo se le presentaba como un perro sin dueño, cubierto de lanas sucias, enlodadas, que arrastraba tanteando en la oscuridad con su mano larga, descarnada, venenosa, agitada por el temblor senil, a su cueva infecta debajo de la escalera. este personaje, idiotizado por el alcohol y por el hambre, le producía calofríos... para sus adentros solía decir: — alguna vez seré así.
se había detenido un par de horas en la lectura de este libro.
su cabeza estaba llena de las escenas de l'assommoir; toda una sociedad de obreros, de viciosos, ebrios, desfilaba ante sus ojos: se había revuelto una capa social como un avispero: — su índole, sus tendencias, sus pasiones; sus vicios, estaban estrechamente eslabonados con sus recursos, todo era lógico; eran fautores naturales de el capital que absorbe; de el trabajo que despotiza, que gasta, que caldea a el lado de la fragua, que agota, que consume la carne humana, machacando la diariamente en el yunque, haciendo brotar de los poros la savia vigorosa como las chispas brillantes de un hierro incandescente.
la usina, devorando en sus grandes bocas, llenas de llamas, a el obrero; el carbón infiltrando se en sus pulmones para destruir su trama delicada, y luego un salario escatimado y que apenas alcanza para cubrir las primeras necesidades.
la contribución de carne humana que se siente oprimida, sofocada, que se retuerce, que se agita y que estalla por último en las huelgas, en el alcoholismo y en la comuna.
de el taller a el hogar, la taberna como estación intermediaria, como una tregua engañadora, el embrutecimiento gradual por el vicio, desde el licor inocente que habitúa el paladar, que lo estimula, hasta la bala rasa que se mezcla a la sangre, que se infiltra en los tejidos, que llega a el corazón para curtir sus válvulas, para estrechar sus orificios y romper su ritmo con las convulsiones angustiosas de una enfermedad incurable; el abotagamiento físico con las hinchazones, las hidropesías, trasluciendo se en la cara, en la expresión, en la mirada, burlando la engañosa insistencia de ocultar el vicio con la placidez de la sonrisa de una fisonomía de idiota.
una enfermedad de el corazón era para él una cosa horrible; había seguido paso a paso los estragos ocasionados por una dolencia de este género en uno de sus parientes, y recordaba perfectamente todo lo que había sufrido; lo veía en sus transformaciones sucesivas, y a medida que la enfermedad había hecho sus progresos, le parecía que aquel hombre se iba despojando de su cubierta exterior, de su fisonomía y de su expresión, para quedar en el último período convertido en un organismo blanduzco, fofo, transparente, una especie de hombre de cera donde el dedo dejaba constantemente su huella a el comprimir lo.
había cerrado el libro y continuaba haciendo reflexiones sobre los diversos tópicos que había hojeado: esa larga fila de seres desgraciados, enfermos, enviciados, abatidos por el trabajo, por las necesidades, sin estímulo, sin aspiraciones, sin más compensación que un día de fiesta, legítimo para tomar un desquite en el descanso.
le pareció lúgubre, horrible, la existencia de esa gente sedienta de alcohol.
y luego, el criterio de todos ellos ajustado a su condición miserable. sus ideas, sus afecciones, su familia, todo remojado en el vino, en las bebidas espirituosas.
su cerebro trastornado, desquiciado, perdiendo sus facultades de dirigir el equilibrio de la máquina humana; las observaciones de el carácter, la postración moral, la locura, el delito, el caos de la neurosis, transmitiendo se a la generación para imprimir le el sello de el origen insano.
esas cabezas delirantes, y esos seres envilecidos, degradados, eran capaces de todas las monstruosidades, de todos los trastornos sociales.
el manicomio y la cárcel los tomaba bajo su amparo; enfermos criminales, inconscientes, caían allí como acorralados por la sociedad que quiere vivir bien, tranquila, holgada, sin codear se con el peligro y sin escuchar el dolor.
— ¡ah! si tuviese talento — exclamó arrojando el libro sobre la mesa; — ¡qué me importarían la fortuna, el bienestar, la opinión pública! todo sería pequeño a mi lado; cómo me levantaría por encima de el nivel común; ¡qué pequeñas, qué frívolas serían para mí tantas cosas que hoy me preocupan: esa lucha, ese afán constante por aspirar a lo mejor, esas emulaciones que marean la masa social y hacen germinar tantas miserias por lo que cabe en el puño de un niño!
¡qué bien me encontraría en un gabinete con mis libros predilectos, dando rienda suelta a mis aspiraciones, a las tendencias de mi espíritu: qué feliz me despertaría, siendo útil a esta misma sociedad, que no me conoce, para la que paso inadvertido!
¡ah! esta es la miseria de allá, que abre sus siete fauces con hambre insaciable, ¡este es el pauperismo que clava su garra de buitre en el corazón de aquella sociedad secular!
aquí, el único hambriento soy yo.
después de aquella lectura, su espíritu había sufrido una especie de conmoción.
era la primera vez que la verdad se destacaba de sus libros, surgiendo espontánea, y con formas perfectamente delineadas, para ir a grabar se en su cerebro.
no eran ya romances lo que hojeaba por entretenimiento y para emplear en algo las largas horas de ocio que constituían la mayor parte de sus días — romances que leía distraído, sin preocupar se de la intención de el autor —, personajes que seguía maquinalmente en la lectura, y que, a poco andar, perdía de vista en los capítulos que salteaba, estimulado por el desenlace.
los personajes con quienes se había entretenido, tenían un relieve real; le parecían conocidos y hasta encontró semejanza entre alguno de los que él había tratado y la runfla de l'assommoir.
por momentos iba a completar el cuadro; no le hubiera faltado mucho para codear se con ellos y formar parte de la comitiva.
cuando pensaba en esta circunstancia, en puntos de contacto, veía que era fácil suprimir ciertas angulosidades de o para decir: — ese soy yo en cuerpo y alma. — el, que iba bajando las gradas carcomidas de el desquicio, sin la esperanza de encontrar un punto de apoyo firme para el porvenir.
la idea de que la miseria lo condujese a el vicio, a la degradación, a la inutilidad que gravita sobre la mesa social como un estorbo, hacía sublevar en sus sentimientos un poco de dignidad y le hacía aventurar un propósito firme, inconmovible, de cambiar de situación.
ideas nuevas, revestidas con colores halagadores empezaron a trepar por las sinuosidades de su cerebro, ideas que ya no desechaba como utopías o cosas imposibles de realizar; por el contrario, sentía el calor de la juventud y de el entusiasmo extender se por sus músculos, por su cabeza, por su sangre, cuya circulación empezaba a acelerar se. temía volver se de nuevo poeta y que las frivolidades de su pensamiento lo ataran con sus redes sutiles y tentadoras.
estaba persuadido de que le faltaba talento para levantar su nombre en la esfera de la originalidad y de que, en vez de aplausos, cosecharía la indiferencia y las críticas amargas de los lobos de la literatura que esperan en la encrucijada alguna oveja inocente.
— nada de poesía — exclamó de pronto, levantando su brazo como un estandarte de guerra... — nada de poesía... , , ... me despido de ustedes... tal vez para siempre.
estoy harto de , de y de ; en cambio, mis bolsillos están más escuálidos que el estómago de el , y la que me ha tocado en lote, no merece ni los honores de el infierno. enloquecidas y de meditabundos y filósofos; estamos en una época de positivismo y el corazón está en el bolsillo.
pero no; aquí adentro hay algo que me vigila, que me observa y me hace reconciliar conmigo mismo cuando un mal pensamiento viene a enturbiar por un instante la calma de que disfruto; y a el decir esto, se golpeaba con la mano abierta en medio de el pecho, como si quisiera hacer un llamamiento a algún ser oculto dentro de su cuerpo.
se puede ser hombre de bien y hombre de fortuna, se puede alcanzar la cima sin dislocar el espinazo, se puede comprimir puñados de dinero sin que la mano quede embadurnada; no hay que tener miedo de el qué dirán por ser honesto... yo no necesito ese freno... aún puedo ruborizar me... por otra parte, no tengo nada... ni un centésimo, y, a el hablar así, dio vuelta a sus bolsillos, que parecían dos vientres destripados.
— no valgo nada — dijo encogiendo se de hombros, — soy una nulidad: en arte, no distingo la recta de la curva; en finanzas... ¡bah! las finanzas se aprenden en un momento...
he manoseado unos cuantos libros que han hecho la gloria de sus autores, me he asimilado una media docena de ideas, he podido codear me con las producciones de esos genios que han pasado sobre millones de hombres, los he leído y releído, los sé de memoria, y ahora me pregunto: ¿qué me hago yo de todos esos conocimientos? ¿qué empleo doy a ese caudal de ideas cultivadas con tanto esmero en mi memoria y guardadas como un tesoro?
dicen que el saber no estorba... ¡bah! si supiera tantas cosas, si no tuviera un bagaje de ilustración que me hace presumido, si fuera un individuo así, a la llana, un buen burgués cualquiera, tendría mi negocio, mis comodidades, sería propietario, habría llegado a ser concejal, tomaría parte en los negocios públicos, me pondría guantes los domingos, y muy señor mío que andaría luciendo mis carrillos y mi vientre... sería concejal — volvió a repetir lentamente, y luego, riendo se con ironía, añadió: — ¡qué disparate!
esa vida, así material y fatigosa, no se ha hecho para mis músculos ni para mi cerebro; esa existencia prosaica, que nos despierta todas las mañanas con un golpe de puño en el pecho, como un mazazo y nos indica el camino de el trabajo... no, no he nacido para eso.
mi constitución y mi temperamento me han llevado por otros rumbos, he seguido a los poetas como una mujer enamorada, he gozado con sus versos, con sus bellezas, con sus sueños, he vinculado mi espíritu con el suyo, he llorado con sus lágrimas, batido palmas con sus triunfos.
cuando he visto su vida aporreada por las gentes, la humanidad me ha parecido más vulgar y más egoísta, y sobre ese modelo he ido calcando mis ideas y mi criterio.
después que un hombre rinde su savia, su tranquilidad y su genio, se da un puntapié a su nombre y a sus huesos... ¡ah! la posteridad se presenta compungida, los va olfateando como un perro, los encuentra, los desentierra, los coloca bajo el amparo de el mármol y de el bronce y los cubre con su manto de gloria.
y hablando así, con cierto encono y con la aspereza de lenguaje de un individuo superior que ve a sus pies los hombres y las cosas, se iba engolfando insensiblemente en la filosofía descarnada de el pesimista que todo lo ve sombrío y próximo a zozobrar.
sólo a lo bueno, encontraba por todas partes las rugosidades de la vida real; la verdad le hacía daño, le producía la misma impresión de el que, sin saber lo, acaricia el lomo de una víbora; soñador sempiterno con la fortuna, esperando como los niños que el hada benéfica se le apareciese un buen día colmando le de dones.
tenía épocas en que estaba arrinconado, huraño; si en esos momentos alguien lo hubiese arrojado a la calle en medio de el bullicio y de el movimiento, a el contacto de los hombres y en el comercio de las ideas y de los hechos, habría disparado como un animal enamorado que no puede vivir fuera de su cueva.
en los instantes de exaltación maníaca solía exclamar yo debí ser fraile; en ningún caso habría encontrado mejor ambiente para mi inercia.
¡oh! si hubiese sido fraile, cuánto bien habría hecho a mis semejantes... es imposible, me falta la fe y no concibo mayor sacrificio que estar mintiendo en obras y en hechos cuando no se cree en nada. ¡qué ideal, qué bella misión sería la de el sacerdote que ajustase sus actos a el !... hasta allí ha llegado la ráfaga de el positivismo que lo materializa todo, y por esto hemos levantado el pico, afanados en demoler el edificio vetusto que cuenta diez y nueve siglos de existencia: los cimientos están descubiertos, pero la piedra secular resiste a el choque... los mercaderes han invadido otra vez el templo y las gentes se ríen de la excomunión y de el fuego eterno.
la mejilla está harta de lodo y bofetadas y nadie presenta la otra para recibir el estigma afrentoso que le conquiste el reino de los .
los bienaventurados pobres de espíritu van a los manicomios; la gente tiene hambre y sed de vida holgada; se ha llamado a sosiego, harto de perder almas y de achicharrar infelices en sus hornallas.
venga el nuevo con el brazo nervudo, fuerte, la cara sudorosa cubierta de polvo y de carbón, el pecho cuadrado y velludo, y empuje con mano firme ese organismo de entrañas de fuego que va tragando distancias, dando alaridos de regocijo.
esta es la lucha fructífera de el siglo que va colmando de bienestar y de riqueza a las generaciones que surgen con otras ideas y con horizontes sin nubes.
el que espera que un rayo de sol le caliente el vientre, habrá perdido su tiempo; la golondrina habrá hecho ya su nido sobre el techo y se habrá buscado el alimento para sus pichones.
estamos en la época de la neurosis: la enfermedad de los inútiles, de los débiles, de los pusilánimes, de los que tienen un muro chino delante de los ojos.
después de esta declamación enfática, se quedó un rato pensativo. luego añadió: — el trabajo rudo, continuo, sin tregua, que lleve su contingente a el seno de las sociedades para mejorar sus condiciones y ostentar con legítimo orgullo el terror levantado en la aridez de el desierto... pobres zánganos, no hacemos más que devorar la colmena hasta ver las tablas de el barril que la encierra.
en esta sociedad nueva, cosmopolita, que lo va improvisando todo, que se desarrolla con la rapidez vertiginosa y que no se preocupa de lo que el hombre es, sino de lo que vale, yo me he cerrado las puertas, aquí donde a nadie se niega la entrada; amplias y abiertas están de par en par, y entre todo el que quiera y tenga deseos de trabajar, venga de donde viniere; traiga ideas nuevas, traiga su contingente de buena voluntad, y aunque sus bolsillos estén como los míos, encontrará barro a mano y nadie se reirá de su nariz y de su joroba.
¡oh! es bochornoso languidecer en la inacción y esperar que nos pongan el pan en la boca amasado y caliente.
estoy metido en un callejón sin salida — y a el decir esto, miraba sus ropas que empezaban a desprender se de sus costuras como una montura vieja; echó una ojeada a su sombrero que estaba colocado como un maniquí sobre una percha; a el mirar lo así, a la distancia, le parecía que se había conmovido y espeluznado más con su discurso; se veía él mismo debajo de su copa abollada y se tuvo lástima; — ¡qué ridículo debo estar con este sombrero! ¡cómo se reirán de mí los que pasan! ¡bah! yo lo cambiaré por otro. se fijó que todavía tenía el luto y que éste había tomado un color verde bronceado, se levantó rápidamente, tomó el sombrero indefenso y le arrancó el merino, diciendo: — basta de duelos indignos y de romanticismo absurdo. — dirigió en seguida una mirada fiscalizadora a todos los ámbitos de su vivienda: esa mañana le pareció más pobre, más desaseada; parecía imposible que hubiese podido soportar tanto tiempo la presencia de esos muebles y de esas paredes; le dio repugnancia, fastidio, y sin preocupar se de lo que quedaba, tomó de nuevo su sombrero, y dejando puertas y ventanas abiertas, se lanzó fuera con una cara de demente.
en la calle, hizo la firme resolución de no volver a su casa. estaba harto de vivir en la cueva y de aspirar constantemente el ambiente rancio de miseria en un país donde todos hacían fortuna sin gran esfuerzo.
era un gran culpable y sus propósitos de enmienda tal vez llegaran tarde.
miraba el reverso de su situación y veía el buen camino, amplio, venturoso, para llegar a conquistar un puesto a el lado de los demás.
era un día espléndido, de esos que elegía siempre para vagar y que los tenía gastados por docenas en echar cuentas de desocupado sin arribar a nada práctico; había adquirido un poco de buen humor; su cara enjuta, angulosa y macilenta, intentaba un esfuerzo para acomodar una sonrisa y saludar así a la que reparte generosa el aroma de sus flores y empuja suavemente un rayo brillante a el través de las rendijas.
tendré mi pedazo de sol, tibio, que me acaricie la frente sin egoísmo y sin interés; tendré una pantalla verde que me dé sombra suave, soñadora, y luego, mis pulmones, aguerridos contra los miasmas, tendrán oxígeno de sobra para dilatar ampliamente sus vesículas.
— ¡qué agradable es todo esto! — pensó después para sí.
el sol, el aire, las flores, la sombra dulcísima de las plantas, todo le parecía encantador; poetizaba lo que tantas veces había mirado con indiferencia; sensaciones nuevas recorrían su cerebro como ondas eléctricas que van a despertar impresiones adormecidas de otros tiempos, y un bienestar desconocido confortaba su organismo derrumbado.
a medida que iba avanzando por las calles se sentía fuerte, vigoroso, capaz de algo que significara esfuerzo, y hablando entre dientes, gesticulando como un poseído, iba haciendo planes y cálculos de esos que tantas veces había apuntado en su imaginación y que se habían desvanecido como un palo dado en el agua.
andando así, lentamente, tropezando, empujando distraído a los transeúntes, oyendo a sus espaldas algunos refunfuños y amenazas de los que eran agredidos inconscientemente por ese personaje curioso, llegó a desembocar en la plaza de el ; se detuvo un momento, indeciso, en la esquina: respiró fuertemente el aire embalsamado que venía de el río, y como si no se atreviese a andar solo por aquel descampado, retrocedió algunos pasos. le parecía que iba a sufrir el vértigo de el vacío, estaba acostumbrado a pasar días y semanas encerrado en su vivienda estrecha, sombría, aplastada, bajo un techo que se tocaba estirando el brazo, y aquel aire fresco, aquel espacio cubierto de vegetación, aquel cielo azulado, diáfano, apenas surcado por pequeñas nubes que asomaban tímidamente para desvanecer se en seguida; la hora, el silencio, la luz radiante que iluminaba el paisaje, todo este conjunto indiferente para los que están acostumbrados a no detener se a contemplar lo, era para él una novedad, un estímulo, un atractivo que le hacía cambiar insensiblemente de rumbo y que ahuyentaba de su espíritu las ideas sombrías que lo habían amarrado hasta entonces como un tronco hueco y carcomido.
había llegado lentamente hasta la plaza. después de vagar algunos momentos alrededor de el césped, después de haber hecho una excursión a la gruta y haber recorrido con una sonrisa desdeñosa sus laberintos de ladrillo revocado, fue a buscar un sitio solitario a la sombra de un paraíso corpulento que se había librado milagrosamente de la furia de devastación que había exterminado a sus compañeros.
bajo la tupida copa de verdura se proyectaba una mancha suave de fresca sombra que invitaba a el reposo: se sentó en un banco rústico, estiró sus largas piernas, echó para atrás su cuerpo delgado que crujió como un armazón de caña, y poniendo cuidadosamente sobre el césped su sombrero de felpa raída y verdosa, se entregó a un éxtasis inefable.
largo rato permaneció así, con los ojos cerrados, la cabeza recostada sobre el tronco de el árbol que le servía de respaldo, aspirando a sorbos las ráfagas de aire embalsamado que agitaban sus cabellos. se sentía bien en aquel recinto, lejos de el bullicio, arrullado por el murmullo de las hojas y por el zumbido de los insectos que se disputaban una gota de esencia en el cáliz de las flores.
los nervios empezaban a calmar se y su corazón de anémico, que latía fatigado y tumultuoso, fue regularizando su ritmo para derramar con las ondas de sangre más rica la placidez bienhechora a su cerebro de neurótico.
muchos minutos pasó en este éxtasis, acariciando sus sueños, sus promesas, y un porvenir que se le había presentado hasta entonces como un borrón de tinta en las faldas de una virgen.
sus sueños iban tomando formas cada vez más caprichosas y halagadoras; se veía transportado a un bienestar envidiable por un camino accesible, fácil, un enjambre de manos amigas procuraban tomar las suyas, sus antiguos compañeros estaban allí, ricos, encumbrados, felices; ya no lo miraban de reojo ni con desprecio; tenía hogar, familia, fortuna: estaba transformado.
por nada de este mundo habría abierto los ojos; era tan feliz en esos momentos, que ponía todo su empeño en prolongar esta dicha que tan pocas veces había disfrutado.
cuando despertó, el sol estaba ardiente; serían, aproximadamente, las doce; algunas mariposas doradas cruzaban delante de sus ojos, haciendo círculos voluptuosos y perdiendo se en los pequeños bosquecillos de el césped; el ambiente estaba saturado de el perfume de las flores, y su cuerpo enervado lo retenía en su asiento a pesar de su voluntad de alejar se de allí.
a lo lejos empezó a divisar una caravana de hombres, mujeres y niños, que parecían acudir a alguna feria.
era una larga fila de inmigrantes que cruzaban la plaza marchando detrás de sus equipajes que ellos mismos ayudaban a transportar.
jóvenes en su mayor parte, fuertes, vigorosos, con esa robustez peculiar de los hijos de las montañas.
vestían sus mejores trajes: los hombres, sus chaquetillas lustrosas, con botones de metal, colgadas de el hombro derecho, y dejando ver su camisa blanca, amplia, de hilo crudo, sujeta a el cuello con un pañuelo de seda multicolor; sombrero de fieltro, en cuya cinta habían colocado algunos una pluma; el brazo izquierdo desnudo, musculoso, férreo, caras plácidas, de hombres sanos, contentos, sanguíneos; hablaban fuerte en su dialecto especial, echando tal vez sus cuentas sobre la probabilidad de una próxima fortuna.
algunos llevaban en sus brazos criaturas rollizas, rubias, con la plasticidad exuberante de la buena pasta con que estaban amasados; otros iban encorvados, cargando sobre sus espaldas cuadradas sus baúles y sus valijas, jadeantes, colorados, dejando caer gruesas gotas de sudor sobre la arena caliente y brillante de el suelo. las mujeres, con sus trajes de aldeanas, de colores vivos, con sus caderas anchas, redondeadas, sobre las que apoyaban negligentemente su mano.
de facciones correctas, y algunas hasta hermosas, con sus colores de manzana madura, sus grandes ojos negros, vivos y de mirar curioso; dentadura fuerte, blanca, compacta, y un seno elevado, turgente, capaz de alimentar tres chicuelos hambrientos; cubría su cabeza un pañuelo de lanilla de fondo gris con flores estampadas, atado delante con un nudo abierto: una simple vuelta para que los dos extremos de sus puntas simétricas caigan con igual armonía sobre los hombros; la garganta descubierta, blanca, ostentando vueltas de cadenas de gruesas cuentas de oro, en cuyo centro colgaban amuletos de coral o la imagen venerada de la madona de su aldea.
iban caminando lentamente detrás de el carro y sus equipajes: un gran carro, en el que se había apiñado una pirámide de baúles, de valijas, cestas nuevas, en cuyos escalones iban sentados algunos de los inmigrantes, en mangas de camisa, con el pecho descubierto, quemado por el sol, y a la sombra de grandes paraguas verdes y colorados para proteger a los niños que estaban allí prendidos a el pecho de las madres recostadas cómodamente contra las valijas.
era una especie de marcha triunfal a las doce de el día bajo los rayos de el sol ardiente; parecía una ovación a este pedazo de la , cuya fama corre hasta golpear las puertas de las aldeas más remotas, en busca de brazos vigorosos con la insignia de la mies y de el arado.
¡cuántos se acordarían de sus hogares y cielo, a quienes habían saludado por última vez a el doblar el camino de sus queridas montañas; enviando una despedida cariñosa a el campanario de su aldea que parecía asomar se empinado desde el fondo de el valle para decir les una vez más: aquí los espero... ¡hasta la vuelta!
nuestro hombre estaba absorto. contemplaba ese espectáculo tantas veces reproducido en nuestras calles, y sin saber por qué, experimentaba un sentimiento de tristeza... era una nueva humillación para su estado.
esas pobres gentes que desfilaban ante sus ojos contentas, fuertes, despreocupadas; que venían a una tierra extraña con la promesa halagadora de un bienestar que en la suya no habían conseguido; que habían abandonado su aldea, su hogar, sus afecciones; que habían reunido todos sus pobres haberes para venir a la ; que los habían alojado a bordo como fardos, sufriendo todas las inclemencias de su pobreza, le daban envidia, le despertaban un sentimiento de admiración y de cariño y hubiese deseado ser fuerte como ellos para incorporar se a esa comitiva y lanzar se él también a las colonias a surcar la tierra con el arado.
pero él era un señor; sabía muchas cosas, había estudiado, había aprendido lo que esos infelices ignoraban y no aprenderían nunca; la sociedad le pasaba un nudo a el cuello de el que no podía desasir se; él era hombre culto, vestía ropas raídas, es cierto, pero estaban blasonadas con el corte de la moda; en cambio, esas chaquetillas de pana y de estameña le parecían afrentosas para un hombre de su especie. sin embargo, nunca halló más irónica esa civilización que todo lo ajusta a las formas y a las conveniencias, que lo convertía en un maniquí de sus propias pasiones y que no le dejaba dar un paso sin poner se le por delante y decir le con aire de reproche: este es tu camino.
— no puedo ser como ellos — dijo lentamente; estoy vinculado para siempre a esta miseria que me abruma, y cuando ellos hayan adquirido fortuna, bienestar, y vuelvan por aquí, alegres, satisfechos regresando por el camino que han venido, holgados en trajes de paño y en su camisa de batista, con aire de señores, acompañados de sus hijos con el tipo varonil que yo he perdido, pasarán orgullosos fuertes todavía, bendiciendo la hospitalidad recibida y dejando con tristeza el penacho de humo de su fábrica, zumbando en sus oídos la rueda de el molino o pintada en la retina la llanura inmensa abierta de espigas y de verdura, para ir a divisar de nuevo la cumbre de las montañas y a cumplir en romería la promesa a su madona protectora.
— yo estaré allí — dijo, y extendió su brazo en dirección a el cementerio.
un amigo!
era para él un problema: — un amigo verdadero, leal, capaz de sentir en toda su noble expansión ese sentimiento delicado que vincula a los hombres, capaz de comprender lo, de tolerar lo, de ayudar le con desinterés y de estrechar su mano sin egoísmo. el no creía que ese ser pudiese existir; por el contrario, veía siempre las medias tintas de el interés personal, de el cálculo, de las conveniencias, envolviendo lo que en el comercio de la vida social se llama pomposamente amistad.
huía de sus condiscípulos, de sus relaciones; miraba con indiferencia a todos aquellos que en otro tiempo habían constituido el núcleo de sus afecciones le bastaba el menor signo que pudiese dar lugar a una interrupción desfavorable, para borrar inmediatamente a el sospechoso y no reemplazar lo nunca.
— ¿para qué me quieren? — se preguntaba alguna vez, coherente con sus ideas. — si estuviese en una posición encumbrada, si pudiese dispensar favores, si mi nombre rodase como una bola de nieve por la cuesta de la montaña y mi influencia tuviese siempre un nivel alto, ya los tendría por docena solícitos, cariñosos, dispuestos a todo, adivinando me el gusto por agradar me. podría contar les, reunir los, dividir los en categorías, y luego, elegir aquellos más flexibles para dar me el lujo de tener amigos, de ver me acariciado, entretenido y aclamado por partes, como un hombre de valer.
parece que hoy se entiende así la amistad. tal como soy ahora, sería locura pretender encontrar un alma piadosa que me hiciera el favor de ser mi amigo ¿qué podría ofrecer le?... ¡mis miserias!
¡ah! pero yo veo, desde mi rincón, a esos pobres cómicos de la amistad, preparar se, tomar posturas, arrodillar se, hacer gimnasia de saludos, de apretones de manos, de sonrisas, de sorpresas interesadas, de exclamaciones de júbilo, de dolor, de simpatía; conmover se, irritar se, llorar con lágrimas de repuesto, con indignación, que sale de la laringe cuando vociferan y juran que tienen el corazón dividido en terrones... ¡bah! — agregaba con ironía, ¡qué sacrificio mezquino y bajo se imponen esos desgraciados! más les valiera mostrar se tales cuales son, sin hacer el esfuerzo de esos afeites que alguna vez acaban por olvidar para dejar se sorprender en pleno público, accionando con entusiasmo, sin oír las burlas de los bastidores.
— seres así — decía para sus adentros, y levantaba a la altura de sus ojos su mano izquierda, haciendo una paralela estrecha con el índice y el pulgar.
peor para ellos.
se miraba luego con detención, y agregaba: — mi presencia, mi traje, mi aspecto, todo en mí está combinado para infundir recelo; si voy a golpear la puerta de alguno, me espiará por la rendija, el corazón le dará un salto, y muy cortésmente me cerrará la entrada.
tienen razón.
iré probablemente a molestar los o sospecharán que voy en línea recta a el bolsillo...
después que han empezado a esquivar me, he aprendido a despreciar los; no me perdonarán que mi altivez de pobre les toque tan de cerca.
mientras hablaba, iba haciendo desfilar en su imaginación a todos los que en otra época compartieron sus alegrías, sus holguras y sus extravagancias; movía con lentitud la cabeza, como despidiendo los.
de pronto se dio un golpe en la frente, exclamando. — este, este, a el menos ha sido víctima expiatoria de mis arranques, y a pesar de todo, siempre ha sido bueno y condescendiente.
se refería a un condiscípulo con quien había vivido en la intimidad en sus mejores tiempos de estudiante; habían pasado juntos muchos años, compartieron las horas agradables y los días amargos, y con un cariño probado en la adversidad de los veinte años, se habían creído inseparables.
su amigo había concluido su carrera: era un corazón fuerte, que poco se preocupaba de las neurosis y las lamentaciones de su compañero: contento, feliz, con la cabeza llena de aspiraciones, con el propósito firme de conquistar una posición, se entregó a los azares de su profesión y de la fortuna — en esta última, con éxito.
hoy, estaba rico, en buena posición social, y tal vez su recuerdo se había borrado, si no de su memoria, por lo menos de su cariño.
¡qué diferencia entre aquella época y ahora!
la amistad es un sentimiento que se modifica según el ambiente donde nace y las fuerzas que la sostienen; a su amparo, yo no habría sucumbido.
¡ah! él también... ha seguido la corriente de los demás: a medida que su posición se ha elevado, su amistad ha sufrido las oscilaciones de mi descenso; un día quedó estacionaria bajo cero y el calor de otros tiempos no tuvo fuerzas suficientes para hacer la subir!
muchos años habían transcurrido sin que se hubiesen encontrado, y, sin embargo, desde el fondo de sus sentimientos, sentía trepar una raíz de simpatía que empezaba a retoñar. tal vez se lamentaba injustamente, pues, cuando se encontraron en la calle, casi frente a frente, su impulsión de esquivar lo fue vencida por un saludo cariñoso; su amigo había agitado la mano en un movimiento expresivo, acompañando el acto con una mirada de benévolo interés. a esta demostración afectuosa había correspondido con una sonrisa amarga y una inclinación de cabeza fría y displicente.
tenía la convicción de que era egoísta y no debió abandonar lo así. el, en su lugar, lo habría buscado para atraer lo, para aconsejar lo como un padre cariñoso, para sostener lo con su apoyo moral, como a un enfermo a quien se recomienda la observancia prolija y minuciosa de un método cualquiera.
en los días turbios cargaba la paleta de colores chillones, para esbozar la figura de su amigo, acabando siempre por encoger se de hombros y decir para sus adentros: es otra planta que se ha secado en este corazón que mata con exuberancia de vida la mezquina semilla.
su amigo había nacido pobre, sus padres no pudieron costear le los elementos de que él pudo disponer a manos llenas, para emprender con bríos la lucha por la vida.
la escasez y las privaciones le eran desconocidas; en cambio, su condiscípulo se había puesto de frente a la fortuna, para arrebatar le sus promesas, y aun en las largas estaciones que hacía en su habitación, cuando se encontraba sitiado por falta de ropa y otros elementos indispensables para atender a sus más apremiantes exigencias, jamás se le oyó una queja. en los meses de invierno, cuando la lluvia penetraba como por un arnero en la pobre vivienda que a duras penas podía costear se, lo veía alegre, bromista, estudioso, haciendo castillos encantados para el porvenir y con humor de reir se un poco, a través de su rendija, de los hombres y de las cosas.
en esa misma época, él nadaba en la abundancia, tenía la llave de oro de la felicidad; y, sin embargo, miraba con secreta envidia la indiferencia con que su amigo se avenía a su condición humilde.
— hay tiempo para todo — le decía, poniendo un semblante alegre y burlón; — la fortuna vendrá, vendrá sola; el mejor sistema es despreciar la, para que no se crea indispensable; primero está mi novia que ella — añadía, riendo se, y tomando entre los libros un ramillete de violetas marchitas, aspiraba un resto de fragancia, que había quedado como adherida, y le decía: — ¿ves estas flores?... pues no las cambiaría por un puesto de ministro.
— ¡qué temperamento envidiable! — solía decir se para sus adentros, — ¡qué fuerza de voluntad probada diariamente en el yunque de la pobreza!... ¡qué resignación para vencer los obstáculos!
lo que para él era una montaña, para su amigo, era un terrón despreciable, que salvaba airosamente.
cuando los primeros síntomas de su desfallecimiento y de sus neurosis empezaron a asaltar lo en la intimidad le hizo las primeras revelaciones, éste, que lo escuchaba con aparente interés concluía por reir se y muchas veces por exasperar ridiculizando sus manías.
una noche, su amigo se había acostado más temprano que de costumbre; el frío y los exámenes le hacían tiritar; era la última prueba de preparatorios, y había corrido la voz, en el gremio estudiantil que los profesores iban a presentar se inexorables: los reprobados y aplazados caerían por centenares, sin inspirar lástima.
el miedo había ganado terreno, y por la noche no se encontraba en los paseos y en las reuniones ni un estudiante para remedio.
este leía en voz alta un tratado de filosofía, y se engolfaba en las cuestiones de la metafísica, como en un laberinto sin salida.
interrumpía por momentos la lectura, doblaba el libro, dejando el pulgar entre sus páginas; recostaba su cabeza sobre la almohada, y empezaba a cavilar sobre el espacio, el tiempo, el infinito, etc., y a medida que sus transportes filosóficos lo hundían en las nebulosidades de esa metafísica erizada de espinas, como un abrojo, iba poblando el techo de su cuarto con un caleidoscopio de mundos y de ideales, hasta constituir el cosmos que conciben los cerebros estudiantiles.
absorbido en estas abstracciones, que concluían por hacer le saltar de la metafísica a su novia, por esa asociación de ideas que se anuda con un pretexto, con una reminiscencia, con un recuerdo cualquiera, que pasa por el campo de la memoria como una vibración eléctrica, no había oído el ruido de pisadas inseguras y lentas que chapaleaban el agua de el patio.
nada había oído en medio de esa confusión de rumores, de gritos, de aullidos, de vibraciones que parecen venir en tropel, persiguiendo a el viento, que empuja puertas y ventanas, y se escapa por entre las rendijas, para perder se en las tinieblas de la noche.
de pronto, oyó, sin embargo, su nombre, pronunciado claramente; después... el silencio interrumpido por la lluvia que caía lentamente desde el techo, como entretenida con el tac-tac de su música cadenciosa. permaneció otro rato con el oído tendido hacia la puerta, y como el llamamiento no se repitiese, pensó que sería ilusión de sus sentidos, y sacando el dedo de las páginas que comprimía, volvió a abrir el texto para continuar su interrumpida lectura; pero no había aún terminado el quinto renglón, cuando oyó de nuevo su nombre... esta vez no podía equivocar se; era la voz de su amigo que lo llamaba y forcejeaba la puerta para entrar.
dio un salto de la cama, hizo rodar una silla, que llevó por delante, y de un tirón abrió la puerta: una ráfaga de viento, que había estado mugiendo por la rendija, como implorando protección, entró con furia en el cuarto; detrás de ella, su amigo, completamente mojado.
¡su amigo!
a esas horas, empapado, enclenque, tambaleando y balbuciendo palabras ininteligibles. el lo miró con sorpresa y con una mezcla de reproche y curiosidad empezó a preguntar le el motivo de aquella visita inusitada.
— es tarde — le dijo éste, — es tarde, bien lo sé y dejó oír en seguida una risotada de idiota, a tiempo que inclinaba su cabeza para un lado, como si el cuello estuviese cansado de sostener la... — es tarde, he venido a ver te, porque no daré ya examen, he abandonado mi carrera... ya sabes por qué... he disipado también todo lo que tenía, y ahora no sé qué haré...
su compañero lo escudriñaba, de arriba abajo, como quien procura reconocer a una persona que ha visto alguna vez, y no acertaba a explicar se aquella transformación.
mientras, él se había sentado sobre el borde de la cama, cubriendo se apenas con una manta provinciana, y contemplaba a su amigo con extrañeza y con zozobra.
¡qué transformación repentina! hacía apenas algunos meses que no lo veía, y casi no lo habría reconocido; parecía que la lo hubiera despojado en un buen momento de su organismo exterior, como cuidadosa de sus criaturas, para poner le uno gastado e inservible: su cara, que en otros tiempos tenía la placidez tranquila de sus líneas bien acentuadas, era ahora una cara de convaleciente; la piel, que sobraba, caía sin elasticidad, arrastrando los labios entreabiertos; los ojos, que parecían pequeños para las órbitas ahuecadas y sombrías, la barba crecida, desaliñada, la expresión de todo su conjunto de líneas y de rasgos que se iban borrando o modificando, daba a su fisonomía cierto aire de idiotismo y de abandono, que hizo estremecer a su amigo.
lo miraba con lástima, mientras él hablaba entre dientes, con voz temblorosa... de vez en cuando, alzaba los ojos, sin brillo, miraba fijamente un objeto cualquiera... luego, reía, con esa risa sarcástica y convulsa de los ebrios.
— como su padre — se dijo para sí, recordando una escena de familia que había presenciado una vez. alzando luego la voz, le dijo: — ¿quieres que te acompañe a tu casa?
— mi casa, mi casa... no tengo casa desde esta noche... — y dirigiendo le reproches inmerecidos, y tomando todas las cosas a el revés, como se dice vulgarmente, abandonó la habitación, tambaleando siempre, y llegando por gradación desde el reproche a el insulto, de el insulto a la amenaza...
, grosero, insolente, con esa insolencia mujeril que desarma el brazo, y que, lejos de inpirar indignación, nos mueve a la piedad o desprecio...
su amigo lo vio salir, sin atinar a seguir lo; estaba abstraído en reflexiones dolorosas, y nada se le ocurrió para socorrer lo... oyó sus pisadas, que se perdían en el patio oscuro y resbaladizo, y los de el perro que no se aventuraba a salir de su casucha para afrontar el frío de la noche.
cuando se levantó, para cerrar la puerta, miró hacia afuera: la lluvia había cesado. algunas estrellas brillaban en el cielo azul, verdoso, manchado con nubes blancas, como espuma de jabón, que corrían arrastradas por las ráfagas de el pampero.
fue aquella la última entrevista, el último amigo que borró de sus sentimientos con la complacencia vanidosa que le sugería su orgullo.
fue también una lección severa que había puesto a contribución su carácter, su dignidad, sus sentimientos, y que lo había humillado hasta el fango: — ni el perro me ha hecho caso — se dijo a el día siguiente, cuando pudo salir de el sonambulismo alcohólico.
su organismo era una mesa revuelta, en el que estaba confundido lo bueno con lo malo de una manera deplorable; quiso poner orden a aquel desquicio pero solo lo consiguió en parte. en donde quería asegurar una hebra fuerte y estable, se le espía el canavá y tenía que dejar a un lado un sentimiento, un recuerdo, una afección, un deber, un impulso generoso, y su trabajo de reconstrucción, sus propósitos, quedaban truncos... iba caminando por una senda accesible, suave, fácil; de pronto un abismo, un escollo, un vacío... y empezaban aquí los desfallecimientos y las quejas... como consecuencia de esto, el abandono, el hundimiento... la fatalidad, que le hacía flotar sin rumbo, como una escoria.
saltó bruscamente la valla que lo retenía en un medio social distinguido, y en el que se había empezado a formar; se encontró libre, libre como un individuo venido de otras regiones, sin parientes, sin amigos, sin afecciones, sin deberes, sin aspiraciones; su objetivo era substraer se a todo, y si hubiese sido posible, imitar en la vida real a los personajes de , habría elegido el centro de la tierra para ir a plantar en las soledades de el abismo su estandarte de guerra contra la humanidad, que pesaba sobre su cerebro, para aplastar lo.
con estas ideas y con estos propósitos, y el encadenamiento lógico de los hechos, que lo precipitaban en la nada, iba poco a poco despojando se de todo lo que podía pertenecer le, de todo lo que podía constituir un atractivo para vivir; iba arrojando a el vacío, y a manos llenas, su caudal, como un náufrago que arroja a el mar hasta su comida, por temor de que el peso haga hundir la barca.
llegado a estos extremos, su desesperación tenía que pesar sobre su ánimo, para hacer le tomar una resolución que lo salvase de el abismo que lo atraía con sus fauces insondables.
volvió con su memoria a el pasado, en el que pudo encontrar días felices, como perlas en el , en cambio, una cadena de trastornos, de amarguras, de sacudidas y una larga serie de vacíos, iba llenando con su miseria, con su indolencia, sus reproches, con su imprevisión.
recordó la noche que había golpeado a la puerta de su único amigo, y no pudo sentir el rubor en su rostro, porque ya su sangre estaba cansada de servir a sus nervios enfermos; le vino a la memoria, agrandada por el reproche y por la humillación, la primera caída; había estado ebrio y había insultado, con torpeza inconsciente, a el que había tenido siempre palabras de cariño y de estímulo para su postración injustificada, y aquí se pasó la mano con cierta mezcla de vanidad y de satisfacción, por haber podido vencer las tendencias que lo arrastraban a el vicio, con esa seducción misteriosa que tantas veces lo había acechado.
— ¡ebrio! — decía, — ¡nunca! pesaría sobre mi nombre y sobre mis huesos esa huella funesta que debía ser una triste herencia para mi porvenir... he podido, hasta ahora, aplastar su cabeza... ¿pero en adelante?... ¡quizá!
apretó, temblando, el timbre eléctrico de la puerta de calle de la suntuosa casa donde vivía su condiscípulo; la campanilla hizo oír sus sonidos cortos, repetidos, saltones, y un sirviente, desgarbado y obtuso, que lo miró de arriba abajo, coma delante de las almas, estaba a punto de echar lo sin miramientos, cuando vio, con sorpresa, que el personaje mal entrazado que tenía por delante, le alargaba una cartulina...
aquello era inaudito: un sujeto vestido de una manera tan rara, tan pobre, tan original, con una cara de ayuno y con todo el aspecto de un pobre vergonzante, se permitía el lujo de hacer se anunciar de esa manera.
tomó la cartulina, la miró, sin saber leer, le pareció un tanto amarillenta y deteriorada, y azorado e indeciso, se quedó plantado delante de el caballero rotoso, a tiempo que a su vez le devolvía la tarjeta ( aquí pareció que era el sirviente quien se anunciaba ).
nuestro personaje lo miró con encono, comprendió todo lo que pasaba en el ánimo de el criado, y sin dar le tiempo para replicar, le gritó, con aire de amenaza: — ¡vaya, y entregue a su patrón esta tarjeta!
el sirviente estaba fascinado, nunca había presenciado una cosa igual; aquel atrevimiento tenía todos los ribetes de una insolencia, y la mejor contestación, hubiera sido un escobazo en el sombrero.
— en fin — se dijo para sí, — tal vez sea un personaje incógnito, y no pocas veces debajo de una mala capa se oculta un buen bebedor. — luego, reflexionando que su actitud podría ocasionar le serios daños, si era delatado, cambió de táctica, y con toda la amabilidad de el mundo, le dijo: — pase usted señor — abriendo el cancel de par en par.
el hombre de los imanes se encontró en el vestíbulo, solo, con su sombrero y un perro de tierra romana que lo miraba desde su rincón con dos ojos de vidrio, como si se los hubieran arrancado, para implantar los en su cráneo chato de mastín.
aquel vestíbulo, pavimentado de mosaico, con las paredes estucadas y pintadas de colores chillones con la gran de cristales opacos a el frente daba ya la medida de el lujo de la casa.
en los ángulos, jarrones de porcelana, relucientes, soberbios, con sus formas de tinaja india tenían como senos obesos una colección de hojas artificiales que imitaban perfectamente la flora de los trópicos. una gran percha de nogal deslustrado con un bonito espejo bisauté, llamó particularmente su atención; iba a colgar allí su monumental sombrero, pero se dio cuenta bien pronto de que el pendant era ridículo, pues los que estaban colgados tenían el brillo flamante de las cosas nuevas, y el suyo... ¡oh!... ya conoce el lector la escuela de contratiempos, o contrapelos, diremos mejor, que lo había envejecido.
se conformó con mirar lo con lástima, y ocultar lo piadosamente debajo de una silla de fantasía.
algunos cuadros de pacotilla completaban el adorno.
a poco rato de estar allí, apareció de nuevo el sirviente, pero ya con otro aspecto, tranquilo, casi sonriente, amanerado: — pase usted, señor — le dijo con tono melifluo, a tiempo que abría con estrépito la puerta de el fondo.
nuestro hombre se encontró de golpe en el salón sin atrever se a dar un paso: un poco por la cortedad y la emoción, pero más por la dificultad de distinguir en la penumbra la multitud de muebles que tenía por delante.
los horizontes habituales de su retina eran limitados, cercanos: — paredes revocadas con cal o pintadas con cardenillo; los muebles, cachivaches de la peor especie; ahora, estaba en un salón, con humos aristocráticos, tapizado de papel dorado, que le hacía percibir en las paredes, de trecho en trecho, rayas brillantes, como las que hacen los niños en la claridad con los fósforos humedecidos. a medida que procuraba ajustar su visión a la media luz de la sala, aspiraba de a poquito, como olfateando, el aire impregnado de emanaciones olorosas de los muebles, de las flores marchitadas en las macetas, de las pastillas consumidas y olvidadas en un rincón de la chimenea; esa mezcla de buen olor de pieza cerrada, de tufo disfrazado, que espera pegado a una rendija para desahogar se en la calle.
el ambiente tibio, el silencio interrumpido por las vibraciones y los ruidos que venían de afuera, el confort de aquella sala, que parecía un negocio cerrado a la hora de la siesta; todo esto infundía calma a su espíritu y apaciguaba los latidos de su corazón sobresaltado.
hacía vagar sus miradas por todos los rincones, de los que veía surgir de pronto un objeto cualquiera, que había pasado inadvertido, y que a el fijar lo se le iba perdiendo poco a poco en la ofuscación de su retina debilitada.
por una rendija entraba un curioso rayo de luz, estirado como un tul finísimo; lo siguió con la mirada y lo vio morir a el pie de una consola dorada, cargada de objetos que le parecían animados; se figuraba que se codeaban, que se avisaban unos a otros que un intruso había ido a turbar su tranquilidad.
detrás de las pesadas cortinas de damasco; le pareció que hubiese personas escondidas que le estaban espiando, y que algunos se mofaban de él: oía ruidos y crujidos extraños, miraba fijamente hacia la puerta de comunicación interior, esperando ver aparecer de improviso la figura de su amigo; estudiaba posturas, acomodaba los pliegues de sus faldones, plegando los en donde una mancha inveterada quería ostentar se con descaro; tosía y acomodaba la garganta; se preparaba en la mejor actitud para no causar mala impresión, y para evitar, si realmente era espiado, que su situación fuera menos enojosa. a medida que percibía más claramente los objetos, las escenas iban cambiando, como cambiaban el color, la forma y la posición de los muebles que tenía por delante.
impaciente, nervioso, abochornado por las impresiones que iba soportando, avanzó resueltamente hacia el costado más accesible de el salón y abrió de par en par los pstigos de una ventana.
a el dar vuelta, le pareció que estaba en otra casa.
la escena había cambiado totalmente, la luz había penetrado, como llevando a cada cosa un ropaje especial: los bronces, los brocados, las porcelanas, los tapices, las flores, estaban ahora como alegres, con sus colores vivos, resplandecientes.
un gran espejo que reproducía a la distancia su figura, entremezclada con la turba de muebles, parecía mofar se de él, reflejando una imagen que tenía prestados, en ese momento, todos los matices de los jarrones de las consolas y de las mil chucherías que lo rodeaban.
— ¡cuánta riqueza! — se dijo para sí; — con un puñado de miseria vive un pobre, y aquí hay para hacer vivir un siglo.
estaba deslumbrado en aquel bazar de muebles de valor, de bueno o pésimo gusto, bien o mal dispuestos, pero, a el fin, haciendo su papel en el convencionalismo de el lujo y de la moda.
entregado a estas reflexiones, fue sorprendido de pronto por el sirviente, que traía una bandeja de plata con té, cigarros, licores y un número de un periódico de el día.
el patrón le pedía disculpa por la demora — dijo el sirviente, en cuya casa se veía que la sorpresa de un visitante que merecía tantos agasajos, había aumentado una manera visible.
— mi amigo podrá ser egoísta, orgulloso — se dijo para sí, — pero eso no quita que sea muy bien educado — añadió, mirando plácidamente la bandeja como a una persona a quien se hace una confidencia.
tomó en seguida, con mano trémula, acariciando la, la botella de cristal, transparente, brillante, llena de líquido dorado; derramó hasta el borde en una copita pequeña, y la acercó con cierto desdén a sus labios, poco habituados ya a esas miniaturas.
— topacio líquido — dijo a media voz, haciendo un chasquido con la lengua, y se arrellanó cómodamente en una butaca.
continuaba inspeccionando desde su sitio todos los rincones: todo aquello estaba muy bien, era muy rico, de mucha valor, pero parecía como si no estuviese definitivamente instalado. eran muebles y objetos que habían llegado de a uno, en distintas épocas; pertenecían a distintas jerarquías y estaban como agrupados en sociedad democrática.
había lujo, pero no había gusto; mucho dinero convertido en butacas, en sofás, en bronces, en espejos, pero poco de artístico, de verdaderamente artístico, y que revelase la delicadeza de gusto de su dueño.
y pesadas cortinas, recogidas en distintos puntos, como el baldaquín de una cama, muy altas y muy pesadas para las ventanas bajas, enrejadas y forradas de pino pintado, como la cámara de un buque.
una serie de pequeños sofás dorados, gibosos, forrados de telas de gran valor, como para adornar el boudoir de una artista, o de otra cosa, si el lector lo quiere.
doradas, como pequeños altares, cargando un mundo de chucherías, de bronces legítimos y de imitación, cajas de cristal, jarrones, pequeños retratos sobre atriles de ébano — en el fondo una estufa de mármol blanca con el indispensable reloj dorado, sosteniendo en la cúspide de sus arabescos una muchachita de bronce en actitud de pescar; dos candelabros a los lados, compañeros inseparables de el reloj, parados a igual distancia, como centinelas de vista.
de todas clases, algunas doradas, enclenques, delicadas, como señoritas raquíticas vestidas de baile; luego, una serie de asientos redondos, cuadrados, figurando unos enormes turbantes, y otros, como almohadón, estirados con indiferencia en cualquier parte, afectando no tener la intención de servir para sentar se.
de trecho en trecho, columnas de pelouche, con alma de pino, rodeadas en espiral por hebras de hilo de oro, como víboras que se enroscan a el tronco, soportaban bustos de cualquier personaje ilustre o deidades mitológicas que no protestaran nunca de el parecido.
todo esto, completado por una alfombra que parecía vista a el través de una gran lente: de fondo blanco, con flores punzó, haciendo curvas caprichosas en las hojas entrelazadas; había estampadas rosas de más de medio metro: una hoja sola hubiera podido dar sombra a un regimiento.
las paredes ostentaban algunas cuadros de familía, pintados en actitud de retrato: — caras rígidas, severas, defectuosas algunas, con manos deformadas por la corrección fatua y la actitud forzada que les había impreso el autor.
en medio de este lujo, de esta pacotilla, y a el lado de algunos grabados, vistos tantas veces, e indispensables en todos los salones, dos grandes oleografías colgadas respetuosamente a ambos lados de la estufa: dos caras sajonas destacando se de fondo obscuro, con sus colores suaves, lustrosos; sus miradas adormecidas y lánguidas, de enamoradas.
la gran portada en seguida, y la antesala, conservando, como un museo, el demi-monde de la sillas, sofás, mesas de arrimo, los cuadros de antepasados, desconocidos y olvidados por dos generaciones, sirviendo para tapar claros y hacer simetría en el conjunto de antiguallas que pintaban la época de la primitiva opulencia.
la antesala de ciertas casas es el blasón de familia, es la pieza favorita, el cuarto de los recuerdos, de las evocaciones de otros tiempos mejores.
una abuela sentada en un gran sofá, capaz de alojar cómodamente diez personas, con su respaldo recto, tieso, enchapado de caoba, con dos rollos de almohadones en los cantos, es la imagen viva de tres cuartos de siglo, con los ribetes de el lujo macizo y severo de la época colonial. forma parte integrante de los hábitos, de los gustos, de los recuerdos y de el apego que tienen los viejos a las cosas de su tiempo.
estos muebles rancios, desquiciados, con armazones fósiles de tablas y colchados, despiden para ellos un perfume de juventud, de frescura, de reminiscencias, que alborota su memoria debilitada de aquellos buenos tiempos, que tanto echan de menos a cada paso, y así como los defienden cariñosamente de el desgaste de el tiempo, los defienden de las imputaciones calumniosas que arrojan sobre su anticuada vetustez las críticas y las miradas burlonas de los que alcanzaron la elegancia de una moda que parece preparada para enanos.
la antesala es el santuario de esos recuerdos, que hacen estremecer a los jóvenes, pues las conversaciones giran alrededor de los cincuenta años, cuando las gentes eran más buenas y más sensatas, cuando la amistad era un sentimiento verdadero y cuando el egoísmo era una mala hierba que se extirpaba de raíz.
¡qué diferencia, exclaman con énfasis de convicción y de desconsuelo las señoras que tocan por todas partes el positivismo de la época, con la sencillez, la moralidad, el respeto y las costumbres patriarcales de nuestros padres!
¡qué cambio tan radical ha venido operando se en esta sociedad, reducida ayer a cuatro gatos y hoy a un hervidero de gente de todas clases y de todos los países, que se incorporan con su trabajo, con su inteligencia, con su sangre, a la corriente natural de el país; que van engrosando las filas diariamente, hasta formar centros de cientos y miles de almas, cuya filiación es una mesa revuelta!
¿cuál será la tendencia genial de las nuevas generaciones?
los que echan de menos esos buenos tiempos, echan de menos, más que todo, su juventud, esa juventud que se les escapa de las manos y que deja como recuerdo de su paso un pliegue de la piel o un mechón blanco que van despoblando los años.
en el fondo, no es la materialidad de las cosas, pues hoy las hay iguales o mejores, sino las hebras frágiles que se han ido rompiendo poco a poco.
hoy un recuerdo, mañana un amigo, una afección, un sentimiento educado, y alimentado por años, y que de pronto desaparece y no puede reemplazar se.
la alegría, el calor, la luz de los años los entusiasmos fáciles, las impulsiones bulliciosas, que hacían revivir el organismo a cada paso; todo eso que pasa, que se debilita, que se muere con anticipación, que se aleja como para esperar los.
el tiempo mismo ha cambiado para los viejos: el que ellos conocieron, no tenía las transiciones malvadas que los exponen a cada paso a una pulmonía; sus crudezas eran más benignas y con un abrigo cualquiera, podían desafiar la intemperie; hoy, el frío penetra por todos los poros; es que la máquina humana va poco a poco enfriando sus calderas.
en las noches, esas camas altas, solemnes como altares, cobijaban cariñosamente a la pareja enamorada, y el calor de la juventud se unía a el de el ambiente para dar a la temperatura de la alcoba una suavidad deliciosa de bienestar y de confort.
hoy, el lecho es frío, duro, rebelde; está como cansado de cobijar gente; el ambiente no tiene alientos tibios, y los huesos, entumecidos por el frío de los años, van sintiendo el roce de las tablas, como si estuviesen cercanos a el féretro.
por todas partes, el frío, la indiferencia, el egoísmo, la juventud desdeñosa: ¡no hay ya caras sonrientes para los viejos!
cuando miran un rostro bello, juvenil, que en otro tiempo se comunicaba con el suyo por el brillo de sus miradas, tienen que guardar en lo más íntimo sus impresiones; el ridículo aletea en torno de sus cabezas, y una mirada indiscreta, una expresión, que a fuerza de ser urbana podría parecer galante, comprometería la rigidez de su posición y la seriedad de sus años.
la juventud, la belleza, los sentimientos tiernos no son más malos, ni más indiferentes, ni más egoístas que ayer — es la vejez que les va dando la espalda, que ha perdido sus derechos, que ha gozado ya ampliamente de esas primicias y que encuentra yerto el hogar donde antes chisporroteaba el tronco vigoroso que despedía su alegre llama; son los muebles viejos, usados, antiguos, fuera de lugar, que van disputando en vano su puesto a las butacas doradas, livianas, cubiertas de raso, con flores estampadas, vivas, frescas, con la frescura brillante de la rosa recién abierta que invita a aspirar su fragancia.
la mano crispada, amarilla, surcada por venas azules, hinchadas, sinuosas y como estirada por los tendones duros, tiesos, que hacen relieve debajo de la piel gastada, no puede ya impunemente acariciar la mejilla fresca, sonrosada, o el seno mórbido, turgente, sin experimentar el temblor senil que le hace tantear la carne como si hubiese perdido la sensibilidad.
el raso no puede crujir ya debajo de esos dedos que se van modificando, ni los labios caídos, fláccidos, descoloridos pueden pretender caricias voluptuosas que no podrían corresponder.
la mirada está apagada, con horizontes cercanos; se ofusca, con el brillo, con las cosas nuevas, donde se refleja vivamente la luz; necesita los colores sombríos, las medias tintas, el negro, que va cubriendo los poco a poco, como un anticipo de la tumba.
es el punto de parada en la azarosa jornada de la lucha.
¡y cómo desean prolongar la todos, a pesar de estar tambaleando se en su puesto de descanso!
muere la abuela y las butacas antiguas y los sillones de respaldo floreado, los sofás hospitalarios y las consolas de caoba, empiezan a peregrinar en la casa en busca de un refugio... una mañana hacen su entrada humilde en el cuarto de los trastos viejos, como un mendigo que golpea a las puertas de un asilo.
los retratos quedan pegados a las paredes, con sus miradas frías, severas, como enconados de ver partir a los amigos de su tiempo...
volvamos a nuestro personaje.
una puerta que se abrió con estrépito, le hizo estremecer y dar un salto en su asiento; tenía en la mano la segunda copa de licor, y estuvo a punto de derramar la.
no atinó a balbucir un cumplimiento ni se atrevió a tender la diestra a su amigo; sólo pudo articular una disculpa humilde: — perdona me, si soy molesto.
su amigo, sin hacer caso de su protesta, se limitó a tender le la mano y apretar la suya con efusión, como buen camarada, como si el día antes se hubiesen visto en el claustro de la , cuando concertaban un paseo.
esta conducta, sencilla, deferente, casi afectuosa, de hombre educado, le hizo cobrar ánimo y despertar, como movido por una vibración, un sentimiento de gratitud...
— ¡qué bueno es! — pensó; siempre el mismo, y suspirando fuertemente, le dijo: — me he acordado de ti, ahora que estoy en el último trámite de una existencia que ya no sé qué hacer de ella; me voy sobrando a mí mismo, quisiera reducir me a una cosa cualquiera, quisiera refundir me en otro ser, aunque fuese el más despreciable, ya que de la vida no me queda más que la animalidad. intelectualmente no me preguntes lo que valgo ni lo que puedo ser, creo que se ha borrado en mi cerebro el sitio que ocupa esta facultad, y que no me queda de ella sino un jirón de instinto que mueve todos mis actos.
su amigo le interrumpió sonriendo, y dando le una palmada sobre el muslo derecho, le dijo: — después de tantos años que has andado vagando como una sombra, sin encontrar tu centro de gravedad, todo tu caudal científico, toda tu fortuna, todo tu bagaje, es la metempsicosis... ¿de dónde sales con esas ideas?...
si yo creyese en las doctrinas espiritistas, te supondría un ser de otro mundo que viene a escudriñar un poco las cosas de la tierra.
nuestro hombre abrió los ojos como dos linternas, y mirando a su amigo con aire de tristeza, exclamó: — tienes razón; no parezco un ser de este mundo, ni de estos tiempos... estoy envilecido y aburrido de mí mismo, me encuentro como si tuviera un grillete a el pie, que me condenase a el trabajo forzado de estar pensando siempre en cosas imposibles, y que me alejase cada vez más de el contacto de los hombres, de quienes no he recibido ningún daño y a quienes he mirado siempre como miran las hienas enjauladas a los que van a mortificar las con la punta de su bastón.
es una extraña manera de ser y de pensar la mía; pero no tengo yo la culpa... ¡ah! si pudiese abrir me el cráneo — añadió, agarrando se la cabeza con ambas manos, — y poner dentro un cerebro más igual a el de las demás, indudablemente sería la persona que tú deseas y en cambio de un bagaje absurdo y ridículo, habría traído a tu casa la buena nueva de mi felicidad; pero, ¿qué quieres?... genio y figura.
— eres un niño, un niño mal dirigido, que ha dado los primeros pasos en falso, sin más guía que el impulso de su tendencia genial y a la cual te entregaste en cuerpo y alma desde los primeros días, sin ver más allá de tus ojos y de tu egoísmo.
— ¡ yo! — exclamó, poniendo se de pie, pálido y convulso; ¡egoísmo!... yo que he sido una especie de pelícano; capaz de hacer me pedazos por los demás.
— no te alarmes... esa manera de ser no te engrandece ni te da méritos... ese sistema de prodigar todo tu saber, como un filántropo, es una generosidad derrochadora, de la que no has sacado más provecho que desengaños, miserias, ideas equivocadas y sombrías sobre tus semejantes... has dado tus sentimientos, mejor dicho, los has derrochado, adornando con ellos la existencia de una perdularia, a quien debiste dejar en el fango de donde había salido. has pagado tu tributo a la experiencia, conquistando te, en esa jornada, el alejamiento de tus amigos, y tú, la huida de la sociedad, como un réprobo que tiene necesidad de ocultar un delito... andabas después espiando a las gentes con aires de , y bien decían tus ojos, a falta de linterna, que tu desdén por todo lo que te rodeaba era más alto que el de el misántropo griego.
tu carrera la tiraste a la calle, como quien se despoja de una carga pesada y abrumadora... y luego... aquí perdona me que sea más franco... brutal... has envenenado tu organismo con el alcohol, para que tu cerebro y tus nervios fuesen siempre rebeldes, y a trueque de tus desdichas imaginarias y reales, te diesen el bienestar que apetecías... has perdido en el cambio, querido amigo: por una copa de licor, entregabas un jirón de tu organismo moral que has ido destrozando y enajenando poco a poco, para quedar reducido, como tú decías hace un momento, a la animalidad.
el hombre de los imanes había escuchado azorado el discurso de su amigo; cuando éste concluyó pudo notar que dos lágrimas, gruesas como garbanzos, corrían divergentes por los surcos de sus mejillas acartonadas.
— tienes razón — dijo lentamente, — tienes sobrada razón.
— no es éste un reproche que te dirijo, ni un consejo que pretendo dar te — continuó su amigo, — pero ya que te has resuelto a golpear la puerta de mi casa, y que tus últimas palabras de cariño para mí fueron un puñado de insultos que me tiraste a la cara, como quien arroja lodo, yo tomo, después de tantos años, mi desquite, para mostrar te que el único culpable de tus males eres tú... no te guardo rencor... aquella noche estabas ebrio, y, sin sospechar lo, así has vivido hasta ahora.
— luego soy un miserable, que merezco ser arrojado de aquí como un perro...
— no, eres un desgraciado, uno de tantos, en los que se cumple fatalmente una ley de herencia, de la que pocos pueden sustraer se.
felizmente para ti, el medio social en que has vivido, la educación que te infiltraron desde niño, las barreras que forzosamente tenían que contener el desborde de tus pasiones, han hecho de ti un ser inofensivo.
— ¡pero inútil! — le interrumpió desesperado nuestro personaje.
— ¿te crees — prosiguió su amigo, — que poniendo una pantalla delante de tus ojos, te sustraerías a las miradas de los demás?... ¿crees que no he adivinado tu existencia, a pesar de tu alejamiento?... me bastaba ver te, de cuando en cuando, en la calle, cuando marchabas distraído, agobiado, indiferente por el desaliño de tu persona, para formar un concepto de tu situación. tú crees que mis miradas no te han seguido hasta la intimidad de tu vivienda, y que no he escuchado los monólogos de tu desesperación y de tu alegría.
podría contar te, día por día y hora por hora, lo que has hecho, lo que has pensado y los propósitos que han movido tus pasos... ¿crees que muchas veces cuando tú, en el silencio de la noche, en la de oscuridad de tu vivienda, te levantabas sobresaltado de la cama para escuchar, con ansiedad y espanto, voces e imprecaciones de amenaza, no te seguía mi pensamiento y mis ojos no te veían arrojar te de ella con el cabello erizado, tambaleando y comprimiendo en tus manos temblorosas un arma para defender te y agredir a tus enemigos imaginarios?
¿crees que, cuando salías despavorido, huyendo, a medio vestir, de esos mismos enemigos, conjurados para hacer te daño, no te veía ganar la calle desesperado, loco, fascinado por una sombra, para ir a pasar el resto de la noche acurrucado en un banco de una plaza cualquiera, como un perro sin dueño?
¿crees que no te he visto con los ojos azorados, la boca torcida, como en la convulsión de un epiléptico, acariciar la intención siniestra de prender fuego a la casa?
estas revelaciones, hechas así a boca de jarro, patentizando la verdad más completa, ponían le delante escenas que tantas veces se habían repetido, y de las que se creía actor y único testigo.
hondamente conmovido, miró a su antiguo compañero con ojos de súplica.
lo veía delante de él, en el apogeo de su juventud, fuerte, bondadoso pero severo, rico, inteligente, y por grados lo convertía en un titán, a medida que él se achicaba como un pigmeo.
en su pequeñez enfermiza, parecía le su amigo un ser sobrenatural que se le presentaba de improviso, justiciero, para dar le el golpe de gracia y destruir en un minuto sus restos de vanagloria por su independencia y por lo que él llamaba su carácter.
le había horadado la conciencia como había horadado las paredes de su miserable vivienda; estaba descubierto; no le quedaba otro camino que disparar de allí y arrojar se desde las ruedas de el primer vehículo que pasase.
después de una pausa, su amigo tomó el hilo de sus revelaciones, aparentando la mayor naturalidad. se había propuesto sacar partido en favor de ese desgraciado, ya que la casualidad le proporcionaba una entrevista con todas las ventajas para sus designios.
tal vez exhibiendo lo a sus propios ojos en toda la desnudez monstruosa de la realidad, habría conseguido desviar las tendencias de ese infeliz, que marchaba ciego o a el manicomio o a el suicidio.
— esto no es todo, mi querido amigo; debo decir te más; sé muy bien que tus nervios reciben un choque violento, y que abuso un poco de la hospitalidad que te doy, pero tú tienes la culpa; has venido a mi casa, como un camalote arrastrado por la corriente, y tal vez sea esta la última vez que nos veamos... te conozco muy bien, y sé que no volverás, si no consigues redimir te.
un apretón de manos violento, efusivo, que parecía implicar un juramento o una promesa, fue la contestación a sus palabras.
— deja las efusiones para después, sienta te y escucha... esa sensibilidad de mujer que ha reemplazado a tu virilidad de otros tiempos, no me conmueve lo bastante para hacer me callar.
en medio de todo, ha sido una felicidad para ti que tu situación no te condujese a extremos más peligrosos.
cuando estabas alucinado por las impresiones que trastornaban tu cerebro y veías por delante la imagen de enemigos que atentaban contra tu existencia, has podido ser criminal...